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Las cinco corrientes filosóficas más importantes

sábado, septiembre 22nd, 2018

Una de las ideas más célebres que se conservan de Sócrates nos llegó, como todo lo suyo, por la vía de los diálogos platónicos. En la Apología se dice que, para este filósofo, el examen de la vida era necesario para la vida en sí. Y aunque podrían citarse a otros autores para apoyar esta idea, quizá en este punto baste con apelar a nuestra propia experiencia.

Ciudad de México, 22 de septiembre (SinEmbargo/Culturamas).- ¿Quién no ha sentido, en ciertos momentos de su vida, la necesidad de entender? ¿Quién no se ha preguntado por el propósito de la existencia humana? ¿Quién no se ha angustiado por la fugacidad del tiempo? ¿Quién no se ha sentido aprisionado entre el llamado de su deseo y las imposiciones de la sociedad?

La filosofía, madre de todas las ciencias, ha pasado miles de años intentando responder esas preguntas, renovadas a cada momento porque el ser humano se encuentra en cambio constate, y con él la realidad que habita.

A continuación compartimos un listado de escuelas filosóficas que han destacado en ese examen que aconsejaba Sócrates. Además de una breve explicación de cada una, añadimos algunas sugerencias de obras o autores para comenzar a conocerlas.

Pesimismo

¿Qué es? Un término que puede despertar un primer impulso de rechazo. ¿Por qué querría alguien ser voluntariamente pesimista? Esta es una pregunta válida pero que igualmente vale la pena precisar. El pesimismo como actitud filosófica nos invita a considerar la negatividad propia de la existencia y reflexionar al respecto. Para nadie es un secreto que en la vida también se presentan el dolor, el sufrimiento, la enfermedad, la muerte y otras situaciones y emociones afines. ¿Hacemos bien en querer evadirlas? Los filósofos pesimistas nos dirían que no, pues en cierto modo eso es amputar la vida misma, quitarle algo que le es propio e, incluso, que es necesario para experimentarla en plenitud. En este sentido, el pesimismo suele derivar en un amor hacia la vida.

¿A quién leer? Arthur Schopenhauer es quizá el filósofo pesimista por excelencia, pero Friedrich Nietzsche también heredó cierto espíritu cercano. Del primero puede leerse un opúsculo suyo, El arte de ser feliz, o entrar de lleno a El mundo como voluntad y representación. Del segundo, puede acudirse a La gaya ciencia o Ecce homo.

Nihilismo

¿Qué es? Nihil significa “nada” en latín, y aunque esto de inicio podría también despertar cierto recelo frente a esta forma de pensamiento, vale la pena frenar ese prejuicio. La “nada” a la que esta corriente filosófica se refiere podría compararse al espacio vacío de una hoja en blanco o la nada primordial que hipotéticamente antecedió al inicio del Universo. ¿Y qué si no hubiera nada? Cuando se piensa así, podemos darnos cuenta de que prácticamente todo lo que nos rodea es resultado del cambio y del accidente. Por más que a veces ciertas cosas parecen haber estado ahí desde el origen, lo cierto es que no es así. La moral, las costumbres, las instituciones sociales, las ideas, nuestras prácticas más habituales: todo pudo no-ser y, por ello mismo, es susceptible de ser cambiado.

¿A quién leer? Friedrich Nietzsche es el filósofo más identificado con el nihilismo, aunque algunos lectores especializados tienen ciertas reservas para clasificarlo así. De cualquier modo, se trata de un pensador que nos enseñó a dudar del conocimiento en sí y de las formas en que éste se construye. Así habló Zaratustra o El ocaso de los ídolos pueden ser títulos para acercarse a su pensamiento nihilista. También un ensayo breve pero profundamente estimulante: “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”. Conocer la vida de Diógenes y las anécdotas que se conservan de él también puede ser un primer acercamiento al nihilismo.

