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RESEÑA | La responsabilidad de los intelectuales, de Noam Chomsky: resistir ante la desinformación

sábado, enero 9th, 2021

En este ensayo reeditado por Sexto Piso, Chomsky habla de resistirse al poder de persuasión de los medios y los gobiernos para domesticar a la opinión pública, poniendo énfasis en la implantación de las dictaduras militares en Centroamérica. Hay que aprender a distinguir entre la crítica responsable y la “crítica histérica”, de quien sepulta la verdad.

Por Mario Amadas

Ciudad de México, 9 de enero (Culturamas).- Podríamos pensar que Noam Chomsky, en La responsabilidad de los intelectuales, está hablando de resistirse al poder de persuasión de los medios y los gobiernos para seducir y domesticar a la opinión pública en la era de la guerra de Vietnam y en la de la implantación de las dictaduras militares en Centroamérica.

Y sí, pero en realidad nos está hablando de una responsabilidad que no es relativa sólo a esos años ni privativa de los intelectuales (aunque les concierne a ellos con más implicación dado que tienen más y mejor acceso a la información), sino de todos: la responsabilidad de descreer de las versiones oficiales. La de, simplemente, decir la verdad.

Por eso la reedición, en Sexto Piso, con nueva traducción (y agradecidas notas al pie), de Albino Santos Mosquera, del ensayo de Chomsky sobre la deliberada desinformación del gobierno y los medios afines sobre la implicación norteamericana en Vietnam, es tan relevante: porque da en un clavo atemporal: el de ver que quien decide qué hechos se comentan, decide también cuál es la verdad. Y la responsabilidad de quien escriba es saber verlo, y menoscabarlo. No es un ensayo sobre Vietnam: este libro es una herramienta.

Atreverse a “contar la verdad y revelar las mentiras” es una responsabilidad real de los que tienen el privilegio de poder hablar, sí, pero es extensible a cualquier ámbito; escribiendo sobre esa estricta responsabilidad de los intelectuales habla Chomsky de la responsabilidad de interpretación que tenemos todos ante cualquier hecho que se presente como definitivo e incuestionable.

Habla de un compromiso con la honestidad y con uno mismo, por eso sigue tan viva su tesis y no se ha quedado anclada en los hechos históricos que la espolearon: porque supo ver más allá de las apariencias, de los datos, y nos dio las claves de cómo funcionan.

Por ejemplo: explica Chomsky cómo el concilio Vaticano II propone, en 1962, “un restablecimiento de las enseñanzas de los evangelios”, fomentando la teología de la liberación que tanto difundió un Ernesto Cardenal en Nicaragua, y cómo esto despierta las iras de Estados Unidos, y de ahí la contrainsurgencia y las matanzas, la proliferación de dictaduras militares en América Latina.

El valor testimonial de estas páginas, en este sentido, es indiscutible y no tiene precio: aprendes lo que pasó. El otro valor, tanto o más importante que este, es aprender cómo funcionan los hechos, los datos invisibles que les dan origen. Chomsky hizo el esfuerzo de verlos y ponerlos por escrito.

Otro ejemplo: qué fácil es decir que los disidentes son los intelectuales críticos de otros países, mientras que los críticos del nuestro son sólo “histéricos”, “irracionales”. Fácil de decir pero qué difícil es saber verlo. (Y todo esto escrito con ironías, agresivas y desafiantes, contra el poder, claro).

No quiero, con lo que sigue, desviarme del libro, pero uno de los aciertos, de las impagables ventajas que tiene el texto de Chomsky, como vengo diciendo, es que, hablando de Vietnam y de Centroamérica y de cómo los medios han mentido sobre el papel del poder en esas guerras, habla también de una actitud y una intención. Lo que vemos es lo que expone Chomsky, su denuncia, pero, de rebote, también vemos la honradez del que persevera hasta encontrar algo parecido a la verdad, y se toma el esfuerzo de demostrarlo para que los demás, con él, veamos. Lo que tenemos es ejemplo y virtud de la honradez.

Como decía, se trata de ver la verdad, sí, y de verla en su perspectiva histórica; pero también de decirlo, de atreverse a decirlo. Unidos a esta idea tenemos dos libros más o menos recientes, deudores, en este sentido, del pensamiento chomskyiano: Nueva ilustración radical, de Marina Garcés, y La desfachatez intelectual, de Ignacio Sánchez-Cuenca, que recogen tesis herederas de Chomsky.

Marina Garcés, entre otras cosas, propone un descreimiento lúcido de lo que te dicen: un escepticismo ilustrado. Es la defensa de la incredulidad, por usar una palabra suya, ante las tesis oficiales. E Ignacio Sánchez-Cuenca denuncia el papel acaparador, endogámico y nepotista, que tienen los intelectuales en la prensa escrita, los que escriben, sin el conocimiento de causa que tienen otros, sólo por ser más conocidos. Por ser los aceptados.

Dicho todo esto, el ensayo –así, en general, como género– tiene que servir para que veamos lo que antes no veíamos, para que sepamos lo que antes no sabíamos, para que entendamos lo que antes no entendíamos. Todos estos preceptos, estas intenciones y, en el fondo, esta moral, son perfectamente aplicables también al entorno cultural, a un periodismo cultural no remunerado, por poner un ejemplo de sus males, condicionado por intereses ajenos a la mente lectora.

Quizá tengamos que aprender de las autoexigencias de Chomsky, de Garcés, de Sánchez-Cuenca, y pensar cómo queremos escribir sobre el panorama cultural, y qué tipo de plataformas, ya sean revistas, editoriales o páginas web, queremos formar. Tenemos la tarea de ver cómo funciona este mundo, también, y decirlo. Exponerlo.

Porque aunque siempre haya voces críticas, hay que aprender a distinguir entre la “crítica responsable”, que es la aceptada, la mínima crítica que acepta el poder para poder decir que acepta la crítica; y la “crítica histérica”, que es la del atrevido que sepulta la verdad. Es aterrador en su sencillez.

Y esa es la responsabilidad: ver, distinguir, decir, demostrar. Ian Urbina desveló en Océanos sin ley unas atrocidades que nadie veía, cumpliendo con la responsabilidad que para los intelectuales reclamaba, hace sesenta años, Noam Chomsky. Si te pones ante la hoja en blanco, que sea para decir la verdad, argumenta bien lo que tengas que decir y demuestra, o estate preparado para demostrar, que lo que dices es cierto.

Esa es una de las tareas del intelectual. Y para eso se necesita independencia de pensamiento y aprender a ver más allá de las apariencias, que no es fácil ni tan sencillo. El que ve más allá de las apariencias es el verdadero intelectual, podemos decir. Es sencilla la lección de Chomsky. Sencilla y universal. De ahí su genialidad. Después de leerle nos parece sencillo porque antes no veíamos nada.

ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE CULTURAMAS. VER ORIGINAL AQUÍ. PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN.

ADELANTO | Mi madre, de Yasushi Inoue: un conmovedor relato sobre el devenir de la vejez y la muerte

sábado, enero 2nd, 2021

Yasushi Inoue, autor clave de las letras japonesas del siglo XX y candidato al Nobel de Literatura, entrega su obra más emotiva y personal al plasmar el imparable proceso de desvanecimiento de su madre en la última etapa de vida. Un canto a nuestra fragilidad y a la eterna e ineludible figura de la madre.

Esta es una historia tan vieja como el mundo: ser testigo de la muerte de aquellos que nos dieron la vida, y observar cómo la edad convierte a los progenitores en niños indefensos en brazos de sus propios hijos, ahora cuidadores.

Ciudad de México, 2 de enero (SinEmbargo).- En unas páginas autobiográficas inolvidables, Yasushi Inoue plasma con sobrio lirismo el imparable proceso que lleva a su madre a desvanecerse en vida, a fallecer de mil pequeñas maneras antes de cruzar los umbrales definitivos de la desaparición. Una narración conmovedora de los últimos años en la vida de una mujer que zozobra en la senilidad.

Ésta es una historia tan vieja como el mundo, una prueba por la que casi todo ser humano ha de pasar: ser testigo de la muerte de aquellos que le dieron la vida, y antes, padecer el trance de ver cómo la edad convierte a los progenitores en niños indefensos en brazos de sus propios hijos, de pronto devenidos padres, cuidadores.

Inoue trata el tema con gran sutileza, deja espacio y tiempo a los detalles, los pequeños momentos, que brillan aquí y allá a lo largo de ese declive, otorgándoles una humilde solemnidad. Más allá de las sombras que se proyectan en él, Mi madre es un libro lleno de amor que se erige, en última instancia, en un canto imperecedero a nuestra finitud, a nuestra fragilidad y a la eterna e ineludible figura de la madre.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Mi madre, la obra más bella, emotiva y personal de Yasushi Inoue, periodista, crítico de arte y uno de los autores clave de las letras japonesas del siglo XX, también candidato al Premio Nobel de Literatura. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.

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BAJO LOS CEREZOS EN FLOR

UNO

Mi padre murió hace cinco años, cuando tenía ochenta. Se había retirado del cuerpo médico del Ejército con cuarenta y ocho años, justo después de que le otorgaran el rango de general, y se había ido a vivir a su pueblo natal, en Izu. Durante más de treinta años se dedicó a cultivar en el pequeño huerto de su casa las verduras y hortalizas que luego comía con mi madre. Había dejado el Ejército a una edad en la que aún habría podido abrir su propia consulta médica, pero no quiso hacerlo. Cuando empezó la Guerra del Pacífico aparecieron numerosos hospitales militares y centros de convalecencia, y como no había suficientes médicos en el Ejército le pidieron en varias ocasiones que se encargara de dirigir alguna de aquellas instituciones. Pero él declinó todas las ofertas arguyendo que era demasiado mayor.

Había colgado el uniforme y no parecía dispuesto a ponérselo de nuevo. La pensión que recibía le alcanzaba para comprar comida, pero por entonces los bienes materiales escaseaban. Si se hubiera reincorporado al Ejército como director de un hospital de campaña, la vida de mis padres, que empezaba a rozar el umbral de la pobreza, habría sido probablemente muy distinta. Además de obtener cierta tranquilidad económica, habrían estado en contacto con otras personas, lo que habría supuesto un estímulo en la vida de aquellos dos ancianos.

Cuando mi madre me contó por carta que a mi padre le habían ofrecido un puesto en un hospital de campaña fui a casa para convencerlo de que aceptara, pero al final volví sin haberle mencionado el asunto. Al ver su silueta de espaldas trabajando en el huerto trasero con su ropa de campo remendada, me di cuenta de que había perdido cualquier vínculo con la sociedad. Además, había adelgazado bruscamente después de cumplir los setenta años.

Durante aquella misma visita, mi madre me dijo que se podían contar con los dedos de la mano las veces que mi padre había salido de casa desde que vivían en el pueblo. Aunque no se mostraba descortés con las visitas que recibían, jamás iba a casa de nadie. Teníamos tres o cuatro parientes que vivían a pocas calles de distancia, pero nunca los visitaba a menos que alguno de ellos sufriera una desgracia. Salvo excepciones, pues, evitaba incluso salir al portal de su propia casa.

Mis hermanos y yo sabíamos que nuestro padre tenía cierta tendencia a la misantropía, pero todos vivíamos ya en la ciudad y teníamos nuestras propias familias. Durante el tiempo en que ninguno de nosotros tuvo contacto diario con él y nuestra madre, la edad agravó el trastorno de nuestro padre hasta límites que éramos incapaces de imaginar.

Siendo como era, probablemente nunca se le pasó por la cabeza pedir ayuda a sus hijos y en otras circunstancias se las habría arreglado para seguir adelante con su pensión, pero el final de la guerra trajo consigo una situación límite que lo cambió todo, y dejaron de ingresarle la pensión durante un tiempo. Cuando empezó a recibirla de nuevo, el importe había menguado y la moneda se había devaluado. Mi padre aceptaba el dinero que yo le enviaba una vez al mes, aunque estoy convencido de que lo hacía muy a su pesar. Puede parecer una exageración, pero se podría decir que verse obligado a aceptar mi dinero lo mataba por dentro. Mi padre no desperdiciaba nada.

Aunque yo le enviaba dinero suficiente para que pudieran vivir sin estrecheces, no gastaba ni un centavo más de lo estrictamente necesario para cubrir sus necesidades más básicas. Una vez terminada la guerra siguió cultivando la huerta, empezó a criar gallinas e incluso hacía su propio miso para no tener que comprar nada más que arroz. Sus hijos e hijas ya éramos adultos trabajadores e independientes, y cada vez que nos reuníamos no podíamos evitar criticar y censurar la extrema austeridad de nuestro padre, pero no conseguimos que cambiara. Queríamos ayudar a nuestros padres para que pudieran disfrutar de una vejez lo más confortable posible, pero ellos no gastaban el dinero que les enviábamos y, si les regalábamos prendas de vestir o ropa de cama, utilizaban lo mínimo y guardaban el resto. Al final, pues, decidimos mandarles sólo comida. La comida se echaba a perder, así que tendrían que comérsela.

La vida de mi padre, que había durado ochenta años, se podría describir como «pura». Nunca otorgó tratos de favor ni se granjeó enemistades. Cuando echo la vista atrás y reflexiono acerca de sus treinta años de aislamiento, me doy cuenta de que no habría podido mancillar su trayectoria vital aunque hubiera querido. Al morir dejó en su cuenta bancaria el importe justo para cubrir los gastos de su propio funeral y el de mi madre. Todo el patrimonio que había heredado al casarse con mi madre y entrar en su familia lo heredé yo –su primogénito– intacto. Al parecer, después de la guerra había vendido casi todos los muebles y enseres domésticos que había comprado mientras servía en el Ejército, así que en la casa no quedaba nada de valor. En cambio, no había extraviado ninguno de los objetos que se iban transmitiendo de generación en generación, como tapices y jarrones. Mi padre no había añadido ni sustraído un solo centavo al patrimonio familiar.

Cuando yo era pequeño, mis padres me dejaron al cuidado de una abuela que fue quien me crio. Aunque yo la llamaba «abuela», no guardaba ningún parentesco conmigo: se llamaba Nui y era la amante de mi bisabuelo, que había sido médico. Cuando éste murió, Nui fue inscrita en el registro familiar como madre adoptiva de mi madre. Aquellas disposiciones se tomaron, como es natural, según la voluntad que mi bisabuelo había consignado en su testamento. Nadie se sorprendió, pues había tenido una vida muy poco convencional.

Así pues, según el registro familiar, Nui era mi abuela. De pequeño, yo la llamaba «abuela Nui» para distinguirla de mi bisabuela legítima, que entonces aún vivía; y de mi abuela, la madre de mi madre. A mi bisabuela la llamaba «abuelita» y a mi abuela, simplemente «abuela». No hubo ningún motivo concreto para que me criara la abuela Nui. Entonces mi madre era muy joven, estaba embarazada de mi hermana y no tenía ayuda en casa, así que me mandó provisionalmente al pueblo con la abuela Nui. Me quedé a vivir allí y pasé toda mi infancia con ella. Para la abuela Nui, tenerme a su cargo fue probablemente una forma de consolidar su delicada posición en la familia. Además, le habría resultado muy difícil separarse de mí porque era una anciana solitaria que me quería con todo el corazón. Yo, que debía de tener cinco o seis años, también me sentía muy unido a ella, por lo que es natural que no quisiera volver a casa. Y mis padres no tenían prisa por recuperarme –más aún viendo que yo no quería volver–, porque poco después de mi hermana nació mi hermano.

La abuela Nui murió cuando estaba acabando la primaria. Tras su fallecimiento, abandoné el pueblo y empecé a vivir por primera vez con mis padres y hermanos. Entré en el instituto de la ciudad en la que servía mi padre. Apenas un año más tarde, sin embargo, me vi obligado a abandonar de nuevo el hogar familiar porque destinaron a mi padre a una pequeña ciudad cercana a nuestro pueblo natal y tuve que entrar en un internado para seguir estudiando. En total sólo viví dos años más con mi familia: uno al terminar la educación secundaria, mientras me preparaba el examen de acceso a bachillerato; y otro en primero de bachillerato, cuando un nuevo traslado de nuestro padre volvió a interferir en nuestra vida familiar. Desde entonces no he tenido más ocasiones de vivir con mis padres y hermanos. A pesar de que no existía una convivencia que reforzara el vínculo entre mi padre y yo, nunca recibí por su parte un trato distinto al que dispensaba a mis tres hermanos, que sí vivían bajo su mismo techo.

Fuera cual fuera la situación, siempre se mostraba imparcial sin que le costara el menor esfuerzo: mi padre no era de los que sienten más apego por los hijos que han criado que por los que han crecido lejos de él. Además, por insólito que pueda parecer, tampoco había diferencias entre el afecto que prodigaba a sus propios hijos y a otros familiares. Y, lo que es aún más sorprendente: trataba de la misma forma a sus hijos e hijas que a cualquier conocido reciente, aunque no estuviera emparentado con él. Así pues, su actitud con sus hijos parecía más bien fría, mientras que su forma de relacionarse con otras personas era más bien cordial.

A los setenta años, a mi padre le diagnosticaron un cáncer que superó con éxito tras una operación, pero la enfermedad se reprodujo diez años más tarde y estuvo seis meses postrado en la cama, cada vez más débil. A su edad no era prudente operarlo de nuevo, así que sólo cabía esperar la muerte. Durante un mes, cada día pensábamos que podía ser el último. Ante la inminencia del final, mis hermanos y yo llevamos al pueblo nuestra ropa de funeral y empezamos a visitar a nuestros padres con asiduidad. Fui a ver a mi padre el día antes de su muerte, y el médico me dijo que probablemente aguantaría cuatro o cinco días más. Aquella misma noche, mientras yo me encontraba de camino a Tokio, exhaló el último suspiro. Conservó la mente lúcida hasta el final, y no dejó de dar instrucciones detalladas a quienes lo rodeábamos sobre la comida que debíamos ofrecer a las visitas o a quién debíamos avisar en el momento de su muerte.

La última vez que vi a mi padre, me despedí diciéndole que volvía a Tokio y que regresaría en dos o tres días. Entonces él sacó su mano demacrada de entre las sábanas y la alargó hacia mí. Como nunca había hecho ningún gesto parecido, en aquel momento no supe qué esperaba de mí. Tomé su mano entre la mía, y él me la estrechó.

Nuestras manos estuvieron tímidamente enlazadas por unos instantes y luego noté que mi padre me apartaba la mano. Fue una sensación parecida al leve tirón que se percibe en el extremo de una caña de pescar. Solté su mano de inmediato, sobresaltado. No supe cómo interpretar aquel gesto, pero tuve el presentimiento de que había querido decirme algo. Cuando me rechazó, fue como si me castigara: «¡Qué te has creído al tomar la mano de tu padre! ¡Menuda impertinencia!».

Después de su fallecimiento, estuve varios días rememorando aquel incidente. Me obsesioné y pasaba muchas horas pensando en ello. Es posible que mi padre, presintiendo que se acercaba la hora de su muerte, me hubiera tendido la mano para expresarme por última vez su amor paternal y luego, cuando yo se la estreché, él la rechazó súbitamente avergonzado de sus propios sentimientos.

Aquella explicación era la que me resultaba más convincente, pero tal vez no fuera eso lo que había pasado: quizá mi padre había notado algo que no le había gustado en mi forma de tomarle la mano y la había apartado inmediatamente, conteniendo los sentimientos que quería expresar. Sea como fuere, con su sutil rechazo volvió a establecer la distancia habitual entre ambos, que se había reducido por un breve instante. Eso habría sido muy típico de él, y debo aceptarlo como tal.

Por otro lado, no lograba librarme de la sospecha de que tal vez fuera yo quien había apartado la mano de mi padre y no al revés. Tan posible era que él hubiera rechazado mi mano como que yo hubiera rechazado la suya. Quizá no hubiera existido frialdad alguna por su parte y yo fuera el único responsable. No tenía pruebas para demostrar lo contrario. Tal vez yo, inconscientemente, había pensado: «No es propio de ti ponerte cariñoso a estas alturas», o: «No deberías tenderme la mano a mí, que soy tu hijo», y había apartado su mano tras estrechársela momentáneamente. Aquella posibilidad me atormentaba cada vez que se inmiscuía en mis pensamientos.

Sin embargo, al final conseguí dejar de dar vueltas y más vueltas al pequeño episodio que había ocurrido entre mi padre y yo. Fue una liberación repentina y completamente inesperada: un día se me ocurrió pensar que quizá mi padre, dentro de su tumba, también estuviera tratando de descifrar el significado de aquel gesto que había tenido lugar entre ambos, sin testigos, tan sutil que había resultado casi imperceptible. Entonces, de repente, me sentí libre. Era posible que, en el otro mundo, él también estuviera devanándose los sesos por interpretar aquella escena igual que lo hacía yo. Así, en mi imaginación, me sentí hijo de mi padre por primera vez, lo que nunca me había pasado mientras él vivía. Yo era su hijo, y él era mi padre.

Tras la muerte de mi padre, a menudo me llamaba la atención el gran parecido entre nosotros. Mientras vivía nunca se me había ocurrido pensar que pudiera parecerme a él, y la gente que me rodeaba solía decirme que teníamos personalidades completamente distintas. Desde que empecé a estudiar, me esforzaba conscientemente por pensar lo contrario de lo que pensaba él y llevar un estilo de vida opuesto al suyo, aunque de todas formas habría sido muy difícil encontrar un parecido entre ambos.

De joven, mi padre ya era un misántropo, mientras que yo tenía muchos amigos, era miembro del club de deporte y me gustaba estar en el centro de los círculos más animados. Seguí siendo igual de sociable cuando terminé la universidad y empecé a trabajar y, cuando alcancé la edad en la que mi padre se había retirado, no había nada más lejos de mis intenciones que volver al pueblo como había hecho él y vivir aislado del resto del mundo. A los cuarenta y tantos años, casi a la misma edad en la que mi padre había cortado cualquier vínculo con la sociedad, yo dejé el periódico donde trabajaba para empezar mi carrera como escritor.

A pesar de todo, tras la muerte de mi padre, lo sentía dentro de mí en los momentos más inesperados: cuando bajaba del porche para ir al jardín, por ejemplo; o cuando tanteaba el suelo con los pies buscando los zuecos igual que lo hacía él. Lo mismo me pasaba cuando abría el periódico en la sala de estar y me inclinaba para leerlo. A veces cogía un paquete de cigarrillos y, en ese mismo instante, me daba cuenta de que lo había hecho igual que mi padre y volvía a dejarlo. Por las mañanas me miraba en el espejo para afeitarme y, cada vez que enjuagaba la brocha bajo el grifo y la escurría con los dedos, me decía a mí mismo que mi padre lo hacía exactamente igual.

Aparte de todos aquellos gestos y ademanes, también me sobrevino la idea de que podía estar asimilando la forma de pensar de mi padre. Mientras trabajaba, a menudo me levantaba de la mesa para sentarme en la silla de mimbre del porche y zambullirme en pensamientos completamente ajenos a lo que tenía entre manos, con la mirada fija en las ramas del viejo olmo, que se esparcían en todas direcciones. Igual que mi padre. Lo recuerdo recostado en la silla de mimbre del porche de la casa del pueblo, con los ojos clavados en las copas de los árboles. Entonces me sentía como si estuviera contemplando un profundo abismo abierto delante de mí, sin poder librarme de la sensación de que mi padre se perdía en sus pensamientos del mismo modo en que lo hacía yo ahora. Así era como sentía que mi padre estaba dentro de mí, y a menudo pensaba en él como un ser individual que vivía en mi mente. A veces lo veía y hablaba con él.

Con la muerte de mi padre también comprendí que una de sus misiones en vida había sido protegerme de la muerte. Mientras él vivía –o quizá precisamente porque vivía–, yo nunca había pensado en mi propia muerte (al menos no de forma consciente, sólo como algo que tenía escondido en un rincón del alma).

Pero cuando mi padre murió, el conducto que me separaba de la muerte se despejó de repente y quedó completamente abierto, así que me vi obligado a mirar una de las mitades del rostro de la muerte: empecé a pensar que a mí también me llegaría la hora. Con la muerte de mi padre aprendí que él me había protegido a mí, su hijo, por el simple hecho de estar vivo. No es algo que se haga de forma consciente; no se trata de un pacto entre humanos ni de una cuestión de amor filial. Se trata de algo que nace de la simple relación entre un padre y un hijo y es, sin duda, el vínculo más genuino que puede existir entre ambos.

Entonces empecé a pensar que tal vez mi propio final no estuviera tan lejos. Pero mi madre, que seguía gozando de buena salud, mantenía oculta la otra mitad del rostro de la muerte, así que el velo que se interponía entre ella y yo no se apartaría por completo hasta que falleciera mi madre. Entonces la muerte vendría a plantarse ante mí con la cara completamente descubierta.

Mi madre tiene ahora la misma edad que tenía mi padre cuando murió. Es cinco años más joven que él, o sea que tiene ochenta.

ADELANTO | Los años de la espiral: crónicas de una década convulsa en la historia de América Latina

sábado, diciembre 26th, 2020

El periodista Jon Lee Anderson realiza un amplio registro para comprender la década de 2010 a 2020 en América Latina, marcada por grandes transformaciones y turbulencias. Un periodo en el que la desigualdad económica se profundizó, la devastación de la naturaleza se aceleró, y el descontento de la población se ha manifestado en estallidos sociales.

La marea de líderes izquierdistas ha sido reemplazada por gobiernos de derecha, así como por un auge del populismo autoritario. Aquí aparecen personajes como Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Fidel Castro, Dilma Rousseff, Jair Bolsonaro, Manuel Noriega y Andrés Manuel López Obrador.

Ciudad de México, 26 de diciembre (SinEmbargo).- La década comprendida entre 2010 y 2020 ha sido un tiempo de grandes transformaciones y turbulencias en América Latina. La llamada “marea rosa” de líderes izquierdistas se derrumbó y se vio reemplazada por gobiernos de derecha, así como por un auge del populismo autoritario.

Ha sido un periodo inquietante en el que las desigualdades económicas también se han profundizado, la devastación de la naturaleza se ha acelerado, y un descontento generalizado de grandes sectores de la población se ha manifestado en estallidos sociales.

En más de cuarenta crónicas, Jon Lee Anderson reúne su trabajo periodístico a lo largo de una década, durante la cual recorrió desde ríos en la Amazonia y campamentos guerrilleros en Colombia, hasta una decena de palacios presidenciales. Ha entrevistado sicarios, novelistas y mandatarios para con ello poder ofrecer un amplio mosaico.

También registró fenómenos como el devastador terremoto de Haití, los históricos acuerdos de paz colombianos y el precario restablecimiento de las relaciones entre los Estados Unidos y Cuba. Aquí aparecen personajes como Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Fidel Castro, Dilma Rousseff, Jair Bolsonaro, Manuel Noriega y Andrés Manuel López Obrador, entre muchos otros.

A partir de una distancia justa entre la neutralidad periodística, una curiosidad insaciable, y la disposición para acercarse personalmente a realidades que en ocasiones resultan sumamente extremas, Anderson ha producido un registro de gran amplitud y trascendencia para asomarse a comprender lo sucedido en una de las décadas mas convulsas en la historia reciente de América Latina.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Los años de la espiral. Crónicas de América Latina, del periodista especializado en conflictos políticos, colaborador habitual de The New Yorker y apodado “el herededo de Kapuscinski”, Jon Lee Anderson. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.

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PRÓLOGO: LOS AÑOS DE LA ESPIRAL

Quizás el periodismo no sea el mejor oficio del mundo, como exageró tan genialmente Gabriel García Márquez, pero se queda cerca. Cuando repaso las experiencias que el oficio me ha proporcionado, me siento muy afortunado. No se me ocurre otro que me habría brindado la oportunidad de charlar sobre la revolución cubana con Barack Obama en el mismísimo Despacho Oval, admirar la colección de ositos de peluche del encarcelado exdictador panameño Manuel Antonio Noriega, o de observar, con mis propios ojos, mientras unos indígenas aislados salían de la selva peruana, tan desnudos como dios los trajo al mundo.

Este libro es un compendio de estas historias y muchas otras más. Consiste de una selección de mis principales trabajos sobre América Latina a lo largo de una década, del año 2010 al 2020, y espero que sirva como una suerte de estampa de la época. Contiene veinte piezas longform y veintiún piezas cortas originalmente publicadas en inglés en la revista The New Yorker. Incluye perfiles y crónicas, artículos de opinión, obituarios y reportajes sobre temas contemporáneos.

Hay textos sobre Cuba, Venezuela, Brasil, Haití, México, Colombia, Nicaragua, Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Panamá, El Salvador y Puerto Rico. Aparte de figuras como Obama y Noriega, aparecen García Márquez, Fidel y Raúl Castro, Hugo Chávez y Nicolás Maduro y Juan Guaidó; Lula y Dilma, Bolsonaro, Evo Morales, Daniel Ortega, Cristina Kirchner, Salinas de Gortari y López Obrador. Hay también personajes coloridos como el pícaro cantante y presidente haitiano Micky Martelly, el sicario colombiano Popeye, el malandro venezolano El «Niño» Daza, los veteranos guerrilleros Timochenko y Carlos Antonio Lozada; escritores de la talla de Sergio Ramírez, Pedro Juan Gutiérrez y Leonardo Padura, y héroes y heroínas como John Feeley, un gringo con swing latino que sacrificó su carrera diplomática por no querer servirle a Trump, y Nadia Françoise, una carismática haitiana deportada de Estados Unidos que vive en un tugurio llamado «Fidel».

¿Qué quiero decir con «los años de la espiral»? Vamos a ver. A mi juicio, la segunda década del siglo estuvo matizada por la volatilidad, además de por la decadencia o desaparición de algunas tendencias anteriores, así como por la entrada en escena de nuevos patrones, no todos positivos. Ha sido un periodo confuso, de golpes y sucesos inesperados, tan descendente como ascendente, sin rumbo fijo. O sea, una época que se mueve como en espiral.

Fue la década del eclipse de la flamante «marea rosa» de la década anterior, cuando llegaron al poder líderes de izquierda en una decena de países de las Américas, que juntos parecían cambiar el rumbo político del hemisferio. Murieron líderes emblemáticos como Fidel Castro y Hugo Chávez, mientras que Correa, Dilma, Lula y Evo cayeron en desgracia. Junto con el ascenso de Nicolás Maduro en Venezuela ha venido la catastrófica agonía de la llamada «revolución bolivariana».

A cambio hemos visto la llegada de actores nuevos, incluyendo populistas de derecha como Jair Bolsonaro, Nayib Bukele y Jeanine Añez, y una preocupante degradación política por toda la región, acelerada por el viraje radical en la política de los Estados Unidos, cuando terminó la presidencia de Barack Obama y llegó el demagogo Donald Trump. En un principio la excepción a esta tendencia parecía ser Andrés Manuel López Obrador, un izquierdista tradicional quien llegó al poder en México en la era Trump, pero una vez en la presidencia, ha optado por un papel inusual con aires de gurú místico, algo más Khalil Gibran que Hugo Chávez, digamos, con un comportamiento de papá sabelotodo hacia sus ciudadanos y de apaciguamiento hacia Trump.

La de 2010-2020 ha sido la década de la corrupción, de los casos Odebrecht y los Panama Papers y otros escándalos, que han traído como resultado destituciones, arrestos y hasta encarcelamientos de presidentes y altos funcionarios en Perú, Argentina, Guatemala, El Salvador, México y Brasil, por nombrar algunos países.

Entre otras cosas, América Latina obtuvo el récord mundial por convertirse en la región con más homicidios y crimen violento, además del peor rendimiento económico, y una de las que alberga las mayores desigualdades sociales. Consolidó su posición como la cuna mundial del narcotráfico, con la economía de la cocaína prácticamente apoderándose de algunos países. Los infames cárteles en México y Colombia ya son verdaderos ejércitos, pues se encuentran organizados militarmente; en Brasil y Venezuela, las bandas criminales campan a sus anchas, tanto en las ciudades como en el campo; en varios países de Centroamérica y del Caribe, los tentáculos de los narcos se extienden desde los bancos y juzgados y departamentos policiales hasta, en algunos casos, los mismos palacios presidenciales.

El éxodo latinoamericano también continuó, pero con algunas variantes significativas. Millones de personas huyeron de sus países, escapando del crimen, el desamparo y la falta de oportunidades, y la mayoría lo hizo, como en décadas anteriores, hacia las oportunidades que ofrecen los Estados Unidos. Pero ese mismo flujo de personas se convirtió en una piedra de toque para el fenómeno Trump, y una escalada de racismo y xenofobia en aquel país. Con su victoria electoral y políticas agresivas en contra de los inmigrantes, incluyendo la separación de familias indocumentadas y el enjaulamiento de niños en prisiones fronterizas, Trump ha cambiado las reglas de juego, por no hablar de la imagen de los Estados Unidos en la región. Y como un agregado a esta situación está el desplome venezolano, donde uno de cada seis habitantes han huido de su país colapsado, convirtiéndose en ubicuos homeless y buscavidas de las ciudades en el resto del continente.

Y si bien lo siguiente había comenzado desde antes, en esta década China incrementó enormemente su presencia en América Latina, estableciendo relaciones comerciales anuales valuadas en cientos de miles de millones de dólares, una creciente presencia diplomática y una manifiesta voluntad de competir con los Estados Unidos por influencia en la región.

