Alma Delia Murillo
27/08/2016 - 12:00 am
El ladrón tiene permiso
Este texto es una declaración de principios. Irremediablemente maniqueo. Soy consciente de ello pero no pediré perdón porque no se pide perdón por creer en lo que creemos. Recién había cumplido quince años cuando se organizó el viaje de generación en mi escuela, mi madre se negó a darme dinero para el viaje pero a […]
Este texto es una declaración de principios. Irremediablemente maniqueo.
Soy consciente de ello pero no pediré perdón porque no se pide perdón por creer en lo que creemos.
Recién había cumplido quince años cuando se organizó el viaje de generación en mi escuela, mi madre se negó a darme dinero para el viaje pero a mí se me hizo fácil robárselo. Me descubrió, desde luego, y la lección fue tremenda, tuve que trabajar dos semanas como obrera en una fábrica de plásticos para reponer la cantidad que había robado. Me arrepentí, pedí perdón, supliqué clemencia: nada. Ella dijo que me perdonaba, claro, pero tenía que devolverle su dinero.
Los castigos de mi madre para el robo y las mentiras eran legendarios, dictatoriales, culeros. Lo sabíamos bien mis hermanos y yo. Robar estaba mal, ser deshonesto era indeseable, jodido, feo, era algo que no querías ser. Porque ser era importante, decir yo soy decente, yo soy honesta. La identidad se construía a partir de los límites propios, de las vergüenzas internas, de los códigos de conducta honorable por más ridículos que fueran. A la vuelta del tiempo no podemos sino agradecerlo, a veces nos reímos y dejamos escapar alguna frasecilla rencorosa por las lecciones milicianas de la progenitora pero hay consenso: mi madre nos regaló un bien de valor incalculable, una identidad asociada a la decencia.
Por eso es que no salgo del pasmo ante la reacción de tantos por la noticia del plagio en la tesis de Enrique Peña Nieto. Han calificado de “frívola” la investigación del equipo de Carmen Aristegui y se empeñan en minimizar el asunto e, incluso, hay quienes el único mal que ven es el que hizo la periodista por atreverse a dar la nota a partir de semejante tontería. Resulta que es ella la que ha hecho daño al país por informarnos de lo que descubrió su equipo.
Carajo, digo yo, ¿es Carmen la que tiene el presupuesto estatal en sus manos? ¿Es ella la que toma decisiones sobre la agenda pública y respalda a tantos gobernadores corruptos a pesar de lo insostenible? ¿Es ella quien nos representa ante el mundo? ¿Fue ella quien ignoró los casos de Ayotzinapa y Tlatlaya? ¿Es Carmen Aristegui o alguien de su familia dueños de la ofensiva casa blanca y la del departamento en Miami? No. Es Enrique Peña Nieto quien a todo lo anterior, debe sumar un acto vergonzoso: haber robado las ideas de otros para presentar un trabajo académico que firmó como propio. ¿Dónde está la frivolidad en las fallas de EPN?
Quienes llevamos años peleando todas las semanas para parir un texto sabemos que a veces exprimir el cerebro para poner una palabra detrás de la otra y exponerse como el autor de un escrito es una batalla épica. Lo sabemos porque quienes escribimos asumimos el horrible costo de la exposición, primero ante las dudas internas, ante la inseguridad, ante la ansiedad que provoca la hoja en blanco… lo que digo es que se necesitan tamaños para sentarse a escribir sobre las propias carencias y luego dar la cara y firmar con nombre y apellido salga lo que salga. Pero lo hacemos. Escribir es un ejercicio incómodo por donde se mire, pensar es un ejercicio incómodo por donde se mire. Pero es lo que algunos hacemos y aceptamos las consecuencias que vienen con ello porque son nuestras ideas.
No deja de extrañarme por qué crucificamos a los escritores plagiarios y con el presidente de un país el plagio no nos parece condenable. ¿Cómo es que caben los asegunes en un hecho así? Algún distraído me respondía que con el escritor era grave por la finalidad de lucro de los textos… si alguien piensa que Enrique Peña Nieto no ha lucrado con México le falta tejido cerebral, con perdón.
Han pasado los días y me taladran tantas preguntas que no hacen sino conducirme a una espantosa conclusión que llevo años rumiando: que los mexicanos no tenemos el componente de la legalidad en nuestra identidad. Se me hiela el corazón de pensar que quizás el Lord Audi tenía razón: “capta, esto es México, güey”
Recuerdo el escándalo de Marcial Maciel, el líder legionario de Cristo que abusó sexualmente de tantos niños —incluidos sus propios hijos— y que durante décadas tuvo una doble vida como sacerdote y como padre de familia… era increíble que tantos mexicanos lo defendieran, es increíble que aún lo defiendan. ¿Qué es lo que hace que algunos reaccionemos con decepción ante el engaño y otros se alcen de hombros y ya está?
Imaginen que Angela Merkel hubiera plagiado una parte de sus tesis universitaria, o que lo hubiera hecho Francois Hollande; perdonen que me ponga europeísta pero sólo lo hago para volver a donde empecé: la identidad individual y colectiva asociada a la honorabilidad o a la indecencia es la que aprieta o afloja los límites, la que relativiza actos criminales o los castiga sin entrar en asegunes.
Es grave que mostremos tolerancia a lo deshonesto, mandamos un terrible mensaje no sólo a Peña Nieto sino a cualquier político y funcionario público que, de por sí, no cesan de servirse con la cuchara grande: tú engáñame, róbame, miénteme que yo te doy permiso. Para colmo de la desolación lo único que puedo pensar es que somos condescendientes con tales conductas quizá sólo para asegurar nuestra propia indulgencia, para sentir, en el fondo (o en la superficie como hemos visto a tantos corruptos y prepotentes en las calles) que podemos transgredir los códigos mínimos de honestidad pues vivimos en una cultura sin límites, que todo lo tolera.
Lo repito porque sé que millones piensan como yo y porque hace falta difundir la decencia: a mí me parece serio, vergonzoso y poco honorable que un Presidente cargue en su historial con el plagio de la tesis. Si tuviera hijos les diría que eso que hizo el señor Presidente está mal y que eso no se hace.
@AlmaDeliaMC
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