Archive for the ‘Posmodernos y jodidos’ Category

El sexo no es para gordos ni parapléjicos

sábado, enero 23rd, 2016
Foto: curvyharmony.blogspot

Entregarse a la alegría del placer es un derecho irrenunciable, único. ¿Por qué habríamos de cancelarlo por tener una condición distinta? Y cuantimás ¿por qué limitarlo en función de la talla del pantalón o los kilos que registra la puta báscula? Foto: curvyharmony.blogspot

“Estaba convencida de que, como chica obesa, tal vez llegaría a echar tres o cuatro polvos en mi vida, y que les dejaría el sexo ocasional a las chicas guapas y delgadas, para quienes estaba pensado ese pasatiempo. (…) Pero ahora he descubierto la verdad: que cualquier mujer puede echar un polvo”.

Johanna es un adorable personaje cuya humanidad conmueve, enternece y hace soltar carcajadas y exhalaciones de desesperación. Johanna, de la novela Cómo se hace una chica (Caitlin Moran, Anagrama 2015) tiene catorce años y es extraordinariamente verdadera, aunque sea una chica de ficción. Recorrí la evolución de este personaje agradeciendo cada letra, siendo testigo de una intimidad compartida y enlazada con mi propia historia y con la de muchas personas que conozco.

Cuando tienes quince años, tu imagen no es perfecta y tiendes al sobrepeso, estás convencida de una sola cosa: soy tan fea que nadie querrá tener sexo conmigo.
Aunque a veces esta premisa pase por variantes del tipo “si alguna vez llego a coger me aseguraré de apagar las luces para que no vean mi cuerpo de salchichón” o “me gusta E, si bajo de peso tal vez se interese en mí”. La convicción es una: no pertenezco al mundo de los sexualmente atractivos.

Johanna descubre, con el tiempo y una valentía de gladiadora, que pesar ocho o diez kilos extra no es ningún impedimento para disfrutar tu sexualidad y que una buena cogida no depende en lo absoluto de cuánto gramaje registra la báscula de los respectivos involucrados. Pero el discurso es machacante hasta tal punto que llegan los veinte, los treinta y los cuarenta años y seguimos tasando el índice de atracción (si tal cosa existe) a partir del pesaje de las carnes y huesos del cuerpo que habitamos.

Porque no me negarán, queridísimos lectores, que el mensaje está ahí, más vigente que nunca y con más medios a su disposición para ser difundido que en ninguna otra época. Basta mirar la pantalla de la computadora, tableta electrónica, Smartphone, televisión, revista o espectacular publicitario que tengamos cerca.

Pareciera que hay un universo alterno en el que sólo existen mujeres delgadas y de cuerpos definidos con base en un modelo estándar acompañadas siempre de hombres musculosos de apariencia mamadora que son los legítimos dueños del disfrute sexual. Y las demás, o constituimos una extraña parafilia de seres bajitos, rechonchos y poco tonificados que deseamos lo imperfecto, o ya nos jodimos. O cómo le hacemos.

Mientras escribo esto recuerdo la historia de Mark O’Brien, el poeta y periodista estadounidense tetrapléjico en cuya vida se basó la película The Sessions (Ben Lewin, 2012). Anclado a una camilla y sin poder moverse pero tan vivo como cualquiera, decide que no piensa pasar un día más sin enterarse de qué va ese glorioso evento que divide a la humanidad en los que sí y los que no: el sexo.

No contaré la película, sólo diré que me hizo pensar en algo que jamás había cruzado por mi cabeza: los estereotipos atléticos de belleza limitan y deforman la percepción de lo que es sensual o erótico, sí; pero ni qué decir de la exclusión y segregación que hacemos con las personas cuyos cuerpos no son como los de la mayoría. Alguien que no puede moverse o quien le faltan las piernas o los brazos ¿cómo carajos resuelve su sexualidad? ¿tiene siquiera oportunidad de hacerlo? Por más que nuestros límites de lo conocido se empeñen en negarlo, natura dice otra cosa: somos el reino de lo biodiverso.
Y aún el más distinto de los cuerpos aloja una psique llena de deseos.

No hace mucho me hospedé en un lugar donde vivía un chico parapléjico y era evidente que el deseo lo inundaba, por mí y por cuanta mujer pasara junto a él. Qué circunstancia tan difícil la suya. Qué pena que el mundo no esté mejor preparado para facilitar la experiencia de O’Brien a otras personas.

Si tomamos la ruta de la realidad partiendo de una condición como la paraplejia para llegar hasta el cuerpo hermosamente cincelado que vemos en las revistas recorreremos una distancia en eras geológicas. Pasando por barrigas prominentes, cinturas deformes, nalgas anchas, piernas con celulitis, brazos rollizos, tetas pequeñas o penes flaquitos.

Entregarse a la alegría del placer es un derecho irrenunciable, único. ¿Por qué habríamos de cancelarlo por tener una condición distinta? Y cuantimás ¿por qué limitarlo en función de la talla del pantalón o los kilos que registra la puta báscula?

No tengo la más peregrina idea de cuántos seres humanos tenemos un cuerpo que se aleja del estándar publicitario, calculo que el número debe ser cercano al 99 por ciento. Pero más que el dato duro (oh, sí, más duro), me gusta pensar en la profundidad (oh, sí, más profundo) de la experiencia como un universo infinito donde todo cabe y donde la oscuridad es tanta, que nadie debería preocuparse por la despiadada luz de ese reflector escandalosamente ignorante, retrógrado y conservador.

El gozo no admite estándares, el gozo es el que es y bien vale, más que una misa, una fe incluyente que parte de una premisa: todos somos imperfectos y (casi) todos queremos coger.

Como dice Johanna, el mayor y más asombroso secreto del universo es que todos podemos, si queremos, tener un encuentro sexual y de pronto te das cuenta de que estás ahí, en algún rincón oscuro, entre beso y beso, tratando de averiguar hasta dónde puede llegar tu cuerpo.
Ese cuerpo, el que es tuyo, el que te lo ha dado todo.

Esa voz

sábado, enero 16th, 2016

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Se desea el infinito cuando no se está lleno, cuando se va por la vida con una oquedad inmensa en el pecho. Y así se ama, inconmensurablemente.
Y así esperamos que nos amen.

Llevo toda la tarde escuchando una playlist que armé con canciones de Nina Simone, Janis Joplin y Amy Winehouse. Le llamé Rotas.
Y, durante algunos segundos, traté de imaginar qué se dirían en una conversación.
Están los naturales del amor y los que nacimos fuera del amor y luego hemos llegado a él así, bastardos, con la cruz del abandono o del rechazo en la frente.

Pronto me di cuenta de que no podía pensar en lo que ellas dirían de sí mismas, sino en lo que su existencia –o la existencia de personajes similares– dice de nosotros, los “normales”.
Y es que la historia de sus vidas habla de ellas, desde luego, pero también habla de nosotros, la colectividad que contempla y demanda de esos seres extraordinariamente vivos y extraordinariamente talentosos, que nos acerquen al fuego, que nos permitan presenciar la combustión de la que nosotros nunca seremos capaces.

Debe ser imposible respirar llevando a cuestas la tragedia de no pertenecer a nada y al mismo tiempo tener algo que todos quieren de ti. La insostenible tragedia de que los demás quieran viajar a través de tu herida para llegar a su propia emocionalidad.
Porque nosotros, los espectadores que tenemos un comportamiento normal y una vida normal, necesitamos –más que espectáculo– esencia, carne, vértigo; necesitamos asomarnos a la ventana del abismo de los que están dispuestos a abismarse.

Una angustia legionaria, una herida bien alojada y talento. Qué difícil ha de ser bancársela si esas son las cartas que te tocaron en el juego, pienso.
Escuchando sus voces fascinantes siento algo diferente cada vez: ternura, inquietud, furia, amor. Pero mirándolas en la pantalla dan ganas de levantarse, saltar y bailar –o retorcerse como ellas al ritmo de su canto casi tribal.

Las he visto montones de veces en videos y no hace mucho me di un atracón con sus respectivos documentales biográficos: What happened, Miss Simone? (Liz Garbus, 2015); Amy, the girl behind the name (Asif Kapadia, 2015) y Janis Joplin, Little Blue Girl (Amy Berg, 2015).
Y si la resonancia de una aguda vitalidad acribillando su interior me llega a través de un artefacto, no puedo evitar preguntarme ¿cómo habrá sido escuchar a Janis Joplin en un concierto? ¿cómo sería estar a cinco mesas del piano de Nina Simone en algún bar?, ¿recibir la voz reptante de Amy cuando todavía podía cantar en vivo?

¿Cómo sería vivir a su lado?
Pienso en sus cercanos, en toda la gente que peleaba por un pedazo de ellas; debe ser desquiciante sentir que hay multitudes pidiendo algo de ti pero que no haya quien duerma contigo.
Las tres murieron en su cama, solas, mientras ¿dormían? ¿soñaban? ¿qué soñaría Janis Joplin en su último sueño? ¿soñaría Amy con una palabra que iba a convertir en la primera línea de su próxima canción?
Ansiolíticos, antidepresivos, heroína, vodka, ataques de ira: esa era su lista de pendientes infernales por resolver.
Lo sé, sin dudarlo, preferimos una lista que diga: súper, alquiler, verificación del coche, escuela de los niños. Ni cómo juzgar la funcional elección que la mayoría hacemos. Y así está bien, así estamos medianamente bien.
Pero es que esa voz que nace de una herida, de una carencia, posibilita una completitud que tal vez nosotros, en la medianía de nuestro bienestar, nunca conoceremos.

Dicen que Nina Simone dijo que de no haber tenido un piano que la salvara, se habría convertido en asesina.
Qué triste ironía, me digo, ellas nos salvan a nosotros de esta cordura estándar, de este índice de emocionalidad normal y aún así tuvieron que cumplir su condena. Y de qué manera.

Mexico City

sábado, enero 9th, 2016
El texto del NYT sobre la Ciudad de México tiene déficit de la Ciudad de México. Foto:  Julia Klug frente a Catedral (2012) por Alberto Alcocer

El texto del NYT sobre la Ciudad de México tiene déficit de la Ciudad de México. Foto: Julia Klug frente a Catedral (2012) por Alberto Alcocer

Andar por esta ciudad es, sobre todo, no saber. No saber a qué hora llegarás a tu destino ni cuál calle amanecerá rota o en obra, no saber cuál de las sorprendentes jacarandas de tu vecindario habrá empezado a florear antes de tiempo. Es ignorar si el metro avanzará o se detendrá, si te tocará un concierto apoteósico de vendedores en el semáforo, si encontrarás el mejor lugar para estacionar o sufrirás como piadoso en penitencia buscando dónde dejar el auto.

