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Los desiertos de Sonora imaginados por Roberto Bolaño, en un proyecto transmedia de Paty Godoy

sábado, agosto 18th, 2018

Paty Godoy nació en Sonora, pero fue la literatura de Bolaño, Los detectives salvajes, la que le hizo regresar a su tierra desde Barcelona, donde vive. En un proyecto transmedia con un documental y un libro en el que escriben desde Juan Villoro hasta Sergio González Rodríguez, la escritora y periodista celebra el regreso a casa.

Ciudad de México, 18 de agosto (SinEmbargo).- “Soy Paty Godoy y esta es la historia de un regreso. Mi regreso a casa, a los desiertos de Sonora. Una novela y un atlas son mis guías en este viaje. Sigo las huellas que otros dejaron antes de mí para reencontrarme con mis recuerdos. ¿Me acompañas?”, esa es la leyenda que antecede el documental Los desiertos de Sonora, imaginados primero por Roberto Bolaño, un sitio precisamente construido para que la autora, que nació allí, pueda regresar en lo que denomina –al decir de Juan Villoro– “El safari de los espejismos”.

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Radicada en Barcelona desde 2010, la escritora y periodista descubrió en la novela Los detectives salvajes, del chileno Roberto Bolaño, impulso de un proyecto transmedia que consta de un libro-revista, un documental interactivo y próximamente una exposición.

­–¿Qué es Los desiertos de Sonora?

–Es un proyecto cultural transmedia. Es este libro editado desde Barcelona, por la revista Altair Magazine, una revista de cultura viajera, de crónicas, que cuenta el viaje desde otra perspectiva a la turística. Se embarcaron en este proyecto, que reúne a varios escritores como Juan Villoro, Sergio González Rodríguez, Diego Enrique Osorno y por el otro lado es un documental interactivo web que está en desiertosdecorona.com. Está el desierto imaginado de Roberto Bolaño, el último capítulo de Los detectives salvajes y hay otro libro que es el Atlas.

Paty Godoy y su libro sobre Los desiertos de Sonora. Foto: SinEmbargo

–¿El Atlas que menciona Bolaño?

–Ese Atlas llega a Bolaño a través de Bruno Montané, fruto de la obra de Julio Montané, su padre, quien hace este Atlas hace muchos años. Lo envía don Julio a sus hijos en Barcelona, Bolaño lo descubre y lo pide prestado para siempre. Pues nunca volvió ese Atlas a Bruno. De alguna manera el libro le sirvió como una ventana que le sirvió para hablar del desierto.

–Un lugar al que Roberto Bolaño jamás viajó

–Es un viaje literario forjado en sí mismo, maravilloso. Hay periodistas, escritores, que ensayan sobre por qué el desierto en la obra de Bolaño.

–¿Qué es “El safari de los espejismos?

–Es lo que escribí yo, con influencia de Juan Villoro, él habla de que el safari siempre nos lleva a casa. En este caso yo tomo esa idea de ese regreso a Sonora a través de Bolaño. Descubrí que nunca había estado en Sonora, el Atlas, Bruno Montané, hasta que pude articular un proyecto a través de esa idea. Es una vuelta a casa.

–¿Qué es casa para ti? Una zona desconocida y a la vez protagónica de México

–Roberto Bolaño me ayudó a descubrir qué era eso. Hice varios viajes, tomando fotografías, en diciembre para pasar las navidades y Pere Ortín, el director de Altair y mi compañero, viajó también conmigo. Ahí descubrí qué era mi casa, ese olor a tierra mojada, esos horizontes infinitos, esas cosas que Juan Villoro dice que “hay misterios cotidianos que te dicen eres de tal lugar y no de otro”. Esas carreteras largas, ralas y lo descubrí a partir de esos viajes.

El Atlas de Sonora, ideado por Julio Montané y que sirvió de inspiración a Roberto Bolaño. Foto: Cortesía de Paty Godoy

–Los desiertos de Sonora se me ocurre como un lugar en la literatura de Bolaño parecido al que funcionaba en el boom, pero para ti no es imaginado

–Para mí lo más curioso de esta historia descubro mi propio territorio sentimental que estaban como escondido y que reviven a través de la literatura de Bolaño. Pere, que me acompaña en esos viajes, me ayuda con su mirada nueva. Es la mirada ajena de Bolaño y la mirada ajena de los demás en el mejor sentido el que me hace volver a mi tierra.

EL SAFARI DE LOS ESPEJISMOS, DE PATY GODOY

“A veces es como si el viajero resurgiera del agujero negro de su personalidad y se quedase casi sorprendido de la dirección en la que le llevan sus pasos, revelándole patrias del corazón antes desconocidas para él.Je voyage, dijo un loco parisino, pour connaître ma géographie”. El infinito viajar, Claudio Magris

Sonora es el lugar en el que habita la mayoría de mis recuerdos y olvidos. El mundo físico al que pertenezco, el microcosmos que me pertenece. Mi paisaje sentimental.

El color de su luz, el sonido de ciertas palabras, ese olor repentino a tierra mojada me hacen saber que soy de allí y no de otro sitio.

So-no-ra

palabra

de tres sílabas,

dulce,

magnética.

El lugar donde fui feliz y del que siempre me quise ir. ¿En busca de qué?

Intuía que había algo más allá de aquel horizonte infinito, fuera de aquel territorio que me era demasiado conocido. Abandonar aquel desierto se convirtió en un acto ineludible.

Y me fui.

Pero Sonora y sus recuerdos siempre vuelven. El pasado me envió una postal en forma de novela. Y volví.

Los detectives salvajes me marcaron el camino de regreso a casa. Seguí las huellas literarias del escritor Roberto Bolaño, que a pesar de que nunca estuvo en mis desiertos fue capaz de elevarlos a categoría de espacio mítico.

Su poética visión de Sonora despertó en mí las ganas de escarbar en el mundo mágico de mi niñez, de mi juventud.

Y volví, para comprobar que todo allí ha cambiado y nada ha cambiado.

La aventura de un regreso

Mi viaje de vuelta a los desiertos de Sonora, como casi todos los viajes, comenzó en un libro. El tercer capítulo de Los detectives salvajes se convirtió, de forma inesperada, en un espejo. Leyendo sus páginas me vi reflejada en la imagen ficticia de aquella geografía que tantas veces yo había recorrido con indiferencia.

En estos desiertos por los que transitan veloces cuatro forajidos en un Impala blanco, en busca de una fantasmagórica poetisa, estaban mis huellas.

Y me pregunto: ¿por qué construir aquí un universo mítico y literario al que huyen los poetas?

¿Por qué aquí, entre “pueblos fantasmas donde moran lagartijas y moscas”, entre sahuaros y polvareda?

¿Por qué buscar, aquí, en mis desiertos de Sonora, el sentido último de la vida y el arte?

“Aquí nadie usa sombrero charro.

Aquí solo hay desierto y pueblos que parecen espejismos y montes pelados”

La lectura acelerada de aquellas páginas alimentó mi deseo de entender, de aprender a mirar mi tierra, a la que ahora vuelvo, para perderme en sus desiertos, como hicieron aquellos poetas, persiguiendo el sueño más valiente de todos…

Vuelvo al lugar en el que “he sido feliz” saltando charcos, descalza, con mi hermana gemela, en esas tardes de lluvia y risas en las que todo era una fiesta.

Vuelvo para recuperar el olor de mi infancia.

Vuelvo para dejarme seducir por el sol implacable.

Vuelvo para beber de esa luz tan blanca, tan luminosa, que casi hiere.

Vuelvo para disfrutar de sus cielos rojo sangre.

“Tuve la sensación no solo de haber recorrido ya estas pinches tierras sino de haber nacido aquí.”

Vuelvo para recuperar las huellas de lo vivido.

Vuelvo a mis desiertos de Sonora como lo hicieron ellos: “de espaldas, mirando un punto pero alejándose de él, en línea recta hacia lo desconocido”.

La tierra de los horizontes infinitos

Manejo al amanecer. Persigo la sombra de mi carro que se refleja sobre la carretera. El sol sale a mi espalda.

Acelero y brotan los recuerdos. Como cuando de niña, con mi mamá y mis tres hermanas, viajaba a la frontera —al “otro lado”, como le llamamos— por esta misma carretera larga y de cunetas ralas.

En aquellos viajes miraba con indiferencia a través de la ventana el paisaje árido, inescrutable; matorrales, pequeños árboles y nubes del desierto.

Imaginaba animales que eran montañas: conejos, tortugas, pájaros. Después, me perdía entre las nubes y siempre me quedaba dormida.

“A mitad del camino que enlazaba El Cuatro con Trincheras debíamos desviarnos a la izquierda, por una pista que pasaba por las faldas de un cerro con forma de codorniz.”

Cuando despertaba, estábamos atrapadas en esa fila de carros que conduce al norte, rodeada de otras niñas que también miraban, aún entre sueños, por la ventana. Cláxones, silbidos, vendedores ambulantes. “Del otro lado” está Arizona “y en medio, la aduana y los policías de frontera”.

Hoy recorro estos “pueblos perdidos” que “parecen espejismos”: Huachinera, Trincheras, Cucurpe; pueblos polvorientos: La Ciénaga, Félix Gómez; otros silenciosos pero con nombres evocadores: Bavispe, Bacerac, Las Maravillas, Las Calenturas, donde solo cantan los gallos o relincha un caballo.

Navego por los desiertos de Sonora, entre estos pueblos que son islas y en los que nadie sabe lo que es una epanadiplosis, en los que nadie leyó nunca a Rimbaud, ni tampoco a Baudelaire. Aquí no hay flâneurs, nadie camina, todo el mundo echa humo sobre ruedas.

Escucho el calor. Veo los ruidos de los animales venenosos. En Altar sigue habiendo poetas salvajes que buscan cruzar el desierto camino del norte. Pero en Caborca no hay rastro de poetisas perdidas. Tampoco en Pitiquito, mucho menos en las calles de tierra que rodean el cementerio de Agua Prieta.

“Como buzo en un lago” me sumerjo en mi tierra para dejarme seducir por sus enigmas y disfruto de la metamorfosis: en Bahía de Kino, en el sordo rugir del océano Pacífico, en el silencio profundo de las aguas del Mar de Cortés, se oculta el sonido de la libertad.

“Nos marchamos a la playa. Alquilamos dos habitaciones en una pensión de Bahía Kino. El mar es azul oscuro.”

Estoy de vuelta en el punto de partida, en la tierra de los horizontes infinitos, donde los atardeceres duran un siglo, un breve instante.

Carreteras de papel

Entre pueblos de “nombres magnéticos e indescifrables”, regreso a los desiertos de Sonora para dibujar mi atlas personal.

“Pasamos por pueblos llamados Aribabi, Huachinera, Bacerac y Bavispe antes de darnos cuenta que nos hemos perdido”

Avanzo por estos caminos borrados por el polvo que se abren como promesa al más allá. Cruzo este limbo de curvas, de líneas rectas, de elipsis. Rutas que son paréntesis entre lugares.

“Veo huellas diminutas en la arena”. Caminos color ocre y pisadas de animales: la codorniz, la liebre, el coyote, el borrego cimarrón.

Me abro camino entre cactus de formas infinitas, que se estiran y acarician el cielo con sus espinas y flores.

“A los lados de la carretera veíamos a veces alzarse una pitahaya, nopales y sahuaros en medio de la reverberación del mediodía.”

Es el Atlas de Sonora, lo recuerdo. Hace muchos años llegó a casa como un regalo para mi mamá. Con curiosidad infantil, lo contemplamos, lo hojeamos, lo examinamos. Después, se quedó en un rincón de nuestra sala. Y un día desapareció.

Hoy las páginas de este libro inclasificable me lo dicen: la geografía impenetrable de mi tierra solo se puede dibujar, recrear, repensar. Es lo que hizo el sabio chileno de origen catalán, Julio Montané, que se inventó el atlas de un territorio enorme, desértico y nada imaginario: Sonora.

Imagino los desiertos de Sonora como un triángulo construido entre el cartógrafo que los redibujó, el escritor que los reinventó, y yo, que hoy los releo.

“Ruidos nocturnos: el de la araña lobo, el de los alacranes, el de los ciempiés, el de las tarántulas, el de las viudas negras, el de los sapos bufos. Todos venenosos, todos mortales.”

Imagino el Atlas de Sonora abierto ¿sobre una cama?

Imagino al escritor hechizado por los sonoros topónimos de Sonora.

Imagino al escritor recorriendo con la punta de sus dedos carreteras de papel.

Imagino al escritor que imagina el decorado ideal para la muerte de la poesía.

Imagino al escritor que imagina las coordenadas exactas de una estrella distante.

Imagino al escritor que imagina un infierno de fantasía.

Imagino…

La paradoja Bolaño

“¿Y tú? Yo soy el jinete de Sonora, le dije de golpe y sin venir a cuento. En realidad nunca he estado en Sonora.”

Roberto Bolaño jamás estuvo en los desiertos de Sonora. Nunca pisó la geografía que narró. Al fin y al cabo qué más da. Con su imaginación, fue capaz de darle forma literaria a este paisaje “sediento e indiferente”. Es la gran paradoja del arte. También consiguió traerme de vuelta a este laberinto de rayos de sol y sombreros vaqueros.

Continúo mi errático leer y vagar por este desierto de enigmas, en el que el escritor imaginó “un infinito, eterno, inacabable crepúsculo sin final”.

Epígona y metaviajera. Sigo el rastro que dejaron aquellos detectives extraviados en esta terra incógnita. Caborca. Un pueblo. O sea, una revista. O sea, la poesía. O sea, Cesárea. Un poema, ese poema: Sión, Ción, Navegación.

El desierto se transforma, te transforma, me transforma.

Trato de recordar mi pasado, pero ya no puedo. Un desierto, este desierto, es presente absoluto. Me enfrento a mi propia sombra.

“Llegamos a un pueblo llamado El Oasis, que en modo alguno era como un oasis sino que más bien parecía resumir en sus fachadas todas las penalidades del desierto y luego volvimos a salir a la federal y entonces Lima dijo que los desiertos de Sonora eran una mierda.”

“¿Qué hay detrás de la ventana?”

Me pregunta el escritor.

Yo misma. Es un espejo, le respondo.

He vuelto. Como ya se sabe, el safari de los espejismos siempre termina en casa.

He vuelto. Viajo, como dijo aquel sabio loco, para conocer mi geografía. Y aquí estoy. En el punto de partida, transformada y dispuesta a “dejarlo todo” y “lanzarme a los caminos, de nuevo”.

Para regresar a ninguna parte.

He vuelto.

El libro Los desiertos de Sonora se puede comprar en http://www.altairmagazine.com/blog/producto/los-desiertos-de-sonora-libro/

Trump persigue a mexicanos como a los judíos en la República de Weimar: Bruno Piché

domingo, junio 3rd, 2018

Ahora que están tan de moda las novelas “reales”, con Emmanuel Carrere a la cabeza, sale La mala costumbre de la esperanza­­­, que trata la historia de un personaje mexico-americano, Edward Guerrero, quien fue encarcelado pocos días antes de cumplir los dieciocho años de edad al declararse culpable de la violación de tres mujeres jóvenes en el año de 1971. Una novela de género y de migrantes.

Ciudad de México, 2 de junio (SinEmbargo).- El escritor canadiense Bruno Piché narra la historia del migrante Edward Guerrero, acusado y culpable de tres delitos de violación, junto a otros dos cómplices, poniendo en el tapete algo que pensamos y no nos animamos mucho a decir: ¿qué hacer con los delincuentes sexuales?

Nadie podría decir “estoy a favor de la pena de muerte”, pero ¿tienen reinserción, tienen otra vuelta para dar sentido a su vida y hacer que lo depositado en el preso rinda sus frutos?

Edward Guerrero, protagonista de la novela La mala costumbre de la esperanza, recibió en 1972 una sentencia que, si bien buscaba reorientarlo en un plazo razonable dada la gravedad de sus crímenes, lo ha mantenido tras las rejas más de 45 años ininterrumpidos, hasta convertirlo en uno de los pocos veteranos del sistema penitenciario del estado de Michigan.

Primero fue el joven encarcelado en 1971, adicto a las drogas, líder de pandillas callejeras de un grupo social y marginado, hasta este prisionero modelo que obtiene desde la prisión una licenciatura en sociología, diversos certificados de estudios técnicos, que se convierte en defensor y organizador de los derechos de las minorías, en el reo más respetado por directores y custodios de las distintas cárceles a las que, de tiempo en tiempo, es transferido.

Sin embargo, a sus sesenta y cinco años de edad y después de más de cuatro décadas de encarcelamiento, Edward Guerrero es incapaz de aceptar la naturaleza y el carácter brutal de las violaciones que cometió a escasos días de cumplir los dieciocho años.

Bruno H. Piché indaga en esa negación esencial y encuentra lo mismo la abierta inequidad y racismo del sistema penal en los Estados Unidos, como las complejas fantasías de redención y libertad que le permiten a Edward Guerrero mantener la cordura todos estos años.

El día veintiuno de mayo de 1972, Edward Guerrero se declaró culpable de tres delitos de violación sexual. Los cargos originales que se le imputaban ante la Corte de Circuito del Condado de Saginaw, estado de Michigan, incluían asimismo la comisión de otros crímenes: tres cargos por robo a mano armada y tres cargos más por secuestro en incidentes ocurridos el 20 de octubre, el 21 de octubre y el 30 de octubre de 1971. En una de esas intrincadas —y en apariencia caprichosas— negociaciones entre la fiscalía y la defensa, los cargos adicionales, robo a mano armada y secuestro, fueron retirados al declararse culpable de los tres delitos de violación y recibir a cambio tres sentencias de cadena perpetua con derecho a indulto, Life with Parole en la jerga legal estadounidense.

Guerrero fue arrestado y puesto bajo custodia temporal en la prisión del Condado veintidós días después de haber cumplido diecisiete años, edad suficiente en Michigan para recibir el trato judicial y la condena correspondiente a la de un adulto. Con él fueron arrestados Martín Vargas -también de diecisiete años de edad- y tres muchachos considerados como menores infractores, es decir menores de diecisiete y por lo tanto no sujetos al proceso judicial propio de un mayor de edad: José García, Felisiano Chacón Jr. y Rudolfo Martínez.

Con excepción del primer incidente de secuestro y violación, en el cual Edward Guerrero actuó solo, en cada uno de los delitos restantes participaron, con variantes en los actos delictivos cometidos, García, Chacón Jr. y Martínez.

En cartas dirigidas a autoridades varias, incluyendo una al presidente Barack Obama, Edward Guerrero no niega en ningún momento la “vileza” y el “daño infligido” a sus víctimas.

