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ADELANTO | Mi madre, de Yasushi Inoue: un conmovedor relato sobre el devenir de la vejez y la muerte

sábado, enero 2nd, 2021

Yasushi Inoue, autor clave de las letras japonesas del siglo XX y candidato al Nobel de Literatura, entrega su obra más emotiva y personal al plasmar el imparable proceso de desvanecimiento de su madre en la última etapa de vida. Un canto a nuestra fragilidad y a la eterna e ineludible figura de la madre.

Esta es una historia tan vieja como el mundo: ser testigo de la muerte de aquellos que nos dieron la vida, y observar cómo la edad convierte a los progenitores en niños indefensos en brazos de sus propios hijos, ahora cuidadores.

Ciudad de México, 2 de enero (SinEmbargo).- En unas páginas autobiográficas inolvidables, Yasushi Inoue plasma con sobrio lirismo el imparable proceso que lleva a su madre a desvanecerse en vida, a fallecer de mil pequeñas maneras antes de cruzar los umbrales definitivos de la desaparición. Una narración conmovedora de los últimos años en la vida de una mujer que zozobra en la senilidad.

Ésta es una historia tan vieja como el mundo, una prueba por la que casi todo ser humano ha de pasar: ser testigo de la muerte de aquellos que le dieron la vida, y antes, padecer el trance de ver cómo la edad convierte a los progenitores en niños indefensos en brazos de sus propios hijos, de pronto devenidos padres, cuidadores.

Inoue trata el tema con gran sutileza, deja espacio y tiempo a los detalles, los pequeños momentos, que brillan aquí y allá a lo largo de ese declive, otorgándoles una humilde solemnidad. Más allá de las sombras que se proyectan en él, Mi madre es un libro lleno de amor que se erige, en última instancia, en un canto imperecedero a nuestra finitud, a nuestra fragilidad y a la eterna e ineludible figura de la madre.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Mi madre, la obra más bella, emotiva y personal de Yasushi Inoue, periodista, crítico de arte y uno de los autores clave de las letras japonesas del siglo XX, también candidato al Premio Nobel de Literatura. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.

***

BAJO LOS CEREZOS EN FLOR

UNO

Mi padre murió hace cinco años, cuando tenía ochenta. Se había retirado del cuerpo médico del Ejército con cuarenta y ocho años, justo después de que le otorgaran el rango de general, y se había ido a vivir a su pueblo natal, en Izu. Durante más de treinta años se dedicó a cultivar en el pequeño huerto de su casa las verduras y hortalizas que luego comía con mi madre. Había dejado el Ejército a una edad en la que aún habría podido abrir su propia consulta médica, pero no quiso hacerlo. Cuando empezó la Guerra del Pacífico aparecieron numerosos hospitales militares y centros de convalecencia, y como no había suficientes médicos en el Ejército le pidieron en varias ocasiones que se encargara de dirigir alguna de aquellas instituciones. Pero él declinó todas las ofertas arguyendo que era demasiado mayor.

Había colgado el uniforme y no parecía dispuesto a ponérselo de nuevo. La pensión que recibía le alcanzaba para comprar comida, pero por entonces los bienes materiales escaseaban. Si se hubiera reincorporado al Ejército como director de un hospital de campaña, la vida de mis padres, que empezaba a rozar el umbral de la pobreza, habría sido probablemente muy distinta. Además de obtener cierta tranquilidad económica, habrían estado en contacto con otras personas, lo que habría supuesto un estímulo en la vida de aquellos dos ancianos.

Cuando mi madre me contó por carta que a mi padre le habían ofrecido un puesto en un hospital de campaña fui a casa para convencerlo de que aceptara, pero al final volví sin haberle mencionado el asunto. Al ver su silueta de espaldas trabajando en el huerto trasero con su ropa de campo remendada, me di cuenta de que había perdido cualquier vínculo con la sociedad. Además, había adelgazado bruscamente después de cumplir los setenta años.

Durante aquella misma visita, mi madre me dijo que se podían contar con los dedos de la mano las veces que mi padre había salido de casa desde que vivían en el pueblo. Aunque no se mostraba descortés con las visitas que recibían, jamás iba a casa de nadie. Teníamos tres o cuatro parientes que vivían a pocas calles de distancia, pero nunca los visitaba a menos que alguno de ellos sufriera una desgracia. Salvo excepciones, pues, evitaba incluso salir al portal de su propia casa.

Mis hermanos y yo sabíamos que nuestro padre tenía cierta tendencia a la misantropía, pero todos vivíamos ya en la ciudad y teníamos nuestras propias familias. Durante el tiempo en que ninguno de nosotros tuvo contacto diario con él y nuestra madre, la edad agravó el trastorno de nuestro padre hasta límites que éramos incapaces de imaginar.

Siendo como era, probablemente nunca se le pasó por la cabeza pedir ayuda a sus hijos y en otras circunstancias se las habría arreglado para seguir adelante con su pensión, pero el final de la guerra trajo consigo una situación límite que lo cambió todo, y dejaron de ingresarle la pensión durante un tiempo. Cuando empezó a recibirla de nuevo, el importe había menguado y la moneda se había devaluado. Mi padre aceptaba el dinero que yo le enviaba una vez al mes, aunque estoy convencido de que lo hacía muy a su pesar. Puede parecer una exageración, pero se podría decir que verse obligado a aceptar mi dinero lo mataba por dentro. Mi padre no desperdiciaba nada.

