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LECTURAS | Maten a Darwin, de Franco Félix, elegido por Emiliano Monge

sábado, diciembre 29th, 2018

Maten a Darwin es una desmesurada selva narrativa, desquiciadamente minuciosa y total. Caballo de Troya lanzó un concurso en que el editor por este año iba a ser Emiliano Monge. Este es uno de los libros elegidos.

Ciudad de México, 29 de diciembre (SinEmbargo).- Los descendientes de Charles Darwin están obsesionados con encontrar la fórmula de la vida eterna. Sin embargo, y paradójicamente, al ser el resultado de una unión incestuosa, el linaje del famoso evolucionista parece destinado a desaparecer. Además, deben enfrentar el odio de los dos más grandes enemigos de Darwin: Dios y los herederos de Patrick Matthew, un sabio en maderas que se adelantara varios años a Charles en postular la teoría de la selección natural.

Precisamente Dios -o un conquistador espacial disfrazado de Dios- ha llegado a la Tierra. Pero Joseph Ratzinger no permitirá que nadie usurpe su poder. ¿Podrá evitarlo? ¿Podrá vencer a Dios, quien se ha aliado con Bruce Willis, la reencarnación de Emiliano Zapata y la última heredera de Darwin?

Una desmesurada selva narrativa. Foto: Especial

Fragmento de Maten a Darwin, de Franco Félix, con autorización de Caballo de Troya/Penguin Random House

Fenomenología (1)
18701

Los primeros ladrillos espirituales del fin del mundo cayeron, es verdad, cuando Charles Darwin y su prima Emma Wedgwood decidieron unirse en matrimonio, derribando así el extraño edificio de la civilización. Es verdad también que de esta relación endogámica vinieron al mundo diez pequeños desgraciados que no pudieron prolongar su linaje por la imprecación genética que se origina al fornicar con un familiar cercano.

A pesar de la suspensión ancestral, el viejo Charlie estaba convencido de que los seres humanos debían defender, a toda costa, el compromiso que habían adoptado al nacer: el raro impulso de preservación de la especie. Por eso copulaba frenéticamente, gobernado por un deseo insaciable que lo conectaba con el origen de las especies, con su cansada esposa Emma. Porque quería cambiar el curso biológico de las cosas. Eso sí, también hay que decirlo, era un adicto sexual. Su personalidad se atrofiaba, perdía color, no podía concentrarse si no penetraba dos veces al día a su consorte. Una con amor. Otra con saña. Pueden pensar, si quieren, que el hombre fornicaba religiosamente al amanecer y poco antes de dormir, porque el acto del sueño implica una cama de por medio. Pero se equivocarían. El excéntrico Charles, conocido como el Asesino de Dios, se hundía en el erotismo a las horas más extrañas y en los lugares más estrafalarios de su residencia en Kent, la famosa Down House,2 ubicada al sudeste de Londres. A veces expoliaba a Emma de sus tiernas actividades y la poseía sobre la mesa de billar, o encima del piano, o en el invernadero, o en el brazo de un roble que él mismo había plantado en su jardín décadas atrás. Cuántas flores, en la corola, detentaban el viejo y árido semen del naturalista. El perfume de la venganza, el olor dulzón de una pequeña y secreta guerra que inauguraba el viejo contra la naturaleza.

Sus estudios se enfocaron, como dice la Historia, en la construcción precisa y noble de la ciencia moderna. Eso también es verdad, que pasó muchos años queriendo demostrar que todos los seres vivos en la Tierra tenían un pasado común y que habían evolucionado hasta alcanzar este punto descollante del siglo XIX. Eso es cierto, pero lo que no saben los eruditos es que el hombre repudiaba veladamente la idea central de la ciencia y aborrecía sus propias teorías de selección natural. En su desesperación filial, había adoptado el espiritismo de manera sigilosa, aunque en cartas y documentos se presentaba a sí mismo como un escéptico de las ciencias ocultas. De manera oficial se había pronunciado a favor de la biología moderna, pero en sus laboratorios secretos desarrolló experimentos que atentaban contra la misma naturaleza, a la que ahora guardaba rencor por la imposibilidad de que sus hijos pudieran tener sus propios hijos. Buscaba, como muchos otros filósofos y pensadores de la época, el gran premio místico: la inmortalidad.

Es decir, quería patear el trasero de la muerte antes que nadie.

Ah, pobre Charles Darwin, preso de la sexualidad y el amor irracional que tenía por su prima Emma, no pudo advertir el error carnal ni hacer mucho para detener la condena genética, la maldición que había caído sobre sus retoños: todos sus hijos, o bien fallecieron en el amanecer de sus vidas, o nacieron deformes, o no pudieron continuar el linaje porque la paternidad les fue arrebatada. Qué dolor y cuánta injusticia para una celebridad que había cambiado el paradigma de la ciencia. Qué ironía y qué tristeza sentía la robusta Emma, esa máquina de bebés en la que se había convertido por el incontrolable apetito sexual de su marido, el semental podrido. El pecado, decía ella, se ha pronunciado en nuestra contra, Charlie. Y aunque se mostraba más bien frío ante las acusaciones y fantasías de su amante, en soledad el viejo Darwin se sentía prisionero de la confusión y de la culpa.

La culpa, el mecanismo de responsabilidad que activa todas las obsesiones, originó un nuevo plan científico, un programa descabellado que nunca nadie pudo adivinar: dedicó todas sus energías a la búsqueda de la fuente simbólica de la juventud. Porque añoraba la expiación de sus deslices carnales: se prometió a sí mismo que antes de morir encontraría la forma, por más oscura y lúgubre que fuera, de conceder la posteridad y el futuro a sus hijos infértiles.

Así, atormentado y contrito, formó un grupo de investigadores, filósofos y naturalistas para encontrar la fórmula real de la vida eterna. Se reunió en las sombras con el más entusiasta y hostil de sus enemigos para echar abajo su propia teoría: hizo las paces con Patrick Matthew, un sabio en maderas para la construcción de barcos que se había adelantado ocho años en proponer la teoría de selección natural en su libro Madera naval y arboricultura,3 escrito en 1831. El rencor no era poco, porque Darwin se llevó todos los honores de la Royal Society junto a Alfred Russel Wallace a mediados del siglo.

Patrick, sin medallas ni gratificación, perdonó.

Pero Matthew era más bien sombrío y estaba seducido por las ciencias oscuras. Anhelaba con su negro corazón la catástrofe y confirmaba en la hipótesis de su publicación, que pasó más o menos desapercibida, que la calamidad ecológica había sido la responsable suprema del proceso evolutivo. Cada tanto, exponía, la Tierra debe resetearse. Encubierto, asistía regularmente a sesiones espiritistas en las que exigía la presencia fantasmal de Nostradamus y otros profetas famosos. Quería establecer una fecha exacta para la humanidad y su infalible enfrentamiento con la extinción.

Darwin, oculto también bajo una capucha, una noche invernal y de augurios mentales, descubrió a su colega (y acérrimo enemigo hasta entonces) en la misma mesa espiritual. Al finalizar la asamblea psíquica lo abordó. La idea, aunque peligrosa, era limar asperezas con su viejo adversario. Empezaría, sin duda, con una disculpa.

—Viejo Patrick, relaja tus puños.4 Hablemos.

—¡Descaro! Cualquier cosa que salga de tu tramposa lengua estoy seguro de que yo la dije antes, así que no me sorprenderá lo que tengas que expresar.

—Seamos amigos, sialorreico.5

—Escucha esto, anciano. Tú y yo jamás seremos amigos.

—Lo arruiné, Patrick. Lo arruiné.

—¿Qué?

—Hay algo más. Lo sabes.

—¿De qué demonios estás hablando, senil? Ya enfermaste de la mente.

—Sé por qué estás en estas reuniones.

—No. No lo sabes.

—Debes perdonarme, esto va más allá de nosotros.

—Habla claro. Moja tu lengua en vino.

—Podemos vencer a la naturaleza.

—Aclárame esto. Quizá no entendí tu libro. ¿No se supone que la famosa Naturaleza se impone y que hace de las suyas, que no podemos superar su capricho?

—La Naturaleza es una embustera.6 Y, por lo tanto, podemos pasar de ella. Te necesito, buen Patrick, necesito enmendar mi error. ¿Y quién mejor que tú para corregir el camino que llené de lodo? Escucha lo que tengo que decir. Reúnete conmigo en Down House.7 Haremos Historia. La reescribiremos, más bien.

—Tengo una condición, viejo maldito.

—Patrick, soy diecinueve años más joven que tú.

—¿Quieres escuchar mi condición o no?

—Dime.

—Mi nombre aparecerá primero que el tuyo.

—La teoría Matthew-Darwin. ¿Te suena bien? No lo sé.

—¿Aceptas o no? Ya dime.

—Está bien. Aprieta mi mano, Patrick Matthew.

—Eres tan fuerte como un roble, vejestorio.

En la enorme mansión de Charles, consentidos por un festín organizado por Emma y con las barrigas hinchadas, crearon el Gran Laboratorio Clandestino. La magia inmortal dio su primera pisada en el mundo. Pasaron toda la tarde bebiendo té con las camisas desabotonadas. Más adelante, fundarían el Concilio Fenomenológico de la Vida Eterna. Darwin sólo quería que sus hijos vivieran mucho más, que rebasaran la implacable condena hereditaria impuesta por su sexualidad. Matthew, por su parte, tenía ambiciones más sencillas: quería ser testigo del fin del mundo.

