Archive for the ‘Posmodernos y jodidos’ Category

Tú no (pinche prieta)

sábado, octubre 15th, 2016
¿Día de la raza? ¿Orgullo para celebrar? ¿Día de la hispanidad para mutilar el lenguaje y anestesiar nuestra conciencia posmoderna y pretenciosa? ¿De qué me hablan? ¿De qué carajos me hablan? Tomada de rotativo

¿Día de la raza? ¿Orgullo para celebrar? ¿Día de la hispanidad para mutilar el lenguaje y anestesiar nuestra conciencia posmoderna y pretenciosa? ¿De qué me hablan? ¿De qué carajos me hablan? Tomada de rotativo

                                No me mires con desprecio, si yo soy morena es porque el Sol me miró.

Porque los hijos de mi madre se enojaron contra mí y me pusieron a guardar los viñedos

Cantar de los Cantares 1:6

 

Desde niña lo tuve muy claro, las silabas de la felicidad son dos: tú sí.

Y las sílabas del infierno son también dos: tú no.

Mi primer “tú sí” —brevísimo poema— vino cuando gané en una fiesta infantil el derecho a concursar por una bicicleta saltando dentro de un costal que me raspaba las rodillas.

Tú sí salió de mi boca cuando le dije a Édgar, temblando de miedo hormonal, que lo aceptaba de “castigo” en el juego de verdad o reto que nos sacudía los huesos en aquellas fiestas adolescentes que nos quitaban el aliento. Ese “tú sí” nos concedió un minuto de paraíso, que realmente vivimos como infierno, encerrados en la recámara de la dueña de la casa para darnos unos besos inexpertos y babosos como los párvulos que éramos. Toda la escuela sabía que él y yo nos gustábamos.

Tú no, ese letal enunciado me lo ha dicho la vida muchas veces; algunas entiendo a la primera —las menos— y otras me doy contra la pared hasta que me rompo la cabeza (o el corazón) y termino por aceptarlo.

Édgar era de tez aceitunada y ojos ámbar, yo tan morena como soy. Y me ha venido a la memoria porque en la tragedia amorosa que nos montamos en aquellos años, él dividía su corazón entre el amor de otra chica y yo. Había corifeos apoyando un bando y el otro, supongo que a nadie sorprenderá que el argumento principal de la oposición era que yo les parecía muy morena, muy negra, muy pinche prieta (sic)

A los trece años tenía ya larga experiencia en recibir todo tipo de comentarios despectivos por el color de mi piel y no sólo en la escuela: en la casa, en la calle, con la familia y los amigos. Todo el mundo tuvo algo que decir al respecto. Siempre. Desde cariñosos “prietita” “chocolatito” hasta agresivos “pinche negra”, “pinche india prieta” y el rosario de etcéteras racistas que todos conocemos.

Como adolescencia y vulnerabilidad son sinónimos, mi sufrimiento entonces era mayúsculo pero, por fortuna, con el tiempo fui endureciendo esa piel morena y dejó de importarme la ordinaria opinión de quienes soltaban el inmamable “morenita pero bonita” del que estoy tan harta y que siempre me deja pensando que no se atreven a decirlo al revés: “bonita pero morenita”, eso pondría en su justo lugar al “pero” que les representa el color oscuro de mi piel y evidenciaría sin sutilezas sus prejuicios raciales.

Dos días atrás se conmemoró el día de la raza —otro dislate histórico que celebramos a lo puro pariente— y, oigan ustedes, qué cosa tan hilarante fue ponerme a leer las sesudas opiniones de quienes reducen la raza al pigmento de la epidermis. O sea, que la raza no es otra cosa que el color blanco, rosa, morado, negro, café, amarillo, con estrías o sin ellas, con vello o sin él, con lunares y sin ellos de la piel de las personas.

Una contempla los niveles de ignorancia milenarios, y se retuerce en la silla pensando que quizá seguimos bajo un régimen de castas, una quisiera ser optimista pero se da cuenta de que probablemente no hay nada que hacer contra la atávica necesidad simbólica —y retrógrada— de diferenciarse de la negra noche, de las comunidades esclavizadas que trabajan jornadas interminables bajo el rayo de un sol que les quema la piel hasta dejarla ennegrecida y brillante.

“Mejorar la raza” leí una y otra vez y no pude sino constatar que esos tuits y esos posteos en Facebook son el fiel reflejo del relato identitario que (con y sin medios digitales) hemos venido contándonos desde hace siglos. Porque mejorar la raza, al menos en México, significa buscar personas de piel más blanca para reproducirse, aunque sólo sea dos niveles más clara en el pantone de tonalidades variantes del café. Ay, mis hijos, dijera la Llorona. Chingao.

Tengo amigas que, con una ceguera rayana en la psicosis, alegan que lo sensato por hacer en esta vida es buscarse un europeo para mejorar la raza. Síndrome de Estocolmo y Síndrome de Malinche en uno. Digieran eso.

Y hay gente que amorosamente me llama “morenita” pero no dejan de filtrar cierta necesidad de confirmar que yo soy más oscura que ellos, y yo los miro y las miro de piel bronce y pelo castaño y me pregunto si tienen un espejo mágico que les devuelve destellos rubios cada mañana mientras se cepillan los dientes… Digo.

Ni qué decir de la discriminación laboral por el color de piel. En el mundo corporativo es un tema a pesar de que, en la empresa donde se paren, el 95% de las personas serán morenas y de pelo oscuro; nunca dejará de ser un valor agregado en el currículo tener la piel blanca y si el pelo es rubio ¡ya ganaste!

No se me olvida el comentario que me hizo una compañera en la empresa donde trabajé ocho años: estás muy morena para tener una gerencia en la industria de la moda. (Y miren que Jennifer Lopez, Zoe Saldaña y Salma Hayek han hecho lo suyo en posicionar la apariencia bronceada y latina. ¡Ja!)

Es más, y ya para tratar de terminar con lo interminable: en este mismo espacio, algún ofendido por las columnas insolentes que escribo, me dejó un airado comentario en el que decía que se notaba la pobreza de mi genética en mis rasgos indígenas. Me sorprendió por las profundas implicaciones que tiene; mi columna iba de otra cosa, del trasfondo de la infidelidad amorosa, creo, pero él decidió ejercer su superioridad epitelial para agredir no a la que escribe, sino a una comunidad entera.

Pues nada. Que esta es mi historia y estoy consciente de que es incluso frívolo lo que me ha tocado vivir. En este país hay genocidios movidos por el desprecio al origen, al color de la piel, a los rasgos indígenas; como el caso de los desaparecidos de Ayotzinapa y miles más que son considerados merma social porque a nadie le importan, porque sus muertes cuentan poco, porque son la pura raza, los jodidos. En este país y en otros de nuestra tan amada y tan odiosa América Latina la situación es la misma.

¿Día de la raza? ¿Orgullo para celebrar? ¿Día de la hispanidad para mutilar el lenguaje y anestesiar nuestra conciencia posmoderna y pretenciosa? ¿De qué me hablan? ¿De qué carajos me hablan?

 

@AlmaDeliaMC

Todos eran mis hijos

sábado, octubre 8th, 2016
La vida es un tiroteo, carajo, ¿tiene sentido desear otra cosa que no sea fundirnos en un abrazo que nos proteja a todos del desamparo? Foto:

La vida es un tiroteo, carajo, ¿tiene sentido desear otra cosa que no sea fundirnos en un abrazo que nos proteja a todos del desamparo? Foto: batallasdeguerra.com

—No es excusa que lo hayas hecho por la familia

(Arthur Miller)

Creo que todas las generaciones tenemos algo de qué avergonzarnos al pensar en la generación de nuestros padres. Es natural y hasta saludable, es un signo si no evolutivo, al menos de cambio.

El título y el epígrafe de este texto son líneas de una obra de teatro escrita por el tremendo Arthur Miller en 1947, cuando las cenizas de la Segunda Guerra Mundial y el olor a muerte todavía salpicaban el aire.

All my sons, título original del texto de Miller, movió al escándalo pues estaba inspirada en un perturbador hecho real: una mujer descubrió que su padre vendía piezas defectuosas —para sacar ventaja competitiva del precio— al ejército de Estados Unidos y decidió denunciarlo.

En la obra de Miller, Joe Keller es el protagonista de la tragedia. A sus sesenta años, con un hijo desaparecido en la guerra y otro hijo que sí ha vuelto de la batalla pero mentalmente destrozado, Keller se empeña en negar que el material deficiente que vendió a la fuerza aérea, provocó la muerte de más de veinte jóvenes pilotos. Cuando finalmente reconoce frente a su esposa y el hijo presente que sí cometió el delito, argumenta que lo motivó el deseo de proteger a su familia con el dinero que resultaba de esas transacciones. Pero la verdadera conmoción viene cuando Keller se entera mediante una carta póstuma, que el hijo desaparecido —Larry Keller— se suicidó trastornado por la vergüenza de saber que su padre causó la muerte a sus compañeros de guerra. Un buen actor de teatro nos hará sentir esa turbación previa al llanto cuando Joe Keller diga esta línea antes de pegarse un tiro: Cierto, Larry era mi hijo. Pero creo que él pensaba que todos eran mis hijos. Y comprendo que lo eran, comprendo que lo eran.

Ahora voy a disparar desde la tristeza que siento cuando veo gente empeñada en defender la única forma del amor que conocen: asociada a un parentesco tradicional. En pleno año 2016. Sé que esto no les va a gustar a muchos pero el que tenga ojos que lea y el que comprenda el valor de las dudas vitales que dude… Me pregunto si quienes marchan “por la familia” ofreciendo de carnada a sus hijos bajo el escudo de “Lo hago por ellos” alcanzarán a comprender que es precisamente a sus hijos a quienes dañan. Que su intolerancia es precisamente en contra de sus hijos.

Me pregunto si alguna vez se cuestionan a sí mismos, si podrían afirmar que esos hijos a los que defienden con su dogmatismo y visión estrecha de la familia no serán dentro de diez o veinte años quienes vivirán el rechazo por su preferencias sexuales distintas, por sus elecciones de vinculación amorosa diferentes, quienes vivirán al desamparo de no poder contar con un sistema de salud, de protección social, de bienestar mínimo.

La vida es un tiroteo, ¿hace falte que nos dediquemos a agredir a quienes no aman como nosotros?

Me pregunto si se enteran que la familia tradicional que defienden es una entelequia, que ese prototipo al que le llaman Familia es un concepto nebuloso, cercano al mito, un formato en franca extinción. Me pregunto si sabrán que en casi la mitad de los hogares mexicanos, no hay papá. O que sólo el 43% de la población adulta del país está casada y además se divorcian cerca del 20% de las parejas que contraen matrimonio… váyanle restando. ¿Dónde está esa Familia institucional que defienden a ultranza?