Aunque yo le enviaba dinero suficiente para que pudieran vivir sin estrecheces, no gastaba ni un centavo más de lo estrictamente necesario para cubrir sus necesidades más básicas. Una vez terminada la guerra siguió cultivando la huerta, empezó a criar gallinas e incluso hacía su propio miso para no tener que comprar nada más que arroz. Sus hijos e hijas ya éramos adultos trabajadores e independientes, y cada vez que nos reuníamos no podíamos evitar criticar y censurar la extrema austeridad de nuestro padre, pero no conseguimos que cambiara. Queríamos ayudar a nuestros padres para que pudieran disfrutar de una vejez lo más confortable posible, pero ellos no gastaban el dinero que les enviábamos y, si les regalábamos prendas de vestir o ropa de cama, utilizaban lo mínimo y guardaban el resto. Al final, pues, decidimos mandarles sólo comida. La comida se echaba a perder, así que tendrían que comérsela.

La vida de mi padre, que había durado ochenta años, se podría describir como «pura». Nunca otorgó tratos de favor ni se granjeó enemistades. Cuando echo la vista atrás y reflexiono acerca de sus treinta años de aislamiento, me doy cuenta de que no habría podido mancillar su trayectoria vital aunque hubiera querido. Al morir dejó en su cuenta bancaria el importe justo para cubrir los gastos de su propio funeral y el de mi madre. Todo el patrimonio que había heredado al casarse con mi madre y entrar en su familia lo heredé yo –su primogénito– intacto. Al parecer, después de la guerra había vendido casi todos los muebles y enseres domésticos que había comprado mientras servía en el Ejército, así que en la casa no quedaba nada de valor. En cambio, no había extraviado ninguno de los objetos que se iban transmitiendo de generación en generación, como tapices y jarrones. Mi padre no había añadido ni sustraído un solo centavo al patrimonio familiar.

Cuando yo era pequeño, mis padres me dejaron al cuidado de una abuela que fue quien me crio. Aunque yo la llamaba «abuela», no guardaba ningún parentesco conmigo: se llamaba Nui y era la amante de mi bisabuelo, que había sido médico. Cuando éste murió, Nui fue inscrita en el registro familiar como madre adoptiva de mi madre. Aquellas disposiciones se tomaron, como es natural, según la voluntad que mi bisabuelo había consignado en su testamento. Nadie se sorprendió, pues había tenido una vida muy poco convencional.

Así pues, según el registro familiar, Nui era mi abuela. De pequeño, yo la llamaba «abuela Nui» para distinguirla de mi bisabuela legítima, que entonces aún vivía; y de mi abuela, la madre de mi madre. A mi bisabuela la llamaba «abuelita» y a mi abuela, simplemente «abuela». No hubo ningún motivo concreto para que me criara la abuela Nui. Entonces mi madre era muy joven, estaba embarazada de mi hermana y no tenía ayuda en casa, así que me mandó provisionalmente al pueblo con la abuela Nui. Me quedé a vivir allí y pasé toda mi infancia con ella. Para la abuela Nui, tenerme a su cargo fue probablemente una forma de consolidar su delicada posición en la familia. Además, le habría resultado muy difícil separarse de mí porque era una anciana solitaria que me quería con todo el corazón. Yo, que debía de tener cinco o seis años, también me sentía muy unido a ella, por lo que es natural que no quisiera volver a casa. Y mis padres no tenían prisa por recuperarme –más aún viendo que yo no quería volver–, porque poco después de mi hermana nació mi hermano.

La abuela Nui murió cuando estaba acabando la primaria. Tras su fallecimiento, abandoné el pueblo y empecé a vivir por primera vez con mis padres y hermanos. Entré en el instituto de la ciudad en la que servía mi padre. Apenas un año más tarde, sin embargo, me vi obligado a abandonar de nuevo el hogar familiar porque destinaron a mi padre a una pequeña ciudad cercana a nuestro pueblo natal y tuve que entrar en un internado para seguir estudiando. En total sólo viví dos años más con mi familia: uno al terminar la educación secundaria, mientras me preparaba el examen de acceso a bachillerato; y otro en primero de bachillerato, cuando un nuevo traslado de nuestro padre volvió a interferir en nuestra vida familiar. Desde entonces no he tenido más ocasiones de vivir con mis padres y hermanos. A pesar de que no existía una convivencia que reforzara el vínculo entre mi padre y yo, nunca recibí por su parte un trato distinto al que dispensaba a mis tres hermanos, que sí vivían bajo su mismo techo.

Fuera cual fuera la situación, siempre se mostraba imparcial sin que le costara el menor esfuerzo: mi padre no era de los que sienten más apego por los hijos que han criado que por los que han crecido lejos de él. Además, por insólito que pueda parecer, tampoco había diferencias entre el afecto que prodigaba a sus propios hijos y a otros familiares. Y, lo que es aún más sorprendente: trataba de la misma forma a sus hijos e hijas que a cualquier conocido reciente, aunque no estuviera emparentado con él. Así pues, su actitud con sus hijos parecía más bien fría, mientras que su forma de relacionarse con otras personas era más bien cordial.

