Archive for the ‘Posmodernos y jodidos’ Category

El abrazo de Javier

sábado, mayo 20th, 2017
Imagen: Daniel Rodríguez

Imagen: Daniel Rodríguez

Periodismo no es reproducir el discurso del poder. No es publicar lo que dice un candidato, un alcalde, un empresario… Se ha olvidado de gastar suela, de mover el culo. De contar las historias de la gente de la calle.

—Javier Valdez, octubre 2016.

 

Queridos lectores: este relato es la historia de cómo Paz Murillo, estudiante de Comunicación en la UNAM y mi hermana, se acercó a Javier Valdez para pedirle ayuda con una tarea y cómo él la ayudó. Es apenas una pincelada de quién era Javier pero no quisimos dejar de compartirlo, el texto lo escribió ella. Aquí va.

Mayo, 2017.

“¿Ya viste?, mataron a Javier, lo acaban de asesinar”. Decía el mensaje dejado en el celular poco después de las 12 pm.

¡No, no, no, no! No puede ser cierto. Tal vez sea un error, una falsa noticia que se hace viral.

La negación a veces da unos segundos de esperanza. Tal vez alguien confirme que es un error, que se equivocaron, que lo que se dice es falso. Pero ya no era posible esa esperanza.  Empezaron a llegar más mensajes, todos con el mismo dato: “asesinaron al periodista y escritor Javier Valdez. Sí, lo asesinaron, ya no hay duda. El corazón se rompe, lo aniquila la foto del cuerpo de Javier tendido a media calle ya cubierto, solo se asoma el sombrero, ese con el que se reconoce a Javier.

Octubre 2016.

“Compas, les cuento que me harán una entrevista por mi nuevo libro ‘Narco periodismo’. A ver si la podemos compartir en vivo, estamos en eso. Si no, después les paso el dato”.

Javier aparecía muy esporádicamente en un chat de grupo bastante nutrido. Familiares de personas desaparecidas o asesinadas por las que el Estado no respondía, activistas, periodistas, escritores, artistas y gente que estaba hasta la madre de la situación en el país. En el grupo Javier compartía alguna de sus columnas, o avisaba de su último libro. Todos respondían deseándole lo mejor, cariñosos con él. Se tenía bien ganado ese cariño.

“¡Hola Javier! Soy Paz, estamos en el grupo de Familiares en búsqueda. Acabo de ver tu mensaje y me atreví a escribirte directo. Juan me conoce bien, le puedes preguntar por mí. Estudio Ciencias de la Comunicación en la unam, y necesitamos ayuda con una tarea de periodismo. Mi amigo hizo un cuestionario, y sería grandioso si tú lo contestaras…”

Presentar todas las credenciales y disculparse mil veces por la molestia, estaba justificado. Un periodista que se ha ido de frente y con huevos contra el gobierno, el narco y los poderes mediáticos, debe andar con todas las alarmas encendidas. No de gratis, las amenazas eran reales.

“Claro que sí, Paz, te ayudo. Mándame las preguntas a mi correo y te las contesto en cuanto pueda. Dame un par de horas, no será de inmediato”. –Como si no hubiera sido suficiente la muestra de sencillez y empatía que había demostrado al atender el mensaje, todavía se disculpó porque el tiempo que tardaría—

Tener el mismo deseo de paz y justicia para México es suficiente para sentirse identificado, para saber que de algún modo conoces a quien nunca has visto. Eso bastó para que el escritor aceptara y Javier siempre estaba dispuesto a compartir lo que fuera, su experiencia en este caso.

El correo llegó unas horas después con un texto que decía algo así: “Aquí van las respuestas, por asuntos de tiempo te las grabé… Saludos y que haya suerte, J.”

El sentimiento de gratitud y la emoción al escucharlo contestar a cada pregunta que recibió, no cabían en el pecho. Era recordar que sí hay gente sensible y solidaria. Sensible es una palabra que describe bien lo que era Javier.

En el audio habló de lo difícil que es hacer periodismo en estos tiempos. De la falta de ética en los medios de comunicación. De la importancia de no servir al poder, de no sólo reproducir su discurso. De lo quijotesco que es hacer periodismo. De no olvidarnos de contar la calle… Siempre decía eso, en cada entrevista.

Desde que empieza a hablar, una se da cuenta de que está frente a un hombre íntegro, honesto, entrón, mal hablado, directo, enojado con la realidad, pero sensible ante los más vulnerables. Tenía los tamaños para escribir y hablar sobre temas duros como el narco y sus infiltraciones en diferentes esferas de la sociedad; y el corazón para hacerle un poema a un hijo desaparecido y aliviar un poco el dolor de la madre. Un hombre que solo podía llamarse Jesús Javier Valdez Cárdenas.

Al final se despidió diciendo: ¡Gracias! Hasta luego Paz, un abrazo. ¡Suerte!

Dan ganas de aferrarse a ese abrazo virtual para mitigar el dolor, para consolarse un poco de la tristeza y la rabia que invade el cuerpo, de guardarlo para siempre porque Javier ya no estará más para poder sentirlo de carne y hueso.

Quise compartir esta pequeña historia para replicar lo que él hacía, para decir no al silencio. Va para su familia; sus hijos, su esposa, sus amigos, para quienes buscan a sus desaparecidos y hallaron en él algo de consuelo contándole sus dolores. A todos lo que sufren la pérdida de Javier ¡un abrazo y que haya justicia!

Paz Murillo

 

Mujeres cómplices y corruptas

sábado, abril 22nd, 2017

Detrás de cada hombre corrupto, siempre hay una esposa cómplice. Foto: Cuartoscuro

No quisieras hacer trampas; pero aceptarías una ganancia ilegítima.
—Lady Macbeth (La tragedia de Macbeth, Acto I, Escena V)

Dice Robert Musil que entre la estupidez y la vanidad hay siempre una relación estrecha pero, perdonen a esta insolente irredenta, yo sostengo la teoría de que la mayoría de las veces, hacerse pendejo es una estrategia muy inteligente que sirve para conseguir un montón de beneficios.

Creo que la inocencia —en términos cognitivos y filosóficos, no hablo del concepto jurídico— no existe.

Una vez que somos adultos, siempre sabemos, intuimos, vemos señales aunque a veces las dejemos pasar de largo. Desde luego es mejor creer en la inocencia (sobre todo en la propia) porque asumir responsabilidad de todo lo que hacemos sin poder argumentar “yo no sabía”, es aterrador.

Pero es difícil imaginar, por ejemplo, que una persona, luego de cinco, diez o veinte años casada con otra, no sepa quién es ese ser humano con el que comparte la cama, las mañanas, la crianza de los hijos, las situaciones más pedestres y también las más complejas de la existencia.

Llevo días pensando en la obscena lista de los ex gobernadores y altos funcionarios casi todos priistas (aunque también los otros partidos aportan su cubo de mierda) que hoy están prófugos de la justicia, con una orden de aprehensión o en la cárcel gozando de comodidades VIP con los mejores servicios incluidos.
Prácticamente todos los casos tienen algo en común: las esposas, sus mujeres, esas que eligieron a Tomás Yarrington o Javier Duarte como el hombre del que sólo la muerte las separaría, hoy están libres, fuera de México y derrochando una fortuna que se alimentó del erario público y, por más fatalista que suene, también de los miles de muertos que la guerra de la narco política ha provocado.

Estas mujeres se refugian en Londres o en bucólico pueblito de Francia, en Miami, se distraen saliendo de compras en Houston y un faraónico etcétera que hace arder la sangre de quien tenga sangre en las venas y comprenda lo indignante que resulta que en un país como este, con más de cincuenta millones de mexicanos en situación de pobreza (patrimonial, extrema, alimentaria); esa dinastía de políticos saqueadores y ladrones, luego de hacer sus cuentas, calculen que salen ganando incluso si se entregan o se dejan atrapar pues de cualquier manera, después de diez o quince años estarán libres y sus familias disfrutarán de una fortuna asegurada por generaciones. Ya estoy escupiendo verde.

Y vuelvo al punto: sí, puede que en las averiguaciones previas y en los desahogos de pruebas de los casos sean ellos los responsables pero desde una perspectiva ética, es una chingadera de igual tamaño ser Javier Duarte que ser la esposa de Javier Duarte o ser Roberto Borge que la esposa de Roberto Borge.

¿Qué piensan estas mujeres? ¿Qué explicación se dan a sí mismas para poder dormir en paz? ¿Por cuántos millones de dólares se vende no sólo el alma propia sino también la de tus hijos cuando sabes que sus lujos vienen de una espesa corrupción que incluye crímenes sanguinarios?

Parafraseando el dicho popular: detrás de cada hombre corrupto, siempre hay una esposa cómplice.

La de Tomás Yarrington se llama María Antonieta Morales, la de Javier Duarte se llama Karime Macías; la de Andrés Granier es María Teresa Calles; la de César Duarte, Berta Olga Gómez Fong y la de Roberto Borge —al parecer ya en proceso de divorcio—, Mariana Zorrilla. Me limité a estos cinco ejemplos por su representatividad y porque se me está acabando el hígado pero son al menos diecisiete los casos de altos funcionarios públicos con un proceso de investigación (detenidos o en fuga) en la última década.

Me hago cargo de lo impopular de mi dicho pero creo que en estos tiempos de vociferar contra el género masculino como si fuera el único portador del gen del mal y la violencia, es importante recordar que la condición humana es una y que también existen mujeres (por lo menos casi todas las que ha dado la política mexicana) tan miserables, voraces, ladronas y de una sofisticada capacidad para hacer daño al tejido social que no es poca cosa. Así nomás, mientras escribo, mi cerebro registra otros nombres: Rosario Robles, Margarita Zavala, Marta Sahagún, María de los Ángeles Pineda —cómo olvidar a la esposa del alcalde de Iguala, Dolores Padierna, la legendaria Elba Esther Gordillo… el collar de perlas de la vergüenza es infinito.

Es perturbador pensar que estas mujeres hicieron una elección consciente para ser cómplices —y en algunos casos protagonistas— de todo lo que han sido, pero una vez que se cruzan ciertos límites, los seres humanos somos capaces de cualquier cosa. Sobre todo cuando sabes que tu mejor coartada es tu marido. Visto así, no resulta tan descabellado imaginarlas representando las palabras de Lady Macbeth cuando aconsejaba a su marido que asesinara al rey Duncan: “Debes esconder el áspid entre las flores. Yo me encargo de lo demás. El trono es nuestro”.

@AlmaDeliaMC

Mi calle

jueves, marzo 9th, 2017

Estoy cansada, estoy sana, estoy hambrienta, estoy calle… Foto: fandelacultura.mx

Es el mes de marzo y el calor me derrite la piel entre las costillas.