Fue también la década en que el mundo se dio cuenta de que el cambio climático es un fenómeno real, y empezó a tomarse en serio la quema y destrucción inexorable de las selvas de la Amazonía. Al finalizar la década, el hemisferio vio una oleada de estallidos sociales, desde Chile, Ecuador y Colombia hasta Nicaragua y Puerto Rico. El detonador inicial en común para la mayoría de estos exabruptos fueron las políticas económicas de los gobiernos, pero se convirtieron rápidamente en manifestaciones de inconformidad existenciales sobre flaquezas endémicas. La mayoría de estas naciones ya son formalmente democráticas, pero están fuertemente aquejadas por culturas de corrupción oficial, desigualdades, inseguridad pública, y profundas deficiencias en el Estado de derecho.

Hay una tendencia hacia el populismo autoritario y creciente militarización en las sociedades latinoamericanas, y en los últimos años esto se ha acentuado notablemente. Más allá de los países tradicionalmente caudillescos como son Cuba, Venezuela y Nicaragua, el fenómeno se ha extendido para abarcar a Brasil, Bolivia, El Salvador, Honduras, Haití y Colombia, y ahora hasta México. No parece ser coincidencia que todo esto esté sucediendo al mismo tiempo en que la democracia en Estados Unidos –el supuesto modelo a seguir en la región– ha caído en un fuerte deterioro bajo el mandato de Trump.

Las protestas terminaron en su momento con el retiro de las políticas impopulares que las ocasionaran por parte del gobierno –o con represión policial–, pero se trató de soluciones provisionales frente a problemas estructurales; flotando sobre todo el hemisferio hay todavía una aureola de cuentas pendientes. Entre otras cosas, la llegada de la pandemia del Covid-19 ha agudizado los problemas que existían antes, y es lógico pensar que eventualmente se producirán nuevos estallidos, que quizá sean incluso más explosivos que los anteriores.

Entre proyecciones de optimismo y cautelosas adivinanzas, todo el mundo especula sobre la «nueva normalidad» que llegará en la era post-pandemia. ¿Será que esto es posible? Ello porque, tras una década de volatilidad interminable, ¿qué es lo normal?

Quisiera realizar algunas observaciones sobre las historias contenidas en este libro. Lo primero es que, como verán, comienza con Haití y el terrible terremoto que sufrió ese país en enero de 2010.

Fui a cubrir el desastre por varias razones, pero la principal es que la necesidad me surgió en las vísceras. Haití estaba en mi conciencia desde hacía un tiempo por saber que ese país, el primero en el mundo liderado por esclavos que conquistaron su libertad, es también el más pobre y desdichado de las Américas, y porque comparte una cercanía geográfica con mi país, el más rico y poderoso del mundo. Y también por el hecho de que mi familia vivió en Haití antes de que yo naciera. Mi hermana mayor, Michelle Dominique, nació en Port-au-Prince, y antes de que se convirtiera en el temido dictador Papa Doc y destruyera su país, Françoise Duvalier fue el médico preferido de la embajada norteamericana, y fue el que le administró sus primeras vacunas a mi hermana.

«La buena samaritana» es un intento por aproximarme a Haití a través del desastre, y la historia de la haitiana Nadia Françoise es un reflejo del fracaso estadounidense en auxiliar a su vecino pobre, ya que ella había vivido ahí como niña indocumentada, y desde entonces fue deportada una y otra vez.

Pero la historia de Nadia también rompe moldes, porque la de ella es la historia de una mujer que no sólo logra sobrevivir sino ayudar a sus vecinos en las circunstancias más adversas.

«El señor de la miseria» es la crónica de una barriada vertical a partir de una invasión para ocupar una torre financiera de Caracas abandonada, conocida como la Torre de David. Si bien formalmente la pieza es la historia de aquella torre y una semblanza del «Niño» Daza, el «malandro» que lidera la comunidad, es también una mirada descarnada a los fracasos de la llamada «revolución bolivariana»de Hugo Chávez.

Si bien la década empezó con diversos desmoronamientos, lo que le siguió fue una cronología obtusa de avances sorpresivos, seguidos por retrocesos igualmente inesperados. El deshielo entre Cuba y Estados Unidos anunciado en diciembre 2014 me extrajo de mi inmersión en el Medio Oriente y África, cuyas revueltas habían ocupado urgentemente mi atención desde la mal llamada «Primavera Árabe», lo cual representó un vuelco bienvenido, que me apartó de las crueldades y odios del viejo mundo para acercarme a lo que prometía ser un nuevo porvenir en las Américas.

A partir del 2015 me dediqué completamente a América Latina, otorgándole especial atención a Cuba. Me emocionó fuertemente la distensión acordada entre Barack Obama y Raúl Castro, pues había pasado una vida entera frecuentando una América Latina convulsionada y pulverizada por la secuela de la revolución cubana y la reacción antagónica de Estados Unidos y sus regímenes aliados. Fue todo un deleite observar un esfuerzo diplomático serio por revertir toda esa historia negativa, así como encontrarme en una región en donde la noticia no era la hecatombe, sino una nueva esperanza. La crónica «Una nueva Cuba» fue la apoteosis de este periodo feliz.

Pasé también mucho tiempo en Colombia, gracias al acuerdo de paz entre la guerrilla mas antigua del hemisferio, las FARC, y el gobierno colombiano de ese entonces, en un proceso también respaldado por la comunidad internacional y, notablemente, producido con el apoyo de los gobiernos de Cuba y Estados Unidos. Fue grato seguir el proceso de cerca y llegar a conocer a algunos guerrilleros que habían pasado décadas de sus vidas peleando, pero que ahora se disponían a declarar la paz. Mi crónica «La guerrilla colombiana sale de la selva» es la historia de aquella dramática transformación, contada a través de uno de los jefes guerrilleros, Carlos Antonio Lozada, tanto antes como después de que hubiera depuesto las armas.

El final de este periodo «feliz» empezó a revelarse en octubre del 2016, cuando el plebiscito sobre el acuerdo de paz colombiano produjo un triunfo de la mayoría que se negaba a aceptarlo, gracias a una campaña encabezada por el expresidente ultraderechista, Álvaro Uribe Vélez. Estuve en Medellín ese día, y al conocer el resultado, una amiga colombiana me dijo: «Jon, ya sabes. Esto significa que Trump va a ganar».

En ese momento no le di crédito a esa predicción. La candidatura del fanfarrón neoyorquino parecía una mala broma hasta entonces, pero mi amiga colombiana tuvo razón. Trump ganó, y tan pronto asumió al poder, todo comenzó a deteriorarse, desde el respeto por la institucionalidad democrática, como las propias forma y conducta presidencial. En cuanto a las relaciones internacionales, Trump pronto comenzó a desbaratar todo lo hecho por Obama, incluida la distensión con Cuba.

Cabe recordar que Trump creó su «base» populista a partir de sus ataques en contra de los inmigrantes, principalmente dirigidos hacia los mexicanos, así que tan pronto ganó la presidencia, decidí trasladarme a México para procurar plasmar la nueva realidad en la era de Trump. El primer resultado de ese esfuerzo es la crónica «Cómo lidia México con Trump», misma que también me llevó a reportear sobre la campaña presidencial de Andrés Manuel López Obrador, o AMLO, quien finalmente ganó las elecciones mexicanas dos años más tarde. Esa historia se encuentra narrada en la crónica: «Una nueva revolución en México».

Mas allá de México, casi todos mis trabajos a partir de las elecciones norteamericanas de 2016 han tenido un ojo puesto en Trump y su influencia en la región, ya que representó un viraje tan radicalmente contrario, y casi por completo negativo, en comparación con la política de Obama hacia la región. De ahí se destaca el perfil que hice del diplomático norteamericano John Feeley, el entonces embajador en Panamá, que de forma pública y valiente renunció a su puesto –y se retiró del gobierno norteamericano, despidiéndose de su carrera– como reacción a las imposiciones y el racismo manifiesto de Trump.

La otra pieza que está vinculada a toda esta descomposición diplomática es «El misterioso síndrome de La Habana», que escribí junto con un colega del New Yorker, Adam Entous, un reportero con muy buenas fuentes en Washington y un gran periodista de investigación. Lo de trabajar junto con alguien más y compartir el «byline» fue una experiencia nueva y se ha hecho muy pocas veces en la historia del New Yorker, pero nos funcionó bien, creo, en esta historia, que intenta retratar cómo se produjo el deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba –coincidiendo con la victoria electoral de Trump– a partir de unos misteriosos «ataques sónicos» que afectaron a diplomáticos y espías en la embajada gringa de La Habana. No conseguimos llegar a una conclusión concreta; no hay una «smoking gun», así que se trata, finalmente, de la historia de un misterio, al mismo tiempo que contiene una narrativa del fin del naciente entente cordial entre las dos naciones. A diferencia de la era Obama que intenté retratar en «Una nueva Cuba», la relación esbozada en esta pieza es de creciente suspicacia y hostilidad.

Coincidiendo con la muerte de Hugo Chávez por cáncer, en 2013, las cosas en Venezuela empezaron a deteriorarse de manera mas contundente. La caída en el precio mundial del petróleo complicó el mandato de su sucesor, Nicolás Maduro, y muy pronto empezaron los enfrentamientos entre una oposición cada vez más airada y exigente y un régimen cada vez mas autoritario. Mis encuentros con Maduro y su entorno en un momento álgido en 2017 devinieron en la crónica «La revolución acelerada de Nicolás Maduro». Un año y medio después volví a raíz del alzamiento del joven político opositor y autoproclamado presidente, Juan Guaidó, y la surreal situación que se produjo, y escribí la crónica titulada «Los dos presidentes de Venezuela».

Hoy, el desastre de la revolución bolivariana sirve de pancarta para políticos conservadores en otros países, que buscan advertir sobre los peligros del socialismo. Después de la implosión de Venezuela, el fallecimiento de Fidel Castro, el gran icono de la izquierda en América Latina durante cinco décadas, en 2016, fue quizás el tiro de gracia para lo que quedaba de la «marea rosa». Pero hay pocas realidades más emblemáticas de la decadencia de la izquierda que la farsa en que se ha convertido el régimen «sandinista» de Daniel Ortega y su excéntrica mujer y co-presidenta, Rosario Murillo.

El negocio pactado entre los Ortega y Wang Jing, un misterioso multimillonario chino, para construir un gran canal a través de Nicaragua, reveló el grado de autoritarismo y corrupción de la Primera Familia como pocas cosas antes. Esta historia está narrada en «El canal del comandante». Al final, todo este asunto no llegó a nada, o, como dijo el gran novelista Sergio Ramírez fue sólo «un cuento chino», pero las cosas no mejoraron en Nicaragua. En una segunda crónica, «Fake News y disturbios en Nicaragua», demuestro la perversión de la causa sandinista a través de la ola de represión desatada por Ortega y Murillo en contra de estudiantes y opositores de la sociedad civil en 2018.

La corrupción es el gran lastre en América Latina, y en algunas piezas como «La vida secreta de Ciudad de Panamá», que contiene una entrevista con Cristina Kirchner, u otra titulada «La cultura de la corrupción en Argentina», intento reflejar cómo ese mal –independiente inclusive de Trump– terminó por carcomer tanto a la izquierda como a la derecha y de minar las frágiles democracias de América Latina.

Mi encuentro con Noriega –plasmado en «Manuel Noriega, un gandul de otra época»– quizás ofrece un guiño a lo que resultó ser un preámbulo de la posterior decadencia de la izquierda; la ambigüedad ideológica de Noriega, de algún modo, terminó siendo la norma en muchos de los regímenes de la década, incluidos los que supuestamente eran «revolucionarios».

Otra pieza que quizás provoca una reflexión acerca de lo mismo podría ser «La vida eterna de Pablo Escobar», donde escribí sobre el pujante legado póstumo del legendario narcotraficante, de quien quizás vale la pena recordar que cuando ingresó en la política colombiana en los años ochenta, inicialmente se presentó como un Robin Hood «antimperialista».

Con el colapso de la izquierda y bajo la sombra de Trump, hemos presenciado el auge de una derecha populista y descarnada en el hemisferio, de manera más destacada y notoria, claro está, en el Brasil del exmilitar ultraderechista, Jair Bolsonaro.

En «La estrategia sureña de Jair Bolsonaro», escribo sobre su llegada al poder y las primeras consecuencias de su estrambótico mandato. Desde el final de 2019, la derecha también ocupa el poder en Bolivia con la llegada al poder de la señora ultracatólica Jeanine Añez, producida tras el derrocamiento y huida de Evo Morales, uno de los últimos veteranos de la «marea rosa».

El drama boliviano está narrado en la última historia del libro, «El palacio quemado». Finalmente, está el cada vez mas urgente desgaste medioambiental producido por las actividades humanas de rapiña y de extracción dentro de los bosques y selvas y ríos del continente. A causa de ello, en los últimos años he sentido la urgencia de escribir sobre lo que está pasando, y cómo se han puesto en riesgo los últimos reductos de vida silvestre impoluta, junto con sus habitantes indígenas originarios.

En «Una tribu aislada emerge de la selva» se narra la odisea de unas familias indígenas que empezaron a salir de la selva cien años después de que sus tatarabuelos fueran masacrados por caucheros como el notorio Fitzcarraldo. De la misma forma, en «Oro sangriento en la selva brasileña», he intentado demostrar el dilema existencial para los indigenas kayapó cuando la fiebre del oro llega a su reserva.

Gabo siempre tenía una broma o frase lapidaria para salir del paso en las situaciones difíciles, y así casi siempre tenía la bondad de ofrecer algún consuelo. El otro día encontré una frase suya que quizás sea de lo más idónea para entender a estos desafiantes años de la espiral: «La vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir».

ADELANTO | Mantén la música maldita: crónicas etílicas de Carlos Velázquez y su amorío con el rock

sábado, diciembre 19th, 2020

«¿Por qué los dioses nunca me permiten asistir a un concierto sin sobresaltos? Cuando no me tengo que pelear con algún cristiano o con la diarrea o el pasón, surge un nuevo enemigo», se pregunta Velázquez, cuyos relatos parecen ser el engendro de una orgía entre Günter Wallraff y Hunter S. Thompson.

Este no es un libro sobre música sino sobre la relación infecciosa que su autor tiene con ella. En cada concierto, cada festival, el escritor mexicano debe pasar por una serie de obstáculos que demuestran su inquebrantable, no tan sano, amor por el rock.

Ciudad de México, 19 de diciembre (SinEmbargo).- Mantén la música maldita no es un libro sobre música sino sobre la relación infecciosa que su autor tiene con ella. Las múltiples tracciones de las crónicas de Velázquez hacen del territorio de lectura un suelo inestable e impredecible. Por él desfilan como un trueno Nick Cave, Iggy Pop o Soda Stereo, Marilyn Manson o Marky Ramone, por mencionar sólo a unos cuantos de los personajes que invariablemente arrastran al autor hacia la inmolación.

«Por qué los dioses nunca me permiten asistir a un concierto sin sobresaltos. Cuando no me tengo que pelear con mis demonios internos o con algún cristiano o con la diarrea o el pasón, surge un nuevo enemigo», se pregunta Velázquez, cuyas crónicas parecieran ser el gólem engendrado en una orgía entre Günter Wallraff, Alberto Salcedo Ramos y Hunter S. Thompson.

Sean bacterias como la Giardia lamblia, listas de invitados VIP sin su nombre sobre ellas, bancarrotas económicas, físicas o emocionales o el tráfico de la Ciudad de México, en cada concierto, cada festival, tiene que pasar por una ordalía para demostrar su inquebrantable feligresía en el templo del rock and roll.

En este libro hay desde relatos iniciáticos en donde el autor evoca los tiempos en los que el sueldo entero que pergeñaba despachando en una tienda de discos se iba en mercancía que compraba (o sustraía) ahí mismo, hasta escenas gonzo, escatología o tretas para conseguir boletos, drogas o licores que despertarían la envidia del Lobo de Wall Street.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Mantén la música maldita, del autor mexicano Carlos Velázquez, Premio Nacional de Cuento Magdalena Mondragón. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.

***

Leí una entrevista en la que Jon Savage declaraba lo siguiente: «Estoy harto de que toda escritura sobre música sea autobiográfica». Lamento defraudar a Jon. Y a todos los que piensan lo mismo (entre los que me incluyo). Éste no es un libro sobre crítica músical. Estas páginas discurren sobre mi relación con la música. Los efectos que produce en mí. Desde siempre la música me ha acompañado. Como dicen los Doors: «Music is your friend / until the end».

Cuando era adolescente vivía rodeado de músicos, la mayoría de mis amigos habían formado una banda. Sin embargo jamás sentí deseos de tomar lecciones de guitarra, de aprender a tocar la batería o subirme a un escenario. Mi ambición secreta era incursionar en la escritura rockera. Mi segunda adicción dura, la primera fue comprar discos, era consumir revistas sobre rock. Pero tuve la desgracia de venir al mundo en Torreón. Desde ahí no se puede teorizar al respecto. Debí nacer en Manchester o San Francisco.

Estoy agradecido con los dioses del karma por eligir para mí otro destino. Todos los críticos de rock que conozco son seres amargados, depresivos, frígidos, impotentes, mamones y mala leche. No convertirme en uno es lo mejor que pudo ocurrirme. Además no conozco a ni un sólo crítico de rock en nuestro idioma a quien admire. Todos aquellos que me han seducido son gringos o ingleses.

«Alguna gente no debería escribir jamás sobre sí misma», dice Jon Savage. Estoy convencido de que pertenezco a esa chusma. Pero como soy un inconsciente me es fácil exhibirme. No es ésta una justificación de mis carencias como analista musical. Pero honestamente a quién le importa la salmodia salpicada de autosuficiencia. A los fanáticos de la minuciosidad y alguno que otro coleccionista. Como tampoco a nadie le importan las crónicas de un güey que relata cómo fue a un concierto a ponerse otra vez hasta la madre.

Pero no seré el primero ni el ultimo en cometer todo tipo de atrocidades en nombre de la libertad de expresión.

SODASIO
(He’s on, He’s on, He’s on it)

A la cocaína le decíamos la «soda». Y a Horacles: «don Sodo» o «Sodasio». Lo conocí en el 95. Mis putos golden years. Que de dorado no poseían nada. Hacia el último semestre de prepa decidí que no ingresaría en la universidad. Lo único que me interesaba en aquella época era la inminente salida del Mellon Collie and The Infinite Sadness de los Smashing Pumpkins.

Aunque el compacto ya había hecho mella en la industria, yo seguía viviendo del casete. Y del casete grabado, por supuesto. Era un pseudoestudiante. No tenía dinero. Ya había probado la droga. Conocía la borrachera. Pero nada de eso me importaba. Mi mayor anhelo era trabajar en una tienda de discos. Para robar, no, para saquear indiscriminadamente. Mientras lo conseguía, mataba mis madrugadas en una cancha de basquetbol, corriendo como pendejo detrás de un balón que rebotaba.

Conocí a Sodasio en la guarida de la Funda. El tercer piso de una casa aclimatada con un profuso equipo de audio y video, y un televisor inmenso. Dos veces por semana se reunía ahí una horda de rucos (o chagalagas, el eufemismo que ellos mismos empleaban para viejo) con el objeto de emborracharse y oír música. No, música no. Rock. Parecían una hueste inventada.

Y estaba conformada, además de los mencionados, por el Abuelo (el mayor de todos), quizá el primer crítico de rock de la ciudad; el Fideo, un sujeto altísimo y melancólico, reparador de calzado de oficio; el Pibe (la sangre joven), un treintón con aspecto de contador público y cara de asesino serial; Chilo, vocalista de Bandera roja, una banda horrible; el Bordón, baterista también de otro grupo horrendo: Fragua; y Messie Le Blanc, oh la la, Messie Le Blanc. Éstos eran los habituales.

Había otros que fluctuaban por ahí esporádicamente. Como el Patón, empleado de un centro de fotocopiado. Me costó un chingamadral adherirme a aquel círculo. Me marginaban por la edad. Además, existía otro impedimento: Messie Le Blanc. Quien suministraba el material para las fabulosas y salvajes parrandas de cocaína que se corrían. Poseía un extraño sentido del deber, esa flota. Según ellos me protegían de la droga. A sus ojos, yo era joven e ingenuo. Y desconocía los efectos que la coca podía insuflar en una persona. El tiempo me reveló que los ingenuos eran ellos. Y me llegué a meter soda con todos los que no se encontraban retirados, incluido el Mesías blanco. A quien también conocíamos como el Rolas.

Adentrarme en dicha hueste fue un proceso arduo. Me dilaté en ganarme su confianza. Comenzó con incidentales expediciones a la cueva de la Funda cuando no había reuniones. Sodasio tenía un puesto en la Secretaría de Hacienda. Y trabajaba en Monterrey. Ya en el 95, después de la devaluación que nos legaría el salinato, ganaba treinta mil pesos mensuales. Mi ciudad no contaba con una sola tienda de discos decente. De no ser por aquellos cabrones, hubiera permanecido en la oscuridad absoluta.

Escuchando lo mismo que mis compañeros de prepa. Maiden, Slayer, Metallica, etc. Que no estaba mal. Pero ya existía un nuevo sonido del otro lado del charco: el britpop. Mi banda favorita de esa corriente era Blur. Pero yo no conocía a nadie que le gustara. Sé que había seguidores del conjunto de Essex, pero faltaba tiempo para que conociera a algunos, como Wenceslao Bruciaga. Pero así era la provincia en los noventa. El aislamiento total. El único especimen al que le gustaba Blur, lo sabía por las palabras de la Funda, era a Sodasio. Por eso yo ansiaba conocerlo.

Cada semana Sodasio volvía de Monterrey con cuarenta o cuarenta y cinco compactos. Era un comprador compulsivo. En las sesiones se escuchaba y se discutían esos álbumes. No todo era bien recibido. Por el contrario, la mayoría se mostraba reticente. En ese sentido, Sodasio se sentía solo. Mis incursiones en la covacha de la Funda se desarrollaron de la siguiente manera.

Me permitía la entrada una tarde cada ocho días para enseñarme las novedades. Me grababa en casete lo que elegía. Of course que me lo vendía. Por algo lo llamaban la Funda. Pero era el 95 y tras el apabullante paso del Siamese Dream por mi psique, había decidido que quería el Mellon Collie en cd (no hace falta que agregue el calificativo original, en esa etapa no existía la piratería, la única duplicación posible era a través del casete, y eso jamás lo consideré morganería profesional).

La Funda me consiguió el Mellon Collie. Se lo encargó a Sodasio. Fueron meses y meses de desesperación. No recuerdo que otro año se me haya hecho tan largo como el 95. Con el arribo de internet ya nunca me volvió a suceder eso con un disco. Cuando lo lanzaron, don Sodo me lo compró en un Saharis de Regioland. También adquirió uno para él. No sé cómo conseguí el dinero. Creo que lo robé. Ah, ya lo recuerdo. En mi colonia había una pipa de petróleo. Pasé dos noches ordeñándola y transportando el combustible en unos galones metidos en un carrito de supermercado. Fue todo un acontecimiento. Hasta el momento, todo mi sino había consistido en aguardar la salida de ese álbum doble. Qué chingados sería en delante de mi vida. No miento si aseguro que tardaría siglos en descubrirlo. No es necesario aclarar que de toda la flota al único que le gustaban los Smashing era a Sodasio. Así que un día le ordenó a la Funda: Tráelo. Fue la manera como conseguí colarme en una sesión.

Mi encuentro con Sodasio no fue tan significativo como el día en que Harvey Pekar y Robert Crumb se estrecharon las manos. Pero sí resultó fundamental en mi biografía. Eran las tres de la tarde. Las sesiones comenzaban tempra. Y duraban hasta que el cuerpo lo permitiera o Messie Le Blanc apoquinara. Subí los tres tramos de escaleras y se hicieron las presentaciones. Fue un suceso ceremonioso. No he olvidado el disco que sonaba en ese instante: The Great Escape. Me quedé atónito. Sodasio era un ser apocado, timorato, circunspecto, proclive a la sumisión. Estaba enfundado en una camisa blanca de manga larga impúdicamente abotonada, pantalón de vestir y zapatos. El conjunto lo remataba una corbata rosa y sus lentes de fondo de botella. Me quedé apendejado unos segundos. Pero qué esperaba, era un empleado administrativo del Gobierno Federal.

Poseía un background musical enciclopédico. No me atrevería a etiquetarlo de nerd. En ese tiempo sí existían los ñoños. Pero no eran conscientes de su posición. Y menos se sentían orgullosos de ella. No lo podía encasillar como geek porque, aunque era el único de aquella bola de pedotes que no le entraba a la farra, tenía sus quebrantos: era el cliente mejor consumado de Messie Le Blanc. En un extremo del cuarto de la Funda habitaba una yelera gigante. Hasta el culo de «bielas». Pura Corona. El elemento discordante en ese ecosistema era una Coca-Cola de dos litros que naufragaba entre los «yielos». La bebida oficial de, of all drogos, Sodasio. Se me sirvió un vaso gigante para que acompañara al abstemio.

Hasta el momento sólo estábamos en la habitación don Sodo, la Fundamental y yo. Una hora después llegaron el Abuelo y Messie Le Blanc. A ver, Sodasio, le dijeron, quita tu chingadera. Y se pusieron a oír a los Stones. No podía acusarlos de old fashioned. De hecho el disco era novedad. Los Rolling siempre tienen un disco nuevo, de composiciones originales o recopilatorio, en el mercado. Vete a la verga, me dijeron. Y se pusieron a «rayar». Me cagó que me echaran. No por la coca. En esos años yo podía conseguir tan buena merca como ellos. Yo quería permanecer ahí porque en mi cuadra se oía lo mismo desde hacía lustros. Aunque al final comprendí que si quería nutrirme musicalmente, debía tener acceso a don Sodo en solitario. Porque aunque aquellos chagalagas presumían de vanguardistas, ahí también se escuchaba mucha porquería.

Tardaron varios meses en permitirme volver. No deseaban que mis visitas se hicieran una costumbre. Pero el fardo de mi propio cuerpo terminó por depositarse cada semana at Funda’s place. Y siempre ocurría lo mismo. A la hora u hora y media me corrían. Y se dedicaban a meterse cocaína como degenerados.

A mí me valía madre. Salía cargado de musiquita (en casete), y me encerraba en casa de mi abuela, que estaba abandonada, a oírla en una grabadora. Ocasionalmente fumaba mota. Pero con el tiempo desistí. Yo ya había probado la coca. No en casa de la Funda, sino con una raza de un estudio de tatuajes. Y la mariguana me parecía la afición típica de un apestado.

La soda era la coca, pero también el refresco. El Pop, el Hit, el Pep. Y con el transcurrir del tiempo, la coca era la Pepsi, la Fanta. Pero nunca el Sprite. Ignoro el por qué. Horacles se convirtió en Sodasio. Y jamás pudo sacudirse aquel estigma. Sí, por su afición a la coca, es decir el «confleis», porque te la metes a cucharadas, la sodaína. Pero también porque era un ser destinado a las sustancias. Antes de empezar a meterse talco, se metía «pilas»: pastas, pastillas. Se las mercaba a un empleado del Seguro Social. Que lo abastecía de Rivotril y Artane (un medicamento contra el Parkinson). Sodasio era bien «Arturo». Y se quedaba con todo el contrabando medicinal que le ofrecían. Pero en realidad, las pastillas eran para doña Ampalo: su madre. Una señora mítica. Que era un referente dentro de la casa de la Funda porque su mayor atributo consistía en vivir dopada. Yo me quemaba por conocerla.

El mundillo que se perpetraba en Funda’s place jamás me sedujo. Me atraía la música. Pero el único personaje atractivo era Sodasio. Tenía un hijo, producto de su primer matrimonio. Cuando lo conocí ya iba en su segundo round. Estaba arranado con una tal Graciela. Procreó con ella una hija: Frida. Y aunque estaban legalmente unidos, sostenían un amasiato, con tintes incestuosos. Sodasio vivía con doña Ampalo en una casa de dos plantas. Graciela vivía en la acera de enfrente con sus padres, en una construcción de similares proporciones. Frida pernoctaba donde la venciera el sueño. La pareja era una especie de Jack & Megan White. Parecían dos hermanos que se aborrecen. Podía imaginar las razones. Una que me parecía justificable era el auto de don Sodo. Un Renault cascarrabias apodado el Hamster Erótico. Consumía su sueldo entero en discos y drogas. Y según la Funda, era un erotómano. Quizá también separaba una parte de sus ingresos en sex toys.

La cercanía con Sodasio fue tan pródiga, que un día me invitó a su casa. Vivía en el centro. En la avenida Guerrero. Apenas pisé la cuadra, comencé a experimentar un satori. No importa cuán destartalada luciera mi ciudad. Aquella porción de urbanidad me parecía extirpada mansamente de un cuento de John Cheever. Podía ser tomada por cualquier suburbio despellejado en las historias del viejo borracho y puto. No juego si afirmo que en aquella calle podrían haberse asesinado a sí mismas las vírgenes suicidas.

Reconocí la vivienda de don Sodo porque afuera estaba estacionado el Hamster Erótico con el arrojo de un deportivo. Toqué el timbre y una voz gritó desde el interior: «Quién». Me estremecí involuntariamente. Un escalofrío me recorrió completo. Qué voz. Parecía como la de un pato al que están estrangulando. Parecía como si la trompeta deforme de Dizzy Gillespie se hubiera instalado en aquella garganta. Estuve a punto de dar media vuelta y emprender la retirada. Entonces, se abrió la puerta. Y apareció doña Ampalo.

Era una mujer vieja, pero pese a ello lucía una cabellera insistentemente rubia, que en el pasado bien pudo ser confundida con la de Anita Pallenberg. Le fallaba un remo y rengueaba. Pero pude atisbar que había sido una de esas mujeres que nunca realizaban actividad alguna si no era en tacones. Damas que nunca en su vida usaron botas, botines o sandalias. Inseparables de los tacones, desde pequeñas. «Tú eres Carlos», me dijo. Y en ese momento pude verla a los tres años haciendo trapecismo dentro de las zapatillas de su madre. «Pasa, pasa», me instó. Me sorprendió el silencio que imperaba en la casa. Esperaba un torbellino. Frida era famosa por su hiperactividad. Deduje que no se encontraba presente. Pero sí, estaba dormida.

ADELANTO | Ni siquiera los muertos: un viaje alucinado desde la Nueva España hasta el muro de Trump

sábado, diciembre 12th, 2020

En esta novela de Juan Gómez Bárcena, la realidad mexicana es un pretexto para asomarse a la historia universal, en una lectura crítica que cuestiona la fe en el progreso y las promesas incumplidas del capitalismo. Una reivindicación de justicia para los perdedores de la Historia.

Este es el relato de una persecución que trasciende territorios y siglos; un camino por él discurren antiguos conquistadores a caballo y migrantes en La Bestia, campesinos sublevados, revolucionarios mexicanos y mujeres asesinadas en Juárez.

Ciudad de México, 12 de diciembre (SinEmbargo).- En esta novela, la realidad mexicana es un pretexto para asomarse a la historia universal, en una lectura crítica que cuestiona la fe en el progreso y pone de relieve las promesas incumplidas del capitalismo. Ni siquiera los muertos es el viaje de dos hombres sin hogar que avanzan porque ya no pueden retroceder, y es también una reivindicación de justicia para los perdedores de la Historia.

La conquista de México ha terminado, y Juan de Toñanes es uno de tantos soldados sin gloria que vagan como mendigos por la tierra que contribuyeron a someter. Cuando recibe una última misión, dar caza a un indio renegado a quien apodan el Padre y que predica una peligrosa herejía, comprende que puede ser su última oportunidad para labrarse el porvenir con el que siempre soñó.

Pero a medida que se interna en las tierras inexploradas del norte siguiendo el rastro del Padre, descubrirá las huellas de un hombre que parece no sólo un hombre, sino un profeta destinado a transformar su tiempo y aun los tiempos venideros. Esta es la historia de una persecución que trasciende los territorios y los siglos; un camino que se dirige hacia el norte, siempre hacia el norte, es decir, siempre hacia el futuro, en un viaje alucinado desde la Nueva España del siglo XVI hasta el muro de Trump de nuestros días.

Por él discurren antiguos conquistadores a caballo y migrantes que cabalgan los techos de la Bestia, indios sublevados y campesinos que aguardan con paciencia un mundo mejor, revolucionarios mexicanos que toman sus fusiles y mujeres asesinadas en el desierto de Ciudad Juárez. Todos ellos comparten un mismo paisaje y una misma esperanza: la llegada del Padre que habrá de traer justicia a los oprimidos.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Ni siquiera los muertos, escritor por Juan Gómez Bárcena, autor del libro de relatos Los que duermen y El cielo de Lima, novela que lo convirtió en el ganador del Premio Ojo Crítico de Narrativa 2014 y del Premio Ciudad de Alcalá de Narrativa 2015. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.

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Aquí se cuenta la historia de cómo Juan persigue a Juan, desde las inmediaciones de Puebla hasta la frontera de los Estados Unidos de América, en un viaje que se prolonga cuatrocientas setenta y cinco leguas castellanas y otros tantos años.

I

El mejor entre los peores – Una taberna a medianoche
Lo que el visorrey querría, si el visorrey quisiera cosa alguna
Vidas de perro – Una cierta idea del hogar – El silencio de un gallo
Una cabeza, en el fondo de un saco – Falacia del hombre de paja
Primera última mirada

Primero proponen al capitán Diego de Villegas, con probada experiencia en circunstancias tan comprometidas, pero el capitán Villegas ha muerto. Alguien nombra a cierto Suárez natural de Plasencia, a quien se le conocen más de quince expediciones sin mácula, pero resulta que Suárez también ha muerto. Nadie menciona a Nicolás de Obregón, porque lo flecharon los salvajes purépecha, ni a Antonio de Oña, quien después de cometer crueldades sin cuento contra los indios paganos, se ha ordenado sacerdote para proteger a los indios paganos. Durante unos instantes se levanta un cierto entusiasmo en torno al nombre de Pedro Gómez de Carandía, pero alguien recuerda que Pedro finalmente recibió encomienda el año pasado y con ello envainó la espada y tomó el látigo.