Andar por esta ciudad es no saber si escucharás música de cilindro, de banda, boleros o cumbias y es no saber si encarnará frente a ti Santa Cata, nuestra señora de las tortas de tamal, con el milagro de su sagrado alimento o se te aparecerá el huichol más elegante y mejor vestido que has visto en tu vida dejándote a la puerta de un viaje de formas y colores alucinógenos.

Es no saber si te robarán el móvil o la cartera y no saber si la comida corrida del día –esa por la que sólo pagas cuarenta pesos- vendrá acompañada de agua de horchata, piña o sandía.

Mi vida es transitar esta amada ciudad desde hace treinta y ocho años y aunque he recorrido una parte del universo chilango sé que no es más que eso: apenas una parte. Pasé de Nezahualcóyotl (sí, es Estado de México) a la delegación Cuauhtémoc y luego a Azcapotzalco, después a la Gustavo A. Madero y luego a Tlalpan, Coyoacán, Miguel Hidalgo y, por ahora, estoy en la Cuauhtémoc de nuevo. Quien lleve cierto kilometraje a cuestas viviendo en el Distrito Federal (permítanme la nostálgica denominación) sabrá lo demencialmente distinto que es vivir en una zona o en la otra; tanto, que a veces resulta inconcebible que se trate incluso del mismo país.

Por ello sé que mi escaso y pobrísimo recorrido deja fuera la experiencia de millones de habitantes y porque, si otro aplastante hecho define a Mexico City, es que está llena de obscenos muros de desigualdad que hacen que usted y yo no imaginemos cómo es ser parte de esta urbe con un presupuesto diez o veinte veces menor.

Así que la nota del New York Times de la que tantos políticos –nuestro Jefe de Gobierno el primero- y algunos medios parecen estar tan orgullosos, tiene déficit de la ciudad de México.

Resulta ínfima y apretada no por el número de caracteres sino porque eligieron la lente más distorsionada y estrechita para hablar de ella.
Oiga usted, ¿iniciar una recomendación viajera diciendo que el Papa vendrá a México fue el mejor punch line que se le ocurrió a la autora del texto? Hay que andar corto de luces para reducir este gigantesco, sorprendente e inenarrable lugar al próximo destino del Papa en una lista de selección turística que además se titula: “52 lugares para visitar en el 2016”.

Que camines por Reforma y que vayas a la colonia Roma y la Condesa, que visites el restaurante Pujol y pruebes la reinvención de la comida mexicana recomiendan en la nota. Sin duda son sugerencias para dejar una buena impresión, pero no son la ciudad de México ni la de los mexicanos.

Y rematan con una floritura preciosa. Que si usted, amigo turista, anda muy abrumado y con poco tiempo, acuda a Futura CDMX a contemplar la maqueta de la ciudad que hace ya rato anunció con la debida pompa y ceremonia nuestro impopular Jefe de Gobierno. Nada más que se inaugure, claro, porque lamentablemente ni el tiempo ni el presupuesto de esa fastuosa obra pública han resultado según lo planeado. Déjà vu.

Perdóneme quien me tenga que perdonar, pero yo no me lo creo.

No me creo ni que la recomendación del NYT ni que la visita del Papa sean motivos para echar fuegos artificiales de entusiasmo por la boca; no me lo creo porque soy mexicana y porque soy chilanga. Y porque desde que nací he mamado la leche de esta ciudad lo mismo en atoles de maicena que en tepaches, pulques, mezcales y licuados todopoderosos de chocolate en polvo con plátano y un huevo crudo en algún saludable puesto callejero de toldo naranja.

Así que la foto del connotado diario me recuerda aquel capítulo de la caricatura cuando el ratoncito Speedy González, primo de pueblo, viaja a la ciudad y se comporta como el típico mexicanito impresionado por la gran capital de la que sólo aprecia los imponentes espectaculares y las impecables vitrinas de las tiendas y restaurantes.

No me queda más que preguntarme si alguien estará tratando de levantar –desesperadamente- la imagen de México en el mundo, razones no faltan. ¿Será que el tiempo que le queda a la actual administración empieza a quemar como papa (que no francisco) caliente en las manos de quienes se saben responsables del caos de la ciudad y del país que habitamos?

Y no se me malentienda porque desde luego que coincido en lo esencial, tenemos uno de los mejores destinos para viajar, en plan turístico esta extraordinaria ciudad es inagotable.

Créanlo, ciudadanos del mundo: somos casi 9 millones de habitantes aquí y si sumamos a los 15 millones del área conurbada esta es una fiebre de vitalidad que ustedes verán y sentirán en muy pocos sitios.

Esta ciudad pone, estimula, transforma.

Y andar entre sus calles es sentirse recluso pero también tan libre como si con un salto se pudiera cambiar de clima, de mundo y hasta de plano astral.

Gracias

sábado, enero 2nd, 2016

Hay suficiente belleza en estar aquí y no en otra parte

– Alberto Caeiro

Con el paso de los años ese decir gracias se ha convertido en parte fundamental de mi carácter. Foto: Pinterest.

Con el paso de los años ese decir gracias se ha convertido en parte fundamental de mi carácter. Foto: Pinterest.

Tengo una relación de amor-odio con mi madre, es decir una relación muy sana.

No es ironía, evitaré meterme en las honduras de las adoraciones y los rechazos hacia las madres, pero qué bendición oscilar entre la cercanía y la distancia con ellas pues sólo así podemos dar con el tesoro escondido de la identidad, de la individuación. Creo.

Hoy quiero compartir algo del capítulo amoroso. En mi destartalada identidad de neurótica en eterno conflicto hay un eje que me sostiene, acaso el único pilar entero que tengo, y se lo debo a  mi madre: ella me enseñó a decir gracias. Me enseñó a decir o a actuar un gracias con cada persona que fuera amable, que hiciera algo por mí, que me cediera el paso, el asiento en el camión o me dijera una frase cariñosa.

Con el paso de los años ese decir gracias se ha convertido en parte fundamental de mi carácter que es un dechado de oscuridades y miserias tejidas entre impaciencia, ímpetu peleonero y un humor del carajo, pero que tiene al menos esa luz.

Y digo gracias siempre, de inmediato o de forma desfasada, mando un presente o escribo un correo de agradecimiento, regalo un chocolate o un libro, llego con una caja de galletas o un paquete de chicles pero no puedo quedarme sin decir gracias cuando recibo algo de alguien. Simplemente no puedo.

Y escribo esto porque me fascinan los finales y principios de ciclo como a todos y porque contemplando los rituales de año nuevo desde las doce uvas para pedir los deseos hasta los calzones rojos para invocar el buen sexo y los escobazos en la puerta para ahuyentar la mala fortuna caí en cuenta de que mi liturgia personal consiste en rezar un rosario de gratitudes.

Poco me interesan ya los propósitos de año nuevo e incluso las listas de deseos pues cada vez me convenzo más de que no hay mayor comunión que entregarse a los misterios del destino cuando de mirar al futuro se trata. Pero el pasado está lleno de certezas, de eventos que ocurrieron y que si entonces hubiéramos sabido hacia dónde nos conducirían, probablemente los habríamos arruinado apresurándolos o tratando de evitarlos.

Así que anoche – escribo esto el primero del primero del año- repasé las cuentas de mi rosario y fueron tantas que si las doce uvas fueran para agradecer más que para desear, no me habrían alcanzado.

Y traté de ir lo más atrás en el tiempo para recordar con nitidez el primer gesto por el que sentí que tenía que agradecer con el alma. Acababa de cumplir cinco años y llevaba días suplicando para que me inscribieran a la escuela, era complicado porque no tenía los seis años reglamentarios que la Secretaría de Educación Pública pedía para iniciar la educación primaria. Acompañé a mi madre a hacer el trámite de inscripción, recuerdo que nos atendió una mujer de mirada dulce que de inmediato notó lo de la edad y cuando empezaba a explicarnos que tendría que esperar al siguiente ciclo escolar, solté el llanto. Me preguntó si lloraba porque no quería ir a la escuela, entre moqueos le expliqué que se trataba exactamente de lo contrario, entrar a la escuela era lo que más quería.  No preguntó más, le recibió los documentos a mi mamá y me guiñó el ojo diciéndome que me preparara porque en septiembre empezaría a cursar el primer año de primaria. Gracias, mujer amable; gracia para ti donde quiera que estés, gracia para mi madre.

Luego volví al año 2015. Vi y viví tantos gestos de generosidad que pienso en ellos como una avalancha imparable. Hermanos que te cuidan, gente que hace guardia por ti en la sala de espera de un hospital, amigos de años y amigos nuevos que te rescatan de las fauces de tu emocionalidad desbordada, desconocidos que reparten café afuera de la sala de Urgencias, fiestas y carcajadas que aún resuenan en el cuerpo, el amor que duerme en mi cama, este espacio para escribir, tantos abrazos, tantas miradas, tantas palabras.

“Siempre den las gracias” era la consigna de mi madre ¿sabría lo que estaba invocando? Decimos gratia, venustas e invocamos a la gracia de Venus. Decimos Gracia y decimos Venus, la belleza, la voluptuosidad, la alegría de vivir.

Gracias por el año que se fue y gracias a ustedes, siempre.

@AlmaDeliaMC

Somos adultos, querido Santa

sábado, diciembre 26th, 2015
¿Nos hicimos adultos, Santa, querido y voraz gordinflón? Foto: Delivery Heroe

¿Nos hicimos adultos, Santa, querido y voraz gordinflón? Foto: Delivery Heroe

Nos hicimos adultos. Qué putada. Qué remedio.

Nos hicimos adultos y no hay quien pueda salvarnos. Ni siquiera tú, Santa Claus tan generoso y orondo, ni siquiera el niñito Jesús que multiplicaba los panes y los peces pero que no puede acabar con el hambre en el mundo pero sí que multiplica el ticket promedio de las cadenas departamentales, las tiendas y los restaurantes.

Adultos y longevos, mi rechoncho amigo, porque podríamos desaparecer del mundo a una edad en la que el cuerpo siga siendo cuerpo y no un inventario de calamidades y en la que el kilometraje recorrido no nos haya averiado tanto pero ya ves, Santa querido, ni siquiera tú te atreves a acortar tus días ni tu tiempo.

Así que nos hicimos adultos, tripudo y adorable personaje, ¿cómo es que no lo notas? Por más que pongamos cara de buenitos en los intercambios y por más que tu rostro de gordo indolente sature las pantallas y los espectaculares con su bonhomía, la realidad es una: nos hicimos adultos.

Lo sabemos cuando abrazamos al tío hijo de puta que ha envejecido pero no deja de ser el abusador de la familia aunque ahora esté en silla de ruedas, recibiendo en la boca cucharaditas tibias del guiso de pavo y en un conveniente estado amnésico que le permite olvidar las sobrinas a las que les metió mano o más que la mano.

Lo sabemos cuando renegamos porque nos tocó comprarle a ese imbécil de la oficina algún insulso regalo de doscientos pesos y cuando recibimos de otro más imbécil que aquél, una horrenda taza de cerámica repleta de chocolates rancios con el inconfundible mal gusto del reino de Sanborns.