A los setenta años, a mi padre le diagnosticaron un cáncer que superó con éxito tras una operación, pero la enfermedad se reprodujo diez años más tarde y estuvo seis meses postrado en la cama, cada vez más débil. A su edad no era prudente operarlo de nuevo, así que sólo cabía esperar la muerte. Durante un mes, cada día pensábamos que podía ser el último. Ante la inminencia del final, mis hermanos y yo llevamos al pueblo nuestra ropa de funeral y empezamos a visitar a nuestros padres con asiduidad. Fui a ver a mi padre el día antes de su muerte, y el médico me dijo que probablemente aguantaría cuatro o cinco días más. Aquella misma noche, mientras yo me encontraba de camino a Tokio, exhaló el último suspiro. Conservó la mente lúcida hasta el final, y no dejó de dar instrucciones detalladas a quienes lo rodeábamos sobre la comida que debíamos ofrecer a las visitas o a quién debíamos avisar en el momento de su muerte.

La última vez que vi a mi padre, me despedí diciéndole que volvía a Tokio y que regresaría en dos o tres días. Entonces él sacó su mano demacrada de entre las sábanas y la alargó hacia mí. Como nunca había hecho ningún gesto parecido, en aquel momento no supe qué esperaba de mí. Tomé su mano entre la mía, y él me la estrechó.

Nuestras manos estuvieron tímidamente enlazadas por unos instantes y luego noté que mi padre me apartaba la mano. Fue una sensación parecida al leve tirón que se percibe en el extremo de una caña de pescar. Solté su mano de inmediato, sobresaltado. No supe cómo interpretar aquel gesto, pero tuve el presentimiento de que había querido decirme algo. Cuando me rechazó, fue como si me castigara: «¡Qué te has creído al tomar la mano de tu padre! ¡Menuda impertinencia!».

Después de su fallecimiento, estuve varios días rememorando aquel incidente. Me obsesioné y pasaba muchas horas pensando en ello. Es posible que mi padre, presintiendo que se acercaba la hora de su muerte, me hubiera tendido la mano para expresarme por última vez su amor paternal y luego, cuando yo se la estreché, él la rechazó súbitamente avergonzado de sus propios sentimientos.

Aquella explicación era la que me resultaba más convincente, pero tal vez no fuera eso lo que había pasado: quizá mi padre había notado algo que no le había gustado en mi forma de tomarle la mano y la había apartado inmediatamente, conteniendo los sentimientos que quería expresar. Sea como fuere, con su sutil rechazo volvió a establecer la distancia habitual entre ambos, que se había reducido por un breve instante. Eso habría sido muy típico de él, y debo aceptarlo como tal.

Por otro lado, no lograba librarme de la sospecha de que tal vez fuera yo quien había apartado la mano de mi padre y no al revés. Tan posible era que él hubiera rechazado mi mano como que yo hubiera rechazado la suya. Quizá no hubiera existido frialdad alguna por su parte y yo fuera el único responsable. No tenía pruebas para demostrar lo contrario. Tal vez yo, inconscientemente, había pensado: «No es propio de ti ponerte cariñoso a estas alturas», o: «No deberías tenderme la mano a mí, que soy tu hijo», y había apartado su mano tras estrechársela momentáneamente. Aquella posibilidad me atormentaba cada vez que se inmiscuía en mis pensamientos.

Sin embargo, al final conseguí dejar de dar vueltas y más vueltas al pequeño episodio que había ocurrido entre mi padre y yo. Fue una liberación repentina y completamente inesperada: un día se me ocurrió pensar que quizá mi padre, dentro de su tumba, también estuviera tratando de descifrar el significado de aquel gesto que había tenido lugar entre ambos, sin testigos, tan sutil que había resultado casi imperceptible. Entonces, de repente, me sentí libre. Era posible que, en el otro mundo, él también estuviera devanándose los sesos por interpretar aquella escena igual que lo hacía yo. Así, en mi imaginación, me sentí hijo de mi padre por primera vez, lo que nunca me había pasado mientras él vivía. Yo era su hijo, y él era mi padre.

Tras la muerte de mi padre, a menudo me llamaba la atención el gran parecido entre nosotros. Mientras vivía nunca se me había ocurrido pensar que pudiera parecerme a él, y la gente que me rodeaba solía decirme que teníamos personalidades completamente distintas. Desde que empecé a estudiar, me esforzaba conscientemente por pensar lo contrario de lo que pensaba él y llevar un estilo de vida opuesto al suyo, aunque de todas formas habría sido muy difícil encontrar un parecido entre ambos.

De joven, mi padre ya era un misántropo, mientras que yo tenía muchos amigos, era miembro del club de deporte y me gustaba estar en el centro de los círculos más animados. Seguí siendo igual de sociable cuando terminé la universidad y empecé a trabajar y, cuando alcancé la edad en la que mi padre se había retirado, no había nada más lejos de mis intenciones que volver al pueblo como había hecho él y vivir aislado del resto del mundo. A los cuarenta y tantos años, casi a la misma edad en la que mi padre había cortado cualquier vínculo con la sociedad, yo dejé el periódico donde trabajaba para empezar mi carrera como escritor.