Pablo de Herrera está preso por orden del gobernador, a resultas de ciertos diezmos nunca cobrados o cobrados dos veces, según las versiones; Luis Velasco se volvió loco soñando con el oro de las Siete Ciudades; Domingo de Cóbreces se quedó sin indios que matar y tornó a su primer oficio, la crianza de cerdos. Alonso Bernardo de Quirós lo intentó todo para conseguir el favor del visorrey en los campos de batalla de la Nueva Galicia, la Gran Chichimeca y la Florida, y luego apareció colgado en su casa, con una última carta al visorrey engarfiada en su mano derecha. De la habilidad y el empeño de Diego Ruiloba nadie duda, pero tampoco de la tibieza de su fe, razón suficiente para apartarlo del mando de armas en esta sensible ocasión.

Para llegar al nombre apropiado todavía tienen que descender muy abajo en la pila de pergaminos y transigir con muchas debilidades y flaquezas humanas, pasar de los capitanes a los sargentos de caballería y de los sargentos de caballería a simples soldados de fortuna; un camino pavimentado de hombres demasiado viejos, hombres retornados a Castilla, hombres mutilados, hombres alzados en rebeldía, hombres examinados por el Santo Oficio, hombres desfigurados por la sífilis, hombres muertos.

Hasta que de pronto, tal vez para ahorrarse el esfuerzo de seguir desempolvando legajos y expedientes, uno de los escribanos se acuerda de sacar a relucir el nombre de cierto Juan de Toñanes, antiguo soldado de su Majestad el Rey, antiguo buscador de oro, antiguo casi todo, a quien no ha conocido personalmente pero del que se cuenta que burla la miseria persiguiendo indios fugados de las encomiendas de Puebla. Un hombre humilde y si se quiere indigno de la empresa que los ocupa, pero del que por otra parte se dice que es cumplidor y buen cristiano, con una habilidad casi milagrosa para retornar siempre con el indio que se le indica, engrilletado y de una sola pieza.

Y que me aspen, continúa el escribano, si ese trabajo no se parece como dos gotas de agua a la empresa para la que sus Excelencias buscan autor; una misión que, salvando las evidentes distancias, consiste precisamente en dar con determinado indio y traerlo de vuelta, lo mismo da si vivo o muerto. El escribano calla, y el visorrey, que también ha empezado a impacientarse, le ordena que busque en sus papeles noticias del tal Juan de Toñanes.

Lo que aparece no es más que un expediente mugriento y muy corto, del cual parece colegirse que en sus tiempos de soldado el tal Juan no era ni el mejor ni el peor de los suyos; que sangró en muchas pequeñas escaramuzas sin distinguirse en ninguna ni por lo cobarde ni por lo gallardo; que durante años envió cartas al visorrey solicitando –sin éxito– la concesión de una encomienda; que luego rogó –cosechando corteses negativas– el cargo de sargento de la expedición de Coronado a la Quivira; que por último suplicó –sin recibir respuesta– un puesto en Castilla muy por debajo de sus merecimientos.

Un hombre a todas luces vulgar, pero de una vulgaridad muy poco común, que en todos estos años se las ha arreglado para no hereticar, no empeñarse en duelos, no tomar parte en pendencias ni escándalos, no maldecir ni a Dios ni a su Majestad el Rey, no manchar la reputación de doncellas, no recibir prisión ni oprobio. Y así, antes incluso de terminar la lectura de su hoja de servicios, el visorrey ya se ha decidido a suspender las pesquisas y hacer llamar a ese tal Juan, de destrezas y talentos desconocidos, pero del que cabe esperar, como de todo soldado español, una cierta experiencia con la espada y una mediana disposición para la aventura.

Los golpes de la aldaba despiertan al perro y los ladridos del perro despiertan a la mujer, que dormitaba junto al fuego. En una esquina de la taberna se demoran todavía cuatro hombres, vacilantes y embrumados por el alcohol. Continúan intercambiando naipes en silencio a la luz de una vela, indiferentes a los aldabonazos y al martilleo de la lluvia en el tejado y a las cinco goteras que cada tanto hacen repicar el fondo de cinco calderos de estaño.

Uno de los calderos ya rebosa y ha dejado formarse un charco que el piso de tierra no es capaz de tragar. Debería haberlo vaciado horas atrás. La mujer tiene quizás tiempo de pensarlo mientras prende el candil y se dirige a atender la puerta. Son dos hombres que esperan en el zaguán, encobijados bajo sus capas y sus sombreros. Tan pronto como la mujer destraba los cerrojos irrumpen en la taberna, zapateando en el umbral con sus botas empapadas.

Uno de ellos murmura una maldición, que no se sabe si va dirigida a la tormenta, o a la noche que los ha sorprendido en ese rincón remoto del mundo, o a la mujer de piel atezada que está ayudándolos a desembarazarse de sus ropas húmedas. Las capas parecen como enceradas por el agua y cuando se quitan los sombreros se derraman sobre el piso unos últimos restos de lluvia. Y es entonces, al colgar sus sombreros y sus cobijas, cuando la mujer tiene tiempo de ver a la luz del candil a los hombres que se ocultan debajo. Ve sus ojos y la piel blanca y las barbas bermejas, ve las camisas buenas que visten, los correajes hechos de talabartería fina, y ve, sobre todo, sus manos blanquísimas, sus manos limpias y seguramente también suaves, manos hechas para el roce del pergamino o de la seda pero de ningún modo para el laboreo de la tierra. Los forasteros no corresponden a la mirada de la mujer, no reparan en ella siquiera, o si lo hacen la evitan como evitan las atenciones del perro, que ha venido a olfatear sus pantalones de monta y sus botas de cuero.

Al fondo de la taberna, los cuatro jugadores levantan la vista de sus naipes y sus jícaras de pulque. La blancura de la piel de los recién llegados es tan extraordinaria que también ellos se vuelven por un instante, súbitamente incumbidos por la sorpresa. Son, sin duda, españoles, tal vez incluso hombres de corte, quién sabe si por ventura escribanos o funcionarios del visorrey, y una vez libres de sus sombreros y sus capotes se pasean en derredor con lentitud y aplomo.

Al fin escogen una mesa que es, quizás, la más limpia de la taberna, y de todas formas la mujer corre a fregotearla con un paño húmedo. Mientras tanto, recita la lista de platos con que sería un honor agasajar a vuesas mercedes. El pan de la casa que sus Excelencias deberían probar. Las dos habitaciones dispuestas y bien ventiladas en las que, si lo desean, sus Ilustrísimas pueden pernoctar. Los llama así, indistintamente, vuesas mercedes, sus Ilustrísimas, sus Excelencias, confiando en que alguno de esos tratamientos se acomode a la dignidad de los forasteros. Pero los forasteros no quieren posada ni cena. Sólo bebida. Sólo dos vasos de vino. La mujer tartamudea para decir que, por desgracia, no les queda vino. Piden aguardiente, y tampoco de eso queda. Uno de ellos se vuelve para señalar a los jugadores de naipes:

–¿Qué están bebiendo ésos?
–Pulque, su Excelencia… En esta humilde taberna sólo servimos pulque, su Ilustrísima… Una bebida que no es digna del paladar de vuesa merced…
–Que sea pulque –sentencia el otro.

Mientras esperan, los forasteros se vuelven para juzgar en silencio el espacio que los rodea. Miran a la mujer, evidentemente india, que se interna en la recocina para llenar sus jarras de pulque. Miran a los jugadores que aguardan en la mesa contigua, sin lugar a duda indios también. Observan sus manos encallecidas y sucias, su piel morena, sus ropas raídas, hasta que los indios en cuestión, incapaces de sostener su mirada por más tiempo, retornan acobardados al juego.

No parecen recordar quién lanzó el último envite y los forasteros se complacen con su turbación. Miran después los calderos azarosamente dispersos por el suelo. El fuego del hogar. El techo mal retejado del que cuelgan una sarta de chiles y dos guajolotes sin desplumar, más bien escuálidos. Un tonel serrado por la mitad que hace las veces de silla y una puerta desgoznada que hace las veces de mesa. Sobre ella hay dispuesta una hilera de jarras sucias y en la pared opuesta una sencilla cruz de madera, colgada quién sabe si por convicción o por miedo, como los judíos cuelgan jamones en las vitrinas de sus comercios.

En algunos lugares el suelo está empavesado con una cuadrícula de morrillos blancos, pero tan pronto como se camina hacia el fondo los morrillos comienzan a menudear hasta resolverse en un humilde suelo de tierra pisada, como si alguien se hubiera afanado por adecentar la taberna pero en algún momento se le hubiera acabado el oro o la esperanza. En su yacija, el perro suspira dolorosamente, en mitad de un sueño seguramente no exento de pesadillas.

La mujer regresa con dos jarras de pulque y con un plato de tortillas de maíz que nadie le ha pedido. En el borde de una de las jarras se puede apreciar claramente la huella blanca de unos labios. Los hombres miran fijamente esa mácula, como si quisieran borrarla. Antes de marcharse, la mujer se inclina para hacer una reverencia complicada, pero uno de los forasteros la toma por la muñeca. No hay violencia en su gesto. Sólo una autoridad inobjetable, ante la que ella se abandona con resignación.

–También estamos buscando a un hombre –dice, y la mujer se prepara para escuchar.

Están buscando al dueño de la taberna y el dueño de la taberna aparece por fin, al pie de la escalera que conduce a las habitaciones. Al verlo llegar, los forasteros no se mueven. No se levantan para recibirlo. No le estrechan la mano. No hacen ni dicen nada. Permanecen sentados en sus sillas y desde esa distancia juzgan al hombre que se dirige hacia ellos vacilante, sorteando apenas los calderos en los que chapotea la lluvia.

Tendrá unos cuarenta o cuarenta y cinco años y todavía todos o casi todos los dientes en la boca. Miran el pelo y la barba revuelta. Los ojos vinosos. La camisa mal abrochada. Es, tal vez, alguien que acaba de levantarse de la cama, urgido por el llamado de la mujer; alguien que ya ha llegado a esa edad en que los hombres prefieren acostarse temprano. Es, tal vez, sólo un hombre borracho. Prefieren creer lo segundo, porque el alcohol siempre se ha avenido bien con las empresas difíciles. Al menos con cierta clase de empresas y cierta clase de hombres.

Arrimada a la mesa hay una silla vacía. Uno de los forasteros señala esa silla, sin mediar palabra. Es la misma mano imperiosa que retuvo la muñeca de la mujer y que ahora arrastra al recién llegado hasta el asiento, sin necesidad de tocarlo.

–Vos sois Juan de Toñanes –dice entonces, acompañando su propio gesto.

No suena como una pregunta sino como una afirmación, y el hombre tarda algún tiempo en contestar. En ese tiempo alcanza a pensar muchas cosas. Mira las tortillas intactas y las jarras de pulque llenas hasta el borde, y tras ellas a los dos desconocidos que no se han dignado a dar un solo trago ni un solo bocado. El que ha hablado le sostiene la mirada, como esperando leer en sus ojos la respuesta. El otro ni siquiera se molesta en levantar la vista. Se ha sacado del cinto un puñalito minúsculo: una daga con la empuñadura de oro que no parece hecha para el ejercicio de la guerra sino para abrir lacres o rasgar páginas intonsas. Con ese puñalito se afana en modelar sus uñas, que por lo demás están ya bien recortadas y limpísimas.

–Sí, soy Juan de Toñanes –dice Juan de Toñanes.
Y luego, con algo que quiere ser aplomo:
–¿De qué se me acusa?
–¿Cómo decís?
–¿No es por eso que están aquí vuesas mercedes? ¿Para
prenderme?

El hombre ríe largamente. Ríe tanto que su compañero tiene tiempo de acabar con las uñas de la mano izquierda y concentrarse en la diestra. Oh, no se le acusa de nada en absoluto, continúa, cuando se cansa de reír. Todo lo contrario: ahí arriba están muy satisfechos con él. Debería haber estado en palacio con ellos, oyendo hablar a los escribanos y al gobernador y aun al mismísimo visorrey sobre sus hazañas. Precisamente por eso están ellos allí: para agradecerle los servicios prestados a la Corona, tan notorios y reconocidos por todos. Y puede que incluso para abusar de su generosidad y solicitar su ayuda de nuevo. Es por eso que vienen de tan lejos. Y no ha sido, puede creerlo, tarea fácil dar con él. Si supiera cuántas carreteras de polvo, cuántos pueblos grandes y chicos, cuántas leguas han tenido que separarse del camino real hasta encontrar esta taberna caída de la memoria de Dios.

ADELANTO | Un amor cualquiera: la novela de Jane Smiley que desmonta el mito de la familia perfecta

sábado, noviembre 28th, 2020

Jane Smiley, Premio Pulitzer y autora de una veintena de obras de ficción y ensayo, retoma el universo de las relaciones familiares, centrándose esta vez en el miedo que sentimos a herir de forma irreparable, con nuestras decisiones más íntimas, a aquellos a quienes más amamos.

Un amor cualquiera, originalmente publicada en 1989, es una narración que se despliega como una espiral de revelaciones hacia la protagonista, a lo largo de un fin de semana.

Ciudad de México, 28 de noviembre (SinEmbargo).- Hace ahora justo veinte años, los Kinsella eran, en apariencia, una familia idílica y feliz. De un día para otro, el marido de Rachel vendió sin avisarle la casa en la que vivían y se llevó a los cinco niños al extranjero. Ella tardó un año en volver a verlos, y su pánico era tan intenso que se tambaleaba por la acera a medida que se acercaba a su encuentro.

Hace ahora justo veinte años de la ruptura, este preciso fin de semana en que tres de los hijos de Rachel —Ellen y los gemelos Joe y Michael—, ya adultos, cada uno de ellos sumido en su particular crisis personal, se han reunido en la casa materna. Desde aquella separación traumática, a los Kinsella no se les dan bien las despedidas, aunque tampoco las reuniones, en las que los ecos del pasado los desbordan.

Inevitablemente, con esos recuerdos tan vivos para Rachel, no es de extrañar que una conversación casual, en el porche, después de cenar, derive en una confesión sobre los acontecimientos que propiciaron aquella ruptura; lo que sin duda ella no espera es que sus hijos tengan también algo que contarle…

En una narración que se despliega como una espiral de revelaciones emocionales que Rachel va desgranando a lo largo de un fin de semana, Smiley nos muestra las formas en que se desarrollan los amores comunes y corrientes, aquellos que vivimos todos los días, y con exactitud, paciencia y ternura desmonta el mito de la familia perfecta.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Un amor cualquiera, donde la Pulitzer y autora de una veintena de obras de ficción y ensayo Jane Smiley retoma el universo de las relaciones familiares, centrándose esta vez en el miedo que sentimos a herir de forma irreparable, con nuestras decisiones más íntimas, a aquellos a quienes más amamos. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.

***

No quiero que Joe aparezca y me encuentre de rodillas abrillantando el suelo de la cocina con un jersey viejo de algodón a modo de trapo, pero llega y así es como me encuentra.
–¡Mamá! ¿Qué estás haciendo? ¡Relájate! –dice.
Me siento sobre los talones y le digo:
–¿Y tú qué haces despierto a las seis y media?

Aunque en realidad lo sé. Los dos lo sabemos. Atraviesa la cocina y se sirve su primera taza de café. Siempre se toma tres tazas seguidas, me he fijado este verano: café caliente con un montón de leche y azúcar. Luego se aleja de la cafetera y, para cuando se sienta a la mesa, la taza ya va por la mitad. Está sonriendo. Michael llega hoy. Michael, el gemelo idéntico de Joe, ha estado dos años dando clases de Matemáticas en un instituto de secundaria de Benarés, en la India. Por eso estoy abrillantando el suelo, por eso ninguno de los dos puede relajarse.

El suelo es un entarimado de arce de unos setenta y cinco años. La longitud de los listones –dispuestos diagonalmente– oscila entre cinco y trece centímetros. En los últimos quince minutos he abrillantado todo el suelo desde la despensa hasta la puerta de atrás, donde una hoja alargada de broncíneos rayos de sol ha iluminado mis antebrazos, haciendo que mis manos parezcan musculosas por el juego de sombras. Me gusta este suelo, a pesar de lo delicado que es y de todo el trabajo que da. Parezco mi madre. Y esta ciudad, por más árboles que tenga, se parece bastante a Nebraska, donde crecí. Los movimientos amplios y rítmicos que hago con el trapo resultan balsámicos a la par que productivos.

–A las nueve o así saldré hacia el aeropuerto –dice Joe.
La silla donde está sentado no deja de vibrar. Sonrío.
–¿Por qué no te vas ya? –le pregunto.
–Estoy tranquilo, mamá. ¿Qué te hace pensar que no lo esté? –Por su expresión parece estar al borde de la locura.
Tienen veinticinco años y llevan dos años sin verse–. Mujer, haz el favor de levantarte y tomarte una taza de té o algo.

Y eso mismo es lo que hago por el simple placer de sentarme a la mesa de la cocina con mi hijo. Dejo que me haga una tostada y que me pele una naranja y que cubra de leche mis Krispies de arroz. Hablamos de los geranios de la jardinera y del cortacésped, que está roto, y de los cursos que Joe va a tomar dentro de dos semanas, cuando empiece de nuevo la universidad. No hablamos de Michael. Es un ritual en nuestra familia: no mencionamos a la persona que regresa de viaje mientras esté todavía en camino. Normalmente nos conformamos con no pronunciar su nombre, pero esta vez Joe ni siquiera ha dicho «él» o «mi hermano».

Joe ha estado todo el verano conmigo, el período más largo que hemos pasado juntos en seis años, y me he acostumbrado a él. A Joe le inquietaba la idea de vivir con su madre tanto tiempo, pero la verdad es que ha sido uno de los mejores veranos que recuerdo, con esa vidilla que te da tener a alguien agradable en casa todos los días. Me va a dar pena cuando vuelva a la universidad, y lo sabe. Se levanta de la mesa y va al comedor. Pone un vinilo –no sin antes limpiarlo con esmero– y empieza a sonar Hank Williams. Me lo debía. Reanudo mi tarea en el suelo. Joe se trajo con él su colección de discos: me ha estado regalando momentos musicales inesperados a lo largo de todo el verano, aunque es un tanto exigente: me ha hecho escuchar a Elvis Costello, a los Talking Heads, los Flamin’ Groovies, los Dire Straits. Yo hago como que aprecio las melodías.

–Diría que esto es crucial para tu proyecto de madre ejemplar, si es que quieres tomártelo en serio, claro –me dice él medio en broma.
Tomármelo en serio implica escuchar y tolerar armonías que poco o nada tienen que ver con lo que acostumbro a escuchar; eso sí, como parte de su proyecto de hijo ejemplar, él pone ópera y música folk de la que me gusta a mí.

Joe vivía en Chicago, pero su novia lo dejó en junio. Al poco de venirse conmigo, su novia le escribió cuatro cartas en dos días, y así terminó todo. Louise, así se llama ella. Estuvo aquí de visita cuatro o cinco veces, y debo decir que me gustó, me pareció una chica agradable y franca. Varios días después de llegar aquí, durante el almuerzo, Joe deslizó una de sus cartas por encima de la mesa para que la leyese. El meollo de la cuestión, según había escrito ella, era que no tenía la capacidad de hacerlo feliz.

Entonces Joe se puso de pie y se fue a echar semillas a los parterres. Recuerdo ese sentimiento: la vida con un hombre tan irritable, el techo parecía palpitar a cada hora, a cada minuto algunos días. Pensé que Louise era lista por haber sabido identificar sus limitaciones antes de casarse, antes de tener hijos, pero cuando Joe pasó por la ventana de la cocina, pude ver por el ángulo de sus hombros que estaba devastado, y las lágrimas acudieron a mis ojos por él. Desde entonces no ha salido con ninguna chica.

Aquí su vida social se reduce a Barbara y Kevin, dos amigos del instituto que se casaron al terminar la universidad. Cuando vienen, Barbara siempre quiere que me siente con ella en la cocina y hablemos de muebles, y Kevin siempre quiere llevarme fuera (para que nadie nos escuche, imagino) y poner a prueba mis conocimientos en administración estatal. Tengo cincuenta y dos años, que es la edad en la que, al parecer, tus hijos y los amigos de tus hijos de pronto quieren usurpar toda la sabiduría y experiencia que, en su día, no creyeron que tuvieras y que ahora les resulta de gran utilidad. Soy contable del estado, en el Departamento de Transporte, lo que seguramente explique el interés de Kevin.

Estuve casada una vez y a punto estuve de casarme una segunda. Tengo cinco hijos y cuatro nietos, lo que seguramente explique el interés de Barbara: para ella, amueblar la casa es lo más parecido a enfrentarse a cuestiones de vida familiar e hijos. Mi hija menor, Annie, que tuvo un bebé en mayo, ahora me llama para todo a pesar de que durante años apenas supe de ella. La mayor, Ellen, vive a un kilómetro y medio. Tiene dos hijas y no hay día que no me llame por teléfono o venga a verme. Daniel, que es un año menor que Ellen, vive en Nueva York. Tiene un hijo y me llama todos los fines de semana. Hace tiempo sí fui la fuente de sabiduría materna que creen que soy ahora. Mis caderas estaban hechas para llevar niños en brazos, era capaz de abrirme paso entre juguetes y chiquillos sin tambalearme, sin apenas mirar al suelo salvo para admirar pintarrajos. Para mí, cuatro tronas alrededor de la mesa de la cocina y dos labradores retriever dando vueltas al acecho de la primera sobra que cayese al suelo era pan comido.

Tras abrillantar el suelo, voy al baño y le doy un repaso a la bañera y al lavabo. Me encanta esta casa. Pasaba en coche por aquí todos los días de camino al trabajo. Un día vi que estaba en venta y la compré. Es de estilo neocolonial británico, tiene cuatro habitaciones y está ubicada en una finca enorme que hace esquina, con un porche que rodea toda la planta baja y un segundo piso con balcón, demasiado para una mujer sola, pero idónea, en cierto modo, para mí.

Pienso en ella como si fueran «mis tierras». Aquí, sola –que es como estoy normalmente–, aprecio la extensión de su quietud, nada espectacular, pero tiene espacio y silencio de sobra. En el jardín hay tres castaños que deben de ser indestructibles porque no hay tres castaños que estén tan pegados entre ellos en todo el estado.

Termino el baño, adecento el comedor y ya son casi las nueve. Joe está silbando por la casa, esperando –lo sé– hasta el último minuto para irse. Me quedo bajo la sombra de la puerta del comedor y al momento lo veo bajar por las escaleras metiéndose cosas en los bolsillos, alegre, ansioso. Me quedo embobada mirándolo. Es alto, esbelto, ancho de hombros. Anda muy erguido. Tiene las manos y los pies grandes, y aunque no tiene pinta de ser muy mañoso –a diferencia de su hermano Daniel–, este verano ha reparado un montón de cosas de la casa y se ha hartado de cortar leña con la motosierra que compró nada más llegar. El hombre que va a recoger al aeropuerto es su copia exacta de pies a cabeza: pelos, dedos, uñas. Hace años que no los veo a los dos juntos.

–Me voy, ¿vale? –grita.
–Vale –respondo en voz baja y se da la vuelta.
–No es nada del otro mundo, mamá –exclama.
–Ah, sí. Ya recuerdo. ¿Qué más da?
Nada más irse, suena el teléfono, es Ellen.
–¿A qué hora me dijiste que llegaba? –pregunta.
–Joe acaba de salir. Supongo que llegarán antes del mediodía.
–¿Puedo acercarme?
–Claro.
–Conocimos a un tipo de Filadelfia que estuvo dos años en la India y cuando volvió estaba muy raro.
–¿Raro en qué sentido?
–Bueno, no sé, igual estaban cenando y cogía la servilleta y decía: «Con este trozo de tela se podría vestir a un niño indio». No paraba de decir cosas de ese estilo. Me preocupa que Joe no sepa lo que podría encontrarse.
–Se han estado escribiendo todo el tiempo.
–Las cartas engañan mucho.
–Mira, yo, por mi parte, estoy loca por ver…, por verlo. –Estoy tentada de decir su nombre, pero en el último momento me echo atrás.
–Odio esta costumbre familiar –dice. Y añade–: ¿Vais a venir mañana a cenar?
–¿A qué hora quieres que vayamos?
–A las seis. La verdad es que no creo que me dé tiempo a ir hoy. Jerry está fuera y tengo un montón de cosas que hacer.
–No pasa nada.
Espero un momento que se alarga bastante hasta que Ellen decide colgar.

Me dirijo a la cocina y una conocida ola de pánico me baja desde la cabeza hasta los pies. Sé perfectamente de dónde viene. Cuando Ellen tenía diez años y los gemelos cinco, y había dos críos más entremedias, Pat –su padre– y yo nos separamos. Pat vendió nuestra casa sin decirme nada y se llevó a los niños al extranjero. La mañana que los visité por primera vez después de casi un año, el pánico que sentía era tan intenso que empecé a tambalearme por la acera a medida que me acercaba a la casa. Sabía que me estaban mirando desde las ventanas y yo hacía lo posible por centrarme y andar con normalidad, pero la perspectiva de verlos me hizo perder literalmente el equilibrio. Hay cosas que podemos hacer sin problema en nuestra familia –comer tranquilamente, prestar dinero, contar secretos–, pero cuando nos juntamos, los ecos del pasado nos desbordan.

Michael entra en casa y no es el gemelo de Joe, sino la sombra de Joe: lleva ropa blanca de algodón y está cadavérico. La forma en que me saluda es cien por cien Michael:
–¡Hey, mamá! He vuelto. ¿Me ha llamado alguien?

Sonríe, me agarra por la cintura y me besa en los labios; sus bíceps son pura fibra y siento cómo sus costillas se me clavan a través de la camisa. Intento quedarme quieta y no pegar un respingo. Tratamos de mantener un ambiente distendido, irónico (aunque sombrío por momentos). Miro a Joe y veo en su apagada sonrisa que el aspecto de Michael también le ha calado. Pone el equipaje en el suelo. Estamos esperando a que Michael nos indique qué tenemos que hacer, cómo actuar, y justo entonces acude irrefrenablemente un pensamiento a mi cabeza: nos han devuelto menos de lo que mandamos.

–Has cambiado los cuadros –dice Michael.
Mi mirada sigue a la suya y me doy cuenta de que faltan varias ilustraciones de pájaros de Audubon.
–He puesto aquí las fotos de los girasoles que había en la habitación de invitados. Mamá ni siquiera se ha dado cuenta. Lleva así desde finales de junio –dice Joe.
–Claro que me había dado cuenta.

Las fotos de los girasoles son muy bonitas: los cinco niños y yo de pícnic entre girasoles silvestres en la granja de mi madre, en Nebraska. Los gemelos acababan de aprender a andar. También sale mi madre, enferma pero feliz. Sentada en una tumbona rodeada de girasoles, en la única colina en kilómetros a la redonda. No me había dado cuenta de que las había cambiado de sitio porque aquí es donde estaban antes de que yo quisiera darle a la casa un aire más decorativo, más impersonal. Lo cierto es que Joe también ha cambiado los muebles del comedor y de la habitación de invitados, y cuando prepara la cena, siempre la sirve en los platos más antiguos. Se ha pasado el verano haciéndome preguntas sobre el pasado, especialmente sobre su más tierna infancia con Michael en nuestra antigua casa. Yo no tengo ninguna objeción al respecto, pero no puedo evitar pensar: «Al menos Michael quiere evolucionar y seguir adelante con su vida». Y eso es exactamente lo que hace: mira las fotos con un interés mínimo, se dirige al comedor y deja el bolso que lleva al hombro encima de la mesa. Mira a su alrededor, aprecia todo lo que hay pero no se recrea. Visto por detrás parece más él mismo. Sus hombros no han debido de perder anchura, se mueve con agilidad y calma.

–Cariño, ¿estás cansado? ¿Tienes hambre? –le pregunto.
Se vuelve y sonríe alegremente.
–¿Es que no tengo pinta de tener hambre?
–Bueno…
–¡Mamá! ¡Abre los ojos! Estoy famélico.
En cierto modo, a lo largo del almuerzo, nos damos cuenta de que lo que ha dicho es literalmente cierto. Joe sirve yogur con germen de trigo y pasas, sándwiches de mantequilla de cacahuete, un trozo de queso brie, melocotones frescos. Michael mezcla su yogur y dice en tono jocoso:
–Mis intestinos están irreconocibles. Digamos que mi intestino grueso es como una tubería de PVC, todo lo que entra sale al momento. Le pasa a todo el mundo.
Coge la servilleta pero no dice nada de cuántos niños podrían vestirse con ese trozo de tela.
–¿Cómo que le pasa a todo el mundo? –dice Joe.
–Disentería amebiana. La tengo desde hace un año. Tomo Bactrim. Aunque ahora ya podría curarme. Aquí es posible.
–¿Allí no?
–Te reinfectas una y otra vez, no merece la pena.
–Qué alentador –apunta Joe.
–Bueno, cuando me enteré de que tenía disentería me puse como loco a buscar algún médico que me la curara, o por lo menos alguno que se preocupara. Ahora casi ni me acuerdo de que la tengo.
–Podrías ganarte la vida como fideo. –Se ríen.
Michael suelta el melocotón que se estaba comiendo, apoya los codos sobre la mesa y se sujeta la cabeza con las manos.
–¿Cansado? –le pregunto.
–Desorientado por el jet lag. Veinticuatro horas viajando no es moco de pavo. Los aviones siempre salen de madrugada, y encima la noche anterior estuve por ahí con colegas. Eso sí, me alegro de haber volado hacia el oeste. Por lo visto puedes tardar semanas en recuperarte como vayas por Hawái. Una azafata me contó que llevaba un año sin que le viniera la regla porque hacía el vuelo Nueva York-Nueva Delhi. En trayectos de norte a sur, la regla baja puntual como un reloj, pero las azafatas que hacen los vuelos oeste-este parece que lo tienen crudo para quedarse embarazadas.

Se aclara la garganta y me doy cuenta de que es un hábito nuevo que ha adquirido. Me recuerda a mis tíos granjeros.
Esperaba algún relato más exótico y supongo que estaba, que debo estar, decepcionada. Hago un intento:
–¿Lo echas de menos? ¿Te ha gustado?
Me mira pensativo.
–Conseguí acostumbrarme –dice.
Ya está.

Joe y yo intercambiamos miradas subrepticias de vez en cuando, sonrisas de alivio. En cierto momento del almuerzo nuestro Michael de siempre parece regresar buceando de entre la extrañeza de su atuendo y su discurso y su demacración, un Michael familiar al que podemos reconocer y querer.

Una vez que fui a Washington D. C. me encontré con una amiga del colegio haciendo cola en una charcutería. No la veía desde quinto; por aquella época siempre almorzábamos juntas al lado de los columpios del patio. La reconocí por una vena que le bajaba desde su suave pico de viuda hasta el centro de la frente.

Ella no me miró, así que me quedé callada un momento, y justo entonces ocurrió lo mismo, el rostro de aquella niña de diez años que recordaba a la perfección floreció sobre la superficie de esa mujer desconocida que, por cierto, parecía estar bastante preocupada. Antes de recordar siquiera su nombre, una ternura de treinta años me inundó al ver que mi amiga apenas había cambiado. Es tentador pensar que esto va a ser sencillo.

Estoy pensando en preparar un pícnic esta tarde, en Eagle Point Park, pero no he caído en hacer la compra. Joe está detrás de mí fregando los platos. Michael, arriba.
–Filtros de café. Y helado. Bolsas de basura –dice Joe.
Lo apunto–. Brotes de alfalfa. Un poco de tofo marinado –continúa Joe–. Ojalá fuera ya la semana que viene. Ojalá pudiera pasar de él.
–¿Crees que le gustará la leche acidófila?
–Me encantaría poder decir: «Hey, qué bien que hayas vuelto, luego nos ponemos al día, ¿vale?».
Me levanto despreocupadamente, voy a la despensa y miro los estantes. Joe alza la voz:
–Esto me lo veía venir yo. Mira que estuve a punto de comprarme una entrada para el concierto de Bruce Springsteen. Para esta noche. En Detroit. Tenía la chequera en la mano y el tipo me pidió ciento cincuenta. Yo le dije: «¿Qué tal doscientos?». En fin, que no me lo quería perder.
No digo nada. Joe cierra el grifo.
–Pero en el fondo sabía que no iba a ir. Sabía que al final me quedaría aquí escuchando cómo respira.

El supermercado es mi lugar favorito, una suerte de centro de meditación que siempre me despeja, pero hoy no consigue despejarme del todo. Aún me resisto a volver a casa cuando salgo del aparcamiento y mi reticencia crece a medida que me acerco a ella. Lo más sencillo –igual que cuando te tiras de un trampolín que está muy alto– es seguir adelante sin mirar atrás, de modo que diez minutos más tarde me sorprendo a mí misma en otro centro comercial a pesar de que la leche acidófila y el helado se están echando a perder.

Los espejos de los escaparates me devuelven mi imagen y me quedo un rato mirándome sin saber qué estoy mirando. Lo cierto es que este fin de semana estamos de aniversario: veinte años desde que Pat y yo nos separamos. Si mis hijos se acuerdan, no lo van a mencionar, claro que no. Ni yo tampoco, aunque en esta época del año no puedo evitar acordarme de cómo era mi vida antes.

