Archive for the ‘Posmodernos y jodidos’ Category

Leer no sirve para nada

sábado, mayo 21st, 2016
Sería intolerable que nos dijeran cómo y cuánto tiempo coger o cómo preparar y comernos un taco callejero. Foto: Shutterstock

Sería intolerable que nos dijeran cómo y cuánto tiempo coger o cómo preparar y comernos un taco callejero. Foto: Shutterstock

Vértigo frente al papel, tolerar el alma.

Jenny Asse

Cuando algo se me atora en el pecho suelo buscar un libro.

No lo busco para conjurar el llanto sino todo lo contrario, lo hago para poder llorar en serio, en plan depurativo y desde el fondo de mi legión de tarántulas en el alma. Pero a veces no lloro y es porque me ocurre algo casi mejor: a veces las palabras de un texto forman un dique que me contiene, me explica y hasta me hace sentir que ser lo que soy, no está tan jodido.

Delinearse a sí mismo más que reflejarse a sí mismo es el milagro de la identidad que experimentamos quienes nos hemos encontrado, literalmente, en un libro. O en varios.

Unos meses atrás mi adorada sobrina adolescente me dijo que leer le provoca roña, que leer está sobrevalorado y que le dan mucha hueva los feligreses de Cortázar que andan por ahí con actitud de que la divina trinidad es Rayuela, un café y un cigarro. Ah, y todo con fondo de jazz como rezos de católicos estreñidos, lo peor es cuando te preguntan si ya la leíste y respondes que no, de inmediato se escandalizan ¿no has leído Rayuela? ¿Dios nuestro señor no te ha salvado?, que no mamen; agregó despectiva. Ándele, cabrón.

Sentí una estocada en el centro del pecho, estuve a punto de contestarle ¿También tú, Brutus?, pero mi grandilocuente referencia no hubiera servido de nada pues lo más probable es que mi sobrina se quedara en blanco porque Shakespeare y Julio César también le provocan roña.

El hecho es que me guardé mi escándalo de católica estreñida en defensa de la lectura porque intuí que el discurso despectivo de mi sobrina entrañaba algo verdadero y que quizá, sí, es una monserga ir por ahí con la cantaleta de decirle a los demás que lean porque leer te da este y aquel beneficio, te corrige la mala ortografía, te hace guapo, eleva tu atractivo sexual y te llena de cultura, en una de esas hasta es bueno para perder peso y para aliviar el dolor de articulaciones. Llévelo, llévelo.

Lo cierto es que hay una incómoda cercanía en la competencia de lectores contra no lectores con aquello de hippies contra hipsters. Batallas de neurosis ideológicas.

Lo que digo es que ser los angelitos coronados con la aureola de santo lector despreciando a las huestes del mal que no leen, es en buena medida un dogmatismo y una mamonería que, bajo el contexto de nuestra compulsiva interacción digital, se ha reforzado en los últimos tiempos pero poco o nada sirve para despertar el antojo lector.

A algunos de nosotros, cuando éramos niños y adolescentes que no sacaban la nariz de un libro o un cómic, nos pegaban tres gritos para que soltáramos el distractor y nos regañaban por flojos y buenos para nada, nos mandaban a hacer alguna diligencia a la calle o nos imponían alguna tarea doméstica. Y leer era tan gozoso por eso, porque no servía para nada, porque no tenía ningún objetivo utilitario ni de acumulación de datos para presumir en las redes sociales.

Y me olvidé del asunto por un tiempo pero he vuelto a escuchar los cada vez peores promocionales que invitan a pasar veinte minutos al día frente a un libro y que, con el imperativo “lee” dan la orden para que llenemos nuestras cabezas de letras. Pues no, si esto se parece a comer antojitos o al sexo, sería intolerable que nos dijeran cómo y cuánto tiempo coger o cómo preparar y comernos un taco callejero.

Creo que darle sentido de utilidad a la experiencia de leer, la degrada.

Y mientras más lo pienso, más me convenzo de que leer no sirve para nada, por eso hay tanta belleza en ello, por eso es un acto de resistencia contra la imbecilidad de las reglas de lo productivo.

Vuelvo a donde comencé. A mí me ocurre, constantemente, que me encuentro en un libro, que pego un pedacito roto de mi identidad con las historias que leo, pero la identidad es única e intransferible, sin importar que mi sobrina comparta mi sangre. Así que haré el esfuerzo de guardar silencio como obligación única frente al libro y dejaré que cada quien se coma el taco como se le antoje. O que no se lo coma si no le da la gana.

Twitter: @AlmaDeliaMC

La red de la desilusión

sábado, mayo 14th, 2016
Hace meses que el juego de proyecciones digitales de Facebook me desilusiona para empezar, y sobre todo, de mí misma. Foto: shutterstock

Hace meses que el juego de proyecciones digitales de Facebook me desilusiona para empezar, y sobre todo, de mí misma. Foto: shutterstock

Carolita se acercaba a los ochenta años cuando nos conocimos. Yo tendría veinticinco, tal vez veintiséis.

Qué piel tan suave y cálida, ese fue mi primer pensamiento sobre ella, que apenas conocernos, tomó mi mano para sostenerla entre las suyas con una ternura que me hizo quererla desde ese minuto. No exagero, sentí que la quería. Y esa fue la segunda cosa que pensé: la quiero.

El tercer dato que tuve sobre Carolita fue que sobrevivió a la Guerra Civil Española y a un campo de concentración en Francia, pero eso me lo contaron sus hijos y sus nietos. Porque ella nunca se concentró demasiado en el relato, no le interesaba adornarlo para engrandecerse ni minimizarlo para demostrar que lo había superado. No hacía de esa experiencia la marca de su vida. Sólo escuchaba lo que narraban los demás sobre su propia historia y sonreía, y luego de un rato, como si se cansara de ver la misma película, se levantaba a la cocina y regresaba con un plato repleto de galletas y café para todos.

En su familia todos gritaban, no se trataba de intervenciones agresivas, era sólo que para sostener tres o cuatro conversaciones sobre temas diferentes al mismo tiempo, había que gritar hasta hacerse oír.

Entonces yo la buscaba con la mirada y la encontraba sentada en una esquina, tamborileando con los dedos sobre el brazo del sillón como si marcara el ritmo de una marcha inolvidable. Me sonreía y esa era la señal que me invitaba a sentarme junto a ella.

No hablábamos, me extendía la palma de su mano para que yo depositara la mía y nos quedábamos así, en una sutil pero profunda cercanía.

Echarme a la sombra de Carolita y guardar silencio. Extraño eso.

Porque aquello siempre me devolvía la calma, me hacía mirar a los otros y llenarme de ternura, ignorar sus gritos, los míos, entender que defender las ideas tampoco era la empresa más importante de la existencia. Que lo único que todos queríamos era pertenecer.

Estar ahí con ella era un remanso. Sintiendo su piel suave, disfrutando el regusto del café en la boca, raspando con la lengua para despegar la masa de alguna galleta escondida entre los dientes.

Carolita me regalaba con la consistencia de su presencia, nada menos que la posibilidad de salirme de un espejismo.

Ilusión quiere decir espejismo. Desilusionarse implica dejar de proyectar ese espejismo.

Hace meses que el juego de proyecciones digitales de Facebook me desilusiona para empezar, y sobre todo, de mí misma.

Ayer por la tarde di un paseo en esa red en la que tengo amigos, parientes y conocidos. No hubo un muro que no estuviera en batiente pelea contra algo: la que adopta perros contra la que los vende, el que opina que los adolescentes que se escondieron 72 horas de sus padres hicieron bien contra el que opina que no, el que reclama el maltrato a las trabajadoras del hogar contra el que piensa que es una exageración, los que odian el festejo del diez de mayo contra los que subieron la foto de sus madres para festejar, los cristianos contra los herejes, los homosexuales contra los intolerantes, los veganos contra los salvajes carnívoros y viceversa, los que intrigan veladamente contra “gente de esta red social que tiene prácticas vergonzosas pero que aquí se hace pasar por muy incluyente”. Y en todos los casos me vi tomando partido, queriendo opinar, queriendo encontrar algo diferente que decir, respondiendo desde mi irracional pulsión egocéntrica que no ha hecho sino acentuarse con mis intervenciones en esa red. Y volverme más banal y estúpida, más corta de ideas y más larga de prejuicios.

Entonces extrañé a Carolita, deseé con toda mi alma verla ahí, sentadita en el sillón, extendiéndome la mano, invitándome al silencio.

Y es que en Facebook todos recelamos de todos, todos queremos corregirle la plana al otro, todos nos “indignamos” pero actuamos poco, todos somos especiales, todos tenemos un álbum de fotos que chorrea una felicidad feroz y envidiable. Todos lamentamos la muerte de algún ser querido esperando condolencias, frases, emoticones tristes, pésames y abrazos virtuales.

Pero no somos Facebook, no podemos entregarle nuestros cultos a la vida y a la muerte a ese espejismo digital que lejos de darnos pertenencia, nos pulveriza. No podemos entregarle la fuerza de nuestros vínculos y la ira de nuestras batallas. No.

Esta es la cuarta certeza que tengo de Carolita: me enseñó que la guerra de los gritos sólo se gana renunciando a ella.

Así que anoche cancelé mi cuenta por todas esas razones pero, sobre todo, porque quiero recuperar para mí aunque sea una pequeña parcela de silencio.

Twitter: @AlmaDeliaMC

Fetiches

sábado, mayo 7th, 2016
Pared de por medio, yo escuchaba las llamadas telefónicas y las filípicas que le tiraba al novio del momento. Foto: Alberto Alcocer / b3co.com

Pared de por medio, yo escuchaba las llamadas telefónicas y las filípicas que le tiraba al novio del momento. Foto: Alberto Alcocer / b3co.com

Le escocía el corazón y no había nada que hacer.

Una urgencia impostergable de procurar peleas épicas con la pareja en turno le activaba algún comando interior y le llenaba todos los deseos.

Pared de por medio, yo escuchaba las llamadas telefónicas y las filípicas que le tiraba al novio del momento.

Tengo que decir que era muy graciosa, y que yo, indiscreta e insolente, procuraba el mayor silencio cerrando mi puerta para que nadie entrara y así seguir con atención el desarrollo de la pelea.
Escúchame bien, Mario— le era indispensable repetir el nombre del fulano como si con ello el reclamo se volviera salmodia— si lo que quieres es hacerme concesiones, estamos jodidos, a mí confróntame, cabrón, no quiero consideraciones ni que me hagas el favor de ninguna maldita cosa, ¿me oyes? ¡¿me oyes?!
Silencio.

Y luego ella con alguna sentencia cortante antes de concluir: por mí, muérete.