Desde mi primera entrevista con él a finales del otoño en Lakeland, la cárcel del poblado de Coldwater en la que se halla preso desde hace al menos cinco años, Guerrero ha asumido sin tapujos su responsabilidad en los crímenes que cometió hace casi medio siglo, cuarenta y cinco años para ser exactos. Las veces que me ha hablado de los hechos —me refiero a haber cometido no una, sino tres violaciones en un espacio de once días— Edward, un veterano del sistema correccional de Michigan sin nada que perder, invariablemente ha subrayado, levantando ambos brazos como si quisiera envolverme con la verdad, su verdad, que él no puede ni tiene otra opción que la de ser transparente. Es cierto que en nuestras conversaciones pocas veces ha abundado en los detalles de los crímenes por él cometidos, sin embargo en ningún momento, al menos así me lo ha parecido, Guerrero ha tratado de mitigar la gravedad que sus acciones ocasionaron. Me ha hablado sin tapujos de la suerte del brutal blitzkrieg de ácidos, speed, algo de mezcalina, al que se sometió y que le hicieron perder el juicio en esos once días de vorágine delictiva que, a diferencia de dos de sus compinches, él sigue pagando a la fecha.   

Bruno Piché no cree en los lectores perfectos. Foto: Cortesía

–Cuentas el caso de un migrante, tan tremendo…

–Sí, La mala costumbre de la esperanza cuenta dos historias de manera paralela. Por un lado es la historia de discriminación en la aplicación de justicia a un criminal confeso, de racismos, que no empieza con Donald Trump sino que tiene raíces históricas.  Por el otro el libro también trata el tema de la violencia de género, en especial, el terrible problema de las mujeres jóvenes, que fueron violadas de una manera salvaje. Una historia que se repite tanto en los Estados Unidos como en México.

–Cuentas el caso de Edward Guerrero, que se reivindica dentro de la cárcel, pero que todavía está ahí

–A él la justicia estadounidense, en esta deriva de discriminación a los mexicanos y descendientes de mexicanos, se aplica de manera selectiva. A los 17 años, en lugar de mandarlo a una correccional, lo mandan a una cárcel para adultos. El juez que lo condena le da cadena perpetua con derecho a apelación. La idea del juez es que Edward estuviera en la cárcel 10 años, apelara y saliera a la libertad. Por este tratamiento de discriminación a los hispanos, cada vez que pide indulto se lo rechaza. Y esto pasa durante 45 años.

–¿Qué es La mala costumbre de la esperanza, el título que elegiste para esta novela?

–A mí no me pasa lo mismo que a Gabriel García Márquez, quien decía que empezaba a escribir cuando tenía el título. Me pasa al contrario, me pasa como a Patricio Pron, escribo con mi biblioteca y con una montaña de expedientes. Para regresar al título, saqué de mis libreros la poesía completa de Philip Larkin, abrí, voy ojeando el libro y tomé uno de sus versos e inmediatamente dije: este es el título. Al final elegí el título, porque tenemos la mala costumbre de la esperanza, pero mi libro, donde yo soy otro personaje, apela a jugarse la vida por la vida misma y contra la desesperanza.

–¿Cómo se te presentó el caso?

–Empecé a enterarme del caso hace bastante tiempo y nunca pensé en hacer un reportaje, porque no soy reportero. El acercamiento al género de la no ficción se dio de manera natural, porque pensé que al contar la historia de Edward iba a poder contar mi propia historia. Al contar todo su periplo, de 46 años, también podía contar el mío, porque tengo la misma edad que él pasa en la cárcel.

–La literatura y el periodismo tienen una frontera cada vez más débil

–Yo creo en los géneros híbridos, estoy en contra de los cánones de librerías. No concibo la literatura a partir de los géneros, sino que concibo a la literatura con el lenguaje al que el autor se va a sentir mejor pertrechado para escribir. Me parece que en efecto hoy es difícil hablar el tema de la violencia de género sin tomar en cuenta lo que está pasando en la realidad o bien haciéndolo desde el ejercicio de la pura imaginación.

–Sobre todo también para los lectores, que cada vez respetan menos los géneros

–El lector está cambiando sus hábitos de lectura y si bien puede querer leer Guerra y paz de Tolstoi, también puede leerla como novela de no ficción, porque es pura historia. El final de Guerra y paz es una reflexión de Tolstoi sobre la historia y cómo se escribe a partir de la historia.

–El periodismo narrativo existe desde el principio del siglo XX…

–No quiero sonar pedante, pero el gran estimulador del periodismo narrativo es el escritor francés Victor Hugo. Él tiene una novela buenísima, que se llama Historia de un crimen, en el que él narra la disolución de la Asamblea a causa del Golpe de Estado que da Napoléon III.

–Justo te hace el prólogo Sergio González Rodríguez

–Sí, Serge y yo fuimos grandes amigos. Estoy convencido de que a pesar de que ya no está con nosotros, sigue estando aquí. Nos hicimos muy amigos luego de que leí su ensayo El hombre sin cabeza; a partir de esa lectura empezamos a coincidir más en intereses literarios, políticos, geopolíticos, mitologías, tras los que andaba Serge. Nos escribíamos casi todos los días y estando en Michigan, donde actualmente resido, le mandé un mensaje diciéndole que tenía la historia y la primera entrevista pactada con Edward Guerrero. Le pregunté qué decirle, para que no me mandara a volar y me dijo Serge: Dile que no tiene nada que perder, que te cuente su periplo. Y así lo hice.

–¿A quién te imaginas como lector de esta novela de no ficción?

–No creo en los lectores perfectos, porque no existen, me gusta el lector que a las tres páginas si el libro no los convencen, lo echan a la basura. Preferiría a un lector que no me botara a las tres páginas, un lector preocupado por la discriminación, de racismo y de persecución estilo la República de Weimar y después las Leyes de Núremberg, sostengo que con Trump vivimos un esquema que los mexicanos son perseguidos como los judíos. Así que un lector preocupado por esta situación y un lector preocupado por los casos de violencia de género, la violencia contra las mujeres, que sufren agresiones injustificables y terribles, es mi lector.

COLUMNISTA INVITADA | Sergio González Rodríguez, capitán de la nave de los locos, de Yanet Aguilar

sábado, marzo 17th, 2018

Hace dos años, justo aquí en la Filey, Sergio González Rodríguez participó con nosotros en el Segundo Encuentro Nacional de Periodismo Cultural, el tema que trató le apasionaba: “el periodismo cultural y la violencia”. Claro, a Sergio le apasionaban muchos temas que tenían que ver con dos mundos en los que orbitaba: la literatura y la música. Intereses en los que siempre latía México, este país que exploró, investigó, y ensayó;  este México que desentrañó desde los bajos fondos, la violencia, el lado oscuro y cruento de nuestra realidad nacional.

Ciudad de México, 17 de marzo (SinEmbargo).- En aquel marzo de 2016, Sergio nos dio cátedra de su lucidez, de su disciplina y su generosidad. No sólo aceptó viajar y compartir su mirada sobre el periodismo cultural y la violencia, sino que preparó una exposición puntual, muy bien documentada, profunda y con datos y cifras sobre México y el acceso, o mejor dicho, no acceso a la cultura.

“La nave los locos. Inversión del mundo de lo sagrado y profano”, se tituló su exposición en power point, un trabajo metódico que nos compartió sobre el proceso comunicativo y cómo éste se ha desvirtuado y ahora sólo forma audiencias y espectadores. “El periodismo cultural es el proceso comunicativo donde se tiende a generar información cultural, y a crear un dialogo entre amigos”, nos dijo. “El periodismo cultural se fundamenta en la escuela humanista”, sentenció.

Sergio González Rodríguez, el escritor, periodista, ensayista, editor y crítico literario que falleció hace casi un año, aquel 3 de abril de 1917, cuando apenas tenía 67 años, fue hombre inteligente y una de las voces más críticas que tenía México. Fue un escritor interesado en los derechos humanos y un periodista que registró los males de la sociedad.

Sergio fue de los primeros que supo adentrarse con profundidad y sin miedo en los feminicidios de Ciudad Juárez, exploró ese territorio sin ley, como está siendo todo nuestro México. Documentó los asesinatos a mujeres en Huesos en el desierto; habló de los usos y rituales de la violencia de grupos criminales en El hombre sin cabeza; planteó la imposición de la vigilancia militar con el pretexto del combate contra el terrorismo en  Campo de guerra e indagó en una de las más grades barbaries de los últimos tiempos en Los 43 de Iguala.

Sergio fue una brújula que daba norte y marcaba la ruta a seguir; fue solidario con el gremio, aunque escribiera en Reforma, si le pedías un comentario sobre literatura, sobre la violencia en México, sobre música ––recordemos que fue roquero e integrante del grupo Enigma—, siempre te enviaba su respuesta.

Una de las últimas veces que hablé con él fue cuando Bob Dylan obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 2016. Entonces me dijo: “Quien crea que se premia a un simple ‘juglar del rock’ de medio siglo atrás carece de todo conocimiento sobre las aportaciones literarias de Dylan, cuya música constituye un desprendimiento de su tarea poética, y no al revés, como tiende a mal interpretarse, por lo que se le quiere reducir a un ‘canta-autor’ como los que abundan en el presente. Nada más equivocado”. Me dijo también que: “Dylan encarna la antítesis de un Donald Trump o de las ‘estrellas’ de hoy del show business musical de Estados Unidos, estragados por la degradación, la estupidez y la banalidad. Larga vida a Bob Dylan y su extraordinario legado cultural”.

Sergio era un gran tipo, enorme ser humano y un hombre con un gran sentido del humor. He lamentado la muerte de muchos escritores y de artistas; me dolió la partida de José Emilio Pacheco, la de Nacho Padilla y muchos años antes, la de Víctor Hugo Rascón Banda. Pero también me dolió mucho la muerte de Sergio.

Ese día abrí esta vieja computadora y comencé a leer las notas que había tomado de la conferencia que aquí en la Filey dictó Sergio González Rodríguez, cuando nos dijo que “el periodismo cultural está ahora entre el shock del pasado y el trauma del futuro”. Releí sus palabras que escribí al vuelo: “Vivimos en una época post humanista y post literaria” o aquella idea de que “el periodismo cultural enfrenta la dificultad de conectarse con los lectores”.

Resalté el dato que nos dio sobre que en México el 62% de la población había asistido en el último año, al menos en una ocasión, a algún sitio o acto cultural y que la mayoría eran mujeres; entonces fue que dijo que “la sensibilidad femenina está marcando el rumbo de este país”.

Sergio decía que “contra la barbarie el periodismo cultural es una vía de salida y por eso es importante defenderlo contra la misma barbarie”. Cerró con la frase de que era un privilegio hablar de un tema que le apasionaba y practicaba todos los días en esta nave de los locos, donde señaló “tenemos una ventaja, nuestra locura es momentánea”.

Yanet Aguilar homenajea a Sergio González Rodríguez. Foto: Facebook

Yanet Aguilar: Desde 1995 ha hecho periodismo cultural en diarios, revistas, radio, televisión y plataformas multimedia. Es reportera en el periódico El Universal desde 2006.

LECTURAS | “Amigas: los años noventa fueron mejores”, de Sergio González Rodríguez

sábado, diciembre 30th, 2017

Decía el caricaturista Roberto Fontanarrosa (1944-2007) que todo lo que uno hace es para conseguir “minas”, es decir, obtener la atención de alguna mujer. En este texto, donde Sergio González Rodríguez (1950-2017), muestra su capacidad narrativa y los múltiples intereses que tenía, el sexo opuesto se trata de una obsesión, ¿sí?. Almadía publica este libro póstumo del profesional, que falleció el pasado 3 de abril y al que mucho se lo extraña.

Ciudad de México, 30 de diciembre (SinEmbargo).- En este libro, González Rodríguez narra cómo, a partir de una conversación con una compañera de trabajo, le fue posible corroborar la teoría del investigador Robert Wright, quien defiende el papel del impulso reproductivo en los distintos intereses amorosos de hombres y mujeres, pero también nos comparte sus memorias de un acercamiento infructuoso con una alumna de la Facultad de Filosofía y Letras –en el tiempo en que él mismo curso ahí la carrera de lenguas modernas– o nos cuenta su larga investigación para desentrañar el significado de la expresión “güi-güí”, palabra escuchada en una plática con una amiga, e incluso llega a describir las llamadas que Jorge Ibargüengoitia le hace desde el más allá para darle consejos sobre, claro está, mujeres.

Pero lejos de generar en el lector la impresión de que esta insistencia en el sexo opuesto se trata de una obsesión, los episodios relatados por Sergio González Rodríguez recuerdan que para el hombre la compañía femenina es una necesidad que, aunque a veces resulte amarga, es ineludible.

Sergio González Rodríguez falleció a causa de un infarto cerebral el pasado 3 de abril. No están como todos los años sus recomendaciones literarias, ni ya veremos sus ideas de libros -siempre estaba en uno-. Almadía ha sacado un libro póstumo. Mucho se lo extraña.

Sergio González Rodríguez, adiós al amigo entrañable

Fragmento del libro Amigas: los años 90 fueron mejores, de Sergio González Rodríguez, con autorización de Almadía

I

La Facultad de Filosofía y Letras me tuvo entre su mobiliario años atrás. Y pervivía como un espacio privilegiado de este campus el “aeropuerto” –el hall a los pies de las escaleras entre la primera planta y la segunda–. Allí se reunía una fauna plural de fósiles, chicas lindas en minifalda –quizás no mostraban las piernas, pero así lo recuerdo–, grupos de activistas políticos en busca de pretextos para estallar la próxima huelga estudiantil, profesores admirados que instruían a sus alumnos de paso al salón de clases –como Colin White, Sergio Fernández, Juan Miguel de Mora. Y estudiantes tardíos como yo, quien el primer día de clases debí preguntarle en el pasillo de las aulas a un amigo que iba a cursar letras francesas, mientras yo me encaminaba a un rumbo desconocido –letras inglesas–, cuya justicia académica aún me desasosiega, dónde nos veríamos al salir de clases.

–En el aeropuerto –me respondió, al desgaire.

Miraba de soslayo el paso de las chicas en sus entalladísimos vaqueros.

–¿En el qué…? –pregunté, intrigadísimo.

Debí darle un codazo a mi amigo en su incipiente pero ya promisorio abdomen –que jamás imaginaba lo que sería su esplendor futuro– para traerlo de vuelta al mundo luego de incursionar en la contemplación de la belleza. Al fin, me respondió:

–¿No sabes dónde está el Aeropuerto? –lo pronunció así, en mayúscula la primera letra.

La verdad no tenía la menor idea de qué diablos era eso del Aeropuerto.

–Allí, güey –señaló mi amigo.

–¡Ah!… –respondí.

Han pasado los años y me veo en el pasillo de la facultad, mis pantalones de “pata de elefante”, mi cabellera larga, el bigote escurrido, la flacura breve, el suéter de cuello de tortuga. Buena onda, master. E insisto:

–¿Por qué le llaman al Aeropuerto el Aeropuerto?

Mi amigo replicó, paciente e instructivo:

–Porque allí aterrizan todos…

–Obvio: el avión… El la-bión. Labioso. Labiada. Rollo –a estas alturas hay que aclarar estos términos antes de que entren en la etapa de referencias al pie de página.

Mi estilo de hablar nada tenía que ver con el rutinario consumo de mariguana de los universitarios de ayer, de hoy y de siempre, sino con mi fidelidad a un estilo de verbalizar que heredaba de mis años en la escena del rock mexicano –una forma elegante de aludir al espíritu de los tiempos y a los hoyos en los que desbarrancábamos los poshippies. Eso que José Agustín supo capturar 9 tan bien, pero tan bien, que a la fecha defiende como si fuera latín. En él se llama lealtad, o bien, ganas de ir acorde con la antigua canción de Jethro Tull, a saber: “Let us close our eyes;/ outside their lives go on much faster./ Oh, we won’t give in,/ we’ll keep living in the past”. Tantán.

En lo personal soy alérgico a todo tipo de tabaco, me enferma de náuseas y me provoca sinusitis, cuando no se me inflaman los ojos. Y la mariguana, como se lo dije a una novia bien “pacheca” pero muy linda que solía yo tener, me parece una “droga pendeja”. Mi amiga, en su lucidez al estilo de Bob Marley, me preguntó, inquieta y al mismo tiempo dolida:

–Entonces, ¿quieres decir que me consideras una pendeja?

El Aeropuerto saludaba a Sergio una mañana remota. Hola, Aeropuerto; hola Sergio. Por alguna razón misteriosa, mis neuronas realizaron un desplazamiento metonímico –ese giro retórico de apreciar el todo en la parte– y a partir de aquel momento me acostumbré a reducir la facultad al Aeropuerto.

Sé que esto es una tontería, pero es algo irracional, inconsciente, me rebasa. Quiero pensar que el complejo cultural y académico que evoqué al inicio de estos párrafos –el amasijo de chicas lindas, sujetos en grilla, profesores afanosos y malos estudiantes como yo en busca inasible del ocio, la ilusión y los saberes– sintetizan, si no a toda la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), sí a sus huestes más arquetípicas.

Ahora estoy allí angustiado porque algo se me escapa del curso de Lingüística I, y tengo que presentar al día siguiente un examen semestral. Y no logro dominar no sé qué acertijo de arborescencias cuando me topo en el Aeropuerto con una chica llamada Clara. Este encuentro tiene algo de déjà vu, de ya visto, porque antes hubo otra Clara en mi vida. Y antes otra más: mi querida hermana.

El caso es que esta Clara no es ni la primera ni la segunda, sino una tercera que me suena a perfección, no sólo porque me evoca un verso célebre de Octavio Paz (“…bajo tu clara sombra…”, etcétera), sino porque ella expresa el resultado hegeliano de la tesis, la antítesis y la síntesis de mis tribulaciones solitarias. Interpelo, pues, a esta tercera Clara que huye al verme en el Aeropuerto, la persigo:

–¡¡¡Hola, Clara!!! ¿Clara? –…

–Hola, Clara… holaclara. ¡Cla-ra!

–Ah… hola, Sergio

–¿Qué onda? Siempre cuándo nos vamos a ir a tomar un café, ¿no? Espero que no estés tan ocupada como otras veces; pobre de ti, ¿verdad? Estudias mucho. ¿Qué me dices?

Debo interrumpir el relato para situar mi tenacidad inútil. Clara medía 1.67 o 1.68 metros de estatura. Era blanca en tono de leche condensada Nestlé. Cabello negro ensortijado. Una sonrisa deliciosa, ojos grandes –negros también–. Cuerpazo de bailarina. Aquel día llevaba una chaqueta corta de piel obscura, una blusa azul y 11 unos pantalones blancos tan ajustados que nada más columbrarlos era morderse los labios de rabia e impotencia viril (esta palabra suena dura, pero así se siente, dicen, qué le voy a hacer). Para darme la vuelta, Clara afirmó algo decisivo que he vuelto a evocar otra veces:

–Oquéi, Sergio, si quieres vamos a tomar un café, pero me acompañaría mi marido.

