Imagina que estás en la cima de una montaña y que sueltas una pluma. Comienza a caer hasta que de pronto el viento la eleva al cielo, más arribita de donde se soltó. Luego, el descenso. Se desenreda de las nubes. La caída es lenta: no hay prisa ni miedo. La pluma viene y va. Da vueltas en el aire. Pasa por árboles, parcelas de trigo, flores. Hasta que se acuesta en el pasto y se queda ahí. Tirada boca arriba.
Hace unos días vi a un hombre ciego caminar a paso firme. Traía una rama larga que más bien era una puerta a su futuro inmediato. Iba decidido, dispuesto, orientado. Ligero. Sin freno. Sin miedo. Se abría paso con la rama. Convencido. Lo seguí más de diez cuadras hasta que volteó. «¿Quieres ver? Cierra los ojos», me dijo. Y siguió.
Imagina que no estás ciego y que estás en la cima de una montaña. Que, de todo lo que puedes tener, eliges tener miedo. Que, de hecho, es todo lo que tienes. Apego. Ego. Que no quieres soltarte. Que de pronto no ves. Y te da pavor porque no entiendes. Tienes los ojos bien abiertos. Pero todo es negro. O blanco. Azul pálido. Verde fosfo. Magenta.
Tienes pavor. Sientes una burbuja de jabón en la punta de tu nariz. En ese efímero circulito está la mujer que decidiste amar. Tu éxito. Tu perro. Tu promoción laboral. Tu casa. Tu balón firmado por Messi. Tu hepatitis. Tu iPhone. Tu dios. Tus cuadritos en el abdomen. Tu verga larga. Tus tetas con silicona. Tu nombre. Y no lo rompes porque la ilusión es más grande. Pesada. Es un cáncer.
Imagina que no estás dispuesto a perder. Que rezas. Lloras. Te secas. Caminas más de tres milenios. Pero que si te rindes desaparece el miedo. Que entonces te desplomas, cierras los ojos y te traga el mar. La tierra. Que ya ves. Que comienzas a descender. Que, al caer, eres la rama del ciego. La montaña. La pluma. El viento. Que, cuando caes, tienes tal como el hombre al que seguiste hace unos días, un tercer ojo en el corazón.