Eso también es verdad.


1 Ciento cuarenta y cuatro años antes de la Gran Guerra Semiótica.

2 Es temprano para reconocer la ironía en las primeras páginas de este manuscrito, pero el nombre de esta casa, adquirido por estar ubicada en la localidad de Downe, al sureste de Inglaterra, contiene algunas coincidencias con el desarrollo de la trama que converge junto a ésta. Primero, porque uno de los personajes emparentados con Charles Darwin tiene síndrome de Down, como se verá más adelante. Y, segundo, porque yo, el narrador de esta parte de Fenomenología, también lo padezco. Es decir, el síndrome. El síndrome de Down. Eso. Lo padezco. Padezco síndrome de Down. Soy narrador y tengo síndrome de Down. Pero alguien más les hablará de mí. Sigamos.

3 Este científico aventajó a Darwin y Russel por casi treinta años. Uno de los textos hallados en el apéndice de esta investigación dice: “Hay una ley universal de la naturaleza que tiende a hacer que cada reproductor sea el más adecuado a su condición en su clase, o que la materia organizada es susceptible de parecer destinada a modelar las facultades físicas y mentales o instintivas, a su más alta perfección, y para continuar así. Esta ley sostiene al león en su fuerza, a la liebre en su rapidez y al zorro en sus artimañas”. Por otro lado, en 2014, año de la Gran Guerra Semiótica, un sujeto llamado Mike Weale desarrolló un sitio web llamado The Patrick Matthew Project, un rincón virtual dedicado a la difusión de la obra naturalista y adelantada de este escocés. En la página se pueden encontrar los estudios, fotografías y una miscelánea. Además de una compilación de cartas entre este sujeto y Darwin.

4 El viejo Patrick, cuando se enojaba, tensaba los brazos y apretaba los puños. La mayoría de sus amigos y colegas podían identificar sus rabietas mirando el movimiento apenas perceptible de los hombros, los cuales vibraban frenéticamente debajo del abrigo.

5 Esta palabra se deriva de “sialorrea”, una condición médica que también es conocida como hipersalivación o ptialismo y que se distingue por la secreción permanente y excesiva de saliva o baba de quien la sufre al hablar. Darwin no dijo “sialorreico” sino “bespawler”, una palabra acorde a su tiempo. Matthew escupía todo el tiempo a sus interlocutores. No sólo eso. La mayoría de las veces debía volver a transcribir sus investigaciones, cubriéndose con un pañuelo, porque sus hojas terminaban humedecidas y la tinta chorreada.

6 La frase exacta que utilizó Charles fue: “Nature is a hornswoggler”. El término hornswoggler corresponde con los insultos victorianos de aquella época.

7 De nuevo. Ironía. Ya se verá.

Maldición Naigu
20128

Es cierto, casi todos los pacientes de Puerta de Hierro llegamos aquí movidos por el deseo. Algunos, los más jodidos de la cabeza, experimentan el placer cavernario de ver culos por la calle y no pueden contenerse. Atacan. Llego a comprenderlo. También he padecido gluteofilia. Ah, es verdad. Incluso las nalgas de las gordas me parecían deliciosas. Iba por la calle con mis gafas y ahí las veía, empinadas, duras, levantadas como una rampa, como una pista de aterrizaje. Amo las grupas, sí, como todos estos enfermos mentales que están aquí adentro. Pero ésa no es mi pulsión. Se me para el pito a la menor provocación, los testículos se ponen duros, mancillados por la presión de la libido, por esa fuerza demoniaca que desea estallar y está contenida por el escroto, aunque no por tropezar con traseros ejemplares. No. A mí me enciende otra cosa:

Una nariz con el dorso convexo. Una nariz ganchuda. Una nariz hecha mierda.

Hiervo. Mis poros se abren. Me ofrezco a la perdición. Me entrego al juego del amor. Cuántas chicas he poseído. O más bien, cuántas narices. Todas con una personalidad distinta. Largas, tiesas, ganchudas, duras, enormes. Pero mis preferidas siempre serán las torcidas. Las que apuntan hacia un lado. Ninguna me ha ofrecido los verdaderos placeres: quiero penetrar las fosas nasales. Mi pene es corto pero grueso. No cabe. Y ninguna de mis amantes ha permitido que lo intente. He visto chicos hippies con expansiones en las orejas. Esto es posible en la nariz, estoy seguro. Tomar las enseñanzas de los hippies. Expandir esas cavidades en el rostro de una mujer, me permitiría cumplir mi mayor sueño: eyacular el seno frontal.

Seguro piensan: “Este chico está confundido. Su obsesión por las narices destapa otra fijación de orden sexual. Su apetito de narices está cubierto por su deseo del falo. Es un maricón”. Pero no serían los primeros en sugerirlo. Ya antes de Freud, los médicos pensaban que las narices eran el espejo de tus órganos reproductivos. Sí. Una nariz amplia y grasosa hablaba muy mal de tu higiene genital. Y bueno, no hay que ser tan severos con los anatomistas del siglo XIX, pues la nariz se inflama cuando viene la excitación. De verdad, muy pocos lo notan. Todos miran su verga enhiesta, se acicalan, la toman y amenazan a su interlocutor sexual. Ah, el viejo truco de apretar el pene para que aumente su grosor y que las venas se marquen. Todos miran su pene, en medio del éxtasis, confiados de su virilidad, ofreciendo la monstruosidad como una moneda de cambio. Yo, por el contrario, voy al espejo y miro mi nariz. Ésta se inflama, crece. El ritmo cardiaco aumenta aceleradamente y la presión arterial se dispara. A veces, cuando esto se sale de control, los vasos sanguíneos más delicados en las fosas nasales estallan. Una fiesta de sangre y semen. Mezclo las sustancias en mis manos y dibujo dos líneas debajo de mis ojos como si fuera un mariscal de campo. Qué feliz soy.

***

Debo empezar por lo obvio. Yo también tengo una nariz hecha mierda. Es como el adefesio de una papa. Aunque, en términos semánticos, debemos analizarlo: la fealdad de la papa es normal en su universo tuberculoso. Por lo que una condición defectuosa en el mundo de las papas tendría beneficios estéticos en nuestra concepción de la belleza. Así que no, no es como el adefesio de una papa. Es más bien como el rey de las papas, el ápice decorativo, barroco, de las papas. El emperador de las papas. En las verdulerías, mi nariz sobresale por su nobleza.

Su Majestad (le puse este mote de cariño) es brutal, asquerosa, repulsiva. Aprendí a aceptarla con el tiempo. Es verdad que ahora alardeo de su fealdad. Pero antes me deprimía. No soportaba la sombra narigona que marchaba a mi lado. Tomé un curso en línea en una página llamada YourNoseDoesNotExist. Había que seguir una serie de pasos:

1. Cubra su cara con las manos. Vaya al espejo. Destape su nariz y preséntese. “Hola, yo soy (aquí va su nombre) y te veo. ¿Cómo te llamas?” El primer nombre que imagine. Dígalo en voz alta. Sin titubeos.

2. Responda: “Hola, (aquí el nombre de la nariz). Yo te acepto como un ser vivo más en la Tierra”. Aquí, descubra su rostro. Y continúe: “Ahora que eres igual a mí, te libero, vete, márchate. Ve hacia la nada”.

3. Salga a la calle, con una sonrisa. Encare a las personas que se encuentre en el camino. Mire sus narices. Verá lo raras que son también.

4. Si es posible, si su vida lo permite, rompa sus espejos en casa. ¿Qué importa lo que piensen los demás? Su nariz es extraña, como todas. No tiene por qué estarse viendo. Olvídese de ella, su nariz se ha ido para siempre. Ahora sólo hay un terreno baldío en medio de su cara.

5. Haga ejercicio y olvide su nariz. Su nariz es importante para respirar y todo eso pero no le dé tanta importancia. Vaya al cine y vea a sus actores preferidos: uno que otro tiene una nariz para deprimirse y vea cuán alto ha llegado.

6. Procure no utilizar su sentido del olfato. Pruebe los frutos y reconozca las flores con la lengua, no se queje de las flatulencias, ni de las propias ni de las ajenas, estornude con la boca, etcétera.

7. Mantenga una correspondencia con su nariz. Envíele cartas. Aunque ésta no responda, siga escribiendo, todas las veces que pueda. Llegará un día en el que, como con cualquier relación perdida, se dé cuenta de que ella ha desaparecido y que debe continuar su camino.

8. Salga a la calle otra vez. Mire las narices de la gente con un poco de melancolía pero agradecido de haber vivido gratas experiencias junto a ese noble órgano. En su memoria la alegría del pasado se repetirá. Será feliz.

El manual, como cualquier instructivo de superación personal, se vino abajo en el tercer paso. Sin embargo, gracias a esta tonta iniciativa, conocí a Su Majestad. Aplaudí el esfuerzo de YourNoseDoesNotExist y su idea sobre animar los órganos marginados del cuerpo. El horror que puede provocar un objeto es inversamente proporcional a sus posibilidades de existencia. Los fantasmas existen (como fenómeno psicológico) porque en la habitación oscura hay un cobarde que se persigna. Que teman a mi nariz, me dije, que desvíen sus miradas, ningún súbdito goza los privilegios de sostener la mirada a su rey.