Al oír aquello, todos los circunstantes en el Aeropuerto me voltearon a ver. Las conversaciones se interrumpieron, los volantes de los activistas dejaron de circular y se congelaron las arengas del sempiterno orador en pro de los que no tienen voz. El fantasma mitológico de Alcira, la musa de Roberto Bolaño y protagonista de su novela Amuleto, calló su aullido eterno. Al mismo tiempo las miradas de las muchachas se unieron en un gesto de solidaridad de género. Se hizo un silencio digno de las meditaciones ontológicas de Eduardo Nicol, entonces decano de los filósofos universitarios.

Mi ángel de la guarda me dictó al oído una respuesta que, a lo largo de los años, se ha convertido en un clásico:

–¿Para qué quieres que vaya tu marido? ¿Acaso es bisexual y le quieres conseguir alguien? No cuentes conmigo, por favor.

El tiro a gol fue raso, fuerte y colocado. Clara, esta Clara a la que evoco cada noche cuando prendo el televisor para ensimismarme en la contemplación de actrices como Ana de la Reguera –quien bien podría ser su doble–, vio caer su quijada al nivel del suelo. Sus ojos se descompusieron en un ir y venir de perplejidad. El cerebro se le licuó mientras escuchaba la ovación que me dispensó el culto –y entrometido– público del Aeropuerto.

–¡¡¡Duro, duro, duro…!!! –comenzó a gritar la compacta multitud en mi honor. Así fue como se inventó este grito que han generalizado las porras universitarias para impulsar al triunfo a sus equipos de futbol. Sólo faltó que entonaran el himno puma “Cómo no te voy a querer”, pero este aún era una estrella en el cielo de las neuronas de su tenebroso compositor. El Aeropuerto y Clara viven, pues, en mi memoria. ¿Dónde habrá quedado Clara? Debe tener ya hijas veinteañeras. La quiero todavía.

Almadía sacó su libro póstumo. Foto: Especial

II

Hay quienes pertenecen a una estirpe transparente. Hombres y mujeres a los que su prójimo ni advierte ni registra. Entre los humanos hay varias invisibilidades. Esta condición se presenta de dos modos: a) quienes de plano son invisibles a otros; b) quienes en cuanto se van, se diluyen en la memoria ajena. Detrás de estas realidades, que muestran la síntesis de un patetismo crepuscular, se oculta una circunstancia tan lancinante como irrisoria: la de quienes pueden reunir en sí mismos aquellas dos condenas.

Días atrás me reencontré por azar con una mujer hermosa, a quien por intermedio de un amigo conocí años atrás. Recuerdo haber departido con ella una fecha precisa y poco propensa al olvido: la noche de Año Nuevo de 1986. Aún podría citar algunos temas de los que hablamos. Al reencontrarme en el presente, la mujer aquella ni siquiera me reconoció. No se puede alegar un caso de amnesia: ella podía citar diversas circunstancias de la noche que compartimos; mi amigo estaba en sus imágenes: sólo yo había desaparecido de ellas como si fuese un crimen cuya escena se recompone para destruir evidencias. En el mundo de los afectos, perdurar significa vencer.

Leonardo da Vinci dictaminó en su momento que la primera pintura de la humanidad fue el contorno lineal de la sombra de un hombre proyectada sobre un muro por la luz solar. El pintor recogía lo mismo resonancias platónicas que algún relato de Plinio. El trazo al natural habría nacido de una desesperación: el afecto ante la ausencia. Sombra dentro de una sombra. Una nostalgia por la belleza.

Me cuenta un amigo del trabajo:

–Hoy volví a saludar a V. en el pasillo y ella ni siquiera se inmutó: pasó en silencio a través de mí. Imaginé el esqueleto de mi amigo: vibraba como un carrillón desafinado.

–Eso deben percibir los fantasmas cuando los atraviesa el niño que corre por una escalera –respondo.

–Me consuela pensar –continuó mi amigo– que, de persistir el manto invisible que me cubre, podría realizar las triquiñuelas –en sí obvias– que tal estado facilitaría…

–Ya se te adelantó el dibujante italiano Milo Manara, que inventó la picaresca del hombre invisible suelto en una playa, o algo así.

En aquel instante se aproximó a donde estábamos la muchacha del intríngulis, V. A pesar de que la saludamos, su belleza pasó en silencio a través de ambos. Esta vez el sonido de por medio fue el mismo que un saco de huesos al caer en el piso.

En el cortometraje Arena Brains, el artista norteamericano Robert Longo actualizó el mito que Leonardo da Vinci narraba, mediante el episodio sarcástico de un pintor cuya crisis creativa y esterilidad se acaban cuando, en una fiesta, un amigo está a punto de asfixiarse. Con una cámara fotográfica en mano, el artista consigna el gesto extremo –vitalísimo, en su borde fatal– del moribundo, obtiene una diapositiva y la proyecta luego en su estudio contra un muro: de allí renacerá su aliento artístico. ¿Por qué?

Ciertos afectos crecen entre la certidumbre de la pérdida y la irrealidad –un giro funesto–. Y se disuelven en una nostalgia bicéfala: la de lo corpóreo y la necesidad de su explicitud. Bajo tal designio disolvente, perduran unos trazos contra el muro de las resignaciones íntimas. Y la víctima se descorporiza; se vuelve humo ante los demás. Este es el signo de los desdichados.

El hombre de acción, que apenas depende de sus propias decisiones y soberanía, que apuesta a su fortaleza o a la de otros semejantes a él, es uno de los íconos estratégicos de esta época. Los hombres regresan, rezaba el mensaje de la firma aromática Brut, y ofrecía en un solo envío el cuerpo sólido y fisicoculturista –si lleva el tatuaje de las cicatrices, mejor aún– de un guerrero, quien se identifica con la naturaleza, sus rigores y un código: independencia, integridad, arrojo físico, competencia.

Expediente N.: un hombre conversa con una mujer llamada N., que se muestra en la plenitud de su encanto, inteligencia, temple independiente en el mundo. El hombre hace preguntas, quién sabe qué clase de preguntas –él no lo sabe bien a bien: se trata de una típica plática nocturna, dispersiva y confesional, un poco cruda, sí. De pronto, en la alta madrugada, se abre una fisura instantánea en la fortaleza de la mujer. Contiene el llanto, pero el daño está hecho. Ella le dice al hombre que con nadie le ha pasado eso. Se despide y ofrece disculpas por el fugaz espectáculo de su claudicación. La despedida se quiere cortés, pero suena definitiva. Este es el primer síntoma del mal de la invisibilidad que aqueja a algunos hombres. Pero hay hombres –las mujeres saben– que siempre regresan en la piel de otros.

III

Cada vez que voy a una boda se me olvida que no me gustan las bodas. Y me divierto de mil modos. Uno de estos consiste en oír las conversaciones ajenas. Días atrás asistí al festejo matrimonial de T. y atestigüé, subrepticio, el siguiente diálogo entre una pareja de desconocidos que frisaban los treinta años de edad. Bajo un árbol del jardín, ella vestía de blanco y, como bien anticipó Jane Austen, una mujer vestida de blanco no puede verse mal nunca. El hombre vestía de negro.

–¡Mira, ahí está ese tipo que fue tu novio!

–No empieces a molestarme.

–No molesto; saliste de gane. Obsérvalo de reojo: se volvió jorobado, seguro que fue porque la mujer que se consiguió es una chaparra.

–Estás mal. Es la edad, en todo caso…

–Sí, a algunos tipos no les sienta llegar a los treinta años. Se descomponen rapidísimo. Fíjate: a tu exnovio le creció la quijada: ¡se volvió prognato!

–¿Próg qué? Ya, no inventes…

–Sí: tiene la quijada hacia afuera; mira, mira, mira nada mááás… –machacaba el hombre, mientras se desvivía por sacar el pecho y estirar su quijada y labios.

–Ya, por Dios: ¿no te has visto en el espejo? A ti parece que te mandaron por fax. Y se atoró la mitad del papel en el envío. En ese momento de felicidad conyugal me alejé hacia otro sendero, en busca de los postres. Recordaba aquel aforismo de Oscar Wilde: “El romanticismo empieza recién a los cincuenta años”.

Mi amiga Ch. me cuenta que, durante la tarde de su boda campestre, de pronto el cielo se nubló y amenazó la lluvia. Estaba desesperada, había pasado por alto alquilar un pabellón de lona. Un invitado se ofreció a solucionar el problema: se alejaría a solas hacia una ladera vecina y rezaría con todas sus fuerzas para que el Señor se apiadara de la boda. Todos avalaron la consabida calidad del creyente; pocos apostaron por su eficiencia. Contra los incrédulos, las plegarias fueron atendidas: el peligro de lluvia se alejó. La historia –por completo verídica– me parece un prodigio. He oído del hombre que confundió a su mujer con un sombrero, como lo cuenta Oliver Sacks en un hermoso libro; jamás había sabido de un feligrés que confundiera a Dios con un paraguas.

Sé que es de mal gusto hablar de divorcios en una boda, pero cada vez que asisto a una me lleno de escrúpulos y digo en voz alta a quien quiera escuchar: “¿Estarán conscientes los hoy celebrados de que, en promedio entre las parejas mexicanas, los divorcios se dan en los primeros cuatro años de matrimonio?” Claro que no lo están; no habrían llegado a la solución nupcial. Estos despropó- sitos han funcionado como exorcismos: las bodas en las que mencioné el tema persisten, si no en la dicha, sí en la compañía. La pasión –dicen– es enemiga de la felicidad.

Cada vez que voy a una boda, alguien –por lo regular una mujer– se acerca a preguntarme lo mismo: cuándo me caso yo. Respondo que no he terminado de aprender el know-how. La contrarréplica habitual es un refrito que, a fuerza de repetirse, terminó por gustarme: “Ya cásate, porque en lugar de hijos vas a tener nietos”.

Me cautiva la idea de los preparativos de una boda. En particular me inquieta el trance de la petición de la mano a los padres –en mi caso quizá serían antepasados– de la novia. Me imagino ante un sarcófago de la cripta familiar de mi prometida, acompañado del fantasma de mis propios padres. O bien, me veo hundido en un rito de médium en torno de la tabla Ouija mientras mi madre, ante los suegros, elogia mis virtudes desde el más allá. Sueño también que pronto me casaré con una linda muchacha; y yo de blanco, aunque me vea mal.

Tengo un amigo que en cuanto llega a una fiesta, a la tintorería o a un velorio, busca si entre los circunstantes se encuentra algún extranjero que hable inglés –se educó en Estados Unidos–; si no lo encuentra, se retira a practicar con los cajeros automáticos. Un día me invitó a una boda a la que asistían políticos renombrados; en un corrillo en medio de ellos, comenzó a contar chistes de este tenor:

1) ¿Cómo define el diccionario del Servicio de Inmigración norteamericano al Superman mexicano?: El moreno que es capaz de robarse las llantas de un avión en pleno vuelo.

2) ¿Por qué les gusta a los políticos mexicanos tener autos con el volante chico? Para poder manejarlos con las esposas puestas.

Mi amigo y yo nos quedamos solos.

Un punto álgido de la agenda en los preparativos de una boda es el acuerdo sobre la música que se escuchará en la fiesta. La decisión encierra una suerte de futurología. Si la pareja se decide por un cuarteto de cuerdas, significa que dominó la cultura sobre los individuos, y lo más seguro es que el matrimonio sea desdichado al primer contacto con el mundo real. En el caso de que la música popular –por ejemplo, la llamada afroantillana– sea la favorita, se puede esperar lo peor de la novia: la infidelidad aguarda cuando se confunde la institución matrimonial con la pista de baile de un centro nocturno o de cualquier disco. Si se elige el rock de los años sesenta o setenta, sin duda habrá viudez próxima o el novio se dedicará al alcoholismo –si no lo hace ya– en busca de la fuente de la eterna juventud. Y así por el estilo. En esto como todo en la vida, según recomendaba Octavio Paz, conviene una sana pluralidad.

Mientras veo bailar a jóvenes y viejos en una boda, entregarse al rito –a mi juicio innoble, por eso he recaído en él– de hacer una fila ondulante, tomados unos y otras de la cintura, al ritmo de algún aire tropical no puedo evitar la reincidencia en E. M. Cioran: “En los tormentos del intelecto hay una decencia que difícilmente encontraríamos en los del corazón”.

Las escenas de boda mejor logradas que haya visto en el cine son las de Michael Cimino en El francotirador. La sorprendente profundidad de las imágenes viene de la perspectiva que eligió Cimino; están narradas a partir del punto de vista –con el que se identifica el público– de un personaje invisible: el testigo solitario que siempre está presente en las fiestas. Dicho testigo semeja a quienes pueden atisbar por una rendija hacia el porvenir mediante la “segunda mirada”.

En aquel film hay una escena esencial: los novios beben de la copa nupcial; su rito señala que si alguno de ellos derrama una gota de vino, el mal fario acompañará el matrimonio. Sólo el testigo privilegiado distingue este signo en el encaje de la novia; los demás se obnubilan o se niegan a ver lo aciago, aunque lo vean. Arthur Schopenhauer entendía la clarividencia como una confirmación de que todo lo que acontece expresa una necesidad categórica. En este ámbito se desenvuelve el testigo que siempre decora las bodas, suerte de mayordomo de las historias personales, de oficiante del azar familiar. El guardián de la curiosidad inútil. Como yo.

IV

Cada vez que voy al cine y escucho hablar en voz alta durante toda la película a las personas de la fila de atrás, pienso en chistes sobre nerds. Así que me volteo y les espeto a la primera oportunidad:

–Al nerd número uno se le perdió una moneda en su casa y llamó a su amigo, el nerd número dos, para que le ayudara a buscarla. Buscaron la moneda y no la hallaron, así que el nerd número dos le preguntó a su compañero: “¿Estás seguro de que la perdiste aquí en la sala?” “Claro que no”, respondió el nerd número uno. “Pero aquí hay más luz.”

Luego agrego: “¿Entendieron? ¿Sí o no?” Como es de suponer, los parlanchines no entienden ni la alusión ni el chiste, pero después de mirarse el uno al otro, sonríen y guardan silencio, estupefactos ante el loco que los interpela. No falla. He oído todo tipo de pláticas en medio de una película: pleitos de novios, lecciones de hermenéutica, confesiones adúlteras, recetas de sushi e historias de treintañeras imperiosas, decepcionadas de los galanes que a los cuarenta años tienen respuestas dignas de ser consignadas en una escultura:

–¿Por qué no me has hablado? Tenemos un mes y medio sin vernos ni llamarnos por teléfono.

–¿Ves? Me presionas demasiado.

Una tarde memorable logré escuchar, mientras Max von Sydow entonaba su mítica cuenta regresiva en la película Europa, cómo una mujer narraba uno de los mejores días de su vida. Se trataba de un paseo campestre en España, coleccionable en un álbum: intervenía un catalán guapo e inteligente, unas viandas deliciosas y –aspecto que en lo particular me pareció de sumo misterio– unos perros que se aterían en un paisaje segoviano. La presencia canina en la idea del paraíso de alguien me pareció intrigante, quizá por el silogismo implícito que derivaba la dicha femenina de un hombre y un par de perros falderos. En esa película verbal que la mujer insertaba en la de la pantalla me identifiqué, desde luego, con los perros. Al encontrarse con amigos, dicha mujer acostumbra presentar a su novio en turno como si fuera otro más de los perrillos que la acompañan. Imagino la escena: “Ellos son Fido, Fifí y… Marcos”.

Aquel episodio se asocia al cuento de Mark Strand en el que un hombre le confiesa a su mujer que antes de ser una persona fue un perro, y le revela sus amores pasados, como los que tuvo con “Peggy Sue, una Braca alemana de pelo corto, cuyos dueños ponían constantemente discos de Buddy Holly. La emoción que sentíamos al oír su nombre es indescriptible. Íbamos corriendo a la puerta y nos quejábamos hasta que nos dejaban salir. ¡Lo orgullosos que nos sentíamos corriendo bajo la brillante dispersión de las estrellas!” (cf. Robert Shapard y James Thomas, Ficción súbita, Anagrama, 1998).

La imagen de la felicidad humana –de acuerdo con Strand– debe ser muy distinta vista por un perro: “Los peores momentos eran cuando mis amos se reían. Entonces se nos hacían extraños de pronto. La suave cadencia de su conversación, lo cortante de sus órdenes, daba paso a una serie de aullidos, gorgoteos, gañidos. Era como si se soltara algo de ellos, algo absoluto, demoniaco. Una vez que empezaban, les resultaba difícil parar. No puedes imaginarte lo aterrador y desconcertante que era ver desbocados a mis protectores”, precisaría este hombre que fue perro.

–Eso no es nada –me dijo J. al evocar con ella estos temas–: todos los días mi jefe se ve como un perro, ladra como un perro y no es un perro.

Apócrifo de la sabiduría jasídica: si tu jefe se comporta como un perro, ládrale.

Los encuentros en el Aeropuerto o en el patio de la Cineteca Nacional son una entrada fugaz en la máquina del tiempo:

–¿Hace cuántos años que no nos veíamos? –oí que una mujer le decía a su amiga.

–¡Uy, los mismos que tengo de ir con el psicoanalista!

Me retiré de inmediato: me aterraría intuir cuántos años llevo sin recurrir a uno de ellos. La combinación de tales vínculos me remite a la idea de Susan Sontag acerca de que el gusto es el contexto y el contexto cambia. Antes era un rito obligado ir a la muestra anual de cine en la Cineteca Nacional; para mí, ya es como ir al panteón, llevar flores a los seres queridos que moran en el recuerdo o a los amores que se quedaron en el limbo. Me paseo entre las tumbas de mi cementerio sentimental y leo los epitafios sobre las lápidas: “Te lo dije…”, dice una; “Nunca encontraré a alguien como tú”, se lee en otra; “Sabia virtud de conocer el tiempo”, sentencia la siguiente; “Lo que hoy no fue, no será”, profetiza aquella, etcétera.

Pero cuando mis recuerdos comienzan a mezclarse con títulos de canciones, merodeo zonas que prefiero abandonar antes de quedar preso entre las redes de un poema.

Las únicas salas de cine en que impera el silencio –dicen, no me consta, por supuesto– son las que exhiben películas pornográficas. Semejan salas de arte repletas de cinéfilos eruditos. Tan concentrado está el público espectador en ejercer la exégesis de la pantalla, que no se escucha ni un ruido. Hay excepciones: como la del tipo que cada vez que aparece una mujer en la pantalla, aspira saliva entre dientes y hace sonar una expresión semejante a esto: “¡Sshhh!, mamacita!”, y luego viene a contarlo a nosotros, sus compañeros de trabajo. (Este hombre, apodado el Conde por sus finos modales, suele referir cosas como esta: pregunta: “¿Por qué la extinta actriz erótica Linda Lovelace tardó tantos años en filmar la segunda parte de Garganta profunda?” Respuesta: “Porque se hizo de la boca chiquita”; chiste dedicado a Amanda Seyfried, que hizo el rol de la Lovelace en la cinta biográfica de la estrella porno.)