Me pregunto si los de fe cristiana y católica se enteran de que su conducta no es la que les encargó su líder Jesucristo: “Amaos los unos a los otros porque el amor es de Dios”.

En este país hay casi dos millones de niños huérfanos deseosos de integrarse a un clan al que puedan llamar familia, sólo en el estado de Michoacán podrían haber siete mil niños en la orfandad como resultado de esta devastadora guerra contra el narco. ¿Qué será de estos niños si nos aferramos a que las leyes sólo permitan la adopción a quienes porten la etiqueta de ese gueto llamado Familia Tradicional?

¿No fue Jesucristo mismo un hijo por adopción con dos papás y una mamá, de pensamiento sexual incluyente al hacerse amigo de María Magdalena, y que además vivió en Sociedad de Convivencia con sus amigos los apóstoles?

Insisto: la vida es un tiroteo y bien pensado todos somos marginales.

Ojalá que dentro de veinte años los hijos de quienes hoy defienden un modelo amoroso excluyente, se avergüencen de la mezquindad de sus padres. Eso querrá decir que cambiaron, que piensan distinto.

La vida es un tiroteo, carajo, ¿tiene sentido desear otra cosa que no sea fundirnos en un abrazo que nos proteja a todos del desamparo?

Mi abrazo para quienes, como yo, tienen un corazón que nunca dejará de buscar refugio. Y que vivan las trincheras amorosas. De todas las formas posibles.

@AlmaDeliaMC        

Inventario gozoso de la mexicanidad

sábado, septiembre 24th, 2016
 Alberto Alcocer / @beco

Fue una pregunta extraña porque si me hubiera preguntado sobre la terrible situación del país o los escalofriantes casos de inseguridad, yo me habría desbocado contándole la retahíla de tragedias que ocurren incesantemente. Foto: Alberto Alcocer / @beco

La distancia más que física, es metafísica. En ella sucedemos de un modo distinto. Y es que resulta tan indefinible como palpable eso que se siente cada vez que nos alejamos, que nos distanciamos de casa, de la familia, del cómplice amoroso, de lo que nos da las credenciales para decir esta soy yo y esta es mi vida.

Sintiendo eso y metida en un taxi que me llevaba al aeropuerto de Nueva York para volver a la Ciudad de México, intentando sostener una conversación en inglés con Mustafa cuyo acento pakistaní chirriaba junto a mi estridente acento mexicano; me preguntó qué tenía nuestra ciudad para ofrecer al mundo. Fue una pregunta rara, de esas que detienen por un segundo la sangre en la cabeza y que pueden tener mil respuestas o sólo una.

Fue una pregunta extraña porque si me hubiera preguntado sobre la terrible situación del país o los escalofriantes casos de inseguridad, yo me habría desbocado contándole la retahíla de tragedias que ocurren incesantemente.

Pero con sus erres marcadas y su mirada ojerosa desde el espejo retrovisor, insistió en que le hablara de nuestras maravillas y me obligó a pensar diferente.

El trayecto no era eterno y la amiga que me acompañaba se quedó dormida con el ronroneo del auto, así que me las arreglé para darle un mal resumen, algo escupí sobre la enseñanza infinita de la diversidad y el mestizaje, en la Ciudad de México tenemos de todo, le dije a Mustafa. Quiso saber de la comida especiada y picante similar a la suya y yo acordé que sí, que eso tenemos en común: platillos que son un reto para el paladar y que entre la acidez y el picor te hacen retorcer como si tuvieras esclerosis múltiple pero que son aditcivos e irremplazables.

Le intrigaba el asunto del mariachi y nuestra afición al canto, me pareció un cliché y lo es, pero no pude negar que cantar y bailar son un bálsamo para el alma. Luego dijo algo de los bigotes de los hombres mexicanos, supuse que bromeaba pero imagino que hay paisanos cuyos bigotazos causarían la envidia del Maharajá más Maharajá del imperio Indio.

El retrovisor me devolvía su mirada interesada, chispeante, sonriente. El espejo lateral registraba espectaculares, Coca-Cola, LG, Swatch… Cerré los ojos. Pensé en mi kilometraje recorrido sobre la ciudad de México en todos estos años.

El reflejo de un edificio contra otro. Un hombre bronce ataviado de danzante azteca ejecutando su baile sin mirarnos. Las insospechadas ventas de semáforo: chicles, máscaras del enemigo público del momento, luces navideñas, paraguas, mangas para proteger el brazo del sol. El espectáculo diario del niño con las nalgas de payaso. El payaso disfrazado de anciano. El payaso aquel que nunca olvidaré con su peluca rosa mexicano, su nariz rojo alcohol y dos dientes, sólo dos, amarillo cigarro.

Atravieso el paisaje a través del espejo, a través del ojo Cíclope que mira en rectángulos. El retrovisor me cuenta la cara de ese otro país y me recuerda la cara del mío. Miro en el rostro de Mustafa algo que se parece al de mi gente.

El taco de canasta, pienso, le cuento también sobre el taco de canasta, el taco al pastor, el taco con copia y sin copia. Se ríe. Me río. Llegamos. Despierto a mi amiga.

Wonderrrfful Mexico, se despide el pakistaní y yo registro que huele a cúrcuma o al olor de esa cultura que no sé nombrar con precisión. Ah, recuerdo, los mexicanos somos limpios, nos bañamos a diario, nos untamos desodorante o limón con bicarbonato, es otra cosa buena, lo sé luego de haber experimentado intercambios amorosos con europeos reticentes al agua. Me río.

Mi amiga y yo corremos a la ventanilla, antes de abordar, devoro una bolsa de papas con mucho chile. Empiezo a moquear, a chuparme los dedos enrojecidos por el picante. La fila es una fila de paisanos que reímos, nos abrazamos, no tenemos miedo del contacto, de expresar en público el afecto. Un contraste notable con los paseantes neoyorkinos que se piden perdón cada vez que, por accidente, se tocan.

Delante de mí viaja un niño solo, suenan sus pies en el piso, sacude el asiento, me asomo a su pantalla, está viendo una película pero baila, zapatea inconscientemente sobre su pedacito de suelo en ese avión que nos lleva a la ciudad ámbar, dulce y picante, infinita y cercana. Me gusta escuchar las condiciones del clima y las horas que durará el vuelo, me gusta pensar que ese niño y mi amiga y ustedes y yo somos México. Que eso es indestructible, a pesar de la enfermiza ambición y de la pulsión saqueadora de los políticos corruptos que —tremenda desgracia— también son mexicanos.

Me hago de un menú especial con cacahuates enchilados y cerveza fría, estoy de bueno humor y brindo por ese niño, por Mustafa, por ustedes, por mí, porque a pesar de todo, nuestro inventario de maravillas es inagotable.

@AlmaDeliaMC

El camello que llora o la orfandad

sábado, septiembre 3rd, 2016
No he dejado de pensar en el impacto que tiene la herida de la orfandad y en cómo hay quienes hacen de esa carencia la fuente de su abundancia creativa o de su vitalidad. Foto: Especial

No he dejado de pensar en el impacto que tiene la herida de la orfandad y en cómo hay quienes hacen de esa carencia la fuente de su abundancia creativa o de su vitalidad. Foto: Especial

En un desierto al sur de Mongolia una camella color marrón tiene un parto difícil; la cría, un pequeño camello blanco, le provoca rechazo y no quiere amamantarlo. El recién nacido está débil y hambriento, con un llanto imparable se empeña para que la madre le permita acercarse pero es inútil: ella no lo quiere.

Recién ocurrida la muerte de Juan Gabriel y luego de que la efervescencia cuando no dolorosa, al menos agridulce, nos empujara a hablar de él y a revisar la historia de su vida, recuperé algunas imágenes del extraordinario documental al que me referí en el primer párrafo: El camello que llora (Byambasuren Davaa y Luigi Falorni, 2003), una pieza para no perderse, de una belleza animal y humana que se unen a partir de las pulsiones vitales.

No he dejado de pensar en el impacto que tiene la herida del abandono y de la orfandad y en cómo hay quienes hacen de esa carencia la fuente de su abundancia creativa o de su vitalidad y cómo hay quienes la llevan a cuestas como la maldición de una sequía, incluso sin darse cuenta.

Juan Rulfo, José Alfredo Jiménez, Juan Gabriel o Roman Polanski, Marguerite Yourcenar y Fiodor Dostoievski para ampliar las miras más allá de lo nacional, son algunos de los huérfanos (de madre o padre o de ambas figuras) que alimentaron de esa herida su talento.

He reflexionado también sobre cómo la falta de padre es el gran tema de la fundación de los hogares mexicanos. En el año 2010 el INEGI publicaba un número lapidario: en el 41% de las familias en nuestro país, el padre está ausente.

Lo que intuyo porque no alcanzo a descifrarlo del todo, es que nuestra identidad colectiva tiene que estar profundamente sesgada por ese hecho: la ausencia del padre.

Somos seres simbólicos, si miramos desde el símbolo —y no desde el fuego cruzado del feminismo y el machismo— es fácil comprender que el padre es el arquetipo de la posesión, del dominio; el valor cultural del padre en los mitos originarios ya sean de grupo o individuales, es indiscutible.

Su representación pasa por toda figura de autoridad: el patrón, el maestro, el jefe, dios, el presidente de un país. Y a la mejor es que yo ­—hija de padre ausente— tengo las antenas especialmente sensibles al tema pero creo que esta semana que termina trajo la orfandad a flor de piel de los mexicanos y nos pusimos locos, frenéticos, desorientados y desilusionados porque volvimos a constatar que no hay figura paterna en nuestro mito identitario.

La profunda indignación que muchos experimentamos ante las descalificaciones a Juan Gabriel fue apenas comparable con la indignación de ver al presidente Peña recibiendo a la figura pública que más ha insultado, agredido y despreciado a los mexicanos en los últimos tiempos: me refiero a Donald Trump.

Quizá por eso las reacciones viscerales ante el caso de Nicolás Alvarado que no ameritaba tales consecuencias, siempre he creído que cuando reaccionamos desproporcionalmente a un hecho no es el hecho el que hay que revisar, sino el tamaño de los fantasmas y demonios ocultos que remueve. Nicolás descalificó no al hijo del pueblo sino al huérfano del pueblo, al huérfano que muchos llevamos dentro. Por eso la respuesta fue tan impensada como implacable. Eso creo yo pero pueden ignorarme si encuentran demasiado extrañas mis conclusiones.

Lo otro sí fue el colmo de la sumisión porque muchos esperábamos que Peña Nieto, al menos en esto, se comportara digno, protector, en una palabra: líder. Pero no. El fenómeno naranja vino, saturó con su presencia en México los medios internacionales y volvió a decir lo mismo: que nosotros pagaremos el muro que impedirá que los migrantes crucen hacia su país. Trump descalificó al país entero.

