Archive for the ‘Posmodernos y jodidos’ Category

Tontos, ciegos, dueños del mundo

sábado, septiembre 12th, 2015
Imagen tomada de la red

Imagen tomada de la red

No es que la felicidad sea vulgar, pero casi.

Al menos la de estos tiempos, quiero decir. La felicidad asociada a los logros.

Justo ahora hay una mujer frente a  mí tomando champaña en una minúscula y alargada copa que contrasta de un modo esperpéntico con la sudadera rosa que lleva encima, el bolso animal print que simula la piel de un cheeta, las manos regordetas coronadas por unas uñas deslumbrantes gracias a la piedra swarovski que se ha colocado en cada una. Diez piedras brillantes en las manos. Ah, el discreto encanto de los secretos de belleza femeninos.

Cada piedra querrá decir algo importante para ella.  Supongo.

Y si se le desprende una representará una pérdida importante. Supongo.

Los viajes ilustran, es verdad. Iluminan sobre las maravillas del mundo, de otros países, de otras razas. Pero también echan luz sobre lo universal de nuestras prácticas más ridículas y torpes.

Siempre que salgo de México regreso con la misma conclusión: la tercera guerra mundial ya ocurrió, se llama sociedad de consumo; la verdadera globalización es la transversalidad de las clases sociales. La clase media en Occidente, por ejemplo, no se diferencia mucho en conductas, expresiones, hábitos y preferencias de compra; los íconos de identidad son muy parecidos.

Gritamos, manoteamos, compramos algún souvenir, nos quejamos del clima, comemos y bebemos como si estuviéramos en competencia. Todo normal, somos animales de costumbres fuera de nuestro hábitat y hay que aprovechar para descarriarnos de la rutina. Vale.

Pero lo que no logro entender, es la absurda compulsión por las fotos y las selfies que parecen haber llegado para reemplazar el sentido de la vista y para mutilar la capacidad de experimentar la belleza.

Ahora me explico.

Supongamos que usted arriba a un paisaje descojonante. La visión de una cordillera montañosa que le rompe todas las imágenes registradas hasta ahora en su cerebro, o supongamos que le toca presenciar una aurora boreal. O que, por fin, a sus cuarenta años, puede pararse frente a la pintura que más anheló conocer desde que era adolescente; o que ahí, delante de usted, está ni más ni menos que el Taj Mahal o las pirámides de Egipto, o los osos polares o un tigre blanco.

Yo qué sé. Escoja una situación o diseñe la que le más se le antoje.

Ya tenemos su evento extraordinario.

Ahora bien, esto es importante: recordemos que usted fue dotado de un maravilloso par de órganos que le permiten mirar. ¡Usted puede ver con sus propios ojos y moverlos a placer: izquierda, derecha, más arriba, más abajo, fijarlos en un punto, cerrarlos y volver a abrirlos en cuestión de nanosegundos y experimentar cambios de luz!

Usted puede observar, contemplar, y lo mejor: quedarse con eso que miró guardado en su interior. Para siempre.

Conservar la imagen hasta el último día de su vida. Y será única, los filtros y acabados de su memoria jamás serán igualados por los de nadie, por ningún software ni App gratuita para retocar fotos.

Usted ha visto.

Y usted ha sentido algo, acaso le ocurra el milagro de no tener una palabra para definir eso que siente. Acaso le vengan asociaciones absurdas como nombrar a su emoción con un color o con ritmo o con un nombre, acaso le ocurra una experiencia mística y tenga ganas de llorar porque sí, porque la vida es tan cortita, porque sus ojos han visto eso y alguien a quien usted ama no ha podido verlo, porque alguien a quien usted ama está ahí mismo, a unos cuantos centímetros tomándole de la mano; porque la existencia es un privilegio y un misterio, porque la hermosura duele.

Usted ha experimentado la belleza.

Voy a seguir, ténganme paciencia, con una serie de preguntas pertinentes.

¿Por qué insospechado motivo, razonamiento o endemoniada posesión, usted o yo creeríamos que a esa imagen de belleza le viene bien pararnos frente a ella con nuestra gorra de hinchas del equipo de futbol, nuestros shorts de niño explorador tardío o esas cómodas sandalias tan ergonómicas como feas y tomar una foto para aparecer nosotros en primer plano y que allá atrás, en algún lejano ángulo, se adivine lo extraordinario cubierto por nuestra ordinaria y obvia presencia?

Digo. Está de pensarse.

Tengo otras preguntitas nomás.

¿Vamos a los lugares para experimentar en carne y hueso esas vivencias extraordinarias o para tomar fotos?

¿Ser y estar es tomarse la foto?

¿Si no hay foto, la experiencia no existió?

¿Qué estrecha narrativa del mundo es la que nos contamos si eliminamos la parte expansiva de esos viajes y todo se reduce a yo en mi foto tomada con mi teléfono móvil mientras estuve aquí, allá, acullá o en el culo del planeta?

Atravesar las antípodas y no seguir viendo más allá de nuestra nariz. Te alabamos, señor.

La mujer del swarovski y bolso animal print le ha pedido a su amiga que le tome una foto delante de La noche estrellada de Vincent van Gogh.

Ese cielo palpitante, desbordado de tal belleza violenta, de tanta locura y de tanto sufrimiento ha quedado atrás del rostro regordete de la mujer que, en un gesto caricaturesco para emular sorpresa, desorbita los ojos y se coloca las manos sobre la boca abierta para que en la foto del recuerdo luzcan bien y en primer plano sus uñas con piedras brillantes.

¿Quién velará por la belleza si seguimos bajo el dominio del imperio de la felicidad y los logros?

No, no es que la felicidad sea vulgar, pero casi.

 

@AlmaDeliaMC

Números brutos, palabras obscenas

sábado, septiembre 5th, 2015
Foto: Tomada de Internet

Foto: Tomada de Internet

A veces esto de escribir una columna semanal es una patada en los riñones, en los ovarios, en el alma.

A menudo me planteo escribir sobre un tema gozoso, guiñarle un ojo a la contentura de la vida, a la alegría ordinaria de ser.  Pero el país, el mundo, la miserable humanidad siempre está ahí, escupiendo a borbotones tragedias vergonzantes. Y una se siente ave de mal agüero, nigromante, pitonisa de la calamidad, vocera de la desesperanza.

Esta mañana, por ejemplo,  estaba dispuesta a narrar aquí la experiencia de haber corrido mi primer maratón, contarles del estado de conciencia tan agudo que parece una alucinación cuando el cuerpo ha corrido 38, 40, 42 kilómetros.

Las ganas de llorar que vienen porque sí, por cansancio, por pura necesidad metabólica de desahogo y  la honra, el orgullo, el regodeo de saber que éramos 30,000 corredores en la ruta. Treinta mil mexicanos, en su mayoría, haciendo un esfuerzo extraordinario. Carajo. ¿Cómo no sentir orgullo cuando se sabe del dolor, la disciplina, las privaciones, la soledad autoimpuesta y todas las exigencias que implica entrenar para correr un maratón y correrlo?

Pero por estúpida, por terca y por maníaca abrí primero los portales periodísticos y apareció la imagen del niño sirio Aylan Kurdi, su cuerpecito muerto en esa playa turca porque no pudo escapar de la guerra junto a su familia para llegar a Grecia y ponerse a salvo. Habían pasado por Damasco, Estambul y habían intentado ser recibidos como refugiados en Canadá. Entonces la esperanza era Europa.

La imagen es grosera pero es que vivimos tiempos obscenos, es que no hay manera de referirnos a ciertas cosas que pasan en el mundo sin ser insultantes, rústicos, insolentes, asquerosamente insensibles.

Mi buena noticia sobre el maratón se fue haciendo pequeñita en mi interior.

Pensé en la guerra.

Pensé en la guerra como una prostituta milenaria, como la gran ramera apocalíptica disfrazada de Gran Madre Civilización.

La Humanidad es obscena, bárbara, grotesca. No hay manera de describir con suavidad ni elegancia nuestros actos.

¿Qué hace Europa por los niños de las guerras que son considerados ciudadanos de segunda, los que no ostentan en su pasaporte una nacionalidad de las favoritas, de las Premium, de las grandes potencias con impresionante Producto Interno Bruto?

El cadáver de ese niño es un golpe en el estómago que deberían cobrar mandatarios, militares y sí, también los ciudadanos indolentes al permitir que ocurra,  los ciudadanos del mundo entero.

Pienso en la guerra y la palabra deja de tener sentido junto a la palabra democracia, entonces la palabra paz ya no significa nada, absolutamente nada.

Yo vivo en un país en paz, aquí no hay dictadura ni guerra pero reviso estos datos y de nuevo,  esas palabras son una necedad, una herejía.

Muertos y desaparecidos en la dictadura española. 150,000

Muertos y desaparecidos en la dictadura argentina. 30,000

Muertos y desaparecidos en la dictadura chilena. 40,000

Muertos en tres años de democracia mexicana. 57,000

Desaparecidos en tres años de estado pacífico mexicano. 24,000

No, nosotros no estamos en guerra, hay que insistir y repetirlo, es muy importante que quede claro que México es una nación pacífica y democrática. El problema es explicar cómo en democracia y en paz contabilizamos en tres años, más de 57, 000 asesinatos; 24,000 desaparecidos; por qué hay más de 13,000 niños y niñas en situación de calle en el DF; por qué hay más de 20,000 niños y niñas víctimas de trata, por qué los estudiantes y los periodistas son asesinados o eliminados de la escena pública.

México es una nación democrática y pacífica. Un Estado protector para sus ciudadanos.

Lo voy a repetir, a ver si le encuentro el sentido: México es una nación democrática y pacífica.

No. La frase es un disparate, un desvarío, una locura.

Todos somos culpables en mayor o menor grado, lo sé, algunos responsables tienen nombre y apellido; sé que no es lo mismo ser culpable por omisión que por firmar una orden de asesinatos o por disparar el arma.

La guerra en Siria es una afrenta universal, la guerra que no se llama guerra en México también lo es.

Qué terrible desgracia, la Humanidad somos todos.

Mierda. He vuelto a ser ave de mal agüero, contadora de tragedias. Es que mi buena noticia no alcanza, y miren que es buena: 30,000 mexicanos –o casi todos mexicanos- corrimos un maratón el domingo pasado.

Pero es que no, seré obscena y realista, mi buena noticia no me alcanza.

*Fuentes:

SEGOB, RNPED, World Vision México, ESANUT 2012.

 

@AlmaDeliaMC

La Orden del Deber Ser

sábado, agosto 29th, 2015
Imagen tomada de la red

Imagen tomada de la red

¿Es cierto que los seres humanos se ayudan entre sí

y que se puede ser feliz más allá de los trece años?

M. Houellebecq

Ellos, los que se reúnen a multiplicar por cero.

