Archive for the ‘La Cantina de Bibiana Faulkner’ Category

Nota al pie (plano medio)

sábado, junio 24th, 2017

Plano medio de cómic, imagen tomada de Google.

Plano medio de cómic, imagen tomada de Google.

Soy homosexual. Mujer. Pécora. Hace años, una señora en su crisis de mediana edad, me gritó que era una pecadora de mierda. No le dije nada porque quién no es un pecador de mierda, pero me lo dijo porque iba tomada de la mano de otra mujer. Soy, también, cobarde. Debí, qué sé yo, de gritarle cualquier cosa: “la mierda eres tú”, por lo menos, pero no, agaché la cabeza y apreté la mano bien fuerte a quien me diera el peor sexo oral de mi vida. Pobre de mi amor, la tuve ahí abajo hasta que se le durmió la lengua. Soy egoísta. Esperanzada. Crédula. Y a pesar del mal sexo me enamoré de ella: mi amor la recorría completa con la desvergüenza de un caballo salvaje. Luego pasa, supongo, que a quienes queremos tragarnos el presente de una relación jodida se nos atranca el freno. Mi pobre amor ya no era mío, era de otra. Entonces fui, altiva esta vez, adonde la cara de su amante. Y el mismo cielo que mi pobre amor me había dado, me lo arranqué y lo aventé a sus pies, hecho mierda quién sabe en cuántos pedazos. ¿Será que a ti también te queda?, le pregunté con el alma ya cansada. Mi amor se desboca. Corre con más de mil pies y no tiene cabeza. Pero cuando perdí a mi pobre amor supe que podía perder, vaya, cualquier cosa. La fe. Soy hereje. A mí una bestia me gobierna las entrañas.

Soy, también, impredecible. La suerte me puso a un hombre para recordarme que me equivocaré todos los días. A él la vida le dolía y a mí me dolía él. A él le gustaba mi cabello y a mí me gustaba él. Comenzó a salir con una muchacha más grande, más fuerte, más morena, más pécora, más tosca y más esperanzada. Con una apóstata. Bueno, el primer día que los vi juntos se me botaron los ojos. Yo lo quería y él a ella. Soy, también, celosa. Impositiva. Mis celos huelen, hieden, duelen, y vuelan: tienen alas. Por eso me rapé y aventé mechones al cielo esperando que un cabello se convirtiera en la pluma más ligera y que se metiera en su nariz le raspara la garganta y bajara directo a picarle los huesos qué sé yo del esternón cuando estuviera con ella y que se acordara de mí cuando la plumilla le rascara el corazón. Porto rabia. Amo con las vísceras. Mi amor es de sangre.

Soy solitaria. Hablo sola cuando echo de menos a mis muertos. Los nombro y les pregunto un montón de cosas cuando me vienen a los sueños: ¿cómo somos cuando no existimos?, ¿los árboles se mueven más cuando no hay viento?, ¿el universo me respira los pies?, ¿soy yo la piedra que me saco del zapato y lanzo al fondo del río?, ¿por qué será que me siento cómoda en la sombra y aún así sigo sintiendo frío?, ¿mi amor es de calcio, tiene osteoporosis?

Soy, también, de agua. Una llorona. Me gusta el mar. Me gusta ser el pelo que se mete en la nariz de la nariz de la nariz y nunca baja a ninguna garganta porque es inmenso y aunque pasaran tres siglos yo seguiría nadando en la nariz. Amo el mar. Me gusta cómo se cuela y aligera. Una vez soñé, también, que un bebé sucio e indefenso me regalaba, parado en la superficie del océano, la sensibilidad y el llanto profundo cuando me abrazaba: ¿era yo?

Soy nómada. Si pudiera, viviría en el cielo. Ahí, sumida entre luz y estrellas. Dejaría caer, desde allá arriba, toda mi vanidad para que fuera tragada por la tierra. Toda mi barbarie y mis intenciones malsanas. Luego resbalaría hasta las nubes, caería con la lluvia y talaría mi árbol torcido. Y aquí abajo, entre ciclones y noches largas, pediría perdón. Si pudiera, me mudaría a las pelusas de nieve que se escapan del cielo. Ahí adentro congelaría mi orgullo y mi amor incisivo para que, ya hechos agua, fueran regados en tierra erosionada. Ahí, enredada en el viento y convirtiéndome en un pedacito de hielo, pediría perdón.

(…)

Ya sé que pasaron mil años, pero encontré la carta

sábado, mayo 20th, 2017

…estaba dispuesta a gritarle al mundo de ti y tus disparates aunque para mí en aquel momento el mundo ya fueras tú. que sí, que sí a tu ombligo, a tus celos y a tus secretos inventados. Imagen: Pasión, por Sandra Olivo (@esedesandra)

 

es que es mayo y no es culpa mía. tampoco tuya, no es eso lo que quiero decir, no me malentiendas. es que llega y nomás me acuerdo de tu ombligo a la altura de mi garganta.

¿te acuerdas? antes de ser novias llegué a tu casa de madrugada, cayéndome de borracha y con un vestido que se me veían las nalgas. ese día conocí tu cuarto con tu horrible colección de pósteres, tu baño y a tu madre.

a ti te mataba la incertidumbre porque nunca habías llevado a nadie a casa y a mí todo me mataba de risa. es que esa mañana me había despertado todavía borracha y tú tenías una botellita de vodka de raspberri. no tomabas ni tomabas vodka, pero en medio de todos esos horribles pósteres de los cantantes de moda tenías hermosos secretitos como cigarros, marihuana y condones aunque no fumaras ni tuvieras sexo con hombres. me gustabas un montón. bueno, el caso es que sin negociarlo mucho, me alargaste la botella porque preferías cualquier cosa a separarte de mí.

