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Alma Delia Murillo

18/07/2015 - 12:00 am

Esto que somos

No, esta no es una causa bonita. Convivir con la enfermedad, con el cuerpo en deterioro, con la incertidumbre y el ineludible miedo a la muerte, es todo menos bonito. En el hospital las habitaciones despiden un olor a sangre molida, a infusiones hepáticas. Ese olor que emana de la carne hinchada, amoratada o mutilada […]

Fotografía Víctor Hugo Ramírez
Fotografía Víctor Hugo Ramírez

No, esta no es una causa bonita.

Convivir con la enfermedad, con el cuerpo en deterioro, con la incertidumbre y el ineludible miedo a la muerte, es todo menos bonito.

En el hospital las habitaciones despiden un olor a sangre molida, a infusiones hepáticas. Ese olor que emana de la carne hinchada, amoratada o mutilada trae consigo una oleada de sensaciones que provocan unas ganas impostergables de salir corriendo a respirar otro aire.

Pero Alicia se queda, ella elige no salir corriendo sino quedarse y abrazar. Y sonreír.

Y contagiar. Porque Alicia tiene razón: la risa abre corazones.

Desde luego que está loca.

Se le nota en los ojos, en esa punzada que le pica por todo el cuerpo y que no le deja estarse quieta un minuto. Se le nota, sobre todo, en la manera en que mira desde atrás de esos lentes que, por fortuna, lleva puestos. Y digo por fortuna porque si mirara sin ellos una caería desintegrada por el fuego directo de esos ojos que han pasado por más de veinte hospitalizaciones tratando de vencer, dos veces, al puto y reputo cáncer. Vaya una mierda creer que has vencido a ese perro maligno que muerde las células y respirar tranquila por diez años para luego encontrarte con que el perro ha vuelto a morder. Y perder partes de tu cuerpo y años de tu vida peleando la batalla desde la más jodida de las trincheras que es la cama de un hospital.

Mientras la miro moverse dando saltitos entre las camas como si fuera una niña de ocho años –va para los 60- pienso si yo habría superado con la misma entereza semejantes infiernos. Y francamente no lo sé.

Porque, seamos realistas, hay enfermos insoportables: manipuladores, agrios, cobrafavores y chingativos que se valen de los vínculos construidos durante años para luego erigirse en dictadores que desde el trono de su enfermedad ordenan y desordenan la vida chantajeando a quienes los rodean.

Pero si la forma en que se enfrenta la muerte es una elección, la manera de enfrentar una enfermedad también lo es.

Alicia lo sabe porque lo ha vivido y esa es la sabiduría que sustenta su enseñanza. Enseñanza que aprenden sólo quienes, insisto en el término, eligen hacerlo. Se ha rodeado de seres extraordinarios, y no tiro el adjetivo sólo porque sí. Cada uno de los miembros de su grupo que han escogido ponerse la bata blanca y la nariz de payaso para aventurarse a recorrer esos pasillos que rezuman enfermedad y mortandad rebasan lo ordinario por la única pero inconmensurable razón de que han decidido no hacerse pendejos frente a sí mismos: los escuché nombrar sus propias miserias y  maravillas con una integridad contundente.

Y es eso y sólo eso lo que les permite pararse con una honorabilidad conmovedora delante de cada enfermo y hablar con él o guardar silencio y llorar desde el alma o reírse a carcajadas si es lo que el otro necesita.

Y no cualquiera, oigan, no cualquiera.

Porque con la enfermedad pasa lo mismo que con la pobreza: es mejor no mirar, voltear a otro lado, pretender que no existe… hacernos pendejos.

Yo caminé camuflada entre ellos, escudada bajo mi nariz roja y mi bata blanca e inspirada en la locura divina de Alicia que se lanzaba al vacío dispuesta a dejarse tocar por ese miedo a la muerte que reverberaba y que en algún momento, lo sé, nos alcanzó a todos. También abracé con el alma a quien me permitió hacerlo, me fundí en un abrazo tras otro con desconocidos que esperaban en la sala de Urgencias;  me reí a carcajada batiente con cuanta broma salpicó nuestro recorrido y lloré contemplando a doña Cristina que, a sus 93 años y con una perfecta sonrisa desdentada, me hizo volver a extrañar a la cabrona de mi abuela.

Le cantamos las mañanitas a Omar que iba pasando en una camilla y era el día de su cumpleaños número veintiuno; lo habían golpeado brutalmente, sentí un latigazo interior al ver su cabeza rapada y suturada con más de diez puntos, su rostro deforme, amoratado. Pero respiré hondo y canté.

Platiqué con Fernando, uno al que no le paraba la boca y el día anterior le habían amputado la pierna derecha; decía “esto” cada vez que se refería a la amputación porque no podía decir siquiera mi pierna y se ahogaba cada tres frases porque rompía en llanto. Y luego se reía. Y a mí me ardía la cara de ternura, de admiración.

No sé cuánto duró el recorrido pero al final me sentí como si hubiera andado los veinticuatro cantos de la Odisea en mi propia nave épica timoneada por Alicia y sus admirables navegantes. Hubo de todo en el viaje. Sirenas, cíclopes, amores, reencuentros, infiernos y dioses: la vida y la muerte. Esto que somos.

Antes de despedirnos le pregunté a Alicia qué era lo que aún le dolía. Estaba sentada junto a su hija Bárbara a la que no hay manera de quitarle la vista de encima porque hipnotiza con esos ojazos como cuevas y esa privilegiada cabeza coronada por una poderosa melena de loca (de tal estirpe…).

Alicia dio muchas vueltas para responder a mi pregunta, enumeró nimiedades, masticó insulsos pretextos pero le entendí: le duelen sus pérdidas y le teme a la soledad.

Es decir que es tan humana como cualquiera, que la vulnera y le asusta lo mismo que a ustedes y a mí pero ella –y aquí aplaudo– ha elegido la mejor manera de llevarlo: con locura y con verdad.

@AlmaDeliaMC

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