Llevo el corazón a galope y un tatuaje recién hecho que punza en mi antebrazo izquierdo.

Camino para llegar al metro Colegio Militar y pienso que la calle es un estado fisiológico.

 

Estoy cansada, estoy sana, estoy hambrienta, estoy calle.

 

En esta ciudad, al menos para mí, estar calle es estar alerta, estar con los sentidos sobre estimulados como cuando fumas un porro de marihuana.

Conozco bien la zona, estudié la vocacional en la ciudadela y viví en la colonia Santa María la Ribera. Qué curioso que ahora esas avenidas con sus olores, sus colores y su ritmo, ya no sean mías.

Decía mi calle cuando viví en Ecatepec y pronunciaba igual cuando me mudé a Tlalpan y a Coyoacán, en Azcapotzalco también bauticé mi calle al rectángulo de asfalto que contenía mi casa.

Todas fueron mi calle, ahora todas son mis ex. Me cambié hace seis meses a mi nueva calle que está a diez cuadras de la anterior, por increíble que parezca aquel ya no es mi barrio, todo acabó entre nosotros a pesar de seguir en la misma colonia. Enraizarse en un rincón de la ciudad para luego mudarse es otra forma de amor y desamor pero sin sexo. Tiranía pura.

 

Hay una edad, malditos años que se cuelan sigilosos y corrosivos transformando cada experiencia, en la que todo te parece una historia repetida. Pienso, de regreso en los alrededores del Colegio Militar y la Normal, que si alguien ha capturado una imagen de nosotros los paseantes, dentro de setenta o cien años la subirá a un sitio de fotografías retro de la ciudad y yo seré la impertinente señora antigua que camina con jeans ajustados y usa tenis converse a pesar de su edad, los millennials —ahora rabiosamente jóvenes—  que caminan junto a mí, aparecerán en esa foto retocada con un filtro ocre y la generación innombrable de ese futuro se burlará de mí y también de ellos y sus barbas a lo Tolouse-Lautrec que les da una apariencia de enanos de circo. Algo de ridículo tendremos todos en la imagen vintage, algo de simpático también, mucho de vital. No sé.

 

Es el mes de marzo del año 2017. Salí de una reunión de trabajo y no quise volver a casa, elegí caminar bajo el calor infame, entre la música de los mercados que sorprende desparramando sobre los sentidos un estado de ánimo tropical cuando retumba la huaracha sabrosona y luego empuja a una malograda nostalgia empalagosa de baladas pop tan simples como repetitivas.

 

Qué calor, cuánta gente, cuántas flores machacadas en las aceras, cuánto ruido. Es marzo y el calendario está lleno de efemérides importantes. Ahí está el mundo con su estridencia, sus celebraciones y su desmadre: que si el natalicio del extraordinario Gabriel García Márquez, que si el día de la mujer… y yo, confieso, esta vez me siento indiferente a todos los llamados.

Es marzo del año 2017 y hace tres días murió mi padre.

Qué inoportuno, señor Murillo, venir a morirse justo cuando acababa de conocerlo. O qué oportuno, corrijo. Qué buen tino, papá.

Me pregunto cuántos de la futura imagen retro hemos salido a caminar nuestra primera muerte determinante.

¿Por qué salí a la calle? Creo que lo comprendo de pronto. Vine a llenarme de calle porque soy hereje y no tengo una iglesia para refugiarme, porque esta ciudad es mi templo y mi tierra prometida.

No imagino mejor lugar para honrar la muerte de mi padre.

 

@AlmaDeliaMC

 

El extraño caso de Melania, o no

jueves, febrero 23rd, 2017

Las tetas de Melania, según las palabras del propio Donald en una entrevista con Howard Stern ahora muy difundida, son el principal motivo para estar con ella. Foto: EFE

En el año 2003 conocí a una mujer casada con un jornalero michoacano alcohólico y violento. Con el machete que usaba como herramienta de trabajo, le había mutilado ya dos dedos a su esposa.

Yo intentaba, junto con otro grupo de “expertas” (valgan las comillas en todo su irónico peso), aportar contenido a la Secretaría de Salud para la creación de un modelo de atención a mujeres en situación de violencia. Así le llamábamos, qué vergüenza, masticando la complaciente construcción gramatical que nos permite tolerar la realidad alejando al sujeto del adjetivo. No decíamos mujeres violadas, ni mujeres mutiladas, ni mujeres golpeadas. No. Eran mujeres en situación de todo eso.

 

Un día dices: La uña. ¿Qué es la uña?

Una excrecencia córnea

que es preciso cortar. Y te la cortas.

Y te cortas el pelo para estar a la moda

y no hay en ello merma ni dolor

 

Entendíamos poco, lo admito, pero en el corazón había un enorme deseo de hacer algo. Ella misma nos pidió ayuda, quería asesoría legal para divorciarse. Le asignamos una abogada de oficio y el caso avanzó hasta que tuvo lugar el careo, donde debía sostener los cargos por violencia contra su esposo. Pero desistió. Nos llamó llorando, pidió perdón y dijo que no podía hacerle eso a su marido. Tres días después supimos que el hombre le había clavado el machete en la cara, haciéndole perder el ojo derecho. No quiso hablar con nosotros. Nos dejó con un nudo de culpa en el diafragma y un puñetazo en el alma. No pudimos hacer nada.

 

Otra día viene Shylock y te exige

una libra de carne, de tu carne,

para pagar la deuda que le debes

 

En la revista Vanity Fair del mes de enero se publicó una entrevista a Melania Trump que perturba. Sus respuestas cuando no son evasivas, son naíf o punto menos que esquizoides; parecieran las respuestas de alguien que tiene poco contacto con la realidad. Pero por alguna razón, leer y observar a esta mujer no provoca desprecio —al menos no a mí ni a los miles que bromeando insisten con #FreeMelania. Será porque su mirada de muñeca rota, su apariencia de decoración viviente y la sola idea de que debe tolerar a Donald Trump entre sus piernas resultan escalofriantes. Hay algo en ella que reverbera fragilidad, a pesar de su envoltura áurea y el espagueti platinado con los que engalana la portada de ese número de la revista.

 

Y después. Oh, después:

palabras que te extraen de la boca,

trepanación del cráneo

para extirpar ese tumor que crece

cuando piensas.

 

Ella encarna la iconografía de la esposa perfecta, la que lo tiene todo para su marido precisamente porque no tiene nada para sí misma. Sobrecogedor.

Las tetas de Melania, según las palabras del propio Donald en una entrevista con Howard Stern ahora muy difundida, son el principal motivo para estar con ella; desde luego cuenta toda su figura de proporciones irreprochables y que no se tira pedos ni hace caca delante de él, pero lo primordial, apunta ese primate sin cola que hoy ocupa la presidencia de EU, es que las tetas de su mujer son extraordinarias.

Es inevitable preguntarse, ¿cómo puede Melania o cualquier mujer tolerar a semejante bestia por pareja? ¿cómo puede dormir con él, escucharlo, mirarlo sin sentir náuseas? ¿cómo puede darle la mano siquiera?

 

A la vista del recaudador

entregas, como ofrenda, tu parálisis.

 

De hija de un padre endeudado y evasor de impuestos en Eslovenia a modelo de pasarelas en Nueva York a esposa de Donald Trump. Con poca suspicacia se puede construir una línea narrativa que explique la historia. Pienso en Rita Hayworth y aquel padre que, para pagar sus deudas, la prostituía siendo apenas una niña en el Casino de Agua Caliente de Tijuana en los años veinte.  Pero al final no son más que especulaciones porque los motivos de Melania para permanecer junto a Donald Trump aún son indescifrables.

Estar con un hombre poderoso puede erosionar la identidad de algunas mujeres hasta despojarlas de sí mismas. Todos conocemos casos de mujeres que aceptan condenarse al segundo plano en una relación oculta durante décadas porque él no quiere reconocerla abiertamente, o de esposas que no se liberan por miedo al poderío de su marido. Un miedo que probablemente quienes tenemos la fortuna de vivir entornos menos violentos jamás conoceremos y que es difícil dimensionar e imposible de juzgar.

Lo cierto es que, a veces, el poder de la pareja puede mutilar, ya sea el del dominio económico o el de quien tiene el arma. Un machete, por ejemplo.

Es duro señalar a alguien como víctima de sí misma y, sin embargo, obviar la elección individual es terminar de aniquilar las posibilidades de la autonomía que defendemos.

La amputación de sí misma está ahí, al menos la amputación de la conciencia. Viene a mi mente el caso de Gloria Trevi (perdonen el símil pero extraños caminos tiene la asociación de ideas); todo lo que esa mujer vivió, la red de trata de la que formó parte, los abusos, el asesinato de su bebé y cómo fue leal a Sergio Andrade sólo es explicable apelando a la inconsciencia, a la locura.

 

Para tu muerte es excesivo un féretro

porque no conservaste nada tuyo

que no quepa en la cáscara de una nuez.

 

Quizá en el futuro nos enteraremos que la señora de Trump  (el “de” más posesivo que nunca) es una especie de Gertrudis de Hamlet o una Lady Macbeth, una cónyuge más a lo Shakespeare como Karime Macías, la esposa de Javier Duarte —cuyo caso amerita una novela por entregas.

Pero con Melania la contundencia de su apariencia física y su hermetismo dificultan saber qué pasa por su cabeza. ¿Encaja mejor en la figura de otra concubina del temible Barba Azul? Cómo saberlo.

Cuando veo su rostro impávido recuerdo esa experiencia de hace casi quince años. ¿Qué hacer cuando ella no quiere hacer nada?, ¿lo ético es mantenerse al margen porque eso también es respetarla?

Qué difícil asimilar que fenómenos así ocurren por esta aberrante cultura de inequidad de género y misoginia que parece no tener fin. Pero ahí está Michelle Obama, casi antítesis de Melania Trump, para recordarnos que también ocurren porque así es la misteriosa condición humana y que, a menudo, las elecciones personales rebasan lo social y lo ideológico.

 

Y epitafio ¿en qué lápida?

Ninguna es tan pequeña como para escribir

las letras que quedaron de tu nombre. (*)

 

*Versos del poema De Mutilaciones, de Rosario Castellanos

@AlmaDeliaMC

 

Furia y flores

jueves, febrero 16th, 2017

La ira también sirve para dar a luz, para atreverse a empezar, para estrellar la cara contra la pared y descubrir que venimos de una tribu de cabezas duras más resistentes que todas la paredes y los muros que hemos enfrentado. Foto: showme.co.za

La profética tribu de incendiadas pupilas ayer se puso en marcha,

Cibeles, que los ama, hace manar la roca y florecer al desierto ante estos vagabundos

—Baudelaire

 

El enojo es un buen comienzo.