A pesar de todo, tras la muerte de mi padre, lo sentía dentro de mí en los momentos más inesperados: cuando bajaba del porche para ir al jardín, por ejemplo; o cuando tanteaba el suelo con los pies buscando los zuecos igual que lo hacía él. Lo mismo me pasaba cuando abría el periódico en la sala de estar y me inclinaba para leerlo. A veces cogía un paquete de cigarrillos y, en ese mismo instante, me daba cuenta de que lo había hecho igual que mi padre y volvía a dejarlo. Por las mañanas me miraba en el espejo para afeitarme y, cada vez que enjuagaba la brocha bajo el grifo y la escurría con los dedos, me decía a mí mismo que mi padre lo hacía exactamente igual.

Aparte de todos aquellos gestos y ademanes, también me sobrevino la idea de que podía estar asimilando la forma de pensar de mi padre. Mientras trabajaba, a menudo me levantaba de la mesa para sentarme en la silla de mimbre del porche y zambullirme en pensamientos completamente ajenos a lo que tenía entre manos, con la mirada fija en las ramas del viejo olmo, que se esparcían en todas direcciones. Igual que mi padre. Lo recuerdo recostado en la silla de mimbre del porche de la casa del pueblo, con los ojos clavados en las copas de los árboles. Entonces me sentía como si estuviera contemplando un profundo abismo abierto delante de mí, sin poder librarme de la sensación de que mi padre se perdía en sus pensamientos del mismo modo en que lo hacía yo ahora. Así era como sentía que mi padre estaba dentro de mí, y a menudo pensaba en él como un ser individual que vivía en mi mente. A veces lo veía y hablaba con él.

Con la muerte de mi padre también comprendí que una de sus misiones en vida había sido protegerme de la muerte. Mientras él vivía –o quizá precisamente porque vivía–, yo nunca había pensado en mi propia muerte (al menos no de forma consciente, sólo como algo que tenía escondido en un rincón del alma).

Pero cuando mi padre murió, el conducto que me separaba de la muerte se despejó de repente y quedó completamente abierto, así que me vi obligado a mirar una de las mitades del rostro de la muerte: empecé a pensar que a mí también me llegaría la hora. Con la muerte de mi padre aprendí que él me había protegido a mí, su hijo, por el simple hecho de estar vivo. No es algo que se haga de forma consciente; no se trata de un pacto entre humanos ni de una cuestión de amor filial. Se trata de algo que nace de la simple relación entre un padre y un hijo y es, sin duda, el vínculo más genuino que puede existir entre ambos.

Entonces empecé a pensar que tal vez mi propio final no estuviera tan lejos. Pero mi madre, que seguía gozando de buena salud, mantenía oculta la otra mitad del rostro de la muerte, así que el velo que se interponía entre ella y yo no se apartaría por completo hasta que falleciera mi madre. Entonces la muerte vendría a plantarse ante mí con la cara completamente descubierta.

Mi madre tiene ahora la misma edad que tenía mi padre cuando murió. Es cinco años más joven que él, o sea que tiene ochenta.

LECTURAS | “Entre ellos”, a la memoria de mis padres: Richard Ford

sábado, abril 21st, 2018

Una magistral destilación de sensuales descripciones, intimidad psicológica, percepciones sociales y minuciosa captación del escenario. Richard Ford escribe el mejor homenaje posible a los responsables de su existencia.

Ciudad de México, 21 de abril (SinEmbargo).-Richard Ford ha hecho su contribución a la “Gran Novela Americana” con los cuatro excelentes libros del ciclo protagonizado por Frank Bascombe –todos editados por Anagrama–, uno de los más ambiciosos frescos literarios construidos con el empeño de atrapar el alma y el pulso de Estados Unidos. Si en esos y otros libros utiliza la ficción, en este narra una historia real, la de sus padres. Pero el tema de fondo y la ambición siguen siendo los mismos: el autor parte de su propia vida y la de su familia para indagar en la esencia de América. Y, tirando de ese relato personal, logra un portentoso ejercicio de prestidigitación literaria: hacer que una historia cotidiana e íntima, hecha de detalles que en otras manos podrían resultar anodinos, se transforme en una poderosa narración de validez universal.

El libro se compone de dos textos escritos con treinta y cinco años de diferencia. El segundo, dedicado a su madre, ya se había publicado en 1986 de forma autónoma. El primero, centrado en la figura de su padre, es reciente y rigurosamente inédito. ¿Qué historias se nos relatan en este volumen? Las de dos jóvenes de Arkansas, en el corazón de la América profunda: Parker y Edna, que se casan en 1928 y tienen un hijo –el autor– en 1944. La historia de un hombre de carácter bondadoso que se gana la vida como viajante de comercio, pasa mucho tiempo en la carretera, fuera de casa, y muere de un ataque al corazón cuando Ford tiene solo dieciséis años. La historia de una chica con un pasado complicado y un secreto, que quedó viuda a los cuarenta y tuvo que mantener a su hijo…

Dos textos bellísimos que evocan la infancia del escritor y las vidas de sus padres, unas vidas que podrían haber sido pasto del olvido como tantas otras, pero que la fuerza de la literatura rescata y convierte en piezas esenciales del universo literario de Richard Ford.