Los que se especializan en  descalificar a los que no están presentes, a exhibir el intelecto como el artefacto posmoderno más plausible e inanimado de cuantos existen y a cuantificar la inteligencia como si la inteligencia pudiera medirse;  los que alardean de lecturas, experiencia, premios y cargos públicos.  Los que presumen el historial crediticio, el cargo en la empresa, las calificaciones de sus hijos, la beca del FONCA y el saco gris con líneas azul navy, los que se empeñan en disimular la apariencia rolliza cebada en comidas y cenas, comidas y cenas, comidas y cenas con este y aquél.

Ellos, los que difícilmente pueden elaborar una idea que no comience diciendo “Mucho antes que tú, yo ya…”

Ellos, los que cobran derecho de piso. De un piso extenso y fragilísimo que amalgamaron para ponerle pent-house a su ego y a su pánico que a menudo son uno mismo pues pareciera que pánico y ego son  la piedra fundante de todos los que rechazan cualquier expresión vital que pueda dejarlos sin caminos conocidos, sin certezas rancias, sin calzones de marca, descubrirles el culo, la intrascendencia y la vulnerabilidad. Como si no pudieran soportar el hecho innegable de que todos hemos venido al mundo encuerados y destinados a la intrascendencia y la vulnerabilidad.

Ellos, esas linduras de respetabilísimas personas, mucho me temo y más lamento, que son los que dictan las leyes del Deber Ser, esa suerte de precepto divino al que históricamente la humanidad intenta avenirse aunque con ello pierda todo, incluso la esencia de su humanidad.

Qué pesadilla la cofradía del Deber Ser, del así se ha hecho siempre, del estás muy joven para, de la eterna lucha generacional. Hay que ser estúpido para no comprender que la existencia es una sucesión de generaciones, de nuevas maneras de ser y de hacer. Y no, no siempre tiene que ver con la edad, al pobre de Einstein lo juzgaron y lo tildaron de loco una y otra vez por haber sido un fracaso escolar y su teoría de la relatividad era rechazada por no apegarse a las ideas y “certezas” que la Academia de entonces tenía.

Y la lista es larguísima. Que Beethoven no podía seguir componiendo si era sordo, que los reggaetoneros no pueden hablar de literatura; que si no está escrito en octosílabos o versos alejandrinos no es poesía, que las mujeres no pueden hacer halterofilia, que lo que Chéjov escribía no eran cuentos y que García Márquez era demasiado ordinario, poco intelectual. Que el Ulises de Joyce era obsceno, que todo lo de Nabokov era impresentable… que la homosexualidad y la tristeza eran enfermedades que se curaban con terapias electroconvulsivas, con electroshocks.

De todo eso son responsables los miembros de la Congregación Así es como se hace y los que no lo hacen así son unos principiantes idiotas.

Los de la cámara secreta del Deber Ser se pueden identificar fácilmente: van por la vida con cara de desprecio, de que ya nada los impresiona, una y otra vez hacen alarde de que sólo pueden admirar lo mejor y lo mejor suele estar muerto o muy lejano. Ellos solo leen autores enterrados o que vivan en Sudáfrica, en Estocolmo, en las islas Fiji o las Tokelau de Nueva Zelanda; solo disfrutan el cafecito de París aquel en el que pasaron su último verano y se soban los costados y las articulaciones artríticas con su pomada de la pertenencia. Ellos ya la hicieron, ya son parte de ese segmento del mundo que determina cómo, cuándo, cuánto y quiénes. Ellos ya se ganaron el uniforme, las insignias, la palmada en la espalda y los aplausos. ¡Bravo!

Si usted sufre porque no ha recibido su selectiva mirada: no se preocupe, de exclusivos no tienen nada, son precisamente ellos los que siempre han sido iguales, los que se encuentran donde sea, en cualquier  periodo de la historia, en cualquier país, en cualquier terreno, arte o disciplina. Ignórelos,  nada es más efectivo para aniquilarlos.

Y se aún le quedan vacíos,  para que pueda usted complementar el perfil de los miembros de tan mortuoria hermandad, le dejo unas líneas del psicólogo y sociólogo Pablo Fernández Christlieb quien los describe perfectamente:

“…solían ser buenos muchachos: en los sesenta eran hipiosos; en los setenta, concientizados; en los ochenta, ecologistas; y en los noventa, democráticos. Ahora ya son cancilleres, funcionarios, mandos medios o dueños de su restaurante, vestidos casual, con buen verbo y culturita, como si les hubiera ido bien aunque no quisieran, y como si se hubieran decrepitado pronto, como a los treinta años.

Venían con buena educación, buena familia, buenos principios, buen corazón pero un día cayeron en las garras del triunfo; tenían todas las inteligencias; la técnica, la emocional, la práctica, menos una: la inteligencia moral”.

 

@AlmaDeliaMC

Las calcetas nuevas del emperador

sábado, agosto 22nd, 2015
Foto: Tomada de Internet

Foto: Tomada de Internet

Vivió en tiempos posmodernos un emperador tan, pero tan aficionado a la evasión, que gastaba su existencia toda en evadir la realidad.

Cuando inspeccionaba las tropas, cuando ofrecía algún discurso o pronunciamiento y cuando salía de paseo, su único afán era el de exhibir su inaudita capacidad para ignorar lo que ocurría a su alrededor.

De manera tal que los problemas que era responsable de atender; las agudas crisis de pobreza, violencia, criminalidad y corrupción que su reino enfrentaba, las pasaba por alto ante el pasmo creciente del mundo entero.

Pero no adelante encolerizadas conclusiones, querido lector, que nuestro personaje pecaba de idiota, sí; de irresponsable, también y de frívolo otro tanto pero no era el único culpable de su calamitosa existencia ni del estado catastrófico de su imperio.

Una caterva de canallas, ladrones, bárbaros, chupasangres, fantoches, lamebotas y caraculos eran quienes, por desgracia, constituían el grupo de ministros y consejeros del desequilibrado emperador.

Su enfebrecida condición mental era tan alucinante que un buen día el soberano decidió, por decreto, eliminar la noche pues estaba convencido de que durante las veinticuatro horas el sol iluminaba su reino; dijo también que la muerte no existía, que la tierra era cuadrada  y que un país llamado México era próspero, honesto, democrático, ejemplo de justicia y que los pobres –que era poquísimos– estaban volviéndose ricos gracias a las boyantes oportunidades que se ofrecían a todos por igual en su reino.

–          En efecto, distinguido emperador, la noche no existe más, ahora vivimos en un eterno día. Dijo el ministro ladrón.

–          Está usted en lo correcto, mi señor, la tierra es un cuadrado perfecto y la pobreza está casi exterminada en México. Secundaba el consejero chupasangre.

–          Dice usted bien, jefe supremo, hablar de estado fallido o de podredumbre institucional es ridículo e impensable, es una calumnia de los envidiosos. Aquí todo está bajo control. Terció el ministro lamebotas.

Este relato sobre la negación de la realidad, sobre la psicosis individual y colectiva se hace necesario porque o Enrique Peña Nieto y su gabinete bordean la demencia clínica o bien, el cinismo, la barbarie y el estado fallido deben ser ya proclamados régimen oficial en México.

Nunca como ahora me parece atinado el símil con el cuento de Hans Christian Andersen sobre el emperador aquel que, carcomido hasta la médula por la inseguridad, no se atrevió a aceptar que él no veía ningún traje ni telas maravillosas pues los estafadores a los que había contratado lo timaron diciéndole que esas telas mágicas sólo podían ser vistas por personas inteligentes y que todo aquél que no las viera, era un idiota.  Ni el soberano ni sus ministros admitieron que ante sus ojos no había sedas ni hilos dorados por pavor a perder sus posiciones y beneficios.

Entonces su majestad salió a pasear en cueros y  toda la gente le vio las nalgas peludas, la panza obscena y las piernas deplorables. El pueblo presenció el impúdico espectáculo de mirar de frente a la locura.

Y  es que nosotros también hemos visto al  presidente en pelotas, desnudo, hemos sido testigos de un acto simbólico que nos deja atisbar el nivel de su psicosis, de su disfunción mental.

– ¿Qué de todo debo aclarar, brillantes consejeros?, ¿los 43 estudiantes muertos en Atozinapa, los 22 muertos en Tlatlaya, los 5 asesinatos en la colonia Narvarte, la corrupción detrás de la Casa Blanca y las propiedades de Grupo Higa, la fuga del Chapo, los 55 millones de mexicanos en pobreza, el tipo de cambio a 17 pesos por dólar, la resolución que declaró culpables a las empleadas de limpieza de la muerte de 49 niños en la Guardería ABC, o lo más conveniente será aclarar que sí me puse las calcetas al derecho para que dejen de burlarse de mí?

No sé si EPN quiso ser gracioso o no resistió una humillación pública más, un motivo más para ser llamado idiota, imbécil e incapaz; el hecho es que cuando la inteligencia escasea se obtiene exactamente lo contrario del resultado que se pretendía, tal y como le ocurrió al gobernador veracruzano Duarte que parece ordenar la ejecución de periodistas para acallar a la prensa y el resultado es precisamente el opuesto.

Pero aún más desconcertante y desesperanzador resulta que no haya habido un solo miembro en todo el gabinete de Peña Nieto, uno solo, que se atreviera a decirle que hacer tal cosa era un error, una burla, que resultaría ofensivo, un escupitajo a la cara de los mexicanos.

-Magnífica idea, señor Presidente, será una salida simpática y graciosa, qué gran aportación para enderezar el rumbo del país e inyectar un poco de ánimo positivo. Publicar una foto de sus calcetines deportivos ahora que duelen los periodistas y los estudiantes asesinados, ahora que ofende la pobreza, que el narcotraficante más buscado se fugó, ahora que se respira inseguridad, hartazgo y desesperanza; ahora que la rabia deja sin adjetivos, ahora que…

Al final  del cuento de Andersen aparece un niño que, sin temor a decir la verdad, grita entre carcajadas que el emperador está desnudo.

¿Servirá de algo empezar por admitir que nos gobiernan la ignorancia y la corrupción, que entre todos hemos encumbrado la estupidez, el cinismo, la barbarie y el crimen?

Y no, no quiero encontrar respuestas. Quiero encontrar, por débil que sea, una posibilidad, una salida, una esperanza. Pero por ahora sólo veo al emperador paseándose con su desnudez alarmante y perturbadora.

@AlmaDeliaMC

Testigos de la Normalidad

sábado, agosto 15th, 2015
Fotografía: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Fotografía: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Mi intención es convertir a este joven en un fiel esposo,

en un ciudadano de bien.

Pero lo más probable es que mis logros lo conviertan en un fantasma,

en una sombra.

–Peter Shaffer, Equus

Todos tenemos un alma que nos vulnera.

Un alma que, por más nuestra que sea, desconocemos pues está llena de misterios, de dudas, de recuerdos alterados y mitificados al interior de esa maravillosa calamidad que es la familia. De manera que tarde o temprano aparece la necesidad de reconocer y bautizar a los innombrados pasajes que nos habitan.

Y como es verdad que cada quién mata las pulgas como puede, algunos meditan o hacen yoga, otros hablan con los amigos y otros –los más desesperados, tal vez–probamos con variopintas terapias psicológicas que, unas más y otras menos, ayudan a darle forma y color a eso que antes era negrura y confusión.