Lo sabemos aunque aceptemos el obsequio del político rastrero cuyos atentos saludos acompañan la tarjeta de finísimo papel nacarado mientras su conciencia cristiana, apostólica y romana le permite seguir robando.

Nos hicimos adultos e hipócritas. Adultos y mezquinos. Adultos y envidiosos. Nos hicimos adultos en medio de aguinaldos, deudas, hipotecas, pantallas planas, computadoras portátiles y niveles de colesterol alto. Y nos volvimos incluyentes. Y democráticos.

Nos hicimos adultos, hicimos el amor y nos casamos y nos divorciamos y seguimos tejiendo y destejiendo grupos de solteros de segunda mano.
Y es que cada vez cuesta más libar del néctar de las flores, mi barrigón diabético, pero eso tú no lo sabes porque siempre tendrás tu Coca-Cola bajo el brazo.
Nos hicimos adultos entre obesidades mórbidas y hambrunas, entre toneladas de comida y de ropa, nos hicimos adultos recitando fraseos de responsabilidad ecológica y social bien ensayados.

Nos hicimos adultos por más que Star Wars y el arbolito –que no árbol– de Navidad den cuenta de nuestra niñez nuncajamasiana con tal eficiencia y acato. Es que es conmovedor, qué bonita la Noche Buena, ¿no te parece, mi tierno adiposo bonachón? en torno al arbolito mutilado y a Jesucristo o no a Jesucristo porque yo no soy creyente pero estar con la familia es lo máximo y es el pretexto para reunirnos y agradecer que tenemos vida, salud y regalos. Y sin amarguras porque hay que ser festivos y estrenar algo para la cena de Navidad, ¡sí, sí, vamos a estrenar algo!

Y perdóname que te importune, gordito cabrón, con mi mala copa, con mi leche agria; pero es que me jode que lo mismo seamos todos París que Charlie Hebdo y que todos fuimos tan Ayotzinapa como ahora somos Santa Claus o guerreros Jedi dispuestos a blandir la espada contra el imperio del mal y a favor del imperio del mall.
Pero qué estoy diciendo, mi sobrealimentado amigo. Ah, sí, que el niñito Jesús, que los niñitos nosotros, que la noche de paz y la noche de amor y que la palabra feliz tiene que ir seguida de la palabra navidad porque sí, porque qué sé yo.

¿Nos hicimos adultos, Santa, querido y voraz gordinflón?

El rojo de mi sangre en Tinder

sábado, diciembre 19th, 2015
Foto: marcianosmx

Foto: marcianosmx

Una soledad adentro. Otra soledad afuera. La mayor soledad está en la puerta.
Roberto Juarroz

Es 29 de agosto y la señorita B no se resigna.
Acaso la no resignación sea lo que define su manera de estar en la vida: esforzada, decidida, siempre dispuesta a dar el siguiente paso.
Abrir una cuenta en Tinder es inofensivo y divertido, tienes que hacerlo; le había dicho alguien a quien alguien le dijo lo mismo.

Cuando apareció la foto del señor J.I. la señorita B deslizó su dedo a la derecha en la pantalla del móvil, lo encontró interesante y con pinta de hombre que sabe lo que quiere, uno de esos a los que cualquiera condecoraría con la insignia de buen partido. Al día siguiente se tomaron un café y cuatro días después el cielo se había abierto, el búnker de la soledad los había liberado y el amor no era sólo un algoritmo digital sin rostro: la señorita B con su piel blanca, sus ojos rasgados y su vida de bailarina clásica era real; el señor J.I. con ese aire de culto ejecutivo y profesor universitario también correspondía a la fotografía del perfil. ¡Milagro! Cupido había hecho bien su trabajo. Los mensajes de Jota en el chat rápidamente se convirtieron en feroces declaraciones románticas tejidas entre te quieros, soy un hombre de todo o nada y eres la mujer perfecta. B intentó, débilmente, filtrar un gramo de cordura aclarando que no era perfecta sino humana, recordándole al señor J.I. que ambos eran adultos rondando los cuarenta.
Pero si el amor es ciego la soledad es una bestia mitológica sin ojos, sorda, muda y con una voracidad de alcances insospechados.

El 7 de septiembre los teléfonos vibraron entregando mensajes con declaraciones kamikaze: me voy a morir amándote y a tu lado, me voy a morir entre tus brazos. Bendito software, bendita red, bendita distopía digital. Encontrar un amor así entre más de treinta millones de personas en Tinder tiene que ser providencial, mágico o, como lo llamó el señor J.I., producto de una vibración superior a la que él estaba conectado gracias a su poder de comunicación con los muertos. Abrieron sus almas sin pudor para mostrarse las heridas más profundas, B le habló de la muerte de su hermana como el episodio más doloroso de su existencia y el señor J.I. compartió algo sobre la pérdida de su padre y el terrible suicidio de su hermana gemela.

Los días volaron entre encuentros vespertinos y nocturnos en casa de él o de ella que conseguían haciendo esfuerzos titánicos para organizar sus respectivas agendas dictadas al ritmo de trabajos muy demandantes.
El 11 de septiembre B cometió un error crítico a los ojos de Jota: dijo que estaba considerando, a mediano plazo, mudarse a vivir a una ciudad fuera del D.F.
El señor J.I. la llamó desleal como quien llama hereje a un condenado frente al patíbulo de la Santa Inquisición y anunció su retirada.
Todo se acabó. Fuiste desleal al pensar en dejar esta ciudad sin mí, no viste el tamaño de mi amor, ni la luz de mi poder, ni el rojo de mi sangre.

B suplicó perdón, pidió la oportunidad de aclarar que la mudanza era sólo una idea improbable. Le tomó veinticuatro horas de llanto y migraña electrizante hasta que Jota quiso ser magnánimo –según su propia y grandilocuente adjetivación y concedió el perdón. No sin antes hacerle saber a B que la noche del desencuentro él ya reactivaba su perfil de Tinder pues el duelo por ella estaba hecho y debía buscar a la persona adecuada para recibir las vibraciones de su amor divino.

La reconciliación concedió siete días más de pasión desbordada. El señor J.I. le entregó un costoso dije en forma de llave como quien entrega un anillo de compromiso y se declaró rendido ante la señorita B llamándola mi Cleopatra, mi alma gemela, tú y yo debemos fundirnos más allá de la muerte pues esta mañana encontré –en una chaqueta que nunca uso, una carta de mi difunto padre, el mensaje es claro: lo nuestro es inmortal.
Y ella se entregó anestesiada, ansiosa por dejar de ser una mujer sola.
Fueron siete cabalísticos días más hasta que, el 19 de septiembre, B decidió parar gracias a un arranque de cordura que le vino al escuchar a Jota diciendo que una aparición como el fantasma de Hamlet pero de la hermana de B, se había comunicado con él. No, nadie podía transgredir así el respeto sagrado por los muertos, nadie con suficiente equilibrio mental podía hablar como este hombre hablaba, nadie debía valerse de algo tan doloroso para alimentar su mitomanía.

Los 30 millones de personas que se han registrado en Tinder echan un vistazo en conjunto a 1,200 millones de prospectos al día; eso es 14,000 por segundo. Y no están sólo mirando: Tinder facilita casi 14 millones de encuentros románticos cada 24 horas. (Revista Forbes, enero 2015)

Ella, uno de esos treinta millones de usuarios, le regresó la llave a Jota quien de inmediato se la regaló a su madre.
El perturbador epílogo vino cuando B le contó su historia a una conocida llamada C y esta le comprobó que también conoció al señor J.I., habían sido novios en la universidad. El Jota de entonces le pidió matrimonio pero luego canceló el compromiso pues había tenido una visión: el espíritu de su hermana gemela (fue cáncer y no suicidio la causa de muerte en aquella versión) le había dicho que no se casara. La familia de C buscó a la familia de Jota, los padres de este, avergonzados, tuvieron que admitir que nunca existió una gemela.
Así fue como C devolvió el anillo de compromiso tal como B devolvió la llave, ninguna de las dos vibraba en la psicosis necesaria para seguir con la locura de J.I.

Tinder: amigos, citas, relaciones y todo lo que quepa en medio reza el eslogan en el portal de la red. ¿No es escalofriante pensar que apenas vislumbramos el abismo que se espesa, precisamente, en todo lo que cabe en el medio?

Casi amor

sábado, diciembre 12th, 2015
"Detener el tiempo". Imagen tomada del sitio veronarizam.com

“Detener el tiempo”. Imagen tomada del sitio veronarizam.com

Un hilo largo y dorado me atraviesa cuando pienso en aquellos días.

Supongo que es el hilo de la nostalgia.

Ella era una party girl. Yo una sensata, controlada y siempre contenida chica que había aprendido muy bien la sentencia de no cometas el error de tu vida, no dejes la universidad, no te embaraces, no la cagues.

Teníamos veintiún años y una juventud insoportable.

Vivíamos juntas y compartíamos el alquiler, los libros, la caja de galletas y el litro de leche que constituía nuestro alimento diario con una alegría que sé que nunca volveré a vivir en medio de la escasez porque entonces la escasez estaba llena de posibilidades. No como ahora que me acerco a los cuarenta y además de sensata, soy una adulta sin retorno refugiada en la trinchera de la clase media con seguro de gastos médicos y todos los demás accesorios del paquete.

Desde luego ella se divirtió más que yo y aunque nuestro mundo era el mismo también era esencialmente distinto. Por cada tímido intento amoroso y siempre cocinado a fuego lento que yo emprendía, ella contaba dos o hasta cuatro a la vez.

Le brillaban los ojos, la piel se le ponía suave y aceitada, se le esponjaba el pelo y no he vuelto a ver esa sonrisa de conquistadora y amorosa empedernida en ninguna chica.

Esos eran los signos que reconocía en ella cuando la veía entrar radiante a nuestro minúsculo departamento mientras yo llevaba tres horas entumecida en el sillón leyendo 1984 de Orwell o La condición humana de Malraux tratando de entender frases que me resultaban crípticas pero que anhelaba formaran parte de mí para tener un pensamiento contestatario, complejo y escurridizo que los demás admiraran. –Aquí me río de mí misma con un poquito de ternura y no tan poquito de vergüenza, sólo diré en mi descargo que la juventud luego del azúcar –según han acordado los expertos, es la droga más idiotizante de cuantas existen.

Ella también leía a Orwell y a Malraux pero lo hacía entre los brazos de algún enamorado que le habría recitado el mismísimo Capital completo y sin trastabillar sólo para pasar las horas a su lado.

Se divirtió más que yo.

Y mientras sus historias prosperaban y sus amores se desgranaban atravesando a velocidades inauditas todos los ciclos de la pareja: elección, fusión, escisión, desencanto, separación, mini duelo y vuelta a empezar; los míos eran sólo intentos, asignaturas pendientes, coqueteos nunca concluidos.