Existencialismo

¿Qué es? El existencialismo es quizá la escuela filosófica más persistente de todas. Su nombre mismo así lo sugiere. Si la filosofía, de por sí, nació como una disciplina para examinar la vida humana, cabría decir que las raíces del existencialismo se extienden incluso hasta los días del Banquete de Platón y llegan a las discusiones contemporáneas de Byung Chul-Han. No se piense, sin embargo, que es ambiguo, pero quizá nuestra especie sea la única que fue capaz de hacer un enigma de sí misma y quizá somos los únicos que necesitamos entender nuestra vida para poder vivirla.

Søren Kierkegaard fue un existencialista avant la lettre. Foto: Especial

¿Qué leer? Al existencialismo solemos asociarlo con los filósofos franceses de la Posguerra –Albert Camus y Jean-Paul Sartre sobre todo–, pero sus ramificaciones son un poco más vastas y diversas. Søren Kierkegaard fue un existencialista avant la lettre y hay quien considera los ensayos de Tolstoi o las novelas de Dostoyevski verdaderas exploraciones del alma humana. Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset también han sido catalogados como existencialistas. Son nombres que, en todo caso, también pueden sumarse a una exploración por esta forma de pensamiento que a su favor tiene, a diferencia de otras corrientes filosóficas, que al mirar al ser humano en toda su complejidad, las obras resultantes son en su mayoría accesibles, sencillas, conmovedoras y a veces hasta fraternales. Quizá por eso es también una de las pocas en que fácilmente se encuentran autores de literatura entre su nómina. En no pocos casos leer a uno de estos pensadores es como hablar con un amigo o con una persona a quien respetamos y con quien nos une un afecto sincero. La repetición de Kierkegaard, las Memorias de la casa muerta de Dostoyevski, El mito de Sísifo de Camus pueden ser algunas sugerencias. Los escritos de Simone Weil pueden ser también una sorpresa grata.

Estoicismo

¿Qué es? Sobre todo en los últimos años, esta escuela de pensamiento ha recobrado un interés inusitado. Fue especialmente popular en los días del Imperio Romano y entre sus adeptos contó incluso con Marco Aurelio, a quien se le llamó el “emperador filósofo” y que entre sus obras legó un interesante compendio de máximas que invitan a una vida de virtud, sobriedad, honor y valentía, bajo cualquier circunstancia. Puede decirse que esa es la esencia del estoicismo: recordarnos que todo en la vida es una oportunidad para ser virtuosos, la felicidad y el infortunio, la dicha y el dolor, las tareas cotidianas y los placeres. La virtud es la brújula que nos permite navegar por los mares de la existencia sin perder nuestro rumbo ni olvidar lo elevado de nuestra misión.

¿Qué leer? Las Meditaciones de Marco Aurelio, las Epístolas morales a Lucilio o Sobre la brevedad de la vida de Séneca y los Discursos de Epícteto se encuentran entre las mejores obras estoicas, pero no son las únicas dignas de atención.

Hedonismo

¿Qué es? En las antípodas del pensamiento filosófico dominante se encuentra el hedonismo, una forma de vivir y reflexionar que tiene el placer como eje rector. El placer, que siempre ha estado en la mente de los filósofos porque es un componente esencial del ser humano. Lamentablemente, en casi todas las épocas el placer no ha salido bien librado de las discusiones filosóficas y menos aún de las prácticas sociales. Casi siempre se le mira como una bestia que es necesario domesticar o contener (así, por ejemplo, en Platón). Pero no es el caso de los hedonistas, quienes invitaron a llevar al placer al centro de la existencia. Y aunque esto suena a una vida llena de sensualidad, fiestas y banquetes, lo cierto es que filosóficamente no es así de sencillo. El placer es también una categoría que debe examinarse para poder ejercerse. ¿Serías feliz si todos los días comieras lo que más te gusta? ¿El placer que sientes por una actividad es genuino o es sólo porque aprendiste a disfrutar lo que te fue enseñado?