Pero si atinar en los diagnósticos del cuerpo es un lío, en los del alma, más.

Y si hay gastroenterólogos y dentistas charlatanes; psicólogos también.

En mi top personal de índice de maldad (o de hijaputez) los pongo en el rango más alto junto a los sacerdotes y ministros religiosos que se aprovechan del alma deprimida, ansiosa o abusada que tienen delante y la manipulan a placer para lucrar con ella.

Llegué a terapia a mis veintitrés años, muerta de angustia y avergonzada de mi bolsita de papel a la que tenía que recurrir para no hiperventilar durante las crisis de taquicardia, buscando que alguien me dijera que no iba a morir de ataques de pánico y que había una manera de hacer que se fueran.

Probé con una extraña terapeuta que me daba abrazos y me ponía piedras exóticas en el pecho. Nunca olvidaré el olor de su perfume y su mirada amorosa pero eso no me alivió. Las recomendaciones bienintencionadas de los amigos me hicieron llegar con otra que me daba gotas de Flores de Bach y me repetía que yo era una guerrera de luz tan capaz de superar esas crisis como de seguir trabajando para pagar cada pinche gotita que costaban como si fueran un destilado de champaña Cristal y mezcla de petróleo Brent con ralladuras de diamante. Me fui gracias a que mi cartera y mi sentido de alerta me pedían a gritos que abandonara ese consultorio.

Así, reptando de ansiedad, arribé al psicoanálisis con una terapeuta que, a los dos meses de atenderme, tuvo que irse a vivir a Alemania por un misterioso asunto del que sigo sin saber ni jota. Pero durante esos meses hice algunos hallazgos que me cambiarían la vida y por tal razón creí que debía seguir por ese rumbo.

Entonces llegué con la doctora Z, también psicoanalista, y me quedé siete años. Hoy puedo decir sin reparos que me arrepiento de los últimos tres. El trabajo con ella me dio una estructura que necesitaba desesperadamente pero me dio también un guión de normalidad que –ahora lo sé- yo jamás quise cumplir porque con ello me jugaba la vocación y renunciaba a mis deseos más esenciales. Una tarde anuncié que quería dejar la terapia y le pedí que iniciáramos un proceso de cierre; ella no quería pues argumentaba, insistente, que yo no estaba lista y que sólo quería ahorrarme el dinero. Pasaron ocho meses hasta que, por fin, logré que accediera. (Ya sé que debí largarme tras un estruendoso portazo pero quien ha estado en procesos similares sabe lo difícil que es cargar con el peso de “abandoné la terapia” en lugar de hacer un cierre convenido). En nuestra última sesión la doctora Z me regaló un portarretratos para que enmarcara el diploma que validaría su trabajo –eso dijo- y me instruyó para que pusiera en el marco la foto del día de mi boda con mi hermosovestidoblanco, advirtiéndome, proféticamente, que mis deseos de escribir eran un auto boicot para vivir en la inseguridad; me dijo también que para casarme debía conseguirme un hombre que fuera proveedor ejemplar, parir dos hijos, hacerme dueña de una casa grande y mantenerme delgada. En ese tradicional y homogéneo orden.

Hace poco recuperé el contacto con dos ex pacientes de la doctora Z, nos aterramos al relatar nuestros “procesos de cierre” y descubrir el mismo patrón: que no estás listo, que necesitas seis meses más, que sólo quieres ahorrarte el dinero… en todos los casos el último día giró instrucciones precisas –con regalo de por medio- sobre lo que debíamos hacer de nuestras vidas.

Recientemente leí en El País un artículo sobre un pseudo terapeuta acusado en Barcelona de abusar sexualmente a más de treinta mujeres recurriendo a la medicación y manipulación. Y la semana pasada escuché en el baño de cierta librería-cafetería de esta inagotable ciudad, a una jovensísima mesera que le exponía su “caso de homosexualidad” a una supuesta psicóloga que, negligente e irresponsablemente, le sugería que dejara a su novia y volviera a probar con los hombres pues era obvio que sólo estaba confundida ya que la homosexualidad es “normal” únicamente cuando se presenta desde la niñez. En su discurso cerril y reaccionario citaba lo mismo a Freud que pasajes de la Biblia. La mesera temblaba.

Estoy convencida de que el dios monoteísta más castrante y universal sigue siendo ese que llaman Normalidad y los que van tocando de puerta en puerta para hablar en su nombre son la secta más punitiva de todas porque su propósito es lapidar nuestro pedazo de infinito: el alma diferente y única de cada uno, el derecho a elegirse a sí mismo y a actuar según el propio deseo.

Y entiendo que ellos sólo entregan un mensaje social amasado moral e históricamente desde hace siglos pero, en estos casos, qué ganas dan de matar al mensajero. O de mandarlo a la mierda sin instructivo ni simbólico regalito de despedida.

@AlmaDeliaMC

Ignorante Academia de la Lengua

sábado, agosto 8th, 2015

AcadLengua1

A veces imagino las palabras como una jauría de perros hambrientos que atacan en manada y que muerden hasta dejar en jirones el trozo de carne que han de devorar.

Baste para ilustrar lo que digo el monólogo de Carlota en Noticias del Imperio de Fernando del Paso, leyéndolo se corta el aliento y hace falta resoplar y exhalar con cada párrafo.  Un pedacito de eternidad, eso es lo que hay ahí. ¿Cómo no sentirse trémulos luego de contemplarla?

Cuando leo algo tan poderoso siento una profunda admiración que manifiesto sin reparos por quien lo escribió y también deseos de espetar un envidioso y reverencial ¡qué hijo de puta! como tantas veces le escuché decir al extraordinario escritor Diego Fonseca en aquel taller de edición cuando leía fragmentos redondos y perfectos de otros autores. Pero, sobre todo, siento una rendición absoluta por el lenguaje, por las palabras. Unas ganas locas –como locura hay en todo lo que gesta ideas de divinidad- de imaginar que las palabras son Dios, un Dios universal que – incluyente, ese sí, no como el judeocristiano culero, remilgoso y elitista que sólo se comunica con los limpios de corazón– habita en cada uno de nosotros.

Hablo en serio cuando digo que el lenguaje tiene atributos de divinidad porque todo lo puede,  todo lo siente y en todo habita. Y puede manifestarse lo mismo en boca de Fernando del Paso, Lope de Vega o Calderón de la Barca que del campesino más iletrado o de la abuela más parlanchina.

Siendo así, no dejo de preguntarme con qué derecho y por qué carajos esa Real Academia Española decide qué vocablo alcanza el rango –digno de la realeza– para figurar en su diccionario que no deja de ser un magro, ignorante y escaso trocito de la inagotable y viva experiencia del idioma español. ¿Cómo lo imperial puede contener a lo divino?, ¿cómo lo finito puede definir a lo infinito? No es posible, hay que ser muy estrechos de entendederas para pensar que sí.

Con sobrada razón señala el escritor colombiano Andrés Hoyos en su columna Pandebono (sirva este texto como eco aguerrido del suyo) que para la RAE hay palabras de primera, segunda y tercera categoría. Y, por supuesto, las jerarquías más bajas contienen a todas aquellas palabras que no nacieron en España sino en nuestros países colonizados donde, además, estamos la mayor parte de los hispanohablantes: México ocupa el primer lugar, Colombia el segundo, el tercero y cuarto se disputan entre Argentina y España. Somos más de una veintena los países que superamos y desbordamos el glosario de palabras que la RAE ha seleccionado como oficiales del idioma español.

Así que no me jodan, o en mexicano: que no me chinguen.

Obviamente en la soporífera RAE empinar no figura como sinónimo de morir pero expirar sí es definida como acabar la vida. Se le empinó el atole, decían en el pueblo de mi abuela para referirse a alguien que había muerto. ¿No es una joya de frase mucho más graciosa que “expiró”?

Hay expresiones contundentes y orondas que su rancia majestad la RAE desaprobaría por completo. ¿Cuánto se tardaron en incluir el –se sugiere arrugar  la nariz con desprecio aristocrático antes de pronunciarlo– mexicanismo agüitar en su diccionario? Es una palabra preciosa porque es plástica, gráfica: el sentimiento de tristeza nos hace agua o agüita, nos agüitamos. ¿No es una bellísima forma de enriquecer el idioma?

Es gracias a los neologismos que ese hermoso animal llamado lenguaje sigue vivo. El pandebono del texto de Andrés Hoyos que en Colombia es tan utilizado y que podría referirse a pan de horno y que la RAE, melindrosa, no admite, es otro ejemplo de fariseísmo puritano.

Como tampoco admiten chamuco. En México nombramos así al diablo porque en el infierno, donde el fuego lo quema todo, lo lógico es que Satanás esté chamuscado de pies a cabeza. ¿Hace falta explicar más?

En Cuba le dicen Zunzuncito al colibrí más pequeño que se conoce, es una onomatopeya preciosa: zun-zun hacen las alas del pájaro diminuto. Pues dice la señora RAE que nel, que niguas, que no, que ese nombre no le agrada matarile-rile-ron.

Hay tantas nuevas palabras que iluminan el mundo con precisión y  creatividad: esos dos tuvieron sus queveres (algo que ver). Es un abogánster (abogado y gánster a la vez, prístina alusión a la cualidad de criminal que une ambas mafias).

Lo sospechoso es que la RAE sí tiene derecho de castellanizar cualquier vocablo inglés, francés o alemán e incluyen baipás por bypass (¡yisas lord!), cruasán por croissant y kínder por kindergarten en su diccionario y nosotros no podemos enriquecerlo con chamuco, pandebono ni abogánster. ¡Achis, achis, que me toquen los mariachis!

¡Achis! contracción de ¡Ah, chingados! que en la Real Academia tampoco conocen. Puedo verla encarnada en una señora agria, artrítica y acorralada por su propio desconocimiento, igual a esas obsesivas y redomadas ignorantes que se bañan en gel antibacteriano convencidas de que con ello esterilizan el ambiente porque no saben que tal cosa es materialmente imposible.

Así de absurdo resulta ese diccionario tratando de administrar un medicamento contra la potencia de la vida.

Pero he aquí que hay un rayo de esperanza: las tablas moisesianas algún día serán remplazadas por un diccionario internacional del idioma español, el lingüista mexicano Raúl Ávila –a quien tuve la inmensa fortuna de conocer y escuchar en un par de reveladoras charlas- coordina desde el Colegio de México un proyecto llamado VALIDE (Variación Léxica Internacional del Español) que reúne a más de veinte países para entre todos recopilar las palabras ancestrales, mutables y novedosas del idioma español que hablamos en el mundo y que en la mojigata RAE se están perdiendo.

El lenguaje es un organismo vivo y en desarrollo, se mueve, respira y se alimenta: por eso hay que darle su pandebono, su chileatole y sus tlayudas para que crezca grande y fuerte y que ningún apantallapendejos le diga qué comer ni cómo.