La ira también sirve para dar a luz, para atreverse a empezar, para estrellar la cara contra la pared y descubrir que venimos de una tribu de cabezas duras más resistentes que todas la paredes y los muros que hemos enfrentado.

Hacerse cargo de las señales del enojo personal en el estar cotidiano es experimentar una catarsis casi musical. Si reconoces tu ira puedes escuchar cómo se monta a un ensamble infinito de voces enojadas.

Que huyamos del mal humor social y que seamos positivos es un mensaje tan infantil como torpe y dañino, ¿habremos de vivir entonces en un santuario de pretendido optimismo como si todo estuviera bien? Nada más insano, me parece.

Jacques Lacan decía que el odio también cura, que cuando el odio aparece y se reconoce, es señal de que el inconsciente ha madurado y lo que era sustancia potencial puede convertirse en acto de transformación.

La semana pasada —en ese pedacito de México que es Twitter y que sólo representa a las clases medias— algo quedó claro: estamos muy enojados. Hartos, irascibles, furiosos.

En un primer acercamiento lo obvio sería decir que es cosa mala pero bien pensando, distanciándose un poco y reconociendo otras crisis históricas de nuestros humores sociales, creo que este momento frágil y precioso que podría irse como vuelo de colibrí, tiene un potencial tremendo por todo lo que entraña: en principio, empuja a salir de la indolencia tan característica de la clase media donde a menudo insistimos en pasar de largo de las revueltas incómodas con la argumentación obtusa de que nuestra proba ciudadanía está cubierta con trabajar y pagar impuestos.

La indiferencia es complicidad, lo sabemos.

La comodidad es vulnerabilidad, aunque nos resistamos a aceptarlo.

Como dice el bolero: odio quiero más que indiferencia porque el rencor hiere menos que el olvido. Y sí. Olvidar, condenar a la amnesia las experiencias amargas es lo que ha causado históricas heridas que aún permean con su humedad infecciosa el tejido social.

Cuando volvía de la marcha de Babel donde cada uno habló su lengua, gritó su consigna, vistió su indignación del color que quiso y defendió la versión de su México; noté que las jacarandas, ese milagro violeta que estremece al espíritu más rígido, habían empezado a florecer.

Tuve la sensación de estar transitando la pelea y la reconciliación al mismo tiempo; y pensé que si me hubieran preguntado en ese momento qué es ser mexicana habría respondido que ser mexicana es algo animal, algo físico.

Esa sensación fascinante y desesperante identifica a este país que, a pesar de todo y contra todo, desborda una vitalidad efervescente.

No es paliativo de nada. La realidad sigue estando ahí y bastan dos datos —el de la pobreza y el de corrupción, por ejemplo— para comprender el alcance de la seria crisis que atravesamos.

Pero eso no aniquila el entorno y lo que digo es que no podemos obviar que aquí la vida brota a través del asfalto, de entre las rocas y, también, bajo el mal humor y desde el coraje, siempre preferibles a la indiferencia.

Que tal vez lo que está pasando no es tan malo y, volviendo a Lacan, se esté gestando una de las modalidades que inicia un proceso curativo; un cuerpo a cuerpo donde se pone rostro y voz a una de las emociones fundacionales de la humanidad: la furia. Que quizá no hay que tenerle tanto miedo, ahí están ya las jacarandas para recordarnos, como cada febrero, que también tenemos las flores.

@AlmaDeliaMC

Se marcha en español

jueves, febrero 9th, 2017

A mí ni Peña Nieto ni Trump me inspiran el menor respeto pero quien marche junto a mí, sí lo merece y también esta ciudad que amo y por ello no osaré romper el vidrio de un banco ni saquear un Walmart movida por oscuros intereses y manipulaciones partidistas. Imagen: crhoy.com

El lenguaje es como el amor: más que pensarse, se hace.

Y —también como el amor— puede ser sucio, infeccioso, divertido, sublime y, sobre todo, incontrolable. Y así, de manera incontrolable, se reproduce.

En la pasarela de felonías y demencias que sacuden nuestro mundo, hay una reciente que, más que ofender, casi mueve a la ternura. En su empeñosa psicosis, Donald Trump decidió eliminar la versión en español de la página web de la Casa Blanca. Hay un mensaje claro ahí: el deseo de erradicar una lengua es el deseo de erradicar a un pueblo. Pero en este despropósito Trump se topará con la hidra de las mil cabezas, la que se reproduce incesantemente.

Son cerca de 50 millones de hispanohablantes viviendo en EEUU, somos más de 550 millones quienes hablamos español en el mundo. Generaciones y generaciones moviendo una buena parte de este planeta y de ese país cuyo presidente quiere cerrar sus fronteras a la realidad, ¿cómo podría desaparecer nuestra lengua?

Tendríamos que parir generaciones dominadas por la indolencia y la pasividad, por el miedo que paraliza, por un terror identitario que nos carcoma y nos desaparezca.

Tendríamos que volvernos de piedra para que tal cosa ocurriera.

El lenguaje tiene una dualidad excepcional: es realidad y es símbolo al mismo tiempo. Por eso está tan irremediablemente ligado a la historia de la humanidad.

Estos días he pensado en las diferencias nacidas de la desconfianza que desató la convocatoria de Vibra México (vibramexico.com.mx) a marchar este domingo 12 de febrero. Es triste, pero no es extraño. Si algo define a nuestro país es la pulverización; la escisión entre clases sociales e intereses vitales forma este monstruo de millones de habitantes donde cada cuál vive en un México distinto.

Sin embargo, diré una verdad de Perogrullo, hay algo que nos une biológicamente: la lengua que mamamos, la lengua que hablamos, las palabras con las que somos.

Y me pregunto, genuinamente, ¿no tienen ganas de salir a gritar todos en coro y en español esto que nos está pasando?

Antes de acusarme de patriota, patriotera, populista pitera y todas las palabras con p que se les ocurran, reflexionemos algo: el patriotismo es un sentimiento, no una ideología, no entiendo por qué nos empeñamos en discutirlo como si tuviera una forma correcta cuando no es cosa de la cabeza sino de la tripa. Es desde el vientre y las gónadas que dan ganas de salir a la calle a decirle a Donald Trump: vete a la mierda. Ya sé, algunos van a regañarme porque eso no dice pero, oigan, después de poner una mejilla y la otra sólo para seguir recibiendo bofetones, se acaban las bondades nazarenas y queda la rabia. Y qué bueno, la furia es sintomática de lo vital.

Lo que digo es que el deseo de salir a marchar es como el deseo de bailar: está en el cuerpo, el enojo y la indignación empujan no sólo a decir cosas sino también a levantar el culo del sofá.

¿Por qué hay que recelar de las ansias de salir bailar o de salir a correr o darse un encontronazo sexual? El cuerpo a menudo pide acción y muchas veces es una resolución más sabia y certera que todas nuestras cansinas y agotadoras opiniones, descalificaciones y demostración de sesudos sospechosismos.

Hay quienes descalifican la marcha porque están convocando instituciones que ‘regularmente no marchan’, (francamente no veo cómo sostener el argumento cuando Artículo 19, la UNAM, el Colmex, Aministía Internacional y muchas otras que figuran entre los convocantes de Vibra México han estado siempre presentes en los movimientos sociales de este país)

Hay quienes la rechazan porque afirman —sin que semejante declaración figure en ninguna línea de la convocatoria— que se respalda el llamado hipócrita de Enrique Peña Nieto. Me parece todo lo contrario. Yo veo un mensaje positivo por partida doble: es decirle a Donald Trump que tenemos un límite, que vamos a defendernos, que no somos apáticos. Y decirle también a Enrique Peña Nieto —y a todo su inútil gabinete— que si ellos no son capaces de salir a la calle a dar la cara, nosotros, la sociedad civil, sí tenemos con qué.

Mucho se ha cuestionado también que la convocatoria diga marcha “respetuosa”.

Vayamos por partes: a mí ni Peña Nieto ni Trump me inspiran el menor respeto pero quien marche junto a mí, sí lo merece y también esta ciudad que amo y por ello no osaré romper el vidrio de un banco ni saquear un Walmart movida por oscuros intereses y manipulaciones partidistas.

Ahora bien, que de mi boca saldrán ajos y cebollas, arañas y serpientes, hijo de la chingada, pocos huevos de mierda, cerdo corrupto y payaso demente, también. ¿Quién podrá impedírmelo? Es mi ira, es mi frustración, es mi desesperación y es mi maravillosa lengua que me permite empujar desde el fondo de mi laringe y mis dos pulmones el enojo que me habita. Y es también mi manera de respetarme a mí misma: escuchando lo que siento, haciéndole un lugar, verbalizándolo. Y el que tenga oídos que oiga.

En fin, que no marcharé porque me volví ingenua de la noche a la mañana y confío en la bola de saqueadores políticos que intentan aprovecharse de la situación llamando a la unidad nacional. No marcharé porque de repente me volví amnésica y se me olvida que Miguel Ángel Mancera, Osorio Chong, Ochoa Reza, López Obrador, Cuauhtémoc Cárdenas y Enrique Peña Nieto —ese pusilánime ya legendario— que hoy se llenan la boca hablando de defender a México, le han hecho más daño al país que todo el potencial daño que vendría con la ejecución de los delirios de aquel.

Al menos yo, marcharé movida por la rabia, por la frustración, por la indignación y hasta por la desesperanza, porque me lo pide cada miembro de mi cuerpo. Ustedes hagan lo que quieran, pero si salen a la calle y me encuentran en su camino, griten conmigo en español. Y denme un abrazo que también marcharé porque anhelo sentir el contacto físico del tejido social y que tanto necesita apretar su entramado en estos tiempos revueltos.

@AlmaDeliaMC

De la estupidez a la locura

jueves, febrero 2nd, 2017

Pero a la locura sigue la iluminación, es así, la inteligencia humana no generaría tanta belleza ni arte ni vida si no fuera de esta manera. Imagen: Taringa

El progreso no consiste necesariamente en ir hacia delante

—Umberto Eco

Creo que llegó el momento de asumir que pasamos de la tragedia a la farsa, de la estupidez a la locura.

Por allá del año 40 después de Cristo, el emperador Calígula nombró cónsul a su caballo Incitatus, le vistió con elegantes ropas y le destinó una esposa, eligió una mujer para que el caballo copulara regularmente con ella.