Y esta pobre representación de padre —me refiero al presidente— no hizo sino empequeñecerse, mutilarse, hacer el ridículo. Ponerle cara a la imagen de la insuficiencia, de la incapacidad, de la humillación.

Sé que muchos pensarán que lo que digo no es más que un desvarío y es muy probable que tengan razón. Pero qué terrible sensación dejaron estos días en el ánimo de muchos mexicanos, parafraseando a Dostoievski: huérfanos y ofendidos.

Claro que la vida siempre se impone.

Al final —perdón por el spoiler— luego de un ritual sorprendente, la camella acepta amamantar a la cría.

Al final, la indiscutible fertilidad creativa de Juan Gabriel lo convirtió en su propia madre; por eso el hecho de que millones cantemos sus canciones es un acto reparador y un triunfo de la vida. ¿Y qué más? Ah sí, que buenos días, señor Sol.

 

@AlmaDeliaMC

El ladrón tiene permiso

sábado, agosto 27th, 2016
Lo repito porque sé que millones piensan como yo y porque hace falta difundir la decencia: a mí me parece serio, vergonzoso y poco honorable que un Presidente cargue en su historial con el plagio de la tesis. Foto alarmas.com

Lo repito porque sé que millones piensan como yo y porque hace falta difundir la decencia: a mí me parece serio, vergonzoso y poco honorable que un Presidente cargue en su historial con el plagio de la tesis. Foto alarmas.com00

Este texto es una declaración de principios. Irremediablemente maniqueo.

Soy consciente de ello pero no pediré perdón porque no se pide perdón por creer en lo que creemos.

Recién había cumplido quince años cuando se organizó el viaje de generación en mi escuela, mi madre se negó a darme dinero para el viaje pero a mí se me hizo fácil robárselo. Me descubrió, desde luego, y la lección fue tremenda, tuve que trabajar dos semanas como obrera en una fábrica de plásticos para reponer la cantidad que había robado. Me arrepentí, pedí perdón, supliqué clemencia: nada. Ella dijo que me perdonaba, claro, pero tenía que devolverle su dinero.

Los castigos de mi madre para el robo y las mentiras eran legendarios, dictatoriales, culeros. Lo sabíamos bien mis hermanos y yo. Robar estaba mal, ser deshonesto era indeseable, jodido, feo, era algo que no querías ser. Porque ser era importante, decir yo soy decente, yo soy honesta. La identidad se construía a partir de los límites propios, de las vergüenzas internas, de los códigos de conducta honorable por más ridículos que fueran. A la vuelta del tiempo no podemos sino agradecerlo, a veces nos reímos y dejamos escapar alguna frasecilla rencorosa por las lecciones milicianas de la progenitora pero hay consenso: mi madre nos regaló un bien de valor incalculable, una identidad asociada a la decencia.

Por eso es que no salgo del pasmo ante la reacción de tantos por la noticia del plagio en la tesis de Enrique Peña Nieto. Han calificado de “frívola” la investigación del equipo de Carmen Aristegui y se empeñan en minimizar el asunto e, incluso, hay quienes el único mal que ven es el que hizo la periodista por atreverse a dar la nota a partir de semejante tontería. Resulta que es ella la que ha hecho daño al país por informarnos de lo que descubrió su equipo.

Carajo, digo yo, ¿es Carmen la que tiene el presupuesto estatal en sus manos? ¿Es ella la que toma decisiones sobre la agenda pública y respalda a tantos gobernadores corruptos a pesar de lo insostenible? ¿Es ella quien nos representa ante el mundo? ¿Fue ella quien ignoró los casos de Ayotzinapa y Tlatlaya? ¿Es Carmen Aristegui o alguien de su familia dueños de la ofensiva casa blanca y la del departamento en Miami? No. Es Enrique Peña Nieto quien a todo lo anterior, debe sumar un acto vergonzoso: haber robado las ideas de otros para presentar un trabajo académico que firmó como propio. ¿Dónde está la frivolidad en las fallas de EPN?

Quienes llevamos años peleando todas las semanas para parir un texto sabemos que a veces exprimir el cerebro para poner una palabra detrás de la otra y exponerse como el autor de un escrito es una batalla épica. Lo sabemos porque quienes escribimos asumimos el horrible costo de la exposición, primero ante las dudas internas, ante la inseguridad, ante la ansiedad que provoca la hoja en blanco… lo que digo es que se necesitan tamaños para sentarse a escribir sobre las propias carencias y luego dar la cara y firmar con nombre y apellido salga lo que salga. Pero lo hacemos. Escribir es un ejercicio incómodo por donde se mire, pensar es un ejercicio incómodo por donde se mire. Pero es lo que algunos hacemos y aceptamos las consecuencias que vienen con ello porque son nuestras ideas.

No deja de extrañarme por qué crucificamos a los escritores plagiarios y con el presidente de un país el plagio no nos parece condenable. ¿Cómo es que caben los asegunes en un hecho así? Algún distraído me respondía que con el escritor era grave por la finalidad de lucro de los textos… si alguien piensa que Enrique Peña Nieto no ha lucrado con México le falta tejido cerebral, con perdón.

Han pasado los días y me taladran tantas preguntas que no hacen sino conducirme a una espantosa conclusión que llevo años rumiando: que los mexicanos no tenemos el componente de la legalidad en nuestra identidad. Se me hiela el corazón de pensar que quizás el Lord Audi tenía razón: “capta, esto es México, güey”

Recuerdo el escándalo de Marcial Maciel, el líder legionario de Cristo que abusó sexualmente de tantos niños —incluidos sus propios hijos— y que durante décadas tuvo una doble vida como sacerdote y como padre de familia… era increíble que tantos mexicanos lo defendieran, es increíble que aún lo defiendan. ¿Qué es lo que hace que algunos reaccionemos con decepción ante el engaño y otros se alcen de hombros y ya está?

Imaginen que Angela Merkel hubiera plagiado una parte de sus tesis universitaria, o que lo hubiera hecho Francois Hollande; perdonen que me ponga europeísta pero sólo lo hago para volver a donde empecé: la identidad individual y colectiva asociada a la honorabilidad o a la indecencia es la que aprieta o afloja los límites, la que relativiza actos criminales o los castiga sin entrar en asegunes.

Es grave que mostremos tolerancia a lo deshonesto, mandamos un terrible mensaje no sólo a Peña Nieto sino a cualquier político y funcionario público que, de por sí, no cesan de servirse con la cuchara grande: tú engáñame, róbame, miénteme que yo te doy permiso. Para colmo de la desolación lo único que puedo pensar es que somos condescendientes con tales conductas quizá sólo para asegurar nuestra propia indulgencia, para sentir, en el fondo (o en la superficie como hemos visto a tantos corruptos y prepotentes en las calles) que podemos transgredir los códigos mínimos de honestidad pues vivimos en una cultura sin límites, que todo lo tolera.

Lo repito porque sé que millones piensan como yo y porque hace falta difundir la decencia: a mí me parece serio, vergonzoso y poco honorable que un Presidente cargue en su historial con el plagio de la tesis. Si tuviera hijos les diría que eso que hizo el señor Presidente está mal y que eso no se hace.

 

@AlmaDeliaMC

El error es perfecto

sábado, agosto 20th, 2016
Foto: Les Amants (Los Amantes), René Magritte.

Foto: Les Amants (Los Amantes), René Magritte.

Encomendarse al error es insolente, sí.

Pero también es fascinante porque cuando funciona, es de una precisión divina. De no ser así, no habríamos apostado tantas pruebas de opción múltiple al método “pégale,pégale que este merito fue”

Este merito, este mero, este fue, este es.

De adolescente imaginaba a legiones de incautos caminando bajo la escalofriante condición de ignorar que a sus espaldas Cupido tiraría una flecha no elegida por ellos, una flecha al azar, la que fuera, una flecha implacable, ignorante, equivocada pero precisa. Apenas un ay, un crujido bajito en las costillas, un quejido suave entre las piernas y ¡zaz! estaba hecho sin remedio. Flechados por el error de sus vidas. Entonces me sacudía la fantasía como quien se sacude un bicho que se le ha trepado a la espalda y me decía que no, no podía ser así.

Era una adolescente y pensaba —ingenua, asustada, virgen— que lo que esas brujas cristianas convertidas en hécates susurrantes al oído decían era verdad única e ineludible: que había que esperar al correcto, al adecuado, porque el amor era un binomio cuadrado perfecto de correctos y adecuados.

Las sacerdotisas de lo apropiado insistían en que había que ser selectivas, invocar a la prudencia, hacer lo juicioso. Luego venían largos pasajes de la Biblia y cantos en los que las púberes —flamante grupo de muchachas de la iglesia cristiana— nos ofrecíamos como novias metafóricas a Jesucristo.

Ahora sé que las brujas estaban más perdidas con su fantasía que yo con la mía. Si hubieran convocado a un culto al error, entonces sí que nos habríamos iluminado ellas y nosotras. De tan distintas maneras.

La vida está hecha de eventos que ocurren por error. Y muchas de las mejores experiencias, vínculos y relaciones llegaron a nosotros por alguna metida de pata providencial. Nada menos que nuestro continente fue descubierto por tremendo disparate, la equivocación histórica de un explorador ofuscado que creyó que llegaba a la India y llegaba a América. Inmejorable botón de muestra.

Shakespeare, ese cabrón, lo sabía bien; lo más bello y perturbador de su obra, me parece a mí, está cimentado en los errores: venenos bebidos por error y a destiempo, espadas hundidas por confusión, pasiones desatadas por un nombre incorrecto…el arte de la equivocación.

Es más, y para no hacerles el recuento largo, es probable que la mitad de nosotros respiremos por una falla en el conteo reproductivo de nuestras madres, por un condón roto, por dos alcoholes de más.

¿A qué carajos viene entonces el cuento del control, de lo correcto, de lo elegido bajo conciencia prístina, sobria y algorítmica? (¿Qué dije?)

Claro que atreverse a sentir lo que se siente cuando nos entregamos a la incertidumbre es tremendo. Y no cualquiera se atreve a sentirlo como no cualquiera se atreve a mirar de frente sus equivocaciones, quererlas y hasta ponerles nombre y apellido.

Respiramos entre lo fortuito y lo inesperado, comemos de lo imprevisto y nos enamoramos de lo improbable.

Y ahí, donde lo incierto, ahí a donde llegamos por accidente y sin querer, suelen estar las experiencias más vitales, trascendentes, mejor diseñadas y más enriquecedoras para cada persona.

La incertidumbre nos hace crecer, es precisamente ahí cuando la creatividad y el instinto vienen a nuestro rescate, cuando por fin nos vemos en la necesidad de mandar a la mierda ese vicio viejo, enquistado y jodido que lleva años envarando las articulaciones del alma.