Me encantó tener gemelos a pesar de que ya había tres críos de menos de cinco años correteando por la casa. Vivíamos en una casa antigua, enorme, en una finca de dos hectáreas. Mi momento favorito del día era por la mañana, cuando me tumbaba en la cama a amamantar a los gemelos, uno a cada lado; luego llegaban sus hermanos y se metían debajo de la manta, y los perros también. Y yo allí, sepultada en carne y ruidos, los pensamientos se desparramaban por todas partes. Teníamos veintisiete años y estábamos obnubilados por la inmensidad del mundo que habíamos creado.

El estudio que hizo Pat sobre alergias infantiles obtuvo un gran reconocimiento. Gracias a su trabajo se descubrió que la pared estomacal de los recién nacidos es una membrana semipermeable y que la leche no humana puede atravesarla sin haber sido previamente digerida y provocar en el bebé una reacción alérgica. No obstante, su auténtico ídolo era Piaget. Adoraba la idea de que el desarrollo cerebral de un niño fuese un proceso ordenado, una máquina natural en continuo movimiento que sólo tenía que ponerse en marcha una vez. Si alguien objetaba que esta visión era demasiado mecanicista, él argüía:

–El cerebro es algo palpable, tan físico como cualquier otra cosa. No es que genere orden, es que es orden. Siente el orden. El orden sienta bien. Pensar sienta bien. Mmmm. –Se rascaba la cabeza, los niños se reían–. Un cerebro jamás será mecánico, por eso no hay peligro, pero algún día las máquinas sí serán de carne.

También le encantaba la idea de investigar a sus propios hijos, pero admitía que, a día de hoy, incluso la muestra poblacional del estudio de Piaget sería irrisible e insignificante. En El libro Guinness de los récords salía una rusa que había tenido sesenta y nueve hijos. A Pat esto no le parecía imposible.

Daba igual lo liado que estuviese, Pat siempre quería que cenásemos juntos, en familia, y durante la cena se mostraba radiante. Daba igual lo pequeños que fuesen los niños, él les contaba todo tipo de hipótesis sorprendentes aderezadas con preguntas mordaces y opiniones sobre sus opiniones. Era su forma de encandilarlos. A mí me había encandilado de la misma manera. La verdad es que era difícil apartar la mirada de su rostro, tanto si eras su hijo como su esposa.

Y bueno, en medio de todo esto, yo me enamoré de un hombre del vecindario. Pat vendió la casa, se llevó a los niños a Inglaterra y mi vida se desmoronó, quedó reducida a nada, tan rayana en la inexistencia que todas las mañanas, cuando abría el armario y veía que mi ropa seguía allí, me llevaba una sorpresa. Cuando pienso en aquella época –veinte años atrás–, la luz que me rodeaba se me antoja cegadora. No era posible proyectar ni una sola sombra. Recuerdo estar en la calle, caminando por la acera, perdida en aquel destello. Siempre me despertaba en mitad de la noche por miedo a que todas las luces de mi nuevo y extraordinario apartamento estuviesen encendidas. No existe ningún motivo que explique por qué recuerdo aquella época de esa manera. No es algo que pueda entenderse. En realidad, sólo es posible revivirlo cuando menos te lo esperas. Que es lo que me pasa a veces.

Pat dejó sus investigaciones sobre alergias hace doce años, después de que el eje de su furgoneta se rompiese cerca de Winter Park, Colorado, y provocase que ésta diese una vuelta de campana y cayese valle abajo. No salió ardiendo, gracias a Dios. Annie, Michael, Tatty (la segunda esposa de Pat), sus dos hijos (Sara, Kenny) y Daniel cayeron desperdigados por la ladera como un puñado de guijarros. Michael, Tatty y Daniel consiguieron salir por su propio pie. Annie se rompió la pierna. Sara, varias costillas y la pelvis. Kenny y Pat quedaron inconscientes tras el golpe. El pequeño volvió en sí tres días después, pero Pat necesitó tres semanas y media, y cuando despertó, el acto de pensar ya no le sentaba tan bien, ni resultaba tan seductor ni efectivo como antes. Los médicos no creían que pudiese practicar la Medicina de nuevo, y mucho menos seguir con sus investigaciones, pero subestimaron su voluntad, al igual que yo la subestimé una vez (y no volví a hacerlo nunca más). No obstante, el accidente fue una bendición para mí porque Pat se relajó completamente con respecto a los acuerdos de custodia. De hecho, la primera vez en seis años que Joe y Michael pasaron más de varias semanas juntos fue el período en que Pat estuvo en rehabilitación y Michael se vino a vivir conmigo.

ADELANTO | Exhalación: Ted Chiang indaga los enigmas de la condición humana desde la ciencia ficción

sábado, noviembre 14th, 2020

En su segundo volumen de relatos, Ted Chiang demuestra su habilidad para abordar los conflictos éticos de nuestra relación con la tecnología, lejos del enfoque distópico predominante en las narraciones futuristas. Exhalación fue seleccionado por The New York Times como uno de los cinco libros de ficción del 2019.

Chiang es uno de los escritores de ciencia ficción más prestigiosos de la actualidad, y ha sido galardonado con los premios más importantes del género. Escribió La historia de tu vida, cuyo cuento homónimo fue adaptado al cine por Denis Villeneuve con el título La llegada en 2016.

Ciudad de México, 14 de noviembre (SinEmbargo).- A través de sus narraciones, Ted Chiang demuestra una formidable habilidad para indagar en los enigmas de la condición humana y abordar los conflictos éticos de nuestra relación con la tecnología. Lejos del enfoque distópico hoy predominante en las narraciones futuristas, las historias de Chiang muestran una perspectiva positiva y vitalista, delineando preguntas filosóficas de un enorme calado humano.

¿Qué pasaría si un inocente juguete dinamitara nuestra noción de libre albedrío? ¿Y si fuera posible ponerse en contacto con versiones de nosotros mismos en otras líneas temporales? Si creáramos mascotas virtuales provistas de una inteligencia artificial que les permitiera aprender como si fueran niños humanos, ¿qué clase de compromiso ético deberíamos asumir con su educación y su futuro? ¿Y qué ocurriría si pudiéramos vislumbrar cualquier episodio de nuestra vida tal como sucedió, sin el matiz afectivo y el sesgo interpretativo de lo que llamamos «recuerdos»?

Autor de diecinueve narraciones cortas a lo largo de tres décadas, Chiang es uno de los escritores de ciencia ficción más prestigiosos de la actualidad, y ha sido galardonado con los premios más importantes del género: cuatro Premios Hugo, cuatro Nebula, seis Locus y el British Science Fiction Association Award, entre otros. Escribió La historia de tu vida (Alamut, 2015), cuyo cuento homónimo fue adaptado al cine por Denis Villeneuve con el título La llegada en 2016.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Exhalación, segundo volumen de relatos de Ted Chiang, seleccionado en 2019 por The New York Times como uno de los cinco libros de ficción del año. Reveladores, elegantes y sorprendentes, estos relatos lo sitúan entre los autores indiscutibles de la literatura estadounidense actual. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.

***

EL COMERCIANTE Y LA PUERTA DEL ALQUIMISTA

Oh, poderoso califa y líder de los fieles, me humillo ante el esplendor de tu presencia; un hombre no puede esperar mayor bendición mientras camine por este mundo. La historia que tengo que contar es verdaderamente extraña, y si hubiese de tatuarse en su totalidad en el rabillo de nuestro ojo, el prodigio de su ejecución no excedería al de los acontecimientos relatados, puesto que es una advertencia para todo aquel susceptible de ser advertido y una lección para todo aquel susceptible de aprender de ella.

Me llamo Fuwaad ibn Abbas, y nací aquí en Bagdad, Ciudad de la Paz. Mi padre era comerciante de grano, pero durante la mayor parte de mi vida he trabajado como proveedor de tejidos de calidad, comerciando con seda de Damasco, lino de Egipto y bufandas de Marruecos brocadas en oro. El negocio era próspero, pero tenía yo un corazón inquieto, y ni la acumulación de lujos ni la donación de limosnas lo calmaba. Ahora me presento ante ti sin un solo dírham en el monedero, pero estoy en paz.

Alá es el principio de todas las cosas, pero, con el permiso de Su Majestad, comienzo mi historia por el día en que di un paseo por el distrito de los herreros. Necesitaba comprar un regalo para un hombre con el que tenía que hacer negocios, y me habían dicho que sabría apreciar una bandeja de plata. Después de trastear durante media hora, me di cuenta de que una de las tiendas más grandes del mercado había cambiado de propietario. Era un puesto bien situado que debía de haber sido costoso adquirir, así que entré a examinar su mercancía.

Jamás había visto una selección de artículos tan asombrosa. Cerca de la entrada había un astrolabio equipado con siete discos con incrustaciones de plata, un reloj de agua que daba la hora y un ruiseñor de latón que trinaba cuando soplaba el viento. En el interior había mecanismos incluso más ingeniosos, y los estaba observando atentamente como un niño observa a un malabarista cuando un anciano hizo su aparición desde una puerta al fondo.

–Bienvenido a mi humilde tienda, señor mío –dijo–. Me llamo Bashaarat. ¿En qué puedo ayudarlo?
–Tiene usted unos artículos extraordinarios a la venta. Yo trato con comerciantes de todas partes del mundo, y sin embargo no había visto nunca algo semejante. ¿Dónde, si puedo preguntar, adquiere usted su mercancía?
–Le agradezco sus amables palabras. Todo lo que ve se ha fabricado en mi taller; o bien lo he hecho yo o bien mis ayudantes bajo mi supervisión.

Me impresionó que aquel hombre pudiera estar versado en tal variedad de artes. Le pregunté por los diferentes instrumentos de su tienda y lo escuché disertar con erudición sobre astrología, matemáticas, geomancia y medicina. Estuvimos hablando durante más de una hora, y mi fascinación y mi respeto florecieron como una planta entibiada por el amanecer, hasta que mencionó sus experimentos de alquimia.

–¿Alquimia? –dije. Esto me sorprendió, porque no parecía de los que hacen declaraciones tan rotundas–. ¿Quiere decir que es capaz de convertir un metal en oro?
–Puedo, mi señor, pero eso no es, de hecho, a lo que la mayoría aspira en el ejercicio de la alquimia.
–¿A qué aspira la mayoría en la alquimia, entonces?
–Se aspira a encontrar una forma de obtener oro más barata que la excavación minera. La alquimia describe, sí, medios para crear oro, pero el procedimiento es tan arduo que, por comparación, excavar bajo una montaña es tan fácil como arrancar melocotones de un árbol. Sonreí.
–Una respuesta inteligente. Nadie podrá negar que es usted un hombre docto, pero yo sé que no conviene dar crédito a la alquimia.
Bashaarat me miró y sopesó la situación.
–Hace poco he construido algo que quizá lo haga cambiar de opinión. Sería usted la primera persona a quien se lo enseño. ¿Le apetecería verlo?
–Sería todo un placer.
–Por favor, sígame.

Me condujo a través de una puerta en la trastienda. La siguiente sala era un taller decorado con aparatos cuya función me fue imposible adivinar –barras de metal envueltas en una cantidad de hilo de cobre que podría extenderse hasta el horizonte, espejos engastados en una losa circular de granito flotando sobre mercurio–, pero Bashaarat pasó de largo sin mirarlos siquiera.

Lo que hizo fue llevarme hasta un pedestal macizo que me llegaba a la altura del pecho sobre el que se sostenía en vertical un robusto aro metálico. La abertura del aro era de una anchura de dos palmos, y el borde tan grueso que pondría en un aprieto al más forzudo si tratase de levantarlo. El metal era negro como la noche, pero estaba tan pulido que, de haber sido de otro color, podría haber hecho las veces de espejo. Bashaarat me invitó a ponerme delante de manera que viese el aro de perfil, mientras él se colocaba junto a la abertura.

–Por favor, observe –dijo.
Bashaarat metió un brazo a través del aro desde el lado derecho, pero el extremo no apareció por la parte izquierda. En lugar de eso, fue como si se lo hubieran cortado a la altura del codo; agitó el muñón arriba y abajo y entonces sacó el brazo intacto.
No me esperaba ver a un hombre tan docto realizando un truco de ilusionista, pero estaba bien resuelto, así que aplaudí cortésmente.

–Ahora espere un momento –dijo dando un paso atrás.
Esperé, y he aquí que un brazo surgió del aro por el lado izquierdo, sin un cuerpo que lo sostuviese. La manga coincidía con la túnica de Bashaarat. El brazo se agitó arriba y abajo y luego desapareció por el hueco del aro. El primer truco se me antojó un artificio ingenioso, pero este otro parecía muy superior, porque el pedestal y el aro eran claramente demasiado estrechos como para ocultar a una persona.

–¡Muy ingenioso! –exclamé.
–Gracias, pero no se trata de mera prestidigitación. El lado derecho del aro le lleva algunos segundos de ventaja al lado izquierdo. Pasar a través del aro supone cruzar ese lapso en un instante.
–No comprendo –dije.
–Deje que repita la demostración.

De nuevo metió un brazo por el aro, y el brazo desapareció. Sonrió y tiró adelante y atrás como si jugase a estirar la soga. Luego sacó el brazo otra vez y me ofreció la mano con la palma abierta. Sostenía un anillo que reconocí.
–¡Ése es mi anillo! –Me inspeccioné la mano y vi que seguía teniendo el anillo en el dedo–. Ha hecho aparecer una réplica.
–No, en realidad, ése es su anillo. Espere.

De nuevo, un brazo apareció estirándose por el lado izquierdo. Deseando descubrir el mecanismo del truco, me apresuré a agarrarlo por la mano. No era una mano falsa sino un apéndice caliente y vivo como el mío. Tiré de la mano y la mano tiró de mí. Entonces, hábil como la de un carterista, la mano hizo deslizarse mi anillo por el dedo y el brazo se retiró por el aro desvaneciéndose por completo.

–¡El anillo ha desaparecido! –exclamé.
–No, mi señor –dijo él–. Su anillo está aquí. –Y me dio el anillo que sostenía en la mano–. Perdóneme el jueguecito.
Me lo volví a poner en el dedo.
–El anillo lo tenía usted antes de que desapareciera de mi mano. En ese momento un brazo apareció esta vez por el lado derecho del aro.
–¿Qué es esto? –exclamé. De nuevo lo reconocí como suyo por la manga antes de que se retirase, pero no había visto que lo metiese antes.
–Recuerde –dijo–, el lado derecho va por delante del izquierdo.
Y se acercó al lado izquierdo del aro, metió el brazo a través y de nuevo desapareció.

Sin duda Su Majestad ya lo habrá captado, pero yo no lo entendí hasta entonces: lo que quiera que sucediese en el lado derecho del aro era complementado, unos segundos después, por un acontecimiento en el lado izquierdo.
–¿Se trata de brujería? –pregunté.
–No, mi señor, nunca me he encontrado con un djinn, y si se diera el caso no confiaría en que obedeciese mis órdenes. Esto es una forma de alquimia.

Me dio una explicación, me habló de su búsqueda de diminutos poros en la piel de la realidad, como los agujeros que excavan los gusanos en la madera, y de cómo después de encontrar uno fue capaz de expandirlo y ensancharlo igual que un soplador de vidrio convierte un pegote de cristal fundido en un largo tubo, y de cómo luego dejó que el tiempo fluyese como agua por una de las embocaduras mientras que solidificaba la otra como jarabe. Confieso que no comprendí del todo sus palabras y que no puedo atestiguar su veracidad. Lo único que pude decir en respuesta fue:

–Ha creado usted algo verdaderamente asombroso.
–Gracias –dijo él–, pero esto no es más que un simple preludio de lo que quería enseñarle.
Me invitó a seguirlo hasta otra habitación, más al fondo. Allí había colocada en el centro una puerta circular con un enorme marco hecho del mismo metal negro y pulido.
–Lo que le he enseñado era una Puerta de Segundos. Ésta es una Puerta de Años. Los dos lados de la puerta están separados por un intervalo de veinte años.
Confieso que no entendí su comentario de inmediato. Me lo imaginé metiendo el brazo por el lado derecho y esperando veinte años hasta que emergiera del lado izquierdo, y se me antojó un truco de magia muy enrevesado. Algo así dije, y él se echó a reír.
–Ése sería un posible uso, pero plantéese qué sucedería si atravesara la puerta. –Delante del lado derecho, me hizo un gesto para que me acercase, y entonces señaló a través de la puerta–. Mire.

Miré y vi que al otro lado de la habitación parecía haber alfombras y cojines distintos de los que había visto al entrar.
Moví la cabeza de lado a lado y me di cuenta de que cuando miraba a través de la puerta estaba viendo una habitación distinta a aquella en la que me encontraba.
–Está usted viendo la habitación dentro de veinte años–dijo Bashaarat.
Me quedé estupefacto, como le pasaría a cualquiera ante un espejismo de agua en el desierto, pero la visión persistía.
–¿Y dice usted que podría atravesarla? –le pregunté.
–Podría. Y con ese paso visitaría usted el Bagdad de dentro de veinte años. Podría buscar a una versión más vieja de usted mismo y sostener una conversación. Después, podría atravesar de nuevo la Puerta de Años y volver al día de hoy.

Al oír las palabras de Bashaarat sentí una especie de vértigo.
–¿Usted lo ha hecho? –le pregunté–. ¿Usted la ha atravesado?
–Pues sí, y también numerosos clientes míos.
–Antes dijo usted que yo era el primero a quien le enseñaba esto.
–Esta Puerta sí. Pero durante muchos años tuve una tienda en El Cairo, y fue allí donde construí la Puerta de Años. Les enseñé la Puerta a muchos, y muchos hicieron uso de ella.
–¿Qué sacaron de hablar con sus yos más viejos?
–Cada persona saca algo distinto. Si lo desea, puedo contarle la historia de una de esas personas.
Bashaarat procedió a contarme una historia, y si le place a Su Majestad, yo la repetiré aquí.

EL CUENTO DEL CORDELERO AFORTUNADO

Había una vez un joven llamado Hassan que era cordelero. Atravesó la Puerta de Años para ver cómo sería El Cairo dos décadas más tarde, y al llegar se maravilló de cuánto había crecido la ciudad. Se sentía como si se hubiera metido en una escena bordada en un tapiz, y aunque la ciudad no dejaba de ser El Cairo, observaba con fascinación las cosas más triviales. Deambulaba por la Puerta de Zuwayla, donde actúan los que danzan con espadas y los encantadores de serpientes, cuando un astrólogo le gritó:

–¡Joven! ¿Quiere saber el futuro?
Hassan se echó a reír.
–Ya lo sé –respondió.
–Pero querrá saber si le esperan riquezas, ¿no?
–Soy cordelero. Ya sé que no.
–¿Cómo estar seguro? ¿Qué me dice del renombrado comerciante Hassan al-Hubbaul, que comenzó de cordelero?

Le picó la curiosidad, Hassan preguntó por el mercado si otros sabían de este rico comerciante y descubrió que el nombre era bien conocido. Se decía que vivía en el barrio rico cerca de Birkat al-Fil, de modo que Hassan fue hasta allí y preguntó a la gente para que le indicase cuál era su casa, que resultó ser la más grande de su calle. Llamó a la puerta y un sirviente lo condujo hasta un vestíbulo espacioso y bien amueblado con una fuente en el centro. Hassan esperó mientras el sirviente iba a buscar a su señor, pero mientras observaba el ébano y el mármol pulidos a su alrededor sintió que no encajaba allí y estaba a punto de marcharse cuando apareció su yo más viejo.

–¡Por fin estás aquí! –dijo el hombre–. Te he estado esperando.
–¿En serio? –dijo Hassan pasmado.
–Pues claro, porque visité a mi yo más viejo igual que tú me estás visitando ahora. Ha pasado tanto tiempo que se me había olvidado el día exacto. Ven, cena conmigo.

Entraron los dos en un comedor, y unos sirvientes les trajeron pollo relleno de pistachos, buñuelos de miel y cordero asado con granadas especiadas. El Hassan más viejo le dio algunos detalles de su vida: aludió a intereses comerciales de muy diversa índole, pero no le dijo cómo se había convertido en comerciante; mencionó a una esposa, pero dijo que todavía no era el momento de que el joven la conociera. En lugar de eso, le pidió al joven Hassan que le recordase las jugarretas que había protagonizado de niño, y se rio al oír historias que había olvidado. Finalmente el Hassan más joven le preguntó al más viejo:

–¿Cómo hiciste tan tremendos cambios en tu fortuna?
–Lo único que te diré ahora mismo es esto: cuando vayas a comprar cáñamo al mercado, no camines por el lado sur como sueles hacer. Ve por el lado norte.
–¿Y con eso lograré mejorar mi posición?
–Tú limítate a hacer lo que digo. Ahora vuelve a casa; tienes cuerdas por hacer. Sabrás cuándo visitarme de nuevo.

El joven Hassan volvió a su presente e hizo lo que le habían indicado, se mantuvo en el lado norte de la calle hasta cuando no había sombra. Unos días más tarde vio cómo un caballo encabritado se desbocaba y corría por el lado sur en dirección opuesta a la suya, golpeando a varias personas, hiriendo a uno al volcarle un pesado jarro de aceite de palma encima, e incluso pisoteando a otro con sus cascos. Una vez se calmó el alboroto, Hassan rezó a Alá para que el herido sanase y el muerto descansara en paz, y le dio gracias por librarlo a él de todo mal.

Al día siguiente, Hassan atravesó la Puerta de Años y se fue a buscar a su yo más viejo.
–¿Te atropelló el caballo cuando ibas al mercado? –le preguntó.
–No, porque tomé nota de la advertencia de mi yo más viejo.
–No te olvides: tú y yo somos uno; cada circunstancia que te acontezca me aconteció a mí en su momento.

Y así es como el viejo Hassan fue dando indicaciones al más joven, y el más joven las obedeció. Se abstuvo de comprar huevos a su tendero habitual, y así evitó la enfermedad que sufrieron los clientes que compraron huevos de una remesa estropeada. Compró cáñamo de sobra y así tuvo material para trabajar cuando a otros les faltaba por culpa de una caravana retrasada. Seguir las indicaciones de su yo más viejo le evitó muchos problemas a Hassan, pero se preguntaba por qué no le contaba más. ¿Con quién se casaría? ¿Cómo se haría rico?

Entonces un día, tras haber vendido todas sus cuerdas en el mercado, y cargando con un monedero inusualmente lleno, Hassan chocó con un chico mientras caminaba por la calle. Se palpó en busca del monedero, descubrió que no lo tenía, se giró pegando un grito y escudriñó la multitud buscando al carterista. Al oír el grito de Hassan, el chico echó a correr de inmediato a través de la multitud. Hassan vio que la túnica del chico tenía un desgarrón en un codo, pero enseguida lo perdió de vista.

Por un instante, Hassan se quedó pasmado preguntándose por qué su yo más viejo no lo había puesto sobre aviso. Pero la cólera no tardó en reemplazar a la sorpresa y se lanzó a la persecución. Corrió entre la multitud, comprobando codos de túnicas masculinas, hasta que por casualidad encontró al carterista agachado bajo una carreta de fruta. Hassan lo agarró y empezó a gritar a todos que había pillado al ladrón, pidiéndoles que buscasen a un guardia. El chico, asustado de verse arrestado, devolvió el monedero a Hassan y se echó a llorar. Hassan miró fijamente al chico un buen rato y su cólera empezó a disiparse, así que lo soltó.

La siguiente vez que vio a su yo más viejo, Hassan le preguntó:
–¿Por qué no me avisaste de lo del carterista?
–¿Acaso no disfrutaste de la experiencia? –le preguntó su yo más viejo.
Hassan estaba a punto de negarlo, pero se refrenó.
–Sí que lo disfruté –admitió.
Al perseguir al chico, sin tener ni idea de si lograría atraparlo o no, había notado su sangre bombeando como hacía semanas que no bombeaba. Y ver las lágrimas del chico le había hecho recordar las enseñanzas del Profeta sobre el valor de la piedad, y Hassan se había sentido virtuoso al optar por dejar marchar al chico.

–¿Preferirías que te hubiese negado eso, entonces?
Igual que vamos comprendiendo el propósito de costumbres que nos parecen sin sentido durante la juventud, Hassan se dio cuenta de que tanto mérito tenía retener información como revelarla.
–No –contestó–, estuvo bien que no me advirtieras.
El Hassan más viejo vio que había comprendido.

–Ahora te contaré algo muy importante. Alquila un caballo. Te daré indicaciones para que vayas a un punto de las laderas al oeste de la ciudad. Allí, en una arboleda, encontrarás un árbol fulminado por un rayo. Al pie de éste, busca la piedra más pesada a la que seas capaz de darle vuelta y entonces cava debajo.
–¿Qué he de buscar?
–Lo sabrás cuando lo encuentres.

Al día siguiente, Hassan cabalgó hasta las laderas y buscó hasta encontrar el árbol. El terreno que lo rodeaba estaba cubierto de rocas, así que Hassan giró una para cavar debajo, y luego otra, y luego otra. Al final su pala topó con algo que no era roca ni tierra. Despejó la tierra a un lado y descubrió un cofre de bronce, lleno de dinares de oro y joyería variada. Hassan no había visto nada igual en su vida. Cargó el cofre en el caballo y volvió galopando a El Cairo.

La siguiente vez que habló con su yo más viejo, le preguntó:
–¿Cómo sabías dónde estaba el tesoro?
–Lo supe por mí mismo –dijo el Hassan más viejo–, igual que tú. En cuanto a cómo llegamos a saber su ubicación, no tengo explicación salvo que fue la voluntad de Alá, aunque ¿qué otra explicación hay para lo que sea?
–Te juro que haré buen uso de estas riquezas con las que Alá me ha bendecido –dijo el Hassan más joven.
–Y yo renuevo el juramento –dijo el más viejo–. Ésta es la última vez que hablaremos. Ahora encontrarás tu propio camino. Que la paz sea contigo.

Y así volvió Hassan a su casa. Con el oro pudo comprar cáñamo en grandes cantidades y contratar mano de obra, pagar un sueldo justo y vender cuerda de una manera rentable a todo aquel que la buscase. Se casó con una mujer hermosa y lista, y siguiendo sus consejos, comenzó a comerciar con otros artículos, hasta que fue un comerciante rico y respetado. Mientras tanto fue generoso con los pobres y vivió como un hombre honesto. De esta manera, Hassan vivió la más feliz de las vidas hasta que le dio caza la muerte, rompedora de ataduras y destructora de placeres.

–Es una historia extraordinaria –dije–. Para alguien que se está planteando si hacer uso de la Puerta o no, difícilmente podría encontrarse mejor incentivo.
–Demuestra usted sabiduría al ser escéptico –dijo Bashaarat–. Alá premia a quienes desea premiar y castiga a quienes desea castigar. La Puerta no cambia cómo nos contempla Alá.
Asentí, pensando que había entendido.
–De modo que, aun en el caso de evitar las desgracias que nuestro yo más viejo experimentó, no hay garantías de que no nos topemos con otras.
–No, disculpe a este viejo por ser poco claro. Usar la Puerta no es como decidir algo a cara o cruz, donde el lado escogido de la moneda varía a cada turno. Usar la Puerta es, más bien, como tomar un pasadizo secreto en un palacio, un pasadizo que nos permite entrar en una habitación más rápido que recorriendo el pasillo. La habitación sigue siendo la misma, independientemente de la puerta que usemos para entrar.
Esto me sorprendió.

–¿El futuro está decidido, entonces? ¿Es tan inmutable como el pasado?
–Se dice que el arrepentimiento y la enmienda borran el pasado.
–Yo también lo he oído, pero no me ha parecido que fuera verdad.
–Lamento oír eso –dijo Bashaarat–. Lo único que puedo decirle es que lo mismo sucede con el futuro.
Le di vueltas a aquello un rato.

–Entonces, si nos enteramos de que vamos a morir dentro de veinte años, ¿no podemos hacer nada para evitar la muerte? –Asintió. Se me antojó muy descorazonador, pero entonces me pregunté si acaso eso mismo no proporcionaba una garantía–. Supongamos que se entera usted de que estará vivo dentro de veinte años. Entonces nada puede matarlo en los próximos veinte años. Por lo tanto, podría luchar en batallas sin preocuparse, porque su supervivencia está asegurada.
–Es posible –dijo él–. También es posible que un hombre susceptible de hacer uso de una garantía semejante no encontrase a su yo más viejo vivo al utilizar por primera vez la Puerta.
–Ah –dije–. ¿Entonces resulta que sólo los prudentes se encuentran con sus yos más viejos?
–Deje que le cuente la historia de otra persona que utilizó la Puerta, y podrá decidir por usted mismo si fue prudente o no.
Bashaarat procedió a contarme la historia, y si le place a Su Majestad, yo la repetiré aquí.

EL CUENTO DEL TEJEDOR QUE SE ROBÓ A SÍ MISMO

Había una vez un joven tejedor llamado Ajib que se ganaba modestamente la vida como tejedor de alfombras, pero ansiaba saborear los lujos de los que disfrutan los ricos. Tras oír la historia de Hassan, Ajib atravesó de inmediato la Puerta de Años y buscó a su yo más viejo, quien, estaba convencido, sería tan rico y tan generoso como el Hassan más viejo.

Al llegar a El Cairo de veinte años más tarde, se dirigió al opulento barrio de Birkat al-Fil y preguntó a la gente dónde se encontraba la residencia de Ajib ibn Taher. Estaba preparado, si se encontraba con alguien que conociera al hombre y se fijase en el parecido de sus rasgos, para identificarse como el hijo de Ajib, recién llegado de Damasco. Pero no tuvo oportunidad de brindar su historia, porque nadie a quien preguntó reconoció el nombre. Al final decidió volver a su antiguo vecindario y ver si allí alguien sabía dónde se había mudado. Cuando llegó a su antigua calle, paró a un chico y le preguntó si sabía dónde encontrar a un hombre llamado Ajib. El chico le indicó la antigua casa de Ajib.

–Ahí es donde vivía –dijo Ajib–. ¿Dónde vive ahora?
–Si se mudó ayer, no sé dónde –respondió el chico.

Ajib se mostró incrédulo. ¿Acaso era posible que su yo más viejo siguiera viviendo aún en la misma casa veinte años después? Eso significaría que jamás se había hecho rico, y que su yo más viejo no tendría ningún consejo que darle, o al menos ninguno del que Ajib pudiera sacar provecho. ¿Cómo podía diferir su suerte tanto de la del afortunado cordelero? Con la esperanza de que el chico estuviera equivocado, Ajib esperó delante de la casa y observó.

Al final vio salir de la casa a un hombre, y con un vuelco del corazón reconoció en él a su yo más viejo. Al Ajib más viejo lo seguía una mujer que el otro dio por hecho que sería su esposa, pero apenas se fijó, porque lo único que era capaz de ver era su propio fracaso a la hora de mejorar su posición. Observó consternado la ropa vulgar de la anciana pareja hasta que los perdió de vista.

Movido por la curiosidad que empuja a los hombres a mirar las cabezas de los ejecutados, Ajib se dirigió a la puerta de su casa. Su llave todavía encajaba en la cerradura, así que entró. El mobiliario había cambiado, pero era sencillo y estaba deteriorado, y Ajib se sintió mortificado al verlo. ¿Después de veinte años no se podía permitir siquiera unos almohadones mejores?

ADELANTO | Ellas hablan: mientras duermen, menonitas son violadas por su comunidad. Aquí su historia

viernes, noviembre 6th, 2020

Esta es la historia real de una remota colonia menonita de Molotschna, Bolivia, donde durante años mujeres y niñas amanecían doloridas y sangrando, como consecuencia de haber sido drogadas y violadas por la noche. La comunidad atribuía estas heridas a demonios que las castigaban por sus pecados.

Los violadores eran familiares y vecinos de las mujeres que habían administrado anestésico de animales a sus víctimas para dejarlas inconscientes. Los ocho hombres fueron detenidos, pero ahora quedarán libres bajo fianza y regresarán a casa. ¿Qué rumbo deberán tomar ahora estas mujeres?

Ciudad de México, 7 de noviembre (SinEmbargo).- Durante años, en la remota colonia menonita de Molotschna, las mujeres han sido sistemáticamente drogadas y violadas mientras duermen. La comunidad se empeñaba en hacerles creer que las heridas eran producto de su imaginación u obra del demonio que las castigaba por pecadoras. Pero los violadores eran hombres de carne y hueso: familiares y vecinos que fueron detenidos, pero que ahora quedarán libres bajo fianza y regresarán a casa.

Ocho de esas mujeres que padecieron abusos y violaciones, cuatro de la familia Loewen y cuatro de las Friesen, están a punto de reunirse en secreto para tomar una decisión que determinará su futuro. ¿Qué deben hacer? ¿Perdonarlos, como pide el obispo Peters? ¿Responder a la violencia con más violencia? ¿O marcharse para siempre, lejos del único mundo que hasta ahora han conocido?

En el punto en el que estas ocho mujeres –niñas, jóvenes, adultas y ancianas– toman la palabra y comienzan a compar­tir sus miedos, deseos y esperanzas, arranca esta formidable novela, inspirada en hechos reales que ocurrieron hace tan sólo una década. La autora narra con hondura, afecto y sentido del humor la historia de unas mujeres que reclaman su derecho a decidir, y se hacen preguntas sobre la convivencia, el perdón, la justicia y la naturaleza del amor.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Ellas hablan, de la escritora canadiense Miriam Toews, quien ha publicado ocho libros y su obra ha sido galardonada con una decena de premios, entre ellos el Governor General’s Award for Fiction y el Rogers Writers’ Trust Fiction Prize en dos ocasiones. De ascendencia menonita, varias de sus obras versan sobre el papel de las mujeres en estas comunidades. En 2007 dio vida a la protagonista, madre de una familia menonita, de la película Luz silenciosa de Carlos Reygadas. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.