Después el sonido del auricular chocando contra la base del teléfono.

A veces comíamos juntas y entonces me enteraba de los motivos que, francamente, eran para desternillarse de risa. Pero había días en que la pelea era tal, que hecha una tromba entraba a mi oficina para contármelo todo ahí mismo, furiosa y electrizada. Nunca comprendí cómo es que lograba regresar al equilibrio y mantenerse funcional el resto de la jornada. Porque lo hacía: lo mismo atendía reuniones que entregaba reportes a tiempo o, con cara de póquer, recibía proveedores toda la tarde.

Cada semana se repetía el ciclo más o menos de la misma manera. Un día de pleito y dos de tregua, pero al cuarto día me llegaban los detalles de un nuevo intercambio feroz al teléfono.
Los jueves salíamos a tomar una copa de vino o una botella completa, entonces despotricábamos de la oficina, del horario, del cerebro cerril del director de recursos humanos y de todo lo que se nos pusiera delante.

Uno de esos jueves se animó a mostrarme la marca de una mordida animal que había recibido entre el hombro y el cuello. Me impresionó la degradación del color púrpura por la sangre molida y la simetría de las marcas de los dientes, el hombre debía tener una dentadura perfecta.

Asombrada, abrí los ojos y la boca. Mi rostro era el cliché de la sorpresa.

Es que me prenden las peleas, dijo.

Y yo, que llevo un grillo dogmático escondido tras el lóbulo de la oreja dictándome obviedades y frases rígidas, le pregunté: ¿eres adicta a las reconciliaciones?

No, para nada, me dan hueva. Eso me dijo y mi cara pasó del cliché de la sorpresa al de la idiota que no está entendiendo nada.

¿Entonces, eres adicta a las peleas?

No, querida, no.

(Yo con rostro de sorpresa, de idiota y de subnormal, todo al mismo tiempo).

Tengo un fetiche con las venas hinchadas, me vuelven loca; una carótida inflamada, una arteria saltona en la ingle o una vena gorda en el brazo y, no sabes, soy toda humedad. Es más, me excita que me saquen sangre, yo siempre estoy dispuesta a ser donante sólo para ver cómo la liga abulta mis venas bajo la piel.

Mi cara seguía siendo el desfiguro de antes pero ahora con una importante dosis de morbo.

Me gusta pelear para provocar eso, sólo así disfruto el sexo.

Aquella noche brindamos por la mordida de su cuello y a partir de entonces evité enterarme de sus combates telefónicos. Para mí había adquirido un nuevo sentido, era como escuchar a la pareja que en la habitación contigua hace rechinar la cama.

Y es que yo nunca tuve la capacidad de ella para recuperar la concentración y regresar a trabajar como si nada, con las arterias a tope.

Twitter: @AlmaDeliaMC

Deja la puerta abierta

sábado, abril 30th, 2016
DejaPuertaAbierta1

Descubro ahora, rondando los cuarenta años, que mi madre, esa mujer sabia y casi analfabeta no tenía razón —mis legendarias discusiones adolescentes para ver quién tenía la razón son irrisorias— no, mi madre no tenía razón: tenía experiencia. Foto: Pinterest

Mamá, a la negrita se le salen lo pie’ e la cunita

y la negra Mercé

ya no sabe qué hace’

Descubro, a un ritmo lento y a partir de vivencias que me van marcando la piel como pequeños pellizcos, que los años son el mejor antídoto contra la soberbia.

Qué bueno que tiempo y distancia no sólo son las variables de la velocidad, sino también del aprendizaje.

Descubro ahora, rondando los cuarenta años, que mi madre, esa mujer sabia y casi analfabeta no tenía razón —mis legendarias discusiones adolescentes para ver quién tenía la razón son irrisorias— no, mi madre no tenía razón: tenía experiencia. Infinitamente más experiencia que yo y por eso intentaba, con un amor animal, transmitirme lo que ella ya había vivido.

Me burlaba de ella en secreto, y a veces abiertamente, cuando me decía: negrita, así son los hombres, ten cuidado.

Y yo tan Simone de Beauvoir, tan Nacha Guevara y tan Gloria Trevi, me ofendía con la simpleza de su advertencia y refugiada en mis espesas lecturas de Michel Foucault y André Malraux pensaba —pobre de mí— que leer reemplazaba la experiencia y que los conceptos me harían más sabia que mi madre.

Ella trataba de prevenirme del acoso pero no del acoso en las calles, de ese ya me había enterado directamente con más de un episodio de hostigamiento. Los avisos de mi madre intentaban levantar una señal de alerta ya que yo estaba por iniciar mi vida laboral.

Fue muy temprano, a los dieciséis años, cuando en mi primer empleo, el jefe me llamó a su oficina y me dijo que si no le daba unos besos, me asignaría el turno nocturno en la fábrica de plásticos en la que trabajaba. Nadie quería ese turno porque salir durante la madrugada era un infierno. No hubo besos y me echaron. Lloré toda la noche con la cara vuelta hacia la pared, lloré de frustración, de angustia, lloré porque no podía hacer otra cosa. O eso pensaba entonces.

Mi madre suspiró y, sin estridencias, me dio este consejo: cuando los jefes te llamen a su oficina, deja la puerta abierta.

La historia se repitió intermitentemente.

Mi puesto era el de supervisora en un centro telefónico cuando el director de operaciones, un hombre alto, rubio, con mancuernillas Hermès y oloroso a loción Hugo Boss, se sentó junto a mí y metió la mano entre mis piernas porque le salió de los cojones hacerlo. El señalamiento generalizado que viví tras denunciarlo todavía me incomoda, porque la culpa era mía, la falda azul que llevaba aquel día de verano era demasiado corta. Pero logré conservar mi empleo y al poco tiempo el tipo fue asignado a una posición internacional y dejó el país.

Luego vinieron las reiteradas invitaciones a cenar del siguiente jefe. Como no acepté, me mandaron a las mazmorras, al congelador, al proyecto más jodido donde había que tirar como perro de trineo para ganar un pago decente cada quincena.

La historia que cuento, es vital aclararlo, no tiene nada de extraordinario, nada de especial. El cien por ciento de las mujeres que conozco cargan un anecdotario similar al mío. Es así.

Y quiero insistir en que no hablo de conceptos ni esgrimo teorías ni explico razones. Simplemente les cuento mi experiencia que sé que es la de muchas.

Sigo.

Después arribé al mundo artístico y académico y me encontré con que las cosas no eran muy distintas. No importaba si estos hombres y yo habíamos compartido lecturas de Simone de Beauvoir y otras tantas. No eran los albañiles trabajando en mitad de la calle ni el sujeto perverso que muestra el pene erecto afuera de las escuelas. Estos hombres cultos, educados, de pensamiento sofisticado y discurso bien articulado no podían sustraerse de la misma conducta: ejercer presión sexual a partir de una posición poderosa.

Como aquel editor que me escribía por las noches para que tomáramos una copa pero jamás contestaba mis llamadas cuando, por la mañana, yo le pedía una cita para hablar de mi futura publicación que nunca ocurrió en esa editorial y que seguramente no verá mis textos mientras él esté ahí.

O como aquel otro que decía que podría publicarme sólo porque me encontraba guapa pero que era indispensable me presentara en su casa para discutir los términos de nuestra futura relación.

Como el admirado catedrático que, dando golpes en la mesa, me echó del restaurante donde comíamos y del proyecto en el que trabajábamos cuando le dije que no correspondía a sus intenciones amorosas conmigo.

Sí, tuve jefes respetuosos y profesionales, conocí y conozco a muchos hombres que no aprovechan su posición para acosar.

Sí, distingo bien entre acoso y seducción por mutuo acuerdo.

Sí, mi madre se equivocaba al generalizar y advertirme de “los hombres” como si fueran una amalgama indiferenciada. Sí, sí, sí.

Pero la experiencia de mi madre, que está por cumplir setenta años y la mía, que suma treinta y ocho, se han puesto en la mesa junto a la de mi sobrina de diecinueve que ya tuvo que sortear a un jefe vengativo porque no quiso ser cariñosa con él, y me pregunto cuáles serán las anécdotas de la de dieciséis y me pregunto, también, a qué escalofriante edad hay que aconsejarle a cualquier niña, que deje la puerta abierta.

Y no es que las mujeres tengamos o no tengamos razón: es que tenemos generaciones de experiencia en esto de lidiar con el acoso y, las que sobrevivimos, estamos cansadas de que se repita la historia. ¿De veras no podemos cambiarla?

@AlmaDeliaMC

El capricho de Uber

sábado, abril 23rd, 2016
Cuando las tarifas de Uber se dispararon, nos ofendimos y, ceñudos como niños emberrinchados, externamos nuestras quejas. Yo, como todos, me puse a vociferar hasta que una neurona turulata me recordó aquello de la ley de la oferta y la demanda y me hizo caer en cuenta de que yo soy la demanda, es decir, que la mitad de la chingadera la provoqué yo misma. Foto: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Cuando las tarifas de Uber se dispararon, nos ofendimos y, ceñudos como niños emberrinchados, externamos nuestras quejas. Yo, como todos, me puse a vociferar hasta que una neurona turulata me recordó aquello de la ley de la oferta y la demanda y me hizo caer en cuenta de que yo soy la demanda, es decir, que la mitad de la chingadera la provoqué yo misma. Foto: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Viva bonito, reza la frase publicitaria más botarate, banal y mal construida de cuantas existen pero que probablemente resume con la mayor elocuencia nuestra locura contemporánea y nuestra incapacidad para anteponer el razonamiento a los caprichos de clase.

Hasta hace un año y medio, yo vivía sin Uber, iba y venía por toda la ciudad usando el medio de transporte que estuviera más a mano. Pero entonces descargué la aplicación y oiga usted, qué bonito: botellitas de agua, buenas tardes y buenas noches, señorita ¿qué música quiere escuchar? ¿qué ruta desea que tome? ¿le molesta el aire, cierro la ventana? … me volví usuaria recurrente del servicio y miré por encima del hombro a los dinosaurios que se resistían a usarlo.

Sólo dieciocho meses después, la historia es otra.

Mis ínfulas de cosmopolita digital y usuaria recurrente se fueron desinflando cuando el servicio empezó a ser desigual, cuando los conductores empezaron a dejarme plantada por tardar treinta segundos en salir, cuando había que esperar siete o diez minutos por un auto que antes llegaba en dos minutos a la puerta de mi casa, cuando las tarifas dinámicas escalaron hasta más de cuatro veces el costo regular de un traslado. Pero más me desinflé cuando, redoble de tambores para resaltar mi idiotez, reparé en que había gastado cerca de cinco mil pesos por un mes de uso frecuente de Uber.