Calígula era —cuentan los historiadores— un tirano demencial, pervertido, extravagante. Cruel, autoritario y con una ansiedad sexual desbordada, se deleitaba en la sangre y los intercambios carnales con sus hermanas.

Resulta difícil comprender que Calígula actuó con la complicidad y aprobación del senado, que los miembros de la asamblea dejaron que un enfermo mental de ese calibre gobernara y dispusiera según su voluntad. ¿Por qué un grupo mayoritario de personas cuerdas permitiría que se materializaran los delirios de un loco?

En Psicología hay un mecanismo que se conoce como “locura a dúo”, es un trastorno psíquico compartido en el que un individuo aparentemente sano, se deja contagiar por otro desequilibrado y dominados ambos por la psicosis, cometen actos aberrantes, convirtiéndose cada uno en el síntoma de la enfermedad mental del otro.

Ya saben por dónde voy.

Antes de seguir, quiero aclarar que el título de esta columna está tomado del libro póstumo del lúcido Umberto Eco De la estupidez a la locura (Lumen, 2016), el cual recomiendo con absoluto entusiasmo.

Y ahora sí, creo que vale la pena el ejercicio de detenernos a mirar cuánta de nuestra locura colectiva está depositada, representada, reflejada en ese demente llamado Donald Trump. Porque sí, desde luego el hombre es un enfermo mental y hacen falta dos dedos de frente para darse cuenta, pero no podemos negar que antes de que él apareciera esto ya era un manicomio. No vamos a ocultar ahora que la administración de este país ya era un fracaso que le había explotado en las manos al gobierno que ya nos resignábamos a llamar estado fallido desde hace un par de años. Antes de las amenazas de Trump contra el tratado de libre comercio y la deportación de los migrantes esto ya no tenía pies y, mucho menos, cabeza. Ya éramos huérfanos de líder desde hace tanto tiempo que nuestra carencia no hizo más que evidenciarse en el simbólico momento en que Carlos Slim —ese cabronazo que ha ejercido la violencia económica de sus monopolios contra generaciones de mexicanos— se puso a tirar un discurso en el que, ni cómo negarlo, demostró tener más sentido común e incluso más intuición estadista que todos los políticos mexicanos juntos.

En lo dicho: locura, locura, locura.

Aún así cabe una pregunta, ¿estaríamos mejor preparados para lo que viene si la corrupción que ha devastado al país en los últimos veinte años no hubiera derrochado el presupuesto federal en las fauces de gobernadores, presidentes municipales, secretarios y un interminable etcétera en el que caben todos nuestros funcionarios públicos corruptos?

La crisis humanitaria que se avecina, si deportan a los millones de mexicanos indocumentados en EEUU, será dantesca pero dantesco ya es el nivel de corrupción y violencia en que la indivisible clase narco-política ha sumido a este país, dantesco ya es saber que bajo el suelo mexicano hay centenares de fosas clandestinas con muertos que no le importaron a nadie.

Ahora bien, dejemos el asunto de los que tienen cargo político un rato y miremos hacia nosotros. Los desequilibrados somos todos desde que firmamos un contrato social en el que, como bien advertía Freud, elegimos negar el instinto y fundar una sociedad bajo la peligrosa premisa de que somos seres exclusivamente racionales. No hemos aprendido  la lección si insistimos en la hipocresía civilizatoria de negar nuestra locura porque así sólo la empoderamos y le permitimos que nos empuje a tomar decisiones equivocadas.

Abonamos al desvarío el día que empezamos a pelear por causas de compasión selectiva según la clase social y a sacralizar nuestra neurosis personal —bien enraizada en el miedo a los diferentes—, el día que dejamos de pedir justicia para los 43 estudiantes desaparecidos pero recorrimos kilómetros de carretera para llegar a los 15 años de Rubí.  Ya, usted pensará que soy maniquea, que mis comparaciones son absurdas. Tal vez, lo que intento es que miremos un año atrás, dos, cinco, diez. Hace ya rato que perdimos la sensatez, el rumbo de las prioridades, hace tiempo que dimos lugar a escalofriantes parámetros que llevan a concluir que vale más la vida de un perro que la de un ser humano pues mostramos solidaridad y empatía sin límites a estos entrañables animalitos pero no a nuestros congéneres.

La comunicación entre mandatarios y secretarios a través de Twitter es parte de la locura que todos retroalimentamos. Un tweet es un pequeño espectáculo de ciento cuarenta caracteres que enloquece al mundo entero: nos pone de cabeza, nos sentimos urgidos a jugar el juego de la inmediatez y, abrumados, reaccionamos antes de siquiera haber comprendido lo que está ocurriendo.

Si bien Trump es el hombre espectáculo por excelencia, ya se sabe que esos personajes proliferan porque nos fascinan: desde Vicente Fox, Hugo Chávez, Silvio Berlusconi hasta el coprotagonista de la farsa Vladimir Putin; lo que digo es que amantes del espectáculo somos todos, somos la civilización espectáculo, y en estos tiempos el show digital es una suerte de alucinógeno que nos hace confiar más en la ilusión virtual que en la realidad. Cuidado. Llámenme amargada pero insisto: hacer política para el festival inmediato de twitter, abona al miedo, a la reacción convulsa, a la psicosis. No veo la parte positiva cuando lo que está en juego es algo crucial y estructural.

¿Por dónde empezar a levantar el tiradero? Se me ocurre que así como queremos desinventar el plástico pues nos hemos dado cuenta de que todas las propiedades que en su día consideramos positivas—impermeable, resistente, duradero— ahora están devastando al planeta, deberíamos desinventar la democracia como actualmente la conocemos. Piénsenlo dos, tres, cinco veces: hoy el azote de todos los países y los continentes es el sistema electoral, no hay plaga del Apocalipsis que no haya venido por el voto, un voto que está secuestrado y pervertido dentro de unas reglas “democráticas” que deberíamos replantear por completo.

Sostengo que la serpiente se mordió la cola, que caímos en nuestra propia trampa de barbarie civilizatoria. Umberto Eco lo dice de otro modo: las dos curvas se cruzaron, la del progreso que iba de atrás hacia delante con la de la regresión que viene en sentido contrario, hoy las dos líneas se intersecan. Tal vez por eso nuestra locura y desconcierto es tal.

Pero a la locura sigue la iluminación, es así, la inteligencia humana no generaría tanta belleza ni arte ni vida si no fuera de esta manera. Así como la destrucción, nuestra salvación está dentro de nosotros mismos ¡Eureka! La psique es tan mágica y admirable porque se autorregula. Cifro mi esperanza en ello. Y en el deseo, que también cabe en esta pasmosa realidad, cómo chingados no, de que nuestra parte luminosa como seres humanos vuelva a imponerse.

Pienso en la sentencia de Primo Levi, el escritor judeo-italiano sobreviviente del Holocausto: “It happened, therefore it can happen again” (Ocurrió, por lo tanto puede volver a ocurrir). Y sí, la tragedia puede volver a ocurrir pero también la valoración divina de cada vida humana, la paz, el camino a la equidad en todos los sentidos.

No sé qué más decir, por ahora. Y si usted cree que aquí la única loca soy yo, lo admito sin pudor. Acaso en mi defensa diré —parafraseando a Tom Waits— que the computer has been drinking, not me. Y me parece que bebió más de lo que debía.

@AlmaDeliaMC

 

¿El celoso ama más?

sábado, enero 14th, 2017
Los celos tienen un entorno negro, espeso; es verdad.  Foto: Shutterstock

Los celos tienen un entorno negro, espeso; es verdad. Foto: Shutterstock

Una siente que se muere.

Un tirón que atraviesa desde el sexo hasta el undécimo chakra, una siente que su identidad queda más allá del aura y de la cordura.

Una, que es celosa. Ya sé que en este mundo hay psiques evolucionadas que no ensucian su prístino equilibrio con los celos.

Pero todos los demás, que somos legión, y sentimos deseos de lamernos los dedos ensangrentados luego de sacarle los ojos al traidor o traidora que nos ha herido de muerte, podemos dar fe de que los celos son un infierno tifónico que nos transforma en monstruos con serpientes enredadas en las piernas y cabeza de asno brutal como el mismísimo Tifón de la mitología griega.

Tampoco hace falta poseer una prodigiosa erudición para entender por qué los celos son una de las pasiones universales en la literatura. Desde el reconocido Otelo de Shakespeare hasta El Túnel de Sábato, pasando por Sed de amor de Mishima, El último encuentro de Sándor Márai y tantas otras. Hay un espejo transversal en ese sentimiento espeluznante que viene, las más de las veces, en el paquete del amor y que si no todos, muchos hemos sentido.

Pero yo creo que este sentimiento obsceno y castigador, tiene algo de simpático. Sobre todo cuando azota al vecino y no a nosotros, que ni qué.

Les he contado que viajo en metro, ese mar de maravillas más sorprendente que el circo y más barato que el cine o que los viajes astrales y psicodélicos. La cosa es que hoy, en el andén de la estación Centro Médico, me topé con una pareja que peleaba a bolsazos y dentelladas.

Él llevaba en la mano una bolsita blanca de papel con alguna vianda, la sujetaba como débil escudo mientras ella le asestaba tremendos golpes con su bolso de mano que emitía sonidos secos y pesados.

Hijodelachingada, hijodeputa, pinchecabrón, le estabas viendo las nalgas.

Él sólo respondía: espérate, espérate…

La coreografía era disfrutable porque en las pantallas del techo corría un video musical que hacía sonar el andén al ritmo tropical de la sonora dinamita “Pero me arrepiento, en el piso o donde sea y tómame”; la esgrima de bolsas y el movimiento de los cuerpos iba y venía al tempo de la canción.

Estuvieron así un rato hasta que ella, quizá poseída por el espíritu de las bacantes, se sacó la zapatilla bien provista de un tacón largo de esos que en los abominables años ochenta llamábamos “de aguja” y, con toda su fuerza pero muy poca puntería, se lanzó para clavarlo en el cuello de su amante que la detuvo fácilmente y, en el forcejeo, despegó el tacón del zapato.

Los hijodelachingada, hijodeputa y demás cantos de guerra reventaron como estruendo de tambores. Luego se puso a llorar.

Sé lo que están pensando. Cualquier texto psicológico que hable de los celos dirá que eso no es amor, que la confianza, que las relaciones saludables, que amemos como adultos. Y tendrá razón. Cualquier ensayo orientado a la salud emocional o cualquier texto sensato.

Pero ocurre que yo no soy sensata y que me gusta mirar el mundo desde las orillas. Ocurre también que presenciar esa escena deliciosa  que —los dioses de la bondad y la rectitud me perdonen— gocé tanto, me hizo preguntarme si alguna vez estaremos preparados para dosificar y asimilar realmente nuestras emociones.