La nueva novela de Richard Ford. Foto: Especial

Fragmento de Entre ellos, de Richard Ford, con la autorización de editorial Anagrama

Mi madre se llamaba Edna Akin, y había nacido en 1910 en un lejano rincón del noroeste de Arkansas, Benton County, un lugar de cuya ubicación no estoy seguro (nunca lo he estado). Cerca de Decatur y Centerton. Un pueblo que quizá ya no exista. O que ni siquiera era un pueblo sino una pequeña localidad rural. Muy cercana a la frontera con Oklahoma, que en 1910 era un territorio duro con cierto espíritu fronterizo. Apenas diez años antes, los salteadores y bandidos campaban por sus respetos en aquellas tierras. Bat Masterson aún vivía entonces y no hacía mucho que se había ido de Galena.

Hago constar esto no por sus posibilidades literarias o porque crea que hace única la vida de mi madre, sino porque hoy parece ubicarse en un tiempo muy lejano y en un lugar remoto e inaprensible. Y porque es mi madre, a quien conocí muy bien, quien me vincula a ese territorio extraño, a ese algo de lo que no sé (y nunca he sabido) mucho. Esta es una cualidad de la vida con nuestros padres que a menudo pasamos por alto y que no se valora como se debería. Los padres –por encerrados que estemos en nuestras vidas– nos conectan íntimamente con algo que no somos y forjan una “ajenidad unida” y un misterio provechoso, de tal suerte que aun estando con ellos estamos solos.

El acto de reflexionar sobre la vida de mi madre es un acto de amor. Y mi memoria incompleta de su vida no debe tomarse por un amor incompleto. Quise a mi madre como lo hace un niño feliz, irreflexivamente y sin dudas. Y cuando me hice adulto y ambos nos conocimos como adultos, nos tuvimos el uno al otro en gran estima. Siempre podíamos decirnos «te quiero» para aclarar nuestras complicadas relaciones de toda índole (y sin necesidad de hacer pausa alguna). Hoy esto me parece perfecto y entonces también.

Ya he dicho que mi madre y mi padre no eran una pareja a la que la historia tuviera mucho que ofrecer. Ello seguramente tenía algo que ver con el hecho de no ser ricos o de ser los dos de origen campesino con una educación insuficiente o con el hecho de no ser particularmente conscientes de multitud de cosas. La historia, para mi madre, era algo sin demasiada importancia, residuos olvidables, algunos de ellos míseros. En su pasado no había nada heroico o edificante. La Gran Depresión –tiempos duros en todas partes– sin duda tuvo algo que ver con ello. En la década de los años treinta, después de casarse, vivían sencilla y exclusivamente el uno para el otro y al día. Bebían un poco, vivían en la carretera (dada la profesión de viajante de mi padre). Se divertían y les parecía que no tenían gran cosa que recordar y no lo hacían.

Sobre la vida temprana de mi madre no sé mucho, de dónde era oriundo su padre, por ejemplo. El apellido Akin sugiere la posibilidad de una ascendencia de irlandeses protestantes. Sabía que era carretero  y mi madre hablaba de él con cariño, pero nunca se extendía mucho al respecto. “Oh”, decía, “mi padre era un buen hombre.” Y eso era todo. Murió de cáncer en los años treinta, pero no antes de que la madre de mi madre dejara a ésta al cuidado de su padre (casi como una criatura abandonada). Mi madre aún no había cumplido doce años. Tengo para mí que mi madre vivió con su padre en la apartada región de Ozark, cerca de donde había nacido y que aquella había sido para ella una época feliz. Ignoro, sin embargo, cuánto duró, ni qué era lo que la entusiasmaba de jovencita, ni cuáles eran sus pensamientos y esperanzas. Nunca me habló de ello.

De su madre habría mucho que decir: toda una historia. Era de aquel mismo rincón remoto del norte de Arkansas y tenía hermanas y hermanos. Se rumoreaba que tenía sangre osage –etnia india de los pozos de petróleo que lo había perdido todo–. Pero no sé casi nada de los padres de mi abuela, aunque tengo una fotografía de mi bisabuela y de mi abuela con su flamante segundo marido, los tres sentados en una rústica carreta campesina. En ella está también mi madre, pero en la parte de atrás. Es una fotografía de estudio, probablemente tomada en Fort Smith a mediados de los años veinte. Y pretende ser cómica. Mi bisabuela es una anciana ceñuda, con aire de bruja; mi abuela, guapa y seria, lleva un abrigo largo de castor; mi madre, una joven de ojos oscuros y penetrantes, mira fijamente a la cámara. No hay nada particularmente cómico en esa fotografía.

En algún momento mi abuela había dejado a su primer marido –el padre de mi madre– y se había ido con el hombre más joven de la fotografía, Bennie Shelley (boxeador y peón). Puede que esto tuviera lugar también en Fort Smith. Es un joven bien parecido, rubio. Delgado, avispado y astuto. “Kid Richard” era su nombre en el cuadrilátero. Soy tocayo suyo, aunque no tenemos parentesco alguno. Mi abuela era mayor que Kid Richard. Pero para poder casarse rápidamente con él mintió sobre su edad; se quitó ocho años y casi inmediatamente después empezó a desagradarle tener cerca a su bonita hija, mi madre.