@AlmaDeliaMC

¿Esto también es amor?

sábado, agosto 1st, 2015
Fotografía: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Fotografía: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Él lleva media hora tratando de localizarla en casa y en el celular sin conseguirlo. Su esposa le pidió que pasara a recoger unas cosas en casa de una amiga, puso tanto énfasis en la urgencia que se ha salido del trabajo para hacerlo, desafortunadamente la amiga no está. Quisiera que su esposa le llamara para averiguar si va a llegar o saber si es mejor retirarse. Qué manía tan desesperante la de olvidar el celular o tenerlo en modo silencioso cuando más necesita localizarla. ¿Esto también es Amor? Porque siente unas amorosas ganas de ahorcarla por hacerlo perder el tiempo y por no valorar lo que hace por ella.

¿Esto también es Amor? Ella tiene dos días sumida en el mutismo total. Algo dijo él, hizo o dejó de hacer. Ella cree que lo castiga con su silencio, pero no se da cuenta que para los hombres es un premio. Un pase libre para llegar tarde sin avisar, para jugar videojuegos hasta la madrugada sin temor al reproche, para no pedir permiso para usar su tiempo como les venga en gana. Finalmente, ya está enojada, su silencio más que un castigo, es una coartada. ¿Esto también es Amor? él preferiría que ella no se castigara a sí misma con esa actitud.

Es jueves, ha quedado con su mejor amigo en ir al billar a echarse una cerveza y platicar para ponerse al tanto de lo que ha sido de sus vidas desde la última vez que se vieron hace seis meses. Tan solo se lo ha dicho, ella se ha puesto como loca, toda celosa y a la defensiva. Pareciera que cada viernes se larga con sus amigos a tomar la parranda; pareciera que no trabaja toda la semana para que nada falte en casa; pareciera que ella no ha salido por lo menos cinco veces en ese lapso con alguna de sus amigas,  a tal o cual evento, mientras él se queda a cuidar a los niños. ¿Esto también es Amor? Porque entonces no es parejo, vaya ni siquiera se parece a la amistad.

¿Esto también es Amor? Se pregunta él, encerrado en su cueva del silencio con la PlayStation encendida. Mientras ella lo mira estresado, agobiado por los problemas del trabajo, la casa o vaya Dios a saber de qué y lejos de tomar una actitud de apoyo hacia su compañero de vida, él la observa irse a la recámara a esperar cómo caramba él escapa del atolladero y vuelve amoroso a “hacerle piojito” por las noches como cuando no trae tormentas internas. Él suspira, antes de regresar su atención a la pantalla plasma, reflexiona en lo que daría por hacerle entender que en vez de ese control con botones entre sus manos, quisiera sentir las manos de ella masajeándole los hombros y la espalda, sus labios y su sexo desahogando la tensión en su cuerpo y después, solo cuando el muro haya caído, platicarle lo que le pasa, a ella su amada compañera de vida.

Otro domingo más de larga visita a los suegros en donde escuchará las mismas historias de siempre. La televisión estará sintonizada en algún canal horrorosamente popular. La conversación de las cuñadas girará sobre un tema superficial o la noticia de moda en las redes sociales. Su mujer estará felizmente engarzada en lo suyo, sin considerar si él tiene hambre o sed, si le apetece irse al porche a leer un libro o usar el celular sin sentir su mirada de reclamo en la espalda; tal vez, siendo muy idealista, irse a ver un partido de futbol como hacen sus concuños, los mismos que ni siquiera están ahí cada domingo soportando esa tortura.  ¿Esto también es Amor?, ¿la desconsideración hacia la pareja?, ¿la actitud egoísta de obligarlo a “compartir” con la familia política en vez de otorgarle la libertad de elegir qué hacer con su tiempo, mientras ella hace lo que quiere con el suyo?, ¿Esto también es Amor, piensa de nuevo? Si es así, entonces te amo muchísimo, vida mía.

Otro maldito año en el que todo el mundo se ha acordado de su cumpleaños, menos su mujer. Y por todo mundo, se refiere a su mamá, su abuelita, sus hermanos y hasta el conserje del edificio. Menos ella, la que se supone que lo ama más que nadie en el mundo; la que ha de ser su compañera para la eternidad; la madre de sus hijos; la misma a la que en su cumpleaños le cantaron las mañanitas al despertar, la llevaron a su restaurante favorito y le compraron el modelo de celular que tanto quería. Vaya, ya no espera que le regale algo especial o le cocine una súper comida de cumpleaños, con que no se le olvide en las madrugadas de cada año sería suficiente. Un poco de sexo oral o una cabalgada amazónica y se sentiría el rey del universo el resto del día. ¿Esto también es Amor? Porque se siente un tanto frío y desvalorado como hombre en un día que debería ser el mejor del año.

Germán Renko

***

¿Esto también es amor?

Se pregunta ella cuando se descubre mortalmente aburrida de las frases simples que su marido, intentando ser amoroso, le dice como si repitiera la receta para preparar una simple sopa. Ese “Te quiero, nena” o “Buenas noches, cariño” dignos del más anodino memorándum administrativo le saben a la peor de las afrentas y se siente todo, menos amada.

Es que los años de matrimonio estable y pareja ejemplar hoy la asfixian como si tuviera una placa de metal incrustada entre los pulmones y apenas puede inhalar el aire con aroma doméstico de la recámara donde pasa las noches desde hace quince años con su marido al que ¿ama?

El hombre que cambió de ciudad para mudarse a vivir con ella porque quería complacerla aunque tuviera que jugarse la vida y el origen y al que alguna vez miró como su héroe personal ahora le resulta infantil, tediosamente ordinario. Un niño que necesita aprobación sin cesar y que se entrega cada noche a los videojuegos para “desestresarse”. Una imagen ulcerante que le hace preguntarse dónde diablos quedó aquel hombre del que estuvo tan enamorada.

La pancita esponjosa cultivada a base de cerveza, la repetición ad nauseam de las mismas anécdotas, las deslumbrantes frases o inteligentes conclusiones que le roba a ella y que pronuncia delante de los amigos como si las hubiera concebido él mismo, su uso del “nosotros” para referirse a las cualidades de ella: “nosotros preparamos una paella buenísima” o “nosotros vemos películas de cine mudo porque nos encantan…” La paella la preparo yo, piensa ella. Y de cine mudo no sabía nada hasta que me conoció.

Todas esas cosas de él ella las odia pero al no tratarse de un odio limpio, poderoso y determinante sino pastoso como la cotidianidad; no toma la decisión de dejarlo e incluso, a veces, se le ocurre que eso también es el amor.

Pero es que odia la playera de la selección argentina con el número 10 que él destinó a formar parte del pijama más ridículo jamás diseñado: la leyenda Messi, unos desvencijados calzones tipo bóxer a rayas y, cuando hace frío, calcetines; ¿cómo se hace para conservar las ganas de coger luego de pasar tantas noches delante de semejante espectáculo anti sexual?

Aborrece su incesante ataque a las botanas en las reuniones  y la forma en que se tira los cacahuates a la boca como changuito de feria para hacerse el divertido frente a los demás pero una vez que se quedan solos podría ganar el premio a Mister Aburrido; sus deslucidas botas de montañista con las que quiere parecer más salvaje y menos domesticado y que tan inapropiadas resultan para cualquier evento.

Sus manías. Todas. Tantas. Particularmente las orales. Decir vinito en lugar de vino, chasquear la lengua al hablar, masticar haciendo un ruido obsceno.

Y saber, también, que él siempre estará ahí, que cuenta con su lealtad a prueba de fuego y que con él construyó un refugio al que puede volver después de cada jornada. El buen humor y la facilidad con la que él prepara esa omelette de espinacas los sábados y que lleva a la cama para que ella duerma otro rato. Los abrazos con los que la contiene como nadie más puede hacerlo.

¿Eso también es amor? Cuesta responderse, amor parece pero quizá no es, será otra cosa, una muy buena y estable, piensa ella mientras dobla la playera de Messi para ponerla debajo de la almohada derecha que es el lado de la cama donde él duerme, ¡Dios mío!, desde hace quince años.

 

Alma Delia Murillo

La carne es débil, ¿y la silicona?

sábado, julio 25th, 2015
Fotografía tomada de la red

Fotografía tomada de la red

Soy una admiradora del cuerpo humano.

Conforme pasan los años esta verdad se encarna –nunca mejor dicho– delante de mí con una contundencia inapelable: la existencia toda está contenida en este saco de piel que unas veces nos hace sentir exhaustos y otras exultantes.

No hay metáfora más precisa de la dualidad humana que el cuerpo mismo, el que traza una figura perfecta en medio de una danza pero que también es capaz de producir las más repelentes deyecciones.

Con todo, estoy convencida de que es nuestra posesión más preciada, la única.

Por eso es que me intriga cómo y por qué el deseo sexual de algunos puede estar vinculado a una muñeca de silicona y no a un cuerpo real que es, además, el portador de esos seres sorprendentes e impredecibles llamados humanos.

No lo juzgo porque sé bien que los motores del deseo son insondables y que el botón que erotiza a unos puede ser escandalosamente extraño para otros. Así que no lo juzgo, pero no lo entiendo. Todavía.

Matt MacMullen es el afamado diseñador de unos extraordinariamente costosos juguetes sexuales llamados Real Dolls y son unas muñecotas –literalmente- que provocan escalofríos por estar esculpidas y acabadas con un realismo perturbador.

 

Fotografía tomada de la red

Fotografía tomada de la red

El asunto es así: usted (o yo, pero el 90% de los clientes son hombres) puede solicitar a Abyss Creations una Real Doll que le costará un promedio de 7 mil dólares y, tres meses después, recibirá una caja que es más bien una suerte de ataúd con la muñeca tamaño humano que usted haya elegido diseñada a placer: hay una docena de cuerpos estándar y más de treinta rostros diferentes. También puede seleccionar entre más de treinta variantes el pezón: rojo, rosa, púrpura, erecto como de abundante madre nutricia en pleno periodo lactante o liso y chato ; el vello púbico en cuanto a color, corte, abundancia y textura; si quiere que cuente con una lengua extraíble –sí, es posible – y, si lo desea, una inserción oral de cavidad pronunciada tipo “Deep Throat” que viene siendo la garganta profunda con la que usted practicará, a voluntad, felaciones sintéticas y se ahorrará –como argumentan algunos- las demandas que una amante de carne y hueso invariablemente ejercerá sobre su objeto amoroso. Todos los beneficios de una sana vida sexual pletórica de fantasías realizadas en la absoluta soberanía de su soledad.

Cómo chingados no.

En una entrevista para Vanity Fair, el personal de Abyss relató que los clientes son, en su mayoría, de 50 años en adelante, que algunos están desfigurados del rostro o tienen alguna discapacidad pero que no todo son grisuras y tristezas; también hay empresarios, coleccionistas de arte, médicos, reconocidos actores y cantantes. Eso sí, todos exigen la firma de un acuerdo de confidencialidad para que jamás se les identifique. Están en todo su derecho, faltaba más, si el asunto es un tema privado, íntimo.