Carajo, o tengo fundido el foco, como decía mi abuela para referirse a la tontera, o mi pobre foquito de 60 watts es tan insuficiente que me deja en la oscuridad más supina de esta era tan reflejante como ciega.

Sí, podríamos desgañitarnos señalando al Gobierno de la Ciudad de México (Mancera, la porra te saluda) y sus pésimas decisiones, su negligente administración y su corta visión para la estrategia de movilidad que requiere una entidad del tamaño de esta, nuestra ciudad inmensa; pero sería más útil hacer un ejercicio honesto y, con la hache bien puesta al inicio de la palabra y en la punta de nuestras gónadas, reconocer que todos somos parte no sólo del problema, sino también de la estupidez. Sería un buen principio aceptar nuestra responsabilidad colectiva y admitir que, entre todos, estamos provocando el apocalíptico colapso de la Ciudad de México.

Cuando las tarifas de Uber se dispararon, nos ofendimos y, ceñudos como niños emberrinchados, externamos nuestras quejas. Yo, como todos, me puse a vociferar hasta que una neurona turulata me recordó aquello de la ley de la oferta y la demanda y me hizo caer en cuenta de que yo soy la demanda, es decir, que la mitad de la chingadera la provoqué yo misma. Y entonces nos visualicé como a esos niños que, cuando tropiezan, sus padres les dicen que le peguen al suelo por malo; como si la falta de coordinación o de atención del pequeño no hubiese provocado la caída sino el piso por ser un maligno villano.

Pareciera, queridos lectores y compañeros de posmodernidad, que nuestros caprichos se han vuelto sagrados, que si el sistema no funciona para mimarnos y evitarnos la molestia de hacernos adultos responsables, entonces no nos gusta.

Según el INEGI, en la Ciudad de México y Zona Metropolitana el parque vehicular pasó de 3.5 millones a 6.8 millones de automóviles en sólo ocho años, es decir que prácticamente se duplicó y ni siquiera necesitó una década para hacerlo. Y sigue creciendo a ese ritmo.

Escuché a más de uno decir que con el Hoy No Circula, no quedaba más alternativa que comprar otro auto para poder circular diariamente, usando ambos vehículos a conveniencia (¡!). Pero es que son precisamente los automóviles el origen del problema porque, aunque el parque vehicular está haciendo colapsar el 80% de las vialidades de la ciudad, sólo sirve para trasladar al 20% de los habitantes. Tremenda ecuación, extraordinario ejemplo de ineficiencia.

Escuché a otros decir que lo malo de viajar en metro es que resulta muy incómodo pero, hay que decirlo, son los que abordan el metro de París o Nueva York y hasta toman fotos para documentar su conducta cosmopolita. Porque de lo que se trata, les digo, es de vivir bonito.

Así que insisto: hace apenas dos años Uber no era parte de nuestras vidas. Ni Yaxi, Easy Taxi, Cabify y todas las agregadas.

¿Cómo nos movíamos?, ¿cómo es que ahora, sin Uber, nos sentimos en el desamparo?

Cómo es que nuestras mentes civilizadas y ultramodernas no se dan cuenta de que estamos agarrados a un clavo ardiente del que, además, podríamos soltarnos para caer de pie, afianzarnos sobre nuestras dos piernas — esas sí, herramientas inmejorables para el transporte humano— y andar largas caminatas, abordar el metro, pedalear una bicicleta o treparnos al metrobús.

Y sé bien que hay zonas de la ciudad a las que sólo se puede acceder en automóvil pero es justamente aquí donde la serpiente se muerde la cola: el problema es que nosotros, los que exigimos una ciudad con mayor movilidad, no incluimos en nuestras demandas más y mejor transporte público, no. Nosotros, los que aspiramos a vivir bonito, queremos más coches, más rápidos y más furiosos y, desde luego, más unidades de Uber con tarifas reguladas.

Pero qué vamos a hacer si así son los caprichos: ciegos, costosos y banales.

@AlmaDeliaMC

Soy pero no existo

sábado, abril 16th, 2016
Soy pero no existo.Foto: lamonomagazine

Soy pero no existo.Foto: lamonomagazine

Vine a deprimirme al bar de un Sanborns porque abril, ya se sabe, es un hijo de puta.

Sí, también podría decirlo citando el extraordinario poema de T. S. Eliot: “Abril es el mes más cruel”, pero no soy T.S. Eliot ni sus razones son las mías.
He caminado tanto bajo el imposible sol de estos días que llevo enrojecidos los hombros y la piel sobre mi nariz se desprende como si me hubiera tirado una semana en ese inhóspito sitio al que, incomprensiblemente para mí, la gente se va de vacaciones: la playa.

Con el metabolismo en abrasión y con la cabeza hirviendo luego de entregarme a inconfesables pensamientos durante el trayecto, miro al barman y le pido un vino blanco, ese remedo blandito y poco respetable del vino tinto. No sé por qué lo hago si a mí ni me gusta beber eso, supongo que estoy perdiendo mis límites morales o yo qué sé. El hombrecito (es realmente bajo) enfundado en un saco rojo que es una calamidad de la industria textil y del diseño, me mira con cierta sorpresa y me orienta: señorita, el restaurante es en la puerta contigua, aquí es el bar. Le hubiera dado un beso sólo porque dijo “puerta contigua” y porque me llamó señorita ahora que ya todos me dicen señora. Le hubiera dado un beso y le hubiera dicho que esa prenda roja atenta contra su dignidad y sus derechos humanos de no ser porque no puedo desperdiciar mis disparos de impunidad hoy que me he enterado de que no existo.

Me enteré de mi desaparición esta mañana que tenía una cita con el sistema fiscal y, a nadie sorprenderá la tragedia anunciada, todo ha salido mal.
Así que hoy, luego de una jornada de mierda en la que fui informada de mi no existencia, tenía que ser el histórico día en el que entrara a este misterioso universo paralelo del bar de Sanborns.

Universo del que no formo parte, para qué voy a pretender, es obvio que aquí sólo soy una forastera, lo sé porque poco a poco van llegando los lugareños que son señores que beben de verdad y ordenan tuteando al mesero como si fueran viejos camaradas: regálame un etiqueta negra con agua mineral, ponme un herradura reposado, te encargo dos caballitos de vodka wyborowa.
Joder, y yo con mi copita de vino blanco que además está templada, al menos estuviera bien fría.

Dejé vagar la vista por el lugar sólo para constatar que es inevitablemente feo: mesas y sillones forrados con ese anti color beige, crema o nude como le llaman ahora y que parece ser el nuevo gris, el nuevo tono chic para matizar la tristeza con estilo. Agreguemos que el mobiliario está hecho de tales materiales que las piezas parecen más juguetes que muebles sólidos pero bueno, había sombra, silencio, y una luz tenue que encontré paradisíaca luego de andar por el Paseo de la Reforma con el sol lacerándome el cuello y el asfalto quemándome las plantas de los pies.
Con dos parpadeos regresé a la concatenación de los hechos, a la secuencia de negligencias y miserias de las que está hecho nuestro sistema fiscal y el país entero.

Comencemos por aceptar que soy una perdedora, es decir una ciudadana pagaimpuestos —anoten eso, pagafantas—, que es fórmula segura de la ruina patrimonial en México: entrego poco más del 30 por ciento de lo que gano al sistema tributario desde hace veinte años que comencé a trabajar y en dos décadas no he logrado ver retribuidas mis aportaciones pues no tengo servicios públicos eficientes, es más, ni siquiera hay botes de basura en veinte calles a la redonda en mi barrio —anote eso, Ricardo Monreal, jefe delegacional de la Cuauhtémoc, ¿no puede resolver al menos el asunto de los botes de basura?—

Ya, vuelvo a la historia.
Mi deber fiscal era renovar la firma electrónica pero no pude hacerlo porque el sistema tributario acaba de descubrir que desde hace diez años (¡!) hay dos registros de contribuyente a mi nombre y uno, desde luego, está equivocado. Me enviaron a una oficina de Gobernación diminuta, cenicienta y un punto más deprimente que el bar de Sanborns aunque con el mismo tono beige, muy en tendencia. Ahí debían cancelar el registro apócrifo pero, ay de mí, en esa dependencia descubrieron, luego de treinta y ocho años, que no existo. Tómala.

No existo o soy como Dios que existe pero no hay. Porque lo que no hay mío es un registro en la base de datos del sistema nacional del registro civil y “más que nada, sin eso, es como si usted no existiera, señorita, por lo mismo de lo del sistema” me explicó con prístino razonamiento el funcionario en turno.
La que ha pagado impuestos, renovado su pasaporte e incluso renovado su acta de nacimiento por los métodos legales y de transparencia (ja ja ja) que ofrecen quienes administran este país, no he sido yo sino una entelequia que, carente de registro en la base de datos, no existe.

Mi copa de vino blanco seguía intacta cuando mi entendimiento se iluminó: tal vez el Universo es tan generoso que me ha hecho saber por vías misteriosas, que hasta ahora sólo he vivido la precuela de mi vida y que, a partir de este momento, voy a convertirme en otra persona, o mejor todavía, en un personaje.
Pongamos, por caso, que puedo convertirme en una especie de Meursault, el personaje de Camus y que, deslumbrada por el sol, disparo sin pensarlo sobre el presidente municipal que tranquilamente engorda sus arcas sobre tierras infestadas de fosas con cadáveres, o sobre el junior violador que confía en su impunidad por apellidarse como su padre, o sobre el ex gobernador que viaja por el mundo en yates comprados con el inagotable dinero de nuestras contribuciones fiscales destinadas a la corrupción…

No se escandalicen, que no haré nada, solo juego a imaginar estupideces ahora que no existo y que hago el duelo por mi muerte oficial en el bar de un Sanborns. No me queda más que suplicarles, encarecidamente, que si todo va bien en sus vidas no se asomen al registro oficial de su existencia, no vaya a ser que, como yo, se enteren de que no hay ustedes. Y, créanme, puede ser duro remontar la identidad desde ahí.

Twitter: @AlmaDeliaMC

La leyenda del zombi emocional

sábado, abril 9th, 2016
"Abrazo mi cuerpo". En Pinterest, de la artista Carmen Luna

“Abrazo mi cuerpo”. En Pinterest, de la artista Carmen Luna

En el mundo “psi” no hay conceptos unívocos, la Psicología no es una ciencia dura y espero que nunca —por piedad— encontremos la ecuación del amor ni la del dolor o la de la rabia. Ojalá que nunca, parafraseando a Humberto Maturana, nos rindamos ante la certidumbre, ese rígido y castrante régimen del conocimiento seguro que niega la reflexión.