¿te acuerdas? nos divertíamos en esos cuchitriles nocturnos y cuando me veías coqueteando con alguien corrías a embarrarte en mi espalda. quién lo hubiera creído de ti, niña bien. que estabas loca por mí y que agarrabas de los pelos a cualquier otra deschavetada que apenitas me enseñara las piernas.

pero me encantaba cuando hacías a un lado tu barrio burgués y te ibas al mío porque yo podía compartirte con más confidencia las calles donde había crecido y, si corríamos con suerte, te enseñaba a algún loco con quien me había peleado siendo apenas una pulguita. te conté que un día, ya estando crecidita, agarré a puñetazos a un muchacho que era más grande que yo. quién sabe, era cuestión de pelear aunque no ganaras, supongo. tú te reías, te hacías la interesada y hacías la boca en forma de O. teníamos tanto en común que luego nos daba por contarnos cosas que no nos dolieran. me querías un montón.

a mí también me gustaba estar en tu barrio, no creas, darnos vueltas en tu mercedes tenía su encanto. y tu casa de tres pisos y tu piano y tus amigas y tus tías y tus centros comerciales con niñas ricas que tenían más miedo que novio porque ellas también querían agarrarse de la mano con otra igual que ellas. igual que tú y yo. te gustaba tanto el olor a chocolates y mantequilla y a todo eso que huelen los cines que nada más comprábamos boletos para manosearnos lo que duraran los cortos. hacíamos carreritas de manosear a la otra pero siempre me ganabas porque, aunque tenías las manos más pequeñas, siempre supiste bien por dónde.

teníamos un amor atrabancado y éramos felices. los sábados pedíamos la pizza esa que llega en menos de treinta minutos y hacíamos carreritas de besar a la otra pero siempre me ganabas porque, aunque yo usaba más la lengua, tú siempre supiste hacer aquella trampa con las manos.

y cocinabas mal, también. a todo le dejabas caer tinajas de sal porque decías que era el secreto de la abuela. igual me comía cada chícharo porque llenarme la boca de cosas era mejor que decirlas y verte llorar. quién sabe, hay cosas que no se olvidan aunque sean medio tontas y calen después de tanto tiempo.

terminamos y no me buscaste, no me llamaste ni me escribiste. yo tampoco. pero todo eso lo sabes mejor que yo. lo que no sabes es que el día que rompimos y que fuiste a llevarme los chiles en nogada que me había cocinado tu madre, también me llevaste una carta que nunca leí. ¿te acuerdas? nos besamos la frente como aquellos que saben que algo está a punto de morir y no pudimos evitar el llanto y todo lo que le sigue a un rompimiento silencioso.

ahora ya sé que es tarde y que la vida nos desacomodó ese amor atrabancado, pero quiero decirte que encontré la carta y que yo también lo hubiera intentado tantito más, que estaba dispuesta a gritarle al mundo de ti y tus disparates aunque para mí en aquel momento el mundo ya fueras tú. que sí, que sí a tu ombligo, a tus celos y a tus secretos inventados.

 

 

 

Melancolía

sábado, abril 22nd, 2017

Foto: “Old history and wrong tales”, por Pamela Berlanga (@pamelaberlanga).

Sé cosas sobre melancolía

sé cómo duele, cómo sabe, cómo pica
sé que cala, que arde, quema, que es hielo
que no se hace pequeña, que es un gigante
un king kong, un rascacielos, un muro

sé sobre melancolía

sé que agarra el pellejo, el pescuezo
que es sed, hierbas secas
un té frío

un gato viejo, escuálido
que no ha muerto una vez
es reclamo
un crujido

una mujer frente a un teatro vacío
madera hinchada
un pretexto
vaho

es una playa de rocas
silencio
es casi llegar
para no volver

a casa.

No dar la cara

sábado, febrero 18th, 2017

El miedo es una reacción pero también es una resolución propia, tal como cuando elegimos comportarnos como idiotas. Idéntico. Foto: “Crear”, por David Miguel Herrera.

No dar la cara está de la verga.

Tener tanto miedo también está de la verga.

Hace unos días alguien que se hace llamar “La patria primero” me escribió –vía Twitter–, con signos de exclamación, que “el miedo no se elige es una reacción!!!”. Y, bueno: sí y no. Su réplica fue a mi pregunta: ¿Por qué, oiga, de todo lo que puede tener, elige tener miedo? La cosa es que perdón, lo siento bien duro, pero no pude contestarle a alguien que dice que la patria es primero porque yo me siento rehuérfana, pues, de patria. Juzgue usted.

Lo que quiero decir es que sí: el miedo es una reacción pero también es una resolución propia, tal como cuando elegimos comportarnos como idiotas. Idéntico. Y la gente no da la cara porque está muerta de miedo. Somos de carne, de hueso y de pesadillas. Y actuamos como si en lugar de sangre nos hirviera cianuro. Todo por no dar la cara.