Me topé con uno de esos intentos en el metro hace un par de semanas, lo vi en el otro extremo del vagón leyendo con una concentración monacal que  sólo alteraba para empujar la montura de sus lentes de vez en cuando. Reconocí su rostro, no ha cambiado demasiado.

Me hubiera gustado acercarme, saludarlo, preguntarle si tiene hijos, a qué se dedica y hablar de aquel tiempo simplemente para levantar una fogata en torno a la nostalgia y sentir ese fuego agradable y cálido del pasado. Me hubiera gustado preguntarle si, por casualidad, sabía algo de ella.

Pero sigo siendo la chica sensata, no la party girl.

Bajé antes que él y caminé por el andén sintiendo que me sacudía por dentro. No tenía que ver con él en absoluto, ni siquiera me gustaba tanto y escribía unas notas de amor que daban urticaria de tan mal redactadas.

No, no temblaba por él.

Me sacudió el ramalazo de eso que de unos años para acá empiezo a llamar Desvida en honor al cuento Deshoras de Cortázar y que tan magistralmente resume las posibilidades nonatas de la existencia.

Desvida. Aquello que ya no viví, todas las incógnitas no despejadas, todos los qué hubiera pasado si que ya sólo en el imaginario puedo construir.

Adiós a mis otras yo, esas que se fueron con sabrá Dios cuántos nombres y rostros, cuántos domicilios no conocidos, cuántos ciclos de pareja no atravesados a ritmos galopantes o lentísimos.

Goodbye, my almost lover escucho mientras escribo esto y no dejo de preguntarme qué será de ella y qué sería de mí si hubiera sido una chica un poco menos sensata.

@AlmaDeliaMurillo

Yo, adicta al celular

sábado, diciembre 5th, 2015

¿Lo han visto? Sé que sí, me refiero a esa imagen que tal vez ahora mismo presencian y que pasará a la historia como la más icónica de nuestro tiempo: gente con la cabeza clavada sobre el teléfono, avestruces on-line, máquinas de buscar notificaciones de correo no leído, nuevos likes, mensajes en Twitter o menciones en un comentario. También sé que es irrelevante y que las lamentaciones sobre el poderío digital resultan de lo más anticlimáticas pero así será por muchos años, créanme.

Sentada en la cafetería de siempre y contemplando la histeria colectiva de la que yo también formaba parte pues consultaba la pantalla de mi celular por la vez número 75 ese día –se sorprenderían si contaran las veces que revisan ese personalísimo y toral centro de operaciones de nuestras vidas– volví a pensar o a sentir ¿se siente o se piensa cuando una certeza tajante se nomina a sí misma con las palabras justas y nace de una contracción en el abdomen?

Volví a sentir. Esto es una ilusión, un infantilismo como tantos otros, no necesito –necesse = inevitable en latín– un teléfono celular. Nadie lo necessita como algo inexorable. Entonces ocurrió la brujería, la sincronía del Cosmos, el pedestre y ordinario accidente: se me cayó.

Juro que fue sin querer queriendo, el aparato empicó del primer al segundo piso de la atiborrada cafetería y lo vi descender en cámara lenta hasta que emitió ese ruido seco de los objetos sólidos cuando se estrellan contra un piso de madera. Se hizo medio minuto de silencio.

Ah.

La gente me miró con compasión. No he sentido esa mirada comprensiva y un pelín bondadosa ni al caer yo misma durante alguna de mis carreras matutinas y dejar la piel de las rodillas y la dignidad sobre el pavimento. Me levanté de la silla sintiendo legiones de ojos que se clavaban sobre mí. Lenta y ceremoniosa, como suelo comportarme cuando estoy avergonzada, caminé hacia el pasillo y descendí uno a uno los escalones hasta llegar a la planta baja, me agaché –procurando que mi movimiento tuviera cierta gracia como esa flexión de las bailarinas de clásico cuando hacen el grand-plié– y levanté el moribundo aparato. Piqué uno y otro botón con un poco de desesperación y otro tanto de torpeza y me di por vencida. Regresé a mi mesa, lo guardé en el bolso y seguí con lo mío que era lo de siempre: pelear con algún texto inconcluso.

Esa noche soñé que hablaba con caballos en una animada fiesta, al final de la cháchara entonábamos un cantito muy simpático y desperté –extraño en mi habitual espesura matutina- de un humor de pajarillos en primavera. Plácida y contenta salí a hacer mi carrera al bosque. Iba por el kilómetro siete cuando el insolente pensamiento vino a mi cabeza como un oscuro presagio. Tengo que ir al calamitoso centro Telcel a arreglar lo del móvil. Ya anticipaba la putada: el equipo “lamentablemente” no tendría remedio y, por lo tanto, habría que comprar uno nuevo. Entonces decidí que no. Que no necessito inevitablemente un teléfono celular. Ha pasado un mes.

Llevo treinta días que al principio fueron estoicos y rarísimos, llenos de ansiedad: se llama circuito de recompensa cerebral y es duro romperlo. Pero luego se fue poniendo bueno, muy bueno. Y mientras más me insistían o reprendían con la cantaleta “ya recupera tu teléfono”, menos ganas tenía de hacerlo.

Ya me extrañaba. Quiero decir que me extrañaba a mí misma siendo atenta, escuchando a los otros, conversando sin interrupciones, comiendo sin sujetar en la mano nada más que la cuchara o el tenedor, durmiendo sin el aparato junto a la almohada –lo último que hacía antes de cerrar los ojos era ver la chuchería y lo primero al despertar era el mismo impulso- ¡Y dejé de dar explicaciones sobre por qué no respondí a tu tuit, tu WhatsApp o tu incómoda petición en el instante en que la mandaste!

He vuelto a correr sin audífonos y a recordar que el metabolismo y el paisaje tienen su propia música y lo bien que suenan juntos cuando ocurre el milagro de la armonía.

Y pude pensar (¿o sentir?) con absoluta lucidez porqué la plataforma digital se ha pervertido en mí hasta llegar a ser esa irrisoria fantasía de acción virtual que drena toda posibilidad de acción real. ¿Cuántos niños salvará en el otro lado del mundo mi like, mi retuit o mi furibunda diatriba en Facebook sobre la tragedia en turno? ¿A cuántos niños que se acercan a la ventanilla del auto o del restaurante puedo mostrarles amabilidad? ¿Quién puede negar que un gesto amable ha salvado a más de un ser humano? Es toda una experiencia no evitar la mirada de quien pide ayuda, levantar la cara de la pantalla en la que habría estado escribiendo sobre mi atribulada conciencia social mientras con un manotazo como con el que se ahuyenta a un mosco le habría indicado que no interrumpiera. Así es como el gramo de indignación que debería impulsar el movimiento se apaga, se pervierte a través de un dictamen redsocialero que me deja tranquila, sintiendo que ya hice algo por alguna de esas constelaciones nebulosas que son las causas sustentadas en el imperio del simulacro y de lo distante pero hiperconectado.

Y también ahí radica la insostenibilidad de otra de nuestras recién paridas paradojas: la de la hiperconexión y la comunicación multicanal. No hace falta el celular para comunicarse, no precisamente ahora que hay tantas alternativas. Reviso los correos desde mi computadora y en casa a un horario elegido. Localizo a quien necesito sin problema y quien quiere me localiza. Llamo por teléfono, so old-fashioned! en lugar de textear y es tan preciso que tiene principio y fin, no como las eternas e inacabadas conversaciones del WhatsApp.

No he perdido citas, he sobrevivido a viajes, aeropuertos, terminales de autobuses y hasta a las esperas incómodas sin un celular para esconderme pretendiendo que trabajo o me ocupo en algo. He vuelto a sentir el peso del mundo sin un distractor de 24 x 24 horas a la mano. Puedo recordar domicilios, números de reservación y nombres. Y tengo buenas noticias: hay vida más allá de Google y del GPS y sin ellos se desempolva la buena memoria.

Sé que la victoria no es una y que toda batalla es recurrente pero por ahora, camaradas, después de pelear conmigo misma para lograrlo sé que me estoy dando el lujo de mi vida: la libertad de ser dueña de mi tiempo, de mi silencio, de mi incomunicación. Y ¿adivinan? nada de lo que fundamenta mi existencia está en el teléfono, luego no perdí sino que gané. A esto yo lo llamaría realidad aumentada. Qué gran viaje. Me atrevo a sugerir que lo intenten; tal vez se les aparezcan sus más preciadas bestias, como los caballos cantarines de aquel sueño.

@AlmaDeliaMC

De guerras a guerras

miércoles, noviembre 18th, 2015

En una época de globalización la guerra de un país es la guerra de la humanidad. En una comunidad internacional como en la que vivimos, y con una economía entrelazada en la que nos desarrollamos, lo que impacta en una nación tiene repercusión en todas.

Lo sucedido en París, Francia, el viernes 13 de noviembre, cuando pequeñas pero muy armadas células de ISIS, liderado por yihadistas que con el terrorismo como recurso buscan la expansión del estado islámico desde Irak y Siria, atacaron indistintos puntos neurálgicos de la vida parisina, masacrando a más de 130 personas e hiriendo a más de 300, no es un hecho que competa exclusivamente a Francia.

La guerra es de todos. El ataque a las libertades de una Nación es el detonador para la unión de países en busca del estatus de bienestar, paz, progreso, seguridad y desarrollo cultural para sus ciudadanos. La comunidad internacional ha sido sumamente solidaria con México, mejor dicho con los mexicanos, en aras de las tragedias internas que nos han ocupado en los últimos años.

El apoyo que los mexicanos han recibido, no el Gobierno sino la sociedad, a partir de las manifestaciones y las acciones globales, por ejemplo, en la búsqueda de la justicia en la desaparición de los 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa, Iguala, Guerrero, ha sido invaluable. Lo mismo en Francia que en Bélgica, en Canadá, en Alemania, en los Estados Unidos y otros países hoy unidos en un eje defensor de las libertades a partir del caso Francia, los ciudadanos alzaron la voz contra el Gobierno de Enrique Peña Nieto por esta particular causa.

Los mexicanos hemos sido testigos en los últimos doce meses, de las manifestaciones internacionales que apoyan la causa mexicana, que marchan por la justicia y  protestan por los casos de corrupción anidados en el Gobierno de la República que encabeza Peña Nieto.

La guerra de México ha sido la guerra de muchos países. No solamente periodistas, analistas, críticos, activistas, han levantado la voz a favor de los mexicanos allende las fronteras, sociedades solidarias lo han hecho y han recibido de parte de los mexicanos un agradecimiento público en medios alternos de comunicación o por canales digitales.