Recordarán algunos de ustedes que hace quince días escribí una columna sobre el desapego y declaré un contundente principio: mi humanidad está hecha de vínculos, no de desapegos asépticos y distancias antibacterianas.

Y ocurrió que una lectora —como muchos otros— no estuvo de acuerdo conmigo y me lo hizo saber, el intercambio fue tan rico y respetuoso que terminé ofreciéndole este espacio para publicar su réplica. Ella es Karla Covarrubias (@antareskcm en twitter para contactarla), profesional del comercio electrónico, apasionada de la Inteligencia Emocional y escritora de relatos en su tiempo libre. Gracias Karla, por sumarte al ejercicio de la belleza de pensar con este texto:

“Hay un instante en que ya no se siente dolor. La sensibilidad desaparece y la razón empieza a embotarse hasta cuando se pierde la noción del tiempo y del espacio”.

Gabriel García Márquez

Desde un lugar pasionalmente ligado con el amor y el sufrimiento, el desapego es una catacumba. Un lugar inhóspito y frío donde los sentimientos se convierten en murciélagos que hay que ahuyentar. O al menos, eso creen quienes confunden desapego con deshumanización, con una nevera que conserva para la posteridad el estado quo y el estoicismo.

Nada más alejado no solo del concepto sino de la humanidad misma. Cuántos realmente podríamos alcanzar ese estado, de no ser los seres iluminados, que dicho sea de paso, son como los dinosaurios, están fuera de nuestro alcance.

Años y miles de escritos han creado un carrusel de teorías al respecto en los que psicólogos, filósofos y religiosos han aportado sus más profundos conocimientos para tratar de llevar a la sociedad a curarse del cáncer que insisten en perpetuar: el del amor sufrido, abnegado y ahogado en la desesperanza de la necesidad del otro. En historias de amores tormentosos envueltas en notas musicales y poesía que buscan generar los dramas más siniestros y desquiciantes: el del amante fatídico.

El desapego pues, es una manera de amar sin el cáncer de la ansiedad, sin la desesperanza de la urgencia y de una entrega irracional. Sin la embriaguez del éxtasis sin medida. Decir que sin eso se pierde la esencia de la vida, equivaldría a no poder existir sin la adrenalina de la locura, sin conocer el disfrute tranquilo, sereno, concienzudo y maduro. Sería también, un andar por la vida con un corazón adicto y una suerte de montaña rusa donde algún día, y de manera repentina, el fin sería obvio y dolorido. Me pregunto entonces, ¿quién en su sano juicio querría un amor enfermo, dramático, desquiciante y urgido?

Si bien es cierto, que el desapego no es para todos, ya que es la esencia de la libertad en plenitud y, para ello, se necesita no solo de años de preparación sino de un convencimiento sincero de que una vez andado el camino, seremos segregados por la sociedad, tildados de inhumanos, de locos, e incluso de ser zombis emocionales. En una sociedad donde todos son adictos, el sano termina siendo segregado y quizá hasta desterrado.

Aun así, habemos unos cuantos que… ¡pagamos el precio! Elegimos amores sin camuflaje, quizá llenos de cicatrices, pero con la sabiduría que solo dan las andanzas. Es ser débil ante el sexappeal de un amor canoso, teñido por los desencantos liberados en experiencias, pero que ahora cuentan con la ternura pacífica y con el aplomo para decir sí o no, sin el mayor conflicto o remordimiento. Esos amores que apuestan todo sin un dejo de duda. Sin la adolescente indecisión que quiere probar todo y termina probando el desencanto.

Desde luego, esto no nos liberará de dolor alguno, mucho menos nos exprimirá los sentimientos hasta volvernos estreñidos emocionales, tampoco nos impedirá amar con la profundidad de una entrega sublime, todo lo contrario. Solo, con un poco de suerte –y mucho control– podremos elegir nuestras tragedias sin postergar la droga del sufrimiento hasta la victimización innecesaria e indigna.

Es entonces cuando uno entiende que el desapego llega con nuestras experiencias, con la experimentación y el aprendizaje que dejaron los antiguos corazones rotos, esos mismos que fueron parte del recuento de los daños. Esas marcas que nos recuerdan que pudieron haber sido evitadas si uno no se hubiera expuesto de más, como cuando nos dio por ser la representación de un Ícaro en potencia, provocándonos quemaduras hechas por nuestra propia necedad, por nuestras carencias amorosas que quisimos disfrazarlas de un romanticismo no solo ingenuo sino imaginario. Quizá incluso —y para salvar un poco al ego y la dignidad— por la inocencia de los primeros amores.

Dudo mucho que haya alguien que quede exento de magulladuras amorosas o que todas sus relaciones hayan sido un ungüento para el alma, pero lo que sí he podido comprobar es que hay personas que han rescatado su autoestima y ahora se entregan de una manera consciente y con la dignidad de asumirse responsables de sus decisiones, estén llenas o no de amor.

Es entonces cuando me cuestiono, si no se tiene amor propio, ¿entonces a qué amor se puede aspirar?

La mujer no existe

sábado, abril 2nd, 2016
Todas las mañanas se nos permite hacer la ronda, una por una entramos a la cabina de pantalla y escribimos tuits, mensajes en Facebook y en Instagram. Foto: De la fotógrafa Jane Evelyln Atwood en Pinterest

Todas las mañanas se nos permite hacer la ronda, una por una entramos a la cabina de pantalla y escribimos tuits, mensajes en Facebook y en Instagram. Foto: Jane Evelyln Atwood en Pinterest

Todas somos culpables de haber sido violadas.

Por eso estamos aquí. A todas nos sentenciaron de la misma manera.

Los médicos, blancos y distantes, dijeron que sí, que había rastros, con sus guantes limpios y sus caras asépticas nos diagnosticaron: provocaron un encuentro sexual.

Los policías de la Procuraduría General de la Moral Social nos miraron con curiosidad, algunos con lascivia; lo importante era determinar si había sido nuestra culpa, su especialidad es detectar rasgos de provocación en nosotras, las criminales.

No entendíamos el proceso, cuando leyeron nuestros derechos tuvimos una débil esperanza pero ahora sabemos que esos derechos también son parte del castigo. Es una agonía estar aquí, esperando a que algún ciudadano tipo A se decida a presentarse para que podamos solicitar un abogado. Es el requisito, que un Ciudadano A acuda a la cárcel y manifieste su voluntad de ser aval moral de alguna de nosotras. Es el único procedimiento para que el estado nos facilite los servicios de un abogado defensor.

No ha pasado nunca.

En cada crujía la rutina es la misma. Todas las mañanas se nos permite hacer la ronda, una por una entramos a la cabina de pantalla y escribimos tuits, mensajes en Facebook y en Instagram. Pedimos, suplicamos, contamos nuestras historias, rogamos que alguien venga, pero nada. Nuestras peticiones acumulan millones de “me gusta” y millones de “no me gusta”, miles de comentarios de personas agresivas y de otras personas que dicen que nos apoyan, pero nadie habla de presentarse a ayudarnos.

Los jueves nos permiten asomarnos a la ventana que da a la sala de visitas por si algún Ciudadano A acudiera sin avisar, hasta ahora no ha pasado y francamente no creo que pase. Yo llevo diez años encerrada, soy de las más viejas y ya aprendí, sé que nos vamos a morir aquí, abandonadas en este infierno.

Conozco a todas las de mi pabellón y casi a todas las de los otros pabellones.

  • — ¿Por qué estás aquí?
  • — Por sonreír.
  • — Por usar falda.
  • — Por tener el pelo largo.
  • — Por tener la cintura estrecha.
  • — Por vivir en la colonia Juárez.
  • — Por el olor de mi perfume.
  • — Por decir que no fue mi culpa.

Pero todas somos culpables. Todas hicimos algo.

Ya olvidé quién era antes de esto. Ya me acostumbré a todo. A comer frutas en descomposición, a dormir en el suelo, a llevar el pelo rapado, al cinturón de castidad sintético, a vivir con el vientre inflamado y con moretones por la sesión de golpes de los lunes, a odiar mi cuerpo.

Pero a veces se me olvida quién soy ahora. Y con eso no puedo, renuncié a la yo de antes pero cuando siento que me abandona la yo de ahora, no lo soporto.

Creo que hoy es mi cumpleaños, es el año 2030, eso lo sé bien pero del día no estoy segura. ¿Para qué sirve cumplir años?

Ayer por la tarde llegó un bloque nuevo de niñas de catorce años, en su pabellón todas son culpables de parecer mayores y tener un cuerpo demasiado voluptuoso para su edad. Casi me conmuevo con sus caritas de niñas aterradas. Y no está bien. No puedo conmoverme.

Aquí adentro, si lloras o te pones emocional te mandan al pabellón de las Locas. Nadie quiere ir ahí, el horror es inimaginable: te ignoran, te vuelves un animal, te quitan el derecho a la cabina de pantallas y el derecho a hablar porque estás loca.

Y luego viene lo peor. Todos los domingos eligen a una de las locas y la llevan al zócalo, la empalan en la Plaza de la Constitución hasta que muere para que sirva de ejemplo a las demás mujeres y aprendan las consecuencias de convertirse en criminales de la provocación. Miles de personas acuden a presenciar el espectáculo, graban videos o toman fotografías que comparten en sus redes sociales para que se vuelvan virales. Los celadores a veces hablan de la audiencia de los domingos, hacen apuestas para ver quién se aproxima más al número.

La mitad de la opinión pública piensa que merecemos esto que nos pasa y la otra mitad se indigna, pero nadie hace nada real por ayudarnos, solo toman fotos y videos. Estamos solas.

Una de las recién llegadas me contó que a los hombres víctimas de nuestra provocación los sacan de México, dice que los mandan de viaje para que se recuperen del trauma de haber sido provocados, que el gobierno los envía a clínicas de recuperación en París, Miami, Venecia y no sé qué otras ciudades.

Esta mañana una niña del pabellón de Menores se ahogó con un hueso de durazno, la dejaron tirada en el piso del comedor hasta que entró en paro respiratorio.

Saqué tres huesos de durazno del bote de basura por si tengo que usarlos algún día. No me gustaría morir con la cara azul como ella pero ya no importa.

Es que creo que me estoy volviendo loca porque a veces no entiendo nada. Y no quiero ir al pabellón de las locas. No quiero.