La trinchera tecnológica que nos trajo la opción de anonimizarnos, trajo además la desvergüenza y el despropósito. Anular las mentadas de madre de frente nos atora el vocabulario en las vísceras y la garganta. No dar la cara está de moda. Digo, la cobardía ya existía, pero mientras más opciones tenemos para ocultarnos, menos honorables nos volvemos.

No solo caminamos con dos pies izquierdos sino que nos horrorizamos ante la idea de enamorarnos de frente. Anular los rompimientos que se hacen en la cara nos atora el mar de lágrimas y condena al amante venidero porque tarde se manifiesta el coraje que estuvo en modo avión. Y es tan rico decirle a alguien mirándole a los ojos: vete mucho a la mierda, mi amor. Hace falta reventarnos de frente: reventarnos el anillo o la bofetada en nuestras narices. Hace falta dejar de rompernos el corazón a nuestras espaldas.

Nos hace falta vernos a los ojos cuando pactamos cualquier cosa y también cuando cogemos. Voltear para arriba o manosearnos con los ojos cerrados y con la luz apagada terminará por nublarnos los ojos, el amor, las sensaciones, los juramentos, las erizadas de piel y la verdad. Terminará por jodernos como especie algún día.

Reminiscencias de un amor jodido

sábado, noviembre 19th, 2016
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Las dos están intentando liberarse, la una a la otra. Foto: Google

Toma 1
Ella despierta esperando que, por arte de magia, algo cambie. Que algo aparezca. Algo, cualquier cosa: un mensaje de su ex que diga estas dos: «me equivoqué». Algo que remueva su ego y le confirme que haber dejado a aquella idiota estuvo bien. Merecería mi silencio, piensa. No le contestaré, se confirma. Pero no hay mensajes, ni llamadas, ni emails. No hay flores sorpresa en la puerta. No hay, al parecer, arrepentimiento de la idiota aquella.

Toma 2
Cuando recapacite ya me habré ido, se dice. Cuando vuelva a mí, piensa, cuando vuelva. Regresará y le azotaré la puerta en la cara. Romperé, en sus pies, el florero ese de su abuela. Lo merece. Sus libros, haré algo con sus libros. Con su ropa y sus libretas. Los amontonaré y le gritaré, con fuego en mano, que mire su mierda arder. Míranos arder, le diré.

Toma 3
Su ira se convierte en un profundo sollozo. En el aullido de una perra herida. Y la perdonaré, se repite. Mientras y apenitas, afuera llueve. Es noviembre y es la Ciudad de México. Ella sale y la brisa le rompe en la cara. Camina con la cabeza gacha esperando que algo cambie. Que algo aparezca. Algo, cualquier cosa: pedacitos de hielo, relámpagos, su ex bajando de un pegaso.

Toma 4
La idiota no volverá. Ya no puedo, se dice, pasar por el mismo lugar. Agarra su celular y escribe: «nos equivocamos». Pero lo escribe para sí. Se confirma que haber terminado estuvo bien. Me abandoné, se dice, a ella. Yo con ella me vacié, piensa, me vacié. Le pediría también que nos perdone. Y que luego se largue. Permite, mujer, que te olvide, le diría.

Toma 5
Las dos están, ahora sí, bien lejos. Las dos sienten, desde el lugar donde se dejaron, por fin las mismas cosas. No debí, no quise, no debimos, pudimos, fuimos, ojalá, y si, tal vez, pude, pudo, debió, debí, pero, aún, aun, lo di, lo dio, se agotó, faltó, sobró, no es, no fue, estuvimos, hicimos, quisimos. No supimos. Las dos están intentando liberarse, la una a la otra, la una de la otra, desde dentro.

Cuestionarse

sábado, noviembre 12th, 2016
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Así que seguimos midiéndole el agua a los camotes, no vaya a ser que en una de esas, por salirnos del huacal, perdamos pertenencia y ganemos identidad. Foto: Google.

“¡Burra!”, gritaba junto a mis compañeras de curso a otra que miraba el piso en la esquina más solitaria del aula. La profesora de sexto grado la había enviado para allá. “Y te pones esto”, le dijo, dándole una diadema con orejas de burro. Maricarmen podía ridiculizar con facilidad, así que más valía –sobre todo– no tener dudas estúpidas, hacer la tarea, apurarse en los ejercicios que anotaba en el pizarrón y contestar correctamente sus evaluaciones.

Crecimos limitando nuestras preguntas, administrándolas: midiéndole el agua a los camotes. Cuando era más jovencita toda pregunta parecía tener respuesta. Estudiaba los temas de clase, hacía guías, presentaba exámenes, pasaba o reprobaba y se corregían o reafirmaban mis respuestas de ciencias exactas y ciencias sociales. Respuestas que a simple vista tenían una sola cara, no importaba si eran exactas o no.

Subí de grado y vi reforzado el discurso que mantenían los profesores: “recuerden, no hay preguntas tontas”, decían muchos, y decían bien, pero hay fuerzas identitarias que adquieren más relevancia durante la adolescencia: el sentido de pertenencia. Esa sí era una regla básica de convivencia para toda la vida, no las intervenciones a media clase. La cosa es que si lanzabas la pregunta, el linchamiento colectivo te castigaba con burlas que únicamente significaban desapruebo.