Pero no dejo de pensar que, si esto es el 2015, y estamos en la tan cacareada era de la “inclusión”,  francamente deberían tener entera libertad para pregonar a los cuatro vientos su preferencia sexual sin temor a ser juzgados, ¿o no? Porque yo creo que esto no puede ser un asunto de moral, sobre todo no puede ser un asunto de moral.

Vendrá del fondo del alma.

O del botón del deseo. Del interruptor del miedo. De la caja de oxidación celular que dice “vejez” discretamente en uno de sus costados. De la identidad engrandecida o devorada por el pánico. Del cinismo. De las purititas ganas. O yo qué sé. Y qué carajos importa.

Lo que importa es que ocurre y que, nosotros, los seres humanos, seguimos siendo territorio inexplorado, un manojo de incógnitas y acertijos que le dan sentido a la existencia más que todas las respuestas categóricas que supuestamente nos definen.

Puede que a alguien le parezca repugnante el asunto. Ya.  Pero mire con detenimiento a las muñecas, obsérvelas bien y atrévase – siendo sincero con una sinceridad de fuego- a negar que algo tienen de atractivo.

Fotografiìa3RealDolls

Fotografía tomada de la red

Supongo que dentro de poco las muñecas gemirán, hablarán y moverán rítmicamente las caderas y supongo también que en el predio contiguo a Abyss Creations se construirá la fábrica de muñecos donde podremos elegir si el pene debe medir doce o veinte centímetros y si lo queremos regordete, con las venas saltonas, de ganchito,  circuncidado o con prepucio retráctil; si el humanoide debe tener el torso largo, tatuajes removibles, pelo en pecho y barba de tres días o debe ser completamente lampiño. Yo pediría que recitara poemas de Eduardo Lizalde con una voz espesa y dulce a la vez, ya que estamos. Un tigre que me arañara con palabras, grrrr.

Ya, pongámonos serios.

Sólo somos el cuerpo y su inmensidad, el cuerpo y su deterioro. Ese que da cuenta de nuestros cinco, veinte,  sesenta o noventa años.

Y a mis 37 todavía quiero dar mordiscos y achuchones para que el otro se ría o se queje, o me devuelva las dentelladas. O me ignore, incluso eso.

Quiero el cuerpo del que amo porque incluye –le contiene, damita, caballero–, su psique, esa que a veces me vuelve loca de adoración y otras me desespera pero que tanto me transforma y me provoca.

Sigo declarándome una admiradora del cuerpo y de la contundente hermosura de la carne, pero no desprecio, de ninguna manera, la enigmática belleza de nuestra misteriosa y aterradora mente humana.

@AlmaDeliaMC

Esto que somos

sábado, julio 18th, 2015
Fotografía: Víctor Hugo Ramírez

Fotografía: Víctor Hugo Ramírez

No, esta no es una causa bonita.

Convivir con la enfermedad, con el cuerpo en deterioro, con la incertidumbre y el ineludible miedo a la muerte, es todo menos bonito.

En el hospital las habitaciones despiden un olor a sangre molida, a infusiones hepáticas. Ese olor que emana de la carne hinchada, amoratada o mutilada trae consigo una oleada de sensaciones que provocan unas ganas impostergables de salir corriendo a respirar otro aire.

Pero Alicia se queda, ella elige no salir corriendo sino quedarse y abrazar. Y sonreír.

Y contagiar. Porque Alicia tiene razón: la risa abre corazones.

Desde luego que está loca.

Se le nota en los ojos, en esa punzada que le pica por todo el cuerpo y que no le deja estarse quieta un minuto. Se le nota, sobre todo, en la manera en que mira desde atrás de esos lentes que, por fortuna, lleva puestos. Y digo por fortuna porque si mirara sin ellos una caería desintegrada por el fuego directo de esos ojos que han pasado por más de veinte hospitalizaciones tratando de vencer, dos veces, al puto y reputo cáncer. Vaya una mierda creer que has vencido a ese perro maligno que muerde las células y respirar tranquila por diez años para luego encontrarte con que el perro ha vuelto a morder. Y perder partes de tu cuerpo y años de tu vida peleando la batalla desde la más jodida de las trincheras que es la cama de un hospital.

Mientras la miro moverse dando saltitos entre las camas como si fuera una niña de ocho años –va para los 60- pienso si yo habría superado con la misma entereza semejantes infiernos. Y francamente no lo sé.

Porque, seamos realistas, hay enfermos insoportables: manipuladores, agrios, cobrafavores y chingativos que se valen de los vínculos construidos durante años para luego erigirse en dictadores que desde el trono de su enfermedad ordenan y desordenan la vida chantajeando a quienes los rodean.

Pero si la forma en que se enfrenta la muerte es una elección, la manera de enfrentar una enfermedad también lo es.

Alicia lo sabe porque lo ha vivido y esa es la sabiduría que sustenta su enseñanza. Enseñanza que aprenden sólo quienes, insisto en el término, eligen hacerlo. Se ha rodeado de seres extraordinarios, y no tiro el adjetivo sólo porque sí. Cada uno de los miembros de su grupo que han escogido ponerse la bata blanca y la nariz de payaso para aventurarse a recorrer esos pasillos que rezuman enfermedad y mortandad rebasan lo ordinario por la única pero inconmensurable razón de que han decidido no hacerse pendejos frente a sí mismos: los escuché nombrar sus propias miserias y  maravillas con una integridad contundente.

Y es eso y sólo eso lo que les permite pararse con una honorabilidad conmovedora delante de cada enfermo y hablar con él o guardar silencio y llorar desde el alma o reírse a carcajadas si es lo que el otro necesita.

Y no cualquiera, oigan, no cualquiera.

Porque con la enfermedad pasa lo mismo que con la pobreza: es mejor no mirar, voltear a otro lado, pretender que no existe… hacernos pendejos.

Yo caminé camuflada entre ellos, escudada bajo mi nariz roja y mi bata blanca e inspirada en la locura divina de Alicia que se lanzaba al vacío dispuesta a dejarse tocar por ese miedo a la muerte que reverberaba y que en algún momento, lo sé, nos alcanzó a todos. También abracé con el alma a quien me permitió hacerlo, me fundí en un abrazo tras otro con desconocidos que esperaban en la sala de Urgencias;  me reí a carcajada batiente con cuanta broma salpicó nuestro recorrido y lloré contemplando a doña Cristina que, a sus 93 años y con una perfecta sonrisa desdentada, me hizo volver a extrañar a la cabrona de mi abuela.

Le cantamos las mañanitas a Omar que iba pasando en una camilla y era el día de su cumpleaños número veintiuno; lo habían golpeado brutalmente, sentí un latigazo interior al ver su cabeza rapada y suturada con más de diez puntos, su rostro deforme, amoratado. Pero respiré hondo y canté.

Platiqué con Fernando, uno al que no le paraba la boca y el día anterior le habían amputado la pierna derecha; decía “esto” cada vez que se refería a la amputación porque no podía decir siquiera mi pierna y se ahogaba cada tres frases porque rompía en llanto. Y luego se reía. Y a mí me ardía la cara de ternura, de admiración.

No sé cuánto duró el recorrido pero al final me sentí como si hubiera andado los veinticuatro cantos de la Odisea en mi propia nave épica timoneada por Alicia y sus admirables navegantes. Hubo de todo en el viaje. Sirenas, cíclopes, amores, reencuentros, infiernos y dioses: la vida y la muerte. Esto que somos.

Antes de despedirnos le pregunté a Alicia qué era lo que aún le dolía. Estaba sentada junto a su hija Bárbara a la que no hay manera de quitarle la vista de encima porque hipnotiza con esos ojazos como cuevas y esa privilegiada cabeza coronada por una poderosa melena de loca (de tal estirpe…).

Alicia dio muchas vueltas para responder a mi pregunta, enumeró nimiedades, masticó insulsos pretextos pero le entendí: le duelen sus pérdidas y le teme a la soledad.

Es decir que es tan humana como cualquiera, que la vulnera y le asusta lo mismo que a ustedes y a mí pero ella –y aquí aplaudo– ha elegido la mejor manera de llevarlo: con locura y con verdad.

@AlmaDeliaMC

Amar y beber

sábado, julio 11th, 2015
Fotografía: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Fotografía: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Es que amar es sufrir, querer es gozar.

Así dice el canto del afamado poeta.

Y de beber ni hablamos porque seamos honestos, camaradas, aventuras eróticas-etílicas con sus respectivos tintes de romanticismo y drama hemos tenido todos. O casi todos. Ay de aquellos que no se cuentan en el segmento que puede preciarse de haber transitado por estas agridulces y resacosas experiencias: no han vivido.

Antes de que los asépticos sobrios o, peor aún, los corrigeplanas compulsivos de la red nos juzguen y regañen a quienes nos hemos aventurado en semejantes andanzas debo decir en nuestro descargo que la  culpa, como siempre, es de las hormonas: endorfinas, oxitocina, mezcalina (¿esa no es hormona?) y otros neurotransmisores que provocan un efecto analgésico, una sensación de bienestar que hace que una sienta como si sintiera, bese como si besara y diga sí como si quisiera decir sí.

Tan parecido al amor pues. Y si el que ama no puede pensar, el que bebe menos.

Y todo lo damos, todo lo damos.

Ocurre que el cerebro se confunde, ese desconocido que controla nuestra existencia recibe la señal de endorfinas liberándose y no sabe si está entrando en un proceso embriaguez o de enamoramiento.

El cerebro, ese cabrón. Y el alcohol, ese culero.

Puestos a destruir ese par pueden aniquilarnos.

La cosa es que mi atontado cerebro y el alcohol me proporcionaron un par de historias que quiero contarles: conocí al señor Q en un breve curso de Simbolgía hace algunos años, no me interesaba especialmente pero él sí ponía mucho interés en mí; pasaron las semanas hasta que una pantanosa noche en una pantanosa fiesta, coincidimos. Se empeñó durante horas lanzando su artillería pesada contra mí pero el verdadero knock –out vino luego del sexto mojito (hasta donde recuerdo). Hagamos aquí una decentísima elipsis y situémonos en la mañana siguiente. El oprobioso momento en que una se pregunta, ¡¿qué hice?! … superamos como pudimos esos incómodos minutos bajo la luz del día buscando nuestros respectivos jeans, le ofrecí un vaso de agua y le pedí, amablemente, que se fuera de mi casa. Pero el señor Q, víctima de al menos una docena de mojitos, recuerdo bien que bebía al doble de velocidad que yo, creyó que estaba enamorado. Oh, no, señor Q. Mensajes no, querido; llamadas, menos; flores, jamás; libros, bueno; y chocolates también. Pero yo no tenía el menor interés. Lo comprendió luego de insistir durante algunas semanas. Y me prometí, ya saben, que nunca más. Grabé a fuego esta promesa en mi interior: no lo vuelvo a hacer.