@AlmaDeliaMC

 

Entre la ternura y la ternurita

sábado, marzo 26th, 2016
Lo que digo es que de lo que se trata la existencia es precisamente de sentir, de experimentar dolor, amor, gozo, ira, placer. Foto: De la sere Rayos X de los fotógrafos Saiko Kanda y Mayuka Hayashi

Lo que digo es que de lo que se trata la existencia es precisamente de sentir, de experimentar dolor, amor, gozo, ira, placer. Foto: De la sere Rayos X de los fotógrafos Saiko Kanda y Mayuka Hayashi

Hubo un tiempo en el que miré con envidia a los alivianados. Me refiero a esas personas cuya ligereza y desapego parece ser una suerte de superpoder interior que les permite levitar y no sufrir por motivo alguno. Pero ya no, lo cierto es que de unos años para acá me ocurre más bien lo contrario. Ahora me explico, o me enredo.

Entre todas las teorías psicológicas comestibles que han brotado bajo las piedras hay una de la que no dejo de sospechar: esa que promueve que lo mejor que podemos hacer los humanos es desapegarnos, entregarnos a una renuncia estoica para no concebir a nadie ni nada como nuestro y así —aquí viene la parte que me hace desconfiar— sentir menos dolor.

Como si nos hiciera falta otro analgésico ontológico, otro anestésico en tiempos donde hemos construido todo precisamente para no vincular la identidad al sentimiento de vulnerabilidad, para que, de ser posible, la vida no duela.

En esta propuesta que postula al desapego como una especie de nirvana o estado elevado del espíritu, hay quienes incluso refieren como ejemplo a las abejas porque frecuentemente abandonan sus colmenas.

No la chinguen, camaradas.

Las abejas abandonan sus colmenas no por yoguis ni por alivianadas sino precisamente por sobrevivencia, por un instinto vital que las hace moverse. Y permítanme otra insignificante acotación: las abejas son abejas y no seres humanos.

Lo que digo es que de lo que se trata la existencia es precisamente de sentir, de experimentar dolor, amor, gozo, ira, placer. Y la totalidad de las vivencias están vinculadas a una emoción, la de poseer la vida o perderla. Me voy a poner aún más espesa e insolente: creo que las vivencias emocionales están vinculadas en su totalidad a otro ser humano.

Es como si se pusiera de moda la teoría de que los caballos son más felices si no corren, las águilas si no vuelan y los botones de las flores si no abren (ya sé, acabo de escribir tremenda huevada). Algo así.

Entiendo que no todos tenemos que andar por ahí con el corazón desbocado para sentir que estamos vivos y que el temperamento, ese misterio fascinante y único en cada quien, no puede calificarse de mejor o peor para dar cuenta de nuestra humanidad.

Pero también sé que entre lo inanimado y lo fiero siempre elegiré lo segundo, lo que implique sentir porque estoy convencida de que a eso venimos —está bien, le voy a bajar a mi intensidad categórica— estoy convencida de que a eso vine al menos yo: a sentir profundamente, a vincularme.

Con los años no hago más que confirmar que en esta infamia de ser humano la medida de todas las cosas es lo que sentimos y cuánto sentimos.

No me gusta el desapego, encuentro burdo y sinsentido ese insistente dogma de que la felicidad consiste en no querer nada ni a nadie. No me gusta sentir “ternurita” acorde al lenguaje de la cultura pop y neo-hipster, no me gusta decir que amo este vestido o aquella serie.

Yo quiero sentir ternura sin diminutivos, una ternura que me desgarre por dentro, que me vulnere, que me haga cuestionarme sobre la compasión, sobre mi propia fragilidad reflejada frente a la de los demás. Yo quiero amar a otras personas y preservar para ellas las exclusividad del verbo, no usarlo indistintamente para objetos inanimados o contenidos de entretenimiento.

Y quiero sentir empatía, acaso la más acabada capacidad de nuestra especie, esa resonancia que me concede el privilegio de vibrar las emociones del otro. Y quiero querer, quiero desear, quiero pelear por algo y sufrir si no lo consigo. Quiero sentir el peso del mundo y de mi mundo, quiero sentir el peso de la existencia.

Y no insistan conmigo, profetas del desapego, porque nada más no me entra en la sesera la idea que flotar sobre mi humanidad sería genial; si yo quiero masticarla, pelearme a dentelladas con ella, atravesarla y asumirla.

¿Cuántos chances tengo antes de llegar a la tumba para enterarme de qué se trata estar viva?

Y ya que estoy fantaseando con la muerte quiero confesar, perdonen este eructo insoportable de mi ego, que me gustaría que mi epitafio fuera una advertencia para prohibirle a mis restos que descansen en paz. Ojalá que no, ojalá que nunca descansen, ojalá que mi yo en descomposición alimente a los gusanos, a la tierra y a cualquier organismo vivo que derive de ahí, ojalá que esta muda temporal de cuerpo humano se cambie luego por un ser insolente, insoportable, bello o espantoso pero vivo. Y apegado como lapa a lo que sea que haya que apegarse.

Resumo: ¿para qué quiero, siendo humana, renunciar a mi humanidad que es todo lo que tengo para atravesar la vida?

En fin, no me tomen en serio, pero al menos consideren la pregunta.

Que su humanidad y su carnalidad los acompañe en estos días y que sean para ustedes todo, menos santos. O sí, como prefieran.

@AlmaDeliaMC

Entre Hitler y Trump, nosotros

sábado, marzo 12th, 2016
Aquí, en este país en el que ustedes y yo nos levantamos todos los días a buscarnos la vida hemos tenido y tenemos personajes igual de vergonzantes que el señor Trump: Duarte en Veracruz, Abarca en Iguala, Moreira en Coahuila, Moreno Valle en Puebla. Foto: http://www.outono.net/

Aquí, en este país en el que ustedes y yo nos levantamos todos los días a buscarnos la vida hemos tenido y tenemos personajes igual de vergonzantes que el señor Trump: Duarte en Veracruz, Abarca en Iguala, Moreira en Coahuila, Moreno Valle en Puebla. Foto: outono.net

Queridos lectores, tengo que advertirles que este no es un texto para hacer escarnio del magnate ni para tirarle coléricas muestras de indignación. Tengo que advertirles que no tengo respuestas, que no escribiré insultos sofisticados contra Donald Trump ni presumiré cuatro títulos universitarios para demostrarle que no soy violadora, criminal o portadora de drogas sólo por ser mexicana.

No voy a compararlo —irresponsablemente— con Adolf Hitler como hicieron nuestros notables Felipe Calderón, Vicente Fox y el propio Enrique Peña Nieto … rotunda ironía es que el comal (o tres comales) le digan a la olla: oye, olla, traes el culo manchado de hollín.

Así que si usted, bienintencionado y patriótico lector, anda en busca de un espacio para mentarle la madre a Donald Trump o para escandalizarse por sus declaraciones y sus triunfos electorales, este no es el lugar.

Lo que sí tengo, me resulta inevitable, es un montón de cuestionamientos para nosotros, estos que nos llamamos “ciudadanos” o, conveniente, anónima y masivamente, “la sociedad”.

Lo que sí tengo, es una hostigosa incomodidad, un tremendo prurito que me hace preguntarme si no estaremos gestando un prototipo ideológico que a ratos encuentro perverso, que me llena de precaución sobre la peligrosa mentira colectiva que vamos contándonos entre todos.

Somos una amalgama interclasista muy cómoda, una hidra de las mil cabezas que sustenta su actividad social en el concepto de ciudadano que no es otra cosa que un ente abstracto que elige, actúa —o permanece sin hacer nada— con base en su propio interés y al que poco le preocupan los que viven al margen de su posición social y fuera de su categoría económica.

Podemos andar un recorrido histórico y hablar de Benito Mussolini, de Idi Amin o Iván el Terrible o, hagamos la parada obligada, del propio Adolf Hitler. Cada uno con circunstancias y motivaciones diferentes se convirtió en dictador, genocida y en ícono de la vergüenza de nuestra especie. Pero algo tuvieron en común: una sociedad cómplice que les permitió, por miedo y por otras razones, cometer monstruosidades imperdonables. Y pensando en ello, hoy no puedo evitar reparar en nuestra complicidad, en nuestra participación en aquello que señalamos histéricamente ajeno a nosotros y que en realidad no lo es.

Si ustedes y yo ignoramos las noticias que tienen que ver con el gobernador Duarte y sus saqueos en Veracruz, con las desapariciones de periodistas en ese estado y con las conductas impunes de ese sujeto impresentable; o si ignoramos cada nota que intenta no condenar a un miserable olvido el caso de los 43 estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa o a los bebés que murieron en el incendio de la guardería ABC pero en cambio nos solazamos dando seguimiento a lo que dijo, hizo, reviró y provocó Donald Trump en su cuenta de Twitter o en cualquiera de sus apariciones públicas: entonces permítanme decirles que tenemos un comportamiento perverso como sociedad. Que nuestra “indignación” contra Trump probablemente no sea otra cosa que un placebo para sentirnos ciudadanos conscientes o seres a los que les corre sangre por las venas y no un espeso atole de conformidad e indolencia.

Aquí, en este país en el que ustedes y yo nos levantamos todos los días a buscarnos la vida hemos tenido y tenemos personajes igual de vergonzantes que el señor Trump: Duarte en Veracruz, Abarca en Iguala, Moreira en Coahuila, Moreno Valle en Puebla… (rellenen ustedes los puntos suspensivos). Gobernadores que están involucrados en corrupción, desapariciones forzadas, desvío de recursos públicos, persecución y encarcelamiento por oposición política a todo el que no comulgue con ellos.

Sin ir más lejos, en este país donde cincuenta y cinco millones de personas viven en pobreza, el presidente se traslada en un avión más lujoso y costoso que el propio Trump.

No digo que el empresario neoyorkino no resulte despreciable si lo pasamos por el tamiz de la inclusión y del respeto a los derechos humanos; pero me frustra el histérico señalamiento con el que reaccionamos a una causa y el escalofriante desapego con el que ignoramos otras, las más cercanas, las que tienen infectado a México y al territorio convertido en un hervidero de fosas clandestinas. Parafraseando a Martin Luther King, se antoja decir que no preocupa la gente mala sino la espantosa indiferencia de la gente buena.

Lo que ocurra con Donald Trump será atribuible a él, al sistema que lo prohijó, a sus votantes; pero también a la sociedad —toda— si permanecemos impávidos y le permitimos llegar al poder.

Lo que ocurre en este país es responsabilidad de quienes roban, manipulan, corrompen e incluso asesinan al auspicio de un sistema donde la impunidad es garantía. Pero también es responsabilidad mía, de usted, de todos los que contribuimos a que siga teniendo eco aquel perturbador estribillo: que en México pase lo que pase, no pasa nada.

@AlmaDeliaMC

El bello y la bestia

sábado, marzo 5th, 2016
 El tercero, Bello, era además de muy hermoso, gentil, desinteresado, amoroso con su padre y motivado por las artes. Ilustración: Regina Desentis

El tercero, Bello, era además de muy hermoso, gentil, desinteresado, amoroso con su padre y motivado por las artes. Ilustración: Regina Desentis

Supongamos, como no es difícil suponer, que hubo una vez un hombre millonario, una suerte de rico mercader que mercadeaba de todo y cuya fortuna era quizá una de las más grandes y excéntricas del mundo.