Con tal marginación era preferible tragarte la pregunta. Nadie quería el eco de su duda estúpida nadando entre pupitres. Nadie quería ser ruborizado ni señalado. Se nos hizo más cómodo convivir con el resto mientras le dábamos la espalda a quien cuestionaba el orden aparente. Venimos cargando el miedo y la intolerancia hace un montón. No somos los mismos que antes, somos peores.

Ahora somos adultos y nos da pavor aceptar que somos cobardes. El precio por cuestionar sigue siendo alto: puede costar la vida, la falsa idea de la reputación, los amigos que no eran amigos. Cuestionar es lo mismo que ser un detractor del progreso. No cuestionamos porque aprendimos que los dueños de la verdad son las instituciones and no one messes with Big Pharma, Monsanto, la UNAM, los cascos azules de la ONU, los Windsor, el Vaticano, la UNICEF, Harvard, el FBI, Greenpeace, el FMI o el Premio Nobel de Economía, o de Literatura, o de Medicina.

Así que seguimos midiéndole el agua a los camotes, no vaya a ser que en una de esas, por salirnos del huacal, perdamos pertenencia y ganemos identidad.

El cáncer no existe

sábado, noviembre 5th, 2016
Caímos en la trampa más solida del sistema: la repetición. Foto: Especial

Caímos en la trampa más solida del sistema: la repetición. Foto: Especial

Que mi abuela murió de cáncer. Dicen. Y que mi abuelo también. Que en él la metástasis se fue de los pulmones al corazón. Y que en ella de los riñones al corazón. Que el punto era atacar su centro para pudrirle primero el amor y luego la vida.

Mis abuelos creyeron que tenían cáncer y se murieron. Se les dijo, por todos los medios, que existía. Tal como la gripe, la diabetes o el trastorno por déficit de atención. Caímos en la trampa más solida del sistema: la repetición.

Reforzamos la idea haciéndole metástasis: que si fumas un montón; que si comes culero; que si te irradias; que si no te conmueve la fundación que tiene como bandera la foto del niño sin pelo –harto de la quimio–; que si al primo segundo, al tío segundo y al tío abuelo los mandó a la tumba la misma cosa; que si no apoyas la moción de aumentar el presupuesto para combatir el cáncer ahora tema de salud pública. Todo con tal de no olvidar que nadie escapa de sus garras. Ni Steve Jobs ni Hugo Chávez ni todos los oncólogos del mundo.

Alimentamos fantasías desde muy jovencitos: Santa Clos, alergias al cambio de estación, Jesucristo resucitado al tercer día, el ratón de los dientes, ahí viene La llorona. Y también cuando nos creemos más listillos: el voto hace la democracia, Hitler se pegó un tiro cuando perdió la guerra, la marihuana es una droga, Santa Clos, alergias al cambio de estación, Jesucristo resucitado al tercer día, el ratón de los dientes, ahí viene La llorona.

Mi bisabuelo murió de diabetes. Dicen. Él también creyó que la tenía y, bueno, todos lo tratábamos como si tuviera. Se le hizo una cortada en el pie, se le infectó y se le gangrenó hasta que la purulencia le llegó también al corazón. Se adjetivó como discapacitado. Primero amputado de una pierna y luego entre todos le rajamos el espíritu. Lo matamos de a poquito por tratarlo como a un moribundo y él terminó por creer que nos causaría menos lástima muerto que muerto en vida.

Hace poco vi un video. Es de un hombre que se dedica a sembrar. “No extingas la plaga, fortalece la planta”, dijo. Se me ocurre que si con el mismo poder que comunicamos a nuestras células cada fantasía con la que crecimos, les comunicáramos amor en la más alta de las vibraciones… ni el cáncer, ni papanoel, ni diospadre.

Escorpiones en el corazón

sábado, octubre 29th, 2016
La constelación de escorpión. Foto: Shutterstuck.

La constelación de escorpión. Foto: Shutterstuck.

Me recuesto boca arriba y espero a que llegue. La escucho entrar, conozco el taconeo. Conozco sus ruidos. Todos. Cómo se enoja, cómo mastica, cómo gime, cómo canta, cómo sopla, cómo finge cualquier cosa. Llega a mí, me muerde la boca y luego se va corriendo al baño. Mea y me coquetea desde el excusado. Ahí, con los calzones a media pantorrilla, me guiña un ojo. Siento peces nadarme desde el estómago hasta las entrañas.

Te extrañé, dice y se recuesta a un ladito mío. Comienza a acariciarme. Perdón por no estar rasurada, le digo sin sentir vergüenza. Sonríe y va directo a los pantalones. Los baja, me juguetea con la lengua, me recorre, se hunde. Tenemos sexo, un montón. Y nos metemos debajo de las sábanas porque el frío es miedo y tenemos, también, un montón.

Huelo su nuca un buen rato. Estoy meciéndome en su cabello. Ahí, viéndole las estrellas. ¿Nos bañamos? Pregunta. Te alcanzo, le digo. Se levanta, se contonea y se le erizan los pezones. Está helado, dice y se va a la regadera. Me quedo ahí. Voooy, le grito y desbloqueo su celular. Busco. Busco. Encuentro. ¿Cuándo vuelvo a verte?, dice el último de los mensajes de una conversación.

Histeria, olfato, instinto. Soy tres. Mujer. Loba. Bruja. Volverán a verse, pienso. Se gustan, se cuentan cosas, bobadas: ten esta canción; toma este poema; cuando niña tuve un pato; ¡yo un becerro!; foto por la mañana; foto por la noche; ten esta otra canción; ten este otro poema. Te ansío, le escribe la otra ella a la mía. ¿Cuándo vuelvo a verte?, pregunta mi ella.