Las guerras, como la que vive México con los cárteles de la droga por el poderío de un territorio, tan afectan a otras naciones como causan daños irreparables en nuestra estructura social, en nuestro tejido social. Más de 60 mil ejecutados a casi tres años de la toma de posesión de Enrique Peña Nieto (57 mil 410 hasta julio de 2015 más un promedio sostenido de mil 800 mensuales), y el crecimiento de las estructuras criminales a partir –especialmente- del año 2006 cuando Felipe Calderón Hinojosa toma posesión como Presidente de la República, han sido materia de una colaboración internacional.

Para empezar, la cooperación internacional para ayudar a México a salir o por lo menos a contener los fatales resultados y los daños a la estructura social a propósito de la guerra contra las drogas, tuvo su máxima expresión en el año 2008 cuando el Gobierno de los Estados Unidos y el Congreso de aquella nación, aprobaron la Iniciativa Mérida, un paquete de medidas, estrategias y apoyos con valor original de mil 600 millones de pesos para ser aplicadas en los distintos órdenes del Estado Mexicano para afrontar, con tecnología, inteligencia y recurso humano capacitado, la embestida de –entonces- siete cárteles: el de Sinaloa, Arellano Félix, el del Golfo, los Beltrán Leyva, el de Juárez, el Milenio y Los Zetas.

No ha sido fácil, y a siete años de aquel acuerdo, los esfuerzos entre naciones –incluyendo países de Centro y Latinoamérica- no han logrado minar las estructuras criminales. Joaquín Guzmán Loera ha vuelto a ser el narcotraficante más buscado del mundo, y la globalización comercial ha permeado a la actividad criminal, haciendo del narcotráfico un negocio ilícito con ramificaciones en otros países como Costa Rica, Guatemala, Bolivia, que padecen ya violencia de sangre y plomo como en su momento iniciaron en Colombia y México.

Y la guerra entre los cárteles o la guerra contra las drogas proclamada por el Gobierno Mexicano apoyado por el Gobierno Norteamericano, ha traído fenómenos sociales como la migración y la informalidad comercial, que los ciudadanos han debido instaurar para sobrevivir en un clima de inseguridad y violencia. A la par, el Gobierno de los Estados Unidos cerró o por lo menos incrementó el nivel de alerta y de protección a sus fronteras para evitar el éxodo mexicano hacia el norte del continente.

Ver al Presidente Enrique Peña Nieto, escucharlo proponer en el escenario de la reunión de los países industrializados (G-20) una Acción Global “real contra el terrorismo” de la mano de la Organización de las Naciones Unidas, de pronto sorprende y luego indigna. Primero porque, bueno, es lo que se espera de un Presidente de primer mundo, que ponga a disposición de la causa internacional el activo nacional, y Peña está lejos de encarar esa categoría; en segundo porque Enrique Peña Nieto trata con indiferencia y sin compromiso, el terror que en las calles de México generan los cárteles de la droga, de la mano de representantes del Estado que les proveen impunidad a partir de corporaciones e instituciones infiltradas por el narcotráfico.

Ciertamente la guerra de Francia ha convocado al mundo, particularmente a Occidente, pero eso no exenta al Presidente de afrontar la batalla cruenta que a diario se libra en las calles de México. Prácticamente 60 mil ejecutados en los últimos tres años en nuestro territorio no puede ser más que resultado de un enfrentamiento sin cuartel. Los ejecutados de Guerrero, los exiliados de Michoacán, las fosas clandestinas de Chihuahua, los enfrentamientos en el Estado de México, la proliferación de niños sicarios, las mujeres asesinadas, los hombres colgados, son todos reflejo de esa guerra que, a diferencia de la encarnada por el terrorismo del Estado Islámico en el mundo, Enrique Peña Nieto no quiere reconocer. A menos que el Presidente considere que al pronunciarse a favor de una guerra contra ISIS no tendrá consecuencia alguna en el país cuya propia crisis de inseguridad voluntariamente ignora. Esperemos que no sea tal el caso, porque el riesgo para México es incalculable.

Ver o no ver

sábado, octubre 31st, 2015
Imagen tomada de Internet

Imagen tomada de Internet

Cuando todo es noticia nada es noticia.

Cuando vemos mucho recordamos poco. Es este siglo ciego, este país de ciegos, estos tiempos de ciegos en que todo lo miramos sin ver nada.

Estoy saturada. No puedo pensar. No puedo elegir. No puedo mirar.

Antes de morir la abuela de mi amigo C estaba tan desequilibrada que hacía listas de supermercado hilarantes: comprar champú, una casa, té de manzanilla, dentadura.

En una de esas evaluaciones que piden agrupar por conjuntos o señalar el elemento discordante de una serie la mujer habría reprobado. Como sociedad también reprobaríamos esa prueba elemental.

El colgado en Iztapalapa. La botella de refresco de volver al futuro. El huracán Patricia que nos perdonó porque tuvimos fe. La legalización de la marihuana. El Chapo que se escapa, se escapa, se escapa. La mataperros de la Condesa. El lamento sin eco de justicia por Ayotzinapa. La mujer acosada en la televisión. El tocino cancerígeno. La violencia imparable en el Estado de México. El antiguo caso de la casa blanca. La corrupción en Puebla. El último capítulo de Orange is the New Black. La corrupción en Sonora. El nuevo escándalo de Televisa. La persecución en Veracruz. El Jefe de gobierno del DF que no es jefe ni gobierna. La nueva temporada de House of Cards. El abandono en Michoacán. El último capítulo de. La nueva temporada de. La máscara de Donald Trump para la fiesta de Halloween. El puto frío. La maldita lluvia. El, la, el, la, el.

La capacidad de memoria es inversamente proporcional a los datos con los que la saturamos. El olvido es directamente proporcional a la velocidad con la que suceden los eventos. Para que la reflexión ocurra se necesita un quiebre, un mínimo doblez para crear un ángulo de luz.

Y no quiero olvidar, quiero recordar, quiero abrir una grieta que permita el paso de la luz.

Pero es que estoy saturada. No puedo pensar. No puedo elegir. No puedo mirar.

Para que emerja la figura tridimensional de un estereograma el ojo debe permitirle al cerebro que imponga perspectiva, de otra manera sólo se aprecian puntos o cuadros o motivos replicados pero no vemos la figura de fondo.  Hay que acercarse, alejarse lentamente y dejar que el cerebro perciba, que vea en tercera dimensión. Debajo de las incontables esferitas verdes de la imagen que ilustra este texto hay un animal, es un dinosaurio. Si dejan que su cerebro mire tridimensionalmente podrán verlo.

Y un presidente que sigue delirando, pensando como si estuviéramos en la época de las cuevas de Altamira atribuyendo a la fe y a los milagros que nos salvamos del huracán.

Y columnas y más columnas sobre la crisis económica, el narco, la reforma, el periodismo perseguido, la pobreza extrema, el partido político corrupto, corrupto, corrupto. El, la, el, la, el.

Y una estampida de memes con mala ortografía, lluvia de memes, puñados de memes, vorágine de memes para divertirnos porque si el jamón y el tocino y fumar matan, el amor también y vivir garantiza la muerte más que ninguna otra cosa.

Pensar. Elegir. Mirar.

Perspectiva para este imperio noticioso en el que corremos desaforados tras los eventos grandes o pequeños, profundos o estúpidos, banales o esenciales, derribadores o fundantes. Todo junto. Todo junto y pegado y manoseado. Todo aglutinado no es nada. Y nada importa.

Los colgados no importan, ni los secuestrados por diez mil pesos ni los cientos de miles de muertos, ni los decapitados ni los periodistas desparecidos. No importan porque desaparecen junto al tocino y el disfraz de Chapo Guzmán para Halloween, junto al trending topic de las próximas dos horas.

Cuando todo es noticia nada es noticia. Y noticia puede ser sinónimo de fotomontaje, Periscope, falso testimonio en un video bien producido… Si es mentira o verdad nos da lo mismo, hoy la certificación de un evento la otorga la viralidad.

Comencé a publicar esta columna un primero de marzo del año 2012. Escribí una historia de ficción llamada Evolución que suponía un futuro apocalíptico con una epidemia de bebés muertos. Desde entonces hasta ahora no veo el quiebre para el ángulo de luz y la epidemia de muerte de mi relato ficticio sigue proliferando.

Necesito perspectiva, quiero mirar al dinosaurio en el fondo de la imagen y no perderme pensando que lo importante son las incontables esferitas verdes.

Dice el poeta Roberto Juarroz en estos versos:

Tenemos que empezar

a no reflejarnos ya en los charcos,

a borrar nuestra imagen de los espejos

a abdicar de nuestras cómodas representaciones.

 

Y apartados así de nuestros propios íconos

extraer de nosotros una mirada inédita

para volver a vernos …

Sacar de circulación nuestra imagen

se parece a reconquistar nuestro origen.

Hoy para mí la distancia es necesaria, desintoxicante. Volveremos a leernos aquí el primer fin de semana de diciembre, y aunque por el exceso de noticias que nos saturarán parecerá que ha transcurrido un año, será sólo un mes. Hasta entonces.

 

@AlmaDeliaMC

Síndrome de Mark Zuckerberg

sábado, octubre 24th, 2015
Estar en Sillicon Valley y administrar una empresa leyendo libros de management, no remplaza la experiencia, la humildad y el aprendizaje macerados en años de trabajo. Foto: Tomada de Internet

Estar en Sillicon Valley y administrar una empresa leyendo libros de management, no remplaza la experiencia, la humildad y el aprendizaje macerados en años de trabajo. Foto: Tomada de Internet

El mundo sería otro si Profundidad, Complejidad y Paciencia fuesen las hadas posmodernas más socorridas en estos tiempos, o corrijo: si en los años 80 y 90 los padres hubiesen invocado a estas tres virtudes para que tocaran a los recién nacidos de entonces con su varita mágica.

Pero precisamente la falta de estas tres cualidades empujan a una fantasía fastuosa de éxito emprendedor a los jóvenes de cierto segmento socioeconómico –porque no todos, como siempre la pobreza es la excepción y la insolente exhibicionista de las patologías sociales; ha de ser porque en un entorno de sobrevivencia la realidad siempre será más rabiosa y más real que cuanta experiencia de realidad virtual maraville a los cada vez más asombrados usuarios de la tecnología.

Ya me enredé pero ahora me desenredo: hay una pandemia de Startups entre universitarios y no universitarios que están convencidos de tener una idea disruptiva y nunca antes concebida con la que cambiarán su mundo: no el mundo, el suyo. Para quien no lo sepa, una startup es una compañía emergente que recurre a aceleradoras que invierten dinero en dicha compañía para que, rápidamente, pueda ejecutar su idea brillante y convertirla en un producto o servicio imprescindible y, de preferencia, masivo. Es el caso de Uber, Spotify, AirBnB, Netflix y un largo etcétera.

Silicon Valley en San Francisco es el lugar sagrado de los desarrolladores y emprendedores que quieren conquistar al universo con la creación de algún software, aplicación o sorprendente invento tecnológico.