Así, durante una temporada –todo en la vida de mi madre parecía acontecer solo durante un tiempo (nunca demasiado)–, mi abuela mandó a mi madre interna al colegio de St. Anne’s, también en Fort Smith. A su padre, que vivía en las montañas y que ya no era su tutor, debió de parecerle una buena idea, ya que pagó su educación con las monjas. No sé lo que su madre, que se llamaba Essie o Lessie o simplemente Les, hizo durante el tiempo en que mi madre estuvo en ese internado: tres años, hasta el final de secundaria. Probablemente afianzar su influencia sobre Bennie Shelley, que era de Fayetteville y tenía familia en esa ciudad. En períodos en los que no boxeaba había trabajado de camarero y más tarde consiguió un empleo en el servicio de vagón restaurante de la línea de Rock Island, lo cual le obligaba a vivir en El Reno y en algún punto de la línea tan alejado como Tucumcari. No hay duda de que mi abuela pretendía controlarle y de que intentó, sin demasiado éxito, hacerlo hasta el final. Debió de sentir que podrían recorrer un largo camino juntos y que él era su mejor y posiblemente última oportunidad en la vida. Una vía de escape del medio rural.

Mi madre hablaba a menudo de lo mucho que le gustaron las monjas del St. Anne’s. Eran estrictas. Preparadas. Imperiosas. Entregadas. Pero también divertidas. Fue allí, en el internado, donde aprendió todo lo que habría de constituir su educación. Era una estudiante mediana, y en general caía bien a las monjas, aunque fumaba cigarrillos y era guapa y contestona y la castigaban a menudo. Si no me hubiera hablado nunca de las monjas, si la influencia que ejercieron en su vida no me hubiera aclarado las cosas, tal vez no habría llegado a entender jamás muchas cosas de mi madre. St. Anne’s proyectó a un tiempo luz y sombra en su vida por venir. En el fondo de su corazón –tal como su suegra irlandesa sospechaba en su fuero interno–, mi madre era una católica secreta. Lo cual, en ella, significaba que practicaba el perdón. Respetaba los rituales y protocolos. Sentía reverencia por la parafernalia de la fe y por las disciplinas espirituales, si bien dudaba acerca de Dios. Todo lo que yo haya podido pensar sobre los católicos –bueno y no bueno– se lo debo en primer lugar a ella, que nunca lo fue pero que vivió entre ellos a una edad influenciable y que a la postre le gustó lo que aprendió y quienes se lo enseñaron.

Pero por razones de las que lo desconozco todo, su madre –que ahora, pasmosamente, exigía que a su hija la consideraran su hermana– la sacó del St. Anne’s a mitad de curso. Y se acabó el colegio para siempre, pese a que mi madre no supuso una incorporación bienvenida a la vida de su madre. Nunca entendí por qué la hizo volver con ella. ¿Por dinero, tal vez? Fue uno de esos actos inexplicables que lo cambian todo.

Con sus padres, ahora, tuvo lugar una serie de mudanzas. Del Norte de Arkansas a Kansas City. Y de nuevo a El Reno. A Davenport y a Des Moines… Adondequiera que la compañía Rock Island quisiera a Bennie, que fue progresando en el vagón restaurante y convirtiéndose en un hombre de iniciativa. Pronto se bajaría del ferrocarril y encontraría un empleo de encargado del catering en el Arlington Hotel de Hot Springs. Allí puso a mi madre a trabajar de cajera en el puesto de cigarros, donde se abriría para ella una pequeña rendija a un mundo mucho más amplio que el que conocía hasta entonces. De lugares distantes llegaban viajeros para tomar las aguas. Judíos de Chicago y Nueva York. Canadienses que hablaban francés. Europeos. Gente acaudalada. Y a todos ellos les vendía cigarros y periódicos. Como era guapa, conoció a jugadores de béisbol. A equipos de la Gran Liga que a la sazón se entrenaban en las montañas. Los Cardinals. Los Cubs. Conoció a Grover Alexander y a Gabby Hartnett. Y en algún momento de ese período, cuando tenía diecisiete años y vivía con sus padres y tenía una jornada larga de trabajo, conoció también a mi padre, que trabajaba en la tienda de comestibles Clarence Saunders de Central Avenue y se enamoraron.