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UN APUNTE SOBRE ESTA NOVELA

Entre 2005 y 2009, en una remota colonia menonita de Bolivia llamada Manitoba, como la provincia canadiense, muchas mujeres y niñas se levantaban por la mañana doloridas y con sensación de modorra, sus cuerpos amoratados y sangrando, como consecuencia de haber sido agredidas por la noche. Estas agresiones se atribuyeron a fantasmas y demonios. Ciertos miembros de la comunidad eran de la opinión de que o Dios o Satán estaban castigando a las mujeres por sus pecados; un grupo muy numeroso las acusaron de mentir para llamar la atención o encubrir sus adulterios; hubo incluso quienes creyeron que era todo fruto de una imaginación femenina desbocada.

Con el tiempo se descubrió que ocho hombres de la colonia habían administrado anestésico para animales a sus víctimas para dejarlas inconscientes y así poder violarlas. En 2011 un tribunal boliviano halló culpables a estos hombres y los condenó a largas penas de prisión. En 2013, con los condenados aún en prisión, se denunciaron en la colonia nuevas agresiones y abusos sexuales del mismo tipo.

Ellas hablan es tanto una reacción a través de la ficción a estos hechos reales como un acto de imaginación femenina.
M. T.

ACTAS DE LO DICHO POR LAS MUJERES

Relativas a las asambleas celebradas en la colonia Molotschna los días 6 y 7 de junio de 2009, tal y como quedaron registradas por August Epp.
Estuvieron presentes:

Las Loewen
Greta, la de más edad
Mariche, la hija mayor de Greta
Mejal, otra hija más joven de Greta
Autje, una hija de Mariche

Las Friesen
Agata, la de más edad
Ona, la hija mayor de Agata
Salome, otra hija más joven de Agata
Neitje, una sobrina de Salome

6 DE JUNIO
AUGUST EPP, ANTES DE LA ASAMBLEA

Me llamo August Epp (irrelevante a todos los efectos, salvo por haber sido designado secretario de las asambleas de las mujeres porque las mujeres son iletradas y no pueden cumplir esta función). Y puesto que éstas son las actas, y yo el redactor de las mismas –y además soy maestro de escuela y a diario instruyo a mis alumnos para que hagan esto mismo–, soy de la opinión de que mi nombre debe aparecer en el encabezado junto con la fecha. Ona Friesen, miembro también de la colonia Molotschna, fue quien me preguntó si podría yo redactar las actas (aunque no utilizó la palabra «actas», y me preguntó más bien si podría yo dejar constancia de algún modo de las asambleas y crear un documento del que ellas pudieran disponer).

Tuvimos esa conversación ayer tarde, en el camino de tierra entre su casa y el cobertizo donde me tienen alojado desde que volví a la colonia hace meses. (Una disposición temporal, en palabras de Peters, el obispo de Molotschna, donde «temporal» podría significar cualquier plazo de tiempo porque él no se rige por un entendimiento convencional de las horas y los días; estamos aquí, o en el Cielo, para la eternidad, y eso es todo lo que necesitamos saber. Las casas principales de la colonia son para las familias y, estando como estoy solo, no sería extraño que me quedara para siempre en el cobertizo, para los restos, lo que en realidad tampoco me importaría. Es más grande que la celda de una prisión y quepo de sobra, yo ¡y un caballo!).

Ambos fuimos rehuyendo las sombras mientras hablábamos. En cierto momento, a mitad de una frase, el viento le levantó la falda y tuve la impresión de que me rozaba la pierna con el dobladillo. Íbamos buscando el sol, moviéndonos a cada tanto conforme las sombras se alargaban, hasta que los rayos desaparecieron y Ona rio y blandió el puño hacia el sol de poniente y lo llamó traidor, cobarde. Me contuve para no explicarle lo que son los hemisferios, que estamos obligados a compartir el sol con otras partes del mundo, que si observáramos la Tierra desde el espacio exterior veríamos hasta quince anocheceres y quince amaneceres al día (y que quizá, al igual que comparte el sol, el mundo podría aprender a compartirlo todo, aprender ¡que todo es de todos!). Me limité a asentir, en cambio. Sí, el sol es un cobarde…, igual que yo. (También me callé porque fue precisamente esta tendencia mía a creer, con tanta exaltación, que todos podemos compartirlo todo lo que me hizo dar con los huesos en la cárcel no hace tanto). He de admitir que la conversación no es algo que me venga fácil y, además, por desgracia, padezco la angustia del pensamiento tácito a cada minuto de mi vida.

Ona volvió a reír, y su risa me envalentonó, y quise preguntarle si yo suponía para ella un recordatorio del Mal en carne y hueso, y si eso era lo que la colonia pensaba de mí, que yo era el Mal, y no porque hubiera estado en la cárcel, sino por lo ocurrido tanto tiempo atrás, antes de que me encarcelaran. Me limité, sin embargo, a acceder a redactar las actas, por supuesto que sí (no tenía más alternativa, pues yo por Ona Friesen haría cualquier cosa).

Le pregunté para qué querían las mujeres un documento escrito de las reuniones si no iban a poder leerlo. Ona, que sufre de narfa, o nerviosismo –al igual que yo, mi propio nombre así lo dice, Epp viene de «álamo», del álamo temblón, el árbol con hojas que tiemblan, el árbol al que también se le llama a veces Lengua de Mujeres porque sus hojas están en continuomovimiento–, me respondió con lo siguiente.

Ese mismo día, a primera hora de la mañana, había visto dos animales, una ardilla y un conejo, justo cuando la primera cargaba a toda velocidad contra el segundo. En el momento en que la ardilla estaba a punto de entrar en contacto con el conejo, éste pegó un salto hacia arriba en el aire, de dos o tres palmos de alto. La ardilla, confundida, o al menos a Ona así se lo pareció, se dio entonces media vuelta y cargó contra el conejo desde el otro lado, todo para encontrarse de nuevo un vacío cuando una vez más el conejo, en el último segundo posible, saltó en el aire y evitó el contacto con la ardilla.

Disfruté de la anécdota porque era de Ona, pero no llegué a entender qué había querido decirme exactamente, o qué podía tener eso que ver con las actas.
¡Estaban jugando!, me dijo.
¿Tú crees?, le pregunté.

Ona se explicó: quizá ella no tenía por qué haber visto el juego de la ardilla y el conejo; era muy temprano por la mañana, a una hora en que nadie más deambulaba por la colonia, con el pañuelo del pelo demasiado suelto, el vestido arremangado también de cualquier manera, una silueta sospechosa…, la hija del diablo, como la ha apodado Peters.

Pero ¿llegaste a verlo, ese juego secreto?, quise saber.
Sí, respondió, lo vi con mis propios ojos (ojos que en ese momento, mientras me contaba la historia, brillaban de la emoción).

Las asambleas han sido organizadas a la carrera por Agata Friesen y Greta Loewen en respuesta a las extrañas agresiones que llevan ya varios años atormentando a las mujeres de Molotschna. Prácticamente todas las mujeres y niñas han sido violadas desde 2005, y en su momento muchos de la colonia creyeron que era obra de fantasmas o de Satán, en teoría como castigo por sus pecados.

Las agresiones sucedían de noche. Mientras las familias dormían, dejaban inconscientes a las niñas y mujeres rociándolas con un espray del anestésico que utilizamos para los animales de la granja y que elaboramos con belladona. A la mañana siguiente se despertaban doloridas y aletargadas, a menudo sangrando, sin entender a qué podía deberse. No hace mucho que se ha sabido que los ocho demonios responsables de las agresiones han resultado ser hombres de carne y hueso de Molotschna, la mayoría de ellos parientes cercanos –hermanos, primos, tíos, sobrinos– de las mujeres en cuestión.

A uno de los hombres lo reconocí vagamente. Jugábamos juntos de pequeños. Se sabía el nombre de todos los planetas o, si no, al menos se los inventaba. Su apodo era Froag, que significa «pregunta» en nuestro idioma. Me acuerdo de que quise despedirme de aquel chico antes de abandonar la colonia con mis padres, pero mi madre me dijo que mi amigo estaba pasándola mal con los molares de los doce años y que había contraído una infección y no podía salir de su cuarto; ahora no tengo tan claro que eso fuese verdad. Pero el caso es que en la colonia no se despidieron de nosotros cuando nos fuimos, ni ese niño ni nadie.

Los demás asaltantes son mucho más jóvenes que yo y no habían nacido, o eran niños de pecho o de dos o tres años, cuando me fui con mis padres, de modo que no los recuerdo de nada. Molotschna, al igual que todas nuestras colonias, es autárquica y aplica sus propias leyes. En un principio Peters pensó en encerrar varias décadas a los hombres en un cobertizo (parecido al mío), pero no tardó en hacerse evidente que la vida de los hombres corría peligro. Salome, la hermana pequeña de Ona, agredió a uno con una guadaña, mientras que un grupo de colonos borrachos y airados, parientes de las víctimas, colgó a otro por las manos de la rama de un árbol. Murió, al parecer olvidado, cuando los hombres borrachos y airados perdieron el sentido allí mismo en el sembrado de sorgo, junto al árbol. Después de eso, Peters decidió, con el apoyo de los ministros, llamar a la policía para que los detuvieran –es de suponer que por su propia seguridad– y se los llevaran a la ciudad.

El resto de los hombres de la colonia (salvo por los que están seniles o inválidos, y mi persona, por razones que no me honran) han ido a la ciudad para depositar la fianza para los agresores detenidos, con la esperanza de que los dejen volver a Molotschna mientras siguen a la espera de juicio. Y cuando los responsables vuelvan, a las mujeres se les concederá la oportunidad de perdonarlos, lo que garantizaría un lugar en el Cielo para todos.

Por lo que ha dicho Peters, si las mujeres no perdonan a los hombres, tendrán que abandonar la colonia y vivir en el mundo exterior, del que nada saben. Las mujeres tienen muy poco tiempo, sólo dos días, para organizar su reacción. Según me ha contado Ona, las mujeres de Molotschna votaron ayer. Se podía votar por tres opciones:

1. No hacer nada.
2. Quedarse y luchar.
3. Irse.

Cada opción iba acompañada de una ilustración explicativa porque las mujeres no saben leer (nota: no es mi intención estar señalando de continuo que las mujeres no saben leer, sólo cuando resulta necesario para explicar determinadas acciones). Neitje Friesen, de dieciséis años, hija de la difunta Mina Friesen y ahora bajo tutela permanente de su tía Salome Friesen (Peters mandó hace años al padre de Neitje, Balthasar, a un remoto rincón del suroeste del país para que comprara doce tusones y todavía no ha vuelto), ha sido la que ha ideado las ilustraciones:

«No hacer nada» iba acompañada de un horizonte vacío. (Aunque creo, si bien me abstuve de mencionarlo, que podría haber servido para ilustrar igualmente la opción de irse).
«Quedarse y luchar» iba acompañada de un dibujo de dos miembros de la colonia enzarzados en un cruento duelo a cuchillo. (Las demás lo tacharon de demasiado violento, pero el significado queda claro).
Y la opción «Irse» iba acompañada de un dibujo de un caballo visto por detrás. (Una vez más pensé, si bien me abstuve de comentarlo, que parecía que fueran las mujeres las que vieran irse a otros).

El recuento estuvo muy reñido entre la segunda y la tercera opción, el cruento duelo a cuchillo y el caballo visto por detrás. En general las Friesen se decantan por quedarse y luchar, mientras que las Loewen prefieren irse, aunque existen indicios de opiniones cambiantes en ambos bandos.

También hay mujeres en Molotschna que han votado por no hacer nada y dejar las cosas en manos del Señor, pero hoy no estarán presentes. La que más se hace oír entre las mujeres del «No hacer nada» es Janz Caracortada, miembro incondicional de la colonia, recolocadora de huesos oficial y mujer conocida también por tener una vista excelente para medir distancias. En cierta ocasión me explicó que, como molotschnaní, ella tenía todo lo que podía pedir; bastaba con contentarse con pedir poco.

Ona me informó de que Salome Friesen, iconoclasta como la que más, señaló en la asamblea de ayer que en realidad «No hacer nada» no era una opción como tal, pero al menos así las mujeres que se decantasen por el «No hacer nada» sentirían que tenían cierto poder de decisión. Mejal (palabra que significa «niña» en bajo alemán) Loewen, una simpática fumadora empedernida con dos dedos de yemas amarillas, y barrunto que una vida secreta, se mostró de acuerdo, pero, según me contó Ona, también señaló que a Salome Friesen nadie la había erigido en la persona que podía afirmar qué constituye y qué no la realidad, o cuáles eran las opciones. Por lo visto, las demás Loewen se mostraron de acuerdo con lo dicho asintiendo con la cabeza, mientras que las Friesen expresaron su impaciencia con gestos rápidos y desdeñosos.

Esta clase de conflicto menor ilustra bien el tono del debate entre ambos grupos, las Friesen y las Loewen. Con todo, dado que el tiempo apremia y urge tomar una decisión, las mujeres de Molotschna han decidido por consenso permitir que estas dos familias debatan los pros y los contras de cada opción –salvo por la opción del «No hacer nada», que la mayoría de mujeres de la colonia ha tachado de dummheit– y decidan cuál es la más conveniente y, a partir de ahí, elijan la mejor forma de implementar esa opción.

Un apunte a la traducción: las mujeres hablan en plautdietsch o bajo alemán, el único idioma que conocen y lengua oficial de todos los miembros de la colonia Molotschna (si bien hoy en día los muchachos de Molotschna aprenden los rudimentos del inglés en la escuela, y los hombres hablan también un poco de español). El plautdietsch es un idioma medieval sin representación gráfica, moribundo, un batiburrillo de alemán, holandés, pomerano y friso. Quedan muy pocas personas en el mundo que hablen bajo alemán, y las que lo hacen son todas menonitas.

Lo menciono para explicar que antes de poder transcribir las actas de las reuniones, si quiero dejar constancia por escrito, tendré que traducir al inglés (al vuelo, mentalmente) lo que las mujeres digan. Y otro apunte, de nuevo irrelevante para el debate de las mujeres, pero necesario para explicar en este documento por qué yo sé leer, escribir y entender la lengua inglesa: aprendí inglés en Inglaterra, adonde me mudé con mis padres cuando los excomulgó el obispo de Molotschna de aquellos tiempos, Peters el Viejo, el padre del Peters que actualmente es el obispo de Molotschna.

Cuando estaba allí en mi cuarto curso de la carrera, sufrí un trastorno nervioso (narfa) y participé en unas actividades políticas que me llevaron en última instancia a ser expulsado de la universidad y encarcelado durante una temporada. Mi madre murió estando yo preso. Mi padre había desaparecido hacía años. No tengo hermanos porque a mi madre le tuvieron que extirpar el útero después de tenerme a mí. En definitiva, no tenía a nadie ni nada en Inglaterra, aunque sí conseguí terminar mi licenciatura en Magisterio por correspondencia mientras cumplía condena. Sin dinero, sin techo y medio loco –o loco del todo–, tomé la decisión de suicidarme.

Un día, mientras me documentaba sobre las distintas opciones de suicidio en la biblioteca pública que estaba más cerca del parque que había convertido en mi casa, me quedé dormido. Estuve durmiendo muchísimo rato, hasta que por fin la bibliotecaria me despertó zarandeándome ligeramente y me dijo que tenía que irme, que era la hora del cierre. Esta misma mujer, una señora mayor, se dio cuenta entonces de que yo había estado llorando y tenía un aspecto desaliñado y parecía consternado, y me preguntó qué me pasaba. Le dije la verdad: no quería seguir viviendo.

Me invitó a cenar, y mientras comíamos en un pequeño restaurante frente a la biblioteca, me preguntó de dónde era, ¿de qué parte del mundo? Le contesté que venía de una parte del mundo que había sido fundada para ser su propio mundo, alejada del mundo. Le conté que, en cierto sentido, mi pueblo (recuerdo el tono irónico con que dije las palabras «mi pueblo», y que al instante me avergoncé y pedí perdón para mis adentros) no existe, o al menos ésa es la sensación que debe de dar, la de no existir.

Y supongo que de ahí a pensar que en realidad tú tampoco existes, dijo, o que tu propia existencia corporal es una perversión, sólo hay un paso.
No tenía muy claro qué había querido decirme y me rasqué la cabeza con saña, como un perro con garrapatas.
¿Y después?, me preguntó.
Unos años en la universidad y luego en prisión, le conté.
Bueno, quizá ambas cosas no sean autoexcluyentes.
Esbocé una sonrisa necia. Mi incursión en el mundo acabó con mi reclusión del mundo, dije.
Como si te hubieran traído a la existencia para no existir, comentó riendo.
Elegido para conformarse, sí, dije intentando no reírme yo también. Nacido para no ser.

Me imaginé a mi yo de bebé berreando al ser sacado del útero de mi madre, y luego, el útero en sí arrancado rápidamente y tirado por una ventana para evitar que sucedieran más abominaciones: este nacimiento, este niño, su desnudez, la vergüenza de la madre, su vergüenza, la vergüenza de ambos.
«Encontré un viajero de comarcas remotas»,* dijo la mujer, al parecer citando a un poeta que conocía y que le encantaba.

Una vez más no me quedó muy claro a qué se refería, pero asentí. Le expliqué que provenía de una colonia menonita, la de Molotschna, y que, cuando tenía doce años, excomulgaron a mis padres y tuvimos que mudarnos a Inglaterra. Nadie se despidió de nosotros, le conté a la bibliotecaria (viviré siempre con la vergüenza de haber dicho algo tan lastimero). Estuve años creyendo que nos obligaron a irnos de Molotschna porque me habían descubierto robando peras en una granja de la colonia vecina de Chortiza. En Inglaterra, donde aprendí a leer y escribir, dibujaba mi nombre con piedras en un gran prado verde para que Dios me encontrara rápidamente y completara así mi castigo. También intenté escribir la palabra «confesión» con piedras del muro de nuestro jardín, pero mi madre, Monica se llamaba, se dio cuenta de que esa tapia entre nuestro jardín y el de los vecinos estaba menguando.

Cierto día siguió hasta el prado el surco estrecho que había dejado yo en la tierra con la carreta y me sorprendió en el acto de rendirme a Dios, utilizando las piedras del mundo para señalar mi paradero, con letras enormes. Me hizo sentarme en el suelo y me rodeó con sus brazos, sin decir nada. Al cabo de un rato me dijo que había que devolver las piedras al muro. Le pregunté si podía devolverlas una vez que Dios me hubiera encontrado y castigado. Era tal mi agotamiento por anticipar el castigo que lo único que quería era acabar cuanto antes. Me preguntó por qué creía yo que tenía pensado castigarme Dios, y le conté lo de las peras, y mis pensamientos sobre las chicas, sobre mis dibujos, y mis ansias de ganar en los deportes y ser fuerte. Qué vanidoso, competitivo y lujurioso era. Mi madre se rio entonces, volvió a abrazarme y me pidió perdón por reírse. Me dijo que yo era un niño común y corriente, y que era hijo de Dios…

ADELANTO | Las memorias de Bernard Sumner y la vida íntima de New Order y Joy Division en un libro

sábado, octubre 10th, 2020

En estas extensas, apasionantes y pormenorizadas memorias, Bernard Sumner (guitarrista y miembro fundador de Joy Division y líder de New Order) nos explica qué secretos, vivencias y anécdotas se esconden detrás de tantas canciones y discos memorables.

Sumner retrata a la perfección la alienación y la falta de horizontes que dieron forma al sonido de Joy Division, o cómo la influencia de la música de baile dio lugar a éxitos como «Blue Monday» y a discos como Technique.

Ciudad de México, 10 de octubre (SinEmbargo).- Quizá sea Joy Division el grupo que, junto con The Velvet Underground, más haya influido en la evolución del rock. Nacida de las cenizas del punk, y llevando su furia nihilista a terrenos más introspectivos y oscuros, la formación adquirió muy pronto un estatus de culto.

Cuando el éxito parecía estar a la vuelta de la esquina, tuvo lugar el trágico suicidio de Ian Curtis, shock al que tuvieron que sobreponerse los otros miembros de la banda para fundar New Order, uno de los grandes grupos de los ochenta, pioneros y maestros del pop electrónico.

En estas extensas, apasionantes y pormenorizadas memorias, Bernard Sumner (guitarrista y miembro fundador de Joy Division y líder de New Order) nos explica qué secretos, vivencias y anécdotas se esconden detrás de tantas canciones y discos memorables.

Sumner retrata a la perfección la alienación y la falta de horizontes que dieron forma al sonido de Joy Division, o cómo la influencia de la música de baile dio lugar a éxitos como «Blue Monday» y a discos como Technique. Y, por supuesto, también desfilan por estas páginas personajes del calibre de Tony Wilson, Martin Hannett, Rob Gretton, Johnny Marr o Neil Tennant, y grupos amigos como The Buzzcocks o Happy Mondays (Bez incluido), sin olvidar las fiestas en Ibiza y la locura del éxtasis, el acid house y los años dorados de The Haçienda (probablemente una de las discotecas más ruinosas y queridas de la historia).

Ésta es la historia de cómo Joy Division y New Order situaron a Mánchester en el mapa de la música y de la posteridad. Un libro sobre la pasión de un grupo de amigos que se agarraron al clavo ardiendo de los sueños para superar una realidad ominosa y opresiva; un libro sobre la pérdida, pero también sobre la posibilidad de renacimiento y redención sin traicionar los postulados artísticos de independencia y experimentación sonora.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de New Order, Joy Division y yo, de Bernard Summer. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.

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A mi familia,a la banda, a los amigos y
colaboradores leales, y a todos los que
murieron, Ian, Martin, Rob, Tony

El tiempo es una cosa curiosa. Cuando lo tienes por delante, es algo que das por supuesto y transcurre con lentitud. Luego, a medida que vas envejeciendo, se acelera. Cuando miro hacia atrás, la distancia recorrida me parece muy larga, como si hubiera pasado mucho tiempo, como si fuera un sueño.

Nací en un hospital de Mánchester, llamado Crumpsall, en enero de 1956, un día gris y frío de invierno septentrional. En cuanto a cómo era Mánchester en los años cincuenta, sólo puedo imaginarlo: blanco y negro, granulado, con coches de aspecto extraño, furgonetas negras con faros de luz tenue y rejillas de radiador; niebla, el Hotel Midland, la Biblioteca Central, el río Irwell, la mala comida, la lluvia. Así que me mudé a Salford, a siete kilómetros de allí.

Vivía en el número 11 de Alfred Street, Lower Broughton, Salford 7, una casa de puerta roja que formaba parte de una hilera de viviendas en un barrio de gente de la clase trabajadora, en su mayor parte decente. Mi familia estaba compuesta por mi madre, Laura; mi abuela, Laura; y mi abuelo, John, y todos se apellidaban Sumner.

Por supuesto, no recuerdo gran cosa de mis años de infancia, pero el lector puede ver las embarazosas fotografías. Mi primer recuerdo es el de estar sentado en un sofá marrón, jugando con una guitarra de plástico, roja y crema, en la que se podía leer: «Teen Time». Así empezó todo.

PRÓLOGO

Cuando escribo esto, estoy preparando un viaje a América del Sur con New Order para dar unos conciertos en Chile, Argentina, Uruguay y Brasil. Nunca nos hemos promocionado de manera particular en esos países; de hecho, nunca nos hemos promocionado de manera particular en ninguna parte fuera del Reino Unido; sin embargo, vamos a tocar en locales abarrotados, en ciudades tan alejadas en todos los sentidos del Mánchester de nuestros orígenes como es posible imaginar.

Joy Division y New Order son fenómenos internacionales. Nuestra música ha calado en todo el mundo, aunque no estoy seguro de cómo y por qué ha sucedido esto: no puede decirse del grupo que sea una banda pop convencional que produzca éxitos de ventas y gane premios de los Cuarenta Principales. Sin embargo, por alguna razón, hemos llegado a tener una masa de seguidores amplia y leal, incluso en los lugares más inverosímiles, que no muestra signos de disminuir a corto plazo: recientemente, estaba en casa viendo las últimas noticias sobre la actualidad de Oriente Medio, en cuyas imágenes aparecía gente corriendo para refugiarse de un ataque con misiles. De repente, una adolescente pasó por delante de la cámara con una camiseta de Unknown Pleasures.

La longevidad de la música es algo que no deja de asombrarme. Joy Division inició su andadura en 1977, y aquí estamos, más de tres décadas después, tan populares como lo hemos sido siempre, ganándonos a las nuevas generaciones y consiguiendo nuevas audiencias. En nuestra última gira, pregunté a algunos fans adolescentes cómo descubrieron New Order. Habitualmente algún hermano o hermana mayor les había hablado de nosotros, o habían asaltado las colecciones de discos de sus padres y les había gustado lo que oyeron; que te digan algo así resulta fantástico.

Todo ello hace que estos tiempos sean particularmente estimulantes para New Order. Los últimos años han resultado ser un período de los más activos y de mayor éxito —y, en muchos aspectos, de los más divertidos— en los tres decenios de historia de la banda. Lo que comenzó con un par de conciertos benéficos en 2011, se convirtió en un puñado de actuaciones en festivales, y luego, casi antes de que nos diéramos cuenta, estábamos en una gira mundial en toda regla que duró varios meses y que cubrió varios continentes. Desde entonces todo ha sido así.

La gira subrayó para mí la muy especial conexión que existe entre los fans y la banda en lo que atañe a Joy Division y New Order. Adondequiera que voy, me encuentro con toda una serie de personas, jóvenes y mayores, que se me acercan para que les firme algún álbum y me hablan de cuánto significa nuestra música para ellos, y de cómo esa música ha sido la banda sonora de sus vidas. A menudo me preguntan si pueden hacerse una fotografía conmigo. Están a mi lado, sosteniendo su iPhone para tomar la instantánea, y su mano tiembla porque sienten tanta pasión por la música que tienen que hacer un verdadero esfuerzo para mantener la cámara inmóvil. Es una sensación increíble pensar que he sido parte de algo que ha tenido un impacto de este calibre en la vida de alguien, ya sea en los barrios de Mánchester o en los de Lima, Auckland, Tokio, Berlín o Chicago.

Los seguidores de New Order son furiosamente leales. No sólo les gusta New Order, sino que sienten una profunda conexión entre la música, la banda y ellos mismos. Es algo que va mucho más allá del simple agrado por una melodía pegadiza, algo intensamente personal: no se trata sólo de que canturreen nuestra música mientras están fregando los platos o cuando nos oyen ocasionalmente por la radio; hay personas cuyas vidas han sido transformadas por nuestra música, que han encontrado alguna clase de consuelo o inspiración en lo que hemos hecho.

El principal factor de que así sea es, claro está, la propia música: la gente encuentra algo en ella que resuena en su vida en un nivel profundo; siempre me ha parecido que escuchar hablar a la gente de lo que nuestra música significa para ellos me hacía más humilde. Todo esto, sin embargo, siempre ha sido una conversación más bien unidireccional. Hasta ahora.

Soy por naturaleza una persona muy reservada y siempre he dejado que la música hablara por mí. A lo largo de los años he concedido innumerables entrevistas sobre las bandas en las que he estado y la música que he hecho, pero nunca antes había vinculado nada de todo eso a mi vida personal. Mi vida en la música ha sido configurada enteramente por la persona que soy y las cosas que me han sucedido. Nuestra música nunca ha estado basada, por ejemplo, en el hecho de ser un virtuoso con un instrumento en particular; es íntegramente el producto de nuestras distintas personalidades y de la suma de todas nuestras experiencias.

Sin embargo, aunque los aspectos privados de mi vida han sido vitales para mi creatividad, siempre me he sentido muy incómodo hablando de ellos. Construí una barrera entre mi vertiente privada y mi vertiente pública en una etapa temprana de mi vida, una barrera que muy rara vez he levantado, si es que alguna vez lo he hecho.

Desde que empezamos a viajar otra vez, sin embargo, he visto las reacciones de la gente a nuestros conciertos y he podido observar lo que nuestra música significa para ellos, y eso me ha hecho pensar. He comprendido que le debo a la gente una mirada hacia las escenas de mi propia historia pasada, porque no creo que nadie pueda tener una verdadera comprensión de la música sin conocer de dónde surge. La vida te moldea, y lo que la vida te hace moldea tu arte. Es el momento para mí de llenar los espacios en blanco: quizá entonces la gente pueda comprender por qué la música que hacemos le afecta tan profundamente.

Siento que he llegado a un punto en mi vida en el que, si no cuento mi historia ahora, quizá no lo haga nunca. Hay muchas cosas en las páginas que siguen de las que me ha resultado difícil hablar, cosas de las que no había hablado anteriormente en público, pero que me parecen de vital importancia para una comprensión global de la persona que soy, de las bandas con las que he tocado y de la música que he ayudado a crear. Mi silencio respecto a todo cuanto cayera fuera de las bandas y la música ha permitido que se extendieran ciertos mitos y que algunas cosas falsas fueran aceptadas como verdaderas, así que confío en que, a lo largo del trayecto, podré corregir algunos de esos errores de percepción y desmontar tantos mitos como sea posible.

Pues, sin duda, la verdad es siempre una historia cien veces mejor.

1. FAROLAS

Los Ángeles produjo a los Beach Boys. Dusseldorf produjo a Kraftwerk. Nueva York produjo a Chic. Mánchester produjo a Joy Division.

Las armonías de los Beach Boys estaban llenas de calor y de sol, el innovador pop electrónico de Kraftwerk estaba impregnado del resurgimiento económico y tecnológico de la Alemania de posguerra, mientras que la música de Chic vibraba con el hedonismo alegre de finales de los setenta en Nueva York.

Joy Division sonaba como Mánchester: frío, disperso y, a veces, sombrío.

Hay un momento de mi juventud que creo que ilustra a la perfección de dónde surgió la música de Joy Division. Ni siquiera es un incidente como tal; es más bien una instantánea, una fotografía mental que nunca he olvidado.

Yo tenía dieciséis años. Era una fría y deprimente noche de invierno y andaba con unos amigos por una calle del barrio de Ordsall, en Salford, sin nada que hacer en particular, demasiado mayor e inquieto para quedarme sentado en casa, demasiado joven para ir a beber. Estoy completamente seguro de que Peter Hook estaba allí, y también otro amigo llamado Gresty, pero el frío había matado la conversación. Una niebla espesa cubría Salford aquella noche, el tipo de niebla helada, pegajosa, cuyo frío te cala hasta los huesos. Nuestra respiración producía nubes de vaho, caminábamos con los hombros encorvados y las manos metidas en el fondo de los bolsillos. Pero lo que recuerdo con mayor nitidez es haber mirado hacia el fondo de la calle y haber visto las farolas de sodio naranja rodeadas de un halo sucio producido por la niebla. Al mirarlas, uno se sentía enfermo de gripe.

Las luces habrían resultado lo bastante mortecinas en cualquier otro momento, pero la niebla, tiznada con la mugre y el polvo de las fábricas, las había reducido a una sucesión de globos turbios a lo largo de la calle. El silencio fue roto por el rugido de un motor y un chirrido de neumáticos. Un coche salió disparado por la esquina, y sus luces nos deslumbraron por un momento; pude escuchar a una chica gritando con todas sus fuerzas. No pude verla, no pude ver a nadie en el coche; tan sólo oí ese grito fuerte, terrible, que estalló en la carretera y desapareció en la niebla. Se hizo el silencio de nuevo y pensé para mis adentros: «¡Tiene que haber algo más que esto!».

Cuando no hay estímulos que encontrar en el exterior, no tienes más remedio que mirar dentro de ti en busca de inspiración, y cuando lo hice estalló una creatividad que siempre había estado ahí. Se mezcló con mi entorno y mis experiencias vitales para convertirse en algo tangible, algo que expresaba lo que yo era. Para algunas personas eso se canaliza en un lienzo; para otras, emerge en un texto, o tal vez en el deporte. En mi caso, y en el de las personas con las que creé el sonido de Joy Division, se puso de manifiesto en la música. El sonido al que dimos forma fue el sonido de aquella noche —un sonido frío, sombrío, industrial—, y surgió desde dentro.

Mánchester era frío y lúgubre el día en que nací, un miércoles 4 de enero de 1956, en lo que hoy es el Hospital General del Norte de Mánchester, en Crumpsall. Era apenas una década después del final de la Segunda Guerra Mundial y la sombra del conflicto todavía se cernía sobre el país: desde las huellas de los bombardeos aún visibles en las ciudades y el legado de austeridad de la posguerra —el racionamiento de carne había terminado sólo dieciocho meses antes de que yo naciera— hasta los recuerdos extremadamente vívidos de las generaciones anteriores a la mía. El espectro de la guerra no había desaparecido por completo: se estaba gestando la crisis de Suez y las tensiones de la Guerra Fría fueron mayores que nunca tras la firma del Pacto de Varsovia el año anterior.

Pero no todo fue negativo, sin embargo. Había signos de que algunas cosas estaban cambiando. Aunque tengo que admitir que no soy un gran fan de los años cincuenta, «Rock Around the Clock», de Bill Haley, uno de los discos más influyentes del siglo, estaba en lo más alto de las listas el día en que nací, y seis días más tarde Elvis entraría en los estudios rca, en Nashville, para grabar «Heartbreak Hotel».

Puede que mi llegada se produjera en el momento clave de un enorme cambio cultural, pero mi nacimiento no fue demasiado corriente. Mi madre, Laura Sumner, tenía parálisis cerebral. Nació perfectamente bien, pero pasados tres días empezó a tener convulsiones que la llevaron a una situación que la confinaría para toda la vida en una silla de ruedas. Nunca más volvió a caminar, siempre tuvo una gran dificultad para controlar sus movimientos, y también se vio afectada su capacidad de hablar.