***

Como Naigu, el personaje de Akutagawa, empecinado en hallar un iluminado narigón en el budismo, yo busqué, entre las fotos que arrojó mi búsqueda en Google, a los mejores escritores que ha tenido la literatura universal. Llevaba, al menos, cuatro años escudriñando, analizando las formas, las longitudes, la amplitud de sus narices y creí haber encontrado un patrón: los mejores narradores poseían una nariz desafortunada, como Naigu y como yo. Así que, embriagado de la posibilidad de encontrar algún día mi propia voz narrativa gracias al tubérculo que tengo en medio de mi rostro, decidí continuar mis pesquisas con el apoyo económico de una organización que tiene los mismos anhelos que yo: la ADN, una institución millonaria de alcance global. Fui encontrado por un cazatalentos que me invitó a conocer esta socieda secreta. Comparto mis obsesiones con cientos de miles de compañeros.

Bueno, debo volver sobre mis pasos. Tiendo a perderme con las digresiones. Veamos. Estoy en esta ciudad, es decir, en el manicomio de esta ciudad, efectivamente, por una nariz. No femenina. Sino por una nariz como un pene. Una nariz masculina y divertida. Una nariz literaria. Fui enviado por mis camaradas de la Alianza de la Dignidad Naigu para incorporar a un miembro que mereció la atención de todos los militantes en la Tercera Gran Reunión de Reclutamiento de la ADN, celebrada en Madrid hace unos meses. Cada año, en estas asambleas, debemos proponer tres candidaturas: un trío de personajes con bastante reconocimiento popular para incorporarlos al movimiento de regeneración del orgullo narigón. Uno de mis candidatos fue aceptado por unanimidad. Es mi responsabilidad invitarlo a la adhesión.

Estoy obsesionado con la nariz de un genio loco: Bardel.1 La forma de su nariz me enloquece. Es sublime. Pero detengan ese pensamiento. Deténganlo de una vez. No estoy atormentado por el régimen fálico. Sólo estoy haciendo esto por la organización. Vine hasta acá para convencerlo y ya. No tengo ningún interés sexual o romántico. Esto es serio. El tipo me parece excepcional, su narrativa es comprometida, inteligente y acorde a su tiempo. Pero nada de eso me sorprende tanto como su tabique nasal ligeramente desviado. Forzosamente debe recoger más oxígeno por la fosa izquierda. Sé lo que piensan, que la cocaína elige su agujero favorito. Y es verdad. Me encanta la cocaína y también tengo una fosa nasal preferida: Mary-Kate. La otra tiene por nombre Ashley. Correcto, como las gemelas Olsen. Aspirar siempre por un lado para activar ciertas zonas del cerebro es muy común, es una práctica habitual entre conocedores. La mayoría de los novatos tiene miedo. Buscan la simetría del dolor. Si se meten una línea por la derecha, tienen que meterse otra por la izquierda. Dos, pues dos. Tres, tres. Nosotros no. Bardel y yo no. Tres, seis, por la misma fosa. Mary-Kate es una aspiradora, es gruesa y escamosa, está depilada con el ácido de la coca. Cuido a Ashley por si un día necesito respirar. Nunca se sabe.

***

En la ADN hay distintas categorías. En lo más alto de la pirámide jerárquica se encuentra el Vlad Khalel Nasalis, el guía Naigu y gran fundador de la alianza. Nadie conoce su nombre real, pero todos llevamos un pequeño retrato suyo. Su nariz ganchuda es enorme, toca los bordes de la fotografía. Luego están los representantes del Máximo Consejo Sinus Frontalis, los hombres más sabios que hay sobre la Tierra, quienes dictaminan el curso de la organización. Ellos mismos aprueban o no las iniciativas de los representantes de cada país. Luego, cada nacionalidad tiene su propia estructura. Los Patrocinadores son los más reputados. Se trata de un selecto grupo de grandes empresarios que defienden y promueven los intereses Naigu, operan, dirigen y orientan las partidas de colonización nasal. El sistema es intrincado. No tiene sentido que reparemos en él, ni hagamos un paseo minucioso por la escalada de la federación.

Yo soy un Naigu Sinhueso. No es el último estribo en la ADN. Todavía hay subordinados: los becarios, mejor conocidos como los Meatos. Tengo un par a mi disposición. Los maltrato cada vez que puedo. Es decir, lo hacía. Cuando estaba afuera de este maldito manicomio. Sé que volveré a salir. Su Majestad puede oler la libertad. Huelo una transformación en el futuro próximo.

Mis actividades están diseñadas para engrosar el Gran Mensaje Naigu. Acá están los publicistas, los actores, los artistas, los comunicadores, los escritores, etcétera. Y así nos llaman: Sinhueso. Porque somos el órgano articulador del recado nasal. Nuestro trabajo es seducir a los más grandes exponentes de los medios de la comunicación oral y escrita. Somos bastante buenos, casi nunca fallamos. Pero a veces hay complicaciones. No todos parecen entender el valor de una nariz deforme.

El gran enemigo del Naigu Sinhueso es, en definitiva, el escritor de peso. Hay sujetos que intentan escribir, aunque se les ha negado por naturaleza, incluso cuando no son escuálidos. Dejémoslo claro de una vez: un escritor no puede (no debe) ser gordo por ninguna razón. No hay excusas. Los gordos no deben escribir. Pero lo siguen haciendo. La culpa es de Chesterton, ese maldito marrano. Han acumulado confianza suficiente para publicar sus obscenas vidas en papel. Y lo peor es que llegan a ser reconocidos en la comunidad. Sus narices gordas no deberían ser aceptadas, ni bien vistas, en la ADN. Tendré que informarlo a mi representante al volver a casa. Cuando vengan por fin a buscarme.

Para acercarme a Bardel asistí a algunas presentaciones de libros. Ya tengo varios amigos escritores que se dicen cercanos a él. Hasta el momento nadie me ha invitado a conocerlo. Todos son íntimos camaradas, pero nadie sabe con exactitud en qué dirección se ubica su estudio. Me llevaron, por el contrario, a platicar con el más reconocido crítico literario, Max Lamberti, el especialista en temas bardelianos. Me presenté como escritor y pedí ser escuchado. Tenía un proyecto importante que necesitaba ser valorado por una eminencia literaria. Después de una intensa charla sobre literatura, me pidió que le contara cuáles eran mis intereses en torno a Bardel, para darle paso y dirección a tópicos sobre el autor.

Es un error la honestidad. Le expliqué, de entrada, que había dos tipos de escritores. Los buenos y los malos. Los malos eran guapos, los buenos tenían una nariz desproporcionada. Le conté que necesitaba conocer a Bardel para convencerlo de su complejidad fisiológica. Le expliqué la naturaleza de los Naigu. Recuerdo la conversación con precisión.

***

—… percibimos, sin esforzarnos, las pequeñas, casi imperceptibles, variaciones en el perfume feromónico. Somos como bestias entrenadas. Castigadas, condenadas a percibir. Somos lo más parecido a esos absurdos renacuajos que en las novelas de amor llaman seres sensibles. El amor llega a nosotros por las fosas nasales. Bardel también es un Naigu… Es primordial que esté enterado. No hay nada más interesante que una nariz kantiana como la suya.

—¿Habla usted en serio? Debe estar bromeando.

—Las narices kantianas se reconocen por adquirir un valor de autocelebración. Una nariz consciente de su fealdad eleva su advenimiento moral a un grado estratosférico. Se trata de la ética de la nariz, que no escasea en autoexamen… permítame, usaré mi calibre para medir la suya. Tal vez sea un miembro poderoso en la organización. La ADN puede alistarlo, no hay muchos críticos literarios en… tenemos aquí cuatro centímetros, vaya…

—¿Qué carajos hace?

—Sólo trato de determinar su valor humano…

—¡Salga de mi casa! ¡Largo de aquí, lunático!

—Max, le pido que no se altere. Disculpe.

—Usted es un idiota. Su teoría caducó hace doscientos años.

—El tiempo es relativo. Si presta atención, Max, puede oler los segundos. Abra bien esas fosas nasales, apuesto a que caben los pulgares sin ningún problema.

—Deje mi nariz en paz. Y váyase de mi casa. Se lo suplico.

—Deme una oportunidad más.

—No quiero. Sólo váyase.

—Permítame echar un vistazo a este libro. Luego me iré.

—Ah, la Gran Enciclopedia…

Aproveché la distracción. Sí, la Gran Enciclopedia Larousse, tomo 5, Fre-Inf. Con ella le di en la cara. Sus gafas de pasta se partieron en dos. Cayó sobre una mesa de centro, clavándose un pequeño duende con gorro puntiagudo en las nalgas. Sabía demasiado, no podía dejarlo ir. Intenté montarlo sobre una silla, pero fue imposible. Su gordura era inmanejable. Así que lo transporté despacio, girándolo por el suelo hasta el comedor, donde lo envolví con cinta adhesiva de embalaje. Me acabé los tres rollos que el sujeto tenía en su estudio. Hice una obra de arte. Resolví mis afecciones del pasado. Cumplí mi fantasía, mi primera escultura. Una crisálida literaria palpitaba bajo el caucho transparente. Qué excitado estaba. Fui al baño, limpié el espejo, coloqué la fotito de Vlad Khalel Nasalis y me masturbé largo rato. No hay recluta más incondicional.