De su noviazgo no sé nada salvo que tuvo lugar en Hot Springs, aunque también en Little Rock. Era el año 1927. Mi padre tenía veintitrés años y mi madre diecisiete o dieciocho. En la tienda de Saunders se ocupaba de las frutas y verduras. Algo le había hecho desplazarse desde el campo donde había nacido, en Atkins: cierta inquietud. Qué es lo que tenía en mente para su futuro lo ignoro. Pero puedo verlos con facilidad como pareja. Los dos guapos. Cordiales y tímidos. Mi madre, de pelo negro y ojos oscuros, curvilínea. Mi padre, de ojos azules como los míos, grande, cándido, honrado, obsequioso. Y puedo imaginar lo que cada uno de ellos pensó del otro. Mi madre sabía cosas, no todas buenas. Había trabajado en hoteles, la habían arrancado de un internado. Había vivido en ciudades. Había conocido a un amplio abanico de personas y era como un “apéndice” poco manejable de su madre y su marido. Mientras que mi padre era un chico de campo que había dejado la escuela al principio de la secundaria; el menor de tres hermanos, el hijo protegido de un suicida. Puedo entender que mi madre deseara una vida mejor que trabajar para su padrastro cojo; que creyera que no la habían tratado especialmente bien y que pensara que su vida, hasta el momento, había sido bastante dura; que no le gustara en absoluto ser la “hermana” resentida de su madre y que corría peligro de perder toda esperanza si no acontecía algo que hiciera cambiar el curso de las cosas. Puedo asimismo entender con facilidad que mi padre, nada más ver a mi madre, la deseara y se enamorara de ella al instante. Lo que mi madre y mi padre pensaron el uno del otro fue: He aquí alguien que merece la pena.

Se casaron en Morrilton ante el juez de paz, a principios de 1928 y llegaron a la casa de la madre de mi padre, en Atkins, como recién casados. No hay constancia de lo que cada cual dijo al respecto. Mis padres habían actuado con total independencia. Aunque no cabe duda alguna de que en la suegra de mi madre no encontraron sino desaprobación.

Mi madre se jactaba (sin afectación) de que mi padre había conservado su empleo durante la Gran Depresión y de que nunca faltaba dinero en casa. Vivían en Little Rock y durante un tiempo mi padre siguió progresando en la gerencia de tiendas de comestibles. Llegó a dirigir varias Liberty Stores y siguió un tiempo con la idea de labrarse un futuro en el ramo. Pero hacia 1936 lo despidieron. Nadie me dijo nunca por qué. Volvieron a Hot Springs. Y pronto encontró otro empleo, esta vez de vendedor de almidón de lavandería para la Faultless Company de las afueras de Kansas City. Huey Long, el gobernador de Louisiana, había trabajado para ellos dos décadas atrás. Era un empleo de viajante y mis padres hacían su vida de casados viajando juntos en el coche de empresa de mi padre. Nueva Orleans. Memphis. Texarkana. Vivían en hoteles, pasaban sus escasos días libres en Little Rock. Mi padre visitaba a mayoristas y cárceles y hospitales y una leprosería de Louisiana. Vendía el almidón por furgones enteros. Mi madre nunca comentó esa etapa de su vida –mediados y finales de los años treinta– salvo para decir que se habían “divertido” mucho (era la palabra que utilizaba). Había algo en aquella época que tal vez se le antojaba inenarrable, no merecía la pena contarlo o simplemente no era necesario. Años después, sus fugaces referencias a aquel tiempo hacían que los años treinta fueran como un largo fin de semana. Una vida despreocupada, de tomar las cosas como venían. Bebida. Restaurantes. Bailes. Gente con la que hacían amistad en la carretera. Una vida en el Sur. Una especie de torbellino sin ninguna dirección determinada. A veces tenía la sensación de que en el pasado de mi madre había habido algunas cosas descuidadas, algunas temeridades de espíritu que no llegaban a la categoría de maldades pero sobre las que era preferible que un hijo no se preocupara demasiado. Debió de haber multitud de vidas como la suya. A mí hoy todo aquello se me antoja un “período”. Un tiempo específico que se dio a principios de la Segunda Guerra Mundial. Aunque no fue sino “su” vida.

Puede que incluso hubieran empezado a pensar que no querían o no podían tener hijos, ya que hasta el momento no habían tenido ninguno. No sé hasta qué punto les importaba eso, ni si hubo otros embarazos que no llegaron a término, ni siquiera si lo estaban “intentando”. No era su manera de luchar contra el destino; preferían, en la medida de lo posible, pensar que la vida estaba bien tal como era. Así que aquel tiempo suyo de casados sin hijos duró y duró… Quince años. Aunque, visto desde el momento de mi nacimiento, en 1944, toda aquella vida sin hijos, en la carretera, una vida en la que no prestaban demasiada atención a nada, tal vez llegó a parecerles –por mucho que fuera su única vida– un tiempo extraño y acaso carente de sentido en comparación con la plenitud de sentido de una vida con un hijo.

Todo primogénito y ciertamente todo hijo único, considera el inicio de su vida un acontecimiento de extraordinaria importancia. Para mis padres, mi llegada al mundo fue una sorpresa y coincidió con el final de la Segunda Guerra Mundial: el acontecimiento que puso fin a los años treinta en este país. Una sorpresa que les llegó cuando su vida de juventud, en lo esencial, estaba terminando. Mi padre tenía treinta y nueve años. Mi madre treinta y tres. Podría decirse que fue un momento en el que la intimidad que habían instaurado en su vida llegaba finalmente a su culminación, a una vida en la que ya casi habían renunciado a pensar, dado que hasta el momento no habían tenido descendencia.

No hay duda de que se sentían felices de tenerme. Debió de ser un acontecimiento que por primera vez hacía convencional su vida de pareja y les hacía asentarse y pensar en cosas en las que sus amigos llevaban años pensando. Establecerse. El futuro. Nunca habían tenido una casa en propiedad, ni coche propio (aparte del coche de empresa de mi padre). Nunca habían tenido que elegir un “hogar”, un lugar de residencia permanente. Solo ahora lo harían, tendrían la posibilidad de hacerlo.