Nunca conocí a mi padre. Había desaparecido del mapa antes de que yo naciera y sigo sin tener la menor idea de quién fue. Aunque parezca extraño, eso es algo que nunca me ha preocupado; desde luego, no creo que nunca me afectara realmente. Me da la impresión de que ahora está muerto; se trata sólo de una sensación, pero aunque estuviera vivo, no tendría ningún interés en conocerlo. No creo que se pueda echar de menos lo que nunca se ha tenido.

Alfred Street era una pequeña calle adoquinada, una calle de casas victorianas adosadas, no muy lejos de la prisión de Strangeways y cerca del río Irwell. Lower Broughton era una zona típica de clase trabajadora de Salford (la calle que inspiró a Tony Warren para crear Coronation Street no estaba muy lejos), regida por las necesidades de la industria; Alfred Street y sus vecinos proporcionaban la mano de obra para una serie de fábricas y talleres locales y, en un recorrido de unos pocos minutos a pie, se podía encontrar allí una versión resumida de toda la industrializada región del noroeste: una herrería, un taller de trabajos de cobre, un taller de confección, una fábrica de pinturas, otra de productos químicos, una fábrica de algodón, una serrería y una fundición de latón. La canción «Dirty Old Town», con su poderosa evocación de amor en un paisaje industrial del norte, fue escrita pensando en Lower Broughton. Vivir cerca de la prisión de Strangeways ofrece una equilibrada perspectiva adicional sobre la parte más vulnerable de la vida: recuerdo que, cuando era niño, le pregunté una vez a mi abuelo qué era aquella línea de hombres con extraños uniformes, cavando en la carretera; me respondió que se trataba de un grupo de presos.

La casa de mis abuelos era el número once y, cuando yo nací, mi madre aún vivía con ellos, pues necesitaba abundantes cuidados. Nuestro hogar era típico en muchos aspectos, tanto de la zona como de la época: en la planta baja había una cocina, un cuarto de estar, un salón que se usaba para ocasiones especiales (aunque en nuestra casa mi madre dormía allí, porque no podía subir escaleras), y un servicio en el exterior. No teníamos cuarto de baño. Arriba, mi habitación estaba encima del cuarto de estar; la de mis abuelos, encima del salón. También había en esa planta superior un pequeño trastero que me proporcionó los fantasmas de mi niñez: mi abuelo había formado parte del servicio de vigilancia contra ataques aéreos durante la guerra, y aquello estaba repleto de máscaras de gas, sacos de arena, cortinas opacas y todo tipo de artilugios propios de una época de guerra. No sé si fue por las historias que había oído acerca de la guerra y las cosas terribles que sucedieron, pero siempre me pareció que en aquella habitación había algo aterrador. Siempre la evité.

Mi abuelo, John Sumner, un hombre bastante culto e interesante, fue como un padre para mí. Había nacido en Salford y se crió y trabajó como ingeniero en la fábrica Vickers, en Trafford Park. Había perdido a su padre cuando tenía diez años: mi bisabuelo se había ido a la Primera Guerra Mundial con el regimiento de Mánchester y cayó en la segunda batalla de Passchendaele, en 1917. Mi abuela Laura era una mujer muy cálida, una persona muy cariñosa que provenía de una antigua familia de Salford, los Platt. Su madre, como mi madre, también se llamaba Laura: era una tradición en la familia que las niñas llevaran el nombre de su madre, por lo que mi abuela era «Little Laura» y mi bisabuela fue siempre conocida como «Big Laura».

Mi abuelo tenía una rutina que debía realizar dos veces al día, una por la mañana antes de salir para el trabajo y otra cuando volvía a casa por la noche. Después de cruzar la puerta, caminaba por la casa exclamando: «¡Ah, aire fresco! ¡Necesito aire fresco!», salía al patio trasero y hacía una serie de inspiraciones y espiraciones largas, lentas y profundas. El problema era que al final de nuestra calle, escupiendo humos tóxicos, estaba la fábrica de productos químicos Wheathill. Era horrible; algunos días incluso te decían que no salieras a la calle, porque estaban quemando algo. Casi puedo evocar, todavía ahora, aquel olor acre; sin embargo, mi abuelo respiraba felizmente aquel aire, exaltando los beneficios que para la salud tenía la inhalación del aire fresco.

Mi bisabuela, Big Laura, vivía justo enfrente de la fábrica de productos químicos. Había tenido, creo, ocho o nueve hijas antes dar a luz a un niño. Cuando éste llegó, sintió que podía dar el asunto por concluido. Recuerdo haber ido a visitarla cuando yo era muy pequeño y haber visto también a mi bisabuelo, un tipo encantador que trabajó como mecánico en los ferrocarriles. Lo recuerdo como una persona muy cálida y amable, pero un día me dijeron que «se había marchado en tren para hacer un largo viaje». Tengo recuerdos muy intensos de él, así que sin duda me produjo una gran impresión; sin embargo, hace poco descubrí que tenía solamente dos años de edad cuando él murió.

ADELANTO | Claudina Domingo dibuja personajes grotescos y mundos oníricos en La noche en el espejo

sábado, octubre 3rd, 2020

«Cada quien tiene sus penurias, y la mía es tener que huir siempre de algo», afirma la protagonista de esta novela, una mujer en busca de una paz imposible, jaloneada por encuentros que la sumergen en realidades que parecen sueños.

Te compartimos un fragmento de La noche en el espejo, de la poeta y narradora Claudina Domingo, ganadora del Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer 2012 y del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2016.

Ciudad de México, 1 de octubre (SinEmbargo).- «Cada quien tiene sus penurias, y la mía es tener que huir siempre de algo», afirma la protagonista de esta novela, una mujer en busca de una paz imposible jaloneada por encuentros que la sumergen en realidades cavernosas que parecen sueños. Vemos desfilar frente a ella personajes asombrosos, grotescos o simplemente sin esperanza.

Casi siempre se trata de encuentros fugaces, que tienen la peculiar naturaleza mágica de los encuentros sin una segunda oportunidad. La protagonista no rehúye ninguno, porque cada uno puede ser el que pondrá fin a su huida, y esa plena disponibilidad, de tan acendrada, la torna casi incorpórea.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de La noche en el espejo, de la poeta y narradora Claudina Domingo, nombrada “escritora emergente del año” por la revista La Tempestad en 2011, y ganadora del Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada 2012 y del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2016. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.

***

1. LA EXPOSICIÓN

El cielo se ve desde el fondo de la estación. Su azul cobalto tiene profundas inclusiones grises. Subo los escalones de dos en dos con la carpeta de acuarelas en la mano. Hay un mechón amarillo brillante arrumbado junto a las nubes: quizá no sea tan tarde. La taquicardia hace una pausa, pero la cantidad de gente y autos, lo pesado que se mueve el metrobús me hacen pensar que son por lo menos las 6:30. Al fin se pone el rojo en el semáforo. Cruzo la avenida. La forma más rápida de atravesar el parque hacia el sur es en diagonal. Así llegaré pronto a mi casa por los marcos, colocaré las acuarelas y saldré corriendo a la galería cortando, de nuevo por el césped, en dirección al este.

Las nubes abren sus cortinas a un cielo azul zafiro. El parque bulle de personas que descansan o se divierten. Por un lado juegan futbol y bajo un grupo de árboles las parejas descansan. No les preocupa la inminencia de la lluvia. La velocidad con la que las nubes se separan es amenazante. Unas viajan hacia el sur mientras otra, casi negra, se aproxima desde el oeste. Las manos me sudan. Ni para qué mirar el reloj. Las zapatillas me van a hacer ampollas. Ya me imagino la escena que haré a la entrada de la galería: en la puerta, respirando con dificultad, con el pelo apelmazado en la frente por el sudor.

Las personas me mirarán con reproche mientras cuelgo los cuadros en los sitios vacíos en la pared y me disculpo por interrumpir el discurso de inauguración. Siento una punzada de rabia en el estómago. Nunca voy a llegar a este ritmo. Desanudo las correas de los zapatos. Al menos en el pasto avanzaré más rápido descalza. Ya se ve el seto de helechos al final del parque. Una enredadera con flores amarillas trepa por un fresno alto. Un trueno se desbarata en el aire. Si quiero llegar a casa con las acuarelas secas debo correr.

Al bajar las escaleras el aroma de la enredadera se acrecienta. Corto una flor amarilla (me recuerda a una campana) pero cuando voy a prendérmela en el pelo recuerdo la prisa que llevo. Sólo faltan dos cuadras y dar la vuelta a la derecha. Mi casa me estará presintiendo: prepara la alineación de sus tabiques, perfila el color oscuro de su puerta y lo oblicuo de su cristal en ella; pule el verde de los cinco escalones cubiertos de pasto artificial. Detrás de la puerta está la mesa desarreglada donde seguro quedará un traste del desayuno, lápices, la computadora, un sombrero o un suéter. Tras la mesa, el gastado sofá frente a la tele. Entraré con el pulso a toda carrera. La puerta se azotará tras de mí y el fólder caerá sobre la mesa. La bolsita del hombro planeará sobre alguna silla y caerá en algún lugar de la sala mientras me desabrocho el pantalón y me bajo los calzones aún antes de entrar al baño. Las piernas me duelen conforme doy zancadas. Doblo en la segunda cuadra a la derecha. Las casas, iguales a las anteriores, están cubiertas de troncos y sus techos, de tejas rojas.

Los muslos me tiemblan. Aflojo la marcha. A derecha e izquierda, la sucesión de tejas rojas en los techos no sólo llega al final de la cuadra sino que se prolonga a la siguiente. ¿Cómo pude equivocarme de escalera? A lo lejos, ninguna de las cuadras muestra los tejados grises de dos aguas que tienen casas como la mía. Sigo una cuarta cuadra y doy vuelta a la izquierda para corregir hacia el este mi error. Pinos altos y gruesos alargan sus ramas hacia el árbol vecino, creando una sensación boscosa en el andador. El camino hacia el oeste tiene el verde claro de los pinos recién sembrados. Mi casa debe estar en la dirección opuesta, donde el cielo no es perturbado por la atmósfera boscosa y apenas se divisan las copas de unos árboles jóvenes. Camino hacia allí con paso rápido.

Dos personas caminan por el pasillo de la galería. Su puerta principal da a un muro de granito y por el pasillo veo a la gente que rodea el edificio. Ahí viene el pintor con el que expondría. La gente se echa a sus brazos felicitándolo. Tengo una gran facilidad para echarme a perder la vida… Una mano rapaz se prende de mi antebrazo. Es la directora de la galería.

—Si vas a engañar a tu novio, por lo menos no destruyas tu incipiente carrera artística en el proceso. Antes de que pueda responder, la mujer da media vuelta y se marcha.
—Mi amor —una voz grave y una manaza me hacen voltear—, vamos a tomar un café con Arreola y su novia.

Mi mirada se deshace frente al sujeto: un hombre como una montaña (al menos, tan alto que su cabeza cubre la luz de una lámpara en el techo) mueve con gran trabajo los labios: el inferior, tan grueso como una rebanada de pan, blanquecino y húmedo, pugna contra unos largos dientes superiores. En contraste con la boca casi feroz, los ojos (bastante separados y con las comisuras externas caídas) reflejan una mansedumbre casi vacuna. La poderosa nariz con crestas y gibas busca dar un retrato heroico al rostro, pero no sólo ojos y boca lo impiden, sino que la frente, abultada y verdeante de venas saltonas, hace de la cara una canasta de verdulería.

Su bocaza se abre encima de mi cara, dejándome inmersa en su aliento de golosinas. Me toma la mano y, bamboleando las caderas, se abre paso entre la multitud.
El pintor y su novia están sentados bajo la copa frondosa de un árbol iluminado.

—Gabriel, Gaby —el pintor se sube a la mesa, sonriente y con los ojos chispeantes—, cuéntale de la broma que hice a la galerista.
—Ay, Arreola, ni fue tan graciosa —dice Gabriel, haciendo salir con esfuerzo las palabras por la boca que de perfil es idéntica al hocico de un pez abisal—. ¡Mesero! ¡Mesero! ¿Dónde están estos imbéciles cuando se les necesita?

Sentada a la mesa, bajo las lamparitas de colores, con las acuarelas sobre las piernas, siento por fin el cansancio de las piernas. La frustración me teje espinas en las rodillas. Tengo ganas de aovillarme y llorar. Qué día tan frustrante. Hubiera sido mejor dirigirme a la galería desde un principio. Allí tendrían marcos para las acuarelas y, aunque hubiera sido bochornoso, al menos habría expuesto… ¿Por qué me cuesta tanto tomar decisiones de sentido común?

—Lo siento —digo, con voz tembleque—. Salí del metro tarde y las acuarelas… creí que si cortaba por el parque en vez de tomar el metrobús, llegaría a mi casa, podría enmarcarlas y luego correr a la galería. Lo siento de veras. Deben estar enojados y decepcionados… tienen razón.
Tengo tres pares de ojos desconcertados frente a mí.
—¿De qué habla? —le pregunta en voz muy baja la rubia al pintor, acercando su rostro perfecto al oído de éste sin dejar de mirarme.
—Las acuarelas que no pude montar en la exposición… —explico, más seria y recompuesta—. Sé que fue un terrible error. ¿Creen que haya manera de que las monte en otro lado?
El gordo toma con delicadeza mi mano derecha, se la acerca al rostro y deja un beso inesperadamente terso.
—No te pongas así, no, no, no, nena. Ni valía la pena estar ahí. Estaba llenísimo y el vino era horripilante. Tus acuarelas están bien, están seguras allí.
—Son óleos —lo interrumpe el pintor, con tono enérgico.
—Ah, sí, óleos, óleos. Soy un ignorante.
—Un ignorante y medio —dicen al unísono el pintor y su novia.
—No, son acuarelas —digo, enfática— y están aquí. —Saco de abajo de la mesa el cartapacio y lo acomodo sobre ella.
—¿Y sus óleos de la galería, Arreola? —la rubia vuelve a acercar su rostro al pintor—. Yo nunca entiendo nada, debe ser porque soy estúpida. —La rubia recarga la frente sobre la mesa y comienza a sollozar.
—Por favor, no llores —le digo abochornada—. Yo tampoco entiendo y no soy estúpida. —La rubia me mira con un gesto bastante estúpido—. Yo tampoco entiendo: ¿hay óleos míos en la galería, colgados? Porque yo pensé… por eso iba a casa… que iba a exponer estas acuarelas.
—¿Pero cómo se te ocurre? —el pintor me echa encima su rostro encendido—, ¡unas acuarelas entre óleos! ¡No puedes hacer eso! Qué insolencia. Allí están tus óleos, desde ayer.
—Antier —lo corrige la rubia.
—Es lo mismo —dice el pintor—. Ahí están y nada tienen que hacer ahí unas acuarelas —Arreola baja la vista hacia la carpeta—. ¿De qué son?

Las manos me sudan. Los nervios, el carácter tan fuerte del pintor, las lucecillas del árbol… Todo me confunde y no alcanzo a recordar de qué son las acuarelas. Debo tener las mejillas rojas. Volteo a mirar al Gordo, pero está distraído, buscando con la vista a un mesero.

Separo las hojas de la carpeta. Bajo la luz diamantina de los foquitos se abren párpados azules y verdosos, comisuras violetas, destellos amarillos y anaranjados a la deriva sobre un estanque que flota sobre sí mismo: suspendido del reflejo vertical de las copas alargadas, concentrado en el azul profundo del agua que baila en su quietud. El pintor se lleva una mano a la cara y endereza la espalda. Hago a un lado la cartulina.

En la siguiente, un incendio de amarillos, naranjas, mandarinas y rojos abre sus pétalos. Una ola profusa de recuerdos vagamente vegetales es atravesada, en su techo, por insinuaciones celestes; en el suelo hay una cicatriz amarilla. Verdes y violetas confieren una profundidad engañosa al cuadro: ¿se trata apenas de un estrecho pasaje de jardín o del sendero de un bosque? Fijar la vista al centro tampoco sirve de mucho: como en la cartulina anterior, la viveza arrebolada del cuadro navega por los ojos.

La siguiente composición es un poco más clara: un puente a la derecha, unos árboles de copas inclinadas al centro para remarcar, en el rincón izquierdo superior, un trozo de cielo lechoso bajo el que se abre un camino en rojos encarnados de flores difusas. El espejismo de ver con ojos miopes colores casi vivos. Otro estanque con jardín y puente. Una playa al final de un camino seco que se transforma en arena. Veleros bajo cielos recargados de livianas nubes blancas. Amarillos, carmines, verdes y ocres que lo mismo son espesuras de bosques que ramos de flores.

En el último de los cuadros, un ojo enfermo vierte su crepúsculo sobre aguas indefinidas, vítreas, donde el horizonte se escabulle y una balsita flota en las sombras.

—Esto se parece —dice la rubia, pensativa— a algo que existe pero no es, ¿cómo se le llama a eso, Arreola? No es una idea, sino una, una…
—¡Se llama arte! —exclama el pintor, golpeando la mesa y mirando hacia la copa iluminada del árbol—. Hoy hemos presenciado el nacimiento de una forma de expresión —luego
su mirada barre el último de los cuadros con tristeza—: Ojalá yo pudiera pintar algo así. Gabriel: hay que organizarle una exposición para ella sola, en el Museo de la Ciudad, con tus amigos…
El Gordo aterriza, suspirando, de una región tan abigarrada y difusa como la de los cuadros.
—Claro, claro. Será un acontecimiento. Propongo que se llame: «Samarcanda Belmontes: la artista de los pinceles difusos».
La rubia arruga la boca.
—Ay, Gaby —dice el pintor llevándose una mano a la frente—, qué bueno que no te dedicas a nada artístico. No, no, no. Se llamará: «Samarcanda Belmontes: inventora del color».

Esperamos en la avenida a que pase un taxi. ¿Dónde comprarían los foquitos de cristal para el árbol del café? Con tantas cosas ocurriendo al mismo tiempo olvidé preguntarle al mesero. Se verían tan bien en el ficus que hay a la entrada de mi casa. «Samarcanda Belmontes: inventora del color». ¿Serán caros? Si están al aire libre y en tal cantidad, deben ser baratos, pero no tenían cableado; si son digitales son caros. No los había visto en ninguna tienda ni en otro sitio; quizá son importados. «Samarcanda Belmontes…». Bajo el árbol brillante y en la boca del pintor, mi nombre adquirió un halo de paisaje, pétreo e imponente.

Otro día tengo que regresar y preguntarles dónde compraron los foquitos. El pintor abre la puerta del auto gris que se detiene junto a la acera. El Gordo sube su tonelaje en el asiento del copiloto y yo, al último, cierro la puerta derecha trasera. La rubia tiene los ojos enrojecidos. Ahora que me recuesto en el asiento, me siento tan débil que me mareo. ¿Cómo puede extraviarse una persona tan cerca de su casa? No pude estar muy lejos de mi vecindario.

—¿Por qué no te gusta Suiza, Arreola? —dice la rubia mientras las lágrimas escurren hasta su barbilla.
El pintor cruza los brazos y saca la lengua.
—¿También Suiza es una rubia tonta? ¡¿Una gran rubia tonta que sólo saber hacer relojes?! —La rubia agita las manos frente a ella y echa la cabeza encima de sus rodillas, mientras llora con tanta rabia que parece que ríe.
El pintor alza una mano y la deja caer con fuerza sobre su cabeza.
—¡Ey! ¿Qué te pasa? —Intento proteger a la rubia con mis brazos, pero ella se libera de mi abrazo con fuerza.
—¡Tú no te metas! ¿Crees que tienes derecho por no ser una rubia tonta? ¡Quiero que vayamos a Suiza en Navidad!
—¡Pero yo quiero pasar el Año Nuevo aquí! —Arreola aprieta el rostro como si exprimiera un limón.
—¡No hay nada más bello que Suiza en Navidad! ¿Miento, Gaby?

El cansancio de la tarde me va subiendo por las pantorrillas mientras la disputa entre el pintor y su novia hace temblar el auto. Ella llora cada vez más fuerte. El pintor hace gestos con la cara enrojecida y se jala los cabellos. No puedo contener una carcajada, que sale llena de saliva y aire en mi intento por reprimirla. Pasan unos segundos antes de que ellos volteen a mirarme:

—Pero pueden pasar en Suiza la Navidad y el Año Nuevo aquí. Sólo tienen que comprar con tiempo los boletos de avión… —El dolor de estómago que me provoca la risa me impide explicar más.

Escurro la espalda por la puerta detrás de mí hasta que mis nalgas tocan el suelo. El fólder con las acuarelas resbala entre mis dedos. Estoy tan agotada. ¿Cómo pude confundir mi casa? ¿Cómo hace uno para recordar una casa que no es la propia con tanta nitidez: el techo de dos aguas, el pasto falso sobre los escalones? Paso saliva con fuerza. El muro de enfrente se encuentra a seis metros de la puerta de entrada. Un cuadro de dos metros por uno y medio representa un puente negro, trazado contra una tarde de invierno: un cielo lechoso con destellos mostaza.

A un lado del cuadro hay una escultura de un banco; es decir, un banco, de dos metros de alto. Más a la izquierda, en una esquina y junto a un ventanal que ocupa todo el muro, una silla cuyo respaldo llega al techo. El escultor estará marcando tendencia. Aunque de proporciones más humanas, todo lo demás es grande: los caballetes donde están los óleos en proceso: puentes negros, puentes negros desde un ángulo más amplio, una viga del puente negro, los cables del puente.

Me pongo de pie y levanto el fólder con las acuarelas. No hay comparación entre esa monótona repetición de trazos negros y las acuarelas fantasmagóricas y coloridas que iba a exponer. Hacia el norte, el departamento se estrecha. A la derecha hay dos puertas. Unas luces me deslumbran en vertical: el cielo rraso es de vidrio y por encima de él un helicóptero moscardea la ciudad. Al menos en la habitación sí hay un techo, porque de otra forma, el insomnio se cebaría sobre mí. «Samarcanda Belmontes: inventora del color».

Las acuarelas caen sobre el colchón. Entro al baño. Me bajo el pantalón y me siento sobre la porcelana fría a orinar. No puedo. He sentido ganas desde que atravesé el parque y ahora me resulta imposible. Me subo el pantalón. Me miro en el espejo del baño. «Samarcanda Belmontes». El nombre se alza como una bóveda a través de mi timbre un tanto grave y nasal.

ADELANTO | Los pájaros amarillos: Kevin Powers rememora el horror y sinsentido de la guerra en Irak

sábado, agosto 1st, 2020

Con una prosa elegante y descripciones poéticas, Kevin Powers —quien sirvió al ejército de Estados Unidos de 2004 a 2005 en Irak— narra de primera mano una experiencia que le robó el sueño, inundándolo con recuerdos terroríficos que lo atormentan, intentando comprender a la distancia.

Este libro transporta al lector al campo de batalla, de forma más cruenta que la crónica periodística. Ha sido comparado con grandes novelas de guerra como las de Ernest Hemingway, Erich Maria Remarque, Norman Mailer y Tim O´Brien.

Ciudad de México, 1 de agosto (SinEmbargo).- A sus 21 años, el soldado Bartle es enviado a combatir en la guerra de Irak, junto con un compañero de 18, el soldado Murphy, de quien se hace cargo desde el comienzo. El narrador cuenta de primera mano el sinsentido de una guerra que le roba para siempre su presente, ya que vivirá atrapado por los recuerdos terroríficos que lo atormentan, intentando comprender acciones a la distancia.

Kevin Powers combina el conocimiento que sólo se adquiere en carne propia, con una prosa elegante y descripciones poéticas, que provocan que el lector se transporte al campo de batalla y viva la guerra de forma más real que la crónica periodística más cruenta.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Los pájaros amarillos —libro que ha sido comparado con grandes novelas de guerra como las de Ernest Hemingway, Erich Maria Remarque, Norman Mailer y Tim O´Brien—, del autor Kevin Powers, quien sirvió al ejército de Estados Unidos de 2004 a 2005 en Irak. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.

Hacer caso omiso de los males futuros y olvidar los pretéritos es una piadosa disposición de la naturaleza,
que nos permite asimilar la mezcla de nuestros pocos y malvados días.

Así, libres nuestros sentidos de recaer en dolorosos recuerdos,
nuestras penas no se mantienen desnudas junto al filo de las repeticiones.

Sir Thomas Browne

Un pájaro amarillo
de pico amarillo
se posó en mi alféizar

Le ofrecí un panecillo
y luego aplasté
su puta cabeza.
Marcha tradicional del Ejército de Estados Unidos

***

1
SEPTIEMBRE DEL AÑO 2004
Al Tafar, provincia de Nínive (Irak)

La guerra intentó matarnos en primavera. La hierba verdeaba las llanuras de Nínive, el tiempo se volvía más cálido y nosotros patrullábamos las colinas bajas que estaban más allá de las ciudades y de los pueblos. Avanzábamos por ellas y entre los pastos movidos por la fe, abriendo caminos entre el herbazal azotado por el viento como si fuéramos pioneros. Cuando dormíamos, la guerra frotaba sus mil costillas contra el suelo, rezando; cuando forzábamos el paso hasta la extenuación, los ojos se le ponían en blanco y se quedaban abiertos en la oscuridad y, cuando comíamos, aceleraba sin más alimento que su propia penuria. Hacía el amor, daba a luz y se extendía por el fuego.

Más tarde, en verano, la guerra intentó matarnos mientras el calor robaba todo el color a las llanuras. El sol se nos metía en la piel y la contienda empujaba a sus ciudadanos al abrigo de los edificios blancos, proyectando una sombra pálida sobre todas las cosas, como si nuestros ojos estuvieran cubiertos por un velo. Intentó matarnos todos los días, pero no lo consiguió. Y no es que nuestra seguridad estuviera predestinada. No estábamos destinados a sobrevivir. En realidad, no lo estábamos en absoluto. La guerra cogería todo lo que pudiera coger. Era paciente. No le preocupaban los objetivos ni las líneas divisorias; le daba igual que te amaran muchos o ninguno. Aquel verano, mientras yo dormía, la guerra se me apareció en sueños y me enseñó su único propósito: seguir adelante; sólo seguir adelante. Y supe que la guerra se saldría con la suya.

Para el mes de septiembre, la guerra había matado a miles. Sus cuerpos se alineaban en avenidas cicatrizadas a intervalos regulares; se escondían en callejones y aparecían en hinchados apilamientos en las depresiones de las colinas del exterior de las ciudades, con rostros verdes y abombados, alérgicos ahora a la vida. Pero había matado a menos de mil soldados como Murph y yo; una cifra que todavía significaba algo para nosotros cuando comenzó lo que aparentemente fue un otoño. Murph y yo lo habíamos acordado. No queríamos ser el milésimo muerto. Si teníamos que morir después, moriríamos; pero que esa cifra fuera el hito de otro.

Casi no notamos ningún cambio cuando septiembre llegó, pero ahora sé que todo lo que importará en mi vida empezó entonces. Puede que la luz abordara más lentamente la ciudad de Al Tafar, cayendo como caía tras delgadas formas de tejados y calles esquinadas y oscuras. Caía sobre edificios blancos y ocres, de ladrillos de arcilla y tejados de chapa de zinc o de cemento.

El cielo era una extensión vasta y poblada por nubes que semejaban catacumbas. Una brisa fresca soplaba desde las colinas distantes que habíamos patrullado todo el año; pasaba sobre los minaretes que se alzaban sobre la ciudadela, fluía por los callejones de toldos verdes y ondulantes, salía a los campos desnudos que rodeaban la ciudad y, por último, rompía contra las viviendas dispersas por donde asomaban nuestros fusiles. Nuestra sección, vetas grises contra la luz anterior al alba, se movía alrededor de nuestro puesto, en una azotea. Aún era finales de verano; un domingo, creo. Esperábamos.

Durante cuatro días, nos habíamos arrastrado por la arenilla de los tejados. Nos resbalábamos y nos deslizábamos por una alfombra de casquillos caídos durante los combates de los días anteriores. Nos acurrucábamos en formas absurdas y nos apiñábamos tras los muros encalados de nuestra posición. Nos manteníamos despiertos a base de miedo y anfetaminas.

Levanté mi pecho del tejado y me asomé por encima del murete, en un intento por ver las pocas hectáreas del mundo del que éramos responsables. Los edificios achaparrados de más allá del campo ondulaban en la minúscula mira verde de mi fusil. En el espacio abierto que había entre nuestras posiciones y el resto de Al Tafar se veían cadáveres dispersos, víctimas de los cuatro últimos días de combates; descansaban en el polvo, rotos, destrozados y doblados, con sus prendas blancas que se habían vuelto oscuras por la sangre. Algunos humeaban entre los enebros y las enjutas matas de hierba, y el olor a carbón, aceite y cuerpos quemados se subía a la cabeza en el aire por fin fresco de la mañana.

Me giré, me volví a esconder detrás del muro y encendí un cigarrillo, protegiendo la llama con la palma de la mano. Di caladas profundas y solté el humo contra la parte más alta del tejado, donde se extendió, subió y desapareció. La ceniza se hizo larga y se quedó en el cigarrillo y pasó lo que pareció un buen rato antes de que cayera al suelo.

El resto de los soldados de la sección del tejado se empezaron a mover y a darse empujones en la penumbra oscilante del alba. Sterling se sentó con su fusil en el murete y se puso a dormir y a dar respingos durante toda nuestra espera. De vez en cuando despertaba con un sobresalto y giraba la cabeza para comprobar si alguien lo había visto. En la oscuridad que ya se retiraba, me dedicó una sonrisa amplia e irregular, alzó el dedo del gatillo y se embadurnó los ojos con salsa Tabasco para mantenerse despierto. Cuando se volvió hacia nuestro sector, sus músculos se hincharon y se tensaron visiblemente bajo su equipo.

La respiración de Murph era un firme consuelo a mi derecha. Me había acostumbrado a su forma de respirar y de salpicar su ritmo con salivazos muy estudiados a un charco acre de líquido oscuro que siempre parecía crecer entre nosotros. Me sonrió y preguntó: «¿Quieres un poco, Bart?». Asentí. Él me dio una lata de un paquete de provisiones de Kodiak y yo tiré el cigarrillo y la inserté bajo la cavidad de mi labio inferior. El tabaco húmedo me picó e hizo que se me saltaran las lágrimas. Escupí en el charco que había entre nosotros. Ya estaba despierto.

La ciudad se descubrió a través del gris de primera hora de la mañana. En algunas ventanas, más allá de los cadáveres del campo, se veían banderas blancas; formaban una extraña superficie de ganchillo donde los oscuros huecos estaban enmarcados con cristales rotos, y las propias ventanas se abrían en edificios encalados que parecían aún más brillantes bajo la luz del sol. La fina niebla del Tigris se disipó, revelando los indicios de vida que quedaban; y con la suave brisa que soplaba desde las colinas del norte, los blancos harapos de tregua se agitaban sobre los toldos verdes.

Sterling dio un golpecito en la esfera de su reloj. Sabíamos que el canto del almuédano surgiría pronto de los minaretes con sus notas menores y desafinadas, llamando a los fieles a la oración. Era una señal y nosotros éramos conscientes de lo que significaba, de que las horas habían pasado y de que estábamos más cerca de nuestro objetivo, tan vago y extraño como los amaneceres y anocheceres indistinguibles de los que provenía. —¡Arriba, chicos! —ordenó el teniente con un susurro enérgico.

Murph se sentó y extendió un poco de lubricante, tranquilamente, por el mecanismo de su fusil. A continuación, cargó una bala y apoyó el cañón en el murete, mirando fijamente los ángulos grises donde las calles y los callejones se abrían al campo que teníamos delante. Yo podía ver sus ojos azules, en cuya parte blanca se apreciaban telarañas rojas; durante los meses anteriores, se habían hundido un poco más en sus órbitas; a veces, cuando lo miraba, sólo podía ver dos sombras pequeñas, dos agujeros vacíos.

Permití que el cerrojo empujara una bala a la recámara de mi fusil y asentí. «Ya estamos otra vez», dije. Murph me dedicó una media sonrisa y replicó: «La misma mierda otra vez».

Habíamos llegado al edificio en las primeras horas de la batalla, con la luna encogiéndose hasta formar una rodaja fina. No había luces. Reventamos con nuestro vehículo una endeble puerta de metal que en algún momento había estado pintada de rojo y que se había oxidado desde entonces, de tal manera que no había forma de saber qué parte era óxido y qué parte pintura. Unos cuantos soldados del primer pelotón corrieron a la parte trasera y el resto de la sección se amontonó en la delantera. Derribamos las dos puertas a la vez y entramos. El edificio estaba vacío.

Mientras pasábamos de habitación en habitación, las luces fijadas en el frontal de los fusiles abrían cilindros estrechos en el oscuro interior; no tenían la potencia necesaria para poder ver, pero mostraban el polvo que habíamos levantado. En algunas de las habitaciones, las sillas estaban bocabajo; y alfombras de colores vistosos colgaban de los alféizares donde las balas habían destrozado los cristales. No había gente. En varias ocasiones, creímos ver a alguien y gritamos con fuerza para que las personas que no estaban allí se echaran al suelo.

Seguimos así hasta que llegamos a la azotea. Y cuando llegamos al tejado, miramos el campo; un campo liso y hecho de polvo, con la ciudad detrás, a oscuras.