He aquí que nuestro magnate tenía tres hijos varones. Dos de ellos eran vulgares con esa vulgaridad de los plutócratas: se rascaban las pelotas todo el día, salían de antro todas las noches a humillar personas y devoraban manjares, sustancias insospechadas y suculentas mujeres por las tardes. El tercero, Bello, era además de muy hermoso, gentil, desinteresado, amoroso con su padre y motivado por las artes; y aunque también se rascaba las pelotas —ni modo que no— lo hacía con gracia y sofisticación, utilizando solamente los dedos meñiques.

Cierta tarde, uno de los contenedores con mercancía que venía desde la exótica China y que pertenecía al próspero mercader, quedó varado en la aduana del aeropuerto y no pudo llegar a su destino en alguna de las doscientas tiendas del acaudalado empresario que si era tal se lo debía a su vocación de trabajo desmedido. De manera que decidió ocuparse él mismo y en persona de resolver el asunto con el agente aduanal quien retenía en uno de sus almacenes el cargamento millonario.

El agente aduanal, que resultó ser un secuestrador, ex Policía, compadre de funcionarios públicos y de reconocible linaje político, tomó a mansalva a nuestro boyante personaje y en la oscuridad del almacén llamó a gritos a un ser que emergió de las tinieblas:

  • — ¡Bestia! ¿Dónde estás, peluda y apestosa hembra del mal?

De un rincón húmedo salió un engendro que daba la impresión de ser lo mismo una loba que una osa o una perra husky siberiana. Maloliente, de garras afiladas y con espesas babas colgando de los belfos se echó junto al malandro que le dio órdenes de vigilar al millonetas pues comenzarían una nueva y jugosa sesión de chantajes para pedir rescate por el hombre.

Pero Bestia resultó ser bondadosa, compasiva y no humana pero casi, ¡hablaba y pensaba!

Así que cuando el empresario se quedó a solas con ella, hizo lo que mejor sabía: negociar.

Pronto calculó que si él no dirigía el corporativo las pérdidas serían millonarias y que ninguno de sus hijos estaba listo para sucederlo en el emporio. Así que le preguntó a Bestia qué era lo que más deseaba y ella (o esa bola de pelos) le dijo que deseaba compañía, estar con alguien agradable, culto y con quien pudiera conversar. El magnate no dudó en ofrecerle un trueque: si lo dejaba ir, le mandaría a cambio a su hijo Bello que cumplía cabalmente con los requisitos de Bestia y que sería un acompañante inmejorable.

  • — Es lo que en business llamamos un ganar- ganar, ¿qué dices? ¿tenemos un trato?

Bestia asintió con un rugido y se tiró un pedo sonoro de puro contento.

Cuando Bello llegó ella quedó impresionada por su hermoso rostro, por su cuerpo tonificado y sus maneras agradables y bien educadas. Pasaron tres meses conversando, hablando de literatura, cultura pop, series de televisión y nuevas tendencias cinematográficas. Llegaron a ser tan buenos amigos y a apreciarse tanto que alguna vez se permitieron jugar un duelo de eructos y se divirtieron juntos como nunca lo habían hecho.

Bestia se las arreglaba para evitar que su jefe se diera cuenta de que habían cambiado de prisionero, aprovechando la oscuridad de aquel almacén aduanero abandonado inventó que el hombre estaba muy enfermo y así evitaban que el secuestrador pudiera mirar a Bello y descubrir el engaño. El rufián no se dio cuenta porque, no sé, por estúpido y porque así conviene al relato.

Una mañana Bello se enteró de que su padre estaba muy enfermo y a pesar de que el muy cabrón lo había sacrificado en su lugar, Bello que era el hijo modelo y el epítome de la bondad, lo seguía amando; algo parecido al fenómeno de Dios Padre y Jesucristo. Así que suplicó a su bestial amiga que le permitiera salir para hacerle una visita a su padre. Accedió pero le hizo jurar que regresaría con ella a vivir juntos en el almacén o de lo contrario, moriría. Y Bello, que además de ser todo bondad estaba un poco mal de la sesera, pues había que estar trastornado para preferir a la bestia apestosa y la vida en ese horrendo sitio antes que su millonaria casa con comodidades y lujos faraónicos, prometió que así lo haría.

Siete días después, Bello regresó porque era un hombre honorable (además de bueno, guapo, acaudalado, culto y mentalmente desequilibrado). Su sufrimiento fue mayúsculo al encontrar a Bestia tirada en el piso, encharcada sobre su vómito, con los ojos llenos de legañas de tanto llorar, agonizante y triste hasta el deseo de muerte por el abandono de su amigo.

Bello, desesperado, levantó la cabezota de Bestia entre sus manos y le confesó su amor pidiéndole que se casara con él y selló su petición con un entregado beso de lengua y lengüetazos. Slurp.

Para contarles lo que ocurrió después, amadísimos lectores, necesito que nos entreguemos a la sinrazón, al absurdo, que imaginen que sin chistar le contarían esta historia a sus hijos pequeños todas las noches antes de dormir. Aquí vamos.

Ante el creciente pasmo de Bello, Bestia se convirtió en una hermosa mujer de rostro simétrico, cuerpo atlético, largas piernas, vientre plano, cintura estrecha y tetas perfectas que además, mátenme porque me muero, también era millonaria.

Y ya que estamos, me voy a permitir un último brote psicótico de tres tiempos para cerrar esta historia de la única manera posible:

Se casaron.

Y vivieron felices.

Para siempre.

 

@AlmaDeliaMC

La belleza de perder

sábado, febrero 27th, 2016
Pero E no perdía, ganaba la certeza de su identidad sexual. Foto: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Pero E no perdía, ganaba la certeza de su identidad sexual. Foto: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

En la narrativa contemporánea sólo hay algo peor que ser el malo de la película: ser el perdedor.

La categoría de perdedor es más ruin que casi cualquiera en nuestra lista de indeseables: incluso más baja que la de puta, homosexual, extranjero o hereje.

Y creo que es peor porque es transversal y universal, es un discurso que, no importa la etapa de la vida en la que estemos, resuena y se repite una y otra vez para recordarnos que perder es malo, letal, depresivo, tanático. Una calamidad asociada a la muerte, pues.

No sé de qué está hecho el deseo animal de ganar y no tengo nada contra eso, entiendo que es parte del paquete con el que venimos los seres humanos. Lo que nunca me ha gustado es ese adoctrinamiento que nos deja turulatos cuando vamos descubriendo que vivir y construir una identidad se trata de procesos tan complejos para los que catalogarse como ganador o perdedor no sirve de nada.

Es escandalosa la esquizofrenia que provocan los mensajes opuestos del dogma productivo y el dogma religioso: nunca pierdas para que ganes el éxito pero sé humilde para ganarte el cielo. Ándate emborrachando, como decía mi tía Eva.

Cuántas generaciones de destartalados vamos a seguir escindiendo en medio de estas dos exigencias absurdas.

Tan divertido que es perder, tan liberador que es correr una carrera por puro gusto y no para ganar una medalla, tantas enseñanzas que se pueden cosechar cuando nos colocamos lejos del primer lugar. Tan del culo que se siente que te rechacen en una apuesta amorosa —lo sé, lo sé, lo sé— pero tanto y tan profundo que es el aprendizaje que viene con ello.

Mi amigo E que es guapo, atlético y homosexual y que lo asumió desde niño, contaba una de las anécdotas más gozosas que he escuchado. A los siete años su padre lo inscribió en un equipo de fútbol soccer pues era bueno para correr a gran velocidad y resistía largas distancias sin problema. Le compraron su uniforme de Pumita y lo llevaron a Ciudad Universitaria para que aprovechara su talento nato como corredor en una cancha de fútbol.

Que si no haces algo grande antes de los treinta, bailaste, fuiste, estás arruinado.

Son muchas y sospechosamente parecidas las historias de gente rondando esa edad que, por alguna razón —me aventuro a apuntar hacia el paralizante terror al fracaso— no despegan. Pero si eran los primeros en la clase, pero si son talentosos para lo que sea, pero si de pequeños lo ganaban todo… digo yo que con semejantes mensajes taladrándoles la identidad, cómo van a enfrentar el hecho de que tal vez pierdan o se equivoquen, de que no les salga a la primera el intento de construirse a sí mismos.

Cómo van a atreverse a defraudar las expectativas de ganador que el mundo tiene sobre ellos.

No, nadie quiere jugar con el juguete roto porque aprendemos que no es bonito, en cambio aprendemos a desear el nuevo, el completo y deslumbrante. Pero es que poco nos dicen que un juguete roto puede enseñarnos de qué está hecho, cómo funciona, qué lleva por dentro y lo fascinante que puede ser la experiencia de asomarse a ello.

Vuelvo a la historia de E, ahí lo tienen el día del entrenamiento, colocado como carrilero y portando su flamante playera Pumita; ahí tienen también a su padre sentado en primera fila, orgulloso de su pequeño defensa lateral y listo con la cámara fotográfica de las que hacían clic (eran los años ochenta) para documentar el evento. Pues he aquí que empieza el juego y mi amigo se queda congelado, quietecito, no va por la pelota, no se mueve, sólo mira a los demás niños correr de un lado para otro. Su padre enloquece, vocifera, entra a la cancha y arrastra a su hijo tras la pelota. Y mi amigo, nada, no se mueve. Lo que pasaba, me cuenta con un brillo de gozo y deliciosa satisfacción en el rostro, es que me quedaba embelesado mirando a los otros niños, todos me gustaban, me parecían hermosos.

Claro que le llamaron perdedor y le dieron pocas oportunidades antes de echarlo del equipo. Pero E no perdía, ganaba la certeza de su identidad sexual y se ahorraba un vía crucis de sufrimientos y confusiones sabiendo desde entonces que le gustaban los hombres.

Y aquí me tienen a mí con mi diatriba porque creo en el poder de las palabras, porque podríamos elegir nombrar de una manera distinta las experiencias vitales. Ese “rotundo fracaso” para empezar, tendría que ser plural, porque son incontables las veces que las cosas no salen bien en la vida, y su sonoridad tendría que ser música interior, no un estrépito que provoque vergüenza en quien lo vive y miradas reprobatorias de quienes lo atestiguan.

Con los años he comprendido que perder es cosa normal, divertida y hasta benéfica porque sólo las pérdidas convocan nuestra entereza, nuestra capacidad de reconstruirnos. Y pienso que sería bueno escuchar eso más seguido.