***

Me descubrieron esa misma noche. Nuestro amigo en común me atrapó con las manos en la masa. Es decir, no masturbándome, sino con el gordo envuelto en cinta canela mientras lo alimentaba. Fue verdaderamente vergonzoso. Debí imaginar que Lamberti y mi amigo tenían un romance. No lo vi venir. Abrió la puerta con su juego de llaves y la escena que presenció debió horrorizarlo porque no intentó ayudar a su amante. Sólo huyó despavorido gritando por la calle “¡Auxilio! ¡Un loco ha secuestrado al más grande crítico literario del país! ¡Socorro! ¡Que alguien ayude a Lamberti!” Para cuando llegó la policía yo apenas había podido liberar la enorme cabeza del crítico, quien no dejaba de asegurar que estaba completamente loco y que se encargaría de hundirme en el hospital psiquiátrico. Y así lo hizo. Parece que el tipo tiene bastante influencia, porque los policías ni siquiera me llevaron a la estación. Me trasladaron directamente a Puerta de Hierro, donde me tienen aislado en una habitación blanca.

No tengo idea de cuánto tiempo llevo en este lugar. Ni tampoco sé si me están buscando mis amigos de la ADN. El doctor Thomas me asegura que pronto podré salir al patio si prometo no acariciar la nariz de nadie. Trataré de hacer contacto en la primera oportunidad. Ya me han quitado la camisa de fuerza. Ahora sólo debo concentrarme y no pensar en tocarme pensando en la nariz de Vlad Khalel Nasalis o la de Bardel o, incluso, en el hermoso espécimen que tiene mi enfermero en el centro de su cara. Concentración, Morrison. Concentración. ¿Ya dije que me llamo Morrison?


8 Dos años antes de la Gran Guerra Semiótica.

1 El más grande genio literario de ciudad *****. Es autor de los libros: Éste no es un tatuaje, Yo soy el verdadero Thomas Pynchon, Dolor de cabeza en Bagdad, La guanteleta de Freddy Krueger y una docena de títulos más.

Mi nombre es *****
20132

Play:3

Es Navidad en Los Ángeles, California. No cae nieve, pero el cielo se desploma. Es un pesado copo de carne. Se destroza sobre una patrulla. Es el cuerpo de Marco, uno de los trece terroristas que han secuestrado el edificio Nakatomi Plaza.4

Antes de eso, el tranquilo edificio no daba señales de haber sido expropiado por los saboteadores. Minutos atrás, la central de policía recibió un llamado histérico pidiendo auxilio, pero fue tomado a broma, así que enviaron a uno de los peores elementos, un gordo antojadizo que todo el tiempo está tratando de ocultar su glotonería al comprar una docena de Twinkies en el minisúper explicándole al encargado, asombrado por la cantidad de pastelillos, que las golosinas son para su ficticia esposa embarazada.5

Ya en el aparcamiento del Nakatomi, el zampabizcochos es engañado por el hombre en la recepción que resulta ser uno de los secuaces. Avisa por radio que efectivamente ha sido una falsa alarma, una broma de mal gusto. Se irá por ahí, de seguro, a comer los pastelitos en un parque solitario.

Sin embargo, en una de las plantas más elevadas se encuentra un héroe, un detective malhumorado que busca la manera de notificar al glotón allá abajo en su patrulla que el edificio ha sido tomado por unos europeos rubios de cabello largo. La operación comunicativa entre el interior y el exterior, entre arriba y abajo, entre héroe y pusilánime, es una atrocidad: arrojar a una persona (a Marco) desde el piso 30 para llamar la atención del policía. Ha funcionado a la perfección. La cabeza del mensaje humano entra en el parabrisas. Los refuerzos están en camino.

Aunque nadie allá abajo lo resolverá. Nadie detendrá a los delincuentes que atemorizan al personal de Nakatomi Corporations. Nadie, no, excepto un hombre descalzo, en camiseta interior: John McClane.1

El policía neoyorquino vencerá, con su ingenio y un arsenal infinito, a los canallas que han raptado a su mujer y a sus compañeros de trabajo. Caerán uno a uno (es decir, morirán, no serán lanzados por la ventana desde lo alto): Karl, Franco, Tony, Theo Alexander, Marco (él sí), Kristoff, Eddie, Uli, Heinrich, Fritz, James y Hans Gruber,2 el líder, un malnacido que se ha atrevido a compararlo con Rambo y Chuck Norris.

Pausa.3

El hombre4 detiene la película, se levanta sobre el sillón y deja caer su cubo con palomitas. El refresco se derrama en la tela negra, hace un surco que alcanza la alfombra donde luego se acumula y deja una mancha oscura. Sube el volumen en su pantalla de 57 pulgadas.

Play:

¡Yippie ki yay, mother fuckers!

Luego una explosión. Se sabe la película de memoria. Repite los diálogos. Es especialmente efusivo cuando duplica la voz de Bruce Willis. Se lanza sobre la cama, da vueltas, se oculta detrás del respaldo de su sofá. Apunta, dispara con su pistola imaginaria. Enfrente, en la enorme pantalla, se desvanece la maldad y triunfa el amor.

Está fatigado, echado bocarriba, mirando de lado el lienzo negro que deja escapar los créditos del filme. Suspira, acaricia el control remoto, los contornos de cada botón, las estrías que hay entre cada columna y cada fila del mando. Sube aún más el volumen de la pieza musical que acompaña los textos en blanco: “Gruber’s Departure”.

Súbitamente se abre la puerta. Se trata de un sujeto alto, calvo,5 con los ojos completamente negros, sin pupila. No es como él, normal, su fisiología es distinta, parece una mantis religiosa con mejores articulaciones. Sostiene el picaporte con los tres dedos que posee.6 A pesar de su extraña fisonomía, de ser un alienígena alargado, su enfurecimiento es bastante claro.

—¡Haz callar esa maldita música!

—Lo siento, jefe.

—Deberías estar dormido. Mañana es tu lanzamiento.

—Es verdad, cuánto lo siento. Bajaré el volumen.

—Apaga esa mierda y lee la Biblia.

—Pero, jefe…

—Sin peros, señor *****. Es la única manera de conquistar ese planeta.

—Estaba pensando…

El bicho cierra la puerta, no le interesan las boberías. El tipo normal se reincorpora, apaga el televisor. Enciende una lámpara en su escritorio y abre la Biblia. Empieza a leer. Abre su parte favorita, el Apocalipsis:

Y miré cuando Él abrió el sexto sello, y se produjo un gran terremoto. El sol se puso negro como tela de cilicio; la luna entera se puso como sangre, y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como una higuera arroja sus higos tardíos cuando es sacudida por un fuerte viento. El cielo fue apartado como un pergamino enrollado, y toda montaña e isla fueron removidas de sus lugares. Los reyes de la tierra, los grandes, los comandantes, los ricos, los poderosos, todo esclavo y todo libre se escondieron en las cuevas y entre las peñas de las montañas, y decían a las montañas y a las peñas: “Caed sobre nosotros y escondednos del rostro del que está sentado sobre el trono y de la ira del Cordero. Porque ha llegado el gran día de su ira, y ¡quién podrá permanecer de pie!”

Lo intenta. Trata de imaginarse el mundo en llamas y de despertar en él una hermenéutica que explique los símbolos en su lectura. Sabe que ha de conquistar el planeta Tierra con la Palabra, porque los hombres son seducidos siempre por los discursos de corte espiritual. Entiende todo eso, pero ama el cine. Y lo único en lo que puede pensar es en Duro de matar, parte uno. ¿Quién podrá permanecer de pie? El maldito John McClane.

¡Yippie ki yay, mother fuckers!


2 Un año antes de la Gran Guerra Semiótica.

3 Una mano coloca el disco compacto en la bandeja de carga del DVD y presiona el botón que tiene impreso un símbolo que indica la reproducción y la pausa. Un triángulo equilátero cargado a la derecha junto a dos barras paralelas. El ángulo del vértice toca los ejes mientras que la base mira hacia la izquierda. Sobre el aparato está la película Die Hard. La portada tiene a Bruce Willis, todavía con cabello, aunque con entradas prominentes, sosteniendo su arma Beretta 92F frente al pecho y con un edificio estallando al fondo. Esta pistola, la B92F, es la favorita del personaje John McClane y fue utilizada en las tres primeras partes de la saga. Aunque después, en la cuarta parte, Live Free or Die Hard, el detective asesinará a sus enemigos, dirigidos por el cerebrito malévolo Thomas Gabriel, con la pistola SIG-Sauer P220R, una semiautomática suiza, desarrollada por Schweizerische Industrie Gesellschaft y que seguro indica un cambio de paradigma en su personalidad. Ya no es el mismo hombre que quiere rescatar a su esposa. Ahora está divorciado de Holly M. Gennaro McClane. La vida es bastante dura para los calvos.

4 El edificio original sobre el que se grabó esta película es un rascacielos de treinta y cinco pisos diseñado por el arquitecto William Pereira en Los Ángeles, California. En la actualidad contiene las oficinas de la 20th Century Fox y ha aparecido, además de en este filme de Willis, en películas como Airheads de Michael Lehmann, Speed de Jan de Bont, Motorama de Barry Shils y Fight Club de David Fincher. En esta última cinta, como en Die Hard, el edificio es destruido por bombas. En la primera son los terroristas anticapitalistas quienes lo echan abajo y vencen al sistema y en la segunda son terroristas también, pero son pateados en el trasero por el detective John McClane.