Cada vez me convenzo más de que el control, la certeza y la comodidad son los tres jinetes del Apocalipsis que acaban con lo mejor de nosotros achatándonos, anestesiándonos, minando nuestra fiereza interior, dejándonos a medias de lo que pudimos ser.

Si somos millones de erratas y lapsus quienes poblamos este mundo, habría que perderle el miedo a los fallos y a la incertidumbre, habría que levantar una plegaria personal para que dios —el de cada uno— nos agarre equivocados.

@AlmaDeliaMC

Desde el respingo

sábado, agosto 13th, 2016
Si queremos pasarla medianamente bien en este congal, hay que estar dispuestos a oler, a tocar, a sudar, a intercambiar fluidos, a probar nuevos alimentos, a masticar nuevas texturas. Foto: The Meta Picture.

Si queremos pasarla medianamente bien en este congal, hay que estar dispuestos a oler, a tocar, a sudar, a intercambiar fluidos, a probar nuevos alimentos, a masticar nuevas texturas. Foto: The Meta Picture.

A la vida no se le hacen ascos, más que por apertura mental, por mera sobrevivencia.

Supongo que cuando nuestras madres sugerían: tienes que probar el pescado antes de decir que no te gusta, intentaban que fuéramos menos melindrosos, sí, pero también menos vulnerables. Y es que para crecer había que probarlo todo, poco a poco ir haciendo estómago para digerir y metabolizar nuevas sustancias, para vencer a nuevas bacterias.

La falta de adaptación debilita a las especies. Una verdad como una catedral.

Pero además de la sobrevivencia, está el placer, la alegría, el gozo vital de experimentar lo diverso. Si queremos pasarla medianamente bien en este congal, hay que estar dispuestos a oler, a tocar, a sudar, a intercambiar fluidos, a probar nuevos alimentos, a masticar nuevas texturas.

Cuán sintomáticas de nuestras carencias internas pueden ser las manifestaciones de rechazo, desprecio o repugnancia de las que hacemos alarde.

Cuando cursaba el último semestre del bachillerato, presté el servicio social en la Secretaría de Relaciones Exteriores; mi jefa, una mujer de 40 años, bajita y con cojera de una polio infantil mal atendida, era brillante y encantadora, llena de una vitalidad que daban ganas de estar con ella para que su entusiasmo hiciera contagio.

La oficina contigua a la de mi jefa la ocupaba una mujer de la misma edad, ella era la pulcritud con bolso y zapatos a tono, de cuerpo atlético, demasiado magra pero con unas pantorrillas que embelesaban. Y era insoportable. Llegaba cada mañana a montar un tinglado que consistía en un cojín para no sentarse directamente sobre el forro de la silla pues juraba que se la cambiaban por la noche y le provocaba asco posar el culo donde otros lo hubieran posado, un dispensador de gel antibacteriano, un purificador de aire y, en invierno, agregaba al kit antihumanos un cubre bocas para no contagiarse de las gripes estacionales.

Una compañera del bachillerato —que hacía su servicio social con ella— y yo, no tardamos en apodarla la estrecha.

Cuando terminamos el periodo de servicio, nuestras respectivas jefas debían evaluarnos y escribir unas notas de recomendación.

La mía tuvo la generosidad de agregar a la evaluación —clara, sencilla, bien redactada— una carta personal llena de gratitud y deseos cariñosos que remataba con un único consejo: hazlo todo con honestidad.

La que recibió mi compañera era una monserga, una especie de escritura críptica y dura para decirle, básicamente, que tenía que mejorar su capacidad organizativa. Un fardo, no exagero, casi ininteligible.

Éramos casi unas adolescentes, coño, no hacía falta más que un poco de cercanía, de ligereza, alguna palabra verdadera. ¿Qué perdía la estrecha con permitirse un gesto amable? Mi compañera comparó su carta con la mía y me dijo: le doy hueva.

Nos miramos resignadas y luego tuvimos un ataque de risa.

Me parece que la conclusión de esa chica preparatoriana, describe con absoluta precisión una línea editorial que se mantiene en sus trece: la de los escritores (y medios) a los que los lectores les damos hueva.

Esos encumbrados expertos que leen únicamente a otros encumbrados expertos, que escriben sólo por y para ellos y que desprecian a quien no decodifique sus códigos con una cerrazón quisquillosa y hasta colérica. Y más que una imagen soberbia, es una imagen triste pues se confinan al despoblado pabellón donde se admiran entre cuatro o cinco ciegos monumentales.

Y es, además de triste, un páramo infértil porque los lectores también salimos perdiendo: cómo drenan el entusiasmo esos textos escritos desde el respingo, desde la rigidez académica, desde el cubre bocas intelectual.

Es una pena cuando la chispa de la curiosidad nos hace comprar un libro o dar clic a una liga para encontrarnos con un contenido que nos pone cara de asco, que nos dice no estás a mi altura y hazte para allá.

La buena noticia es que el gozo vital se multiplica a sí mismo, que el placer y la vida siempre encuentran por dónde: a pesar de purificadores de aire, desprecios intelectuales y geles antibacterianos.

 

@AlmaDeliaMC

Lamentaciones Premium

sábado, julio 30th, 2016
Diana va a resolver esa suma, decía la maestra y yo quería llorar… una vez casi me hago la desmayada para no ponerme delante del pizarrón. Foto: ellamentonovieneacuento.com

Diana va a resolver esa suma, decía la maestra y yo quería llorar… una vez casi me hago la desmayada para no ponerme delante del pizarrón. Foto: ellamentonovieneacuento.com

Me gustaría tener un cerebro de esos que entienden los números, las unidades, las fracciones. Me gustaría creer eso de que las matemáticas son hermosas y mágicas y que el universo empezó con un tres que apareció después de un dos, después de un uno. Pero no. A mí nunca se me dieron los números, nunca.

De pequeña tenía miedo de la palabra “aritmética”, en serio. Recuerdo que hasta el cuaderno de cuadrícula que era el que se usaba para las operaciones me ponía ansiosa y me paralizaba cuando oía mi nombre para pasar al pizarrón a resolver un ejercicio.

Diana va a resolver esa suma, decía la maestra y yo quería llorar… una vez casi me hago la desmayada para no ponerme delante del pizarrón.

Entré a trabajar a este lugar porque cuando terminé el bachillerato decidí que quería ser pintora, diseñadora gráfica o diseñadora de modas, cualquier cosa en la que nunca más tuviera que calcular una maldita cuenta, donde multiplicar, dividir, calcular raíces cuadradas y todas esas torturas no fueran parte de mi vida. Pero al final no me hice pintora porque empecé a ganar buen dinero de las comisiones y me acostumbré a esto. Conocí a Mario, nos enamoramos y ahora vivimos juntos. No queremos tener hijos pero queremos hacer muchos viajes, estamos ahorrando para eso.

Voy a cumplir cuatro años trabajando para esta marca. Vendemos bolsos y zapatos de piel. Caros, carísimos. El par más barato cuesta seis mil pesos. Claro, todo es de piel auténtica, de materiales increíblemente suaves y bueno, siempre hay clientes para esto.

Tengo una clienta favorita. Está loca pero nos caemos bien, se nota que a ella tampoco se le dieron los números nunca. Yo soy buena para tratar con la gente, me gusta conversar con ellos, ponerles atención. Quisieron ascenderme al puesto de cajera pero no doy una con las cuentas, y eso que me entrenaron, me pusieron a practicar pero lo arruiné, en las prácticas faltaba o sobraba dinero, me perdía con las formas de pago, que si meses sin intereses, puntos oro o puntos back, bueno, hasta para separar los billetes por denominación me hacía bolas. Prefiero seguir de vendedora.

La señora loca (así le digo en secreto) es mi favorita porque viene dos o tres veces por mes, se sienta en el diván y empieza a quejarse de su marido. Que si está muy gordo, que si la aburre, que si trabaja como zombi y se olvida de ella.

Habla de él sin parar mientras se prueba toda la colección y al final escoge dos pares, a veces se lleva el mismo modelo en dos colores. Compra como una descocada y yo sigo encabezando la lista como vendedora estrella.

Cuando se cansa de hablar del marido, repasa los temas nacionales. Se queja de la contaminación ambiental, de los políticos, de la corrupción, de lo mal que funcionan aquí las cosas y lo bien que funcionan en los países que ella visita en sus vacaciones… Ahí empieza con las bolsas, las gafas y los cinturones, es el momento de los accesorios.

Hace unos días vino con los ojos rojos y muy hinchados, como de haber llorado toda la noche. Pensé en preguntarle si había peleado con su marido pero no tuve que hacerlo, se descosió hablando de la muerte del gorila Bantú y de la hembra de rinoceronte que también murió en el zoológico, de todos los animales que han muerto desde que los liberaron del circo. Dijo que el problema, como siempre, era de dinero. Que no se destinaba presupuesto para cuidar de los animalitos (dijo “animalitos” y yo pensé que es raro referirse a un gorila en diminutivo) y que el gobierno debía gastar más recursos en eso. Poco a poco se fue calmando y con su cosecha del día, como ella le llama, se puso de mejor ánimo y hasta me dio un abrazo porque ese día andaba muy conmovida. Me quedé preocupada porque aquí vendemos zapatos de piel de cerdo, de vaca, de cabra, de borrego ¿y si le entra la depresión cuando piense en esos animalitos y deja de comprar?

Esta mañana revisamos el historial de compras de los Clientes Oro para invitarlos a una venta especial, obviamente ella está incluida, en lo que va del año ha comprado treinta y seis pares, once bolsas y dos carteras. Llevo una hora calculando lo que se podría hacer con ese dinero pero me hago bolas. Es que soy mala con los números, les digo.

@AlmaDeliaMC

Un mundo raro

sábado, julio 23rd, 2016
 busqué la foto y con una pluma Bic le destrocé los ojos, le puse cuernos, le dibujé una dentadura ruinosa y la dejé convertida en una calamidad, parecía la caricatura de una adicta a las metanfetaminas. Foto: Archivo Alma Delia Murillo

busqué la foto y con una pluma Bic le destrocé los ojos, le puse cuernos, le dibujé una dentadura ruinosa y la dejé convertida en una calamidad, parecía la caricatura de una adicta a las metanfetaminas. Foto: Archivo Alma Delia Murillo

Les diré que llegué de un mundo raro, que no sé del dolor,

que triunfé en el amor y que nunca he llorado.

—José Alfredo Jiménez

 

Hay corazones que se rompen con más belleza que otros.

Una vez vi romperse el corazón de mi madre como quien presencia un happening. Aquello fue una obra de arte.