Siento escorpiones salirme del corazón. Me recuesto boca arriba. Ojalá se abriera el techo y una aspiradora gigante viniera a chuparme todo el veneno. Te esperé, dice al aparecer mientras se acomoda la toalla en la cabeza. Yo también, contesto. Hablemos, no te vistas; si elegimos con amor dejaremos de tiritar. Incluso si decidimos no quedarnos.

Sembrar papas y calabazas

sábado, octubre 15th, 2016
el libro de texto y las monografías sentencian las diferencias entre el campo y la ciudad. Foto: Especial.

el libro de texto y las monografías sentencian las diferencias entre el campo y la ciudad. Foto: Google.

Crecí sin poner atención a la siembra. Este sistema culero y controlador menosprecia a los campesinos, a los granos, al cultivo, al color verde. Aplasta el deseo de ver vida saliendo por la tierra. Aplasta el deseo del que quiera arar con las manos. Condena a quienes vierten semillas y cantos sobre suelo fértil.

La escuela como institución y brazo legítimo del sistema engorda esta idea: el libro de texto y las monografías sentencian las diferencias entre el campo y la ciudad (ver links insertados). Los que viven en el campo son pobres, analfabetas, hediondos, beben leche directo de la ubre de la vaca y visten sombreros de paja. Los que viven en la ciudad usan traje, se bañan con agua caliente, son profesionistas y gastan su dinero en perfumes y leche deslactosada light.

En el salón de clases nadie quiere ser pobre. Nadie quiere corretear pollos y cabras. Nadie quiere trabajar una pala para quitar la hierba mala. Nadie quiere caminar kilómetros para conseguir agua. En el campo no se maquillan ni se peinan y en el salón de clases nadie quiere ser una fodonga incivilizada. Vivir en el campo es ser marginado y nadie quiere ser un marginado.

Nos convencieron de que acosar a la banda por teléfono para venderle préstamos de 30 mil pesos –a 49 cómodos pagos de mil 999 pesos con una tasa del 13%, la mejor del mercado–, es mejor. Nos convencieron de que olor del escape de un vehículo es mejor que el de un granero porque petróleo quemado es sinónimo de progreso. Nos convencieron de que el éxito es un coche caro, ropa de diseñador, el iPhone más nuevo, la selfie en un yate atrancado en la costa de Miami. Nos convencieron de que competir es sano y que tener más el otro está bien. Nos convencieron de que ser mediocre es no desear, pues, ese éxito.

Nos convencieron de que existen fronteras. Nos metieron, durísimo, la idea de que existe un límite, banderas del mundo, guerras ganadas, estratos sociales, colores de piel, himnos nacionales. La división entre el campo y la ciudad. Y les creímos. Me queda, sin embargo, trabajar para ser digna de esta tierra. Quiero, con mis manos, estar bien cerquita de la vida: sembrar papas y calabazas.

Ella y yo

sábado, octubre 8th, 2016
La miras, la tocas, la piensas. Pero ella no lo sabe. Te amo, le dices, primero sin fuerza y luego con fuerza. Pero ella no escucha. Está soñando con alguien que no eres tú. Foto: EFE.

La miras, la tocas, la piensas. Pero ella no lo sabe. Te amo, le dices, primero sin fuerza y luego con fuerza. Pero ella no escucha. Está soñando con alguien que no eres tú. Foto: EFE.

Por si gusta picarle al play antes de comenzar: Ella y yo

Tu vejiga llena te despierta a las 6:00 am. Te gusta que, al abrir los ojos, lo primero que veas sea la mujer de tu vida. La contemplas y pasas tu mano por sus senos. Recuerdas la primera vez que los tocaste: fue hace cuatro inviernos. La llevaste a su casa, hacía un chingo de frío y ustedes dos aún no se decían cuánto se gustaban. Abrió la puerta para salir del coche y entró una ráfaga de viento helado. Se arrepintió y cerró la puerta. Te dio un beso francés y te movió todo por dentro. Luego la tocaste suave. Tan suave. Y te fuiste a casa como una puberta enamorada.

Te acercas un poco más a ella y la abrazas sin despertarla. Piensas cómo serán tus siguientes años a su lado y sientes cómo se te hace pequeño el corazón. La amas. Esa mujer tiene años volviéndote loca. Ayer te gritoneó que ya no la miras, que no la tocas, que no piensas en ella. Tú te quedaste callada porque, mientras ella lloraba, pensabas en todo lo que la extrañaste mientras te cogías a otra.

La miras, la tocas, la piensas. Pero ella no lo sabe. Te amo, le dices, primero sin fuerza y luego con fuerza. Pero ella no escucha. Está soñando con alguien que no eres tú. Ha pensado en dejarte, lo sabes. Por eso le compras flores todos los días. Si se enoja, flores. Si no se enoja, flores. Si haces la cena, flores. Si no llega a casa, flores. Si gritan, flores. Si no hablan, flores.