Por sugerencia del jefe de mi padre, se mudaron del apartamento de Little Rock, en el que apenas pasaban tiempo, al otro lado del río, más al sur. A Jackson, Mississippi, centro de la zona de trabajo de mi padre y un lugar al que podía volver con facilidad los fines de semana, dado que a mi madre no le parecía ya bien viajar con él. Ahora había un bebé o pronto lo habría.

Siendo como eran de Arkansas, conocían muy poco Mississippi. Y en Jackson no conocían a casi nadie: un par de mayoristas que visitaba mi padre y un vendedor que conoció en la carretera. No debió de ser una transición fácil. Alquilaron la mitad de una casa adosada de ladrillo, junto a un colegio. Se afiliaron a una iglesia –la presbiteriana–, encontraron una tienda de comestibles, la biblioteca, una parada de autobús. Desde el 736 de North Congress Street se llegaba bien caminando a la calle principal. Había vecinos: familias de ancianos, gentes firmemente afincadas y poco comunicativas que se dejaban ver en las casonas con galerías de la parte vieja de la ciudad. Sin embargo, esto enseguida se convertiría en su vida. Una vez que hube llegado a este mundo, mi madre se quedaba sola en casa conmigo mientras mi padre salía a trabajar los lunes por la mañana y volvía los viernes por la noche. Era nuestro visitante de los fines de semana. La vida, para mi madre, se convirtió en una rutina de días, tardes, noches, aceras, vestirme, darme de mamar, escuchar la radio y mirar por la ventana… Mi madre, una sombra precisa en una fotografía mía.

Nunca habían hecho nada semejante: estar separados, criar a un hijo. E ignoro lo que sucedía entre ellos. Pero, dados sus respectivos caracteres, mi barrunto más digno de crédito es que nada que entrañara dramatismo. Que su vida cambió radicalmente, que yo estaba allí ahora, que el futuro tenía un significado diferente del que había tenido antes, que al parecer no se hablaba de otros hijos, que se veían mucho menos… Todo ello ofrecía pocas claves de cómo se sentían el uno con el otro, o de cómo registraban esa forma de sentirse. La psicología no era una disciplina que practicaran más que la historia. No eran de natural indagador; no se preguntaban a menudo cómo se sentían respecto de las cosas. Simplemente caían en la cuenta –si es que no lo sabían de antemano– de que habían firmado un pack todo incluido. No creo que mi padre tuviera otras mujeres en sus viajes de trabajo. No creo que mi intrusión en sus vidas la consideraran algo fuera de lo normal, sino algo, como mínimo, bueno. La vida, en ese momento, había tomado esa dirección y había dejado la anterior. Se amaban. Me amaban. Poco importaba lo demás. Se adaptaron. Uno de mis primeros recuerdos es el de mi padre moviéndose por nuestra soleada casita los lunes por la mañana, haciendo la maleta para marcharse, silbando: Zip-a-Dee-Doo-Dah, Zip-a-Dee-ay.

Así pues –y dado que mi padre estaba casi siempre fuera de casa–, mi vida de aquellos días tiene que ver en su mayor parte con mi madre. El final de la guerra mundial, y luego Corea. Truman y Eisenhower, el colegio, la televisión, las bicicletas, una gran tormenta de nieve en 1949… El tiempo en que vivimos en North Congress Street, bajando desde el edificio del Capitolio del estado de Mississippi, en la casa contigua al colegio Jefferson Davis. El tiempo en que vivimos en Jackson, pero también el tiempo en que viajamos. Con él, como ya he dicho. Little Rock, Nueva Orleans, etc. Navidad. Veranos. El tiempo de su primer ataque al corazón. Y yo entre ellos, pero la mayor parte del tiempo con mi madre.

Sobre todo recuerdo retazos de mi vida de entonces, al menos hasta que tuve dieciséis años: era 1960, el año en que a mi madre y a mí todo se nos puso patas arriba, el año en que mi padre despertó en la cama un sábado por la mañana y murió, conmigo a su lado, encima de las mantas, respirando dentro de su boca, tratando de ayudarle. Y mi madre perdiendo el control durante un momento. Toda una vida de pequeños acontecimientos. En el pasado he recordado más de lo que hoy recuerdo. He escrito memorias, he camuflado vivencias sobresalientes en novelas, he contado historias una y otra vez para mantenerlas a mi alcance. Pero…

Premio Príncipe de Asturias 2013. Foto: efe

Richard Ford (1944, Jackson, Mississippi) es Premio Princesa de Asturias de las Letras 2016 y ha publicado seis novelas –Un trozo de mi corazón, La última oportunidad, Incendios y la trilogía protagonizada por Frank Bascombe: El periodista deportivo, El Día de la Independencia (premios Pulitzer y PEN/Faulkner) y Acción de Gracias–, tres libros de narraciones cortas y largas –Rock Springs, De mujeres con hombres y Pecados sin cuento– y el breve libro memorialístico Mi madre, editados todos ellos en Anagrama, que le han confirmado como uno de los mejores escritores norteamericanos de su generación.