La de la foto es ella. Esa mujer hecha de pérdidas, de alegría, de dolores y de una resistencia sobrehumana se enamoró perdidamente de un tal Enrique cuando yo tenía siete años. Mi alma infantil se sintió traicionada por primera vez en la vida. Cómo dolía, sentía que me quemaba. Mis hermanos grandes simplemente lo dejaron pasar, o tal vez también les dolía pero estaban muy ocupados creciendo como para manifestar el tamaño y la forma de su herida.

Pero yo, de espíritu terco y ridículamente exacerbado desde entonces, elucubré una venganza.

Había una foto como la que ilustra este texto en el cajón del tocador de mi madre, amplificada de un paquetito de esas fotografías “tamaño infantil” que recién se había hecho para no sé qué menesteres burocráticos.

Una tarde hice algo terrible. Un recurrente caos de esos que atravesaban a mi familia un día sí y otro también, provocó que me quedara sola en casa. Mis hermanos estaban fuera y mientras mi madre trabajaba (días, noches y madrugadas) para alimentar ocho bocas insaciables, busqué la foto y con una pluma Bic le destrocé los ojos, le puse cuernos, le dibujé una dentadura ruinosa y la dejé convertida en una calamidad, parecía la caricatura de una adicta a las metanfetaminas grafiteada en el baño de una escuela pública.

No conforme con el daño, necesité exhibirlo. Así que me aseguré de colocar cuidadosamente la foto, apoyándola sobre el espejo del tocador para que la vergüenza pública surtiera efecto.

Contaba los días, loca porque aquella lección hiciera desistir a mi madre de su amorío. Pero es que ella tenía treinta y ocho años, exactamente los que tengo yo ahora.

Vivía separada de mi padre desde no podía recordar cuándo, agotada hasta la infamia de laborar jornadas inauditas pero —por Fortuna— su alma era capaz de enamorarse.

Recuerdo que en aquellos días le brillaban la piel y los ojos, se volvía blanda, risueña, a ratos desesperada. Yo simplemente no lo comprendía.

Lo que pasaba era que yo, aunque veía películas románticas y leía relatos de cortejos y pasiones vencedoras, tenía la firme convicción de que el amor no era para mi madre. Cualquiera podría andar en esos idilios y arrebatos pero no ella. Ella pertenecía a otro mundo, uno donde no había necesidad de eso. Un mundo raro.

Cuando encontraron la evidencia de mi delito, negué con todas mis fuerzas, haciendo gala de mi temperamento de delincuente juvenil. No había sido yo. No, no y no.

Los tórtolos siguieron con lo suyo hasta que ocurrió lo inevitable. El amor jugó chueco, la historia terminó. Entonces, una noche, mientras los críos dormíamos en las habitaciones de arriba, escuché que ella aún seguía abajo, murmurando algo. Me levanté, supuse que Enrique habría vuelto y me puse a espiarla. No. Estaba sola, arrebujada en el sillón, tapada con un gabán gris de flecos blancos, cantando bajito. Con el corazón roto.

Regresé a la cama. Yo tampoco pude dormir. Ella no pertenecía a ese mundo raro sin vínculos y amores que yo había imaginado. Mi madre no era sólo mi madre, era alguien capaz de enamorarse. A saber qué palabras usé para explicármelo, pero lo hice. Nunca volví a mirarla igual, ella no era sólo una mamá, era otra cosa más grande y más compleja.

Hace un par de semanas, mientras festejábamos sus setenta, con un par de tequilas encima me confesó que, si pudiera, volvería a vivir aquello. Qué bonito es el amor, me dijo. Yo confesé lo de la foto: sí fui yo, le dije. Nos reímos a carcajadas.

Qué suerte, pensé, que nuestro mundo es ordinario, tan cotidiano y cómodo que aquí todo cabe: hasta el amor.

@AlmaDeliaMC

Belleza salvaje

sábado, julio 16th, 2016
Foto: Flickr de Jean-Paul Remy

Foto: Flickr de Jean-Paul Remy

Tú no lo sabías pero tu cuerpo no era tuyo. Tu rostro de niña tampoco.

Tú no lo sabías, pero esa sonrisa única y esas cejas portentosas iban a desparecer porque eras la infantil promesa de una belleza salvaje.

Madonna cantaba “Like A Virgin” y había que parecerse a ella, algún día. O a Michelle Pfeiffer. O a Brooke Shields. ¿Pero cómo ibas a lograr semejante milagro si habías nacido latina, bajita, caderona, toda cejas, bigote y pelo negro?

Tu adolescente y recién nacida conciencia occidental se horrorizaba con las notas de National Geographic donde contaban que a las niñas africanas y orientales les perforaban los labios, les tatuaban las manos, les practicaban ablaciones del clítoris.

Te dolió más la sangre de la primera vez que te depilaste el bigote con cera que la sangre de tu primera menstruación. Tú no lo sabías pero te dolería más la primera vez que alguien insistiera en que debías dejar de comer que el primer apretón que el dentista le dio a tus brackets. Te corrigieron la mordida, eso dijeron.  Pero era lo de menos, tú sólo querías tener una sonrisa estándar, graciosa, con dientes blancos y parejos que aparecieran en primer plano en tus fotografías.

Te llevaron al nutriólogo, al gimnasio, insistieron en que debías perder peso. Lo intentaste todo. Hasta que un día lo lograste, por fin estabas flaca.

Inventaste tu propia dieta a base de café, chicles de menta y cigarros. Funcionaba.

Tampoco ibas a rendirte con esos pelos indeseables. La cera caliente quemaba, la máquina de afeitar daba tirones, las navajitas de rasurar a veces cortaban… entonces descubriste la electrolisis. Una aguja entrando en cada folículo de tus vellos no debía doler tanto, podrías resistirlo. Funcionó.

También funcionó la dieta que hiciste bebiendo jugos frutales durante un mes antes de tu boda para que el vestido te quedara perfecto. Tú no lo sabías, pero pronto volverían los kilos tan pesados como el tedio de tu vida de pareja y tras el divorcio, se irían de nuevo. La esofagitis no se fue; tantos años bajo el régimen de café, cigarro, jugos gástricos y desencanto matrimonial dejaron su huella permanente.

Un día les mentiste a tus hijos, dijiste que ibas al gastroenterólogo pero fuiste a probarte los implantes mamarios de la cirugía estética que estabas programando.

Tú no lo sabías, pero experimentarías un dolor que ni el del parto. Tus pezones removidos y vueltos a colocar tensaban la piel y las costuras supuraban. Cómo dolía, carajo. Las primeras semanas respirar era el infierno.

La inflamación tardó medio año en ceder y tuviste que someterte a masajes insoportables durante seis meses. Cicatrizaste mal. Te resignaste a esas marcas oscuras que se expanden bajo tus senos. Los implantes te provocaron dolores de espalda que el ortopedista llamó crónicos. Pero es que tú no lo sabías cuando te imaginaste con tus tetas nuevas metidas en aquel vestido negro matador que llevaba un año esperando en tu clóset.

Kim Kardashian. Ahora había que parecerse a ella. Ya no a Michelle Pfeiffer.

Es que la belleza no da tregua. Pero eso tú no lo sabías.

Luego el infierno se abrió bajo tus pies: desajuste hormonal. Pasabas los cuarenta años y volvías a ser gorda aunque sólo comieras pollo hervido y lechugas. Qué injusto. No. No ibas a permitirlo.

Vinieron las sesiones de cavitación, esas que prometían eliminar la grasa abdominal con ultrasonido local y que te dejaban llena de dolorosos moretes, pero con menos centímetros. Y también con menos dinero. Saturaste tus tarjetas de crédito hasta que reventaron.

Volviste a las dietas pero no podías sostenerlas más de una o dos semanas cuando ya estabas tirada en el piso de la cocina devorando panes, chocolates, metiéndote a puños las papas fritas en la boca, resoplando como un jabalí. Muerta de ansiedad. Muerta de hambre. Muerta de vergüenza. Tú. A tu edad. Haciendo eso.

La persecución salvaje volvería a dar un giro: ahora había que parecerse a Chloë Moretz y a Selena Gomez pero ¿cómo vas a lograr semejante milagro si una tiene diecinueve años y la otra veintitrés? Tú estás ya muy cerca de cumplir cincuenta. Y es cada vez más difícil huir de la caza.

Piensas en tu carita de cejas portentosas y tu sonrisa imperfecta, ahora las extrañas. Ahora no importa. Corre, no has probado las inyecciones de células madre ni el bótox ni el antiaging, tal vez funcionen. Corre, que la belleza no da tregua. Pero eso tú no lo sabías. Corre.

@AlmaDeliaMC

La otra música

sábado, julio 9th, 2016
Montreal es una de esas ciudades Babel donde se mezclan todas las razas y todas las lenguas. Foto: grandquebec

Montreal es una de esas ciudades Babel donde se mezclan todas las razas y todas las lenguas. Foto: grandquebec

Subía trotando a buen ritmo por el parque Mont- Royal, con media sonrisa pintada en la cara y las primeras gotas saladas en la espalda. En mis audífonos sonaba Iggy Pop que siempre me pone de buen humor I’m a passenger and I ride and I ride… Iba pensando que la sombra de los árboles tiene que ser el paraíso, la tierra prometida, el templo de los dioses, todo.

Y en lo que duran dos zancadas, no sé cómo, apareció delante de mí un hombre que también corría. Resulta divertido deducir la edad, imaginar el rostro, suponer el frente de alguien cuando lo vemos de espaldas. Tendría poco más de cuarenta años y era bajito, me pareció que encajaba bien en el fenotipo oriental, trotaba con pasos cortitos y casi no movía los brazos.

Montreal es una de esas ciudades Babel donde se mezclan todas las razas y todas las lenguas. Si levantas la cabeza hay cuervos y gaviotas planeando en un cielo azulísimo y si miras delante o detrás te encuentras lo mismo con un mulato que con un pelirrojo, un pálido cercano a la transparencia o un asiático de pelo tan negro que parece violeta. Así que, supuse, mi desconocido compañero de trote tendría que ser, por ejemplo, coreano, los destellos purpúreos de su media melena eran un buen dato.

Los dos mantuvimos el ritmo durante un par de kilómetros, sus pasitos breves pero rápidos marcaban la pauta delante de mí. De pronto, se detuvo. Yo también me detuve, me tardé en reaccionar y hacer lo que tocaba que era seguir corriendo porque apenas paró, dio un tirón al cable de sus audífonos para quitárselos de los oídos y empezó a sacudirse, agachó la cabeza. ¿Lloraba?

Lloraba. A la izquierda del camino había una estación de bicicletas y una banca que le sirvieron de refugio. Se sentó ahí, flexionó el torso hacia adelante y lloró.

Seguí trotando de cualquier manera, creo que más despacio, o creo que más rápido. Perturbadísima. Sintiendo que espiaba, que presenciaba algo impropio, que debí preguntarle si estaba bien, que no sé.