Besas su boca y te levantas. Café. Haces tres tazas de café. Revisas las noticias. Abatida sales de casa al supermercado. Frutas. Semillas. Cacao. Más café. Calabazas. Mostaza. Soya. Flores. Flores. Y vas directo a la caja. Escuchas que la mujer en turno le pregunta al cobrador que si él supo del divorcio de Angelina y Brad. No, responde él. La mujer, metida en su monólogo, dice que no puede creerlo. Eran mi esperanza, dice. Voltea a verlo y luego a ti. Necesita consuelo. Tú enmudeces y ella se va. Es tu turno y, en nombre de la mujer, te disculpas con el cobrador.

Llegas a casa y regresas a las sábanas. Con tu movimiento en la cama ella se despierta. Le dices: mi amor, está llevándonos la mierda. Ella se levanta enojada y se encierra en el baño. No quiere salir de ahí. Sus sollozos se cuelan por debajo de la puerta: ya sé que está llevándonos la mierda, dice. Tú quieres decirle que no hablabas de las dos, sino de la mujer loca del supermercado, de Salma Hayek, de los nobeles, de Colombia, Bayer y Monsanto. No, le dices, primero sin fuerza y luego con fuerza. Pero ella no escucha. Ya no es feliz contigo. Está soñando, ahora despierta, con alguien que no eres tú.

París huele

sábado, septiembre 10th, 2016

 

París huele. Huele a sudor rancio y seco. A café. Orines. Tabaco..., pero nunca diré que huele a amor. Foto: Bibiana Faulkner

París huele. Huele a sudor rancio y seco. A café. Orines. Tabaco…, pero nunca diré que huele a amor. Foto: Bibiana Faulkner

París huele. Huele a sudor rancio y seco. A café. Orines. Tabaco. Basura. Pan. Romero. Césped. Vino tinto. Rosado. Queso maduro. Flores. Higo. Perfume. Frambuesas. Mulato bronco. Piedra húmeda. Agua estancada. Mermelada de naranja. Tabaco. Incienso de iglesia. París huele a encerrado. A río. Al Sena que parte la ciudad en dos: Chanel y ratas. Crecí con repeticiones constantes: que México fue conquistado, que Benito Juárez fue bien verga, que Porfirio un dictador, que los canguros de Australia, que el gringo domina al mundo, que China ahí viene, que Dios castiga porque ama, que el sol sin bloqueador causa cáncer en la piel, que París es la capital del amor. Crecí perpetuando y validando ideas. Hoy recorrí las calles de París. En Montparnase encontré un montón de bistrós y brasseries: La petite chose; La petit dominique; Le petit Napoleon. Un poco de lo mismo. Gente. Uno al lado del otro, hombro a hombro, viendo pasar. Mesas pequeñitas con vista a la calle. Gente bebiendo espresso y vin rouge. Hablando un chingo. Con urgencia y de cerquita. Prendiendo un marlboro blanc. Y luego Saint Germain. Mujeres con gafas Christian Dior. Bullicio. Lenguas. Vespas. Bicicletas. Cafés sin música. Amor no sentí ni un poco, solo vi un esbozo de los escenarios perfectos para una historia, ahora sí, de amor pero sin protagonistas. París de día y de noche mostrando de cerca una Torre Eiffel en un jardín sucio y descuidado; de lejos un símbolo encendido, casi necesario. Ciudad testigo de historias de nostalgia, de los turistas, de los migrantes que mendigan una oportunidad. París a secas. Por fin leo a Süskind con los ojos bien abiertos. Él describe, en la primera hoja de El Perfume, una ciudad de hace 300 años. Y sí miro cerquita, poco ha cambiado: “Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano como la esposa de maestro; apestaba la nobleza entera. Y sí, incluso, el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja”. Le contaré a una amiga: vaya vanguardia, estilo, arquitectura, meca del arte y la literatura, ¡qué maravilla el vino, el créme brûlée, los Campos Elíseos! Reafirmaré –muy probablemente y quizá– la idea de París. Pero nunca diré que huele a amor.

Instrucciones para ver: 1. Cierre los ojos

sábado, julio 23rd, 2016
Imagina que te desplomas, cierras los ojos y te traga el mar. La tierra. Que ya ves. Que comienzas a descender. Que, al caer, eres la rama del ciego. La montaña. La pluma. El viento. Que, cuando caes, tienes tal como el hombre al que seguiste hace unos días, un tercer ojo en el corazón. Foto: Shutterstuck.

Imagina que te desplomas, cierras los ojos y te traga el mar. La tierra. Que ya ves. Que comienzas a descender. Que, al caer, eres la rama del ciego. La montaña. La pluma. El viento. Que, cuando caes, tienes tal como el hombre al que seguiste hace unos días, un tercer ojo en el corazón. Foto: Shutterstock.

Imagina que estás en la cima de una montaña y que sueltas una pluma. Comienza a caer hasta que de pronto el viento la eleva al cielo, más arribita de donde se soltó. Luego, el descenso. Se desenreda de las nubes. La caída es lenta: no hay prisa ni miedo. La pluma viene y va. Da vueltas en el aire. Pasa por árboles, parcelas de trigo, flores. Hasta que se acuesta en el pasto y se queda ahí. Tirada boca arriba.

Hace unos días vi a un hombre ciego caminar a paso firme. Traía una rama larga que más bien era una puerta a su futuro inmediato. Iba decidido, dispuesto, orientado. Ligero. Sin freno. Sin miedo. Se abría paso con la rama. Convencido. Lo seguí más de diez cuadras hasta que volteó. «¿Quieres ver? Cierra los ojos», me dijo. Y siguió.