Para coronar la historia aparecieron dos policías con actitud de justicieros; apenas verlos, la aguerrida celosa se abrazó a su compañero y dijo que todo estaba bien. De la bolsa blanca de papel quedó solo pedacería en el piso, su preciado contenido eran los famosos pastes de franquicia que venden afuera del metro, olían a carne con papas y especias, nada mal.

El hombre se mantenía en vilo, mirando a su mujer de reojo, sin entender por completo si era momento de la reconciliación.

Llegó el tren y me subí a la sección de mujeres. Ellos dos abordaron la sección mixta, se replegaron contra la puerta y se abrazaron como quien se reencuentra al regresar de una batalla inmisericorde.

Los celos tienen un entorno negro, espeso; es verdad. Son tan peligrosos que si el bicho infecta una relación pueden inducir a la más violenta de las muertes, ahí están los incontables crímenes pasionales de la historia. Desde luego sé que no es un asunto de broma si los miramos desde ese ángulo.  Pero cómo negar que son una pasión fascinante, que también pueden provocar hilaridad como las comedias del cine italiano y las de Jean-Baptiste Molière, ese que dijo que el celoso ama más pero el que no lo es, ama mejor. ¿Será?

@AlmaDeliaMC

 

Miedos piadosos

sábado, enero 7th, 2017
"El Grito II" del pintor Oswaldo Guayasamín.

“El Grito II” del pintor Oswaldo Guayasamín.

En sus sueños el tiempo viaja en círculos concéntricos, en espirales, nunca en línea recta.

La regurgitación de un sabor rancio en el fondo del paladar le hace abrir los ojos, no es el sonido irritante del despertador lo que lo pone alerta. Es otra cosa, no sabe muy bien qué, algo que viene de sus intestinos, de alguno de sus órganos encargados de procesar el puñado de píldoras que ingiere ya de cualquier manera: caducas o vigentes, revueltas, sin separar por colores ni por funciones. El medicamento que regula la presión arterial, el antidepresivo, el ansiolítico, la pastilla de la concentración; todos juntos le permiten ponerse en pie, trabajar.

Ciclos, alquimia y algoritmos. Se pregunta si así funcionará siempre su cuerpo, su cerebro, el mundo entero. Porque en vigilia el tiempo también traza círculos concéntricos, espirales, nunca líneas rectas.
De niño soñaba con matar dragones, con vencer gigantes, con rescatar a su madre de peligros aterradores, con levantar pianos como Jean Valjean y triturar edificios como King Kong, con sacar la espada de la piedra. De niño conoció el miedo real, el que atenaza la garganta y hace correr para salvar la vida. El miedo que hace vivir, el miedo que hace amar.

No se cuestiona ya cómo terminó aquí, con más de ciento treinta kilos que apenas le permiten moverse.
Su responsabilidad es crear miedos en línea, siempre en alianza con la Comisión Federal de Miedos para la Seguridad del Espacio Público. ‘Estrategia de pinzas’ es la frase que aparece invariablemente en las reuniones de trabajo de la cancillería. Está cansado pero sabe que su función es necesaria, si alguna emoción le queda es un sedimento de amor a la patria. Ya no disfruta escuchando halagos, cuando el secretario se deshace alabando su habilidad para desarrollar algoritmos e inducir burbujas de pánico, luego de esperanza y finalmente de recuperación con una efectividad impecable, lo agradece apenas con un gesto adusto.

Hay que hacerlo por la gente, que además está contenta y favorece a la Secretaría, la más popular entre todas; hay que hacerlo por la gente que se pone eufórica enviando sus votos para el miedo del día y disfruta enormemente cuando gana el que eligió como favorito. Democracia y votos, la mayoría decide. La prueba de fuego de la evolución de las sociedades.

Mueve la silla y deja caer su inmenso cuerpo, oleadas de carne hacen crujir el respaldo. Enciende su máquina, los comunicados del secretario y del canciller están ahí, el resumen diario de indicadores de lo que ocurre en la calle es el único insumo que necesita para hacer lo suyo.
Abre el software, mira el mapa de calor, en internet las variables son casi una réplica desde hace veinte años, las mismas motivaciones y los mismos temores superficiales.

Los medicamentos explotan en su metabolismo, una flecha aguda tira de su concentración, en minutos lo tiene todo claro, puede verlo en relieve entre sus ojos y la pantalla.
Suelta los comandos de voz como en un responso bien aprendido, un rosario de palabras que los propios usuarios conectados le han entregado para generar un inofensivo glóbulo de psicosis: dinero, familia, muerte, Dios, desabasto, propiedades, impuestos. Un domo virtual que los protege a todos de lo que ocurre en el mundo tangible. Hay que hacerlo por la gente, es lo que piden.

En el reporte del comisionado están los ingredientes faltantes, los que vienen de la calle: pobreza, vivienda, desnutrición, enfermedad.

Alquimia y algoritmos, emulsiona bien los ingredientes. Realidad y virtualidad se espesan, se integran, se vuelven indistinguibles.

En modo automático sigue dictando palabras, un calendario en la pared le recuerda que se acerca la fecha para conmemorar el vigésimo aniversario de la construcción del muro más grande del mundo: noviembre, año 2037. Sabe que viene una temporada ardua de trabajo, su cerebro dice muro, dragones, gigantes. Siente un breve aguijonazo de nostalgia, cuando el interior era feroz, cuando había que saltar al vacío para sentirse vivo. Intenta determinar un antes y después, no lo encuentra. La aguda concentración se transforma en dolor de cabeza, sólo quiere terminar temprano, activar la fórmula y hacer que internet explote, reportar su entrega a la Secretaría. Dormir otra vez, no pensar más en dragones, ni en lo que ocurre realmente en las calles. Arrancar hojas del calendario hasta que llegue el día de su jubilación y elijan a su reemplazo, hasta que pueda retirarse a descansar en medio de honores y aplausos.

@AlmaDeliaMC

El año que fuimos, las palabras que somos

sábado, diciembre 31st, 2016

Y si la encuentras pobre, no fue Ítaca quien te defraudó

—Konstantino Kavafis

 

 las palabras no se olvidan fácil. No podemos olvidarlas porque el lenguaje nos hace, nos relata, el lenguaje es fósil de lo más hermoso y horrible de nuestra historia como seres humanos. Foto: Pinterest

Las palabras no se olvidan fácil. No podemos olvidarlas porque el lenguaje nos hace, nos relata, el lenguaje es fósil de lo más hermoso y horrible de nuestra historia como seres humanos. Foto: Pinterest

En algún sitio, en algún lugar de la memoria o del cuerpo se almacena el relato de cada año vivido.

Discrecionalmente las palabras aprendidas a lo largo de nuestro paso por la vida se acumulan, adquieren otros significados o duermen, pero no mueren.

La primera vez que mi abuela octogenaria escuchó la palabra celular, se quedó patidifusa: ¿qué pues es eso del cedular?, preguntó. Fue hace veintiséis años,  estrenábamos década, era el año de 1990.

Y nos volvimos locos con la palabra inventada de mi abuela —que decía todo mal y se regodeaba en ello— y desde entonces así le llamamos al teléfono móvil mis hermanos y yo: el cedular.

Aunque se burlaba de nosotros y preguntaba si habíamos nacido con el aparatito ese pegado al culo, a ella la impresionó. Y eso que no existían aún los teléfonos inteligentes y eran tiempos donde la línea fija rifaba y sólo unos cuántos tenían un tabique móvil. El celular fue un antes y después en el universo verbal, al menos para mi abuela, que nunca aprendió a utilizarlo. Ni lo tocaba, le causaba tremendo susto que disfrazaba de desprecio. Era sabia; ella supo que había que tenerle miedo al aparatito ese, o al menos respeto, o al menos cuidado.

Ocurrió algo similar cuando escuchó sobre el clima cambiático, como bautizó al fenómeno del cambio climático y que también le parecía desconocido y sorprendente. Palabras nuevas para el vocabulario de mi abuela.

Hace ya rato que reviso cada diciembre el reporte anual de tendencias en búsquedas y palabras clave que los mexicanos consultamos a Google. El ejercicio es morboso, lo sé, pero no lo resisto. Ahí está la radiografía caótica de lo que somos, nuestro paisaje de flechas sin trayectoria, de jauría que corre sin perro de adelante.

Es un laboratorio, un campo semántico que da cuenta de un fenómeno hecho de alteraciones. Palabras nuevas para los mexicanos o al menos vocablos recién descubiertos, vigorosamente desempolvados, otros que nacieron destinados a convertirse en famosos momentáneos como one-hit wonder.

Asómense al resumen anual de Google, déjense atrapar por la compulsión de abrir cada categoría y subcategoría. Es laberíntico, interminable. Comparto aquí algunas palabras que exploré en el reporte del año 2016 para México.

Los Panamá Papers que encendieron la llama de la indignación pero más la llama de la curiosidad, se impusieron en nuestras bocas y en nuestros buscadores. Fuego de un bimestre que se apagó para dar paso al calor de la marcha violeta contra la violencia de género salpicada de frases como Ni una más y bienvenida la sororidad pero putas todas, en particular la periodista Andrea Noel porque está muy guapa y la atleta Alexa Moreno porque está gorda y nos cagamos en la voluntad de Rubí porque para eso es mujer y tiene apenas quince años. Es perturbador lo que atestiguan los reportes en línea de la esquizofrenia colectiva frente a la violencia de género, pareciera que la fórmula maldita no tiene remedio: mientras más espacios públicos ganamos las mujeres, más objeto somos de agresiones desbordadas.

2016 fue el año de producción a granel de Ladies y Lores: condecoramos a Lady Cien Pesos, a Lady Reportera, a Lady Matemáticas, a Lady Wuuu; concedimos el título nobiliario a diestra y siniestra. Sin olvidar a Lord Audi que tiene mención honorífica por la fulminante reacción de linchamiento colectivo.

Los buscadores explotaron saltando del doble Hoy no Circula a odiamos Uber pero maldecimos a los taxis convencionales y despreciamos el transporte público y no nos gusta caminar. Tiene su gracia no sólo ignorar hacia dónde vamos sino también en qué medio. Hasta que el destino fatal llegó una vez más: gasolinazo.

Aprendimos durante este año la palabra Brexit que jamás habíamos pronunciado y lo mexicanizamos ¿por qué no? como el Bretsit. Una y otra vez especulamos sobre la Unión Europea y la clase media mexicana tan admiradora de Europa aprendió que incluso ese Continente es falible, que puede tomar decisiones estúpidas, desaparecer, desintegrarse.