Y lo volví a hacer. El apuesto L se me apareció una deslumbrante noche en medio de una deslumbrante fiesta. Cuatro mezcales: esta vez, me dije, no tomaré más de cuatro. Suficientes para sentirme flechada hasta la pulpa de la osamenta. L y yo hablamos de alcohol y literatura honrando a Bukowski, Hemingway, Óscar Wilde y Chavela Vargas. Es decir que fuimos un par de ordinarios idiotas llenos de lugares comunes pero sintiéndonos extraordinarios y brillantes.

Volvamos a la elipsis, esta vez no por decencia sino por cuestiones de extensión del relato. (Ajá)

A la mañana siguiente me levanté feliz. Me bañé, preparé café y puse a tostar pan fantaseando eufórica con los planes para mi futura vida con L que cuando despertó apenas me miraba, dio dos tragos al café y se enfundó en los jeans como pudo, yo hice lo propio y es que éramos nosotros mismos vistiendo la misma ropa, éramos nosotros mismos pero la luz ya era otra… es que amaneció sin querer, como canta el malagueño Toni Zenet, otro grande para acompañar penas etílicas y amorosas.

Esperé un par de días a que sonara el teléfono, ya saben, por si tal vez se había sentido intimidado en mi casa y lo que necesitaba era tiempo. Oh, no. Ni mensajes, ni llamadas, ni malditas flores, mucho menos libros o chocolates. Lo di por perdido. Pues sí, amigos, hay que ver cómo es el amor, que vuelve a quien lo toma, sobre todo a quien lo toma derecho.

Pero es que algo hay de admirable en atreverse a ser gavilán o paloma, en permitirse perder el control pues el alcohol amansa egos como el mejor domador de fieras y deja un par de historias bajo la cama y eso, al menos para mí, siempre será un saldo a favor. Y como dijo Bukowski:

Creo que necesito un trago.

Casi todos lo necesitan,

solo que no lo saben.

@AlmaDeliaMC

¿De qué hablo cuando hablo de llorar?

sábado, julio 4th, 2015
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Fotografía: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo…

–Julio Cortázar

 

Algo me duele aquí, en el pecho.

Algo me duele y no es por esta insolente tos que me desbarata en carraspeos y expectoraciones inmundas a cada rato.

Me duelen las pérdidas, lo sé bien.

Me duele, como ninguna, la pérdida del llanto.

Soy tan posmoderna y estoy tan jodida que tengo casa, coche, seguro de gastos médicos mayores, firma electrónica, credencial para votar, pasaporte y Visa americana pero ya no tengo dónde llorar.

Me dediqué durante dos décadas a construir un estilo de vida del que pudiera sentirme orgullosa, me esforcé para ser una adulta contemporánea digna de portar el título trabajando como perro de trineo para jalar las ventas, el equipo de Godínez, la organización de los legendarios intercambios navideños oficineros y los proyectos que me fueron encomendados tan encarecidamente en las empresas para las que me alquilé. Y lo cumplí a cabalidad.

Me endeudé para la eternidad con una hipoteca bancaria porque quería ser una mujer emancipada y autosuficiente que pudiera decir fuerte y claro “yo no necesito a nadie”.

Manejé durante diez años atravesando la ciudad de México de Sur a Norte y viceversa dos o tres veces al día. No quedé como el manco de Lepanto luego de librar sendas batallas cotidianas pero sí me arruiné la columna vertebral con una lesión lumbar que se gestó durante todas esas horas de vivir culiatornillada al coche.

Me tragué un divorcio amoroso, lo digerí como pude. Y viví sola durante cuatro años.

Hasta hace un semestre, más o menos.

Porque un día decidí que era suficiente; que de Godínez quería convertirme en novelista y de endeudada perpetua con el banco a libre ciudadana en plenipotenciaria posesión de su pobreza patrimonial y es que no podía seguir un minuto más viviendo en bancarrota conmigo misma erosionando mis horas de sueño, mi sinapsis, adrenalina y glucosa tratando de conservar los bienes que habían devenido en calamidades.

Y otro día, no lo decidí pero me ocurrió, se me presentó el amor de nuevo.

Así que lo obvio: renuncié al trabajo flamante, cancelé la hipoteca sanguijuela, dejé mi departamento tan bonito y me mudé a vivir en pareja de nuevo.

Resultó una transición feliz, o casi. Porque entre todas las renuncias insulsas hay una que realmente lamento y es una rara forma de tristeza personal que me hacía bien. Pasa que aún en medio de mi melodrama dosmilero, guardaba en mi interior la llama inmóvil de la posibilidad del llanto. Esa que siempre podrá iluminarnos hacia lo más profundo, lo más íntimo, lo más yo que cada uno pueda llamarse a sí mismo.

Lloraba a placer y a libre demanda.

Y es que tenía un departamento para mí sola al que podía llegar reptando luego de un día infernal y llorar a moco tendido, sin pudores y sin procurar que la máscara de pestañas falsamente vendida como water proof  se mantuviera en su lugar. En casa mi rostro podía quedar como una malísima litografía de Pollock o como papilla de zapote negro y no había testigos de la ignominia.

Y tenía también el coche casi como un santuario para mi ritual del llanto. ¿Lo han pensado? Cuatro o cinco horas en un espacio que al final es una cápsula –de metal, sí; exasperante, también; miserable cuando el tránsito desquicia, doblemente sí– pero al final es un espacio individual, personal; un ensayo de capullo que con puertas y ventanas cerradas más la música propicia representa casi una regresión uterina que no está mal experimentar cada tanto.

Qué liberador era, chingadamadre.

¿A qué vienen mis lamentaciones, entonces?

En honor a la verdad vienen a que soy una plañidera por vocación, una eterna quejosa, una incómoda por principio que siempre está buscando cómo no hallarse en la vida.

Aceptada la mea culpa que corresponde, debo decir también que las lamentaciones vienen a que llorar es bueno. Porque las lágrimas interceden entre el cuerpo y el alma, confiesan una falta dentro de los códigos personales, y aunque a veces son un infame grito de imprecaciones son también una luz líquida para llegar a la esperanza cuando el dolor o el miedo atenazan: digo, sin exagerar, que las lágrimas son un camino a la salvación. No fue gratuito que el poeta de la guerra civil española León Felipe llamara a recuperar la patria en su poema El llanto es nuestro diciendo Se ha muerto un pueblo/ pero no se ha muerto el hombre/ porque aún existe el llanto.

Llorar también es el medio por excelencia para redimir el sufrimiento amoroso y borrar memorias dolientes que nos permiten volver a enamorarnos como idiotas, para muestra están las cientos de interpretaciones de Cry me a river  que van desde la versión del extraordinario Joe Cocker que me fascina y la inigualable Nina Simone que me desgarra hasta la, digamos simpática, propuesta de Justin Timberlake. Y basta ya que a este paso terminaré elogiando a Libertad Lamarque y el ojo de Remi y hasta yo conozco los límites del drama.

El caso es que ya no vivo sola y en la casa donde ahora vivo siempre hay gente. Gente buena y amorosa, pero gente delante de la cual no puedo arrancarme con mi ritual de berreos para transmutar en la cara de zapote que dije antes. Que llorar como yo quisiera, como yo lo necesito, delante de otros me da vergüenza.

¿Lo de atravesar la ciudad a solas en mi auto cuatro horas diarias? Tampoco, ahora trabajo en casa.

Y a mí me gusta llorar, coño. Así como a otros les gusta bailar o cocinar para relajarse, lo mío es el llanto.  Disfruto lo mismo soltar gruesos lagrimones venidos directo del hipotálamo al encontrar una vieja foto recubierta de poderosa nostalgia que poner pucheritos frente una chick-flick vergonzante o de plano aullar de rabia y con las mejillas encendidas por un ataque de celos que jamás admitiré en público pero que en mi clínica privada de lágrimas-spa es de lo más depurativo.

Y ahora tengo miedo de que se me olvide, de perder la destreza para entregarme a la lágrima desbordante porque conforme pasan los años el alma de adolescente lúbrica que lloraba por todo se va quedando cada vez más lejos.

¿Qué tal si me ocurre como le pasó a mi abuela que un día simplemente dejó de llorar y nunca más pudo volver a hacerlo? Cuando su segundo esposo murió ella se pasó días contemplando fijamente el horizonte pero ni un vaporcito le empañó la mirada y desde entonces, ni una lágrima. Su hipotálamo, a diferencia del mío, se encapsuló como pescado en costra de sal y causaba una tremenda pena mirarla sobrellevar su sufrimiento en seco.

Le llegó la muerte y ella seguía siendo el perfecto ejemplar clínico del “Conducto lagrimal obstruido”.

Qué tragedia.

Pero lo que más me aterra es que si mi destino fatal es superar la posmodernidad y alcanzar el up-grade a ultramoderna, el riesgo de perder no sólo el llanto sino el sentido del humor y que la libertad para reír por cualquier tontería logre ser tipificado como delito por no ser socialmente incluyente, políticamente correcto, lingüísticamente sensible y digitalmente apropiado… es muy alto.

¿Así que de qué hablo cuando hablo de llorar?

De conservar una trinchera, de blandir una espada para defender el territorio libre del llanto. Hablo del don divino de llorar como un estado de gracia entre la palabra y el silencio, hablo de asumir nuestra humanidad de cuerpo presente: lágrimas agrias, babas húmedas y mocos incluidos.

Y hablo también de mis pérdidas, carajo, de este dolor en el pecho que es mi guardián y mi piedra en el zapato, de esta nueva ventana que me pone delante de la que fui, de la que ya no soy, del miedo incesante por la que seré.

No me queda más que llamarlos, con todas mis incertidumbres atravesadas en la garganta, a que hagamos guardia de honor sobre la tumba de León Felipe para que en medio de este éxodo de emociones reales desplazadas por la insaciable virtualidad, podamos decir que estamos aquí, en pie, porque aún existe el llanto.

 

@AlmaDeliaMC

Ojos de perro

sábado, junio 27th, 2015
Fotografía tomada de la red

Fotografía tomada de la red

Unas braguitas blancas tiradas en la calle.

Tres nidos de pájaro caídos sobre el camellón.

Un tirante de brassiere blanco satinado al dar la vuelta en una esquina.

Una bolsa de plástico transparente con condones llenos de semen, amarrada y “discretamente” colocada junto al tronco de un árbol.

Todo eso vi mientras paseaba a mi perro, mirando donde él miraba, deteniéndome donde él se detenía.

 

¿Cómo será ser un perro?, ¿qué ve y siente él que yo no?

En la novela La vida y la muerte me están desgastando, el escritor chino Mo Yan plantea una situación encantadora: un terrateniente es ejecutado y debe reencarnar como burro, buey, cerdo, perro y mono antes de volver a ser un humano.

Las descripciones sensoriales de sus trances como uno y otro animal resultan tan entrañables, iluminadoras, sabias y divertidas que no he dejado de preguntarme cómo sería transitar la existencia en la piel de un burro y si realmente constituye todo un nombramiento o promoción karmática lo de pasar de animal a convertirse en ser humano. Sigo sin saberlo pero si la reencarnación fuera evolutiva en cuanto al entendimiento, las relaciones y el lenguaje… creo que sí. No cambio nada de mi condición humana por el privilegio de las palabras, por el privilegio de amar a los que amo y de ser confrontada por los que me confrontan, de dolerme por mis muertos y mis separaciones, de espejearme en otros seres humanos aunque a veces eso sea un infierno y otras tan bello como desgarrador.