A propósito del tema, y ya para cerrar la bocota, les recomiendo desde el fondo de mi ternura y fragilidad adolescente la novela El Club de los Perdedores de Lorena Amkie (Destino, 2015). La lectura de ese libro fue la génesis de esta columna, su historia me llevó al recuerdo —pero no desde la cabeza, sino desde el pecho— de mis catorce años cuando necesitaba que alguien dijera que perder es normal, que ser diferentes es lo que alimenta la llama interior de la identidad.

Lo dice Lorena Amkie en su novela y me lo digo ahora: perder está bien, perder trae ganancias infinitas.
Tomen eso, fanáticos del yerto discurso del éxito y el fracaso.

Twitter: @AlmaDeliaMC

De Virgen del Pecado a Esposa de Oficina

sábado, febrero 20th, 2016

 

El traje negro que se ceñía con desesperación a sus redondeces y el par de botas que llegaban arriba de la rodilla le valieron un ascenso: la sacaron de la línea donde tomábamos llamadas inbound para colocarla en la recepción del piso directivo. Foto: Pinterest

El traje negro que se ceñía con desesperación a sus redondeces y el par de botas que llegaban arriba de la rodilla le valieron un ascenso: la sacaron de la línea donde tomábamos llamadas inbound para colocarla en la recepción del piso directivo. Foto: Pinterest

Era rubia, altísima, con unas curvas de infarto y un rostro no muy agraciado.

También era dulce, sonreía como nadie y tiraba lánguidas caídas de pestañas a quien se cruzara con ella. Y también, y sobre todo, era amante del Director de Operaciones. Se sabía como se sabía que la quincena era la mejor parte de laborar en ese caótico lugar.

“Leslie puta” aparecía un día sí y otro también en las paredes de los baños de aquel efervescente edificio donde trabajábamos cientos de operadores telefónicos.

Para la fiesta de Halloween se disfrazó de Gatúbela. Qué cosa.

Hasta yo tuve fantasías sexuales con ella esa noche. El traje negro que se ceñía con desesperación a sus redondeces y el par de botas que llegaban arriba de la rodilla le valieron un ascenso: la sacaron de la línea donde tomábamos llamadas inbound para colocarla en la recepción del piso directivo.

Sobra decir que era impopular como una bacteria, no queríamos estar cerca de ella, particularmente las mujeres. Los hombres apenas se atrevían a saludarla.

Pero ella parecía no enterarse, iba y venía sacudiendo la melena y sus prodigiosas nalgas por los pasillos de todos los pisos, se detenía en la cafetería, en las fotocopias y saludaba a los presentes como si fuera la quinceañera protagonizando una eterna fiesta.

Al llegar los veinte minutos del receso, se apersonaba ante el grupito de fumadores como si la estuvieran esperando y prendía su cigarro, participaba de la charla tan quitada de la pena que no se atrevían a echarla ni a integrarla definitivamente.

Tendría diez o doce años más que yo, que era demasiado joven e idiota (valga el pleonasmo), y todavía guardaba un montón de juicios morales en mi mochilita de escolapia para explicarme el mundo. Ella era mala, claro, y había que evitar a toda costa ser como ella.

Una mañana se apareció en mi fila de operadores, con sus taconeos hizo retumbar el feo piso de linóleo y llegó hasta el cubículo elevado de la que era mi supervisora, le dejó un papelito en el escritorio y bajó con su contoneo de pasarela dejando el tufo de su perfume infantil por todo el pasillo.

La supervisora, que me quería bien y me estaba entrenando para sucederla, me llamó de inmediato. Mostrándome el papelito, me pidió que la relevara unos minutos.

Ahora pienso en ello y siento, no sé, ternura. Era la orilla de una hoja de cuaderno arrancada descuidadamente donde la citaba para encontrarse en el baño de mujeres, quería pedirle un favor y le daba las “grasias” de antemano.

Leslie quería volver a ponerse la diadema de operadora y contestar llamadas, no es que estuviera cansada de ser la chica guapa de la recepción ni la criticada amante del jefe máximo: estaba harta de ser la esposa de oficina de ese hombre que ahora se comportaba con ella como un marido por derecho canónico, jurídico y territorial. Se aburría, se sentía controlada, eclipsada y sola.

Todos esos retazos de recuerdos llegan a mí ahora que por fin he aprendido que la mitad de mis prejuicios no han servido más que para arruinarme el espíritu, para achatar mi pensamiento, para hacerme imbécil.

Ayer por la mañana, sentada en mi cafetería de siempre vi llegar a la que podría ser una Leslie Segunda pero de pelo castaño. No pasaría de los veintitrés, llevaba un corto vestido blanco tan entallado que se hacía uno con los pliegues de su cuerpo y esas botas over the knee con tacón de aguja que parecen ser el fetiche por excelencia. Caminaba entre las mesas de libros pero ninguno le interesaba, la verdad es que a nadie le interesaban los libros con ella incendiando las novedades editoriales, el pedacito de piel que asomaba entre las botas y el vestido era provocación suficiente para emprender una guerra.

Tres minutos después apareció el hombre: cincuentón, traje azul marino, camisa con mancuernillas, argolla de matrimonio y un teléfono que sonaba todo el tiempo. Se besaron en la boca a modo de saludo.

Se sentaron a la mesa sobándose las manos, las piernas, deshaciéndose en sonrisas.

Él no dejaba de hablar. Cuando por fin terminó la llamada y en el breve intermedio antes de que entrara otra, le pidió que ordenara el desayuno como se le pide a un subordinado que ejecute bien sus tareas.

  • Los huevos que me gustan, ya sabes.
  • No soy tu esposa, ¿te acuerdas? No sé cuáles son los huevos que te gustan.

El hombre amusgó los ojos y una vena en su cuello saltó levemente, el teléfono seguía pegado a su oreja, se levantó y salió a la calle para poder vociferar al volumen adecuado.

Ella se puso a jugar con el celular, cuando el mesero apareció le dedicó una sonrisa de promocional y ordenó dos cafés.

 

Mi teléfono vibró, la persona a la que esperaba no podría llegar porque el maldito tráfico, el maldito semáforo descompuesto y la maldita vida.

Pedí la cuenta y aunque lamenté no quedarme para presenciar la escena completa, también me alegré de no encontrar en mi mochila de objetos inútiles el prejuicio que años atrás me habría hecho rechazarla de inmediato.

 

@AlmaDeliaMC

El señor que se creía Dios

sábado, febrero 13th, 2016
La iglesia lo primero, la vida de los otros lo segundo, las fiestas en tercer lugar. Foto: semanario.com.mx

La iglesia lo primero, la vida de los otros lo segundo, las fiestas en tercer lugar. Foto: semanario.com.mx

Era tan bajita que me empotraba en el mostrador de la tienda de abarrotes para llamar a la dependienta y pedir la lista de la compra que nunca pasaba de tres líneas en mi memoria: pan, azúcar, huevo.

Aquel pueblo michoacano era como tantos pueblos de este país: decadente, abandonado, con un siglo de atraso, al nivel educativo más alto que podía aspirarse era la escuela primaria. Con doce años las mujeres estaban listas para embarazarse y parir hijos a destajo y los hombres para trabajar en lo que se pudiera y regar su inmadura simiente también a destajo. Ahí vivía mi abuela y ahí pasaban cosas muy extrañas.

Ante la ausencia de todo y de tanto, lo poco que había se convertía en tótem o en ley. La iglesia lo primero, la vida de los otros lo segundo, las fiestas en tercer lugar.

Me quedé colgando del mostrador porque nadie me oía, olfateando el aroma del pan recién horneado que se mezclaba con notas de detergente, suero y guayabas. Entonces vi algo que me disparó el corazón y me hizo salir corriendo y olvidar la consigna de la compra a riesgo de que la temible mujer que gracias a los imponderables designios de la sangre me tocó por abuela, me agarrara a palazos.
Así era ella, ni jalones de pelo ni nalgadas: palo y piedra o cintarazo vibrante. Cabrona.

Pero también era de otro modo, uno que reanimaba al mismísimo cielo con sus cantos, sus memorables dichos y su alma zumbona que uno podía escuchar con solo pasar junto a ella.
Mi abuela era católica desde la entraña hasta la punta de su prominente nariz, pertenecía a una congregación llamada Hijas de María y su vida era proclamar su fe católica, apostólica y romana.

El sacerdote del pueblo era su adoración y la de todos habitantes de esa pequeña calamidad llamada Urapa. Las señoras le besaban la mano, le llevaban guisos, gallinas, puercos, quesos recién cuajados y lo que tuvieran a mano para deleitarlo.

Se acercaba la fiesta del tres de mayo que era cuando el pueblo echaba la casa por la ventana y se olvidaba de la muerte y de la pobreza festejando por todo lo alto a la Santa Cruz.

Ese año mi abuela era parte del festival: aparecía disfrazada de loca y bailando entre un grupo de danzantes a los que tenía que distraer haciendo de diablito jodón, chingándolos como pudiera –y vaya que podía porque esa fue siempre su especialidad.

Entré con un tsunami desbordándome el pecho, le dije que la tienda de doña Teresa estaba cerrada y que por eso no había comprado los encargos. Me deslicé como perrito asustado hasta la cocina, dejé el dinero sobre la mesa y antes de que empezara con alguno de sus cagues legendarios, eché a correr rumbo a la barranca que había atrás de su casa. Me quedé merodeando por ahí hasta que logré sacar de mi cabeza lo que había visto: el sacristán, que era un tipo con cara de no arrancar una hierbita del jardín para no lastimarla, penetraba violentamente a una de las hijas de doña Teresa, apenas dos o tres años mayor que yo.

Cuando reaparecí fui notificada de mi castigo: me quedaría sin desayunar. (Por suerte me había llenado la barriga con los dulcísimos duraznos que se desprendían solos de los árboles de la barranca). Me salió barato.

Llegó el día de la fiesta, ella no cabía de gozo. Iba a participar en el espectáculo y además le habían encargado que zurciera una túnica del sacerdote. No podía estar más cerquita de Dios, eso decía.
Yo pensaba que estaba de la chingada que ese señor que se creía Dios tuviera de ayudante a un tipo que hacía lo que yo lo había visto hacer.

Doña Teresa y sus hijas, arregladísimas y radiantes como si fuera el día de su boda, estaban las primeras en la plaza para disfrutar del festejo. El número de mi abuela empezó, causó tal furor que me asusté más de lo que ya estaba ¿qué era todo aquello? Un pitido me atravesó de un oído al otro cuando vi al sacristán pararse junto a las Teresas y ponerles la mano en el hombro a las dos niñas. La madre veía con embeleso hacia donde estaba sentado el cura.