Y nos estrenamos en odiar a Donald Trump para castigarlo por su violencia —contradicción pura— al tiempo que defendíamos a Juan Gabriel y linchábamos a Nicolás Alvarado por no avalar nuestros gustos musicales. Celebramos la Fiesta de Muertos con más orgullo que nunca y las calaveritas dejaron de ser populares para convertirse en cultura de primerísimo nivel hollywoodense gracias a James Bond.

Van a encontrar todo eso, si dedican tres horas a navegar el reporte anual de Google. O todo eso los va a encontrar a ustedes. Qué cosa fascinante y escalofriante es constatar que ahora nuestras conversaciones están documentadas. Para siempre. O hasta que la nube explote y el universo se reinicie y nadie recuerde la contraseña.

Pero las palabras no se olvidan fácil. No podemos olvidarlas porque el lenguaje nos hace, nos relata, el lenguaje es fósil de lo más hermoso y horrible de nuestra historia como seres humanos.

El lenguaje también abre y cierra ciclos personalísimos. Culmina diciembres y reinicia eneros a nivel individual. Este año pronuncié por primera vez la palabra papá para decírselo al que tenía que decírselo y aprendí nombres que no conocía y que ahora son imprescindibles en mi corazón. Nominé deseos que no sabía que existían, experimenté emociones sin saber cómo se llamaban y que me hicieron guardar silencio por meses hasta que aprendí a articularlas, a nombrarlas. Mi recuento íntimo de palabras del 2016 hoy constituye un universo en gestación.

Que cada uno tenga su cosecha de vocabulario nuevo, desempolvado, redescubierto, algún memorable one-hit wonder.

Con mi abrazo siempre agradecido, les deseo que el año que termina haya valido cada segundo, que el 2017 valga cada respiración. Que no dejemos de ser y hacer lenguaje. Y que arranque el estreno de palabras.

 

@AlmaDeliaMC

 

Niños con ojeras

sábado, noviembre 26th, 2016
Ser niño y tratar de comprender el mundo puede generar una ansiedad apabullante. Foto: Cuartoscuro.

Ser niño y tratar de comprender el mundo puede generar una ansiedad apabullante. Foto: Cuartoscuro.

Para Ro, que ilumina

Rodrigo tiene siete años y unos ojos como dos escarabajos brillantes.

Lleva las mejillas encendidas y me hace pensar en una carita de sandía feliz. Ro, como él mismo se nombra, es un niño que deja rasguños de ternura en el corazón para siempre. Conversamos meciéndonos en la hamaca mientras esperamos a que su mamá nos llame para el desayuno; hablamos de todo, de gorilas y del rey león, de su amigo Enrique que nunca se come el sándwich y de religiones.

A rajatabla me suelta esta pregunta: ¿qué es judío?

Y a mí me alerta algo desde la costilla derecha, desde la nuca. Una punzada en mi interior que se amplifica como un pensamiento sonoro: este niñito me está preguntando algo que probablemente no le ha preguntado a nadie, mi respuesta podría ser determinante de un modo que ni siquiera imagino. O no. No lo sé. Pero me siento torpe, destanteada.

Cobardemente evado una respuesta concreta y me pongo a dar rodeos: creo que judío es como decir mexicano o francés, algo así, no estoy segura. Rodrigo parpadea y complementa mi pésima respuesta: ajá, pero creo que también tiene que ver con algo de un dios, por ejemplo, el dios de los católicos.

La conversación se fue poniendo de lo más divertida. Al final, Ro concluyó que él creía en el dios de todos los dioses y los dos nos declaramos fieles seguidores de Zeus. Y entonces me salvó la campana porque nos llamaron a desayunar.

La charla fue y vino a mi cabeza los siguientes días, buscaba algo. Hasta que hizo resonancia con una imagen de un viaje reciente y una escena de aeropuerto que no olvido porque hay rostros poderosos como un llamado tribal en medio de la selva.

Así era el de aquella mujer que estaba sentada frente a mí en la sala de espera, un pequeño de unos cuatro años dormía a su lado. Yo no podía quitarle la mirada de encima a la madre, su semblante era un imán. Sacó un recipiente con comida que se tiró encima y me pidió que cuidara al niño un segundo para levantarse por servilletas de papel, el crío llevaba la cabeza cubierta con el kipá característico de los practicantes del judaísmo. Abrió los ojos y me pareció que todo él salía de sus ojeras, que esas marcas profundas bajo sus ojos eran dos madrigueras relatando la historia legendaria de un clan. Era un niño bellísimo. No lloró, sonrió con esa placidez de recién despertado. Pronto regresó la madre y se fueron a otra sala de espera.

Me hubiera encantado atreverme a la lógica infantil en la conversación con Rodrigo y contestarle que judío es un niño de ojos muy hermosos y con ojeras. No sé. Desbaratar lo que sabemos como adultos puede ser hilarante, hermoso, abismal. Como la niñez.

Hace un par de días leí sobre el niño de once años que inventó una mochila antibalas en Matamoros porque en su comunidad las balaceras son lo cotidiano. Me llamaron la atención sus ojeras. ¿Es que no duermen los niños de ahora? ¿Por qué?

Una y otra vez llegan mensajes de la niña Bana Alabed de siete años que narra la guerra desde Aleppo en su cuenta de twitter @alabedbana —administrada por la madre— ¿Han visto las ojeras de Bana?

Pienso en esa niña que corrigió a Aurelio Nuño con tal espontaneidad y todo lo que los adultos famélicos por el escándalo digital vociferamos al respecto.

Imagino a muchos pequeños preguntando a sus padres por qué hay que llevar una mochila antibalas, les deseo suerte con la respuesta (hace un año, una amiga me contaba que su hijo de ocho le preguntó por el cadáver de Aylan Kurdi en la playa).

De nuevo algo me alerta, ¿les estaremos dando voz a los niños o simplemente los estamos poniendo de moda en el discurso político? Ojalá que no se trate de una narrativa que se va a posicionar como tendencia y que convertiremos en una torcida ideología más: tiesa, políticamente correcta, plagada de memes y griterío digital sin sentido.

Perdonen que desconfíe de nosotros pero hay razones. Ojalá que lo que vemos no sean sólo señales de la nueva neurosis convertida en causa social a modo, en trending topic, en efervescencia temática de los niños en las redes sociales.

Todos somos sobrevivientes del niño que fuimos, crecer es duro, peor en unas circunstancias que en otras, pero es una experiencia difícil. Ser niño y tratar de comprender el mundo puede generar una ansiedad apabullante. No sé cómo se las van a arreglar los pequeños de ahora para entender el que entre todos estamos construyendo. No sé cómo nos las vamos a arreglar los adultos dar respuestas de las que somos responsables.

Qué contestar a un niño de siete años cuando pregunte ¿qué es ser un ilegal? ¿qué es migrante? ¿por qué se necesita una mochila anti balas? ¿por qué el presidente de Estados Unidos quiere construir un muro? ¿qué son los desaparecidos?

Y temo que esas preguntas ya contienen una respuesta perturbadora desde el momento en que pudieron formularse. Esas preguntas, aún sin la respuesta, relatan el lado horrible de nuestro mundo.

Nos queda observar, darnos cuenta de lo que tenemos en las manos. Y no sé qué más. Recupero y me abrazo a este fragmento de un poema de Gonzalo Rojas para su hijo:

Aún me veo, como un árbol, respirando para tus nacientes pulmones, librándote de la persecución y el rapto de las fieras.

 

@AlmaDeliaMC

Las cosas son como son

sábado, noviembre 19th, 2016
Buen Fin: o te desternillas de risa con los mensajes recibidos, o te tiras a una conveniente depresión posmoderna o te pones a comprar bajo el influjo diabólico que se apodera de ti. Foto: Cuartoscuro

Buen Fin: o te desternillas de risa con los mensajes recibidos, o te tiras a una conveniente depresión posmoderna o te pones a comprar bajo el influjo diabólico que se apodera de ti. Foto: Cuartoscuro

Despiertas y —qué caso tiene negarlo— estiras la mano no para abrazar al cuerpo amado, sino para revisar tu inseparable Smartphone. Tu teléfono, esa compañía omnipresente que te contiene y sabe todo de tu saldo bancario, tus deudas, tus relaciones, tus viajes, tus crisis familiares, tu pornografía y tu trabajo, te dice que ha empezado un nuevo día.

Como eres un adulto responsable, revisas el correo para ponerte al tanto con los pendientes laborales y te encuentras con una veintena (tal vez más) de mensajes que te invitan a comprar porque ha llegado el Buen Fin, una suerte de misterio metafísico que se presenta antes del principio del fin de año (ayúdanos, Cronos).

Hay tres opciones: o te desternillas de risa con los mensajes recibidos, o te tiras a una conveniente depresión posmoderna o te pones a comprar bajo el influjo diabólico que se apodera de ti.

Yo he sido invitada a comprar salud por un laboratorio que sabe tanto de mi condición hormonal y hepática como crediticia, debajo hay otro correo aún sin leer con el alarmante asunto “ÚLTIMAS HORAS compra tu laptop y una Smart Tv”, el siguiente me excita hablándome de seducción para que sucumba ante un par zapatos, uno más me recuerda que la silla de mi sueños tiene 50 por ciento de descuento, otro me dice que las piezas para sobrevivir al invierno ya llegaron e inevitablemente pienso en esas mujeres que llevan un bóvido salvaje por abrigo ¿sobrevivir al invierno se tratará de cazar a un mamut o a un bisonte del color de la temporada?

Y la lista sigue, tan disímbola como ridícula, tan hilarante como irritante, tan no mamen en qué momento cometí la estupidez de darle mi cuenta a tantas tiendas.

Mi respiración se va tornando taquicárdica a ritmo de aprovecha, últimos minutos, promociones únicas, obtén 40 por ciento de descuento, obtén 50 por ciento de descuento, obtén 30 por ciento en puntos, obtén un accesorio gratis. Porque obtener es el verbo, es el alfa y omega, el principio y el fin.

Obtengamos pues, pero, oh dioses, cuál de todos los correos abriré: ¿me voy de viaje? ¿estreno zapatos? ¿obtengo el mamut barato? ¿me mido el colesterol a mitad de precio o compro la playera deportiva de mis sueños?

Lo cierto es que todos esos objetos no son los de “mis sueños” ni son “justo lo que necesitaba”, son sólo el vicio moral de mi tiempo.