Al amanecer del primer día, nuestro intérprete, Malik, subió a la azotea de cemento y se sentó junto a mí, que estaba apoyado contra el murete. Aún no había luz, pero lo parecía porque el cielo tenía un color tan blanco como cuando está cargado de nieve. Oímos combates en la ciudad, pero todavía no habían llegado a nosotros. Sólo el sonido de los cohetes, de las ametralladoras y de los helicópteros que descendían casi en picado en la distancia, nos decían que estábamos en una guerra. —Éste es mi antiguo barrio —me dijo Malik.

Su inglés era excepcional; su voz tenía un fondo glótico, pero no duro. Le pedía a menudo que me ayudara con mi escaso árabe, intentando mejorar la pronunciación de ésta o aquella palabra: «Shukran», «afwan», «qumbula»; gracias, de nada, bomba. Me ayudaba, pero siempre terminaba nuestras conversaciones con un «Amigo mío, tengo que hablar inglés para practicar». Antes de la guerra, había sido alumno de literatura en la universidad; cuando la universidad cerró, vino a nosotros. Llevaba una capucha sobre la cara, unos pantalones desgastados de color caqui y una camisa desteñida que todos los días parecía recién planchada. Nunca se quitaba la capucha; la única vez que Murph y yo le preguntamos al respecto, pasó el índice por el borde de la tela, alrededor de su cuello. «Me matarían por ayudaros —dijo—. Matarían a toda mi familia».

Murph se agachó y trotó desde el otro lado del tejado, donde había estado ayudando al teniente y a Sterling a instalar la ametralladora cuando llegamos. Al ver cómo se movía, tuve la impresión de que la monotonía del desierto le ponía nervioso; de que, de algún modo, las distantes colinas bajas lograban que los secos pastos tostados de la vega resultaran aún más insoportables.

—Eh, Murph —lo llamé—, éste es el viejo barrio de Malik. Murph se agachó rápidamente y se sentó junto al murete. —¿Cuál? —preguntó.

Malik se levantó y señaló una línea de edificios que parecían crecer como seres vivos con secciones verticales que no llegaban a los noventa grados. Estaban al otro lado del campo, al principio de nuestro sector. Un poco más allá de las afueras de Al Tafar había una huerta. Alrededor de la ciudad, en sus bordes, se veían bidones de metal y pilas de basuras que ardían sin sentido. Ni Murph ni yo nos levantamos, pero vimos la zona que Malik señaló.

—La señora Al Sharifi solía plantar sus jacintos en ese campo. —Malik extendió las manos hacia afuera y movió los brazos en un gesto histriónico, como si se estuviera dirigiendo a una asamblea. Murph lo agarró por el puño de su planchada camisa. —Ten cuidado, hombretón. Van a ver tu silueta.

—Era una viuda vieja y loca. —Se puso las manos en las caderas. Sus ojos estaban vidriosos por el cansancio—. Las mujeres del barrio sentían celos de aquellas flores —Malik rió—. La acusaban de usar la magia para conseguir que crecieran como crecían… —dejó de hablar un momento y apoyó las manos en el seco murete de arcilla en el que estábamos apoyados—. Se quemaron el otoño pasado, durante los combates. Este año no los ha vuelto a plantar —concluyó bruscamente.

Intenté imaginar la vida en aquel sitio, pero no pude; aunque patrullábamos las mismas calles de las que Malik hablaba y tomábamos té en las mismas casuchas de adobe, donde las finas y venosas manos de los viejos y las mujeres que moraban en ellas me habían vendado las manos en cierta ocasión.

—Ya vale, colega —dije—. Si no te agachas, vas a conseguir que te peguen un tiro en el culo.
—Es una pena que no podáis ver esos jacintos.
Y entonces, empezó.

Fue como si el paso de un momento al momento siguiente tuviera trayectoria propia, algo finito y expansivo a la vez, parecido a la divisibilidad interminable de unos números desplegados en una línea. Las trazadoras salieron de todos los espacios oscuros de los edificios del otro lado del campo, y hubo muchas más balas que destellos fosforescentes. Las oímos rasgar el aire junto a nuestros oídos y chasquear al hundirse en los ladrillos de adobe y en el cemento. No vimos morir a Malik, pero Murph y yo teníamos su sangre en los uniformes.

Cuando recibimos la orden de alto el fuego, nos asomamos por el murete bajo y lo vimos tumbado en el polvo, con un gran charco de sangre a su alrededor.

—No cuenta, ¿verdad? —preguntó Murph.
—No, no lo creo.
—¿Cuántos llevamos ya?
—¿Novecientos sesenta y ocho? ¿Novecientos setenta?
Tendremos que comprobarlo cuando volvamos.

En ese momento no me sorprendió la crueldad de mi ambivalencia. Que alguien muriera, parecía lo más natural del mundo. Y ahora, mientras medito sobre cómo se sentía y cómo se comportó ese chico de veintiún años que era yo desde su posición segura en una cabaña cálida, por encima de un arroyo transparente de las Montañas Azules, sólo puedo decirme que era necesario. Necesitaba seguir. Y para seguir, tenía que ver el mundo con ojos claros, para concentrarme en lo esencial.

Sólo prestamos atención a las cosas extrañas, y la muerte no era extraña. Extraña era la bala que llevaba tu nombre, la bomba enterrada para ti. Ésas eran las cosas a las que estábamos atentos.

No pensé mucho en Malik a partir de entonces. Era una figura secundaria que sólo parecía existir en relación con la continuación de mi vida. Yo no habría podido expresarlo en aquella época, pero me habían adiestrado para pensar que la guerra era el gran unificador, que unía a la gente mucho más que ninguna otra actividad. Gilipolleces. La guerra es el gran creador de solipsistas: ¿cómo me vas a salvar la vida hoy? Morir sería una forma; porque si tú mueres, es más probable que yo no muera.

Tú no eres nada. Ése es el secreto: un uniforme en un mar de uniformes, un número en un mar de polvo. Y en cierto sentido, nosotros pensábamos que aquellos números eran una señal de nuestra propia insignificancia. Pensábamos que, si seguíamos siendo normales y corrientes, no moriríamos. Confundíamos las causas con los efectos y veíamos un significado especial en las fotografías de los muertos, cuidadosamente dispuestas junto al número correspondiente a su lugar en la creciente lista de bajas que leíamos en los periódicos, como indicios de una guerra ordenada.

Teníamos la sensación, algo que sólo sentíamos en el breve destello entre una sinapsis y otra, de que esos nombres ya estaban en la lista mucho tiempo antes de que la muerte llegara a Irak; de que los nombres aparecieron allí en cuanto se tomaron las fotografías, se dieron los números y se asignaron los espacios. Y de que los muertos habían estado muertos desde entonces.

Al ver el nombre del sargento Ezekiel Vázquez, veintiún años, de Laredo (Texas), n.o 748, muerto por disparo de armas ligeras en Bakuba, estuvimos seguros de que había sido un fantasma durante años en el sur de Texas. Pensamos que ya estaba muerto en el vuelo que lo llevó a Irak y que no tenía motivos para asustarse cuando el C-141 donde viajaba dio tumbos y bandazos en el cielo de Bagdad. No tenía nada que temer; había sido invencible, absolutamente invencible, hasta el día que dejó de serlo. Y pensamos lo mismo sobre la especialista Miriam Jackson, diecinueve años, de Trenton (Nueva Jersey), n.o 914, muerta en el Landsthul Regional Medical Center por las heridas sufridas en un ataque de morteros en Samarra. De hecho, nos alegramos. No de que la hubieran matado, sino de que no nos hubieran matado a nosotros. Deseamos que hubiera sido feliz, que hubiera aprovechado las ventajas de su estatus especial antes de situarse inevitablemente bajo el fuego de mortero cuando salió a colgar su uniforme, recién lavado, en una cuerda tendida detrás de su alojamiento.

Por supuesto, nos equivocábamos. Nuestro mayor error consistía en creer que lo que pensábamos tenía importancia. Ahora parece absurdo que interpretáramos cada muerte como una afirmación de nuestras vidas; que cada una de esas muertes pertenecían a un tiempo y que, en consecuencia, ese tiempo no era el nuestro. No sabíamos que la lista era ilimitada. No pensábamos más allá del número mil. Nunca consideramos la posibilidad de que nosotros también estuviéramos entre los muertos andantes. Yo solía pensar que el hecho de vivir bajo esa contradicción podía haber guiado mis actos y que una decisión tomada o no tomada en observancia de esa filosofía, podía incluirme en la lista de los muertos o sacarme.

Ahora sé que no es así. No había balas que llevaran mi nombre ni el de Murph. No había bombas hechas específicamente para nosotros. Cualquiera de ellas nos habría matado como mató a los dueños de esos nombres. No teníamos ni un tiempo ni un lugar preestablecidos.

He dejado de preguntarme sobre los centímetros a la izquierda y la derecha de mi cabeza y sobre la diferencia de cinco kilómetros por hora que nos habría puesto directamente encima de una mina casera. No llegó a pasar. No fui yo quien murió. Fue Murph. Y aunque yo no estaba allí cuando ocurrió, los cuchillos sucios que lo atravesaron iban dirigidos «a quien corresponda». Nada nos hacía especiales. Ni vivir ni morir ni ser normales y corrientes. Pero me gusta pensar que por entonces quedaba un hálito de compasión en mí y que, si hubiera tenido la oportunidad de ver aquellos jacintos, les habría prestado atención.

El cuerpo de Malik, arrugado y roto al pie del edificio, no me impresionó. Murph me dio un cigarrillo y nos volvimos a esconder tras el murete. Sin embargo, no pude dejar de pensar en una mujer que me había venido a la cabeza por la conversación con Malik; una mujer que nos servía el té en tacitas delicadamente imperfectas.

El recuerdo me pareció increíblemente distante, enterrado en el polvo, a la espera de que alguien pasara un cepillo y lo sacara a la luz. Me acordé de cómo sonreía y se ruborizaba y de su incapacidad absoluta para dejar de ser bella a pesar de su edad, de su barriga, de unos cuantos dientes marrones y de una piel como la arcilla seca y agrietada del verano.

Es posible que hubiera sido eso, un campo lleno de jacintos. No lo era cuando irrumpimos en el edificio ni lo era cuatro días después de la muerte de Malik. El fuego y el sol del verano habían quemado las hojas verdes que se agitaban al viento. El festival de gente en la calle del mercado, con sus largas túnicas blancas y sus voces en grito, había desaparecido; algunos yacían muertos en los patios de la ciudad o en su encaje de callejones y el resto caminaba o se desplazaba en caravanas lentas, a pie o en cacharros de color naranja y blanco, en carros tirados por mulas o en grupos apiñados de dos y tres, mujeres y hombres, viejos y jóvenes, enteros y heridos. Ese desfile gris de las afueras de la ciudad era todo lo que quedaba de la vida en Al Tafar. Pasaban ante nuestras puertas, pasaban ante los muros de Jersey y los emplazamientos de las ametralladoras y se perdían en las secas colinas de septiembre. No alzaban los ojos durante las horas del toque de queda. Eran una línea moteada de color en la oscuridad y se estaban marchando.

Una radio crepitó en las habitaciones que estaban bajo nosotros. En voz baja, el teniente dio nuestro informe de situación al oficial al mando. «Sí, señor; roger, señor», dijo. Y el informe pasó por niveles cada vez más alejados de nosotros, hasta que estuve seguro de que en algún lugar, en una habitación cálida, seca y segura, alguien recibió la información de que dieciocho soldados habían vigilado las calles y los callejones de Al Tafar durante la noche y de que un número x de enemigos yacían muertos en un campo polvoriento.

El día casi había llegado a la ciudad y a las elevaciones del desierto cuando el sonido de las botas del teniente, que subía al tejado por la escalera, sustituyó al ruido eléctrico de la radio. Los contornos de antes tomaron forma y la ciudad, vaga y teórica de noche, se convirtió en algo substancial ante nuestros ojos. Miré al oeste. Bajo la luz, surgieron tonos ocres y verdes. El gris de las paredes de adobe, de edificios y patios dispuestos en panales achaparrados, se desvaneció con el sol naciente. Un poco más al sur, se veían varios fuegos que ardían en un bosquecillo de delgados y ordenados frutales. El humo se alzaba a través de un suave y andrajoso baldaquín de hojas, sólo levemente más alto que un hombre, y se inclinaba con obediencia por el viento que soplaba del valle.

El teniente salió a la azotea y se encogió, con el torso en paralelo al suelo y las piernas dobladas, hasta que llegó al murete. Se sentó con la espalda contra la pared y nos hizo un gesto para que nos reuniéramos a su alrededor. —Muy bien, chicos, éste es el trato.

Murph y yo nos apoyamos el uno en el otro hasta que el peso de nuestros cuerpos encontró el equilibrio. Sterling se acercó más al teniente y clavó los ojos en una mirada dura que nos atravesó al resto de los que estábamos en la azotea. Observé al teniente cuando habló. Sus ojos estaban empañados. Antes de continuar, soltó un suspiro corto y firme y se frotó un sarpullido de color frambuesa pálido con dos dedos; formaba un óvalo pequeño que descendía desde su frente angulosa hasta su mejilla izquierda y que parecía seguir el contorno de la cuenca del ojo.

El teniente era una persona distante por naturaleza. Ni siquiera recuerdo de dónde era. En él había un comedimiento que iba más allá de la simple adhesión al criterio de no confraternizar con nadie. No era elitismo. Parecía ser incognoscible o estar ligeramente desorientado. Suspiraba a menudo.

—Estaremos aquí hasta el mediodía, más o menos. La tercera sección va a lanzar una ofensiva por los callejones que se encuentran al noroeste de nuestra posición e intentará forzarlos a salir por nuestra delantera. Con un poco de suerte, estarán tan asustados que no nos dispararán mucho antes de que… —se detuvo, se pasó la mano por la cara y hurgó por debajo del chaleco antibalas, en los bolsillos del pecho, buscando un cigarrillo. Yo le di uno—. Gracias, Bartle. —Se giró para mirar la huerta que ardía al sur—. ¿Cuánto tiempo llevan encendidos esos fuegos?

—Probablemente, desde anoche —contestó Murph.
—Bien. Quiero que Bartle y tú les echéis un ojo.
La columna de humo que se inclinaba bajo el viento se había enderezado. Trazaba una línea negra y esponjosa en el cielo.
—¿Qué estaba diciendo antes? —El teniente lanzó una mirada distraída hacia atrás y asomó los ojos por encima del murete—. Maldita sea…
—Descuide, teniente, lo hemos entendido… —empezó a decir un especialista del segundo pelotón. Sterling lo cortó en seco.
—Cierra la puta boca. El teniente habrá terminado cuando él diga que ha terminado.

Yo no me daba cuenta entonces, pero Sterling parecía saber con exactitud hasta dónde podía presionar al teniente sin romper la disciplina. A Sterling no le importaba que le odiáramos. Sabía lo que era necesario. Me sonrió y sus dientes rectos y blancos reflejaron el sol de la mañana.

—Decía, señor, que con un poco de suerte estarán tan asustados que no nos dispararán antes de que… —El teniente abrió la boca para terminar su frase, pero Sterling lo hizo por él—. Antes de que matemos a los putos haji.

El teniente asintió, se alejó agachado y desapareció en la escalera. Nosotros volvimos a gatas a nuestras posiciones y esperamos. En la ciudad se había encendido un fuego, aunque los muros y los callejones impedían distinguir su origen. La humareda ancha y negra parecía unir cien fuegos distintos de todo Al Tafar en una larga voluta.

El sol reunió fuerzas a nuestras espaldas, alzándose en el este, calentando el cuello de mi guerrera y cocinando con la sal que se acumulaba alrededor de nuestros cuellos y de nuestros brazos, en líneas duras. Giré la cabeza y lo miré directamente. Tuve que cerrar los ojos, pero pude distinguir su forma, un agujero blanco en la oscuridad, antes de girarme de nuevo hacia el oeste y de abrirlos.

Dos minaretes, que de vez en cuando quedaban parcialmente ocultos por el humo, se alzaban como brazos por encima de los polvorientos edificios. Estaban inactivos. Ningún sonido había surgido de ellos aquella mañana. Nadie había llamado a la oración. La larga línea de los refugiados que se escabullían de la ciudad desde cuatro días antes, se había vuelto más rala. Sólo unos cuantos viejos, doblados sobre gastados bastones de cedro, arrastraban los pies entre el campo de muertos y el bosquecillo. Dos perros enjutos saltaban a su alrededor, les mordisqueaban los tobillos, se retiraban ante sus golpes y repetían el proceso.

Y empezó una vez más. El aullido orquestal de fuego de mortero, procedente de todos los puntos a nuestro alrededor. Incluso después de sufrirlo durante tantos meses, las caras de la sección mostraron perplejidad y desconcierto. Nos miramos los unos a los otros con la boca abierta y los dedos aferrados a los fusiles. Era una mañana clara de septiembre en Al Tafar y la guerra parecía restringida a aquel lugar, como si sólo se librara allí. Recuerdo haberme sentido como si hubiera saltado a las aguas heladas de un río durante el primer día cálido de la primavera; mojado, asustado y jadeante, sin nada que hacer salvo nadar.

ADELANTO | ¿Quién mató a Michael Jackson? La historia del Rey del Pop, a 11 años de su muerte

sábado, julio 4th, 2020

Con la distancia que procuran los once años desde la muerte de Jackson –años durante los cuales la controversia se ha impuesto al mito–, Paul Morley reflexiona sobre la cultura mediática y nuestra obsesión con las celebridades. Erudito y provocativo, este libro documenta una tragedia que llegó a sepultar el legado del último de los grandes iconos del espectáculo.

Ciudad de México, 4 de julio (SinEmbargo).- Michael Jackson murió el 25 de junio de 2009 en Los Ángeles de una sobredosis de propofol y benzodiazepinas. Para entonces, su agotamiento, paranoia y mala salud eran un secreto a voces; de algún modo, era como si ya llevase muerto un tiempo y la muerte real no fuera sino un gran final dramático con el que se coronaba una existencia que, desde muy temprana edad, estuvo marcada por el talento y el estrellato, pero también por la infelicidad y la polémica: sus operaciones, el color de su piel y, muy especialmente, las gravísimas acusaciones de pederastia.

Con la distancia que procuran los once años desde la muerte de Jackson –años durante los cuales la controversia se ha impuesto al mito–, Paul Morley reflexiona sobre la cultura mediática y nuestra obsesión con las celebridades; sobre el modo en que convertimos a la mayor estrella infantil de finales del siglo XX en un monstruo grotesco; sobre cómo su decadencia puso banda sonora al final del pop y de la industria musical tal como se concebían hasta ese momento; sobre cómo su música, en su día asombrosamente moderna y funky, acabó siendo subsidiaria del disfuncional espectáculo freak de ver a un hombre desintegrarse, literalmente, ante nuestros ojos. Erudito y provocativo, este libro documenta una tragedia que llegó a sepultar el legado del último de los grandes iconos del espectáculo.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de ¿Quién mató a Michael Jackson? Cómo la sociedad crea y destruye ídolos, libro de Paul Morley, uno de los más prominentes periodistas musicales de Inglaterra, además de ser manager, promotor y presentador de televisión. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.

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¿QUIÉN MATÓ AL CRÍTICO MUSICAL? UNA INTRODUCCIÓN

No quiero estropearte la diversión revelando demasiado acer- ca del ensayo que viene a continuación, una pieza que escribí hace diez años sintiéndome la mar de feliz de poder mostrar- me útil. Al leerlo de nuevo, después de una década sin ha- berme tomado la molestia de hacerlo –la última línea del texto fue una especie de promesa que acabé cumpliendo–, me doy cuenta de que experimenté la misma inquietud que unos años más tarde, con la muerte de David Bowie, ante la posibilidad de que mi papel en esta vida hubiera cambiado. Me vi obliga- do a dejar de ser un crítico musical especializado en ofrecer ideas originales, si bien para algunos notablemente irritan- tes y aleatorias. Se solicitó mi opinión profesional acerca de las estrellas del rock, sobre todo aquellas que habían muer- to, pero mis respuestas concretas no fueron las que la gente esperaba o deseaba.

Desde finales de la década de los setenta, yo había perte- necido a ese tipo de críticos de rock que en su día contaron con el poder suficiente para tutelar, con mejores o peores resulta- dos, la dirección creativa y cultural que seguía la música. Acep- té la responsabilidad, junto a un reducido grupo de personas, de señalar sus mejores momentos –designar a sus mejores bandas– e influir en las formas y contenidos de su pasado, presente y futuro. A principios del siglo xxi, ese tipo de crí- tico excitable y diligente no había sido aún totalmente reem- plazado por las recomendaciones de Amazon, los algoritmos de la transmisión cibernética, los Wiki-resúmenes conden- sados, los contundentes jueces y votantes de los concursos de talentos, los océanos de listas de reproducción compartidas, los foros musicales y las reseñas online, con sus estrellitas por ahí desperdigadas, tan cómodas para el cliente. Pero el cambio ya se estaba produciendo.

Cuanto más me pedían los medios dominantes que co- mentara el fallecimiento de un músico, especialmente tras el súbito deceso de Michael Jackson en 2009, más claro tenía yo que el cambio se acercaba. Curiosamente, ahora que se ha- bía vuelto importante para todo el mundo y se podía acceder a ella de forma más o menos gratuita, la música había perdido la marcada significación cultural de tiempos pasados. Mientras ciertas estructuras y sistemas jerárquicos se derrumbaban, los guardianes tradicionales del asunto iban siendo reemplazados por otros que, aunque bienintencionados, se mostraban de hecho más tiránicos y fantasmales. Aunque, cuando una estre- lla se moría, los medios me interrogaban como experto apa- rentemente cualificado, esto sucedía en un momento en que la antaño irrefutable autoridad del experto autocertificado, con sus manifiestos grandilocuentes, sus conocimientos ocultos y sus explicaciones arcanas, iba disminuyendo con rapidez. La voz de la masa, el peso de las opiniones simples y apresura- das, y un entusiasmo apisonador estaban tomando el poder. Y, pese a ser alguien que presuntamente tenía la experiencia adecuada para que lo invitaran a los programas y le pidieran que impartiera los conocimientos que tanto le había costado adquirir, de hecho se esperaba de mí que ejerciera más bien de plañidera profesional, de terapeuta del ocio; que expusiera discretamente un luto sentimental y poco exigente, y que ade- más añadiera algunos detalles reales y tranquilizadores que fácilmente se podrían haber tomado de Wikipedia, tan anodi- na y poco estimulante, pero siempre útil.

Estaba allí para ayudar a que la masa afligida se recogiera en un momento de sufrimiento compartido, donde el diálogo debía ser insulso pero elogioso, ante la «trágica pérdida» de alguien a quien «se echaría terriblemente de menos». No se veía con agrado que añadiera a aquella respuesta una dimen- sión crítica aplicada de manera personal, o cualquier textura conceptual más complicada y contemplativa, porque, al fin y al cabo, a ojos del entrevistador yo me lo estaba inventando todo, manejaba teorías precarias que con toda probabilidad iban a ser recibidas con irritación, desconfianza e incluso repulsión.

Los críticos de rock, con su actitud huraña y sabelotodo, con unos intereses que a menudo resultaban obstinadamen- te esotéricos y con sus burlas esnobs hacia la mentalidad de rebaño, habían sido arrastrados por la democratización tec- nológica y se encontraban ahora entre las filas de la supuesta intelectualidad, de las élites dominantes empeñadas en per- petuarse en el poder. Todo ello pese a que los mejores críticos de rock tendían a sentir que estaban allí para favorecer al des- amparado, al marginal, al rebelde radical; que se dedicaban a defender a quienes se estrellaban contra los límites para ir recomponiendo progresivamente el entorno artístico. Se ex- pulsó a los críticos de la ciudad, especialmente en un momen- to en que las redes sociales, tan fáciles de activar, lanzaban al mundo millones de voces nuevas y volubles a fin de limpiar las cosas y señalar fraudes, injusticias y disparidades tan alar- mantes como contaminantes, o a fin de montar la de Dios es Cristo con una realidad que para ellos no podía ser peor que lo que había existido antes.

A mí no me interesaban demasiado «las noticias»; como mucho, quizá, las noticias que seguían siendo noticias. La verdad es que no me interesaban los hechos esenciales, ciertamen- te no en un momento en que esos hechos eran recopilados repetitivamente en la Red y expuestos de manera automática, como si hubieran de representar una gran ayuda para el mun- do; lo que debía conformar el futuro se veía reducido a un con- tenido envasado y etiquetado.

No me interesaba demasiado que a alguien le gustara o le dejara de gustar algo, pues carecía de importancia: ni me decía gran cosa sobre lo que le gustaba o disgustaba, ni me explicaba cómo se había hecho o por qué. Lo que me interesaba se hallaba en un lugar diferente, en el trabajo con las ideas, más allá de los hechos repetidos y establecidos, y de la simple verdad de que a la gente le gustaban algunas cosas y le dejaban de gus- tar otras. Para mí, ese «lugar diferente» era el espacio enig- mático y elemental del que procedía la música, era allí donde trabajaban quienes hacían la música; un lugar aparte, a oscu- ras, ajeno a los hechos, que se tornaban fijos y restrictivos, y ajeno también a la dependencia del fan, que se había conver- tido en una cuestión de estudios mercantiles, de fórmulas co- merciales y de relaciones públicas.

Tras el hallazgo de su cadáver, después de que fuera exhibido morbosamente en ese tipo de sitios web y de noticiarios des- bocados que se regodean con estas desgracias y que buscan co- mentaristas que les ofrezcan declaraciones inofensivamente neutras pero moderadamente emotivas, yo experimenté un mayor interés por preguntarme: ¿quién o qué mató a Michael Jackson? No se trataba de una muerte normal, ni de una per- sona normal, ni de una superestrella normal. Se hallaba en un lugar completamente diferente. Deseaba contestar a aquella pregunta en profundidad, no durante los pocos minutos, o in- cluso segundos, de los que dispondría cuando un reportero atareado y distraído entrara en directo y me preguntara por la «importancia» de Jackson para a continuación pisotear con intransigencia cualquiera de esos rodeos típicos del crítico de rock en pos de una elaboración mítica sofisticada, petulante y autocomplaciente. Deseaba tomarme el tema con una seriedad que no sería del interés de una cobertura informativa que co- menzaba a interesarse por la cultura popular tras muchos años de indiferencia hacia todo aquello que no fuera la generalidad tópica acerca del sexo, las drogas o la pena por alguien que se ha suicidado. Deseaba tratar las cosas desde una perspectiva cósmica, no cosmética. Tal había sido mi trabajo en su día, y dentro de mi cabeza seguía siéndolo.

Una revista publicada por Faber and Faber en 2009 bajo el nombre de Loops me dio la oportunidad de responder a esa pregunta en profundidad, y de comenzar a comprender lo que pensaba en realidad acerca de la vida y la muerte de Michael Jackson, la extraña deidad de la música pop. Loops no duró de- masiado. Fue un intento, desesperado y efímero, de revita- lizar la idea imperial de la revista de rock con sus redactores egocéntricos, sus reseñas intensas y especulativas, y sus pá- ginas exuberantemente impresas. Porque el crítico de rock ya no era nada especial y, en la era de la democracia concebida desde Internet, cualquiera podía probar suerte y decir la suya. Durante un número o dos fue como en los viejos tiempos, ni buenos ni malos, donde las cosas no eran mejores y sí senci- llamente muy diferentes. Una época en la que una selección relativamente pequeña de periodistas musicales con complejo de superioridad se paseó por el planeta del rock de finales del siglo xx comportándose como si éste les perteneciera, usan- do palabras –muchas palabras– para generar una excitación y un ansia de descubrimiento dirigidos siempre hacia el futu- ro, hasta que se quedaron sin gasolina o sin lugares externos a la Red desde donde dictar sus gustos, supervisar la historia, manufacturar escenas, promover cultos y diseñar el canon con muy escasos competidores.

De nuevo, sin revelar demasiado, a partir de las ideas expuestas en el texto siguiente, escrito originalmente para Loops, queda claro a quién consideré en su día responsable de la siniestra muerte de Michael Jackson. Como probablemente también quede claro en este prólogo, con todas las pistas que han ido apareciendo desde entonces, que lo cierto es que no he cambiado de idea.

La respuesta a la cuestión de quién es el asesino yace en al- gún punto propio de la ciencia ficción, a medio camino entre la culpabilidad del propio Jackson y también la del resto de nosotros. Quizá no te cuentes a ti mismo dentro de ese «res- to de nosotros», pero la verdad es que todos fuimos culpa- bles, todos los que consumimos y nos vemos consumidos por la cultura popular, y con el tiempo el resto de la gente, los que

 

Sexto Piso presenta una selección de textos y videos para los más pequeños este Día del niño

jueves, abril 30th, 2020

Además de las recomendaciones de literatura infantil, la editorial detalló que dichos títulos están disponibles en su tienda en línea, con un descuento especial del 40 por ciento.

“Te queremos bien, feliz y de cualquier tamaño, por lo que en esta ocasión hicimos una recopilación de material que puedes compartir con toda la familia, desde los más chicos, durante esta etapa de confinamiento”, explicó la editorial.

Ciudad de México, 30 de abril (SinEmbargo).- La editorial Sexto Piso comparte con sus lectores una selección de libros infantiles para los más pequeños del hogar en este Día del niño.

“Te queremos bien, feliz y de cualquier tamaño, por lo que en esta ocasión hicimos una recopilación de material que puedes compartir con toda la familia, desde los más chicos, durante esta etapa de confinamiento”, explicó la editorial en un comunicado.

Además, Sexto Piso detalló que dichos títulos están disponibles en su tienda en línea, con un descuento especial del 40 por ciento.

JUEGA CON LOS LIBROS

Gato encerrado

Como recomendación especial, tenemos Gato encerrado, de José Gordon. En este maravilloso libro, mediante los ojos de la ciencia y la poesía, te invitamos a un viaje cósmico para ver si podemos escaparnos de la caja, saltar los límites de las páginas y del cerebro y descubrir el vuelo de la inteligencia y la imaginación.

Invitación al tiempo explosivo

Este un libro perfecto para la cuarentena; un muestrario de juegos de todo tipo para hacer dentro de casa, en un balcón, solo, acompañado, cerca, lejos, encerrado en confinamiento. Los juegos son la muestra de un espíritu lúdico que va más allá de las normas establecidas y proponen al lector dejarse llevar e incluso crear sus propios juegos.

Aquí un ejemplo, y una probadita, de lo que puedes encontrar y compartir en este fascinante volumen. ¡Juega con tus hijos y descubre otros mundos!

#LiniersKids en YouTube

La serie #LiniersKids que Liniers lanzó en la cuarentena en Instagram te invita a echar a volar la imaginación con los personajes más emblemáticos de su serie Macanudo. No te pierdas los tutoriales para dibujar a Olga, el Hombre Misterioso de Negro, a Fellini y más. Aquí un video para que hagas tus propias versiones de estas obras de arte en cuarentena.

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El libro de la tristeza

Escuchar cuentos en voz alta es una de las cosas favoritas del ser humano. En esta ocasión te compartimos El libro de la tristeza, leído por Valeria Villalobos. Ponle play y consigue tu propio ejemplar con descuento. También sigue a Cuéntanos un cuento en Instagram, desde donde hacen esta difusión tan hermosa de un arte tan antiguo como nosotros mismos.

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APOYO EN TIEMPOS DE CRISIS

Por último, sabemos que estás pasando días complicados en casa y que ante la falta de información el miedo es la reacción normal. Aquí un par de ligas y recomendaciones de expertos que puedes poner en práctica para explicar la pandemia y sus efectos a tus hijos.

Unicef: Niñas, niños y adolescentes durante el COVID-19. Recomendaciones a padres y madres para mejorar el estado emocional de sus hijos e hijas https://uni.cf/2VVwiRb

La solemnidad de la literatura mexicana pesa como una losa; lucra con la catástrofe: Carlos Velázquez

sábado, abril 25th, 2020

¿Se puede hacer literatura desde el humor negro, desde el sarcasmo y la ironía? Carlos Velázquez demuestra una vez más que sí con su quinto libro de relatos Despachador de pollo frito. Para este autor coahuilense le gusta alejarse de la seriedad sin sacrificar la calidad literaria. “¿A quién no le gusta reír?”, pregunta.

“Mis personajes no le interesan a la literatura mexicana actual”, afirma Velázquez: “Son seres que están al límite, pero que le dan una vuelta. Consiguen darle la vuelta al cliché en general”, afirma Velázquez y ahonda acerca de los temas que lo obsesionan y son plasmados en su narrativa. Esta es la entrevista para Puntos y Comas.

Ciudad de México, 25 de abril (SinEmbargo).- En la literatura de Velázquez todo es retorcido. Si hay gore, éste es rosa. Si hay humor, éste es descabellado. Si hay amor, éste es un pretexto para el abismo. Pero la existencia de sus personajes no es una excentricidad inextricable, son seres comunes y corrientes que son arrastrados hacia la infamia por la tan irresistible atracción fatal, como le puede ocurrir a cualquiera de nosotros.

Despachador de pollo frito, quinto libro de relatos de Carlos Velázquez, nos lleva por una serie de protagonistas y entornos en donde la mentira y las triquiñuelas; el travestismo y la dipsomanía; el delirio y la enfermedad; la ruina y los desastres emocionales, configuran a través de su inconfundible prosa cáustica, sonora y veloz, un universo mordaz que termina siendo un espejo despiadado en el cual incluso el lector más escéptico se verá seducido y hechizado.

Un detective privado mexicano recibe la inaudita encomienda de desenmascarar a un falso Paul McCartney, un cinéfilo y sensible godín recibe un revés kármico a su prolongada carrera como rompecorazones, un director de orquestas xenofóbico con su propio pueblo llevará al borde de la locura a la comunidad de Tatahuila por sus conflictos con la autoridad, un travesti verá su vida arruinada a partir de una úlcera rectal que lo conducirá al camino de la redención pseudo-evangélica y un despachador de pollo frito arrastra una disputa con su jefe a un péndulo de venganzas y revanchas en donde el propio cuerpo será usado como el campo de batalla principal.

