Julieta Cardona
18/06/2016 - 12:00 am
Sacar la voz
Esto que está sucediendo me huele mal, le dije a Gabriela la última vez que nos vimos. Ya me había dejado algunas pistas de que su noviazgo con Mario iba de la mierda porque él es superagresivo cuando se pone borracho. “Me da miedo”, se le escapó aquel día.
Esto que está sucediendo me huele mal, le dije a Gabriela la última vez que nos vimos. Ya me había dejado algunas pistas de que su noviazgo con Mario iba de la mierda porque él es superagresivo cuando se pone borracho. “Me da miedo”, se le escapó aquel día.
Mario estuvo a punto de matar a Gabriela: le molió la nariz de un cabezazo, le asestó patadas en los brazos y el tórax y, con el puño haciendo trizas su garganta, la desmayó, terminando de imposibilitarla. Despertó, dice Gabriela, porque sintió profundo dolor en toda la cara: era Mario limpiándole toscamente la sangre que le brotaba de la nariz y de los labios reventados.
Sus padres la llevaron a testificar. Las lesiones que presentas, Gabriela, son más que suficientes para comenzar un proceso penal inmediato; firma tu declaración, hagámoslo, le dijo la autoridad competente a cargo.
Pero Gabriela no firmó. Las razones no importan porque son medias falsedades cognoscibles que entorpecen y enceguecen la pregunta que cuesta tanto trabajo responder: ¿Por qué? Una pregunta con dos direcciones: la que nos hacemos cuando se nos violenta en cualquier sentido (físicamente; socialmente: al recibir improperios cuando se camina por la calle, o al no poder ascender en el trabajo, o al sufrir acoso por parte del jefe; arbitrariamente: la imperturbable iteración del lenguaje en la memoria colectiva, donde se refuerzan los estereotipos de género), y la que es más importante: cuando nos convertimos en propias detractoras de nuestro género.
Hace días leí un ensayo: «La literatura y la historia ofrecen numerosos ejemplos de cómo –a veces con agresividad, otras con indiferencia– se ha excluido a las mujeres de la conversación pública». El manuscrito presenta numerosa evidencia de cómo a lo largo de la historia –y aquí hago una anotación a modo de sinécdoque como tropo retórico– se le ha cortado la lengua a la mujer por una razón: la palabra es lo más poderoso que el ser humano tiene para manifestarse.
No vengo a dar respuestas. No las tengo. También estoy buscándolas. Me huele a que tenemos que resolver algo desde bien adentro. O algo tiene que terminar de rompérsenos para que podamos, llenas de convicción, decir, las veces que sean necesarias: no.
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