El crítico de cine Anthony Lane recuerda, al reseñar la taquillerísima Pulp fiction, de Quentin Tarantino, una distinción canónica que estableció el novelista E. M. Foster entre historia y trama: “El rey murió y después murió la reina”, sería la historia. En tanto que “El rey murió y después murió de dolor la reina”, definiría una trama. Lane señala que las puntualizaciones fosterianas jamás previeron la trama al estilo Tarantino, que diría más o menos así: “El rey murió mientras tenía sexo sobre el techo de su Corvette color verde limón, y después murió la reina por aspirar un crack tóxico que le pasó el juglar de la corte, con quien ella sostenía una plática sobre los méritos relativos de la Pepsi de dieta mientras holgaban, olvidándose de los restos de sangre en el sofá de los nobles y las damas que recién habían asesinado con una pistola .45 robada en un rapto de dolor” (cf. “Degrees of Cool”, 10 de octubre de 1994, The New Yorker). Dan ganas de ver una película así.

En una entrevista, Quentin Tarantino –que realizó una de las secuencias más brillantes de los últimos años a partir del puro diálogo al inicio de Perros de reserva, y autor del guion original de Asesinos por naturaleza– comenta sobre las cualidades de las mujeres más valiosas: las que les gusta “sentarse en la tercera fila de los cines: es lo máximo. Yo tomaría en serio a una muchacha que hiciera eso. Augura algo que podría durar mucho tiempo” (cf. Playboy, noviembre de 1994). Contra la idea de que sentarse al frente de la sala resulta un acto enajenante (el canon indica tomar la distancia del cine–director: a tres cuartas partes de distancia de la pantalla y en el centro), la cercanía con las imágenes lo ubican a uno en una terraza insólita con varios balcones, donde se atisba –en un vuelo vertiginoso, simultáneo– a la pantalla, a uno mismo, al revés de la pantalla, a la muchacha ignota que se sienta a un lado. En el silencio, bajo la penumbra, se cumple la más profunda y humana fantasía de las personas: ser otro, encarnar a otros. Un placer sencillo en toda su ubicuidad vital.

V

En días pasados me llamó un amigo de los años escolares. En cuanto contesté, me dijo a quemarropa:

–Soy yo, el Perro.

–¿El Perro? ¿Cómo el Perro? –respondí, sabedor de que descendía al abismo de lo absurdo.

–¡Hombre, sí, Oscar ! ¡El Perro!

Una luz macilenta nació en mi memoria al oír su voz.

–Ya recuerdo: tu apellido es Padilla Meza –dije, más extrañado aún de que mi cerebro guardara información tan rara: en quince años, mi excompañero no había aparecido ni en cuerpo ni en espíritu.

–¡Al fin te acordaste: soy Oscar Padilla Meza! –me reprendió.

–Discúlpame, pero eso del Perro, la verdad ni por aquí me pasó.

–¡Cómo no, si todos en la escuela me conocían por ese apodo! ¿Ya te olvidaste de que puedo ladrar como un French Poodle, como un Pastor Alemán, como un Salchicha…?

–Por algo lo habré olvidado.

–Pues yo no; escucha: ¡Guau, guau, guauuú…!

Fue un momento desconcertante: ahí estaba yo –la oreja al teléfono–, mientras un señor que apenas recordaba se puso a imitar los ladridos de diversos razas caninas.

Para mitigar su entusiasmo regresivo, que parecía carecer de fin, debí prometerle que asistiría al acto de viejos compañeros al cual me invitó.

Después de una ocasión malhadada, jamás he vuelto a esos abrumadores desayunos o comidas de exalumnos del Instituto México. Tengo un inveterado respeto por mis recuerdos de niñez, y nada me agrada menos que encontrarme con padres de familia que presumen sobre los píos valores adquiridos al amparo de los maristas, mientras no cesan de evocar los años en que se emocionaban con los escotes de una cantante española de la época franquista o con las minifaldas de una baladista que cantaba “Mi novio esquimal”. También se escuchan chistes como los siguientes:

Ejemplo 1: Un hombre vuelve a su casa y ve llorar a su esposa:

–Te hice un pastel de chocolate –dice ella, entre lágrimas y pucheros.

–Eso no es motivo de llanto –replica el marido.

–¡Es que el pastel se lo comió el perro!

–No te preocupes, mi amor, mañana compramos otro perro.

Ejemplo 2: El Ciro Peraloca del barrio ha obtenido 30 al fin un extracto de jugos vaginales; lo inyecta en una manzana y lo ofrece a un amigo para que lo pruebe. El amigo le hinca el diente a la manzana, y grita:

–¡Esto sabe a drenaje!

–La mordiste del otro lado –le responde el inventor.

Un rato de este tipo de chistes aniquila a cualquiera.

En los días siguientes al telefonema del Perro, volví a recibir otras llamadas de misteriosos excompañeros de escuela. En su novela Réquiem (Anagrama, 1993) Antonio Tabucchi relata una jornada en la que se cumplirían todos sus sueños portugueses: un presente pródigo hecho de pasado. Así me sentí yo: pero al revés. Me aterra la posibilidad de asistir a un festejo y, como en una secta aciaga, no volver a salir nunca. Como en El ángel exterminador, de Luis Buñuel. Un amigo de la secundaria me pidió que no me perdiera la comida campestre de condiscípulos que se realiza cada cinco o diez años: el último sábado de noviembre actuará un grupo musical de padres de familia que ha ensayado “Pastelito americano” o “In–A–Gadda–Da–Vida”. La próxima vez que convoquen a una fiesta de sobrevivientes de la secundaria será en una sala de terapia intensiva y al borde de la muerte.

Algo tiene mi ropa –no mi cuerpo ni mi cara, quiero pensar– que los niños y los jóvenes en vísperas del Día de Muertos me piden no sólo limosna –“¿No me da para mi calaverita, señor?”, es la consabida frase–, sino favores dignos de una persona ya muy mayor; hubo uno –afuera de la librería El Péndulo de la Condesa– que sin más me pidió que le regalara ¡ciento cincuenta pesos! El año próximo alguno me rogará que lo incluya en mi testamento.

LECTURAS | 9 relatos sobre la madre, la muerte y la gemelidad: “Las enemigas”

sábado, julio 29th, 2017

Las enemigas es un libro de nueve relatos de vena psicológica y fantástica que exploran tres temas fundamentales: los vínculos con la raíz materna, la muerte y la gemelidad.

Ciudad de México, 29 de julio (SinEmbargo).- Las enemigas es un libro de nueve relatos de vena psicológica y fantástica que exploran tres temas fundamentales: los vínculos con la raíz materna, la muerte y la gemelidad.

En varios de los relatos la imbricación de la madre y la muerte da pie a un tratamiento trágico; se trata, pues, de la presencia de una madre devoradora del alma del hijo, una manifestación de los impulsos enemigos que existen en toda experiencia de maternidad y que la sociedad busca esconder.

En otros casos se explora la ausencia de la figura materna y sus secuelas psicológicas en individuos confrontados interiormente por esta carencia. Cada cuento tiene una muerte como centro gravitatorio más que como punto final; en torno de esa muerte —la propia, la de la madre, la de la hija, la del hermano, la del enemigo— los personajes se ven lanzados a un proceso de transformación psicológica, base de la trama de cada relato.

Las enemigas tiene como estructura secreta la leyenda azteca del Mictlán expresada en el Códice Ríos: las nueve casas que el alma debe recorrer para alcanzar el descanso eterno coinciden con los nueve meses de la gestación humana y cada relato es susceptible de ser leído como una representación ficcional de cada uno de estos difíciles pasajes del alma humana, en el contexto de la vida en México a principios del siglo XXI.

Las enemigas, el libro de una narradora especial joven. Foto: Sexto Piso

Fragmento del libro Las enemigas, de Claudina Domingo, publicado con autorización de Sexto Piso Editorial

XÓLOTL

El domingo salió a correr cinco kilómetros, nada mal para su pierna desahuciada. En el mercado de San Juan se comió una baguette grande de salami y queso gruyere, luego fue a la Cineteca y entrada la tarde telefoneó a su madre a Xalapa. Margarita llevaba un mes haciendo yoga y le sugirió, con el cuidadoso respeto que enervaba a Laura, que le sentaría muy bien un ejercicio como ése. Mientras su madre hablaba, Laura sintió un erizarse de cabellos en la parte de atrás de la cabeza antes del timbrazo en la nalga izquierda. Contuvo la respiración al tiempo que flexionó con lentitud la pierna derecha, y poco a poco, la izquierda, donde el dolor dejaba una sensación de hormigueo que subía y bajaba. “Me cayó de maravilla alinearme los chakras”. Llegó el segundo timbrazo, más prolongado. Laura echó la cabeza hacia atrás y se mordió los labios tan fuerte que pudo sentir el contorno de los dientes inferiores bajo su mordida. Ese calor en su boca tuvo un efecto vivificador que le ayudó a decirle a su madre: “Discúlpame, está sonando el celular; te llamo la próxima semana”. Se dejó caer sobre el costado derecho, gimiendo muy quedo mientras se tocaba con las manos, como impidiendo la huida del muslo izquierdo. El timbrazo no cesaba. Olió el polvo bajo la mesa del teléfono y encontró debajo del sillón la tapa extraviada de un labial. Una navaja creciendo, alargando su tallo sobre la nalga. “Piensa en otra cosa”. Y pensó en lo sucio que estaba el sillón por abajo. “Padre nuestro que estás en los cielos…”. Comenzaba el segundo verso cuando se descubrió rezando. Se incorporó sobre la pierna sana y recargó la cabeza sudada sobre la mesita del teléfono. Recordó la muestra médica que le dio el doctor y gateó hasta la cocina. Veintinueve años y gateando otra vez. Tuvo que esperar y respirar muy hondo, antes de levantarse. Una acidez se le desperdigó adentro. “Así se dejan convencer de que los amputen”, pensó. Pero el cangrejo ya no estaba únicamente en el muslo, había trepado hacia la cadera y tenía sus pinzas quién sabe dónde más. El mismo doctor le había advertido que ·retirar” la pierna era sólo el inicio del tratamiento. Se escuchó deglutir fuerte. Se arrastró hasta el dormitorio y esperó en la cama. El dolor no volvió, sólo permaneció la sensación de ácido rociándole por dentro, ora caliente, ora frío y que tan pronto dejaba claveteados sus puntitos suspensivos empezaba a reagruparse de nuevo y a moverse como una aleta envolviendo su pierna.

Se parece al drama de un alcohólico, piensa, recordando a Gustavo. Luego de la cruda (o en este caso, de un día de dolor y postración en la cama), hay un amanecer que es la resurrección. A Gustavo lo dejó por infiel más que por alcohólico, pero en su última discusión se encargó de restregarle en la cara su condición de adicto. Ahora, con el cáncer bien metido en el cuerpo, Laura se pregunta en qué es diferente a él. Por eso se mete a una cantina, por eso y porque siempre había querido entrar al Tío Pepe a ver la contrabarra histórica. La mañana había sido perfecta, incluso caminó un kilómetro, como para demostrarse a sí misma que la pierna la obedecía a ella, no a la enfermedad, pero ya antes de entrar al Tío Pepe había comenzado a sentir una comezón muy profunda en el fémur. “Piensa en otra cosa”. Piensa en un cigarro y le sudan las manos. Hace un año que dejó el tabaco y le bajó al café. Tosía por las noches y tenía insomnio. Mira a su alrededor buscando a un comensal con cara de fumador: dos tipos al fondo del local y una chica que lee sentada en solitario en una mesa. Se levanta y se acerca a la muchacha, de cabello rubio peróxido. En el hombro derecho tiene tatuado un par de rosas con gotas de rocío y en el izquierdo un clavo y un hilo de sangre.

—¿De casualidad tendrás un cigarro?

La chica teñida voltea a mirarla muy seria.

—Sólo se me ocurrió que quizá fumabas…

La muchacha, de piel pálida y ojos color miel, la mira con firmeza. Hurga en su mochila y se levanta con una cajetilla en las manos. Ambas salen del bar. La desconocida es más alta de lo que aparentaba. Viste un pantalón negro con una camiseta de tirantes, negra también. Tiene perforaciones en la ceja derecha y en la nariz y un corte de mohicano decolorado y teñido de platino. Le enciende el cigarro tapando el aire con sus manos fuertes. Se recargan en la pared a fumar. Así han de parecer un par de chiquillas emulando a los granujas de la cuadra. Laura se presenta, súbitamente intimidada por el carácter tan sólido de su acompañante que la escucha con un aire distraído. De pronto está contándole sobre su despido.

—¿Te descubrieron drogándote en el trabajo?

—No, claro que no —responde Laura, primero irritada y luego divertida.

—A mí sí; me llamo Estéfany —la chica expulsa el humo por la nariz.

—¿En qué trabajabas?

—En Televisa. No se imagina a Estéfany dando el reporte del clima con voz chillona y vestido entallado.

—Hacía guiones —aclara Estéfany con sequedad. Aplasta bajo su bota el cigarro y entra al bar. Laura la sigue.

—Tráete tu cerveza acá. En un rato más se llena de patanes este sitio.

Un hombre sentado ante la barra voltea a mirar a la rubia y regresa el rostro a su trago meneando la cabeza. Laura obedece, divertida.

—Y a ti, ¿por qué te despidieron? —Estéfany espanta un mosquito abanicando la mano. —Es una historia larga. No me despidieron, o sí, pero porque yo quise.

—¿Te hiciste correr?

Laura asiente, un poco abochornada.

—¿Y te liquidaron? Laura sonríe. No le gustan las preguntas económicas.

—¡Wow! Eres una leyenda urbana con pies, tienes que contarme cómo le hiciste.

Laura va descubriendo, con la risa persistente de Estéfany, que tiene un montón de anécdotas divertidas sobre periodistas y burócratas. La otra saca su teléfono, lo observa sonar y lo deja junto a un servilletero, volteado bocabajo. Media hora después suena otra vez, quince minutos más y lo mismo. Finalmente, se toma de un solo golpe su tequila y dice en voz alta “¡Qué bien chingas!” y apaga el celular.

—¿Por qué no contestas? Suena a que está preocupado por ti.

—Preocupada… pero no lo está.

—Ah, es tu mamá. Estéfany sonríe y la mira casi con ternura.

—Mi mamá no se atrevería a hablarme para saber qué hago. Es Ana, mi novia o mi ex novia, ya no sé. Vamos afuera un ratito, hace mucho calor aquí… Salen a la calle, donde ya sopla el viento frío.

—¿Y por qué se pelearon?

Ya oscureció. Una patrulla pasa con las luces encendidas y la sirena apagada. Se abre la puerta del bar de enfrente. Adentro, bajo la luz roja, los hombres bailan con mujeres cansinas, embutidas en vestidos entallados.

—Ana tiene treinta y cinco, diez años más que yo. Eso me gustaba al principio, pero las parejas mayores quieren que las obedezcas como si fueran tu mamá. Le he dicho varias veces que en el temor que una le tiene a los padres hay algo de odio y deseo de revancha. Que si la obedeciera no la amaría.

El copiloto las escruta desde la patrulla: las tetas, las piernas y las caderas, al final los rostros.

—¿Qué quiere de ti? —Laura aspira fuerte del cigarro.

—Que deje la fiesta, que cambie mi temperamento, etecé. He puesto varios pretextos para no irme a vivir con ella. Un poco peda le confesé que no quería hacer la caricatura de las lesbianas con gato. Pero ahora que me corrieron, se puso insoportable. Primero me puso una cagotiza por fumar mota en el trabajo. A la tarde siguiente estaba afuera de mi departamento, con cara de mamá afligida. Me quiso vender la idea de que me estaba ofreciendo todo su apoyo, que estudie una maestría mientras ella me mantiene. ¿Te das cuenta?

Laura ve los ojos abiertos de Estéfany en la noche. El ceño fruncido frente a ella sigue interrogándola. ¿De qué tiene que darse cuenta? En la patrulla, el copiloto murmura algo y el otro estira el cuerpo desde el volante. Los dos ríen mientras la patrulla avanza.

—Yo jamás dije que quisiera hacer una maestría y no quiero vivir con ella. Le dije que lo que necesitaba era un trabajo, que me ayudara con sus contactos a conseguir uno. Me salió con que debo pensar si quiero seguir haciendo guiones, ya que me quejo tanto. Sé que espera que, a fin de mes, desesperada, me mude con ella.

—Debe suponer que tiene razón. Le preocupas. Pero, por otro lado, podrías negociar… —dice Laura con la voz ya apelmazada.

Estéfany la mira a los ojos, acercando su rostro tanto que ella siente su aliento a tabaco en la cara:

—Yo no negocio nada. —Y empuja a Laura con el hombro conforme camina hacia el bar.

El ruido de la calle la despertó. Le dolía la cabeza y tenía el estómago revuelto. Laura recordó que en un punto cambió la cerveza por tequila. La luz del día se empezaba a retorcer en la pared de la habitación. Se acercó a la ventana. Miró los motivos del ruido afuera: “Tanto brinco estando el suelo tan parejo”. Corrió las cortinas de gasa y encontró cierta resistencia al cerrar las gruesas cortinas azules. Entonces volteó a mirarla. ¿Por qué no le había preparado el sleeping bag en el estudio? En algún momento Estéfany cambió su actitud de domadora por un respeto absorto: la escuchaba con la boca semiabierta, le preguntaba detalles: “Que sigas hablando, me gusta todo lo que dices, cómo lo dices”. También recordó que Estéfany no hizo siquiera el intento de sacar su cartera. Se acercó de puntitas a la cama e hizo a un lado el brazo pálido para acostarse de nuevo.

Vivían en la casa del abuelo, un hombre de apariencia juvenil pero hábitos sedentarios. Eso parecía una ventaja para una madre soltera. En secundaria, sólo hasta el tercer grado supieron que no era su padre. Entonces la vida ya era más holgada pues Margarita era muy imaginativa: al principio vendía dulces y palomitas en el pasillo que daba a la puerta de la calle. De esa época (sus tres o cinco años) tiene un recuerdo que probablemente sea un sueño (o una mezcla de ambos). Está sentada a la mesa. En el fondo de su plato hay migas de pan: sólo eso. Tiene mucha hambre. Se despierta (eso cree) por algo de comer. Escucha su estómago hacer tanto ruido que teme despertar a los demás. Comienza a bajar la escalera, se detiene en el descanso: hay alguien o algo en la oscuridad de la cocina que remueve cosas y mastica vorazmente. Nunca ha sabido si fue un sueño o un recuerdo de infancia con gigantismo. Quién sabe cómo, Margarita se apropió de la accesoria de al lado, y puso una papelería. No estaba muy cerca de las escuelas, pero si en otras no encontrabas una monografía, ibas “a lo de Mago” y salías con la tarea resuelta, un rompecabezas, chicles de bola, una paleta de hielo y papel para envolver regalos. De esa forma los mantuvo a ella y al abuelo, para quien las cosas eran perfectas así: “Un abuelo cariñoso criando y una mujer lista llenando la caja registradora”. Pero siempre hubo algo en esa “mujer lista” que no la hace sentirse muy cerca de ella. Alta y delgada, el cabello lacio, los ojos claros, si acaso se parecían era en las orejas y en los pies. Por lo demás, podría apostar a que era “recogida”. O quizá el abuelo abonó la confusión: cuando ella tuvo edad para preguntar por su padre, don Tavo hacía la broma de que no había, de que un día había aparecido en la puerta de la casa en una canasta. Que en una de esas ni de Xalapa era, quizá de más al sur, Tabasco o Campeche. Luego se reía y la abrazaba tan fuerte que la prioridad se volvía respirar. A Margarita le preguntó en su adolescencia, varias veces, y sus relatos eran vagos y distintos cada vez. Pero era algo más: como si Margarita siempre estuviese esforzándose por ser mamá; nerviosa o muy distraída cuando estaba en la casa. Y algo más vago aún: siempre fue amable, como si Laura estuviera de visita. Tal vez por eso dejar Xalapa fue lo más natural. Margarita no se casó nunca ni tuvo otros hijos. Sigue siendo delgada, hiperactiva y es feliz disfrutando el dinero que ahora no tiene que compartir con nadie.