En estos cinco cuentos, Velázquez maneja a su entero placer el devenir de estos seres cuasi fantásticos de tan desposeídos, con un magistral manejo de la estructura y la forma que reverencia a los grandes maestros del género. Sin dejar nunca el sentido del humor como punta de lanza, conduce las tramas a partir de una premisa encantadora y envolvente, en donde todo mundo soltará una carcajada rotunda.

***

—Para los nuevos lectores de tu libro, ¿puedes contar de qué va cada relato? ¿Hay algún hilo que una cada texto?

—Desde que me he dedicado a la literatura, mi intención ha sido estructurar mis relatos a partir de muchas premisas, no sólo una. Entonces, hay crítica social, aunque parezca que no (no se tiene que ser militante para criticar lo que está ocurriendo). Por ejemplo, en mi literatura hay muchos gordos, pues es una manera de protestar en contra de la leyes sanitarias de lo que consume el mexicano promedio. En este libro en particular, regreso un poco a lo que ocurría en La marrana negra de la literatura rosa, mi tercer libro de cuentos, que da historias de travestis y personajes llevados al límite.

En resumidas cuentas, son personajes que están lidiando todo el tiempo con su capacidad para desenvolverse en la vida, pero que por alguna razón terminan, no saliendo venturosos, pero sí de alguna manera solucionan los problemas que la vida diaria nos ofrece. Es como meter a un ratón en un laberinto y en lugar de que éste halle la salida, se sube por un muro y lo salta. Mis personajes son eso: seres que están saltando al otro lado de la cerca, de la pared de ladrillos o rompiéndola para pasar a través de ella.

—¿En qué te inspiraste para la construcción de tus personajes? ¿Tienen algo de ti? Todos parecen compartir un poco de cinismo y una gran inclinación hacia la desgracia y el absurdo…

—Yo tengo dos vertientes como narrador: la del cronista y la del cuentista. Lo que trato de hacer, igual y a lo mejor no lo consigo pero de verdad que trato, es separar un poco ambas facetas. Cuando escribo ficción, procuro alejarme de mí lo más que puedo. No sé cómo se me perciba a mí como autor, pero una de las cosas que yo puedo percibir de la literatura de otros es que los personajes que yo retomo no le interesan a la literatura mexicana del momento.

La literatura mexicana actual versa mucho sobre la clase media alta y cuando tratan los problemas de personas reales, de las clases bajas (lo puedes ver en la cinta Roma), siempre es a través como de una especie de epifanía, de redención o recompensa: “Ah, eres pobre, te voy a premiar”.

Mis personajes no tienen esa recompensa; ellos van a edificar una realidad a partir de su propia experiencia, pero muy distinta a lo que se supone que, según el estato social, debería convertirse. Varios de mis personajes son sacados de estratos sociales muy bajos, otro no tanto, pero tienen esta vuelta de tuerca, lo cual no es una idea original mía, es una cosa que viene unida al relato desde el siglo pasado.

Básicamente es eso: seres que están al límite de su propia circunstancia de vida, pero que le dan una vuelta a todo lo que les está ocurriendo. Incluso a veces (y esto no lo sabía, lo he sabido por otros), el cliché forma parte de mi novela, pero al cliché hay que darle una vuelta. Mis personajes consiguen darle la vuelta al cliché en general.

—¿Buscaste transmitir un mensaje particular con el conglomerado de historias?

—No busco transmitir un mensaje único, pero sí tengo mis obsesiones y en cada libro voy retomando temas: la obesidad, la drogadicción, las relaciones tóxicas de pareja. No busco reproducir el mismo efecto, pero sí que el tema no se agote. Las relaciones humanas, que es la fuente principal de la cual deriva la literatura, son únicas e irrepetibles. La condición humana es un tema que no se agota nunca, por lo tanto la literatura es un tema que no se agota nunca.

Es como si tú fueras terapeuta y vieras cinco pacientes al día, cinco días a la semana, todos te van a contar cosas distintas. A lo mejor detrás hay una especie de malestar compartido, pero todos son diferentes. Eso me pasa con mis cuentos: tengo cinco pacientes que me hablan de cosas distintas y escribo un cuento sobre cada uno y en el siguiente libro puedo tener también un paciente con las mismas características (es travesti, tiene sobrepeso, es de estrato bajo), pero me va a hablar de problemas distintos.

—¿El humor es un buen vehículo para contar una historia trágica? ¿Qué te gusta de la comedia como recurso narrativo?

—Estamos en una librería Gandhi, si tú bajas y buscas entre los estantes, te vas a dar cuenta de la triste realidad, que es una realidad que yo también vivo como lector: la mayoría de los libros y literatura mexicana son una solemnidad que pesa como una losa. Pienso: ¿se puede hacer literatura desde el humor negro, desde el sarcasmo, desde la ironía? Claro que se puede, Ibargüengoitia es un gran ejemplo. Sin embargo la literatura, por cuestiones de mercado, tiende a lucrar mucho con la catástrofe, con lo que significa padecer una condición, ya sea femenina, homosexual, de clase.

Aunque no me lo creas, porque podría sonar ya muy comentado, casi nadie está poniendo atención en el humor. Cuando era niño, yo me reía mucho, fui un hijo de la comedia, vi mucha comedia en televisión. Ahora me extraña que la literatura mexicana sea tan solemne… por eso a mí me gusta mucho ponerle ese toque, darle ese plus sin sacrificar la calidad literaria. ¿A quién no le gusta reír?

Twitter por ejemplo es una fabrica de censura. Dices: ¿qué pasó con la capacidad que teníamos los seres humanos para reirnos? La corrección política no te da oportunidad de nada. Hay gente que todavía tiene la capacidad de crear un pensamiento propio, pero en los últimos tiempos parece que somos los censores de nosotros mismos.

ADELANTO | Jeff Tweedy, líder de Wilco, comparte sus memorias en Vámonos [para poder volver]

sábado, abril 4th, 2020

Esta no es sólo la historia de Wilco, una de las bandas estadounidenses más influyentes y admiradas de los últimos años: es la historia de amor entre Tweedy y la música a lo largo del tiempo y de cómo ésta lo ha transformado, como guía perpetua, contra viento y marea.

El artista revela su vida tras bambalinas, llena de obstáculos y desencuentros. Además aborda con naturalidad sus problemas de adicción, que lo llevaron a internarse en una clínica de rehabilitación, y las discordias con otros miembros de la banda.

Ciudad de México, 4 de abril (SinEmbargo).- El camino hacia la consagración de Jeff Tweedy, fundador de la banda Wilco, está lleno de obstáculos, desencuentros, depresiones y problemas con las drogas, pero también de un inmenso amor a la música como guía perpetua, contra viento y marea, desde los tempranos días adolescentes en el Medio Oeste hasta la asentada madurez de estrella de la música independiente en paz consigo misma y con su obra, un satisfecho padre de familia que mira atrás sin ira.

Con franqueza, cercanía y un humor que a veces se tiñe de nostalgia y melancolía, Tweedy nos narra todos los hitos importantes de su peculiar vida: su infancia en Belleville, sus visitas devotas a las tiendas de discos, el descubrimiento del punk, las primeras amistades con el rock como catalizador, y el nacimiento y traumático fin de su primer proyecto, la banda de culto Uncle Tupelo, que desembocó en la posterior fundación de Wilco.

El artista revela lo que ha ocurrido tras bambalinas, abordando con naturalidad los problemas de adicción, que lo llevaron a internarse en una clínica de rehabilitación, o las discordias con otros miembros de la banda que en su momento fueron esenciales, como el ya fallecido Jay Bennett.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Vámonos [para poder volver]. Acordes y discordias con Wilco, libro realizado por el propio compositor, músico y poeta norteamericano Jeff Tweedy. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.

***

INTRODUCCIÓN

Nadie quiere comerse los ojos del gato. No soy una persona especialmente supersticiosa, pero lo entiendo. Si aparece misteriosamente un pastel red velvet con el retrato glaseado de un gato en el backstage en medio de la gira, y después inexplicablemente reaparece la noche siguiente, y cinco días y dos ciudades más tarde el pastel sigue ahí, con uno o dos trozos cortados, pero la cara del gato y los ojos están casi intactos, no creo que sea irracional ser cauteloso. ¿Y si es un pastel maldito? Seguramente no lo sea, pero nadie en la banda se hace responsable de él, ni se explica cómo nos ha seguido hasta aquí, así que ya no puedo descartar la posibilidad de que sea una especie de postre sobrenatural.

Estoy en el vestuario del Kings Theatre de Brooklyn, sentado en un sofá, rasgueando la guitarra sin pensar y evitando establecer contacto visual con el pastel del gato. Nels Cline, el guitarrista de mi banda, Wilco, se ha ofrecido con valentía a ser el primero de nosotros en probar un bocado.

–No sabe para nada como el disco –anuncia.
Eso me tranquiliza.

El gato del pastel es el mismo gato persa blanco que aparece en la portada de nuestro álbum de 2015, Star Wars. O tal vez sea un británico de pelo largo. No sé mucho de gatos. Es también el mismo gato de un cuadro que hay en la cocina del Loft, el estudio de Chicago que ha sido nuestra segunda casa desde el año 2000. Es un cuadro fascinante. El gato está sentado sobre un cojín de terciopelo negro, delante de un jarrón lleno de rosas pálidas ¿Quién pone a posar a un gato así? Es ridículo. La expresión del gato no es la típica mirada felina mezcla de desprecio y de aburrida indiferencia. Este gato tiene una expresión que parece querer decir: «Soy Coco. Soy tu nuevo dios». Todos los gatos son arrogantes, pero creo que éste lo es en grado superlativo.

Desde que lanzamos el álbum, hemos ido descubriendo que hay reproducciones de este mismo cuadro colgadas en las paredes de las casas de algunos padres y abuelos de nuestros seguidores. Así que fue algo inesperado, aunque agradable y asombroso, que pudimos ofrecerles como bonus a algunos fans con suerte. Hemos intentado dar con la artista (y con ese «hemos» me refiero a Mark, mi amigo y gerente de estudio, que también hizo la primera maqueta de la portada). Está firmado por una persona llamada Tamara Barett, pero nadie con ese nombre reclama la autoría del retrato del gato. Contactamos con media docena de Tamaras Baretts, con la esperanza de que alguna de ellas se atribuyera el mérito, ninguna de ellas sabía nada. Incluso intercambiamos correos electrónicos con Tamara Burnett, una retratista de mascotas cuyo estilo es casi idéntico al de Tamara Barett. Burnett nos dijo que teníamos a la Tamara equivocada, pero admitió que «se parece a algo que hubiera hecho yo».

Supongo que esperábamos que poner su cuadro en la portada de un álbum podría atraer su atención (la de la verdadera Tamara), al menos lo suficiente para que llamara a un abogado y nos amenazara con denunciarnos por usar su obra sin su permiso. Así podríamos pagarle. Pero no funcionó. No oímos ni pío. (Ni siquiera recibimos noticias de George Lucas, y eso que estaba convencido de que al menos recibiríamos una carta de cese y desistimiento por llamar a nuestro álbum Star Wars. Incluso habíamos pedido un artwork alternativo para poder cambiar el nombre del disco a Cease and Desist en el caso de que se nos echaran encima. Nop. No tuvimos esa suerte).

A estas alturas probablemente te estés preguntando: «¿Va a ser todo este libro así? ¿Se va a pasar casi 282 páginas hablando de cuadros kitsch de gatos?». Tal vez. Es muy pronto para saberlo, la verdad. Siento que no sea lo que esperabas. (Y si sí era lo que esperabas, pues… felicidades, me dejas impresionado).

También puede que estés pensando: «Hablando de gatos, apuesto a que hay una explicación muy profunda e interesante a por qué Wilco puso un gato persa –o puede que británico de pelo largo– en la portada de un álbum». Antes que nada, gracias por suponer eso. Déjame responder a tu pregunta sin responderla en realidad. Como mencioné, tenemos el cuadro del gato en el Loft, adonde los miembros de Wilco y yo vamos a tocar y a veces grabar, por lo que es algo que vemos, si no todos, casi todos los días.

Pero el Loft es un gran espacio con mucho arte. El cuadro del gato está en la cocina, por lo que sólo lo vemos cuando hacemos un pausa para comer o picotear algo, entre las jam sessions. (Sí, así es como hablamos los músicos profesionales. «¿Alguien quiere hacer una jam?». «Por supuesto, hagamos una jam». «¡Pues hagamos una jam!»). En el estudio de grabación, expuestas en una consola, hay fotografías en blanco y negro, enmarcadas y firmadas, de Bob Newhart y Don Rickles. Son el centro de atención de la habitación. Ambas están firmadas A Wilco, pero ya sólo es visible la firma de Don. La firma de Newhart ha desaparecido. No estoy diciendo que se haya borrado. Se ha ido. Esfumado. Su letra ha sido destruida por la fuerza del triste tempo medio del rock. Sé que no es una explicación muy satisfactoria, pero no tengo otra.

Entre los retratos de Newhart y Rickles, hay una foto también increíble (igualmente firmada) de Rich Kelly & Friendship. Si no conoces este conjunto de Nueva Jersey, quiero que hagas algo por mí. Deja este libro, ve al dispositivo más cercano con conexión a internet, entra en YouTube y busca «Rich Kelly & Friendship» y «I’d Like to Teach the World to Sing». Ahora, míralo. Entero. Pero si tienes prisa, salta al minuto 1:35, cuando el bajista se marca un feliz solo de pie. Todo en este video, pero en especial el baile, me hace feliz. Me encanta cómo el guitarrista aparta el pie del micrófono, dando a entender que el gran desmadre de pies felices del bajista está al caer.

Me encanta cómo gritan su nombre cuando acaba, «¡Tom Sullivan!», confirmando una vez más que sí, que eso fue un «solo», y no sólo el momento en el que las pastillas para adelgazar se le subían a la cabeza a Tom Sullivan. Esto no es sólo un video granuloso del mejor baile de salón cuya existencia desconocías hasta ahora. Es puro realismo mágico. Nunca estudié teoría del arte, así que no sé si esto que digo es técnicamente preciso. Pero lo cierto es que me parece realismo mágico: es algo que efectivamente sucedió, y es puta magia.

Esa foto enmarcada de Rich Kelly & Friendship trajeados a juego, apretujada entre los retratos de Don Rickles y Bob Newhart, contribuye al retablo característico del Loft. Incluso se podría considerar la Santísima Trinidad del estudio. No puedes ignorarlo ni pretender que no está ahí, no con todos esos pares de ojos siguiéndote. Sería como entrar en la Iglesia Basílica de Santa Clara de Italia y no reparar en la Cruz de San Damiano. Por supuesto que la ves. ¡Es un crucifijo enorme e históricamente significativo en la pared! Ésa es la misma sensación que queremos que la gente tenga cuando entra en el Loft. Contemplas a Bob, Don y Rich como si lo hicieras con la Cruz de San Damiano, con silenciosa reverencia y boquiabierto, sobrecogido por la increíble e inescrutable infinitud del universo.

Eso fue lo que tuvimos ante nuestros ojos cuando hicimos el álbum de Star Wars. Cada canción, cada nota fueron creadas bajo sus benévolas miradas. Recuerdo haber cantado la letra «Orchestrate the shallow pink refrigerator drone»* y, al levantar la vista, pensar que Don Rickles me estaba mirando como si me estuviera diciendo: «¿Un zumbido de un refrigerador rosado? Hombre… ¡estás loco!».

A lo que iba: no hay una razón fascinante o estéticamente enrevesada que explique por qué pusimos un gato en la portada del álbum y lo llamamos Star Wars. El álbum necesitaba un nombre y una cubierta. La pintura del gato podría haber sido fácilmente Don Rickles. Y en lugar de Star Wars, podríamos haberlo llamado Jerry Maguire o E.T. y hubiera tenido el mismo sentido. Sólo estoy intentando contextualizártelo. Es completamente plausible que Wilco hubiera hecho un disco llamado Wrath of Khan con una portada que fuera sólo una foto vieja en blanco y negro de Don Rickles con esmoquin.

Todavía podría suceder.

Para mí es difícil no estar cohibido por muchas razones que espero revelarte más adelante, pero es aún peor escribir un libro sobre uno mismo. Básicamente, eres el personaje principal de tu propia narración. Cómo hacer para no preocuparse, «¿quién me creo que soy?», y «mírate, escribiendo un libro, ni que fueras especial». No es ficción, así que supongo que mi única obligación es decir la verdad. Pero también soy sumamente consciente de que no puedo ser completamente objetivo. No es que pueda darle al personaje principal un defecto fatal que todos sabemos que será la causa de su ruina en el capítulo final. Bueno, a ver, con suerte. Tal vez haya un defecto fatal y soy el único que no lo está viendo. Tal vez esté describiendo un colapso emocional y sea el último en saberlo. De hecho, ése sí que sería un gran libro.

Pero siendo como soy, me resulta muy difícil no suponer que algunos de ustedes simplemente están hojeando las primeras páginas del libro, intentando decidir si vale la pena gastar el dinero que cuesta. ¿Estás seguro de que quieres gastarte veintiocho dólares en un sinfín de capítulos tipo «Esto es lo que me pasó por la cabeza durante el solo de guitarra de tres minutos y medio en “At Least That’s What You Said”»? Como Tuli Kupferberg de The Fugs me dijo cuando lo conocí y le confesé que era mi héroe, «Oy,* son tiempos difíciles para todos». A nadie le sobra el dinero como para derrocharlo en las memorias de un «incondicional» del indie rock que alcanzó un éxito moderado si éste no va a ofrecerle algo lo bastante entretenido.

Voy a revelar algunos spoilers antes de hacerle perder el tiempo a alguien.

1. En este libro aparecen dos tipos diferentes que se llaman Jay.
Necesitarás estar atento para no confundirte. He escrito bastante extensamente sobre ellos y algunas veces incluso aparecen en la misma sección. He hecho todo lo posible para dejar claro a quién me refiero cuando escribo Jay, pero, como he dicho, cuidado. No bajes la guardia.

2. No se mencionarán los calmantes recetados.
Si elegiste este libro buscando historias de drogadictos y sobre mi adicción a los opiáceos, mala suerte. Quiero dejar esos años atrás. Y francamente, tampoco hay mucho que contar. Cuando tomas mucho Vicodin, tu vida no es una incesante mesa redonda de Algonquin. Hay una gran cantidad de insensibilidad y mucha tristeza por no poder sentir. Eso es todo.

Dejémoslo así: tuve algunos problemas de adicción que luego superé. Todos estamos bien ahora. ¡Gracias por preguntar! Ah, y las canciones que escribí durante ese período son sólo exploraciones musicales de lo feliz que era en ese momento. Pido disculpas si ha podido haber algún malentendido.

3. Esta última parte es broma.
Por Dios, por supuesto que voy a escribir sobre las drogas. Te estaba tomando el pelo. ¿Habrías creído a Keith Richards si hubiera arrancado sus memorias diciendo: «Escuchen, chicos, cuanto menos cuente sobre mis experiencias con la heroína, mejor. Preferiría centrarme únicamente en describir lo que supone ser abuelo»?

4. Ojalá este libro se centrara en The Raccoonists.
Si no conoces a The Raccoonists, no sé cómo te atreves a llamarte fan. ¿Cómo puede ser que no hayas oído hablar de la banda que formé con mis hijos, Spencer y Sammy? Oficialmente, sólo publicamos una canción, «Own It». La incluimos como cara B en un vinilo de siete pulgadas, un split con Deerhoof. También grabamos el material de un álbum completo, incluyendo algunas de las mejores versiones de George Harrison, Teenage Fanclub y Skip Spence que jamás haya cantado un chico de quince años.

(Personalmente creo que una letra como «Un ojo cortado satisfaría mi alma, debo confesar» suena más convincente cuando la canta un chico que no ha hecho la tarea). Todavía no hemos publicado nada de eso, porque la misión musical de The Raccoonists consiste en ser lo más enigmáticos posible. Es como esas estrofas de la canción de Wilco, «The Late Greats»: «Tan bueno que nunca lo sabrás / Nunca lo oirás en la radio». Éste podría ser un libro sobre The Raccoonists. No lo es. Ni un poco siquiera. Pero podría serlo…

La única razón por la que he escrito este libro es porque quería contar la historia del mejor trío de rock –yo a la guitarra, acompañado de un baterista adolescente y un vocalista apenas adolescente–, que nunca lanzó un álbum oficialmente, ni fue de gira, y al que nadie oyó tocar nunca fuera de los cuatros muros del sótano donde ensayamos: casi nadie ahí fuera sabía de nuestra existencia.

Tenía la intención de que fuera como el libro de Michael Azerrad, Nuestra banda podría ser tu vida, pero sin hablar tanto de bandas como Black Flag y Minutemen, y sí mucho más de The Raccoonists. Hubiera compartido todos los detalles escandalosos, como que el nombre original de la banda era The Rockingest, pero no entendí a Spencer y pensé que decía The Raccoonists, y dije: «Ése es el mejor nombre de banda que he escuchado nunca», y él no me lo discutió, así que tiramos para delante con The Raccoonists, aunque se podría decir que The Rockingest es mejor nombre.

Me hubiera gustado contar la historia del momento en que casi nos separamos porque era muy tarde y al día siguiente había que ir a clase, y Susie dijo: «Tienes que parar ahora. No me hagas ser la bruja aquí. Jeff, diles que se pongan el pijama». Y tenía la intención de explicarles, hasta el último detalle, cómo fue el final de The Raccoonists, cuando Spencer nos dijo: «Voy a ir a la universidad», y Sammy y yo dijimos: «¿En serio? ¿Así es cómo termina? ¿Et tu, Spencer?».

Pero luego la banda Tweedy surgió de sus cenizas cual ave fénix, y más tarde hicimos una gira por Japón, y llegó Sammy y lo convencimos para cantar «Thirteen» en los conciertos de Tokio y Osaka, y parecía como una mini reunión de The Raccoonists, con la salvedad de que a nadie parecía importarle, porque aparte de esa cara B en ese siete pulgadas antes mencionado, nadie sabía que The Raccoonists había sido una banda de verdad. Lo cual hizo que fuera más rollo «Late Great», aunque esa canción (no puedo enfatizar esto lo suficiente) no habla en absoluto de The Raccoonists. Bueno, eso es de lo que yo quería escribir. Pero mi editorial siguió editándolo y yo seguí colándolo discretamente, y entonces comenzaron a usar palabras como «denunciable» si me obcecaba en escribir sobre la banda con mis hijos, obviando el resto de bandas en las que estoy o he estado.

Quince minutos antes del concierto en The Kings, el estado de ánimo en el backstage es como el de un pícnic de verano. Han acompañado afuera a todas las personas ajenas a la banda e invitados y quedamos sólo los chicos y yo, charlando, picando algo de comer y trasteando con los instrumentos. Todavía tengo en mente a David Bowie, así que veo si puedo sacar «Space Oddity».

Poco a poco, los demás comienzan a unirse, sosteniendo las guitarras y pidiéndose los unos a los otros cambios de acordes, cantando armonías, o simplemente tocando la batería en cualquier superficie plana que esté a mano. Cualquier cosa para contribuir. Es así de orgánico y natural. Nadie dice: «Toquemos algo de Bowie». Comienza con una nota, que a ciegas se topa con una melodía reconocible, y luego, poco a poco, se transforma en una canción. Es como la escena de la cafetería en «Fame». El almuerzo caliente «David Bowie» está servido.

Ésos son los mejores momentos de las giras con Wilco. Lo que hacemos en el escenario significa mucho para todos nosotros, pero cuando somos sólo la banda en una sala, sin público, nosotros seis, y redescubrimos una canción juntos, sin otro afán que ver si podemos hacerlo, ahí es cuando estamos más agradecidos de poder hacer lo que hacemos. Esos momentos nos recuerdan, más que ningún otro, qué fue lo que nos llevó a querer hacer música por primera vez. La música es magia.

Escribir es un estado mágico de perder el control, un proceso casi inconsciente: Etgar Keret

sábado, febrero 22nd, 2020

Las dificultades y luchas en la vida, la soledad o la búsqueda por ser mejores personas y hallar un lugar en el universo, son temas que se repiten en los relatos del escritor israelí Etgar Keret. Particularmente en su último libro de cuentos: La penúltima vez que fui hombre bala.

En su libro de cuentos más osado y sorprendente hasta la fecha, recientemente galardonado con el 69th Annual Jewish Book Award en Israel, Etgar Keret sigue deslumbrando por su capacidad para crear vínculos de empatía y hallar esperanza en las situaciones más disparatadas. Esta es la entrevista para Puntos y Comas.

Ciudad de México, 22 de febrero (SinEmbargo).- Las dificultades y luchas en la vida, la soledad o la búsqueda por ser mejores personas y hallar un lugar en el universo, son temas que se repiten en los relatos del escritor israelí Etgar Keret. Particularmente en su último libro de cuentos: La penúltima vez que fui hombre bala.

“Cuando escribes te comprometes a ti mismo con una experiencia subjetiva y ésta es siempre surrealista. Por ejemplo, puedes creer en fantasmas o si tu novio te besa puedes sentir como si te elevaras en el aire. No experimentamos la vida de la misma forma, por eso cuando escribo busco construir esta experiencia. No me pregunto si algo es surrealista o no, sólo me pregunto: ¿esto es sincero? ¿es honesto o es falso?”, comparte el autor.

Agrega que “el efecto ético de la literatura surte efecto cuando confunde al lector. La literatura existe para hacernos sentir menos seguros sobre algo en lo que creíamos. Hay que impactar al lector con la belleza y la complejidad de la experiencia humana para voltear a ver otro punto de vista que no habías considerado antes”.

En su libro de cuentos más osado y sorprendente hasta la fecha, recientemente galardonado con el 69th Annual Jewish Book Award en Israel, Etgar Keret sigue deslumbrando por su capacidad para crear vínculos de empatía y hallar esperanza en las situaciones más disparatadas. Esta es la entrevista para Puntos y Comas.

En el relato que le da título al volumen, un hombre al que ha dejado su mujer, cuyo hijo le ha dicho que es un cero a la izquierda y a quien incluso su obeso gato ha abandonado, es conminado por el dueño del circo en el que trabaja a sustituir al hombre bala. Ignorando las advertencias de los payasos que ante el delirio del público lo invitan a reflexionar sobre los peligros que aquejan semejante profesión, el hombre se mete a trompicones en el cañón y sale disparado muy fuera del blanco hasta hacer un boquete en la carpa de circo. Vuela y mira su ciudad, su mundo y a todos aque- llos que lo han abandonado desde las alturas y encuentra ahí su nueva vocación.

Keret es un escritor todoterreno que puede fabricar una tensión digna de la mejor tradición del cuento corto, lo mismo a partir de un niño que quiere llevarse la caja registradora de una juguetería como regalo («escoge lo que tú quieras», le dijo el padre), o imaginar un Estados Unidos distópico en donde Donald Trump se reelige para un tercer mandato. Con el ejército diezmado por una cruenta guerra contra México, el presidente norteamericano recurre a un perverso juego estilo Pokemón para reclutar niños y adolescentes que se convierten en mortíferos soldados.

***

—En tus cuentos hay un contraste notorio entre temas sórdidos con entornos fársicos o elementos de fantasía, ¿por qué está contraposición?

—Cuando escribo, no tengo una intención clara de ello, es más un proceso asociado con los sueños. Escribir es un estado mágico de perder el control; añadir esos elementos es más una lógica inconsciente que una decisión determinada.

Cuando escribes te comprometes a ti mismo con una experiencia subjetiva y ésta es siempre surrealista. Por ejemplo, puedes creer en fantasmas o si tu novio te besa puedes sentir como si te elevaras en el aire. No experimentamos la vida de la misma forma, por eso cuando escribo busco construir esta experiencia. No me pregunto si algo es surrealista o no, sólo me pregunto: ¿esto es sincero? ¿es honesto o es falso?

Foto: Crisanto Rodríguez, SinEmbargo

—¿Qué mensaje quisiste transmitir en La penúltima vez que fui hombre bala? ¿En general hay alguna línea temática en tu trabajo literario?

—Bueno, creo que hay cosas en común en mis historias, como las dificultades y luchas en la vida, la soledad o la intención de los personajes por ser distintas personas a las que son. En este libro en particular, un tema en común es el intento fallido de los personajes por entender su lugar en el universo.

—¿Intentas mostrar una postura política cuando escribes?

—Pienso que el fin de la literatura es captar la realidad en sí misma. No creo que se deba usar ese medio para explotar un tema o tratar de influenciar a tu lector como una especie de vaca que picas para ir en una dirección u otra.

El efecto ético de la literatura surte efecto cuando confunde al lector. La literatura existe para hacernos sentir menos seguros sobre algo en lo que creíamos. Hay que impactar al lector con la belleza y la complejidad de la experiencia humana para voltear a ver otro punto de vista que no habías considerado antes.

—Respecto a la construcción de personajes, ¿te inspiras en las vivencias propias, en las personas que te rodean o vienen totalmente de tu imaginación?

—Usualmente viene de una especie de proyección: veo a alguien y quiero escribir de este tipo, luego la única forma en la que puedo describirlo es poniendo algo de mí mismo en él. Entonces lo que pasa es que el personaje tiene una mezcla entre algo que no conozco, en una situación es ajena a mí, pero al darle vida él se convierte un poco en mí. Es como un coctel.

Foto: Crisanto Rodríguez, SinEmbargo

—Etgar, haces cuento, novela, cómic, libros para niños y guiones para cine y televisión. ¿En qué terreno te sientes más cómodo escribiendo?

—Creo que escribir relatos cortos de ficción es lo más intuitivo para mí, pero cuando eres escritor, creo que lo mejor manera para que avances es que intentes salir de tu zona de confort y experimentes otras formas de creación. Cuando regreso a la ficción, después de hacer películas, siento que he aprendido nuevas maneras de contar una historia.

Por ejemplo, en el cuento “No lo hagas”, un padre y su hijo caminan por la calle y ven hacia arriba: el hijo está muy feliz porque ve un hombre a punto de saltar y piensa que es un súper héroe y está a punto de volar, pero el padre está asustado porque ese hombre va a morir. Cuando escribí esta situación lo hice bastante cercano a cómo lo dirigiría en un film; tienes una imagen de dos personas viendo hacia arriba, uno está muy animado, sonriendo, y el otro está preocupado, pero tú no sabes qué ven. Después, la cámara se va moviendo cuando suben las escaleras del edificio y se va develando lo que ven hasta finalmente llegar con el hombre. No hubiera escrito de esta forma sin haber experimentado la dirección cinematográfica. 

Foto: Crisanto Rodríguez, SinEmbargo

—¿Entonces todo lo que escribes se nutre de la influencia del cine? ¿O viceversa?

—Siempre que me salgo de mi zona de confort, el cuento, comienzo en una posición muy inferior porque quiero hacer lo que estoy acostumbrado y así no funciona. Entonces no creo que funcione al revés; si hay un guión con el que estoy luchando, no tengo la misma confianza que con un cuento, pero siempre doy lo mejor de mí.

Lo único que puedo decir es que dirigir actores en cine, hay muchas formas de hacerlo. Puedes, por ejemplo, hacer que se expresen en la acción, puedes pedirles que utilicen su voz de cierta manera o puedes darles una especie de imagen. Siempre trato de contarles una historia sobre el personaje, a veces hago un relato elaborado sobre el trasfondo del personaje. Este es un método que tengo para dirigir actores y conseguir a través de esto que proyecten la emoción que se busca.

—¿Recuerdas algún libro que de joven te haya inspirado a escribir o que haya marcado tu vida?

—Hay mucha influencias pero principalmente William Faulkner, John Cheever, Raymond Carver, J. D. Salinger, Julio Cortázar. Especialmente Kafka. La novela que me marcó más es La Metamorfosis, la cual leí durante mi servicio en el ejército.

La escritura es muy distinta a la tradición israelí, donde el autor relata desde un lugar de autoridad, tienes la sensación de que el escritor sabe la respuesta a todo. Con Kafka, la escritura viene desde la ansiedad, la confusión y el miedo, un lugar de menos certezas que el lector. El autor está igual de incómodo que el lector. Ese punto de debilidad fue revelador y me permitió convertirme en un escritor.

—¿Cuál es la esencia de la escritura israelí?

—La literatura israelí en general es muy opuesta a lo que yo escribo. Me identifico más con la diáspora judía de Kafka. La tradición israelí es muy épica, usualmente construida en grandes novelas que abordan temas colectivos importantes. Mientras tanto, mi escritura es muy breve y trata problemas menores, más personales.

Nació en Tel Aviv, en 1967. Es, hoy en día, el escritor más popular entre la juventud israelí. Comenzó a escribir en 1992 y desde entonces ha publicado cuatro libros de cuento, una novela, tres libros de cómic y un libro para niños. Sus libros han sido best sellers en Israel y han recibido los elogios de la crítica internacional. Ha sido traducido a dieciséis idiomas, incluyendo el coreano y el chino. Extrañando a Kissinger fue nombrado uno de los cincuenta libros israelíes más importantes de todos los tiempos. Más de cuarenta cortometrajes se han basado en sus historias. Sus cuentos han sido adaptados al teatro en Israel. Keret ha recibido el Book Publishers Association’s Prize y el Ministry of Culture’s Cinema Prize. Actualmente es profesor en el departamento de Cine y Televisión de la Universidad de Tel Aviv.