Imagina que no estás ciego y que estás en la cima de una montaña. Que, de todo lo que puedes tener, eliges tener miedo. Que, de hecho, es todo lo que tienes. Apego. Ego. Que no quieres soltarte. Que de pronto no ves. Y te da pavor porque no entiendes. Tienes los ojos bien abiertos. Pero todo es negro. O blanco. Azul pálido. Verde fosfo. Magenta.

Tienes pavor. Sientes una burbuja de jabón en la punta de tu nariz. En ese efímero circulito está la mujer que decidiste amar. Tu éxito. Tu perro. Tu promoción laboral. Tu casa. Tu balón firmado por Messi. Tu hepatitis. Tu iPhone. Tu dios. Tus cuadritos en el abdomen. Tu verga larga. Tus tetas con silicona. Tu nombre. Y no lo rompes porque la ilusión es más grande. Pesada. Es un cáncer.

Imagina que no estás dispuesto a perder. Que rezas. Lloras. Te secas. Caminas más de tres milenios. Pero que si te rindes desaparece el miedo. Que entonces te desplomas, cierras los ojos y te traga el mar. La tierra. Que ya ves. Que comienzas a descender. Que, al caer, eres la rama del ciego. La montaña. La pluma. El viento. Que, cuando caes, tienes tal como el hombre al que seguiste hace unos días, un tercer ojo en el corazón.

 

 

 

Volví a tatuarme

sábado, julio 16th, 2016
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El tatuador era un novato y yo también. Tenesse Williams me perdone. Foto Bibiana Faulkner

Hace dos semanas gasté el poco dinero que tenía en cambiar mi cuerpo de forma permanente. Me tatué un buda adentro de un triángulo adentro de un mandala. Lo decidí en mi espalda para que me cuide el corazón.

Tenía diecinueve cuando me tatué por primera vez: “Una plegaria para los salvajes de corazón que están enjaulados”, era la idea –todo en latín–, pero solo me cupo la mitad: el tatuador era un novato y yo también. Tenesse Williams me perdone.

Hace unos días leí un cuento. Un conejo está tratando de armar un rompezabezas que es un paisaje. Una pieza que es un pedacito de cielo no halla su lugar. ¿Dónde irá?, se pregunta el autor. No embona aunque parece ir en cualquier parte. El conejo guarda la pieza y se va a buscar la puerta que lo llevará a otro mundo. Días después llega, entra y sobre una mesa encuentra un rompecabezas distinto. A la bóveda celeste le falta una pieza, así que del bolsillo saca la que trae y al colocarla brota un bosque hermoso con un domo plagado de estrellas que brillan un montón porque están muertas.

Pienso en mis tatuajes como pedacitos buscando ensamblarse en algo más grande. Pienso en el autor del cuento: quizá mientras lo escribía miró para arriba y asumió que la pieza perdida trataría de ser, de todas las formas, el cachito que armaba el paraíso.

Me quito la ropa y me miro al espejo. Descalza. Vulnerable. Rayada. De tinta y de cicatrices. Morena. En el brazo derecho está mi favorito: un dorje. En el izquierdo una máquina de escribir. Estoy desnuda. Expuesta. Salpicada de lunares. En las costillas llevo a Eva: palabras que Lawrence Durrell escribió cuando estaba como yo cuando decidí acicalarme para siempre: muriendo de amor. Castaña. Entintada. Apenas limpia. Por la clavícula, en hindi, una burla al sentido común. En un ilíaco a una mujer. En el otro a la misma. En desparpajo. En tantito sudor. Detrás del hombro un saxofón. Mutando.

Pienso que los tatuajes que vinieron después del primero han sido, de todas las formas, su otra mitad.

 

 

 

 

Demolición

sábado, julio 9th, 2016

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¿Quiere darle play antes de comenzar? Flor sin retoño – Pedro Infante

No sé qué siento por esa ciudad. Ahí nací y viví algunos años. Hice mi bachillerato rodeada de puro clasemediero pretencioso. Ahí me volví pretenciosa. Ahí hice a mis amigos más viejos. Aprendí a manejar. Me enamoré por primera vez. Ahí hice muchas cosas por primera vez. Besar. Jugar básquetbol. Llorar por amor. Tener sexo oral. Ir a un panteón. A una misa cristiana. A una posada. Romper una piñata. Plantar un árbol. Ver durante horas un cielo pelón.

Ahí fui por primera vez a un bar gay. En realidad era un café que los miércoles por la noche se volvía la atracción especial por ser sodomita y clandestino. Ahí me enamoré de la cantante del lugar. No duró tanto porque pronto me rompió el corazón, pero me desenamoré por otro motivo: un día ya no cantó para mí. Fui, a pesar de todo, muy feliz, la verdad.

Ahí se conocieron mis padres y se casaron meses después. Ahí, probablemente, se aburrieron juntos, el uno del otro. Ahí hicieron parte de su patrimonio que, tras un escandaloso divorcio, pasó a ser de mi madre. Ese fue el lugarcito donde ella se refugió. En esa casita del centro de esa ciudad que habían comprado juntos, trataba todos los días de olvidarse de él. Era triste pero así era. Eran sus maneras que así eran. Después ella siguió su camino lejos de ahí porque ese lugar amenazaba con chuparle la mitad que le quedaba.

Recuerdo a la cantante. Habíamos terminado recién y me citó en su coche, ja. Estoy mejor sin ti, me dijo. Demoliéndome de frente. Activándome una granada en el estómago. Todo el amor muerto arriba de ese pedazo de lata.