Laura se detuvo, hurgó en la bolsa de palomitas en las manos de Estéfany: se habían acabado. Estaba por bajar la cabeza, apenada por su rapto de intimidad, pero Estéfany la tomó del cabello, la atrajo hacia sí y le hizo tragar un beso largo y tierno: bajo la piel de Estéfany corría caliente la sangre, pero en su superficie era fresca, como morder una paleta de hielo en una tarde tibia o ir avanzando entre las olas del mar: a un tiempo vigoroso y dulce.

Se hizo presente, bajo un disfraz nuevo: una especie de mazazo en la nuca al que siguió un silbido bajo, como si al fondo de un pasillo alguien estuviese buscando la señal en un radio. Estéfany lo advirtió, pero no hizo los movimientos de pánico que Laura habría esperado. Después de unos momentos, le dijo: «En la cama te sentirás mejor». En posición horizontal, aquella cosa se erizó y empezó a afinar las cuerdas de su violín contra su fémur izquierdo. Temblaba cuando Estéfany la ayudó a acostarse bajo las cobijas. “¿Estás mal, verdad? Estás enferma”, dijo una voz sofocada por la estática mientras el dolor se condensaba a una velocidad vertiginosa. Laura cerró los ojos. Una mano acarició la suya. Luego la voz de Estéfany le preguntó si tomaba alguna medicina. Laura le explicó dónde estaban las muestras médicas y vio las piernas largas dirigirse a la cocina. Intentó sentarse en la cama; el estómago revuelto y el dolor de cabeza la jalaron hacia atrás. Un vaso de agua en una mano. La pastilla en la palma de la otra. Estéfany la miraba serena pero grave. Laura le devolvió el vaso. Cuando vio las piernas avanzar de nuevo hacia la cocina temió que se fuera. Se mordió el labio de abajo, y se recordó mordiéndose los labios toda la vida: para no decir no, para no llorar en la escuela, para no pasar por provinciana en la universidad. Vio a Estéfany tapar la luz en el umbral de la habitación.

—¿Te apago la luz? Laura dudó.

—¿Sí o no?

Las palabras, en el fondo quizá no serían tan escandalosas o tan lastimeras.

—Sí, apágala, pero quédate conmigo.

La cama recibió el cuerpo junto al suyo, aprisionándola entre las cobijas que Estéfany no levantó. Laura sudaba, y le entró sal a los ojos. Un cuerpo que se da cuenta demasiado tarde que debe enfrentar una batalla y manda una columna de bayonetas bajo los misiles que surcan el cielo de sus nervios. Se mordió los labios; aún así un gemido breve, patético, se le escapó. Esos dientes con sarna, esas uñas de bebé magnificadas por la lupa de la carne. “Esto es el cáncer”, pensó mientras sus nervios sostenían la herida. Pasó saliva al tiempo que las lágrimas y el sudor escurrían sobre la almohada.

—Ya sé, hay algo con lo que lo podemos sacar. Laura se tendió de espaldas. Tomó aire para decir “¿Cómo?”.

—Espera, ya verás, con esto… No hay dolor que se le resista.

Tras hurgar en su mochila, Estéfany se acercó a la ventana, desapareciendo tras la cortina.

—Descansarás del dolor, y yo de la cruda —en la voz de Estéfany un halo de alegría infantil se levantó conforme el cuerpo emergió de las cortinas. Entre ellas, Laura pudo ver la ciudad con su vestido añil cubierto de lentejuelas rojas, amarillas y azules. La punta del cigarrillo ardió y vio las cejas y la sombra de la nariz de Estéfany. Luego su brazo blanco, sumergido bajo la oscuridad, le tendió el churro.

—Hace mucho que no…

—Acuérdate que es más espeso que el tabaco… —le respondió la voz, sumergida en otra bruma.

Laura aspiró con fe.

—Órale, qué pro –escuchó decir a Estéfany y no pudo dejar de reír, aunque los dientes de aquello se apresuraran a cercenar su risa.

—Siento que tengo pirañas debajo de la piel. Así me duele…

—Ahorita verás que sólo eran lechugas —y la mano de Estéfany se paseó veloz por su cabello despeinado, dejándole esa sensación que sólo tienen las primeras caricias: aves, nidos, ventanas que estaban esperando una leve ventisca para abrirse de par en par.

Iban y venían, los sonidos de los autos que se convertían en olas. La respiración a su lado, subiendo y bajando en el pecho ávido, se hizo más pausada. Entre la cortina y la ventana, un iris delgadísimo dejaba pasar la luz amarilla enturbiada por la distancia y la noche. Hubiera querido decirle que acomodara bien la cortina, que quería quedarse con ella totalmente a oscuras, pero tenía en la boca un pantano lleno de plantitas de cartón.

Se volteó sobre el costado derecho y pasó la mano por el cabello de Estéfany, remedando la caricia que ella le había hecho antes. Destender el nido, hacer revolotear allá abajo a los gorriones. Laura pasó los dedos por el cuello de Estéfany y tocó su hombro, donde estaba la rosa. Hizo el camino de perfumes hacia el esternón. La caja torácica bajo sus yemas se alzó cuando sus dedos se asieron a la suavidad de los senos. Estéfany se levantó haciendo un murmullo de gato y la rendija de luz desapareció bajo su cuerpo, que como una ola repentina la puso bocarriba y hundió la espuma de su boca en sus labios.

“Tuve que irme. Espero que te sientas mejor. (Te dejé una bachita por si te da otra vez). Gracias por la peda y por la charla. Nos escribimos. sT”. El papel era de una libreta rayada y la letra pequeña y caótica. Estaba junto a un plato, cubierto con uno más pequeño, donde descansaba un sándwich de jamón y queso. A un lado, un vaso de chocomilk. Le dio una mordida al sándwich, unos tragos al chocomilk, mientras veía la letra de Estéfany y pasaba las yemas de los dedos sobre la hoja de papel.

Abrió el archivo “Requiem_2” y pensó en redactar toda la revuelta emocional de las últimas horas. Pero cómo empezar: “A punto de palmarla (los giros gachupines siempre la divirtieron) me lío con una tía. Me pone un polvo como para revivir a Cristo”. Tampoco se le daba escribir: “La experiencia más rara de mi vida llega justo cuando apenas tengo tiempo de paladearla”, porque aunque esto era lo más exacto, le daba tristeza pensarlo. Nunca había creído en lo que uno podía merecer o no merecer sino en lo que, en todo caso, uno podía aprovechar. Apagó la computadora. Sacó la basura. Al salir del edificio, un perro callejero se le acercó, moviendo el rabo. Al cruzar la calle en dirección al centro se le ocurrió que el perro sentía compasión por ella. La tarde, caliente e inflada de nubes, la llevó por la Alameda hasta Bellas Artes. Compró un boleto para Riggoleto. Extrañó la credencial de prensa del periódico: cinco años de festín cultural gratuito se habían esfumado cuando la viuda del celebrado escritor señaló sus descuidos. Sólo después recordó que había dejado de leer los pies de foto a propósito, harta de la farsa de llevar una vida normal. Entró al teatro cuando los músicos estaban en lo más espeso de la afinación. Siempre le produjo una curiosidad infantil, una satisfacción ingenua llegar temprano y observar la concentración de los músicos con los instrumentos; los detalles de su indumentaria: los contrabajistas con un amplio saco abierto; las violinistas de falda larga y ajustada. En todas las orquestas hay una gorda fodonga, una chelista madura y elegante y una joven que se pone la ropa sin planchar. ¿Ésa cuántos años tendría? Veinticinco, veintiséis. Afinaba a conciencia  y revisaba su partitura. Se reacomodaba en la silla. Se le cayeron unas páginas y la castaña glamorosa de la silla de adelante las miró, indiferente, por un momento, y siguió con lo suyo. La muchacha inclinó la espalda, con dificultad, chocó con la silla de adelante y al fin pudo recoger con esfuerzo los papeles y se volvió a acomodar, levantando mucho la pierna derecha, como si pisara charcos. Laura creyó ver, encima de su rodilla, una línea horizontal que abultaba un poco el pantalón, y en torno al zapato, un pantone beige más oscuro que la piel en el pie izquierdo. Imaginó la sierra que habría cortado el fémur mientras la muchacha reposaba sedada, casi muerta, en un frío quirófano. La chelista de debió sentirse escrutada porque volteó a mirarla. Laura bajó la vista a su programa y las luces menguaron.

La noche era fresca y soplaba el viento. Había salido sin suéter ni bufanda. Antes había sido tan hipocondriaca. Se sonrió. Un muchacho que cruzaba la avenida se sintió aludido y le devolvió la sonrisa. Tenía buenos bíceps, pensó mientras caminaba ya sobre la acera norte de Cinco de Mayo. Recordó la agudeza de la cresta iliaca que Estéfany le ofreció para cabalgar; su clítoris alborozado por ese hueso que Estéfany movía en sustitución del falo. Sus manos le acariciaban las piernas como si la estuvieran rescatando de un naufragio. Y sus dedos, tan finos y potentes. Miró el celular y no encontró ningún mensaje. Laura había hundido el rostro en el pecho que le caía encima como un techo de almendras. Abrió la boca y recibió los pezones y parte de la blandura de los senos en su lengua, contra el paladar. Y se sintió hambrienta y colmada, libre en el río de aromas y texturas. En la esquina de Balderas e Independencia se tropezó con un mendigo que recogió las piernas rengas. El perro —un perro mediano y medio chato de pelaje castaño— seguía atento a los movimientos en torno a la puerta de su edificio. Laura le preguntó al portero si el perro “esperaba” a alguien. “Es un perro callejero”, le respondió con indiferencia el hombre; la miró con atención y añadió: “A veces se da sus vueltas por esta calle; le dan restos en la pollería del fondo, pero el pollero no ha abierto en varios días; yo creo que se anda regalando”. Laura sonrió y se dio la vuelta sin decir una palabra. Había un tono de contenido reproche en las palabras del portero; seguro pensaba en el egoísmo de los vecinos, que preferían comprar perros caros a adoptar animales callejeros. Y quizá era cierto, pensó mientras abría la puerta de su departamento. Quiso cubrir con una mancha el pensamiento: “Quizá él podría vivir más tiempo que yo si alguien lo ayudara”, pero las sogas de las palabras ya estaban echadas. Sacó una salchicha del refrigerador y bajó corriendo, súbitamente temerosa de que el perro se hubiera ido. Estaba en la esquina de la calle, pero cuando escuchó el sonido de la puerta del edificio, se acercó trotando y moviendo el rabo. Laura no quiso mirar al portero mientras hacía entrar el perro al edificio; la invadía un pudor que no alcanzó a descifrar. Por fortuna el perro entró sin hacerse del rogar y la siguió con total inocencia escaleras arriba.

Primero fue una protesta en el aire. Una vez sentada supo que era una amenaza. Respiraba y no le importaba que ella lo supiera. Había algo de asmático o deseante, también infantil, en su respiración. Hacía una circunferencia en torno a su cuerpo, cada vez más rápido. Pensó que si huía por donde era más espeso el parque, con fuerza y velocidad, lo burlaría. Saltó sobre una palmera curveada, demasiado alto, tanto que tuvo que agachar la cabeza para no chocar con la copa de un árbol. Corrió atravesando los jardines enrojecidos de liquidámbar, que abrían sus ramas y separaban sus raíces para que ella pudiera escapar. Vio la puerta de los Viveros en frente, pero a la derecha, en el predio donde fabrican macetas, había un alboroto y los flashes chasqueaban sus lenguas enceguecedoras. En medio de todo ello estaba un tipo con unas cejas enormes: Salman Rushdie. No llevaba grabadora, cámara o libreta, pero a un periodista no lo hacen sus instrumentos. Trepó la barda y se abrió paso con los hombros entre la gente. Estaba a punto de llegar al lado del escritor —apenas faltaba bordear a los achichincles y guaruras— cuando lo vio entre los cuerpos trajeados. Medía un metro a lo mucho; estaba desnudo y en las piernas tenía extensas cicatrices de quemaduras, que en algunos puntos aún mostraban sus pétalos negros y sus centros rojos y brillantes. Al torso, donde le faltaba carne, le habían cosido trozos de jerga. El cráneo era la cabeza de un martillo y de sus ojos, pequeños y hundidos, salía una mirada mortecina.

Escuchó el lamento: un sollozo o un ronquido, mientras despertaba. Tenía los pulgares metidos entre los dedos índice y medio, como un recién nacido. El sol deslizaba su hoja de oro entre las cortinas azules. ¿Qué día, qué hora era? Una nariz oscura entreabrió la puerta de su habitación. Detrás de la puerta, el perro emitió un sonido entre queja y súplica; seguro tenía hambre.

¿Cuánto más debía esperar? El domingo le mandó un mensaje: “¿Cómo estás, todo bien?”. No hubo respuesta. ¿Se sentiría acosada si marcaba el teléfono en ese momento? “Justo pensaba en ti”, dijo la voz de Estéfany en un ámbito vacío ¿un baño o un pasillo? “Estaba por hablarte. ¿Cómo sigues?”. No sabía si alguien le ayudaba a hacer el súper. ¿Ya estaba de pie, se encontraba mejor? Se vieron en el metro Salto del Agua. Compraron vino y comida preparada y, contra su resistencia, las cosas que Laura requería para la semana. ¿No parecía un chantaje, verla con el pretexto de que le ayudara a cargar a casa lo que ella misma podía pedir por teléfono? Hicieron el camino de vuelta por las ruidosas calles aledañas al edificio de Teléfonos, todavía olorosas a piel y vísceras de pollo. Las calles de la ciudad que se llenan de agujeros y baches de la noche a la mañana. Las banquetas mordidas en sus esquinas por los autos y la desidia. Los fresnos y los hules, sus raíces que crecen como hernias en las banquetas y por encima de ellas, todas las solideces en pugna: el ajetreo de escobas y tijeras, autos y motos, huacales y botas de hule.

—Te deseo. —Laura miró hacia otro lado tan pronto como lo dijo.

—¿Así, de pronto? —preguntó Estéfany, con la voz dulce que la hacía menos agresiva.

—No… no tan de pronto, desde ayer.

—Y te acordaste ahorita, con el estimulante aroma a vísceras de pollo…

Después de hacer el amor, Estéfany se terminó la botella de vino y quiso salir a la tienda “por algo más”. ¿Le podía prestar Laura? Regresó cuarenta minutos más tarde. En el Oxxo no había cuartitos de vodka y la botella de 700, bueno, muy cara. Volvió al supermercado al no encontrar una maldita vinatería. Luego se acordó de que había una afuera del metro Niños Héroes, pero ya era muy tarde. Estéfany desenvolvía los detalles, atropelladamente, mientras mezclaba el vodka con agua mineral. Laura volvió a encontrar en su rostro la avidez desordenada. Recordó que miró la botella de vino en la cama un par de veces mientras hacían el amor. Estéfany le ofreció un trago de vodka, que Laura aceptó para hacerla sentir acompañada. “Todos tenemos una gotera por donde nos vamos diezmando. En el caso de los alcohólicos es más aparatoso, pero nosotros no somos muy distintos”.

—¿Qué pasó con Ana? —preguntó mientras el silencio abría su boca de boa entre las dos.

Estéfany bebía a grandes tragos su vodka y cuando por fin bajó el vaso, dijo que le iba a pagar el dinero que “se estaba bebiendo”.

—Tengo un hábito, quizá más de uno, pero sé trabajar. Nunca he faltado al trabajo, por más cruda que haya estado.

—Es que eres joven y fuerte, pero no siempre será así…

—¿Cómo será después? —Estéfany se servía sobre el hielo todavía alto de su vaso más vodka y agregaba poca, muy poca agua mineral—. ¿Acaso lo sabes tú? Vamos, dilo. —Y se empinó el vaso.

Claudina Domingo, escritora mexicana. Foto: Facebook

Claudina Domingo: Ciudad de México, 1982) es poeta y narradora. Su libro Tránsito (Tierra Adentro, 2011) ganó el Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada 2012. Fue nombrada “escritora emergente del año” por la revista La Tempestad en 2011. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2016 por el libro de poesía Ya sabes que no veo de noche. Ha sido becaria del Programa Jóvenes Creadores del Fonca en tres ocasiones.

ENTREVISTA | La verdad legal nunca va de mano con la verdad de la calle: Daniel Salinas Basave

sábado, junio 24th, 2017

Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen, Daniel Salinas Basave narra en su primera novela las peripecias de un reportero de Tijuana por buscar la gran nota que lo encumbre a las ligas mayores del periodismo nacional, en un ambiente donde la primicia, la nota incómoda, puede llevar a la muerte. “Un buen reportaje, una buena crónica, es como una gran obra de literaria, no tiene fecha de caducidad”, dice.

Ciudad de México, 24 de junio (SinEmbargo).- El reportero Guillermo D. Lozano se encuentra ante la oportunidad de su vida cuando una monja lo invita a reunirse con Salomón Saja, asesino material del periodista Hilario “El Gato” Barba. Jefe de seguridad del empresario de los casinos Alfio Wolf, Saja desea contar su verdad, más de dos décadas después de haber cometido el homicidio (¿por órdenes de Wolf?) y de permanecer recluido en un penal de máxima seguridad.

Ante la posibilidad de obtener una confesión de Saja que inculpe al empresario como autor intelectual del homicidio, Lozano se deja envolver en divagaciones alucinantes sobre su encumbramiento profesional y su pase directo a las grandes ligas del periodismo nacional. Lo que todo reportero desea: obtener la gran confesión, descubrir la gran trama, ser el portavoz de la primicia: anhelos que lo mismo pueden conducir al reconocimiento profesional que a la muerte. O a la indiferencia social. O a la envidia gremial. O al despido por afectar los intereses económicos del medio para el que se escribe.