Es innegable que ganamos mucho incentivando la creatividad y la iniciativa; creo que reconocer y validar la ambición es tan sano como reconocer y nombrar cualquier registro de las emociones y deseos humanos. Pero hay algo que salta y que me hace mirar el fenómeno por una rendijita que muestra cierto matiz, cierta fragilidad que me pone a pensar.

Me refiero a los ciclos. Lo poderoso de los ciclos es que dependen entera y únicamente del tiempo y que, cada vez que nos empeñamos en alterarlos o manipularlos, la cagamos en grande.

Recientemente me entrevisté con cuatro líderes de proyectos startup y noté en ellos algo que se me ocurrió llamar el Síndrome de Mark Zuckerberg, debido a la socorrida referencia: vamos a crear el Facebook de la comida rápida o esto será la plataforma Facebook del periodismo colectivo, imagínate un Facebook del turismo…

También aparecieron esporádicas alusiones del tipo seremos el Twitter de la ciencia o el Netflix de los documentales caseros pero, sin duda, Facebook era el gran referente.

Son creativos, inquietos, dispuestos a arriesgarse y muy ambiciosos: sus proyecciones se concentran en cuántos millones de dólares ganarán anualmente una vez que su empresa esté en marcha. Y cuando valga muchísimo, van a venderla.

Otro rasgo común: tienen prisa, mucha prisa. Deben dar el campanazo en el próximo trimestre, romper el internet y asombrar con su lanzamiento dentro de cuatro o seis meses. Hablar del año próximo ya es penoso y es ir muy lento.

Todos son el CEO (Chief Executive Officer), es decir el jefe máximo y estratega de su empresa conformada por dos o cuatro miembros y están convencidos de que son mejores dirigiendo a su “equipo de trabajo”, que cualquier oficinista que lleva veinte años haciendo lo suyo y pasando las de Caín para solventar la vida laboral al frente de cientos de empleados.

Se admiran a sí mismos y nada podrá detenerlos. Y aunque es refrescante percibir el empuje y la visión de conquistadores del mundo, también es notoria la falta de equilibrio porque del otro lado, está precisamente el mundo desbordante de elementos que no se pueden prever ni controlar por más súper dotados que estos chicos sean. Y, sobre todo, está la falta de experiencia que parece ser tan poco valorada en el gremio.

Por eso hablaba de lo delicado de alterar los ciclos: poner a un cachorro de líder de manada es igual de antinatural que ver a personas de cincuenta años aferradas a una conducta adolescente. Hay algo perturbador, algo que causa ternura y también hay un puntito doloroso al contemplarlo porque se puede prever el chingadazo de realidad que regresará a la osada cría a su lugar hasta que comprenda que le faltan kilos, fuerza, peleas, cicatrices y tiempo para que esos afilados, pero frágiles dientes de cachorro se conviertan en una dentadura fuerte y completa.

Incluso a Facebook le tomó 11 años llegar a ser lo que es y la prisa startupera empuja a los más entusiastas a desear la colonización universal en un semestre.

También se les olvida el factor accidente, el elemento no planeado, las variables circunstanciales. Yo creo que Facebook le ocurrió a Mark Zuckerberg casi como algo fortuito, y que el boom del uso de Internet como pasatiempo y de los smartphones explotó al margen de Zuckerberg y por eso la red social hizo metástasis.

Estar en Sillicon Valley y administrar una empresa leyendo libros de management no remplaza la experiencia, la humildad y el aprendizaje macerados en años de trabajo. Hacerse millonario antes de cumplir treinta años debe ser la gran cosa, pero también un gran despojo de sí mismo. Todos esos cantantes reventados, desarraigados de su Yo a una edad imposible de manejar, no son muy diferentes de los jovensísimos corredores de bolsa o los atletas que fueron explotados desde niños hasta romperles la psique, y dejarlos tocados en su estructura mental y emocional. Por la rendija veo el mismo riesgo para estos súper emprendedores que se alimentan de suplementos vitamínicos para no perder tiempo comiendo y trabajan 72 horas continuas pues hay mucho código que desarrollar, y muchas versiones beta que probar antes de soltar sus tropas de tecnología trasatlántica y dominar el orbe.

Ya. Ya sé que el mundo es el que es. Pero es que yo no me resigno a que el hubiera no existe, ¿por qué habría de resignarme?

Si hubiera más profundidad, más complejidad y más paciencia.

@AlmaDeliaMC

Dos contra uno

sábado, octubre 17th, 2015
Líneas de Conformidad/ tomada de tufisio.net

Líneas de Conformidad/ tomada de tufisio.net

Los he visto en fiestas, restaurantes, ferias del libro, aulas, íntimos desayunos caseros y hasta en internet.

Los he visto y, más veces de las que me gustaría admitir, he formado parte de esa conspiración malsana que, para los creyentes, podría ser catalogada como el pecado más sofisticado de cuantos existen pues es una combinación de envidia, soberbia, avaricia y hasta gula.

Para los herejes es lo que clasificaríamos llanamente como una hijaeputez.

 

Y aunque el lado oscuro de nuestra alma está lleno de matices insospechados y jamás podremos afirmar que sabemos de qué está hecha la condición humana, podemos darnos una buena idea si nos asomamos a ella a través de los placeres culpables que son un vasto –y divertido muestrario para analizarnos.

Por ejemplo el gusto irresistible de hermanarse con alguien para destazar a un tercero:  ver a dos personas regodearse con tal contento, apetito y gozoso ánimo destructivo para hablar mal de otro, es cosa común.

Si al ausente le va mal, aunque no dejamos de señalar que es su culpa, lo compadecemos y reiteramos nuestro cariño no sin antes haberlo criticado, ninguneado y vapuleado hasta mirarlo tan abajo que podamos, magnánimos y superiores, compadecerlo.

Pero ay de esa persona si le va bien, entonces le crucificamos con saña y la descalificamos hasta convencernos de que no tiene nada superior a nosotros y que no es mejor ni más capaz que cualquiera sino simplemente un engreído con buena suerte o buen apellido o buena cara o buen culo o buenas relaciones, un soberbio pagado de sí mismo que siempre consigue lo que quiere por razones nunca atribuibles al talento o al esfuerzo. No hay compasión ni perdón porque jamás le perdonaremos que tenga algo que nosotros no tenemos, jamás le perdonaremos que nos refleje de cuerpo entero en el espejo de las propias carencias.

 

El síndrome del cangrejo, pues. Ese lugar común que muy probablemente sea una falacia –ya  los expertos en conducta cangreja podrían ilustrarnos con la verdad– pero que al ser un referente compartido, pinta bien el fenómeno del rechazo hacia quienes destacan.

Lo he observado montones de veces: desde que era niña y vi a los más avanzados de la clase vivir en el aislamiento y luego en las oficinas donde el empleado estrella invariablemente fue objeto de alguna conspiración hasta aquella historia que ocurrió en el reino de Nuncajamás, delegación Benito Juárez, donde tomaba un taller de creación literaria. Un día se apareció una chica guapísima que provenía de un estrato social más alto que el resto de nosotros. Tremendamente talentosa. Su primera entrega, un breve y poderoso cuento sobre un romance secreto entre aristócratas lleno de intriga, pasión, profundidad y tensión narrativa era digno de aplausos. Se sentó junto a mí mientras leíamos su cuento, le sudaban las manos y le temblaba la voz y movía la pierna derecha nerviosamente. Cuando terminó, llovieron los comentarios descalificadores a cuál más ridículo o absurdo: que no era realista porque la mayoría de las personas no bebe champaña, que el detalle de los guaruras era de mal gusto, que le faltaba o le sobraba una coma.

Éramos alrededor de veinte personas en el taller. Sólo el maestro que lo impartía, otro compañero y yo elogiamos el relato. (No me las doy de santa que he sido tan envidiosa y mezquina como cualquiera en otras ocasiones pero no esa).

Es que era guapa, talentosa y con dinero. Pucha, tenía todas las de perder, ¡vaya ironía!

Y entonces eligió pertenecer y con ello renunció a destacar.

Sólo hizo dos entregas más a lo largo del taller: grises, aburridas y predecibles como las que entregábamos los demás.

 

También hay un diagnóstico para esto, se llama Síndrome de Solomon y está basado en el experimento del psicólogo Solomon E. Asch en el que demostró que el 75% de las personas, estando en una dinámica de grupo, cambiarán su opinión o respuesta a una pregunta para demostrar que piensan, saben y ven lo mismo que los demás. Aún cuando la respuesta de la mayoría esté obviamente equivocada, tan equivocada como afirmar que una línea notablemente larga, era igual a otra de menor longitud –en eso se basaba el famoso experimento.

 

Todo con tal de no ser el otro, el uno contra el que atacarán los dos o más confabulados.

 

Triste, sí, pero también fascinante. Asch dedicó su vida a analizar y diagnosticar el peso de la presión social tanto en la psicología individual como en las decisiones personales y demostró, una y otra vez, que la conformidad, con-formitas o accommodare en latín, ese proceso para ser semejante en forma a los otros miembros de un grupo, es una de las motivaciones más poderosas en la conducta humana. Y entregarse a la forma es perder el fondo. Me parece.

 

¿Será que, más que cualquier otro impulso, nos mueve la necesidad de pertenecer y haremos lo que sea con tal de lograrlo?

A veces ser diferente implica “superar” –con todos sus matices- a la familia, a un grupo de amigos, a los compañeros de clase o del trabajo.

Y otras veces ser “diferente” implica simplemente tener preferencias sexuales distintas o querer llevar el pelo largo cuando los demás lo llevan corto, ser lento en un mundo de rápidos, gordo en un mundo de flacos o yo qué sé, la serie es muy larga.

 

¿Por qué será que todo lo que se ve distinto amenaza?

 

¿Por qué será que ese dos contra uno sigue siendo placer irresistible al que nos entregamos con apetito incontenible y desbordado?

 

@AlmaDeliaMC

Abusos, silencios, redenciones

sábado, octubre 10th, 2015
Imagen del diseño de portada: Liz Batta

Imagen del diseño de portada: Liz Batta

A veces la belleza es tragedia.

A veces, la belleza, cuando coincide con la orfandad o la violencia es la mayor de las tragedias.

¿Por qué será que los seres humanos tendemos a destruir, a consumir, a masticar hasta regurgitar y hacer mierda todo lo hermoso?

¿Por qué será que, particularmente algunos hombres, no pueden resistirse a la pulsión destructiva de apoderarse de lo bello hasta dejarlo en jirones?

A Rita Hayworth, Margarita Carmen Cansino en realidad, la destruyó su hermosura y la condición miserable de su padre y de todos los hombres que abusaron de ella y la prostituyeron y la lastimaron tanto durante toda su vida que no le quedó más remedio que volverse loca, amnésica. Hasta que no le quedó otra salida que enfermarse de olvido para evitar el dolor y morir de Alzheimer.