Cada que voy a esa ciudad siento que me escupe. Y, como si la tierra diera un grito que lacera los pies, al llegar deseo irme. Hace unos días yo misma abrí las puertas de ese refugio viejo, símbolo de un montón de cosas para mí y para mis padres, y entró una máquina a tumbarlo todo. A demolerlo. En un par de horas ya no había nada: no casa, no tuberías, no anexos, no loseta, no muros.

Cerré las puertas y entregué la llave. Ahí solo hay tierra erosionada.

Todo lo que muta

sábado, junio 25th, 2016
Cambiar es obligatorio. Es obligatorio porque es natural. Foto: Shutterstok

Cambiar es obligatorio. Es obligatorio porque es natural. Foto: Shutterstok

«Nada está inmóvil; todo se mueve; todo vibra».
—El Kybalion.

Yo sí creo que después de terminar con alguien que se amó un montón viene una transformación muy peculiar. Que lo que viene después son las consecuencias de una coincidencia compartida.

Cuando terminé con Sofía me acosté con todas mis amigas. Para reforzar lo que somos, les decía. Terminábamos enamoradas y rompiéndonos el corazón. Separándonos y sin saber la una de la otra porque, aunque sabíamos que todo mutaba, le cerrábamos la puerta al coletazo de la coincidencia. Pero también, si volteo a otro lugar, al terminar con Sandra conocí el cielo; la conocía a ella, que era todo lo bello que yo no había podido ver. O con Cristian que, al dejarlo, vi a todos los hombres del mundo en uno solo. Uno hermoso. Uno que ya no era mío y a pesar de todo estaba bien.

Cambiar es obligatorio. Es obligatorio porque es natural. Todo cambia. Nuestras opiniones cambian, nuestros padres, nuestra piel, nuestra nariz, nuestra ropa. Cambia la moda. Los presidentes. La Unión Europea. El saldo en tu cuenta bancaria. Tu mascota. Tus senos. Tu forma de coger. De hablar. De decir que sí. Tus formas.

Transgredir está bien. Transgredirse. Encontrar tu lado B. C. D. Abrir la puerta. Decidir que el tiempo correcto para amar siempre está ahí. Vivirlo. Sufrirlo. Maldecirlo. Decir que te equivocaste. Arrepentirte. O no. Porque todo cambia.

Sartre decía que en el amor, uno y uno sumaba uno. Yo quiero decir, también, que funciona igual en lo que sea. Si se suma uno más uno será otro más grande. Lo mismo con las vibraciones: la tuya más la de quien decidiste amar es una también. Una más grande.

Tal vez la pregunta que necesitamos hacer de ahora en adelante, a cualquier persona que decidamos amar, es: ¿Quieres mutar conmigo? Quien sabe, en una de esas, si te dice que sí, con los ojos cerrados apreciarías todo lo que cabe en un universo.

Sacar la voz

sábado, junio 18th, 2016
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Las lesiones que presentas, Gabriela, son más que suficientes para comenzar un proceso penal inmediato. Foto: Especial

Esto que está sucediendo me huele mal, le dije a Gabriela la última vez que nos vimos. Ya me había dejado algunas pistas de que su noviazgo con Mario iba de la mierda porque él es superagresivo cuando se pone borracho. “Me da miedo”, se le escapó aquel día.

Mario estuvo a punto de matar a Gabriela: le molió la nariz de un cabezazo, le asestó patadas en los brazos y el tórax y, con el puño haciendo trizas su garganta, la desmayó, terminando de imposibilitarla. Despertó, dice Gabriela, porque sintió profundo dolor en toda la cara: era Mario limpiándole toscamente la sangre que le brotaba de la nariz y de los labios reventados.

Sus padres la llevaron a testificar. Las lesiones que presentas, Gabriela, son más que suficientes para comenzar un proceso penal inmediato; firma tu declaración, hagámoslo, le dijo la autoridad competente a cargo.

Pero Gabriela no firmó. Las razones no importan porque son medias falsedades cognoscibles que entorpecen y enceguecen la pregunta que cuesta tanto trabajo responder: ¿Por qué? Una pregunta con dos direcciones: la que nos hacemos cuando se nos violenta en cualquier sentido (físicamente; socialmente: al recibir improperios cuando se camina por la calle, o al no poder ascender en el trabajo, o al sufrir acoso por parte del jefe; arbitrariamente: la imperturbable iteración del lenguaje en la memoria colectiva, donde se refuerzan los estereotipos de género), y la que es más importante: cuando nos convertimos en propias detractoras de nuestro género.

Hace días leí un ensayo: «La literatura y la historia ofrecen numerosos ejemplos de cómo –a veces con agresividad, otras con indiferencia– se ha excluido a las mujeres de la conversación pública». El manuscrito presenta numerosa evidencia de cómo a lo largo de la historia –y aquí hago una anotación a modo de sinécdoque como tropo retórico– se le ha cortado la lengua a la mujer por una razón: la palabra es lo más poderoso que el ser humano tiene para manifestarse.

No vengo a dar respuestas. No las tengo. También estoy buscándolas. Me huele a que tenemos que resolver algo desde bien adentro. O algo tiene que terminar de rompérsenos para que podamos, llenas de convicción, decir, las veces que sean necesarias: no.