En su primera novela, Daniel Salinas Basave hace una digresión sobre el mundo del periodismo y las miserables condiciones en que la inmensa mayoría de los reporteros sobrevive, ambientada en la ciudad de Tijuana, donde, como en muchas otras urbes del país, se ejerce el oficio bajo la presión del narco, de los narcopolíticos, de los narcoempresarios, de los narcopolicías, y, también, de los propios dueños de los periódicos que, en muchos casos, antes que comunicadores, son empresarios de los medios que “venden periódicos como podrían vender artículos de ferretería”.

La novela está dividida en dos segmentos: uno narrado en segunda persona que nos presenta a Lozano con su conciencia atormentada por el fracaso, la pobreza y la frustración, y otro que, a manera de diario escrito por la reportera chilena Amber Aravena que aterriza en la ciudad fronteriza para hacer un reportaje sobre el extravagante empresario de los casinos, nos va develando esa Tijuana llena de sueños rotos, asentada entre montañas improbables y separada del primer mundo por algo más que un muro que divide las aguas del océano.

Vientos de Santa Ana está basada en el caso del cofundador del Semanario Zeta, Héctor “El Gato” Félix, asesinado el 20 de abril de 1988 a manos de Antonio Vera Palestina, guardaespaldas de Jorge Hank Rhon, el empresario de los casinos, hijo del líder del Grupo Atlamoculco, Carlos Hank González, a quien el Gato Félix no dejaba de criticar en su columna semanal “Un poco de algo”.

La vox populi, la “verdad de la calle”, siempre ha ubicado al empresario de los casinos como el autor intelectual del homicidio. Sin embargo, los jueces solo inculparon a Vera Palestina y Victoriano Medina como los responsables del crimen y se les dio una condena de 25 años de cárcel. En mayo de 2015, ambos salieron libres y el primero se reunió con su antiguo patrón apenas regresó a Tijuana.

En este país la verdad legal, nunca va de la mano con la verdad de la calle. Foto: IMAC/Ale Meter

–El capítulo dos de tu novela empieza con la frase: “En este país la verdad legal, nunca va de la mano con la verdad de la calle”. Tengo la impresión de que escribiste esta novela precisamente para hacerle justicia a la verdad de la calle, a la que no se puede contar en el periodismo si no tienes documentos pero que sí se puede aprovechar en el terreno de la ficción.

–En efecto, creo que esas dos verdades entre comillas, siempre van caminando muy de cerca, paralelas, aunque nunca se dan la mano porque son dos verdades divorciadas. Existe la verdad legal, comprobable y que asumimos como la oficial, como la única posible, como la verdad histórica. Sin embargo, siempre existe una verdad paralela, que es de la que se habla en cualquier lugar, en cualquier esquina, en cualquier café, en cualquier cantina, y que, sin embargo, no es una verdad legal, es una verdad que siempre termina siendo una especie de rumor, de vox populi, de la calle, que nunca podemos comprobar. Creo que la lucha entre estas dos verdades es la constante en la historia del periodismo en México.

–En el libro queda claro que un periodista se enfrenta a muchos riesgos, con amenazas del crimen organizado y del Estado, o del narcoestado, pero también dejas claro la incertidumbre laboral, las malas condiciones en que trabajan muchos reporteros ante la visión meramente empresarial de los dueños de algunos medios.

–Realmente el primer adversario, el primer obstáculo de la inmensa mayoría de los reporteros en México es la propia empresa para la que trabajan, el propio medio al que prestan sus servicios, las condiciones en la que se ejerce este oficio, miserablemente pagado para el grado de responsabilidad social y el riesgo que se corre. Aunque tú tengas la mejor intención del mundo, generalmente acabas trabajando para intereses de terceros, para los intereses de la empresa porque realmente la mayoría de los periódicos no son dirigidos por periodistas sino por comerciantes, que venden periódicos como podrían vender artículos de ferretería, a quienes términos como libertad de expresión les interesa muy poco. Solo tienen una visión empresarial. Históricamente los periódicos en México han tenido una relación cercana con el poder y han sido dependientes del poder. La gran mayoría de los medios no sobreviviría si no fuera por los contratos de publicidad oficial. Eso crea intereses. En la novela quise desmitificar la idea del periodista como una especie de Superman, como una especie de héroe que todo lo resuelve. Quise reflejar de una manera muy cruda la realidad de la inmensa mayoría de los reporteros en México, que no es una verdad halagadora, sobreviven en un ambiente sumamente hostil que, insisto, más allá de la amenaza del crimen organizado, más allá de las amenazas de los narcogobiernos, primero está el reto de poder sobrevivir con ingresos miserables, con condiciones de trabajo que superan por mucho una jornada laboral normal. Añado a esto que te encuentras con que vives en un país donde la mayoría de las veces te vas a enfrentar a un narcoalcalde, a un narcogobernador, a un narcocacique que ejercen un poder absoluto en el municipio donde trabajas. Y donde, finalmente, si te desaparecen o te matan, la única certidumbre es que no va a pasar nada. La única triunfadora va a ser la impunidad porque eso ha sucedido. Vientos de Santa Ana está basada en un crimen que se cometió en 1988. En 1988, el asesinato de un periodista todavía era noticia, todavía indignaba al país. En los últimos diez años han matado a más de cien. Solamente en el último año han muerto siete colegas, y al final, lo que pasa es que empieza a convertirse en una suerte de ritual de lo habitual, en una noticia hasta cotidiana que ni siquiera merece primera plana, que los propios periodistas son los únicos que se manifiestan, pero todos sabemos que históricamente no pasa nada como ha sucedido con los casos más representativos, Javier, Miroslava, Rubén Espinoza, Regina, etc. Bueno, lo que podemos saber es que la impunidad fue la ganadora.

Realmente el primer adversario, el primer obstáculo de la inmensa mayoría de los reporteros en México es la propia empresa para la que trabajan, el propio medio al que prestan sus servicios. Foto: Facebook

Una de las reflexiones que haces en la novela es sobre el valor de la primicia. Tu personaje hace todo para obtener una primicia que él cree que lo va a encumbrar en el periodismo. Y te haces la pregunta: ¿cuánto vale una primicia? A tu personaje le sale muy caro. Tras el homicidio de Javier Valdez, muchos colegas salieron a decir en los medios que no vale la pena arriesgarse por una primicia, que nadie te lo va a agradecer, ni el medio ni la sociedad. Pero cómo resolver esta ecuación de pasión por el periodismo, pasión por la investigación, pasión por la denuncia, si esto implica arriesgar la vida en un país sin Estado de Derecho.

–Mi personaje no es ningún dechado de virtudes, sino que más bien carga a cuestas los defectos de todos los reporteros en sus propias aspiraciones de ganar gloria, ganar premios. Mi personaje más bien es bastante crápula, más que hacer justicia, lo que quiere es ser el héroe de la película. Pero hay casos extraordinarios de reporteros que son verdaderos Quijotes que ofrendan su vida como fue el caso de Javier Valdez, a quien tuve la fortuna de conocer y compartir mesa en algunas ferias de libro. Y el caso de Javier es emblemático porque amén de que estaba demostrado que corría peligro, siguió adelante con sus investigaciones. Creo que eso ya es una decisión personal de cada quien. Si vale la pena o no, pues parece ser que el país lo que te está diciendo es que no vale la pena porque finalmente la moraleja es no ejercer este oficio hasta sus últimas consecuencias. El país no te lo va a reconocer porque de cualquier manera lo que publicaste hoy se va a olvidar muy pronto y no va a cambiar nada. Pero hay gente que está tan entregada, tan atada al oficio que no podría no hacerlo. Así que lo hacen casi por naturaleza, por instinto, porque no se imaginan haciendo otra cosa.

Javier Valdez decía que él le tenía más miedo al Estado que al crimen organizado, pero sabemos que en muchas entidades es imposible aislar a ambos actores. En este sentido, los mecanismos de protección resultan endebles pues los propios encargados de combatir la injusticia, la promueven o toleran.

 –Precisamente eso es lo que más asunta: no poder percibir dónde termina el Estado y dónde empieza el crimen organizado. El problema es que ya hay una especie de amalgama donde se juntan las mismas aguas del crimen con el Estado. No es que le tengas miedo a uno u otro: le tienes miedo a la criatura, al Frankenstein que han formado entre los dos. El gran problema tanto en Ciudad Juárez, Culiacán, Guerrero, Tamaulipas, etc., es que nunca sabes realmente con quién estás hablando, nunca sabes si el policía, si el político con el que estás hablando está vinculado con el crimen organizado. El gran problema es que ya todo parece ser como una misma criatura en donde no queda claro quién es quién, en donde no puedes confiar absolutamente en nadie, periodistas incluidos, porque también los hay, también hay narcoperiodistas.

–¿A qué mundo llegan los recién egresados de periodismo en México en estos tiempos?

Llegan a un mundo de entrada radicalmente diferente al que llegamos los que empezamos a ejercer el oficio a mediados de los años noventa. Cambiaron las reglas del juego: casi todo lo que aprendimos cuando empezamos a teclear nuestras primeras notas ya resulta casi prehistórico. Creo que la opción del internet, de las redes sociales, lo cambió todo. Ahora es el juego enloquecido por ver quién sube el primer tweet, por ver quién gana por dos segundos la nota, aunque la nota no esté comprobada, aunque la nota sea una noticia falsa, aunque no tenga ningún rigor. La cosa es subirla primera y tener más likes, más retuits y llegar a ser una especie de estrella de las redes sociales. Yo doy charla con estudiantes y sigo viendo una constante en el sentido de que muchos piensan en la televisión, en la farándula, eventualmente en las redes sociales, ser una especie de youtuber estrella, de twittero estrella, aunque, desde luego, también veo jóvenes con muchas ganas, muy luchones, con muchas ideas. Creo que, dentro de lo malo, las posibilidades actuales de poder ejercer tu propio camino de vida, tu propio blog, tu propio medio, tu propio canal, es algo con lo que en su momento no contábamos hace 20 años. Si alguien no te da el espacio, bueno, pues finalmente puedes publicar por tu cuenta el gran reportaje que a lo mejor tu medio nunca te dejó hacer. Es un rio muy revuelto en donde pocos pescadores han ganado hasta ahorita. Sigo creyendo que un buen reportaje, una buena crónica, sigue teniendo los mismos elementos de siempre. Quisiera que hubiera más deseo por la paciencia, por el trabajado pausado, por no querer lanzar la noticia sino por saberla escuchar, por saberla deshojar, por saberla interpretar. Como que estamos obsesionados con la primicia, pero una vez que subes un mensaje de Twitter, en media hora envejece y la gente quiere algo nuevo. Es como si la opinión publica fuera un monstruo que siempre quiere más alimento. Esa obsesión de siempre, de ser más popular, no hay un trabajo de profundidad, algo que puedas leer dentro de muchos años y que no pierda vigencia. Un buen reportaje, una buena crónica, es como una gran obra de literaria, no tiene fecha de caducidad.

No poder percibir dónde termina el Estado y dónde empieza el crimen organizado. Foto: Facebook

–¿A qué periodistas admiras?

 A Federico Campbell lo considero un maestro. Admiro profundamente a Sergio González Rodríguez porque creo que nadie como él supo explicar la raíz ontológica, cultural, del crimen y de la violencia. Fue un lector extraordinario con una visión que iba mucho más allá de los altares de la literatura. Admiro por supuesto a Javier Valdez. Creo que su gran mérito fue que puso nombre, historia, sangre en las venas, lágrimas, sudor, a las personas que son carne de cañón, a las personas que en la nota roja representan dos o tres párrafos. Supo contar esas historias, las historias de los niños sicarios, de las viudas, de los jóvenes, le puso nombre a todos los que de alguna u otra forma ha estado postrado en esta guerra. A Jesús Blancornelas, también, quien que supo llevar en alto la lucha por la libertad de expresión.

ENTREVISTA | La dinámica de la autoconstrucción es la solidaridad: Abraham Cruzvillegas

sábado, junio 3rd, 2017

El famoso artista plástico presenta un libro “que no tengo que vender”. Se trata de muchos pareceres en torno a su obra y su persona, a lo largo de 25 años de carrera. La autoconstrucción como eje del debate, desde Gabriel Orozco hasta Tom Morton, son 43 textos imperdibles para atender más a nuestro artista.

Ciudad de México, 3 de junio (SinEmbargo).- Este libro reúne cuarenta y tres textos a propósito de la obra de Abraham Cruzvillegas (México 1968), escritos entre agosto de 1990 y septiembre de 2016, es decir, abarca toda su trayectoria, desde su primera exposición en la galería El Departamento de la Ciudad de México, hasta las más recientes, como la celebrada en 2015 en la Sala de Turbinas de la Tate Modern, Londres o la que durante la edición de esta compilación montó en Regen Projects, Los Ángeles.

Buena parte de estos ensayos, diálogos, artículos y entrevistas se publicaron en otras lenguas en importantes catálogos o revistas de circulación sobre arte internacional, por lo que se vierten aquí por vez primera a la nuestra.

Los hay también que son en cierta medida autobiográficos o, mejor dicho, autoconstructivos, siguiendo el concepto del que deriva la plataforma creativa de Abraham Cruzvillegas: la autoconstrucción, que a su vez, en tiempos recientes, ha dado pie a la autodestrucción y la autoconfusión, enfoques distintos hacia una misma forma de investigación, muy personal, construida con los otros, a partir de los otros tanto como de sí mismo, sean esos otros familiares y amigos, curadores, museógrafos, artesanos, músicos, colegas de profesión.

El lanzamiento editorial vuelve a poner en el centro a este importante artista contemporáneo y pone a la crítica en México en cierto compromiso al saberse que junto con Gabriel Orozco, Gabriel Kuri, Cruzvillegas, entre otros, ha crecido a la par de sus obras.

–Este es un libro de guía para tu obra.

–Sí, unos 25 años tal vez, pues en un compendio de material sobre mi trabajo, porque está pensado como una herramienta probablemente para gente más joven, como un material de investigación para quien quiera aproximarse a mi trabajo. Es un trabajo sobre la obra, hay material muy diverso, hay reseñas, exposiciones, hay textos críticos y textos académicos en el sentido estricto de la palabra que generan líneas de análisis sobre mi trabajo.

–Gabriel Orozco inicia el libro y habla de la importancia de tu padre

–El texto de Gabriel es un artículo que publicó en La Jornada Semanal, sobre la primera exposición individual que tuve en la Galería el Departamento, que llevaba el artista de performance, Carlos Jaurena. Eran obras con reciclas objetos que mi padre había hecho, pinturas y esculturas. Gabriel analiza el vínculo psicoanalítico con el hecho de hacer una obra nueva a partir de destruir la obra de otro, la de mi padre. Hay un gesto creativo, pero al mismo tiempo casi violento. Él habla de la materialidad, cosidad de las obras y mi aproximación a los objetos que mi padre había hecho, sin ese sentimentalismo implícito en la tarea.

Nosotros le enseñamos a la crítica, dice Abraham. Foto: Sandra Sánchez, SinEmbargo

–Unos objetos que tu padre había dejado tirado

–Eran saldos de la obra que él hacía como artistas comercial, que él vendía en cantidades grandes, como objetos decorativos. Él pintaba flores, pajaritos, paisajes, los distribuía en tiendas grandes como ornamentos. Entonces hubo una época en la que él dejó de trabajar en eso, para dedicarse a dar clases en la Universidad, y algunos objetos quedaron abandonados. No tirados, olvidados. Son cosas con las que yo crecí, en algún momento tuve como una epifanía, por decirlo así, para tomar esos objetos y verlos de otra manera. Gabriel tuvo buena opinión en el sentido del arte contemporáneo, que de un cuadro también es una cosa, algo material, un pedazo de madera. Yo me hice así del lenguaje del arte contemporáneo, haciendo una suma que es lo que ha compuesto mi trabajo hasta la fecha. En ese reciclaje que puede volverse parte de una obra de arte.

–¿Llegó a ver esa muestra y todo tu trabajo posterior?

–Sí, mi papá vio casi todas mis exposiciones hasta que se murió, hace unos seis años. Fue un cómplice a nivel afectivo, pero también una persona muy crítica, era un hombre que sabía de hermenéutica, de filosofía…

–Gabriel Orozco te criticó entonces y tú lo puedes criticar ahora…¿Qué te pareció el OXXO?

–La muestra que organizó Gabriel acá tiene un aspecto que no se ha tocado mucho en la crítica, que tiene que ver con develar las prácticas del mercado del arte. Hay gente que se acerca con cierta ingenuidad a una obra, a una pintura, y dice ¿qué hay detrás? No ve lo que tiene enfrente. Acá lo que hizo Gabriel es un ejercicio para mostrar lo que hay enfrente y lo que hay detrás, que es la tienda propiamente, que es una galería. Él hizo un ejercicio casi didáctico, de mostrar, no permitir que las obras, como las quiere el mercado y la crítica, se vuelvan invisibles. Es un ejercicio muy generoso de hacer esta obra transparente. Yo me aproximo a esa generosidad de un modo que quiere ser compartido y por ahí mi diálogo con Gabriel ha sido siempre crítico y en este caso tendrá que ser una crítica en torno a la obra –de todas las obras, no ya la de él- de un modo en el que espectador se hace preguntas. Pueden ser preguntas duras, ¿no? ¿Por qué esto es una obra de arte? Eso es importante.

La autoconstrucción es el eje de mi trabajo. Foto: Sandra Sánchez, SinEmbargo

–Todo el libro está dedicado a la autoconstrucción, ¿cómo definirías eso?

–Hubo un momento en que hice un ejercicio de conciencia sobre la identidad, por el yo. Crecí en una colonia de autoconstrucción, como una cofradía que resulta de la desigualdad de la distribución de la riqueza. Donde hay miseria, donde hay pobreza, y más bien no hay materiales –o el material es la pura necesidad- en ese contexto crecí yo. No le llamaría de pobreza en mi caso, porque tuve la gran fortuna de tener una familia que me enriqueció de otra manera, espiritual e intelectualmente. En ese sentido tomé mi contexto de crecimiento como materia prima para lo que he venido haciendo en los últimos quince años. En el libro de textos sobre mi trabajo hay textos que no están relacionados con la autoconstrucción, son previos a ese momento cuando yo decidí llamarle a todo mi trabajo, autoconstrucción. Sí es como el eje de mi trabajo, cuando hice consciente ese ejercicio de autoconstrucción se volvió natural no para representar casas ni la ciudad ni la colonia, sino más bien la dinámica, que en muchos casos es de solidaridad y colaboración. En mi caso, es una casa que sigue construyéndose, que sigue siendo inestable, como es yo creo la identidad, no es un tema, es una dinámica.