A mi abuela le aplaudieron a rabiar. Yo no hallaba dónde ponerme pero sabía que no podía perderme por ahí y provocarla con mis vagabundeos el día de su debut.

Cuando todo acabó me llamó y caminamos a la iglesia, cruzamos el jardín y nos metimos a la sacristía, yo temblaba. El sacristán apareció con un regalo para ella de parte del sacerdote, un escapulario que recibió conmovida como si la hubieran condecorado miembro de la caballería oficial del reino.

– Estos hombres son unos santos, hay que estar cerca de ellos para estar cerca de Dios.

Eso me dijo.

Luego se supo que una de las hijas de doña Teresa había “salido embarazada”, así, con la construcción verbal recayendo sólo sobre ella como si se hubiera encargado de preñarse a sí misma.

La criticaron un tiempo hasta que se corrió la voz de que el sacerdote la había perdonado y entonces mi abuela dijo que con el perdón de ese señor era como si el propio Dios la hubiera absuelto. Para el jaleo del miércoles de ceniza del siguiente año la otra púber también “salió embarazada”.

Ayer me pregunté cuánta ceniza para signar la frente de los devotos podría salir de las fosas de Guerrero repletas de cuerpos calcinados.

Hoy me pregunto cómo hicimos para lograr que este país siga siendo el pueblo de mi abuela que está dentro de otro pueblo de mi abuela, dentro de otro, dentro de otro.
Ella andaría frenética por ver a su hombre santo bajar del avión con la panza repleta de jamón, aceitunas y quesos. Es que nadie está más cerca de Dios que el Papa, eso decía.

Twitter: @AlmaDeliaMC

Casa busca cambio de inquilino

sábado, febrero 6th, 2016
Me senté en la banqueta a pensar si llamaba a uno de mis contratistas rescatadores para que volaran la chapa de la entrada pero hay batallas que sólo se ganan cuando renuncias a ellas. Foto: Obra del artista palestino Eyad Sabbah

Me senté en la banqueta a pensar si llamaba a uno de mis contratistas rescatadores para que volaran la chapa de la entrada pero hay batallas que sólo se ganan cuando renuncias a ellas. Foto: Obra del artista palestino Eyad Sabbah

Todo empezó con un silencio espeso pero intermitente.

Al principio fue así, estar un rato sentada intentando trabajar o lavando los platos y escuchar que desde algún desagüe subterráneo se filtraba el silencio.

Pero daba tregua, por momentos.

Hasta que se instaló definitivamente. Silencio en las tardes, silencio bajo la regadera, silencio con café y huevos revueltos para el desayuno y caldo de silencio para la cena.

Luego vinieron las grietas, las puertas que no cerraban, las humedades todopoderosas que llegaron para conquistar el territorio entero.

Y empecé a preguntarme, como por descuido, cómo sería entrar a la casa de al lado y no a la mía, la de los vecinos sonrientes. O cómo sería entrar a la casa de enfrente, la de los jóvenes escandalosos. Cómo sería entrar a donde vivía la gente cuya casa, ese enorme útero de cemento que se supone elegimos a placer, no quería desalojarlos a mansalva, dejar de retenerlos, abortarlos.

Después vino la secuencia de mensajes.

Una mañana descubrí lluvia de polvo en el colchón, la grieta del techo había decidido pulverizarse y prodigarse sobre mi cama, el fino polvillo se acumulaba aquí y allá pero tenía algo casi intencional, ¿era una carita sonriente lo que la ralladura blanca de techo dibujaba sobre la colcha azul?

Otra tarde, al volver de una larga jornada en la calle encontré filtraciones de agua en la pared del comedor, escurrían de un modo extraño pero no informe, la mancha húmeda sobre el muro pintaba un número 3.

Y luego, en algún momento que no pudo ser ni el día ni la tarde ni la noche sino una irritante y perversa úlcera atemporal que permite que ocurran esas cosas, se instaló una plaga de hormigas. Iban y venían muy contentas de la terraza a la cocina sin que nada detuviera su paso.

Las muy malditas, tan pequeñas y tan poderosas. Un mediodía las vi hacer algo inusitado: una fila avanzaba hacia un punto y otra, perfectamente alineada, cruzaba su trazo negro sobre la anterior yendo hacia un objetivo diferente. Formaban una letra equis, un tache, había una cruz de hormigas en mi patio.

Acabáramos. Aquello era un aviso en serio, un llamado, un ultimátum.

Entonces empecé a hablar con la casa: no me hagas esto, ahora qué, ¿también aquí?, ¿otra vez con lo mismo?, no seas cabrona. Pero es que así no se habla con las casas, un perro es más capaz de domarlas meando y cagando por aquí y por allá e impregnando con su olor todas las esquinas que un inquilino humano por más que se ufane de empoderado.

Yo iba descendiendo, desprendiéndome de las paredes de mi útero inmobiliario pero dando la batalla; traje al plomero, al carpintero, al exterminador de plagas, al electricista cuando empezaron los lapsos de oscuridad, al terapeuta de casas cuando la tristeza no amainaba, hice fiestas para que mis amigos me ayudaran contra la grandulona hija de puta que no paraba de agredirme. Hablé con los pájaros para que no dejaran de venir a saludarme.

Pero ganaba poco terreno, casi nada. Pronto me vi en dificultades para abrir y cerrar la puerta principal, me había desbarrancado hasta el cérvix uterino y mis probabilidades de sobrevivir en el interior eran pocas.

Cuando salía, por más que revisaba dos o hasta tres veces que la puerta hubiera cerrado, al volver me encontraba con la sorpresa de que la había dejado abierta. Y al entrar y darle tremendo azotón tras de mí para estar segura y tranquila en mi barrio de casas seguras y tranquilas, descubría con horror que había dejado la puerta abierta. Otra vez.

Pero es que yo soy tan terca y tan tonta que puedo pelear con cuatro muros y seis puertas y proferirle mis mejores insultos a un refrigerador o a una mesa antes de darme cuenta que no tiene caso seguir peleando. Así que me aferré con lo que pude mientras pude y peleé sin estrategia pero con mucho brío cada episodio.

Era un mes de febrero, como ahora, cuando descubrí que el óxido en la puerta principal había formado un número cero, redondo, perfecto, un cero vacío y hermoso, lleno de posibilidades.

Aquél número tres de la pared húmeda había llegado al límite de su cuenta regresiva. Tres años. La puerta no abrió, la llave no era.

Me senté en la banqueta a pensar si llamaba a uno de mis contratistas rescatadores para que volaran la chapa de la entrada pero hay batallas que sólo se ganan cuando renuncias a ellas.

Así que renuncié y me mudé. Y ocurrió que el inquilino que vivía en mí, uno cuyo nombre era algo así como dolor en la boca del estómago, también desalojó, se cambió a otro sitio.

Lo que pasaba, ahora lo sé, era que esa casa no me quería y no iba a quererme nunca por más que lo intentáramos.

La gente y sus casas, decimos, como si nos pertenecieran.

Las casas y su gente, tal vez sería más adecuado decir, y aceptar sin falsas soberbias ni aspiraciones de autonomía que son ellas, las que nos poseen a nosotros.

Twitter @AlmaDeliaMC

Sol de invierno

sábado, enero 30th, 2016
¿Han visto qué cielo? Foto: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

¿Han visto qué cielo? Foto: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Para Paz y Lizeth, por esos años de sol

No tendría más de cuatro años, calzaba unas botitas amarillas y llevaba el pelo recogido en un chongo alto como bola de estambre a punto de desmadejarse.

Bajó las escaleras y miró a mi perro que estaba sentado junto a mí.
Me arrebató su expresión: las cejas arriba, los ojos agrandados como si al crecerlos pudiera hacer que entrara más mundo por ellos, la boquita abierta, ¡guau, guau!

Se soltó del brazo de su padre y vino directo hacia nosotros, lanzaba unos grititos agudos y se empeñaba en abrazar al perro que suavemente esquivaba el entusiasmo de la niña.

– Perdón, es que se emociona; se disculpó el papá.

Sonreímos todos, hasta el policía con jeta de riñón que vigilaba la entrada de la tienda.
No se emociona, se asombra; corregí en mi interior. Y pensé en el asombro, tan escaso pero tan posible, tan redentor.

Mi parada frente a la tienda había sido un pretexto para permanecer bajo el sol que pegaba con ese ángulo oblicuo que anhelamos durante esta época del año.

Contemplé de lejos a la pequeña entusiasta hasta que la perdí de vista. Trituraba con sus pisadas amarillas las hojas secas de los árboles que se acumulaban en el camellón y gritaba con la misma euforia que lo había hecho frente al perro.

Me quedé ahí largo rato, dejando que mi compañero de cuatro patas se diera un banquete esnifando traseros de otros peludos a placer.

Cuando éramos niñas mi hermana, mi prima, y yo –trío peligroso y mal avenido– solíamos creer que el sol se comunicaba con nosotras como lo hacía con la Sunamita del canto bíblico a la que el astro había amado hasta dejarle la piel morena. Muy convencidas estábamos de nuestra capacidad de seducción.

Así que durante los días de invierno nos parábamos en el patio de la casa y cantábamos: solecito, no te vayas; solecito, no te vayas…

A veces ocurría que alguna nube se disipaba y los rayos de su majestad nos alcanzaban y, frenéticas, elevábamos nuestro conjuro supremo para rematar con un cantito ridículo (para nosotras muy ceremonial) que decía: caracol, caracolito, saca tus cuernos al Sol.

Entonces corríamos asombradas a contarle a cualquier adulto dispuesto a escucharnos que teníamos poderes para hacer que el sol saliera.

¿Quién es esta irreconocible persona que ya casi no se asombra?, es la pregunta que me queda resonando.
¿Vale la pena el tributo que pagamos como generación por refugiarnos en el cinismo?

Esta epidemia con su hablar y entender dosmilero que poco o nada tiene que ver con la escuela cínica post- socrática y que resulta tan yerma, tan árida, tan ya nada me sorprende y ya nada me escandaliza deja poco lugar para la admiración, para el placer extraordinario del asombro.

Eso pienso porque no sé, tal vez porque empiezo a entender que estamos hechos de destiempos; tal vez porque en mi armario ya sólo hay zapatos negros o café y ningún par de botas amarillas.

O tal vez porque, aunque me faltaron palabras para nombrar lo que vi en el Valle de México el domingo y el lunes antes de que se soltara este frío inaudito y sólo pude decir ¡qué cielo!, no quise quedarme sin compartirles mi asombro.

Así que – levanto las cejas, agrando los ojos para ver si así entra más mundo por ellos– y les pregunto ¿han visto qué cielo?