Creo que la palabra hiperconsumismo se queda corta para esto que hacemos. Hay una narrativa preciosa en cómo vamos transitando estos tres conceptos que, perdonen sus mercedes que los ponga en inglés, pero es así como han colonizado al mundo entero: del E-commerce donde la E es de Electrónico, pasamos al Omni Channel donde el prefijo Omni se refiere al todo, a la totalidad; y ahí les va lo más nuevo, el U-commerce donde la U es de Ubiquitous, sí el atributo divino de la ubicuidad. O sea que el consumo es Dios que está en todo momento y en todo lugar al mismo tiempo. Con razón nos hemos entregado a él en cuerpo y alma, al más puro estilo de la experiencia mística con la deidad suprema.

No es que venga a corregirle la plana a nadie porque somos todos muy libres de hacer con nuestro dinero lo que nos venga en gana; que viva la felicidad del hiperconsumismo, el omniconsumismo y el consumismo ubicuo. Pero, pero, pero. No podemos negar que hay un vicio moral en esto, que nuestra manera oligofrénica de comprar trae consecuencias, que valdría la pena parar y preguntarnos por qué lo hacemos.

Ocho millones de toneladas de plástico llegan a los mares y océanos del planeta cada año (Estudio publicado en Science), y el 94 por ciento de los ríos en México están contaminados (Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM). Las imágenes son desoladoras, ahí están los desechos de nuestra felicidad obtenida al 50 por ciento de descuento.

Hay una novela de Georges Perec, publicada en 1967 pero que bien podría ser una publicación de ayer, se llama Las Cosas. Aquí va un fragmento: “Al día siguiente se encerraban en casa, haciendo dietas, mareados, abusando de cafés y pastillas efervescentes. No salían hasta caída la noche, iban a comer a un snack bar caro un steak sin guarnición. Tomaban decisiones drásticas: no fumarían más, no beberían más, no derrocharían más dinero. Se sentían vacíos y estúpidos”

Y sí, sintiéndome vacía y estúpida, lo único que alcanzo a concluir es que las cosas con como son, los pendejos somos nosotros por dejar que nos gobiernen.

@AlmaDeliaMC

Es la civilización, idiota

sábado, noviembre 12th, 2016
Todos estos eventos que nos dejaron pasmados y sin poder creer lo que nuestros ojos veían, tienen un perturbador elemento en común: llegamos a ellos a partir del voto de la mayoría, lo que sea que mayoría signifique en las trampas de la estadística. Foto: Especial.

Todos estos eventos que nos dejaron pasmados y sin poder creer lo que nuestros ojos veían, tienen un perturbador elemento en común: llegamos a ellos a partir del voto de la mayoría, lo que sea que mayoría signifique en las trampas de la estadística. Foto: Especial.

Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé.

Pero esta vez ni siquiera el ritmo del tango logra poner una dosis de simpatía a lo que implica el triunfo de Trump porque las consecuencias serán inabarcables, impredecibles; creo que ni haciendo cónclave con los analistas políticos y sociólogos más brillantes podríamos esperar un pronóstico atinado de lo que viene porque, como ya se vio, somos un colectivo capaz de tomar decisiones insospechadas.

Anticipar lo que traerá el futuro me parece francamente imposible, pero pienso que sí podemos tratar de comprender lo que ya ocurrió y creo que el corazón de la sociedad occidental acaba de entregarnos un diagnóstico demoledor de nuestra crisis sistémica.

Lo que ocurrió este 8 de noviembre en EU es la representación impecable de que la serpiente se mordió la cola: democratizamos la exclusión.

Me atrevo a decir que la democracia está alcanzando un escalón perverso porque iguala la sensatez a la locura, la propuesta propositiva a la descalificación violenta, la inclusión a la exclusión, la ignorancia a la información y un largo etcétera que es más que un juego de palabras. Intento explicarme: me pregunto cómo se van a incluir en la historia de este puto mundo los capítulos del “Sí” al Brexit en el Reino Unido, del “No” a la paz en Colombia, de la Presidencia de Trump, y, si me apuran, del regreso del PRI a México luego de décadas de esa dictadura de la que parecíamos estar hartos.

Todos estos eventos que nos dejaron pasmados y sin poder creer lo que nuestros ojos veían tienen un perturbador elemento en común: llegamos a ellos a partir del voto de la mayoría, lo que sea que mayoría signifique en las trampas de la estadística.

¿Qué mensaje hay detrás de esos votos? ¿Qué mensaje colectivo entraña rechazar un acuerdo de paz, elegir a un narcisista violento (un Calígula posmoderno) como Presidente del país más influyente del mundo?  Los alcances del triunfo de Trump son para temblar no sólo por él con su bravuconería y su desequilibrada personalidad, no sólo por el inmenso poder que un agresor declarado tendrá en sus manos; son para temblar por lo que desde ya confirman: el colectivo está enfermo y en crisis, no verlo sería una miopía imperdonable.

El problema, repetiré la obviedad, somos todos. Y por ello insisto, la democracia hoy evidencia signos patológicos; ¿qué hay detrás del voto del odio? ¿Será que el voto del odio es el voto del miedo? ¿Por qué tenemos tanto miedo unos de otros?

Nuestras acciones colectivas lo dicen a gritos una y otra vez. Ya sea en las jornadas electorales o en las manifestaciones digitales que desembocan en juicios donde todos, como mayoría abrumadora, damos nuestro “voto” para linchar a un personaje cada tanto, y a muchas personas muy seguido.

Y no quiero pensar que lo de Trump se reduce a la aceptación cínica de que a nuestra civilización le gustan los showman, los payasos, el entretenimiento. Me niego a pararme en la plataforma del cinismo. Me niego porque el cinismo es cómodo y la comodidad, ya se sabe, lo arruina todo.

Vuelvo a preguntarme sobre las elecciones, sobre este sistema que se supone es la manifestación máxima de nuestra evolución y me desespero porque no encuentro respuestas; pero siento escalofríos al pensar que, si el mundo depende de nuestros votos, vamos directo al caos. Para colmo, un caos institucionalizado y legalizado que avala tanto las decisiones destructivas como las constructivas.

Habrá que esperar a que la serpiente pase de engullirse la cola, a comerse el cuerpo y devorarse la cabeza… quizá no falta tanto, quizá entonces podamos replantearnos. O quizá mi pesimismo sea una exageración y mi ánimo está más espeso que nunca. Lo acepto.

Pero hablar de la frustración y el desencanto se antoja sano, necesario. Decir lo que sentimos además de lo que pensamos también es una forma de hacer sociedad, por más que ahora mismo me parezca tan jodida que me dan ganas de quitarle la coma al título de este texto y dejarlo así: Es la civilización idiota.

@AlmaDeliaMC

 

El caballo de mi reino

sábado, noviembre 5th, 2016
Los caballos se me antojan de pronto la antítesis de la ligereza de estos tiempos en que hacemos lo que sea para no sentir el peso de la existencia. Foto: Alberto Alcocer/ @beco / b3co.com

Los caballos se me antojan de pronto la antítesis de la ligereza de estos tiempos en que hacemos lo que sea para no sentir el peso de la existencia. Foto: Alberto Alcocer/ @beco / b3co.com

Nací para sentir intensamente y no hay remedio.

Y esta manera de estar en el mundo tiene períodos de gracia que hacen que existir sea una experiencia resplandeciente pero tiene también terribles períodos de desplome.

Pasé años de mi vida peleando con mis formas vehementes, pretendiendo la ligereza, esperanzada de que, con la edad, viniera la calma. Hasta ahora no ha ocurrido.

Todo se lo debo al animal que me habita, y, vayan ustedes a saber por qué, pero estoy convencida de que mi animal es un caballo: maltrecho, cansado y de carga unas veces, hermoso, fuerte y salvaje otras.

Cada vez que muevo mi universo —o me lo mueven— y viene un cambio de rumbo fundamental, yo sueño con caballos. Los caballos de mis sueños hablan, sonríen y hasta cantan. Bendita psique que es todas las drogas duras en una.

Y de unos días para acá, pensar en caballos me hace llorar y no podía quedarme sin hurgar en mi propia espesura así que me puse a pensar y a leer sobre iconografía e historias de caballos.

Sus acepciones simbólicas son múltiples. Estos animales extraordinarios se asocian al inframundo, al poder, al trabajo arduo y, paradójicamente, a la libertad. Pero la imagen que más me sacude, es esa que da cuenta de la fusión humano-bestia que nos cohesiona al tiempo que nos desgarra. En el Diccionario de los Símbolos de Jean Chavalier y Alain Gheerbrant se describe así: “El caballo no es un animal como los otros. Es el vehículo, y su destino es inseparable del humano. Entre ambos interviene una dialéctica particular (…) En pleno mediodía, arrastrado por la potencia de su carrera, el caballo galopa ciegamente y el jinete, con grandes ojos abiertos, previene sus pánicos y lo dirige hacia la meta asignada; pero de noche, cuando el jinete a su vez está ciego, el caballo se torna vidente y guía (…) cuando hay conflicto entre ambos, la carrera puede conducir a la locura y la muerte, cuando hay acuerdo, la carrera se hace triunfal”

Esa línea teatral e inmortalizada del Rey Ricardo III en la batalla final de su vida, combatiendo a pie, herido de muerte pero consciente de que sin su animal está perdido, cada vez me hace más sentido: ¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!

Los caballos se me antojan de pronto la antítesis de la ligereza de estos tiempos en que hacemos lo que sea para no sentir el peso de la existencia, creo que son un símbolo brutal de la dimensión dura y carnal de estar vivos, del placer de consumirse a uno mismo corriendo, trabajando, dejando el sudor y cada potencia milimétrica de nuestros músculos en la interminable carrera de ser.

Y me digo a mí misma que está bien dejar de ser mi cabeza, dejar de ser las ideas, la tecnología, la obsesión binaria de la comunicación digital reducida a una imagen de Snapchat y ser este cuerpo, estas piernas, estos brazos, este dolor de panza, estas ganas de llorar y estas carcajadas sonoras. Está bien ser el animal que somos.

Philip Roth puso el dedo en la llaga con el título de su novela The Dying Animal (El animal moribundo), qué acertado, joder, esas palabras describen con precisión lo que pasa cuando el instinto nos abandona o amenaza con abandonarnos.

Así que vuelvo a honrar al caballo de mi reino, un poco flaco ahora mismo, pero siempre mi animal que me salva, que me guía, que me permite correr en la oscuridad.

Y me digo también que ya estuvo bueno de “me hubiera gustado ser más tranquila” porque no hay nada que hacer, es como si sufriera por no ser más alta y corpulenta o pelirroja o yo qué sé.

Soy pequeña, soy morena, soy intensa. Lo acepto.