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­–El libro tiene un gran apéndice gráfico, con la mayoría de tu obra

–Es un índice de imágenes, análogo a los textos. Como bien sabes, yo también escribo, pero no me gusta hacer crítica sobre mi trabajo, más bien me interesa hacer preguntas en público. Las imágenes apoyan a esas preguntas. Los textos analizan y la imagen ofrece más preguntas al debate, para acompañar la lectura. Creo que es importante entender el cuerpo del texto, en el sentido de su diferencia. En la presentación que hicimos en la UNAM, hay algo importante, sobre todo los primeros, como el que acabas de mencionar de Gabriel, son textos escritos por colegas. Por amigos artistas. En aquel momento había una gran ausencia de crítica, sobre todo respecto al trabajo que nosotros hacíamos. Incluso había una descalificación sobre nuestro trabajo. Ante la ausencia, nosotros nos pusimos a escribir, creo que eso silenciosamente, de un modo tácito, apunta a la historia de la crítica en México. Después hay un apartado de textos críticos, que son de gente que comenzó a interesarse en nuestro trabajo, pero que no son mexicanos. Hay algunos textos con los que he trabajado, como Clara King, que organizó mi muestra en un Minneapolis.

–Hay un trabajo de Sergio González Rodríguez, recientemente fallecido

–Sí, así es. Él fue quien se interesó en mi trabajo y entonces me acerqué a él, me dio mucha curiosidad. En su momento le pedimos el texto, algo que hablara de mi cultura, mi sociedad, mi momento, una crueldad llevada a un punto que se ha sistematizado. En este país mueren más periodistas en el mundo, en un sentido un tanto mañoso quería que Sergio escribiera sobre eso, para darle un contexto a mi trabajo que a veces puede parecer pero no es arbitrario, ni superficial, ni frívolo. Está anclado en una realidad particular. Sergio, en cambio, decidió escribir un texto filosófico, no sociológico. Un análisis de mi obra en un sentido mucho más ontológico. Y se lo agradezco, porque él desplazó mi mirada hacia algo que yo no había visto. Nuestra amistad se fortaleció y desde el momento que desapareció, prematuramente creo, siento una gran orfandad.

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En la madre de todas las campañas / Le llueve / Huesos en el desierto nacional

martes, abril 4th, 2017

Sin voz autoridades de Chihuahua
Entre más pasa el tiempo y las investigaciones apuntan a los Duarte, más acciones y omisiones que causaron daños en los estados que gobernaron se les encuentran. En el diario Reforma, su columna de trascendidos Templo Mayor, asegura que: “entre las muchas cosas que se llevó César Duarte hay una que resulta increíble, pues dejó sin voz a las autoridades de Chihuahua. O, mejor dicho, las dejó ¡sin voces! A raíz de una investigación por amenazas del crimen organizado contra periodistas, el gobierno de Javier Corral se llevó la sorpresa de que no cuenta con un archivo de voces de criminales, como el resto de los estados. Se suponía que en el gobierno duartista se había comenzado a recopilar ese valioso acervo. Sin embargo, la realidad es que el archivo no existe, pues Duarte lo dejó morir, cosa muy conveniente para la delincuencia, ya que por supuestos problemas con proveedores a los que por supuesto se les pagó -y muy bien- simple y sencillamente no se tienen los registros. Sin palabras”.

En la madre de todas las campañas
Ya iniciaron las campañas en el Estado de México (Edomex) en donde, en principio hay que decir, la alternancia de partidos no ha sido lo fuerte. En Milenio, el periodista Joaquín López Dóriga, escribe que: “finalmente […] con el primer minuto del lunes iniciaron las campañas para el gobierno del Estado de México, antesala del proceso presidencial y principal objeto del deseo al representar un saco de 11 millones 300 mil votos, el mayor del país, más de lo que suman varios estados juntos. El Edomex es singular en la política mexicana por la formalidad de sus actores. No es lo mismo un priista de Oaxaca, Tabasco o Veracruz, que uno mexiquense, donde predomina la urbanidad y el aseo políticos. En casi 90 años nunca ha tenido alternancia de gobierno, aunque sí local donde se ha registrado en 121 de los 125 municipios, y sus opositores dicen que esta es la vencida porque ‘son muchos años’, como si esa intermitencia democrática se diera en forma automática por simple paso del tiempo [..]. Por primera vez ahí se da el caso de siete candidatos, los tradicionales de Partido Acción Nacional (PAN), Partido Revolucionario Institucional (PRI), Partido de la Revolución Democrática (PRD), más los de Partido del Trabajo (PT) y Morena, que van por separado y dos independientes. De arranque, Alfredo del Mazo aparece arriba en las encuestas, donde las distancias se estrechan con la morenista Delfina Gómez, que es Andrés Manuel López Obrador, y la panista Josefina Vázquez Mota. Detrás viene, distante, el perredista Juan Zepeda y mucho más lejos, los demás. El reto de Del Mazo es organizar su campaña, asumirse como jefe y poner el orden y la eficacia de Eruviel Ávila […]. Hoy en la campaña del PRI veo a muchos jefes, muchos especialistas y muchas manos. Vázquez Mota dice que ya aprendió de la presidencial de 2012, cuando la dejaron sola y se dio error tras error y distanciamiento tras distanciamiento. Y Delfina la lleva suave: en los mítines presenta a López Obrador, que es el verdadero candidato, pero a la Presidencia del año que viene. Así que, ya iniciaron las últimas campañas antes de la grande, y el Estado de México es vital para el PRI, para su jefe político y para la presidencial del año que viene”.

A propósito de estos tiempos electorales, en el Excélsior, la periodista Yuriria Sierra, escribe que: “no es secreto todo lo que depende de la elección en el Edomex. […]. El caso es que los mexiquenses tienen sobre el peso de su voto mucho del futuro político del país. Según la encuesta publicada ayer por ‘El Financiero’, el día oficial de arranque, tanto Del Mazo como Vázquez Mota o Gómez tienen las mismas posibilidades de ganar. Aventaja el primero: 32 por ciento contra 26 por ciento de las otras candidatas, pero la oportunidad para cada uno radica en los puntos débiles de sus oponentes […]. Vázquez Mota también irá contracorriente, mientras la Procuraduría General de la República sigue indagando sobre sus padres y hermanos supuestamente involucrados en lavado de dinero […]. Y Delfina Gómez, quien, aunque ha sido la que más ha crecido en los últimos meses, cargará con el peso […] de cada movimiento estratégico […] que haga Obrador. Los tres coinciden en que cada trazo está planeado pensando en el gobierno que se renueva, más que el que despacha en Toluca. Pero, sobre todo, conscientes como nunca de la relevancia que esta elección tendrá de cara a la Presidencial de 2018. […] si en algo ha atinado López Obrador es en decirle a la ciudadanía que, mientras la campaña se lleve a cabo, tienen derecho a recibir todo lo que los partidos están dispuestos a dar. Ahí estoy de acuerdo con él […]. Nadie debe ni puede coaccionar el voto […] lo que nos toca a los ciudadanos es ser fieles al derecho. […]. El Edomex es uno de los territorios del país donde se vive con más miedo, por su alta tasa de delitos del fuero común […] también es la entidad donde las mujeres tienen más miedo de salir a las calles, sólo por ser mujeres: según el Mexfem, en 2016 se registraron 263 feminicidios, 39 ocurrieron en Ecatepec. Es un estado donde lo mismo hay municipios densamente poblados, que localidades donde aún no llega el asfalto a las calles. Los partidos se van a jugar su futuro para 2018, pero los pendientes serán los mismos. Ahí está la clave para el electorado […]”.

También, el periodista Carlos Marín, escribe en Milenio sobre los primeros discursos de los candidatos que buscan dirigir el Edomex y señala que: “en el inicio de las campañas electorales por la gubernatura del Estado de México los candidatos ofrecen… el Paraíso. Ávidos del voto popular, chapotean en el populismo que tanto se le achaca, como privativo, a Andrés Manuel López Obrador, y se pasan de lanzas: De los cuatro prospectos prominentes, lo de menos parece ser el imposible que ofreció la panista Josefina Vázquez Mota con la pifia de ‘cambiar la historia’, por la sencilla razón de que el pasado no admite modificaciones. El perredista Juan Zepeda sostiene que su primera tarea (de la segunda ni hablar) será ‘devolverles la paz a las y los mexiquenses’ pese a que, por más problemas que tengan, solo una obvia minoría vive en guerra. La morenista Delfina Gómez promete aumentar el monto de las pensiones a los viejitos (que desde luego votan). Y las palmas del populismo, ¡vaya sorpresa!, se las llevó el priista Alfredo del Mazo, al comprometer un ‘salario rosa’ ¡a las amas de casa! ¿De dónde sueñan sacar los recursos económicos y humanos para convertir el Edomex en la primera Suecia del Tercer Mundo? Que no marchen, Cortés, no hay tesoro”.

Le llueve
El PRD ya no ve ni como recuperarse, cada día va de mal en peor. En el Excélsior, su columna de trascendidos, Frentes Políticos, asegura que: “Alejandra Barrales, líder nacional del PRD, es testigo de la desintegración del sol azteca. Ayer hubo más perredistas y ex perredistas en el arranque de campaña de Morena en el Edomex que en la propia sede del partido: Andrés Manuel López Obrador, Zoé Robledo, Alejandro Encinas y Luz María Beristain, entre otros. Esta última escribió a Barrales: ‘Voy a participar en la vida política de México como lo he hecho desde hace más de 20 años, desde la izquierda, y quiero mandar un mensaje muy claro: No voy a renunciar al PRD’, y desde ahí, dijo, apoyará a Morena. La estructura partidista se resquebraja ante la mirada impávida de su líder”.

Así mismo, en la columna de trascendidos Trascendió de Milenio se asegura que: “tras la salida del senador Miguel Barbosa del PRD, hay integrantes de la bancada, que encabeza ahora Dolores Padierna, que ya reclamaron a la dirigente Alejandra Barrales su pésima operación en este conflicto, que se le salió de las manos, pues solo repite que más vale poquitos convencidos que muchos simuladores. Hasta sus compañeros la ven carente de discurso y argumentos y le reprochan que eso no resuelve la fractura que generó su decisión”.

Huesos en el desierto nacional
En La Jornada, el periodista Julio Hernández López, escribe que: “el priísta Alfredo del Mazo Maza […] se pinta de rosa. En una entidad caracterizada por un elevado número de feminicidios y una sostenida agresión cotidiana a las mujeres […]. La panista Josefina Vázquez Mota advierte que será una cabrona y asegura que combatirá ferozmente la corrupción, aunque ella misma no es capaz de explicar de manera satisfactoria por qué recibió, para una fundación que preside, más de mil millones de pesos […]. La morena Delfina Gómez anuncia, por su parte, el aterrizaje en suelo mexiquense de las propuestas redentoras de Andrés Manuel López Obrador, con el Grupo Texcoco deseoso de ejercer el verdadero poder tras el eventual trono femenino. Y el perredista Juan Zepeda ha propuesto un plan de trabajo especialmente dirigido a las mujeres, incluso con un día de asueto al mes, para que las trabajadoras lo dediquen a asuntos personales. Es la temporada de las promesas. […]. Promete, que algo queda (en votos) es la consigna de los políticos en acción. Y reparte (algo) que a fin de cuentas los ganadores se quedan con la mayor parte. […] el PRI regala hoy lo que le pidan […], con tal de asegurar las cuotas de voto que le permitan obtener su futuro. Morena […], reitera su recomendación de pragmatismo con final cívico feliz: acepta lo que te den, pero luego vota por quien quieras […]. […] Sergio González Rodríguez, por ejemplo, noveló, reportó y documentó porciones del México violento e injusto, sin que lo sustancial haya sido realmente atendido […] dio visibilidad a los patrones de asesinatos masivos de mujeres en Ciudad Juárez, mediante su memorable crónica periodística ‘Huesos en el desierto’ […] González Rodríguez […] ayer falleció […]. La realidad mexicana […], sigue nutriendo las narraciones, publicadas o no, de los asesinatos impunes de mujeres, de la violencia institucional, de las complicidades de los aparatos de procuración y de impartición de justicia, de los huesos en el desierto nacional, con políticos usando el rosa para seguir el teñido de rojo, con campañas, candidatos y elecciones en el círculo perfecto de la continuidad del sistema”.

Crean en Chihuahua un “corral” informativo
¿Cómo se puede encabezar una protesta contra los asesinato a periodistas y a la par contribuir a “crear” las noticias que más convienen a un gobierno? En El Universal, su columna de trascendidos Bajo Reserva, asegura que: “la cosa es sencilla, decía un famoso eslogan de antaño. Así, de manera sencilla, el gobierno del panista Javier Corral resolvió el problema de la existencia de medios críticos: creó su propio medio de comunicación. Don Javier decidió que sería una buena idea tener un portal y un semanario impreso que publicara las noticias que a él le gustan. Austero, como dice ser, cargó a los impuestos de los chihuahuenses la plantilla y operación de Cambio 16 de Chihuahua. Dicho medio ha sido señalado por comunicadores locales como un intento del gobierno de don Javier de ‘estandarizar’ la información en el estado. Así, si la realidad no es como él dice, pues peor para la realidad. Bienvenido al ‘corral’ informativo”.

Retroizquierda
No hay buenos augurios para la izquierda en México. Ya los analistas ha dicho en reiteradas ocasiones que no es pesimismo, pero no existe un partido que realmente sea la oposición del PRI. En el Reforma, el antropólogo y sociólogo Roger Bartra, escribe que: “es una desgracia que, ante la inmensa corrupción del PRI […] la izquierda no parezca estar preparada para convertirse en una alternativa. […] La ferocidad de las luchas intestinas en el PRD provocó la salida de los populistas, que fundaron Morena, pero el proceso deterioró profundamente al proyecto socialdemócrata. La corrupción del programa reformista se manifestó claramente cuando el Presidente del PRD, un socialdemócrata convencido como Agustín Basave, se vio obligado a renunciar. Desde entonces la izquierda reformista se encuentra sumida en el desasosiego y todo indica que ha perdido el rumbo. Por su lado, […] el populismo ha entrado en un peculiar retroceso hacia posiciones típicas del viejo PRI. […]. En cuanto se definan los contendientes seguramente cambiará el panorama, especialmente si el candidato populista continúa, como es previsible, cometiendo disparates y derramando con profusión lo que hoy llamamos posverdades. […] el problema central del populismo mexicano es que su líder se caracteriza por albergar ideas blandas dentro de una cabeza dura. […] Pero esa blandura no es el reflejo de un programa sensato sino solamente la señal de un gran vacío ideológico. El mejor ejemplo es su propuesta central: imagina ilusamente que acabará de cuajo con la corrupción, y con el ahorro que ello genere impulsará un desarrollo económico y social sin precedentes. […] Por otro lado, la degradación del reformismo se acaba de manifestar en su incapacidad para entablar una alianza amplia con el fin de enfrentar al priismo que gobierna  […] en el Estado de México. […]. Tenemos en México hoy una retroizquierda que oscila entre el ocaso del reformismo y la decadencia del populismo […] hay quienes tienen la esperanza (o el miedo) de que en las elecciones del 2018 por fin triunfe eso que cada vez parece menos de izquierda. […]. Quiero sin embargo introducir un granito de optimismo: no hay que descartar que algún día surjan mutaciones políticas creativas en la izquierda […]. Pero por lo pronto es probable que un novedoso proyecto de izquierda quede relegado en los sueños de quienes todavía creen que es posible un socialismo democrático moderno”.

El regalito
En El Universal, el periodista Carlos Loret de Mola, escribe que: “en la recta final del año pasado le llegó al Instituto Nacional Electoral (INE) uno de esos regalitos de Navidad que uno nunca quiere recibir. Se lo mandó el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. El regalito traía, a manera de cariñosa tarjeta, los rostros sonrientes de Andrés Manuel López Obrador y Ricardo Anaya. […]. Los dirigentes nacionales de Morena y PAN han usado los spots de sus partidos para promover su propia imagen e impulsar sus aspiraciones presidenciales. Ante las quejas […] el Tribunal determinó que no había nada ilegal en el uso que hacían de los spots del partido, pero instruía al Instituto […] a que defina lineamientos para regular a los dirigentes partidistas en su uso de los anuncios en radio y televisión que corresponden por ley a los partidos que encabezan. […] Entre enero de 2016 y enero de 2017, Anaya se despachó con más de 907 mil spots y López Obrador con más de 681 mil, según datos del INE. […] el Tribunal pidió que los consejeros del INE tomaran en cuenta la centralidad del sujeto, la coherencia narrativa y la direccionalidad del mensaje. […]. Los encargados de tan clara tarea son los consejeros que integran la Comisión de Radio y Televisión del INE […]. Hace aproximadamente un mes el consejero Baños circuló un primer proyecto que buscaba meter en cintura a los dirigentes que usan los spots de su partido para su beneficio personal […]. Los demás consejeros y los partidos políticos se la regresaron con comentarios. […] El asunto está entrampado porque hay consejeros, como Baños, que quieren restringir la presencia de los dirigentes en los spots mientras que hay otros, como Nacif, que sienten que no hay modo de evitarlo y más regulación derivaría en más quejas presentadas. En la misma tónica, hay partidos interesados en dejar manos libres a sus dirigentes […] y otros en los que existen contrapesos porque hay varios aspirantes presidenciales que piden cancha pareja y no quieren que solo uno abuse de los spots […]. En la era de los 140 caracteres, la rebatiña es por esos 30 segundos de aire”.

El escritor y periodista Sergio González fallece a los 67 años; el medio lamenta su partida

lunes, abril 3rd, 2017

El diario Reforma, medio donde colaboraba como columnista, informó que el deceso del periodista ocurrió esta madrugada en un hospital al sur de la Ciudad de México.

-Información en desarrollo

Ciudad de México, 3 de abril (SinEmbargo).– Sergio González Rodríguez, escritor y periodista mexicano, falleció este lunes a los 67 años a consecuencia de un infarto.

El diario Reforma, medio donde colaboraba como columnista, informó que el deceso del periodista ocurrió esta madrugada en un hospital al sur de la Ciudad de México.

González Rodríguez escribió sobre los feminicidios en Ciudad Juárez, las decapitaciones y usos rituales de la violencia de los grupos criminales. Situación que originó que fuese víctima de una agresión física que le causó una cojera.

Sin embargo, nunca perdió su enfoque de denuncia, lo que quedó evidenciado en su último libro, “Los 43 de Iguala”.

Sergio González Rodríguez fue reconocido con el Homenaje Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez, esto en el marco de la edición 29 de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara FIL. Foto: Archivo Cuartoscuro

Una feria del libro pausada y reflexiva concluye hoy en Guadalajara

domingo, diciembre 6th, 2015
El flamante Premio FIL en Lenguas Romances puso el dedo en la llaga y denunció la banalidad de nuestros tiempos. Foto: FIL

El flamante Premio FIL en Lenguas Romances puso el dedo en la llaga y denunció la banalidad de nuestros tiempos. Foto: FIL

La FIL entrañable, las de las mil caras del libro, la que expande y asienta las bases de la industria editorial, concluye hoy en Guadalajara. Fueron días donde el debate literario le quitó el protagonismo que la política había ganado en las últimas ediciones, una especie de río calmo por donde navegaron los libros junto a sus autores, demostrando que las letras todavía tienen algo que decir en este mundo atolondrado.