5 No hay información sólida sobre esto. Es decir, no es posible aseverar que los pastelillos fueran para su esposa embarazada. Cabe la posibilidad, no podemos ser tan severos con el sargento All Powell (así se llama el personaje interpretado por el actor Reginald VelJohnson). Lo que sí podemos hacer es sospechar de la afirmación hecha por él en la tienda de conveniencia. El veredicto juega en su contra: su declaración es falsa. Esto es comprobable si observamos la segunda parte de la saga: Die Hard 2. El policía vuelve a aparecer brevemente en una escena de la secuela: toma de acercamiento al escritorio desordenado. Además de oficios, una estatuilla de hipopótamo, una extraña figurita de acción y varios papeles acumulados, hay media docena de Twinkies amarillos. Sus dedos gordos intentan desempacar uno cuando suena el teléfono. Responde. Cambio de escenario. John McClane llama desde el aeropuerto, lleva un suéter de color gris y dice: “Saca ese Twinky de tu boca y toma un lápiz”. Confiemos en la intuición de McClane.

1 Ya hemos establecido quién es John McClane. Véase la nota 2 supra.

2 Este villano es, sin lugar a dudas, uno de los antagonistas más elegantes de Hollywood. Además, la comunidad de fanáticos de la saga admira a este personaje porque decidió dar un gran golpe corporativo en épocas navideñas, demostrando que se puede ser un mayor hijo de perra en épocas de paz y armonía.

3 De nuevo el dedo. De nuevo el botón con el triángulo y las barras paralelas.

4 Este hombre es el dueño anatómico del dedo que presiona el botón.

5 Calvo, pero no del tipo Bruce Willis en sus siguientes aventuras fílmicas. No es un calvo carismático y seductor. No es un tipo que decidió rasurarse la cabeza para evitar que sus entradas expresaran lo inevitable, la caída del cabello. El calvo que elige rasurarse la cabeza toma el control de su calvicie y la convierte en un modo de vida. Este tipo de calvos se elevan y se desprenden de la imposición genética, la orilla de queratina que le heredaron sus padres y sus abuelos, los calvos de mierda. No. Este calvo es calvo como lampiño, como la piel de un pez. Su cráneo es húmedo y brillante, como el costado de un bagre o una anguila.

6 Algo tiene este sujeto además de su cabeza repugnante. Una deformación que consiste en la ausencia de algunos dedos y metacarpianos del eje central de la mano. O bien, una ectrodactilia, una enfermedad que no permite el crecimiento de estos mismos dedos de la mano. Esta anomalía en las extremidades resulta en un agudo parecido a las pinzas de algunos crustáceos marinos. Esto mismo tenía en los años treinta Grady Stiles, mejor conocido como el Chico Langosta, que se ganaba la vida exhibiendo el defecto en un circo ambulante llamado Freaks. Stiles, además de ser mitad hombre, mitad decápodo, era bastante fuerte y violento. Se casó un par de veces y tuvo cuatro hijos. En 1978 asesinó a Jack Lyne, novio de Donna, una de sus hijas, porque ésta se quería casar y dejar el tiránico hogar. Aún se desconoce cómo es que pudo disparar el arma si la pinza apenas cabía en el guardamonte. De alguna manera jaló el gatillo. No quepa duda. El hombre crustáceo no pisó la cárcel porque no había celdas específicas para su condición. Grady continuó con su alcoholismo y sus agresiones, por lo que en 1992 alguien le metió tres tiros en la cabeza. Su esposa Teresa y otro familiar contrataron a un joven sicario para que hiciera el trabajo sucio por 1 500 dólares.

Congreso cósmico
20077

Vestidos de blanco, los diez estudiantes avanzados del Centro de Estudios Arcanos del Yoga meditan con los ojos cerrados en posición de loto completo. Todos viajan al centro de su espíritu y conviven en paz. Allá adentro, en la oscuridad y la calma de un universo inmaterial, imaginan que sus cuerpos se desvanecen, se desintegran, parte por parte, molécula por molécula, y viajan a la velocidad de la luz. Después, ese grupo de partículas de cada individuo se extiende en espiral hacia la nada. Allá, en el espacio de la mente, transitan las energías más evolucionadas. Distintas almas de otros estudiantes adelantados en el arte de la meditación atraviesan los confines del enorme cosmos mental. Los diez colegiados del CEAY reconocen el punto de reunión. Sus ánimas tienen distintos colores e intensidades y se van acumulando en una zona establecida con anterioridad. Llega el último de los pupilos, una sustancia violácea con pequeñas fibras alargadas de escarlata brillante. Están completos. Los colores son dinámicos y chispeantes, forman un círculo luminoso en medio de las estrellas. Sólo esperan la llegada del maestro. Las entidades se tambalean, se mecen como pequeñas llamas extravagantes a punto de apagarse.

—Oigan, chicos, ya no aguanto. ¿Cuánto dura este congreso?

—pregunta la masa rutilante de color morado que llegó al final.

—¡Calla, Roberto! ¡Concéntrate, tú puedes! —lo alienta el verde cálido.

—¡Acabas de llegar, Bobby! ¡Deja de molestar! —opina el amarillo con tonos dorados.

—¡Silencio, ahí viene nuestro maestro, puedo percibirlo! —amenaza el azul añil que se estremece y acentúa su brillo. Es perfecto.

Los diez vibran con fuerza. Y en medio del círculo se percibe una rasgadura, un pequeño orificio que va creciendo hasta convertirse en un agujero dimensional. Atraviesa desde el mundo terrenal el maestro Prabupada Kuppu, un fulgor blanquecino grueso, una llamarada albina que irradia el espacio psíquico hasta el más abismal de los rincones. Otros grupos de meditación perciben su llegada. Los alumnos avanzados se sienten orgullosos. Roberto se emociona y centellea, dejando escapar tonos rosas por la conmoción.

—¡Bienvenido, maestro Prabupada Kuppu! —dicen en coro.

—Gracias, chicos. Lamento la demora. Algo me ha caído mal.

—Debió ser el betabel, maestro, no tenía un buen color —interviene sardónicamente la entidad morada con guinda y descargas cafés.

—Es posible, Carlos. Si desaparezco repentinamente, aprendices, deben poner atención al gran maestro Swami Sivananda Tercero. No podemos dejar pasar ningún detalle de la lección de hoy. Ha llegado la hora, pupilos, de iniciar la Campaña de Limpieza del Alma Universal. Bien, no perdamos tiempo, nos esperan los demás. Vengan a mí.

Arde apasionadamente y gira sobre su eje, absorbiendo a las otras sustancias coloridas como un huracán místico. La masa psicodélica tiembla y se modifica. Se erige una figura humana transparente que deja ver su esqueleto colorido, las venas radiantes de azul, amarillo, relámpagos de energía y un fulgor que sale de su frente. El nuevo cuerpo está rodeado por un halo protector y una línea vertical de chakras que revientan y se recomponen como pequeños big bang emocionales que palpitan como soles poderosos. Camina entre las estrellas y los planetas. Otros organismos cósmicos, como él, pero opacados por su divinidad, lo miran marchar entre la nebulosidad infinita. Es la envidia del universo.

***

Vuelven a la Tierra, al estudio. Abren los ojos. No está el maestro. Se miran entre ellos. Tratan de asimilar la tarea que les ha sido encomendada. Hay confusión. A pesar de que acaban de meditar profundamente, hay confusión. Esto contradice la filosofía del maestro Prabupada Kuppu: la confusión es un estado mental indómito que no se pueden permitir. No están seguros de haber comprendido. O más bien, han comprendido, pero no entienden la naturaleza de su nueva misión. Son sensibles, perciben la incomodidad en los demás compañeros. Marco, el más aventajado de todos, busca la manera de articular la pregunta embarazosa, pero Bobby se adelanta, a él lo ha visitado su propia angustia.

—Creo que es hora de cambiar un poco las cosas, amigos. ¿No lo creen?

—¿De qué hablas, Roberto? —pregunta Ferjo.

—¡Ahí viene una nueva queja! —Daniel mueve la cabeza negativamente.

—Estoy cansado de la formación psíquica del Cuerpo Mental. Siempre me toca ser el culo del maestro. Quiero ser un chakra

—Bobby frunce el ceño.

—No sabes lo que dices. No es tan fácil —Julio levanta sus manos a la altura del pecho formando una rueda con los índices y los pulgares sobre el esófago. Los demás, al verlo, imitan la señal.

Se activa otra vez un impulso de abstracción en el grupo. Inclinan la cabeza e inician un paseo por el jardín de la concentración. No avanzan mucho, se quedan en la antesala. Tampoco es necesario volver a sumergirse en la hondura. Mientras tanto, Bobby los observa con molestia. Su ser intrínseco se humedece con un sentimiento prohibido. Es odio eso que siente. Un rencor que se alimenta de las lámparas positivas de su alma. Una mancha negra que florece y expulsa un perfume, la fragancia del desprecio, que los otros nueve perciben de inmediato. Pelan los ojos con aversión, abren la boca con asombro. Una mierda, un sentimiento humano, es inaceptable.

Reaparece el maestro. Viene secándose las manos con papel. Termina de recoger los restos de agua y hace una bolita que mete en el bolsillo de su pantalón. Se da cuenta de que todos miran a Roberto con sorpresa. Se detiene frente a ellos.

—¿Qué pasa, aprendices?

—¡Maestro, es un escándalo! Uno de los nuestros está infectado —dice Joan apuntándole a Roberto con asco y con las piernas todavía entrecruzadas.

—¡Es verdad, maestro! ¡Se está convirtiendo! —Gabriel cubre su nariz.