Llegué a Montreal, creo, como parte de la culminación de un largo proceso de duelo. Porque luego de años de desmontar un nido que al final no fue nido, en mi alma quedó una certeza indestructible: el duelo sin música, sería un error. (Parafraseando, que es gerundio)

Pasé tantas noches —como muchos de ustedes— oyendo canciones y llorando, depurando un ciclo, despidiéndome de una yo que sonaba de un modo distinto a como sueno ahora.

No es nuevo hablar de la música y las emociones que provoca: su retumbar en el sistema límbico, su alterar la respiración y el ritmo cardíaco, su poder catártico.

No iré tan lejos como el vapuleado Tomatis que aseveró la existencia del efecto Mozart que se supone hace a las personas más inteligentes, pero sí puedo decir que José Alfredo exorciza las penas de amor lo mismo que Miles Davis y que tanto llorar con Caetano Veloso como bailar con Lee Morgan, aligera el alma.

El pianista James Rhodes asegura que Bach le salvó la vida en su libro Instrumental, Memorias de Música, Medicina y Locura (Blackie Books, 2015). Y yo creo que, si se lo permitimos, la música podría salvarnos de las separaciones, de la frustración, de la insensibilidad, de todo —de acuerdo, tal vez del mal sexo no nos salve—

Desde hace años, Montreal me llamaba por el festival de jazz que es, sí, una maravilla que reconcilia con la humanidad; pero así como tiene una ciudad subterránea, tiene otra música subyacente. La de los diferentes que se unen y que, para unirse, también han tenido que separarse, dejar lo que antes eran, sus países, sus familias, sus primeros amores. Una puede olfatear la armonía y la vitalidad en las calles pero también la nostalgia de todos los que se fueron de algún lado —o de alguna persona— para llegar hasta ahí.

Pienso en mi música interior, esa playlist integrada que todos tenemos, desde “pajaritos a volar” que me conmueve porque de pequeña me la cantaba mi madre hasta el concierto de Chick Corea que escuché hace una semana y no dejo de preguntarme si el hombre oriental lloraba por la música que oía.

Al siguiente día subí trotando por el mismo sendero, tenía la secreta esperanza de volver a verlo pero no, era una mañana nueva y todos lucían eufóricos, hasta las ardillas. Tal vez, y sólo tal vez, en su reproductor interior sonaba James Brown. O yo qué sé pero get up, get on up, stay on the scene porque like a sex machine, la vida empuja. Y baila. Y canta.

@AlmaDeliaMC

¿Es necesaria la vergüenza?

sábado, julio 2nd, 2016
¿Por qué lo hacemos? ¿en qué pensamos cuando lo hacemos? ¿qué sentimos? ¿de qué estamos enfermos?Foto: busquedactualidad.wordpress.com

¿Por qué lo hacemos? ¿en qué pensamos cuando lo hacemos? ¿qué sentimos? ¿de qué estamos enfermos?Foto: busquedactualidad.wordpress.com

Estamos atrapados, lo que es una buena noticia, en el fondo.

Porque alguien (o muchos) poco a poco o tal vez de golpe y porrazo, intentaremos buscar una salida y abandonaremos la legión de jueces fanáticos que hoy conformamos. Sólo así se aflojará ese tejido poderoso y asfixiante que hemos hilado con pegajosas hebras de lo peor de nosotros mismos.

La semana pasada crucificamos a Lydia Cumming, una joven de veinticuatro años, ex empleada de Tv Azteca Puebla, ahora de por vida rebautizada como Lady Reportera y exhibida en redes sociales con comentarios, memes, chistes y juicios que van desde lo infantil hasta lo melodramático y lo bíblico, porque aceptó que dos personas la cargaran para trasladarla un par de metros sobre el piso inundado por las lluvias torrenciales en una colonia popular en Puebla. Incluso marcas como Cinemex, desde su cuenta oficial de Twitter, se sumaron a la fiesta haciendo montajes para caricaturizar a Lydia Cumming incorporándola en imágenes de películas. Si eso no es una conducta poco ética como empresa, entonces no sé.

No nos detuvimos a pensar si era importante o no, si era la batalla fundamental que había que dar en ese momento, simplemente nos sumamos a lo que de manera frívola y simpática denominamos el “tren del mame”. Por encima de cualquier otra noticia simultánea: pasando por el Brexit, el conflicto de la CNTE y hasta la visita de Enrique Peña Nieto a Canadá; el asunto de Lady reportera arrasó y se convirtió en el mono tema que los usuarios de las redes sociales perseguimos durante 9 o 10 horas los pasados días 28 y 29 de junio.

Esa cosa que nombramos tren del mame puede ser muy poderosa como arma de destrucción masiva o como llamado colectivo para la transformación positiva, pero lo cierto es que lentamente se ha ido cargando hacia un lado de la balanza: los mexicanos la usamos para destruir y linchar antes que para procurar cambios en beneficio de la mayoría.

Creo que les he hablado de un libro que escribió Jennifer Jacquet a principios de este año, en el texto hace un análisis agudo de la vergüenza pública como un elemento clave para conseguir avances colectivos y lo documenta con transformaciones históricas a partir de la exposición, la culpa y la vergüenza que sintieron quienes le debían una conducta más ética y menos egoísta a la sociedad: corporativos y cadenas comerciales que dañan el medio ambiente, políticos, etcétera.

Is Shame Necessary? New Uses for an Old Tool. (Penguin Random House, 2016) se titula el texto al que me refiero y que podríamos traducir como ¿Es necesaria la vergüenza? Nuevos usos para una antigua herramienta.

Jacquet parte de una premisa basal: “Una audiencia es pre-requisito para la vergüenza, incluso si esa audiencia es imaginaria o virtual (…)”

Pero hablemos de la audiencia digital mexicana. Según la AMIPCI (Asociación Mexicana de Internet) en el estudio que publica anualmente sobre los hábitos de los usuarios de la red, en este país somos más de 65 millones quienes nos conectamos a internet durante más de 7 horas diarias, el 92% tenemos cuentas en las redes sociales (en promedio 5 redes sociales por persona), desde luego Facebook con 60 millones de usuarios y Twitter con más de 35 millones son las plataformas líderes a las que los internautas mexicanos les dedicamos casi una jornada laboral completa. Qué audiencia tan potente, carajo. Una audiencia que además es interactiva, que, como nunca antes se había visto, genera la noticia que luego retransmiten en los medios tradicionales como la televisión y la radio. Es alucinante si imaginamos todo lo que podríamos hacer con ello. Y aterrador ver lo que estamos haciendo.

Se nos acabó la fiesta de Lady Reportera, a quien, por cierto, echaron del empleo y quien subió un video a YouTube donde nos ofrece una disculpa por haber aceptado que la cargaran. Sí, Lydia Cumming se disculpa con nosotros, con todos nosotros. No sé ustedes pero yo me siento incómoda al pensar que esa chica de veinticuatro años no me debe a mí (que no la cargué, que no me ofendió y que probablemente soy responsable de que perdiera su empleo) una disculpa.

Sin embargo, ahora mismo —es viernes pero empiezo a sospechar que el asunto no hará más que cambiar de nombre si se asoman cualquier día de la semana— ya hay un “Lady Mancera” para referirse al Jefe de Gobierno, ese sí, funcionario público y con responsabilidades de uso del presupuesto de todos nosotros. La línea es delgada pero peligrosa, ¿qué tan inteligente es equiparar una cosa con la otra? ¿perseguirnos entre nosotros por cualquier error y luego perseguir a políticos y funcionarios públicos como si todos fuéramos trofeos de la misma guerra? ¿no será que simplemente vamos con las fauces bien dispuestas tras cualquier carnada que ese monstruo babeante y descomunal llamado tren del mame nos pone delante?

No puedo más que preguntarme ¿por qué lo hacemos? ¿en qué pensamos cuando lo hacemos? ¿qué sentimos? ¿de qué estamos enfermos?

Es descorazonador lo que hemos mostrado ahora que podemos atacar en manada, bajo el doble anonimato de la masa digital y desde la comodidad del ámbito privado.

Insisto, estamos atrapados y la amenaza de asfixia está ahí, latente, cotidiana y lista para convertirse en la pesadilla de cualquiera de nosotros ahora que nos hemos convertido en una red de policías sin rostro, sin criterio ni códigos de ética pero con un teléfono celular que blandiremos contra toda causa a la que seamos llamados.

@AlmaDeliaMC

Yo, chaira

sábado, junio 25th, 2016
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Por toda respuesta me entregué al asombro del incauto. Foto: Alberto Alcocer/ @beco / b3co.com

Encontrábame tonteando en mi cuenta de Twitter —¿qué más se puede hacer en ese congal?— cómodamente combativa y cuestionando desde el trino digital lo ocurrido recientemente en el estado de Oaxaca, cuando un paisano tuitero que pasaba por ahí, apresuróse a adjetivar mi sesuda pendejada en ciento cuarenta caracteres como “chairismo puro”.

Yo, ni tarda ni perezosa y muy dispuesta a la procrastinación (para qué negarlo) solicité a mi interlocutor que me sacara de la espesa ignorancia en la que vivo y explicara con profundidad el concepto Chairismo.
El compañero se negó en redondo pero como yo realmente quería saber de qué iba la cosa, me empeñé en encontrar el fondo del concepto y, luego de iluminadoras lecturas en la red, hube de hacer mi propia definición.

Chairismo (masculino, de uso extendido en México)
Dícese del sesgo político tendiente a la izquierda, fuertemente inclinado a creer en teorías de conspiración, claramente orientado a la rebeldía y la queja, escandalosamente partidario de todas las formas alternativas del amor tales como el homosexualismo, pansexualismo y hasta el matrimonio igualitario; tendencialmente ateo y criminalmente a favor de la legalización del aborto y el consumo de drogas. Llegado a niveles radicales, será defensor irracional de la divina trinidad conformada por Karl Marx, Carmen Aristegui y Andrés Manuel López Obrador. Conmovido simpatizante del ex presidente de Uruguay, José Mújica. Marchista consistente u ocasional. Malhablado. Estudiante regular, irregular o retirado de las carreras de Sociología, Derecho, Economía, Artes (todas las malditas artes), Filosofía, Periodismo y Comunicación. Poco elegante.

Me quedé sin aliento. Por toda respuesta me entregué al asombro del incauto que se reconoce palmo a palmo en la descripción de su signo zodiacal, pues salvo un par de detalles como el de la adoración a la señora Aristegui a quien respeto pero no me persignaré frente a su imagen y la defensa irracional de López Obrador a quien le encuentro más motivos para criticar que para defender; en lo demás me identifico.