Guadalajara, Jalisco, 6 de diciembre (SinEmbargo).- El reconocimiento al escritor y periodista Sergio González Rodríguez, quien hoy a la tarde recibirá el galardón que lleva el nombre de Fernando Benítez y la presentación a cargo de Elena Poniatowska de la novela de Alain Paul Mallard, Nahui versus Atl (Turner), que recrea la relación tormentosa entre el pintor Gerardo Murillo y la poeta Carmen Mondragón, se destacan en la nutrida programación de hoy en la FIL.

Se trata del último día de la 29 edición que inició el 28 de noviembre pasado con la cesión del Premio FIL en Lenguas Romances al catalán Enrique Vila-Matas, quien abrió el debate literario con un discurso devastador en el que decretó el fin de la literatura, un tesoro con el que soñábamos cambiar el mundo, pero que no llegó al futuro, según el autor de Baterbly, Doctor Pasavento y El mal de Montano, entre otros.

“Pensaba que en las novelas por venir no sería necesario dejar la aldea y salir al campo abierto porque la acción se difuminaría en favor del pensamiento. Con una confianza ingenua en la evolución de la exigencia de los lectores del nuevo siglo, creía que en el indescifrable futuro la novela de formato decimonónico –que se había cobrado ya sus mejores piezas– iría cediendo su lugar a los ensayos narrativos o a las narraciones ensayísticas, y quizás incluso cedería el paso a una prosa brumosa y compacta, estilo Sebald (es decir, muy en el modo en que Nietzsche hacía de la vida, literatura), o estilo Sergio Pitol, el de El mago de Viena, con ese tipo de prosa compacta en la que el autor disolvía las fronteras entre los géneros, haciendo que desaparecieran los índices y los textos consistieran en fragmentos unidos por una estructura de unidad perfecta; una prosa a cuerpo descubierto, la prosa del nuevo siglo”, se lamentó el autor en el discurso de aceptación del premio.

A su lado, casi atónitos y en silencio sepulcral, lo escuchaban el presidente de la FIL, Raúl Padilla López, la directora Marisol Schulz, el titular del CONACULTA, Rafael Tovar y de Teresa, el flamante Premio Cervantes, Fernando del Paso y el alcalde del DF, Miguel Ángel Mancera, entre otros.

Una salud precaria y una mente brillante: los 80 años de Fernando del Paso. Foto: FIL

Una salud precaria y una mente brillante: los 80 años de Fernando del Paso. Foto: FIL

Precisamente, el autor de Noticias del Imperio y Palinuro de México, quien en el marco de la FIL recibió un homenaje, marcó la impronta de una inauguración donde ganó cuerpo el debate literario más que el político, una característica que perduró a lo largo de todas las jornadas.

En el primer día, cientos vivaron a Fernando del Paso, un autor entrañable, de vestuario estridente y lengua afilada, quien en el encuentro librero donde Reino Unido fungió como invitado de honor, optó por dejarse querer y mantener en reposo su conocido discurso crítico contra las autoridades mexicanas encabezadas por el Presidente Enrique Peña Nieto.

Pero hablar de Del Paso es referirse a un león herbívoro que cuando tiene oportunidad denuncia “la decadencia” del México actual, tal como lo hiciera en una entrevista para el periódico Zeta, de Tijuana.

Del Paso, que ya prepara el discurso que emitirá cuando reciba el Cervantes en Alcalá de Henares el próximo 23 de abril, presentó en la FIL su reciente libro, Amo y señor de mis palabras, editado por Tusquets, participó en la entrega del Doctorado Honoris Causa a Elena Poniatowska en la sede de la UDG y en un homenaje al recientemente fallecido Hugo Gutiérrez Vega.

REINO UNIDO, AL ROJO VIVO

El Reino Unido, como país invitado de honor a la feria, fue una presencia viva y activa ofreciendo numerosas actividades en un stand que no estuvo a la altura de las circunstancias. Diseñado por los  arquitectos Kevin Carmody y Andrew Groarke, los pasillos rojos y minimalistas del Pabellón Cultural Británico parecían expulsar a los espectadores más que invitarlos a entrar.

Fue una especie de túnel victoriano enclavado en el centro de la Expo Guadalajara, sede tradicional de la FIL, que dio albergue a la numerosa delegación que entre músicos, artistas plásticos y escritores, dieron cuenta de la inabarcable cultura inglesa contemporánea.

El pabellón del Reino Unido, una estructura incomprensible. Foto: FIL

El pabellón del Reino Unido, una estructura incomprensible. Foto: FIL

Entre todos ellos, sobresaliente fue la participación de Salman Rushdie, el perseguido autor de Los Versos Satánicos, quien en su intervención –presentado por el mexicano Pedro Ángel Palou- hizo una encendida defensa de la ficción y del territorio de lo fantástico en la literatura.

“Hablo de la ficción fantástica que consiste en agregar varias dimensiones a la realidad para enriquecerla y no para escapar de ella, hablo de la ficción que inserta la fábula en lo real para hacerlo más verdadero”, dijo Rushdie, quien en Guadalajara lanzó mundialmente la versión en español de su reciente 2 años, 8 meses y 28 días, editada por Planeta.

Es de hacer notar que el ámbito de prestigio que proporciona la Feria del Libro, la segunda en importancia del mundo después de Frankfurt, mostró a los autores famosos en actitudes mucho más disponibles que las evidenciadas por ejemplo en el pasado Hay Festival de Xalapa, donde tanto Vila-Matas como Rushdie se hicieron inolvidables por su mal carácter y despotismo.

En el espacio del Reino Unido se presentó la reproducción de obra pictórica y fotográfica de los acervos de diferentes museos como el National Mritime, Royal College of Art Animation films, Freud Museum London, Museum of Knots an Sailor´s Ropework, Helicopter Museum y el Headhunters Barber Shop & Railway Museum, entre otros.

La novedad aquí estuvo dada en que el público tuvo la oportunidad de llevarse postales con la obra de los museos, algo que los espectadores de la FIL hicieron con avidez. No hacían más que surtir los anaqueles con las fotografías, para que estos quedaran vacíos al instante.

Otra presencia rutilante del universo británico fue la del afable y siempre encantador Irvine Welsh, quien resulta ya un viejo amigo de la casa cuando de México se trata. El autor, que vive en Chicago, presentó su reciente novela La vida sexual de las gemelas siamesas, participó en una iniciativa destinada a destacar el género del cuento en la literatura contemporánea y mantuvo una charla pública con nuestro Guillermo Fadanelli, entre otras muchas actividades que encabezó durante su larga estada en Guadalajara.

También otorgó una entrevista exclusiva a SinEmbargo en la que entre otras cosas dijo que escribir era un acto físico y al mismo tiempo un ejercicio de honestidad donde el autor se ve imposibilitado de ser otro que no él mismo.

Welsh, en entrevista con SinEmbargo. Foto: Arturo Campos

Welsh, en entrevista con SinEmbargo. Foto: Arturo Campos

Curiosamente, la entrevista salió publicada el día en que las agencias internacionales confirmaban que se haría Trainspotting 2, con el elenco original liderado por Ewan McGregor.

Sin embargo, Welsh parecía desconocer este hecho, pues toda vez que fue interrogado al respecto, se limitó a contar que había participado de una especie de workshop en Escocia, donde se reunieron McGregor, el director Danny Boyle y otros miembros del equipo de la película, para saber si se llevaban todavía bien como para encarar la segunda entrega. “Sí, nos llevamos muy bien”, confirmó el también autor de Porno.

Muy celebrada fue la participación de Philippa Gregory, la escritora de la realeza y una declarada feminista que en diálogo con Hernán Lara Zavala mostró su “gratitud” por participar en la FIL Guadalajara.

Gregory se dio a conocer por su novela La otra Bolena, que trata sobre la hermana de Ana Bolena y sus flirteos con el rey Felipe IX, y que le mereció el Premio a la Mejor Novela Romántica en 2002.

LA POLÍTICA, A UN SEGUNDO PLANO

Si en 2013 Israel había puesto patas para arriba en encuentro librero más importante del continente y al año siguiente la intensidad argentina hizo de la Expo Guadalajara una fiesta permanente entre gritos y palabras altisonantes, características propias de los desbordados habitantes de dicho país sudamericano, en esta edición cundió la emblemática flema británica.

En un ambiente reconcentrado de amor a los libros y a la palabra, no hubo espacio para que los políticos tanto locales como internacionales que se han hecho habitués en las últimas ediciones, robaran protagonismo a la literatura.

No faltaron, por supuesto. Entre todos destacó el ex alcalde de Los Ángeles, Antonio Villaraigosa, quien llamó a Donald Trump un payaso que ni siquiera llegará a ser candidato a Presidente por el Partido Republicano, al tiempo que hizo campaña fomentando el voto latino en las próximas elecciones estadounidenses.

Antonio Villarraigosa y Salman Rushdie en la FIL. Foto: FIL

Antonio Villarraigosa y Salman Rushdie en la FIL. Foto: FIL

“El voto latino es trascendental, si no votamos los políticos nunca sufrirán las consecuencias del racismo y la discriminación. En 2016, serán muchos más los latinos que emitirán su voto, pero todavía falta, falta mucho. Hay muchos más jóvenes, más pobres y falta educación y todos ellos creen que su voto no vale, pero eso no es cierto, necesitamos el voto para cambiar las cosas. California es azul, demócrata, precisamente porque nos organizamos los votantes latinos para transformar la situación”, dijo.

Los políticos nuevos, salidos del sentir ciudadano más que de las anquilosadas estructuras políticas, como el caso del joven diputado jalisciense Pedro Kumamoto o el ardiente Gobernador de Nuevo León, Jaime Rodríguez “El Bronco”, también transitaron los pasillos de la FIL, así como tampoco faltó la Ex Primera Dama Margarita Zavala, quien en un corto diálogo con la prensa acreditada refrendó sus deseos de ser Presidente de México.

“Voy a buscar la Presidencia de la República y sé lo mucho que se puede hacer por este país, la transformación que requiere, la capacidad que tiene esta nación para llegar a un lugar mucho más alto. Sé lo que vale México, conozco todos sus rincones y sé que tengo la capacidad y estoy preparada para llevar a este país a la transformación que necesitamos. Hasta la boleta no paro”, afirmó la esposa de Felipe Calderón Hinojosa.

Margarita Zavala dijo en la FIL que quiere ser presidente de México. Foto: FIL

Margarita Zavala dijo en la FIL que quiere ser presidente de México. Foto: FIL

NADA MÁS CONMOVEDOR QUE JONATHAN FRANZEN

El que nunca será olvidado y por el contrario de él se hablará cada vez que se conmemore la 29 edición de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara es el estadounidense Jonathan Franzen.

Como adalid de la nueva literatura contemporánea, propositiva, riesgosa, humana y moral, el autor de Las correcciones y Libertad, desmintió la imagen opaca y contrariada de la que había hecho gala en 2013, cuando fue invitado a abrir el Salón Literario y recibir la primera medalla conmemorativa Carlos Fuentes (1928-2012) de manos de la viuda del escritor, la periodista Silvia Lemus.

Pero si el joven escritor de Illinois se destacó este año por su afabilidad y simpatía, más lo hizo por sus encendidos conceptos acerca de la vida moderna y la lúcida crítica que realiza en torno el auge de las redes sociales que, según su visión, “están cambiando el propio concepto de humanidad”.

"La amistad ha sido el centro de mi vida y el de mi literatura", ha dicho al recordar a David Foster Wallace. Foto: FIL

“La amistad ha sido el centro de mi vida y el de mi literatura”, ha dicho al recordar a David Foster Wallace. Foto: FIL

No fue tanto cómo lo dijo, que lo dijo muy bien, sino lo que dijo en términos de dejar reflexionando a todos los que tuvieron el privilegio de escucharlo.

“Si ya sabemos todo de todos, ¿qué es la intimidad?”, se preguntó el autor. “¿Qué va a pasar con la literatura si la noción de ser humano se transforma radicalmente merced al influjo de las redes sociales? Si una persona deja de ser una persona y se convierte en un avatar de sí mismo, eso cambia las reglas de todo”, advirtió el autor de la reciente Pureza, la novela que todos debemos leer este año.

HABLEMOS DE BÉISBOL

De béisbol, cine y literatura quiso hablar el flamante Premio Princesa de Asturias, el cubano Leonardo Padura, pero no pudo cumplir cabalmente su propósito, puesto que las nuevas relaciones carnales entre su país natal y los Estados Unidos resultan tema excluyente sobre el que a menudo debe pronunciarse el aclamado autor de El hombre que amaba los perros.

Escribo para responderme preguntas, dice Leonardo Padura en la FIL. Foto: FIL

Escribo para responderme preguntas, dice Leonardo Padura en la FIL. Foto: FIL

Así, con respecto al nuevo estatus de la relación entre los Estados Unidos y Cuba y cómo influirá en su literatura, dijo el autor que habrá que esperar. Por lo pronto, su esposa lloró cuando se reconstituyeron las conversaciones entre ambas naciones y su madre, de 87 años, atribuyó el hecho a un milagro de San Lázaro, un santo muy venerado en Cuba.

“No dejo de soñar, pero me siento muy satisfecho por lo que he logrado. Una parte importante de lo que he logrado se lo debo a mi trabajo, porque he sido siempre un escritor empecinado y todo lo que conseguí a mi trabajo se lo debo”, dijo el también autor de Herejía.

¡Y NOS VISITÓ RAÚL ZURITA!

Aquejado por el Mal de Parkinson y bendecido como siempre por el don de la más alta poesía y el buen gusto, el legendario Raúl Zurita fue la figura más destacada de la delegación chilena que conmemoró en Guadalajara sus 25 años de poderosa y activa presencia en la Feria Internacional del Libro.

El enorme poeta sudamericano, nacido hace 65 años en Santiago de Chile, se reunió con sus lectores en el Salón de la Poesía, donde con voz honda y susurrante, narró y hasta por momentos gritó sus versos lacerantes.

Raúl Zurita, el amado poeta chileno. Foto: FIL

Raúl Zurita, el amado poeta chileno. Foto: FIL

“No hubo necesidad de interactuar con el público. La sesión se inició con un poema y de igual forma cerró con las palabras de otro. Al terminar su lectura el poeta fue correspondido por una ola de aplausos enérgicos que no parecían acabar. Se dio por terminada la sesión y, de nuevo, otra ola de aplausos se alzó ante la mirada tranquila y agradecida de un hombre que ha visto, sentido, escuchado y pensado mucho.

No fueron pocos quienes llegaron con él a pedirle autógrafos en sus libros de poesía. Y cada uno de esos lectores aprovechó la cercanía con el autor para relatarle de forma breve cómo había influido su obra en su vida”, cuenta la crónica del departamento de prensa de la FIL.

FUE UNA FERIA PARA LA LITERATURA

Homenajes a Hugo Gutiérrez Vega, a Julio Scherer (con la presencia estelar de Carmen Aristegui, sin dudas la más aplaudida en la FIL), a Fernando del Paso (un deslucido ceremonial donde sobraron varios discursos y sonaron huecas muchas palabras de los discursantes) y a Gabriel Vargas, éste último por parte de los caricaturistas, dieron el tono de solemnidad con que anualmente la Feria del Libro honra su larga historia.

Rafael Barajas El Fisgón y Arturo Kemchs fueron los encargados de revivir a la Familia Burrón, en el marco del Encuentro Internacional de Caricatura e Historieta, para recordar los cien años del natalicio y los cinco años de la muerte de su autor.

La fiesta de los libros, el amor por las palabras. Foto: FIL

La fiesta de los libros, el amor por las palabras. Foto: FIL

El pasado de los moneros, pero también el presente con todo el vigor representado por los anfitriones Jis y Trino, quienes ejercitaron un jam histórico para celebrar la visita del chileno Alberto Mont y del argentino Liniers.

Precisamente, el creador de Macanudo se reveló como un rockstar medio sordo que tiene tres serios problemas con la música: ritmo, melodía y armonía, a la vez que se consideró el más humilde de los argentinos, que nadie es más humilde que él, porque él, Liniers, es “súper humilde”.

El Doctorado Honoris Causa para Elena Poniatowska por parte de la UDG, la presencia portentosa de Juan Villoro, en su visita número 25 a un encuentro de libros que el autor de El testigo gusta ver como un verdadero trasatlántico de la industria editorial más que como una celebración de la verdadera literatura.

El cordial Élmer Mendoza firmando ejemplares de su reciente Besar al detective, donde vuelve con todo a las historias del Zurdo Mendieta, el mole de todos los arroces que es Benito Taibo, con esa elegante generosidad que lo caracteriza; los poetas jóvenes: la increíble Xitlálitl Rodríguez y su flamante Jaws, que presentó en Palíndromo, un bar oscuro de su tapatilandia natal.

Mapping, del regiomontano Óscar David López; El corazón de los otros, de Paula Jiménez España, Rabia de vida, de Julia Santibáñez: ese arte profundo de la poesía que, al decir del cubano español Richard Blanco, “lo lleva a uno a un lugar más profundo”.

Lydia Cacho y su propuesta de dar en la vida los mejores golpes, que son los que posibilitan la inteligencia, puesto que “si se usa la violencia para defender algo desde el inicio tienes la batalla perdida”, dijo ante un público que la escuchaba arrobado y ante el que habló de su oficio periodístico y de cómo salió delante de cosas tremendas.

Lydia Cacho, conmovedora ante un público que la adoró. Foto: FIL

Lydia Cacho, conmovedora ante un público que la adoró. Foto: FIL

La convocatoria al Premio Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco, la catrina para Paco Calderón, el concierto de Frank Turner en el escenario montado al lado de la Expo Guadalajara, como parte del programa musical del Reino Unido.

Jorge Volpi con Las elegidas: ópera, novela y película. La humildad lúcida del español Antonio Muñoz Molina, la fuerza de la literatura centroamericana, al fin la literatura brasileña que comienza a calar hondo en la FIL.

Jean Meyer, Gabriel Orozco, Javier Marín, Pablo Ortiz Monasterio, Alejandro Magallanes, Rogelio Cuéllar: los visuales entre los cultores de las letras.

Como diría Raúl Zurita: “hacerse pedazos por un minuto de felicidad”, como el que seguramente hubiera experimentado el escritor argentino Ricardo Piglia –quien hoy atraviesa serios problemas de salud- al saberse homenajeado por los jóvenes y talentosos editores de la revista sonorense Pez Banana, que dedicó un número especial al entrañable autor de Plata Quemada, Respiración Artificial y Blanco Nocturno, entre otros.

“Escritor que ha desarrollado una obra de primer orden, figura imprescindible de nuestro tiempo, entremos juntos a la cueva del último lector. Encendamos una luz que no se apague mientras dure la oscuridad”, propone el director Iván Ballesteros Rojo en el editorial.

Todo esto demuestra que si la literatura murió, el cadáver todavía está caliente y parece que respira.

Gracias, FIL 2015, por regresarnos a las letras, de las que nunca tendríamos que habernos ido. Hasta el año que viene.