—No es verdad, no tengo nada, maestro —Bobby miente, sabe que nada escapa al ojo avizor del maestro Prabupada Kuppu.

—Tranquilos, chicos. No tiene nada de malo ser zombi de vez en cuando. Los sentimientos nos recuerdan que somos humanos. Incluso yo he tenido amargura en días soleados. Porque ay de aquel quien lleve la meditación al límite y olvide por un momento que no es una máquina. Palabras del sabio Swami Sivananda Tercero.

—¡Swami Sivananda Tercero! —dicen todos al unísono y sonríen.

—Ahora dime, Roberto, ¿qué sucede en tu bello espíritu? Acaso estás molesto por… ¡Rayos! Qué putada. Argh. Esta diarrea es inaudita. Amigos, terminemos esta sesión. Nos vemos mañana aquí. Esto es insoportable. Ya nos organizaremos para empezar con la misión que nos han consignado. Besos energéticos a todos. ¡Pongan seguro al salir! ¡Ciao!

El maestro huye a toda velocidad hacia el baño. El último en salir, Roberto, alcanza a escuchar la explosión inmensa de un flato desgarrador. Imagina, de nuevo, el trasero de Prabupada Kuppu y la triste jerarquía espiritual: entiende lo obvio, nunca será un chakra.


7 Siete años antes de la Gran Guerra Semiótica.

La lengua del cocodrilo
2013

El cielo es absurdo. Ridículo. Imprime distintos tonos que se difuminan en el horizonte. Amanece, en otras palabras, como todos los días. No hay gallos. No tiene por qué haberlos. Es una ciudad, no el campo. El ruido es opaco y transita como la espuma, lento, incontenible. Es la hora más grotesca del día. Nadie está despierto en el edificio. Reina la oscuridad, su medianía. No se distinguen los pasillos todavía, las habitaciones, la sala de estar, sus contornos y sus distintas tonalidades.1 No hay movimiento ni luz ahí afuera, en los otros rincones del inmueble. Las tinieblas se desarman lentamente con la imperiosa salida del sol, con su proximidad, con el amargo aviso de su marcha hacia este lado de la Tierra.

Detrás de una puerta, oculto en la palidez del bombillo que irradia sobre las cuatro paredes del baño, el chico2 con sombrero negro de alas enormes examina su boca con un cepillo dental. Remueve la piel, los pellejos, sostiene su lengua, la somete a presión, mira su tamaño. Es bastante amplia, como la de todos los pacientes, sus compañeros. Todos esos chicos con la lengua ancha y grande, echada hacia afuera de sus bocas al hablar, al gimotear. La lengua está agigantada como un sapo mudo que pierde la respiración bajo el agua, un sapo agónico que se contrae una y otra vez y que se sacrifica para evitar la desaparición de su especie.3 Los cabezas de chorlito ahora duermen y, mientras sueñan, su cuerpo automáticamente hace todo el trabajo, pero en el día apenas pueden respirar por la protrusión incontrolable, la conciencia que tienen de la enormidad de sus lenguas. Los alcornoques afectados por la inestabilidad motriz pronto despertarán. Él sostiene con firmeza el cepillo de dientes sobre el órgano bucal. Su pulso es inalterable. No tiembla. Entrecierra los ojos. Mira detenidamente sus características faciales, los pliegues epicánticos, la capa del párpado superior que marca su territorio desde la nariz hasta la parte interior de la ceja y que cubre el canto del ojo. Es normal, cierto, sí. Si fuera un japonés, o un chino. Pero no. Es un chic …

Franco Félix (Hermosillo, Sonora, 1981) es escritor y editor. Obtuvo la beca Edmundo Valadés de Apoyo a la Edición de Revistas Independientes en 2009 por la revista Shandy, la beca Jóvenes Creadores en la categoría de novela (2011-2012) y la beca de Residencias Artísticas México-Argentina 2014, las tres del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha publicado, entre otros, los libros Kafka en traje de baño (2015), Los gatos de Schrödinger (2015) y Mil monos muertos (2017). Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

COLUMNISTA INVITADO | La orfandad de los lectores de Juan Hernández Luna: Imanol Caneyada

sábado, junio 3rd, 2017

No eran más de quince personas reunidas en una pequeña sala de la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería 2016. El motivo: el homenaje a Juan Hernández Luna (Puebla de Zaragoza, 1962 – Ciudad de México, 2010) en el marco de las II Jornadas de Novela Negra.

Entre los asistentes, algunos  de los organizadores de las jornadas, una hermana y un sobrino del autor, un puñado de fanáticos de su obra y un comandante de la policía, aunque no estoy seguro de esto último. En la mesa, el doctor en letras Joserra Ortiz, amigo de Juan y profundo conocedor de su obra, y yo mero, que no soy doctor en nada y que no tuve la fortuna de conocerlo; un día me cayó fortuitamente en la manos (las novelas de Hernández Luna siempre caen fortuitamente en las manos del lector) Tabaco para el puma (1996) y me voló la cabeza. ¡Pum! ¿Quién es este tipo? ¿De dónde ha salido? ¿Existe o es un espejismo? Durante algunos años seguí leyendo su obra según me la encontraba en los lugares más inverosímiles: Quizá otros labios, Yodo, Cadáver de ciudad, Tijuana dream. Y confirmaba que Hernández Luna era un autor excepcional, auténtico rara avis de las letras mexicanas.

Luego conocí a algunos de sus amigos cercanos (Bef, Haghenbeck, el propio Joserra) y descubrí que, en efecto, no existía. No al menos en la jerigonza autocomplaciente de los palacios rococó ni en la lista de los menos y los más, ni en los macabros homenajes ni en los hospitalarios homenajes ni en las enciclopedias ni en los besamanos.

El flaco chilango con aspecto de inspector de policía fracasado y rictus algo cínico, cansado pero tierno, casi como un cliché de un personaje de Chandler, moría en 2010 con 47 años, y con él, enterraban los sepultureros algunos reconocimientos nacionales a su obra cuentística, dos premios Dashell Hammett de novela negra en ese Gijón que Taibo inventó para el mundo, pero sobre todo, una decena de novelas paradigmáticas, fundamentales para el género negro y para la literatura mexicana en general.

En estos seis años transcurridos después de su fallecimiento, el silencio que pesa sobre su obra ha sido interrumpido de forma esporádica por los amigos que dejó y por los admiradores de su trabajo, siempre como un gesto tímido, avergonzante; homenajes a los que acude un puñado de lectores incondicionales de Juan, los cuales se miran entre ellos con recelo: ¿de veras lo conocen? ¿De veras lo han leído?

Hace poco, en una charla sobre novela negra en la que participamos Eduardo Antonio Parra, Vicente Alfonso y yo mero, lo nombramos con admiración y cariño, por supuesto. Al terminar el evento, se acercó un joven retraído y me comentó incrédulo que era la primera vez que escuchaba que alguien hiciera referencia el extraordinario legado de Hernández Luna. Se trataba de un lector irredento. Me provocó una infinita ternura: todos los lectores de Juan tenemos esa sensación de orfandad, cierto, pero también de haber descubierto un tesoro que nadie más conoce, un sentimiento de soledad y regocijo egoístas.

En un país donde los canales oficiales rinden solemnes homenajes a ciertos escritores muertos, en donde las editoriales reeditan la obra de esos escritores en aniversarios natalicios y luctuosos para la venta del morbo (lo cual me parece estupendo), Juan Hernández Luna está disperso en un limbo en el que muchos otros autores mexicanos descansan: el de las librerías de viejo. La editorial que publicó sus últimos libros (Ediciones B) no los considera suficientemente comerciales como para reeditarlos, y los chamanes de la alta literatura no ven en su obra las suficientes cualidades como para catalogarla de literaria, sea lo que esto signifique.

Hace apenas quince años, algunos santones de nuestras letras decían pública y abiertamente que lo que hacían Taibo II o Élmer Mendoza (dos tipos duros y muy valientes, imprescindibles) no era literatura. A Juan Hernández Luna ni siquiera lo nombraban para despreciarlo.

Ahora las cosas han cambiado. Gracias a los lectores, sí, a ellos, los autores de género (sobre todo del Noir, hay que decirlo) se han abierto paso a codazos, a pesar de los programas nacionales de lectura y la rigidez del establishment, como dice Chimal. Ahora es cuando la obra de Juan Hernández Luna tendría una oportunidad real de trascender ese círculo de lectores sectarios, de sacudirse la etiqueta de marginal; es tiempo de decirle a más gente, a mucha gente: lean a este sujeto si quieren tener una experiencia perturbadora, inquietante, brutal, cautivadora.  

Fue precisamente PIT II quien dijo de Juan que era el más duro y el mejor. No es poca cosa viniendo del patriarca del neopoliciaco latinoamericano.

Yodo, una de sus obras. Foto: Internet

Quien lee a Hernández Luna tiene la sensación de que un organismo vivo, amorfo y escurridizo palpita entre sus manos. Las oraciones saltan de la página como cuchillos circenses y se nos clavan a centímetros del oído, de la conciencia, del corazón. Poesía al servicio de una estética patológicamente bella, el lenguaje en Hernández Luna es una parafilia, la puerta para asomarnos al infierno de los otros y al propio sin redención posible. No se trata de una experiencia complaciente ni dosificada ni arquetípica. Juan Hernández Luna requiere de un lector capaz de vomitar, limpiarse la comisura de los labios con la manga y seguir leyendo con la única certidumbre de que los monstruos existen a la vuelta de la esquina, espejos lúdicos de una realidad brutalmente mágica.