Si entendí bien, el Chairismo es una suerte de reminiscencias del Socialismo, Progresismo, Liberalismo, ingenuidad y neurosis amalgamados en algo así como la cocina fusión pero no tan chic porque los chairos no tenemos buen gusto ni somos trendsetter, somos más bien rasposos.

Una vez recuperada del asombro, me puse a pensar en los movimientos chairos de la historia y no sé, terminé sintiendo un estúpido orgullo de alcance universal. Porque muchos cambios los debemos agradecer a esta actividad revoltosa que se origina en la inconformidad y el impulso de pelear para conseguir que se transforme el statu quo generalmente favorecedor de unos pocos.

Por ejemplo, seguro que los indios, a pesar de todo, están de lo más agradecidos con Gandhi, el chairo pacífico que apostó su vida para convertir a la India en una república independiente.

Agradecemos también a las chairas que pelearon para que las mujeres pudiéramos ejercer el voto y a los chairos proletarios que nos dieron derechos laborales, seguro médico, reparto de utilidades, vacaciones pagadas y tantos otros beneficios del Godinismo (concepto importantísimo pero que no es objeto de este agudo análisis y al que dedicaremos un ensayo posterior).

Es más, queridos lectores, es probable que le deban a algún chairo que en su colonia aún queden parques, árboles, alumbrado público y que el agua potable llegue regularmente a su casa.

Pero no todo es orgullo y felicidad, desde luego, si los feroces detractores del Chairismo acusan, principalmente, de incongruencia a sus miembros, es en parte porque tienen razón y en parte porque para atacar a quien piensa diferente cualquier pretexto es bueno, que para algo somos seres humanos.

Que Karl Marx no mantenía a su esposa ni a sus hijos porque se la pasaba haraganeando y escribiendo el Manifiesto del Partido Comunista con su compadre Engels; pues sí, muy mal, pero oiga usted, Marx no pregonaba sobre la buena paternidad ni sobre cómo ser un excelente proveedor y esposo, ¿dónde está la incongruencia? ¿Mal padre? seguro que lo fue pero ¿mal chairo? no veo por qué.

Que el PRD es un partido basura, conformado por ególatras, rastreros, supuestamente militantes de la izquierda pero que babean ante cualquier fajo de billetes … no, pos sí, ni cómo defenderlos. Malos chairos, mal partido, pésimos funcionarios públicos.

Que yo, aunque leí El Capital, me gasto el ídem en frivolidades … no, pos también, ni cómo defenderme. Mala chaira, mala persona y peor estratega financiera.

Que el chairo Miguel Hidalgo y Costilla, era agitador pero también religioso … eso sí está raro pero se le agradecen los esfuerzos independentistas.

Lo que digo, chairos o no chairos, es que la historia de este mundo sería infinitamente más jodida (tal vez no tendríamos ni los derechos humanos elementales) si no fuera por el gremio de inconformes que, generación tras generación y momento histórico tras momento histórico, ha señalado, peleado y apostado su vida para recordarles a los poderosos que no pueden hacer lo que les venga en gana olvidando que hay un tejido social al que perjudican brutalmente cuando toman decisiones elitistas o totalitarias.

¿O habría que dejarse pastorear, tranquilamente, por caudillos, jefes máximos, dictadores, partidos políticos corruptos, gobernadores ladrones y empresarios con fiebre de grandeza?

Y a propósito de fiebres, vuelvo a las teorías de conspiración, ¿ya notaron que las palabras Brexit y Oaxaca comparten, sospechosamente, la letra x? ¿y si son distractoras una de la otra para alterar los algoritmos de tendencias digitales?

Me río a carcajada batiente, camaradas, si este texto sirvió al menos para eso, ya gané aunque no haya hecho la más mínima aportación a los brillantes analistas del Chairismo. Y me despido con un clásico chairo: libertad, igualdad, fraternidad.

Un viernes con el enemigo

sábado, junio 18th, 2016
No está de más atreverse a probar el caldo de nuestra maldad para enterarnos de qué carajos estamos hechos. Foto: Pinterest / Fotógrafo Felix Velvet

No está de más atreverse a probar el caldo de nuestra maldad para enterarnos de qué carajos estamos hechos. Foto: Pinterest / Fotógrafo Felix Velvet

El café se enfrió y las lágrimas se calentaron en algún lugar del pecho.

El cerebro es una cosa rara, justo dos minutos antes repetía en algún rincón de mis conexiones neuronales el estribillo de una canción a ritmo de son: “Ay, me muero, sin tu veneno, me muero yo” Y eso me llevó a pensar en algo que escuché hará cosa de diez años: las parejas que no pelean, están desahuciadas.

Era viernes, la pelea había sido memorable. Yo dije cosas horribles, deliberadamente hirientes, él respondió dando un puñetazo a la pared. Todos los pleitos de pareja parecen ser la misma historia, con el mismo clímax, y muy probablemente, con el mismo desenlace. Pero eso no lo sabes cuando estás ahí, sintiendo una explosión de furia que te revienta los huesos y te ennegrece el alma.

La batalla se había desatado —perdonen la falta de originalidad— porque su ex mujer me odiaba. Ellos seguían siendo amigos y también amigos de los amigos de un gremio tan extendido como apegado, así que el contacto con mi predecesora era constante y ella no dejaba pasar la más flaca oportunidad de manifestarme su desaprobación o de exhibir su superioridad sobre mí haciendo comentarios públicos para descalificarme.

Me eligió de enemiga y congregó a todo el que quisiera tomar partido por ella, es decir que hizo lo típico. Lo que hacemos todos a los que nos corre sangre por las venas: aferrarnos con uñas y dientes para que el entorno no cambie, para que nuestros vínculos permanezcan inalterables y los de quienes nos rodean también, para proteger con nuestra más pura irracionalidad aquello que amenaza contra el mundo conocido, sobre todo el de la identidad emocional.

Yo (él, ella, ellos) estábamos viviendo una historia infinitamente repetida. El problema, insisto, es que en la biblia no nos dicen qué cabronadas hizo el ex de Eva ni la ex de Adán cuando esos dos recibieron el título de la pareja del momento y ahora todos pensamos que somos los conquistadores originales de cualquier territorio o ser humano al que llegamos. A ver si alguien habla con los editores porque a ese libro —peligrosamente fundante, para colmo— le urgen un montón de ajustes, incluso más que al de Freud. En fin.

Tras el puñetazo en la pared vino un azotón de puerta y él se fue un par de días. Yo me quedé rumiando mi resentimiento, mis ganas de lastimarlo para devolver la herida de traición que me escocía, mis ganas de ser mala. Recuerdo aquellos días como un pasaje espeso en el que tuve miedo de mí misma, un túnel oscuro en el que fui capaz de concebir las venganzas más atroces. No ejecuté ninguna, desde luego. Pero la sola posibilidad de asomarme a mi lado torcido, me hacía sentir culpable.

Entonces ocurrió algo extraño (niños menores: no lo intenten en casa), tanto darle rienda suelta a mi lado cruel y a mi furia imaginando revanchas terribles y pensando mal de él, ella, nosotros, ustedes y ellos; me fue limpiando hasta que me hizo sentir realmente mejor, al punto que de pronto me iluminé y comprendí que sólo formábamos parte de un laberinto de espejos. Que todos éramos el reflejo de la carencia del otro, de la otra; que todos proyectábamos y veíamos en el de enfrente, el de al lado, la de atrás, aquellas piezas mal acomodadas de nosotros mismos.

Recuerdo también que tuve un vago pensamiento que en ese momento no me permití abrazar por estar en el centro del desencuentro pero ahora lo hago.

Pensé: tengo el honor de ser tu enemiga.

Hay mucho ahí, ser el enemigo de alguien es tremendamente valioso porque el otro nos elige y nos pone, queriendo o sin querer, en un lugar importante en su proceso de transformación.

Juro que no estoy en drogas, sólo intento transmitirles lo que pienso. Ha de ser que voy por el cuarto café o que el estribillo de la canción del veneno está colonizando otros pasajes neuronales del inquilino que llevo por cerebro. No sé.

El caso es que se nos va la vida queriendo ser buenos, al menos a la mayoría, creyendo en dioses, leyes, madres y padres, escuelas, caricaturas y publicidad que nos inducen a ser buenos. Y me parece que a veces hay que permitirse ser malo, asomarse a esa grieta profunda, darle forma al pensamiento de lo que odiamos, de lo que no soportamos; hay tantos mensajes personalizados en ello, tanta identidad por recoger y recuperar desde ahí, que nos perdemos de la mitad de nosotros mismos negándole la mirada a ese yo feo, perverso y jorobado del espejo.

No está de más atreverse a probar el caldo de nuestra maldad para enterarnos de qué carajos estamos hechos. Es lo que creo hoy, que también es viernes y que he sido un poquito mala. Pero ya me siento mejor.

@AlmaDeliaMC

 

Súbale al progreso, lleva lugares

sábado, junio 11th, 2016
En el microbús me convertí en una verdadera luchadora urbana. Aprendí a ser una gladiadora chilanga porque, efectivamente, ese “súbale, lleva lugares” era una sádica broma que le gustaba pregonar al conductor pues en el vehículo nunca cabía un alma pero hallábamos la manera de ensardinarnos o colgarnos de un brazo y dejar el culo y el bolso, mochila o portafolios al aire.  Foto: Alberto Alcocer/ @beco/ b3co.com

En el microbús me convertí en una verdadera luchadora urbana. Aprendí a ser una gladiadora chilanga porque, efectivamente, ese “súbale, lleva lugares” era una sádica broma que le gustaba pregonar al conductor pues en el vehículo nunca cabía un alma pero hallábamos la manera de ensardinarnos o colgarnos de un brazo y dejar el culo y el bolso, mochila o portafolios al aire. Foto: Alberto Alcocer/ @beco/ b3co.com

Figúrense ustedes, ultramodernos y queridos lectores, que mi madre se transportaba a caballo.

Así como lo oyen, en el pueblo de mi progenitora, que estaba muy pinche lejos de la civilización, lo que correspondía era bajar a caballo para tomar un camión y salir hacia Morelia, Michoacán, primer eslabón de acceso a la modernidad en aquel entorno. O hacer caminatas durante días enteros, esa era la otra opción. Y no hace tanto tiempo, hablo de cuarenta y cinco años atrás.

La falta de transporte era un problema serio, tenía implicaciones severas para el desarrollo y para la sobrevivencia de las personas de la comunidad, ante una emergencia médica el pronóstico dictaba una probabilidad de muerte alta: en lo que lograbas treparte al caballo o al burro para bajar al pueblo y llegar a la clínica, te quedabas tieso.

Cuando mi madre, mis hermanos y yo arribamos a la gran capital, descubrimos las terminales de camiones, el Ruta 100, el metro al que yo le tenía miedo pues lo veía tan grandote, rapidote y limpiote como bien adjetiva Chava Flores en su entrañable canción, que no lograba comprender su funcionamiento y temía un choque, una explosión o una descarga eléctrica.