Sí, ya sé que estoy atentando contra preceptos religiosos, doctrinas de la fe y principios evolutivos pero yo soy una hereje universal. Que todos los dioses me perdonen, pues.

Vuelvo a la pregunta.

¿Cómo será habitar el cuerpo de un caballo? O el de una hormiga como la que utiliza magistralmente Wajdi Mouawad en su novela Ánima para describir la tristeza humana a través de este bichito minúsculo que trepa por el dobladillo del pantalón del personaje principal hasta llegar a su pecho y percibir con sus patitas y antenas una tristeza pegajosa, rancia y espesa que la adhiere a la piel del hombre que enfrenta la peor tragedia de su vida. Finalmente el pequeño insecto toma del tipo lo que necesita recogiendo las migas de pan que encuentra en su ropa para luego unirse a sus compañeras que se han encargado de despojarlo de todo rastro de alimentos.

Una hormiga es una hormiga.

Un humano es un humano.

Y un perro es un perro.

Tremenda obviedad, pero hace falta repetirla. Tanta falta.

Porque el caso es que durante las caminatas con mi perro, un cachorro de cuatro meses; veo recurrentemente y con inmensa tristeza, la neurosis desaforada con la que hemos distorsionado el amor animal; lo poco que entendemos el instinto y lo mucho y obsesivamente que deseamos humanizar a los animales.

Hace un par de semanas, mientras paseaba con el cachorro, una mujer se nos acercó. Me sonrió y le sonreí.

­– ¿Cómo se llama tu bebé?, me preguntó.

– No es mi bebé, es mi perro. Se llama Moro. Respondí.

Su sonrisa desapareció, me lanzó una mirada de desprecio y, con una furia bien concentrada, me dijo: – ¡Pinche vieja pendeja!

Se alejó mentando madres. Yo me quedé quieta durante unos segundos y seguí mi camino de regreso a casa. Al llegar pensé en entrar a Facebook a contar esta historia pero precisamente ese día se difundía una de las variantes del cartón “Humanismo en el siglo XXI” donde un par de personas pasan junto a un muerto tirado en el piso y simplemente lo ignoran sólo para encontrar más adelante a un perrito perdido y desbaratarse de compasión tratando de ayudarlo.

La polémica que la caricatura desató, las defensas de la postura basadas en que el animal no habla ni trabaja para valerse por sus propios medios, que no puede pelear por sus derechos, que no tiene un hospital o centro médico para que lo atiendan, los pinche vieja pendeja y ojalá que tú te mueras de frío, sola y en la calle y a esos humanos que maltratan animales deberían matarlos a golpes … no se hicieron esperar.

Ya.

Cuánta superioridad ética y espiritual mostramos deseando la muerte y el sufrimiento a quien maltrata animales. Caramba.

Es que me parece que la compasión selectiva poco a poco se va convirtiendo en otra forma de violencia y hay que decirlo: es peligroso.

Vaya paradoja.

Y aclaro que no estoy avalando ninguna forma de crueldad ni descalificando la protección de animales; sólo hago un llamado a no perder la sensatez, a detenernos antes de lanzarnos desbocados a agredir a cualquiera que no piense como nosotros.

Para ser compasivos, solidarios y generosos con otro ser humano hace falta derribar arraigadísimos prejuicios individuales, hace falta estar dispuestos a la incomodidad porque ayudar a otra persona sin juzgarla es una labor de transformación que toma toda la vida y es, insisto, muy incómodo  pues nos confronta como especie; a la mejor por eso con los perros parece haber tanto consenso en la causa.

Veo con ternura al cachorro que está echado a mis pies mientras escribo esto y confirmo mi elección: intentaré entender su mundo, su ser, su lenguaje. Intentaré mirar a mi perro con ojos de perro y no hacerle la grandísima y narcisista chingadera de pretender que es un ser humano que siente y piensa como yo.

El sol es el sol, una flor es una flor, un humano es un humano.

Y un perro es un perro. ¿Ya lo dije?

@AlmaDeliaMC

Rehabilitación del yo

sábado, junio 13th, 2015
Fotografía tomada de la red

Fotografía tomada de la red

A ver, pedazos míos, hagan asamblea y decidan, dice Juan Gelman en una línea de su poemario Hoy.

Y los pedazos de Gelman son sus muertos, sus fieras interiores, sus besos, los otoños que se fueron.

A ver, pedazos míos, hagan asamblea y decidan quién soy; pensé parafraseando el poema original para hacerme la pregunta en serio.

¿Pero quién soy yo?

¿Yo teléfono inteligente?, ¿yo tableta electrónica?, ¿yo información en la nube?

Probablemente dirán que estoy haciéndole al tonto y no me defenderé porque de tonta e insulsa tengo todo pero el lenguaje no, las palabras son tan poderosas que lenguaje e identidad son indivisibles.

Así que bajo el imperio del idioma del iPhone, iPad, iCloud y todos los i pasados o por venir, vale la pena preguntarnos hasta qué punto podríamos estar resignificando el Yo con nuestras prácticas tecnológicas y digitales.

El Yo tiene que ver con la identidad consciente, con saberse a sí mismo; se supone.

El Yo es nominativo, es decir que nos nombra, que nos representa a tal punto que al pronunciar la frase “soy yo” estamos resumiendo nuestra existencia e identidad de forma completa y contundente… se supone.

¿Pero qué pasa cuando mis trozos de identidad están repartidos en diferentes dispositivos electrónicos (si están sincronizados da igual) en una serie de archivos digitales con mis fotografías, mi música, mis contraseñas, mis cuentas de correo electrónico, mis plataformas para comunicarme con familiares, amigos y desconocidos; mi dinero, mi estatus fiscal, mi situación legal.

A ver, pedazos míos, hagan asamblea y decidan, ¿qué tan vulnerable soy?

A ver, pedazos míos, hagan asamblea y decidan qué sería peor ¿perder las llaves del auto, las llaves de la casa o perder el Smartphone?

Parece obvio pero el asunto no es sólo un tema que vulnera la seguridad sino también el proceso consciente, el acto cognitivo de saber quiénes somos y creo que eso es aún más grave. ¿Qué pasa cuando Yo me hago llamar “Justiciera digital” y al amparo de mi nickname con una imagen -que lo mismo podría ser de Afrodita que de la textura de la mierda de mi perro- agredo y opino, critico, descalifico o intento seducir a otro Yo digital?

Esta mañana leí un texto de un profesor, que al referirse a la escritura de sus alumnos adolescentes, titula así: “Mis estudiantes nunca escriben en primera persona. Me gustaría que lo hicieran”; se trata de William Cheng, profesor en Dartmouth College.

Y en un par de líneas que dedica a sus alumnos me hizo pensar en si no estaremos intoxicando al Yo poniéndolo al servicio un personaje digital que se relaciona con otros personajes digitales.

Qué despropósito, por ejemplo, entrar en discusiones con enemigos o jueces virtuales que ni siquiera dan el nombre real y mucho menos la imagen de su rostro: y sin embargo lo hacemos; o yo lo hago, torpemente, impulsivamente, estúpidamente y sin decoro me engancho en peleas con seres nebulosos que activan lo peor de mí y lo peor de ellos: la necesidad de pelear sin causa.

Habrá que desintoxicarnos para aceptar que Yo soy yo y que hacerse cargo de comprender semejante paquete debería ser, ontológicamente, atávicamente, un propósito a favor de elevar nuestra humanidad, nuestra conciencia, nuestra espiritualidad.

No exagero cuando digo que el Yo digital es adictivo y pone hyper, nos induce a un estadazo donde se altera la conciencia poco a poco y de un modo tan sutil, que no nos damos cuenta hasta que no podemos despegarnos del maldito teléfono y arruinamos nuestras relaciones reales, las cotidianas, las de carne y hueso, revisando el teléfono hasta 150 veces al día. (Datos del estudio realizado por la empresa de telecomunicaciones Alcatel-Lucent).

Yo no soy mi cuenta de Twitter.

Yo no soy mi cuenta de Facebook.

Yo no soy mi correo electrónico.

Yo no soy mi Smartphone.

Yo soy yo y apenas logro hacerme cargo de ello… a ratos.

Ponte de pie por ti mismo y asume la responsabilidad de lo que dices. Dice Cheng a sus alumnos y así remata:

Escribir es una transacción íntima entre dos personas y solo puede funcionar bien en la medida en que conserva su humanidad. 

@AlmaDeliaMC

Una perversión llamada Democracia

sábado, junio 6th, 2015
Fotografía tomada de la red

Fotografía tomada de la red

Seré breve: este país se está yendo a la mierda.

Lo sabemos todos, lo vemos todos los días y ese ácido rabioso que sube hasta la epiglotis delante de uno y otro evento de impunidad lo hemos sentido también todos y, para colmo del desencanto, también casi todos los días.

Sobran razones para sostener mi dicho, aquí va una contundente: 53 millones de mexicanos viven en pobreza, de los cuales 27 millones viven en pobreza alimentaria o desnutrición crónica y están en riesgo de ser exterminados a causa del hambre.

Si eso no es el síntoma obvio, el dolor agudo, la bofetada en el rostro más que contundente para dejar claro que las administraciones gubernamentales han hecho un pésimo trabajo dejando que la mitad del país viva en condiciones casi de sobrevivencia, no sé qué pensar.

Seré más específica: se están llevando este país a la mierda.

¿Quiénes? Pues sí, la respuesta es obvia y larguísima, además muy incluyente: los partidos políticos, los poderes fácticos –donde debemos incluir a las organizaciones del narco-, los empresarios mezquinos, los sindicatos vendidos, los mirreyes irresponsables, los ciudadanos apáticos.

El voto ha sido un instrumento inmejorable para ampliar el ejercicio de las libertades dice la incansable y brillante Denise Dresser en una de sus 23 razones para anular. Yo me atrevo a replantear ese punto, porque creo que el voto ha sido un instrumento inmejorable para ampliar la impunidad de los partidos políticos, el voto ha sido la coartada perfecta con la que elección tras elección, nos endilgan un “triunfo legal” al amparo del cual devastan hasta el último recurso de un presupuesto federal que debería ser para beneficio de los ciudadanos mexicanos, no de los partidos políticos. Que debería ser para atender las situaciones que son tan estructurales como urgentes, insisto, empezando por la pobreza que tiene a la mitad de los mexicanos encarcelados en un país raquítico de oportunidades.

Dentro de dieciocho años tendré 55 años, ¿cuántos años tendrán ustedes?, ¿cuántos años tendrán sus hijos o sus nietos?

¿Nos vemos de verdad delante del mismo discurso, llamando a votar por la opción menos peor porque la ley electoral seguirá diseñada para arropar dinastías de ladrones, psicópatas enfermos de poder repartiéndose el pastel en abundantes y suculentas rebanadas?