La literatura de Juan Hernández Luna (sobre todo en Tabaco para el puma, Yodo y Cadáver de ciudad, pienso) es sutil, provocativa, atroz, de atmósferas inquietantes  y personajes que nos acompañan por mucho tiempo; un hito en el Noir mexicano, así como  en su momento lo fue El complot mongol, de Rafael Bernal, o la serie dedicada a Héctor Belascoarán Shayne, de Taibo II.

Como en el caso de la mayoría de los malabaristas de los horrores de nuestro tiempo, la biografía de Juan Hernández Luna contradice los excesos de su obra. Amable pero retraído, enemigo de protagonismos y escenarios, eterno enamorado, militante de la izquierda, tuvo ese punto quijotesco al abrazar la utópica idea de que la lectura puede hacer mejores a los hombres. Así, entre 2005 y 2009, coordinó el programa de fomento a la lectura con el sugestivo nombre de Literatura siempre alerta, dirigido a los policías de Ciudad Nezahualcoyotl, entre quienes repartió unos veintidós mil textos de autores que él consideraba imprescindibles.

Al morir en 2010 por un fallo cardiorrespiratorio, no fueron muchas las voces dolientes que ante su ataúd proclamaran la gran pérdida que sufrían las letras mexicanas. Durante estos siete años, sus lectores, como lobos solitarios, ante la menor provocación, no hemos dudado en afirmar que la obra de Juan Hernández Luna merece una revisión exhaustiva y libre de los prejuicios que durante tanto tiempo hemos arrastrado en el mundillo de las letras.

Ni tímidos ni huérfanos, pues.

Imanol Caneyada (San Sebastián, 1968). Es escritor y periodista. Ha publicado Las voces de la arena (Premio Nacional de Narrativa Gerardo Cornejo, 2008). La ciudad antes del alba (Premio Regional de Cuento 2009, Instituto Sudcaliforniano de Cultura) y La nariz roja de Stalin (Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández, 2011). Es uno de los autores de novela negra más destacados de México, por obras como Tardarás un rato en morir (Suma de letras, 2013), Espectáculo para avestruces, (Arlequín, 2012) y Las paredes desnudas (Suma de letras, 2014).
Fue distinguido con el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares, que otorga la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ), por su más reciente novela, Hotel de Arraigo (Suma de letras, 2015). Está por aparecer, en el sello Tusquets editores, su novela La fiesta de los niños muertos.

ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE Pez Banana. Ver ORIGINAL aquí. Prohibida su reproducción.

COLUMNISTA INVITADO | “Rewind, un viaje a la semilla”, por Iván Ballesteros Rojo

sábado, febrero 25th, 2017

El pasado 10 de febrero se inauguró en el Museo de Arte de Sonora (MUSAS), en Hermosillo, la exposición de pintura Rewind. 19 cuadros que ocupan una sala acostumbrada a albergar trabajos “conceptuales” o del llamado arte contemporáneo. Observar esta labor me pareció refrescante, ahora que considero más alternativo descubrir el viejo soporte de la pintura en los museos que instalaciones, fotografía o video.

Ciudad de México, 25 de febrero (SinEmbargo).- En Rewind, proyecto que reúne a las pintoras Venecia López (Hermosillo, 1980), Nadya Gutiérrez (Hermosillo, 1978) y Marisol Chacón (Navojoa, 1987), en un momento donde su oficio es tildado como anacrónico, que las creadoras exploren el tema de la memoria desde la pintura resulta, para quien esto escribe, profundamente alentador. Adiós, por un momento, a la búsqueda entre ruinas, objetos y basura. Adiós al paisaje, que de pronto es tan In, y a los tratados semi filosóficos, semi sociológicos y semi científicos que respaldan, muchas de las veces, un desinflado acto creativo.

Vine al mundo porque me dijeron que aquí podría encontrarme. La evidente referencia rulfiana nos sitúa en un concepto que ha sido tratado por el arte desde la antigüedad: la memoria y sus mecanismos de exploración hacia el origen. Proust, en su titánica novela En busca del tiempo perdido, recrea los claroscuros de la infancia cuando el olor de una magdalena ataca al protagonista de la obra con un flash back salvaje. Un rewind que lo llevará a observarse desde el mismo punto donde comenzó a trazarse el dibujo, el relato de su individualidad psíquica.

El rey rojo, de Venecia López. Foto: Especial

La teoría del eterno retorno, esa visión que entiende los pensamientos y la historia de la humanidad como sucesos cíclicos, supone una conflagración, un incendio que vuelve para activar el curso incesante de las cosas. Múltiples poetas se han referido al flashazo de la memoria como una chispa que viene a encender “las lumbres del ayer”. Regresamos, casi involuntariamente, a escenarios de nuestra vida. Lo hacemos para comenzar de nuevo en el vaporoso punto del presente.

Susan Sontag se refirió a la textura del recuerdo como una polaroid que se ha ido desgastando con la pátina del tiempo. Los colores hundidos sobre el papel de los álbumes familiares y el evanescente rostro del tiempo se convierten en elementos para entender la implacable certeza que la vida se carcome. En ese avance hacia el deterioro, que puede resultar tan hermoso como apabullante, la existencia se antoja una mera ficción sostenida, apenas, por algunas certezas y datos. Y esto es lo que el espectador, entendido o no, encontrará en Rewind: el color y las postales de la nostalgia.

Pintura, de Nadya Gutiérrez. Foto: Especial

En el cuento “Viaje a la semilla” de Alejo Carpentier, un viejo panteón derruido es testigo de su correspondiente acto fúnebre. Un ventarrón (la memoria) cruza el lugar y todo aquel abatimiento rejuvenece. El difunto, Don Marcial, se levanta del ataúd. Desaparecen las arrugas de su rostro. Su cuerpo le pide mujer. De pronto se desposa. Más adelante (¿o atrás?) tiene la necesidad de tirarse en el suelo con juguetes. De ahí se observa entre los tibios brazos de su madre que lo entrega, lentamente, a un útero que desprende luz cegadora. Una luz que borra su existencia. La historia de cualquier mortal resumida en un rewind que une los vértices de la experiencia humana. Un viaje hacia atrás. Un ejercicio para la añoranza. La percepción más lúcida sobre los destellos que vamos dejando, como rastros, en nuestro camino sobre la tierra.

Iván Ballesteros Rojo, el director de Pez Banana. Foto: Facebook

¿Quién es Iván Ballesteros Rojo? (Hermosillo, 1979). Escritor y editor. Recientemente publicó el libro de relatos Plaga Serena (Salto Mortal, 2016). Es director de la revista Pez Banana.

La Plaga serena que azota al mundo: el reciente libro de Iván Ballesteros Rojo

sábado, diciembre 24th, 2016

Por definición una plaga es un exceso, una saturación o un desborde. Es algo que abunda, que causa desastres y calamidades. Un simple insecto, como un grillo del verano, vuelto legión puede provocar males inimaginables. La plaga puede ser casi cualquier cosa que se vuelva masiva y amenace un sistema o la vida. Lo peor, la plaga no sólo provoca daños físicos (como enfermedades o la muerte) o ambientales y económicos; la plaga suele posicionarse en el pensamiento y la imaginación de los hombres y desde allí seguir causando daño. La plaga puede volverse el pensamiento de los hombres y, claro, los hombres también pueden volverse una plaga.

Por Alfonso López Corral

Ciudad de México, 24 de diciembre (SinEmbargo).- En el libro de relatos Plaga serena (Salto mortal, 2016) de Iván Ballesteros Rojo, la plaga es el ser humano, principalmente hombres y mujeres ya viejos, ancianos que no por ser presa de la lentitud o mirar en primera fila la muerte dejan de causar o causarse daño. La calma y el reposo propios de la vejez son para ellos molestias físicas, reparos del cuerpo ante el embate de los años, porque de ahí en fuera siguen lúcidos, expectantes, con su espíritu intacto. Y sí, nuestros personajes son una plaga, no tanto porque son viejos sino porque ni con los años a cuestas han perdido su humanidad, es decir, todavía gozan, aman, odian y envidian. Aquí lo observamos en las historias de dos viejos que se soportan a base de cocteles de drogas y que quizás ya no distinguen entre el sueño y la vigilia, de una vieja que al final de sus días se apasiona por la comida chatarra, de unos tahúres ancianos que se resisten al sosiego y otros que buscan en los sorteos de lotería la emoción del azar que la inminencia de la muerte les arrebató.

Plaga serena se abre al lector con un primer cuento desconcertante, un cuento cercano a la censura moral y que incluso nos hace preguntarnos si debemos seguir leyendo, pero seguimos, porque para entonces ya nos tiene atrapados. El cuento, “Nieves y juegos Dolores”, es la confesión de un viejo frente a su deseo, una urgencia distinta, peculiar y peligrosa. Le gustan las mujeres que recién han sido, o no, expulsadas de la niñez. El protagonista acepta que lo suyo es una condena y como tal debe cumplirla. Sin embargo, comete o, mejor dicho, atenta contra sí mismo al normalizar sus relaciones y casarse con el objeto de su deseo. Como dice Yourcenar en boca de Adriano, su inolvidable personaje: “No es indispensable que el bebedor abdique de su razón, pero el amante que conserva la suya no obedece del todo a su dios”. Y el sátiro de este cuento conserva su razón. Hay aquí, a pesar de la edad, un reconocimiento y observancia, aunque sean tácitos, de las normas sociales que satanizan las relaciones entre viejos y niños. Por ello, el viejo, no sin dejar de ser repulsivo, se vuelve una víctima por partida doble: de su goce y de quienes lo provocan. Pues el deseo no es inofensivo y muchas veces quien lo despierta, quien lo provoca, sabe que cuenta con un poder sobre quien anhela. Nuestro hombre aprende que la falta de años no implica necesariamente falta de malicia (como ya nos lo enseñó Dolores “Lolita” Haze).