Descubrimos también los legendarios peseros, que se llamaban así no por transportar al fitoplancton y al zooplancton del fondo del mar, sino porque cobraban una tarifa única de un peso. Esos bichos eran una maravilla, llegaban allende las fronteras, como la Coca-Cola, el PRI y la corrupción; no había rincón de esta descomunal ciudad ­—ni del Estado de México— a donde estas pequeñas pero combativas máquinas no lograran entrar para dejar al pasajero, maltrecho y persignándose por haber sobrevivido a la travesía, pero muy cerca de su casa o lugar de trabajo. El pesero mutó en combi y después en microbús; ese carro de guerra del que tanto renegamos y que nuestro Jefe de Gobierno, ha anunciado que está por desaparecer: no más microbuses, esa epidemia chatarrera y malograda llegó a su fin. Ah, el progreso.

Pasaron muchos años antes de que cualquiera de nosotros —mis hermanos o yo— pudiéramos comprar un automóvil propio. Pero he aquí que un día, lo logramos. Y nos convertimos en el 20 por ciento de la población que utiliza el 80 por ciento de las vialidades con su auto propio, dije propio, señores y señoras, con nombre y apellido le llamamos Mi Coche. Ah, el progreso.

Pero antes de que Mi Coche y yo (al que quise tanto como al Platero de la historia de Juan Ramón Jiménez) nos hiciéramos los mejores amigos, yo andaba entre inagotables andenes, vagones, terminales del metro y, sobre todo, incontables microbuses. Y les debo a ellos y solo a ellos, haber estudiado la universidad porque el traslado diario desde el Estado de México hasta Ciudad Universitaria hubiera sido imposible por otra vía.

En el microbús me convertí en una verdadera luchadora urbana. Aprendí a ser una gladiadora chilanga porque, efectivamente, ese “súbale, lleva lugares” era una sádica broma que le gustaba pregonar al conductor pues en el vehículo nunca cabía un alma pero hallábamos la manera de ensardinarnos o colgarnos de un brazo y dejar el culo y el bolso, mochila o portafolios al aire. El único fenómeno parecido al del microbús sardina es el de los tuk-tuk de la India que rompen toda ley física metiendo infinitos cuerpos en un espacio finito.

Conocí el oficio de cacharpas, que consiste en hacer de copiloto, asistente, cobrador, consejero, jefe de seguridad y sanchopanza del conductor.

Aprendí aquello de la cadena de pagos con “le pasa uno, por favor” para depositar en la palma del vecino las monedas y que la transacción avanzara, de mano en mano, hasta llegar a las arcas del chófer. El vuelto por el pasaje seguía la ruta inversa. Una se guardaba su monedas manoseadas, calentitas y valiosísimas en el bolsillo de los jeans, tocaba el timbre para indicar el descenso, invocaba a sus muertos y a sus dioses, comprimía el abdomen, abrazaba la mochila a modo de escudo protector y saltaba como el mejor acróbata de doblajes hollywoodenses. Ah, la sobrevivencia.

Pero con el tiempo, además de Mi Coche, apareció el metrobús, el tren suburbano, Uber y sus congéneres. Ah, de nuevo el progreso.

Y a pesar de tanta evolución, más vale afrontar el hecho de una vez por todas. La movilidad en la Ciudad de México podría colapsar en menos tiempo de lo que suponíamos.

Las matemáticas son simples: somos muchos, el transporte público es insuficiente y no podrá tomar las vialidades hoy destinadas a los ciudadanos de primera —me refiero a los privilegiados dueños de un automóvil— pues no mostramos la menor disposición a rehabilitarnos de la cochedependencia y andamos muy atareados cambiando las placas para que nuestros bienamados automóviles puedan circular más días por semana. Sí, la minoría que poseemos un auto (o a quienes el auto nos posee, insisto) queremos toda la ciudad para nosotros, para el transporte privado.

Es verdad, los microbuses son una plaga sin regulación que ha llenado, como ocurre siempre, el vacío que el sistema oficial deja al no ocuparse del desarrollo de segmentos de la urbe enteros. Es verdad que hace décadas debió ponerse fin al desastre de los microbuses pero hoy, la mitad de los habitantes de la Ciudad de México y el Estado de México sigue trasladándose en ellos, es el segundo medio de transporte público después del metro. ¿Qué alternativas tendrán para llegar a Zona Esmeralda, Santa Fe, Interlomas o a Palmas quienes trabajan ahí? ¿Y el progreso?, ¿se detendrá el progreso que tan rabiosamente hace latir el corazón de los políticos? (¡!)

De caminar por zonas arboladas pensadas para peatones y una ley que regule en serio a la voraz industria automotriz y sus desbocados consumidores a crédito, mejor ni hablamos.

Así las cosas, tal vez convendría ir haciéndose de un caballo, al menos un jamelgo, o una mula bien jaladora —aconsejo cerciorarse de que circule a diario— para acercarse a las terminales del metro y el metrobús, a la puerta de la oficina, del hospital o de la funeraria, por si acaso. ¿Ven cómo todo es volver al origen?

Parece que nuestra ciudad tan grandota —que no rapidota ni limpiota— sigue rebasando las ideas pequeñitas de sus administradores y la capacidad, ínfima, de nosotros sus habitantes, de pensar en colectivo.

@AlmaDeliaMC

Del mazo cavernario al pito posmoderno

sábado, mayo 28th, 2016
 Cuidado, no vaya a resultar que las sofisticadas estrategias subsecuentes, deban componerse de hondas, lanzas, piedras y garrotes con el logo de la Ciudad de México. Foto: Especial

Cuidado, no vaya a resultar que las sofisticadas estrategias subsecuentes, deban componerse de hondas, lanzas, piedras y garrotes con el logo de la Ciudad de México. Foto: Especial

La estupidez de los políticos mexicanos es inédita, siempre sorprenden con alguna bufonada nunca vista.
Tal es el caso de la propuesta que ha hecho el señor Jefe de Gobierno.Consiste en que las mujeres que vivimos en la Ciudad de México, recibamos un silbato rosa y le soplemos muy duro si algún acosador intenta tocarnos o agredirnos sexualmente. Y cuando suene el pitazo… ¿qué ocurrirá? ¿llegará, desde un cuartel secreto, un súper policía que, en cuestión de segundos, lo arreglará todo?, ¿se aparecerá,descendiendo en picada desde el cielo, el Hombre Araña, Superman o Hancock?, ¿o espera Miguel Ángel Mancera y su brillante equipo de asesores que el sonido congregue a los testigos para que defiendan a la víctima?

Se necesita una confusión mental rayana en el delirio para pensar que repartir silbatos entre las mujeres es una acción digna de llamarse “estrategia” y que, además, ayudará a prevenir el acoso sexual.
Estamos perdidos si estos son los niveles piteros (nunca mejor dicho) de propuestas para construir un espacio público más evolucionado. A pitazos. ¿Es, de verdad, la mejor y más acabada “estrategia” que se les ocurrió? Plop y recontraplop.

Me gustaría compartirles, Mancera y lumbreras de su equipo, que su “estrategia”consistente en hacer ruido, hace siglos que la practicamos: podemos gritar fuerte y pedir ayuda, la cosa es que, pocas veces, los testigos de un acto violento se arriesgan a intervenir. Miles de mujeres hemos vivido episodios en la calle o en el transporte público que rematan de esta manera: y cuando pedí auxilio, nadie me ayudó, se quedaron mirándome como si estuviera loca.

Es desolador pero es así, somos un colectivo poco dispuesto a meter el hombro por el otro.
Pero supongamos, en todo caso, que el silbato provoca que los testigos decidan ayudar, ¿cómo lo harán?, ¿hablando con el agresor sobre su conducta negativa?, ¿haciendo gala de una elegante táctica ninja para someterle limpiamente?, ¿qué situación imaginan? ¿En su análisis de posibles escenarios no proyectaron que el pitazo podría generar caos y una escalada de violencia? Cuidado, no vaya a resultar que las sofisticadas estrategias subsecuentes, deban componerse de hondas, lanzas, piedras y garrotes con el logo de la Ciudad de México.

Ahora bien, pensemos que su propuesta, aunque bronca y cerril, es de buena voluntad y no se relaciona con la búsqueda de aprobación popular para ganar votos en las elecciones venideras; confiemos también en que no aprovecharán el asunto para sacar un presupuesto exprés y desgajar una jugosa partida que, bajo el concepto de Pitos Protectores, registrará un egreso de millones de pesos por la compra de millones de silbatos.

Una vez superada la mala voluntad y el recelo innecesario, asumimos que quieren hacer el bien.Entonces, me pregunto ¿por qué todos los mensajes y tareas son para que los ejecutemos las mujeres? ¿por qué somos nosotras las depositarias de la acción —tocar el silbato—y las encargadas de que funcione? ¿Por qué no una propuesta que recaiga sobre el acosador y no sobre las víctimas?

Desde que podemos recordar, las mujeres hemos escuchado “no provoques”, “no te vistas así”, “no salgas a la calle”, “no seas puta”; es decir, hemos escuchado que somos las generadoras de la violencia sexual.
Por eso parece normal que seamos también las mujeres las responsables de resolverlo y que los llamados sigan dirigiéndose a nosotras:“denuncia”, “no te calles”, “defiéndete”, “silba”. Es tremendo lo que entraña porque evidencia un acuerdo de asunciones en el que, ambos géneros, somos reducidos a salvajes animales: nosotras como hembras manipuladoras de la provocación y ellos como irremediables machos de deseos ingobernables.

Hay quienes dicen que no ven el propósito de convocar a los hombres a no ser acosadores pero yo insisto en que es urgente hacerlo porque creo que, sin importar cuánto tiempo tome, el poder de las palabras tiene más peso en las sociedades de lo que imaginamos. Construimos países y culturas milenarias a partir de las frases que repetimos. ¿Por qué no una campaña dirigida a ellos? “no toques un cuerpo que no es tuyo”, “no agredas”, “elige no ser parte de la violencia”, “tu masculinidad no se reafirma acosando”

En fin, que no podemos seguir pensando en armas para defendernos como única salida posible, no en pleno 2016, carajo. Es que nadie en su sano juicio llamaría al garrote una estrategia, y lo del pito está muy cerca del mazo de las cavernas. Algunas veces me imagino a la evolución como una señora deprimida, ansiosa y tan desencantada, que busca cada día la manera de suicidarse. Pero la pobre no puede porque lleva en su sino, como Sísifo, la repetición eterna, y por siempre tendrá que soportarnos a los seres humanos que, ciegos ante nuestras distintas modalidades de barbarie, nos empeñamos en creer que desarrollamos civilizaciones.

@AlmaDeliaMC