¿De veras la ley no puede cambiar?

¿De veras un sistema no puede cambiar?

¿Qué sería del mundo si tal pensamiento hubiera prevalecido a lo largo del a historia?, ¿alguien pensó alguna vez que la Monarquía era el único camino posible? Sí, y sin embargo ha desaparecido casi por completo.

Esto que en México llamamos Democracia hoy por hoy es una profunda perversión; un cáncer expansivo hecho de corrupción, dinero del narco, manipulación mediática, votos comprados, votos por resignación y por doblegamiento.

Por favor, no nos resignemos a elegir encañonados, no podemos seguir perpetuando este sistema. No los quiero convencer de nada pero los invito a reflexionar con un poquito de coraje.

Que si anular el voto es reforzar el poder que tienen el PRI, PAN, PRD, Morena y todas las subdivisiones partidistas vergonzosas que remolcan junto a ellos.

Que si votar por los candidatos independientes es un voto desperdiciado.

Y sin embargo yo creo que son las únicas dos alternativas que, pensando en tiempos históricos, tarde o temprano harán que las cosas cambien.

Seré incómoda, provocadora e insolente: ¿Vamos a dejar que este país se vaya a la mierda?

Levantemos el culo de la silla y salgamos a la calle a decir que estamos vivos, que no nos pueden seguir viendo la cara de zombis, de ciudadanos muertos, de desinformados, de indolentes, de desganados.

La apatía es el mejor y más grande capital político de los sinvergüenzas que hoy están en el poder y es un capital que les damos nosotros, todos; cada vez que ignoramos, que hacemos como si no pasara nada, que preferimos perseguir el trending topic de novedad en redes sociales en lugar de perseverar en las batallas estructurales que tendríamos que estar dando por el país.

Que las calles no se queden desiertas este domingo. Si hoy logramos sembrar la idea del voto nulo o independiente para que en el futuro podamos reformar las leyes electorales conscientes de que depende de nosotros, habremos ganado mucho.

Y antes de que me acusen de romántica déjenme aclarar algo: no confío en que los partidos políticos reciban el mensaje de inconformidad y mejoren, no, ellos no tienen remedio. Confío en que nosotros nos demos cuenta de que los que estamos hasta la madre somos mayoría y que tenemos un poder en la mano.

En La Casa de Bernarda Alba del extraordinario Federico García Lorca hay una línea poderosísima que dice así: “Qué pobreza la mía no tener un rayo entre los dedos”

Nosotros lo tenemos, pero sólo durante un día. El régimen político que hoy prevalece en México llamado Democracia Perversa puede y debe desaparecer aunque tome décadas lograrlo; por lo menos yo no pienso dimitir a favor de semejante aberración.

¿Ustedes?

@AlmaDeliaMC

Manifiesto de la risa

sábado, mayo 30th, 2015
Imagen tomada de la red.

Imagen tomada de la red.

Se me van los días igual que a todos, igual que a cualquiera: anodinos, ordinarios, normales.

Pero invariablemente tengo un momento que le pone sal a mis jornadas y es cuando me cuento chistes yo sola o alguien más (casi siempre de manera involuntaria) me los cuenta. Entonces me río a carcajada batiente, me río fuerte y me pongo de buen humor aunque sólo me dure un ratito. (Mi pinche carácter de mierda es indomable).

Aún así creo que tener sentido del humor es sacarse la lotería genética, en serio.

Dicen que Einstein dijo que la memoria es la inteligencia de los tontos.

Yo digo que la solemnidad es la simpatía de los lerdos.

Y no hago concesiones.

Es que reírse es todo en la vida, carajo. El humor es un antirrito, lo que supone la capacidad de cuestionar y transgredir hasta los valores más atávicos, arquetípicos, fundantes  y pesados en la existencia de cada uno.

En ese sentido ser mexicana o mexicano es también sacarse la lotería.  En medio de tantos motivos para renegar de este país, de nuestras prácticas, de nuestra identidad desquiciante hay una para celebrar hasta el infinito y es nuestro sentido del humor. Parte del etos de un pueblo se construye gracias a sus bromas. (Búsquenle si no conocen la palabra “etos”, ya está españolizada y sin hache en nuestro H. Diccionario. Valga la cacofonía).

Bueno, todo para decir que apenas escucho “Ahí tienen que estaban…” y tengo el síndrome del perro con el ruido de la bolsita que supone contendrá alguna golosina para él.

Suena “Ahí tienen que estaban” –que es casi un género narrativo mexicano o un prefacio elegantísimo incluso para el chiste más guarro- y yo me emociono, salivo, paro la oreja, sedimento la carcajada para soltarla en el momento culminante. Tengo una familia cuentachistes, uno de mis hermanos en particular es un espectáculo de gozo –sé que en todas las familias mexicanas hay un cuentachistes y uno que le rasca a la guitarra, nada especial la mía-, el caso es que a mi hermano el gordito no hay quien lo escuche sin desternillarse de risa desde la primera palabra, yo creo que se lo debemos a mi abuela, esa que era tan burlona y tan cabrona que se escapó de un convento en el que se suponía iba a contraer nupcias con Dios su señor. Pobre, qué bueno que se libró de casarse con semejante marido.

Pero no todo es perfecto en este mundo ni en este país -ni en esta familia- aunque lo parezca, (jajaja): no, señor.

También hay gente que nada más  no puede reírse de los chistes ni de la vida y, lo peor, ni de sí mismos.

Me los topo a menudo, cuando el encuentro es presencial  me permito echarles una mirada compasiva porque para mí la incapacidad de reírse es una discapacidad mental y cuando es en redes sociales no hago nada pues es un despropósito intentar explicación alguna.

El asunto es que los quiero invitar, amados compañeros, rebeldes gladiadores de la carcajada, a no dejarse reprimir por nadie ni nada ya que una gran responsabilidad pesa sobre nuestras espaldas y es la de que entre tanto asalto ideológico no jodamos la evolución perdiendo el sentido del humor. Está neurológicamente comprobado que el sentido del humor y la risa cambian las conexiones cerebrales para bien.

Aquí les dejo un fragmento a propósito del tema que abordan José Antonio Marina y Marisa López Pena en el Diccionario de los sentimientos (Anagrama, 1999):

“El humor es un fenómeno que aparece en todas las culturas. Se relaciona con el juego, con la incoherencia y con la transgresión. Se ha demostrado con abundantes materiales etnográficos que las bromas son un elemento liberador, un ataque no peligroso contra el control. Tienen un efecto subversivo sobre la estructura de ideas dominantes. El bromista es un gran relativizador, una especie de místico en pequeña escala”

Hay gente que se muere del coraje y otros que se mueren de la risa. Ojalá los dioses nos concedan sumarnos a la estadística de decesos con la segunda causa y no con la primera porque no hay protocolo, ceremonia, código de conducta ni prohibición que valga más que un suculento, ruidoso y liberador ataque de risa.

Venga, a enseñar la mazorca que aquello de calladito me veo más bonito es una tremenda falacia. La cosa, como yo me la sé, es así: a carcajadas se invoca la belleza.

@AlmaDeliaMC

Humanos en Marte

sábado, mayo 23rd, 2015
Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Un día cualquiera en la ciudad de México se presenta un fenómeno meteorológico y el Sol, su majestad el Sol, se rodea de un halo impresionante.

Que se trata de una proyección visual, que es casi una ilusión óptica … como sea pero es para detener el aliento por unos segundos.

Estaba encerrada en una cafetería tomando llamadas de trabajo cuando me llegó un mensaje de mi hermana:

-¿Ya viste el sol?

– ¿Cuál sol?

– Sólo hay uno, (pendeja)

Mi grandísimo nivel de dispersión y lo que ocurrió a lo largo del día me dio, una vez más, razones para lamentar nuestra tara posmoderna (¿ultramoderna?) de culto al ego.

El Sol estaba ahí, en mitad del cielo, en el preciso momento del cénit rodeado de ese halo espectacular y lo importante no era el Sol, sino los chistes, bromas, memes y opiniones que pudiéramos tener del fenómeno. Me gana la risa mientras escribo, ¿qué carajos podría importarle al sol lo que opinemos de él?

El caso es que ya sumergida hasta el pantano de mi propio ego y pendejez posmodernos, (miren que preguntar cuál sol) me puse a pensar en la bóveda celeste y me acordé que hay un proyecto en desarrollo para lanzar cohetes comerciales desde el sur de Texas, cómo no, tenían que ser los gringos los precursores del turismo y la conquista interplanetaria. Space X se llama la empresa e invertirá 100 millones de dólares en la construcción del primer puerto espacial comercial para “llevar a la humanidad más allá de la Tierra”. Ay.

Ay, ay, ay.

Un aeropuertote de cohetes y satélites artificiales, valga la incoherencia que acabo de escribir, para que vayamos de visita a Marte, por ejemplo.

Si yo fuera Marte me desintegraba al grito de ¡Ahí viene la plaga de humanos! Porque, seamos honestos y realistas, ¿qué vamos a hacer con un planeta nuevo sino llenarlo de basura, bióxido de carbono, tránsito apocalíptico, espectaculares y vallas promocionales, desechos tecnológicos y toneladas de mierda? Joderlo, pues, arruinarlo.

Y pobres de los marcianos (no se ha descartado su posible existencia) si se les ocurriera aprovechar la vía de comunicación para venir a visitarnos, serían unos migrantes apestados que trataríamos a palos y en su tránsito por nuestra frontera los despojaríamos de todo, los convertiríamos en víctimas de abusos sexuales, de explotación y esclavitud o, en el mejor de los casos, los deportaríamos de regreso a su planeta. Porque no hay que ser muy suspicaces para imaginar que quienes se proclamarían dueños de la entrada a la Tierra serían los Estados Unidos de América y ya sabemos cómo se las gastan nuestros vecinos del norte con sus políticas migratorias.

Tampoco les iría mejor a los pobres marcianos si la frontera de la Tierra estuviera en manos de los mexicanos, para muestra está nuestra conducta con los migrantes centroamericanos que es inhumana, vergonzosa, ruin e hipócrita. Doblemente pobres si intentaran entrar por Europa con sus ínfulas de viejo continente y sus prejuicios raciales igual de viejos y rancios.

Qué pequeña es nuestra humanidad, colegas, y qué poderosos somos como plaga.

“Cuando la tormenta pase, será el sol el que nos salve” dice una canción que escuchaba hoy por la mañana. Bueno, pensé, si ponemos atención, si levantamos la mirada de la pantalla y nos dejamos salvar porque parece que ni el cielo, ni la Luna, el Sol o cualquier otra estrella serán más importantes que nuestro ego infinito, que nuestro voraz deseo de dominación y conquista.

Yo por lo pronto agradezco haber podido atestiguar con mis propios ojos el halo solar de ayer y me prometo a mí misma alzar la vista y contemplar el cielo más a menudo; claro, si no estoy muy ocupada quejándome del puto frío, la pinche lluvia o el maldito calor.

@AlmaDeliaMC