Ese es mi pacto con la vida, la postal de cumpleaños que me he escrito a mí misma. Y acaricio los costados de mi caballo en este breve descanso mientras le digo que mañana temprano volveremos a correr.

@AlmaDeliaMC

País de sepultureros

sábado, octubre 29th, 2016
Más de cien mil muertos, decapitados, desaparecidos, enterrados en fosas clandestinas, tirados en el basurero, reducidos a cenizas, ahogados en canales de podredumbre, muertos que cuelgan en las plazas públicas. ¿Por qué minimizamos a recuento lo que debería provocar escalofríos? ¿Será que nos convertimos todos en sepultureros? Imagen: Pinterest

Más de cien mil muertos, decapitados, desaparecidos, enterrados en fosas clandestinas, tirados en el basurero, reducidos a cenizas, ahogados en canales de podredumbre, muertos que cuelgan en las plazas públicas. ¿Por qué minimizamos a recuento lo que debería provocar escalofríos? ¿Será que nos convertimos todos en sepultureros? Imagen: Pinterest

—¿Quieres que te diga la verdad? Si la difunta no fuese una dama distinguida, no le hubieran dado sepultura cristiana.

(Hamlet, Acto V, Escena I)

Supongamos que ustedes, o yo, contáramos nuestra vida laboral a partir de cuántos muertos hemos enterrado.

Imaginemos que los indicadores de nuestro desempeño, la cuota del mes, el equivalente al presupuesto de ventas, se midiera en cuerpos eficientemente sepultados.

Supongamos que ir a la oficina no significara otra cosa que atender, físicamente, a la muerte. Confrontar día a día lo que viene con ella: el dolor ajeno, la putrefacción, la tensión de manipular un cuerpo ajeno, de escuchar nuestras ideas morales o religiosas revoloteando en la cabeza mientras dejamos caer un saco de piel y huesos sin alma (si creemos tal cosa) dos metros bajo tierra.

El oficio de sepulturero —como el de la prostitución— quizá sólo pueda desempeñarse bajo la premisa de la automatización, se me ocurre. Y se me ocurre desde mi más profunda ignorancia pero también desde la certeza de que si yo me dedicara a ello, echaría mano de la única estrategia de sobrevivencia posible: no sentir. Fingir. Erosionar las emociones, reducirlo sólo a un trabajo mecánico.

En el Acto V de Hamlet, esa maravilla bien parida por Shakespeare, hay una escena hilarante entre dos sepultureros que, en tono satírico (incluso son identificados como Clown 1 y Clown 2) discuten sobre la muerte mientras cavan la fosa para la difunta Ofelia al tiempo que lanzan cráneos dándose un festín con las osamentas del cementerio. El príncipe Hamlet los espía y se pregunta: “Esa calavera tuvo una lengua dentro, y en otro tiempo podía cantar. Cómo la tira al suelo el bribón (…) ¿Costaron estos huesos su crianza sólo para jugar a los bolos con ellos? Me duele pensarlo”

Melancólico, filósofo y poeta, azotado pues, Hamlet no puede creerlo. Tanta insensibilidad ante la muerte, le perturba. No hay que ser un experto shakespereano para suponer que el autor expresa su horror ante la muerte a través de Hamlet.

Cavilando nebulosas ideas (no tan elaboradas como las del príncipe pero igual de inútiles) me he preguntado qué haría Shakespeare si viera la relación que los mexicanos tenemos con la muerte. Este pueblo de locos donde comemos cráneos hechos azúcar, semillas de amaranto o chocolate; donde abrimos las tumbas de los muertos para limpiarlas y le escribimos provocadoras rimas a la huesuda que van desde una broma inocente hasta el reclamo político furioso o la propuesta sexual más hardcore, ruda y sin prejuicios.

Como dicen mis amigos españoles, yo creo que Shakespeare fliparía, se le saldrían los ojos, querría sentarse a escribir. México podría ser tan inspirador como Dinamarca o Escocia para tejer con hilos de sangre una señora tragedia.

Porque así como es innegable que intrigamos al mundo entero por la peculiar convivencia con la muerte y nuestra Fiesta de Muertos que es tan extraordinaria y compleja como nuestra identidad; es también innegable que el mundo se sorprende ante la normalización que los mexicanos hemos hecho de los muertos. Desde que la estúpida guerra contra el narco y la corrupción sistémica convirtieron esta tierra en campo de fosas clandestinas, no hay mañana que no nos levantemos con un nuevo conteo, diez o treinta más o sólo uno, da igual: más muertos para el presupuesto de ventas. Transcurren los años y lo que debería ser escándalo, pasmo, a veces no llega siquiera al asombro.

¿Qué nos pasó?

Más de cien mil muertos, decapitados, desaparecidos, enterrados en fosas clandestinas, tirados en el basurero, reducidos a cenizas, ahogados en canales de podredumbre, muertos que cuelgan en las plazas públicas. ¿Por qué minimizamos a recuento lo que debería provocar escalofríos? ¿Será que nos convertimos todos en sepultureros?

Dentro de poco será Día de Muertos, de esos que no son de nadie pero que son de todos; será el día para celebrar a esas personas que tuvieron nombre y apellido, que tuvieron una lengua dentro del cráneo y que alguna vez estuvieron vivos, cantando.
Los que quedamos, los que vivimos ¿no deberíamos honrarlos a ellos, y sobre todo honrarnos a nosotros mismos, defendiendo la vida, indignándonos?

Cometeré la más grande de las herejías parafraseando a Shakespeare:

¿Costaron estos huesos su crianza sólo para jugar a las estadísticas con ellos? Me duele pensarlo.

@AlmaDeliaMC

Olakease mi fémina flor

sábado, octubre 22nd, 2016
A mí, que soy neurótica y que me importan esa nimiedad llamada lenguaje, me va a dar algo. Ya sé que a pocos interesa, que me acusarán de amargada, pero es que, al menos yo, muero de vergüenza de pensar que los marcianos van a concluir que los humanos de este tiempo somos retrasados verbales y disléxicos emocionales. ¿Shí o nosh? Foto: Pinterest

A mí, que soy neurótica y que me importan esa nimiedad llamada lenguaje, me va a dar algo. Ya sé que a pocos interesa, que me acusarán de amargada, pero es que, al menos yo, muero de vergüenza de pensar que los marcianos van a concluir que los humanos de este tiempo somos retrasados verbales y disléxicos emocionales. ¿Shí o nosh? Foto: Pinterest

Amigo marciano, visitante extraterrestre que descubre esta parte del planeta Tierra llamada México: aunque usted no lo crea, el título de este texto es la lexicalización de un sentimiento y es, también, algo que hemos categorizado como una suerte de poema menor, me refiero a un poetuit.

No, no estoy en drogas. Sucede que releí el Diccionario de los sentimientos de José Antonio Marina y Marisa López Penas (Anagrama, 1999) que parte de un supuesto genial: “Si un diccionario fuera la única fuente de información para un extraterrestre, sabría que los terráqueos perciben, conocen, evalúan, sufren, desean, se decepcionan(…) Sin embargo, sólo podría entender el significado de esas palabras cuando pudiera saltar desde ellas hasta la experiencia”

Es decir que nuestro léxico contiene una sabiduría colectiva milenaria y contiene también información de nuestra identidad como pueblo, como generación, como entes históricos. Analizar cómo hablamos y qué conceptos se van poniendo de moda y cuáles se van volviendo anacrónicos, es una fiel radiografía de quiénes somos, cómo hacemos funcionar al mundo, pero, sobre todo, de cómo sentimos.

Hará cosa de un par de semanas, me reía con el simpático cuestionamiento de alguien que declaraba “No sé qué pensar de un adulto con educación superior que escribe “baia baia” “shi”, “nosh“… pronto me sumé a su insidiosa declaración con la que concuerdo hasta la última de mis células envenenadas de fascinación por las palabras. Escribir “mi amortz”, “finde”, “sho” y todas esas creativas lindezas, al menos para mí —y perdonen mi falta de buenondismo—, revela una necesidad de infantilización recalcitrante.

A mí me provoca repele una manifestación amorosa del tipo “chí, mi amortz”. Repele, convulsión, contra-amor, fiebre tifoidea, roña y diarrea exudativa.

Volviendo al divertidísimo supuesto de Marina y López, me pregunto qué pensaría un marciano, un venusino o natural del planeta que a usted se le antoje, si analizara con interés antropológico el léxico colectivo con que las redes sociales poco a poco han ido colonizando nuestra forma de comunicación cotidiana, nuestras expresiones emocionales y, para colmo de la devastación, también nuestro lenguaje poético.

Mi termómetro sube a niveles enfebrecidos cada vez que leo esos ciento cuarenta caracteres que se pretenden poemas y que ofrecen burdas figuras como la negra noche, la flor de mi mujer, el beso de mi lengua con tu alma de mujer(¡agh!) o que de plano pretenden sorprender con el consabido tus ojos son dos y tu boca es una. Estamos más allá de la chingada.

Claro que la lengua es festiva, vital, mutable, significante y todo eso que tanto he alegado y que realmente creo pero es que todos tenemos taras y manías y yo de veras que no puedo con el asombro de ver al mundo tan tranquilo ahora que estamos haciendo jirones de las palabras. Si no es en las oficinas con el humanoide lenguaje corporativo y sus “es correcto” “al final del día” y “la robusta propuesta” son las redes sociales con todas las infamias que ya cité.

Ese olakease mi fémina flor, lo juro por mis ancestros, pronto podría convertirse en la frase más vendida de miles de tarjetas (digitales o impresas) para celebrar cumpleaños, Día de las Madres o San Valentín. Y a mí me dan escalofríos al contemplar nuestra pasividad, no es posible que la convergencia de cuantas generaciones conformamos la orgía del presente, no nos alcemos en armas para detener esta masacre. Pero eso sí, muy ofendidos estamos por el premio literario de Bob Dylan. Qué te digo, amigo marciano.

Poner una palabra detrás de la otra con un toque de cursilería no convierte una línea en poesía, decir una obviedad que remata con su razonamiento contrario (del tipo: no estoy solo, solo estoy) tampoco hace un aforismo y entregarse al abismo amoroso mediante un “chí, mi amortz” me parece abominable.

A mí, que soy neurótica y que me importan esa nimiedad llamada lenguaje, me va a dar algo. Ya sé que a pocos interesa, que me acusarán de amargada, pero es que, al menos yo, muero de vergüenza de pensar que los marcianos van a concluir que los humanos de este tiempo somos retrasados verbales y disléxicos emocionales. ¿Shí o nosh?

 

@AlmaDeliaMC