El abuso generacional parece ser una plaga apocalíptica. Ya sé, esa no debería ser la explicación de una mujer dosmilera que pasó por la universidad pero ante los límites rebasados siempre asoma esa parte esotérica y nada científica con la que tratamos de asir y comprender la realidad.

¿Será que todas las familias donde hubo abuso estamos condenadas a repetir la historia ofreciendo una víctima para las fauces de los dioses violentos que gobiernan al mundo?

Recordar viene de re-cordis que significa volver a pasar por el corazón ¿pero quién quiere volver a pasar por el corazón cuando ha dolido tanto? Esta línea maravillosa es uno de los desvaríos imaginarios que Sandra Lorenzano, lúcida e hiriente, pone en boca de Rita Hayworth en su estupenda novela La estirpe del silencio.

Terminé de leer la novela todavía tratando de ponerme a salvo, todavía intentando que fuera mi cabeza y no mi corazón la que se encargara de contarme esa historia tan extraordinariamente bien escrita. Pero al día siguiente, mientras me subía a un autobús que me traería de Tepoztlán a la ciudad de México, algo se quebró dentro de mí y ocurrió uno de los milagros más antiguos de los que podemos dar cuenta, ese que sucede cuando las palabras curan.

Así, solitas, derechas, masticadas o tragadas en seco, sin agua. Una palabra detrás de la otra, una negrita seguida de otra y otra y otra que alivian más que todas las píldoras juntas de cualquier receta psiquiátrica se sumaron a un proceso curativo que llevo años tratando de conducir a buen término.

Tal vez porque yo tuve mi propia hermana mayor que fue mi avanzada y mi guardiana como Anette tuvo a Claire en La estirpe del silencio, tal vez porque crecí en una familia sin padre que rápidamente se volvió blanco fácil de muchos depredadores que parecen oler a las mujeres y a las niñas vulnerables como los tiburones a la sangre. Tal vez porque comprendí desde muy pequeña que la tragedia de mi madre, con treinta años y criando sola a ocho hijos, era precisamente su inocultable belleza, sus piernas torneadas, su ojos grandes, sus pómulos altos, su piel suave.

Rita Hayworth pasó por la frontera mexicana cuando sólo tenía 13 años. Estuvo en el Casino de Agua Caliente de Tijuana dando espectáculos de baile junto a su padre y vendiendo servicios sexuales a los clientes que, precisamente su padre Eduardo Cansino, le traía a la mesa. Y es ahí, en Tijuana, donde Rita y su hermano menor Verny coinciden con Anette que ha pasado por el sufrimiento de ver a su hermana mayor Claire, apenas adolescente, ser prostituida. Los personajes de la novela de Lorenzano, nacidos de una realidad que supera la ficción y luego ficcionados con una maestría irreprochable (valga en todo su peso este juego de palabras y realidades), encuentran redención luego de atravesar pasajes que casi recuerdan a la Fuenteovejuna de Lope de Vega.

Pero la verdadera redención sucede, o me lo parece, porque la autora teje las palabras con tal elegancia y con tal ternura que sólo así pueden reconstruirse con respeto y verdad historias tan desgarradoras.

Porque ser víctima y ser sobreviviente es igual de duro, igual de difícil, igual de doloroso. Lo sabemos quienes hemos estado de un lado y del otro.

¡Carajo, Sandra Lorenzano!, no te conozco pero tú me conoces. ¿Cómo es que no te conozco y me conoces?, ¿cómo has podido presionar, con esa precisión quirúrgica, justamente el nervio que más me dolía?

Me refiero a ese nervio que conecta el dolor con la familia, la familia con el abuso, el abuso con la sobrevivencia, la sobrevivencia con el mundo.

Supongo que uno de los nombres de ese centro neurálgico es literatura y no me queda mucho más que agregar salvo dos pequeñas certezas.

La primera es que, una vez más, confirmo que Chabela Vargas tenía razón: los dolores se curan con alcohol… o con palabras.

Y la segunda es que si se atreven a leer La estirpe del silencio desde al alma, terminarán sintiéndose, no sé, más miserables pero también más grandes, más privilegiados, más humanos; sí, es eso: mucho más humanos.

@AlmaDeliaMC

Celos

sábado, octubre 3rd, 2015
Fotografía de Adrian Mueller

Fotografía de Adrian Mueller

Esto no es cierto. Esto no es cierto. Esto no es cierto.

Ni este espacio ni esta sangre ni este tiempo.

Este despeñadero debe ser un sueño.

@SritaKamikaze

 

Se siente la muerte.

Un tirón que jala desde el sexo y que sube más allá de la cordura. Los celos queman, acribillan los ojos, los riñones, el hígado, el corazón, extirpan el alma.

Las piezas no encajan, las palabras no calman, las mejillas arden, el estómago se contrae y, de repente, el amor deja de tener sentido.

Es el Hades que se abre a nuestros pies. Los celos son un viaje directo del paraíso al infierno que recorremos al morir luego de ser cambiados por otro o por otra y sin entender por qué mierdas hemos ido a parar ahí. ¿Por qué si antes éramos el motivo de respiración de ese objeto identitario que habíamos elegido para amar y, peor aún, que también nos había elegido para amarnos?

Lo diré más simple: ¿cómo es que alguna vez fui tu todo y ahora no soy nada porque mi lugar puede ocuparlo otra persona?

No exagero, quienes han experimentado el dolor de ser remplazados saben bien que equivale a un sufrimiento de muerte, ¿pero por qué duele tanto?

Dice Igor Caruso en La separación de los amantes: “La pérdida del objeto de identificación amenaza realmente a la propia identidad y esto constituye una vivencia de muerte”.

Los celos, porca miseria, son la factura impagable del amor.

Es que toda la belleza, todo lo bueno del mundo, toda la leche dulce que nos había hecho sentir completud y saciedad, un día desaparece y su ausencia nos deja fulminados.

Caruso habla de la separación amorosa como una fenomenología de la muerte que sólo se experimenta cuando al amar arriesgamos la vida, pero hay que admitir (y comprender) que no todos son capaces de amar así.

El hecho es que si la capacidad de entregarse en modo kamikaze proviene de una herida primaria maldita, de un abandono original nunca superado o de un desorden mental no es tema relevante cuando atravesamos el momento mítico, legendario, universalmente miserable, etílico y cantinero de tratar de reponernos de un golpe amoroso.

Así que a propósito del martirologio de los celos hoy quiero aventurarme a cuestionar lo siguiente: ¿por qué tendemos a aceptar como una verdad incuestionable –y convenientemente cómoda– que las personas celosas son las enfermas en la díada amorosa y que los que permanecen inmutables son los sanos y equilibrados?

Leyendo este fragmento de Edgar Morin en Les Stars, que se ha convertido en una de mis citas favoritas porque es inagotable, vuelvo a preguntarme si no estaremos equivocados en nuestro entendimiento de las categorías de locura y salud mental:

“En las sociedades burocratizadas y aburguesadas, es adulto quien se conforma con vivir menos para no tener que morir tanto. Empero, el secreto de la juventud es éste: vida quiere decir arriesgarse a la muerte; y furia de vivir quiere decir vivir la dificultad”

Quiero decir que si tenemos la certeza de que vamos a morir: ¿por qué hay más cordura en amar con reservas, en protegerse como estrategia para sobrevivir, en portar paraguas, candados, anestésicos, banditas, diques y pólizas de seguro que en dejarse atravesar por la realidad y permanecer desnudos para experimentar lo indescriptible de vivir?

Bien visto el discurso de “inmaduros” vs “maduros” que justifica esta conducta sensata resulta ramplón y torpe si le ponemos perspectiva el asunto y todos vemos lo mismo en el no tan lejano y común horizonte que nos espera: una tumba, una urna, una fosa común.

¿Servirá de algo llegar con el metabolismo menos desgastado, la dentadura más completa, aceptables niveles de colesterol y triglicéridos para yacer muertos eternamente que llegar en jirones pero sin habernos perdido de la experiencia real e insondable del amor con sus consabidos y mordaces celos?

No lo sé, francamente no lo sé.

Aunque hay algo que sí puedo afirmar por experiencia, nunca sentí celos por alguien a quien no amara desde el fondo del alma. No soy proclive a las relaciones light o pasajeras pero desde luego he tenido un par y me daba lo mismo si el sujeto en turno estaba sólo conmigo o se encamaba con una legión de amantes a mis espaldas. Pero el amor, ese abismo, ese deseo fijo, intransferible, doloroso y recurrente no tendría por qué ser muy distinto de los celos que provoca: abismales, intransferibles, punzantes.

¿Usted no ha sentido nunca eso?

Salga de su búnker, aunque sea para leer Otelo y enfermarse con él y odiar a Yago, obsesionarse con Desdémona y desquiciarse saltando del rol de presa al de cazador, de víctima a victimario… o, si tiene tamaña suerte, para enamorarse sin cobertura de protección total y replanteárselo todo: la lealtad, la cordura, el dolor, la identidad misma. Salga a morir un poco, incluso de celos, que ya lo dijo Edgar Morin: ahí, en atreverse a morir está el secreto de la juventud verdadera.

@AlmaDeliaMC

Esto está con madre

sábado, septiembre 26th, 2015
Fotografía: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Fotografía: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Pasan los años y la vida no deja de ser una guerra de supremacías: en las primeras etapas todo es ser el número uno en el cuadro de honor, entregar una boleta de calificaciones pletórica de dieces, terminarte la horrenda sopa de habas con higaditos primero que tu hermano, etcétera, etcétera.

No hay modo de librar la sentencia. Luego, cuando llega esa calamidad llamada adultez, hay que pasar de la jefatura a la gerencia y después a la dirección, conseguir el salario más alto, el coche más nuevo, la casa más amplia, la foto más “likeada”, el GIF más divertido, las tetas más grandes, los kilómetros más rápidos y de nuevo el coro dice: ¡etcétera, etcétera!

Qué remedio.

Es que somos jerárquicos por naturaleza, en eso el animal que nos habita es poderoso e indomable.

Para algunos es una tragedia y para otros el motor de su vida pero hoy, para mí, es un motivo para hablar de las deliciosas taxonomías mexicanas que utilizamos al referirnos a lo grandioso, lo número uno, lo estupendo y culminante.

Aquí van pues, no sin antes advertir a quienes les molesta la proclividad a las vulgaridades, que este texto podría ofender sus impolutos ojos y manchar un poco –pero sólo un poco- su higiénico léxico.

Chingón o Chingona:

Es, probablemente, el adjetivo más utilizado para referirnos a alguna persona, objeto o evento que consideramos destacado, superior. Su uso atraviesa el país entero de norte a sur, de una clase social a la otra y además es intergeneracional (no como las expresiones “padrísimo” o “de pelos” que denotan la añada cuarentona del emisor, además de una ominosa pertenencia a la clase media arribista de los años ochenta. No se me ofendan, adultos contemporáneos, camaradas míos).

Podemos decir “El concierto estuvo chingón”, “Tal cantante es un chingón” o “Qué chingona actriz” y todos comprenderán perfectamente a qué nos referimos.