Un libro del editor de Pez Banana. Foto: Especial

Un libro del editor de Pez Banana. Foto: Especial

Pero Plaga serena es también un volumen de narraciones cortas con una prosa evocadora y que no se pierde en metáforas complicadas o fallidas, o con frases que en ánimos de impresionar enredan su sintaxis para que los aciertos lleguen de chiripa. Es decir, si el momento amerita una frase sugestiva, poética, el autor nos la obsequia, si necesita una frase directa que no admita discusión, también la otorga, Quizás por ello, algunas de sus historias, que podrían resultarnos escandalosas al ser referidas de otra forma, se nos vuelven cercanas y casi dignas de comprensión. Por ejemplo, en la historia citada arriba, el narrador nos dice: “Desde aquí percibo los aromas del prematuro mar femenino que a diario se tiende sobre el barrio”. O bien, en “Regalo de bodas”, al explicar las sin razones del instinto de supervivencia, explica “Sólo los verdaderos suicidas entregan la vida como entregar un aparato que no funciona al fabricante”.

Ballesteros nos obsequia con una serie de narraciones donde la muerte y el deseo son protagonistas, pero también el mar. En boca de casi todos sus personajes escuchamos su añoranza por la playa, por las olas, por el espacio infinito que representa, por la cerca que nos queda el cielo desde el mar. Es decir, sus personajes están casi todos limitados por sus infiernillos personales, porque saben que no son nada, tan sólo una parte insignificante de la plaga humana, pero que aún conservan esa capacidad de comprensión de que algo grande nos puede ser obsequiado, aunque en realidad no vaya a ser así, aunque en realidad vayamos a devastar todo, y es donde gana Plaga serena.

No es casualidad que en uno de los mejores cuentos del volumen, “Bungalow”, un hombre que ha sido diagnosticado con una enfermedad mortal, elija retirarse al mar a pasar sus últimos días en soledad. Allí descubre que a pesar su herida le es imposible no pensar en otras cosas, que la muerte, aunque lo tiene cercado, no llena aún todos los espacios, y que necesita el amor, las risas, los amigos, las mujeres, la paz y la tranquilidad obsequiadas por la vida, no por la fría muerte. Enseguida leemos: “Recordando momentos vitales en el mar siento deseo. No lo había sentido desde que me dieron la noticia. El deseo es una forma de la vida. Los muertos no son cachondos, pienso. Me masturbo en el mar.” Yo agregaría, disperso la Plaga en el mar, para no hacer más daño.

¿Quién es Alfonso López Corral? (Navojoa, 1979). Es narrador e investigador. Ha publicado los volúmenes de cuento La noche estaba afuera (Tres perros, 2010) y Musiquito del Talón (Tierra adentro), libro ganador del Premio Nacional de Cueto Joven Comala, 2013.

INVITADO | Los gatos de Schrödinger y la fiesta macabra en medio del vacío, por Iván Ballesteros Rojo

sábado, febrero 20th, 2016
Iván Ballesteros escribe sobre la nueva novela de Franco Félix. Foto: Especial

Iván Ballesteros escribe sobre la nueva novela de Franco Félix. Foto: Especial

Franco Félix ha entregado dos obras que lo colocan como uno de los narradores más estimulantes de su generación. Un escritor que ha disipado expectativas y se ha colocado, de manera firme, en la élite de la literatura nacional.

ESCENARIO YERMO

La novela de Franco Félix (1981), Los gatos de Schrödinger (Tierra Adentro, 2015), sitúa al lector en medio de una paradoja: lo que vive y muere en un solo acto.

Recordemos el experimento realizado por el físico austríaco Erwin Schrödinger al que hace referencia el título. La idea de un hipotético gato atrapado dentro de una caja que tiene 50 por ciento de probabilidad de estar vivo y el otro tanto de estar muerto. El desierto es el escenario para el experimento narrativo que Félix ha desplegado. Un espacio estéril del que todo escapa y donde el zapping de la existencia se va diluyendo como arena entre las manos. Bienvenidos al desierto de lo real, que le diría Morpheus a Neo en Matrix.

Hace tiempo vi un documental sobre los montículos de arena que se forman en los desiertos, las llamadas dunas. Ahí comprendí que esos gigantes terrosos avanzan muy lentamente hasta desgranarse y desaparecer. Pueden pasar años, siglos, pero una cosa es segura, la extinción: partículas que se separan para integrar la nada.

En el desierto la humanidad podría ser enterrada sin ningún problema. Una tumba blanca que avanza, lentamente, envolviendo al espanto multitudinario. El tema del narco, como ruido de fondo, tiñe la segunda parte de la obra. Se trata de un disparo de la realidad, quizás el único que aparece de manera concreta, un guiño que Franco ha dejado ahí, quizá solidarizándose con pobladores de regiones tomadas por el horror.

Iván Ballesteros Rojo es editor de "Pez Banana". Foto: Facebook

Iván Ballesteros Rojo es editor de “Pez Banana”. Foto: Facebook

HUMOR CORROSIVO

Una representación de la inteligencia es el humor. El autor oculta su profunda decepción del mundo bajo ese rasgo. Habrá que reír de lo terrible. El mundo que habitamos es una broma infinita, como la que dejaría un escritor que resuena en las reflexiones que aparecen en Los gatos, de David Foster Wallace.

Más allá de los desiertos el resplandor de la civilización se antoja una explosión sin sentido. Un lugar habitado por asesinos y familias honorables. Por apestados con el virus de la vida. Adentro, en las cajas del experimento, los saludables y pacíficos muertos descansan. Vacacionan en la muerte, esa isla de aislamiento que se encuentra suspendida en medio de un mar ausente, perdido.

La primera versión de Los gatos de Schrödinger se trataba de una obra dramática, de la que queda esencia por el predominio del diálogo y la construcción de una atmósfera. Ante el lector el guión de una pieza que mantiene relación con el teatro de Samuel Beckett, otro autor esencial para Franco.

Es imposible no recordar los personajes de Esperando a Godot. Esos vagabundos esperanzados ante el desconcierto de lo real. Es natural pensar en Nagg y Nell, de Final de partida, una dupla extrañísima que habita en botes de basura.

Los personajes principales de Los gatos de Schrödinger aparecen construidos en medio del abismo: el Doctor existencialista, maestro del sinsentido, y su pupilo, Rabanito, discuten desde sus cajas temas tan disparatados como los de cualquier programa sabatino de televisión abierta.

Una pareja explosiva que monta un sketch de payasos Augustos del Augustos, esos que no recuerdan ni entienden nada y cuyas acciones están encaminadas al desastre. Hasta la ubicación incierta de estos payasos imposibles llega el Otro: insólito, vulgar y terrible, como cualquiera que topemos en un mal día por las calles de la rutina.

ARQUITECTURA

Hay elementos que Franco deja para el análisis. ¿De quién es la voz  antipática que aparece en cursivas? Acaso la del mismo autor, odiador como él solo. Hacia el final de la novela Doctor existencialista se arranca con un discurso cuasi filosófico sobre a humanidad, aún después de mostrar sus flaquezas como maestro de Rabanito; un discurso cálido y siniestro al mismo tiempo que deja al lector en el desamparo. ¿La paradoja sobre lo que vive y muere en sólo acto, también se aplica al mundo de las ideas? ¿Podemos ser imbéciles y brillantes al mismo tiempo?

Publicado apenas meses después de Kafka en traje de baño (Nitro⁄Press, 2015), obra que irrumpiría llamando la atención de lectores por méritos propios, Los gatos de Schrödinger evidencia un escritor especialista en el diseño narrativo de un proyecto arriesgado y demoledor. Un escritor que reflexiona desde una visión cáustica del mundo.

Los que esperen leer algo parecido a Kafka en traje de baño se llevarán una sorpresa. El mismo autor ha comentado que Los gatos de Schrödinger podría resultar un tremendo despropósito para lectores descafeinados que esperan una historia realista que siga la sobada ruta de planteamiento-nudo-desenlace. Acá no sabemos de dónde partimos ni cuándo pasamos del desierto a un universo apocalíptico, cerrado, angustiante. Un universo donde tanto vivos como muertos le sacan la vuelta a lo que realmente importa: la belleza que supone la contemplación del caos.

Franco Félix ha entregado dos obras que lo colocan como uno de los narradores más estimulantes de su generación. Un escritor que ha disipado expectativas y se ha colocado, de manera firme, en la élite de la literatura nacional.

Quién es Iván Ballesteros Rojo: (Hermosillo, 1979) Es escritor, reportero y maestro. Ha publicado los relatos Monstruario (Altanoche, 2007), Mecanismos (Unison, 2011) y Bungalow (Tres guayabas cartonera, 2014). Ha colaborado en revistas como La tempestad, Tierra adentro, Vice y Hermano Cerdo.