Bien verga

No se acalore, querido lector, y hágame el honor de seguir acompañándome que aquí vamos camino a lo superlativo.

Algo o alguien que es “bien verga” es titánico, notorio, enhiesto… y sí, la asociación es innegable, también es tu padre. La genitalidad en el lenguaje es un fenómeno interesantísimo, no por nada oralidad y genitales están tan relacionados: principio y fin, el ciclo eterno de la humanidad representado en esas dos bocas que son el origen de todo.

“Messi es bien verga con la zurda”, “La maestra de francés es bien verga en gramática”, “Mi abuela prepara un pozole bien verga” son algunas frases para ejemplificar esta encumbrada categoría que usted puede utilizar si desea cortar de tajo cualquier duda sobre la notoriedad de algún objeto o individuo.

Con madre

La cosa sigue in crescendo porque ahora estamos delante algo tan bueno y poderoso que sólo puede referirnos a lo primigenio, a lo universal, a lo nutricio, a nada menos que… tambores y fanfarrias… la Madre.

Tener madre, al menos en la cultura mexicana, es tenerlo todo. No exagero.

Cuando algo está “con madre” es porque no le falta nada.

“Ese viaje estuvo con madre”, “mi nuevo trabajo está con madre” o decir simplemente “con madre” es afirmar de manera contundente que algo nos parece completo, perfecto y hasta sacro; no podemos obviar que la figura de la Santa Madrecita en nuestro país es omnipotente, en no pocas ocasiones milagrosa y divina.

La repanocha

¿Sabe usted lo que es la panocha, querido lector?

Calma, no se ofenda ni se sonroje, la panochita, para llamarle con cariño, es la vagina.

Si decimos que algo es la repanocha es porque es clitórico, excelso hasta el grado máximo del placer, paradisíaco, orgásmico: el lugar al que todos queremos regresar. Una vez más el binomio genitalidad y lenguaje nos pinta enteros y nos contiene plenamente.

 “La repanocha de casa que conseguí”, “Quedarme en esa Universidad sería la repanocha”.

Es decir que la repanocha, en el contexto de supremacía del que ahora hablamos, es el culmen de lo chingón, lo que está con madre y lo bien verga. Tal y como el paisaje que muestra la foto de mi queridísimo Beco, ¿no es un lugar de la repanocha?… Les aseguro que no es sólo mi gusto ni mi perversión darle importancia retórica a estas insolencias verbales, piensen por un segundo en lo curioso que resulta que los españoles digan, por ejemplo, que algo está tan bueno que te cagas, o que los gringos, para expresar asombro máximo digan fuck me!

¿No valdría la pena detenernos a reflexionar en el significado del rango insuperable que alcanzan lo genital, lo escatológico, lo matriarcal y patriarcal en el lenguaje? Yo digo. Y francamente pienso que utilizar cualquiera de estas expresiones con tino tiene más gracia que ese vicio que se ha puesto tan de moda de soltar un anodino “lo que le sigue” por puro desconocimiento de adjetivos superlativos. Ya saben, me refiero a cuando alguien dice “Esta sopa no está buena, lo que le sigue”. Al menos a mí me resulta lamentable.

Claro que hay infinitas maneras de decir todo lo anterior con absoluta propiedad, pero las encuentro colosalmente aburridas, tiesas y poco verosímiles.

Decir “eres magno y superior” sería el intento de halago más acartonado e insípido, en cambio “eres bien chingón” suena con madre. Se los aseguro.

Y ya me voy con mis obscenidades a otro lado no sin antes desearles que su fin de semana sea de la repanocha.

@AlmaDeliaMC

Treinta años: estribillo de tragedia

sábado, septiembre 19th, 2015
Hoy mi entorno es otro pero mi país, qué putada, parece ser el mismo. Foto: Tomada de Internet

Hoy mi entorno es otro pero mi país, qué putada, parece ser el mismo. Foto: Tomada de Internet

Era jueves y yo tenía siete años.

Y no sabía lo que era un temblor, la palabra tragedia tampoco tenía resonancia en mí.

Estaba terminando de abotonarme la camisa blanca que era el uniforme de la destartalada escuela pública donde cursaba segundo de primaria en Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México; ese paraíso de calles a medio pavimentar y cables de alumbrado público inconcluso que serpenteaban por todo el barrio.

Ya desde entonces el paisaje del Estado de México era puro hormigón y asfalto, sin áreas verdes visibles y con mucha pobreza evidente.

Es que en el entorno urbano pobreza y fealdad son inseparables. En el campo es otra cosa porque los montes, los árboles y sembradíos son un remanso donde se pueden posar los ojos sin sentirse miserable.

Era jueves, eran las 7:19 de la mañana, era 1985 y yo tenía siete años.

Sentí un mareo. Conocía la palabra mareo y su significado porque desde entonces mi metabolismo quejica y vulnerable respondía con mareos a los viajes en autobús y a los juegos mecánicos.

Estoy mareada, pensé. Tan mareada que perdí el equilibrio y caí sobre mis rodillas. Entonces apareció mi madre.

Está temblando, dijo.

No hubo más palabras, me tomó de la mano, llamó a mis hermanas mayores que estaban en la casa y nos puso a salvo en la calle.

Entonces supe lo que era un temblor y entendí que era algo desastroso. Lo supe por la reacción de las vecinas que gritaban, lloraban, se hincaban y repetían rezos con sus hijos colgados de las faldas llorando también a todo pulmón contagiados por el miedo de ellas.

Mi madre estaba sorprendentemente tranquila, o aparentaba muy bien. “No va a pasar nada, espérenme aquí”.

Desde afuera la vi entrar andando como si estuviera ebria, haciendo eses por todo el pasillo de nuestra casa (que ni era nuestra ni era digna de llamarse casa) todavía en obra negra.

Los cables chicoteaban en lo alto de las calles sostenidos por esos postes gigantes como si formaran parte de un happening y me pareció que había cierta belleza en ello, no eran quijotescos molinos de viento pero hipnotizaban al mirarlos.

Luego de un rato apareció mi madre con un portafolios verde donde estaban los documentos importantes de todos y el poco dinero que tenía ahorrado. Nos abrazó.

Poco a poco pasó la sacudida.  Los gritos y llantos bajaron de intensidad haciendo un lento fade out hasta que el silencio se volvió más aterrador que el escándalo de antes.

En los rostros de los adultos había pánico, en las caras de los niños desconcierto.

Volvimos a la casa y mi madre se aferró a la disciplina de diario, se aferró a la normalidad, ahora lo comprendo, para no asustarnos.

–          Terminen de ponerse el uniforme, se nos va a hacer tarde.

Mi hermana y yo pusimos ojos de plato pero obedecimos. Resultó que una pared de la escuela –mediocre obra pública de la que se vanagloriaba el gobierno de entonces- se había caído y otra estaba a punto de desplomarse.

–          Se suspendieron las clases, señora.

Le dijo el conserje a mi madre mirándola como si fuera una loca recién escapada del manicomio.

No era para menos. Mientras ella se empeñaba en ejecutar su estrategia de normalidad para no derrumbarse y llevarnos a la escuela como si nada hubiera ocurrido, el país entero estaba paralizado y la ciudad de México se desmoronaba. Edificios emblemáticos colapsaban como mazapanes en la zona centro. El contador de muertos aumentaba a cada minuto.

Hasta un día antes en la radio sonaban “Devuélveme a mi chica o te retorcerás entre polvos pica-pica”, “We are the world, we are the children…”  y “estamos en crisis” cada bendita hora.

Pero ese diecinueve de septiembre todas las transmisiones se salpicaron de “hasta ahora podrían ser 1000 muertos, 2000 muertos… 3,000”. El contador no se detuvo durante días y días.

Ahora se dice que pudieron ser 20,000 muertos, que las cifras oficiales eran mentira. Pues sí, para eso eran oficiales. Recuerdo que fuimos a visitar a una tía que vivía cerca del centro y las calles despedían un olor penetrante a muerte.

Miro esos días tan lejos de mí y a la vez tan cerca. Han pasado treinta años justos.

Hoy mi entorno es otro pero mi país, qué putada, parece ser el mismo.

Era el PRI de entonces, se llamaba Miguel de la Madrid el Presidente en turno encargado de evadir todas sus responsabilidades, también esa, desde luego, porque después del temblor guardó silencio por tres días y no dio la cara hasta que no tuvo más remedio que pronunciarse. Los primeros rescatistas fueron miles de mexicanos improvisados y no el personal oficial asignado por el gobierno que, como siempre, llegó tarde.

Y aún así vivir en el Estado de México era una calamidad porque representaba un retraso en eras geológicas respecto de la vida en el Distrito Federal.

Las cosas no han cambiado mucho. Ante siniestros y atrocidades nacionales seguimos cantando estribillos y salmodias con el mismo contenido vergonzante: gobierno de ineficiencia, de incapacidad, de nula sensibilidad, de corrupción.

Pero quería contar esta historia para decir que a mis hermanos y a mí nos rescató mi madre, que nadie se adorne con logros institucionales. Nos rescataron mi madre y los vecinos, los amigos y los desconocidos que no dudaron en ayudar con lo que se pudiera porque se fue el agua y se fue la luz, porque mi madre perdió el empleo, porque éramos ocho hermanos a cargo de esa mujer a la que ni aquel terremoto le disminuyó las agallas.

A mis hermanos y a mí nos rescató el coraje de mi madre y la solidaridad de los vecinos, como a tantos otros mexicanos.

Resiliencia. Es una palabra que se ha puesto de moda en Psicología, “Capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas” dice el diccionario.

Lo mejor que tenemos los mexicanos sigue siendo eso: nuestra capacidad de resistir, de perderlo todo y florecer a partir de la nada, de bailar y cantar con la muerte sin dejar de respetarla. Lo peor de México sigue siendo lo que todos sabemos: este sistema de gobierno podrido de un extremo al otro, cínico y pervertido hasta la entraña.

Era viernes 20 de septiembre, eran las 19:37 de la noche, era 1985 y yo tenía siete años.

Está temblando, dije.  Ya sabía lo que era un temblor y estaba a punto de comprender lo que era una réplica.

Y es que presenciaba la réplica más importante de aquel histórico terremoto pero también un loop, el funcionamiento de un disco rayado que seguiría sonando igual treinta años después.

Lo mejor de este país es la capacidad de resistencia de su gente, lo peor de este país es su sistema político, su gobierno corrupto y devastador. Lo mejor de este país es la capacidad de resistencia de su gente, lo peor de este país es … (se repite)

Tengo treinta y siete años, es diecinueve de septiembre del año 2015 y quiero reconocer –tiemblo al escribirlo– a todas las madres coraje, a todos los mexicanos honorables que se pusieron de pie y metieron el alma y el cuerpo para rescatar a alguien.

 

@AlmaDeliaMC