¿Qué leer? Si bien el hedonismo es una de las escuelas de pensamiento más antiguas en la historia de la filosofía, en un pensador contemporáneo podría encontrarse un acercamiento fresco y luminoso a la materia: el francés Michel Onfray. Su libro Teoría del cuerpo enamorado es un repaso erudito e inteligente a la manera en que la filosofía y la sociedad han tratado al placer sexual y se encuentra ahí además una apasionada defensa a las ideas de Epicuro (el mayor de los hedonistas).

Esta lista no es exhaustiva, sin duda, y además de algunas corrientes de pensamiento fundamentales para Occidente como el racionalismo o el relativismo, podrían agregarse otras escuelas de Oriente que igualmente se han abocado a reflexionar sobre la vida humana. Pero por ahora que baste con esto, que es material suficiente para preguntarnos por qué y para qué vivimos.

Cabe recordar, por último, que la filosofía no lleva a una reflexión aislada o estéril. Pensar se hace siempre con otros: con los otros que nos rodean, los otros a quienes leemos, los otros con quienes vivimos. Y, por otro lado, se trata de reflexiones que se hacen al hilo de nuestra propia vida, con nuestros actos y nuestras decisiones, con el interés de llegar a esa “vida examinada” aconsejada por Sócrates, que en esa expresión debe entenderse como una vida con sentido. Se vive y se reflexiona, eso es filosofar, y es en la combinación de ambas acciones donde se descubre el sentido de la existencia.

ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE  Culturamas. Ver ORIGINAL aquí. Prohibida su reproducción

Los 8 libros que no leerá Maluma (pero tú sí)

sábado, julio 15th, 2017

Juan Luis Londoño Arias, conocido como Maluma, nació en Medellín y, como sabemos, lee a Albert Camus –aquel que ganó el Premio Nobel a los 44 años y que se enfrentara hasta la muerte como “enemigo íntimo” con Jean Paul Sartre-, pero hay libros que estamos seguros que no leerá nuestro cantautor preferido. Aquí van.

Ciudad de México, 15 de julio (SinEmbargo).- Gracias a Dios que por fortuna de vivir en México y de estar sometidos a los juicios y arbitrios de la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) sabemos que Maluma, el cantautor de Medellín, lee a Albert Camus.

A ver. Juan Luis Londoño Arias, conocido como Maluma, lee a Camus, aquel que ganó el Premio Nobel a los 44 años y que se enfrentara hasta la muerte como “enemigo íntimo” con Jean Paul Sartre.

Así que para guiar a la Literatura INBA y para que lo use cualquier organismo a discreción, hay libros que estamos seguros que no leerá nuestro cantautor preferido. Aquí va nuestra guía y nadie nos pagará por esto.

Eso sí, al discurso clasista del INBA (y no está en ningún libro), Maluma responde: Soy guapo y me conocen en todo el continente. Y ahora conmigo, muchos más conocerán a Albert Camus.

Matemática para las hadas, de F. G. Haghenbeck

La historia de Ada Byron, la matemática que diseñó los programas para la primera computadora y que no pega para nada con la canción “Felices los 4” que hizo Maluma. Porque hay una parte en la que el colombiano dice: “si con otro pasas el rato, vamos a ser feliz, vamos a ser feliz, felices los cuatro…” O sea.

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Diccionario de Español de María Moliner

María Juana Moliner fue una bibliotecónoma, filóloga y lexicógrafa española nacida en 1900 en Paniza, Zaragoza, en una familia de clase media formada por un médico rural y su esposa. Si escuchara las letras de Maluma se moriría de nuevo. Mejor dejémosla descansar en paz desde 1981, cuando dejó este mundo y un diccionario que este chico jamás miró, porque no diría “no me importa un carajo” o “vamos a ser feliz” (¿y el plural, muchacho?).

Totem y Tabú, de Sigmund Freud

En esta selección de ensayos se sale más del ámbito clínico para adentrarse en aquellos fenómenos arraigados históricamente en lo social y lo cultural. Mmm, como que no lo leyó en el tema “Chantaje”, que canta con Shakira, cuando le dice algo así como “Soy masoquista” y aparece el escultural cuerpo de la colombiana.

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El monstruo pentápodo, de Liliana Blum

“Maluma ya leyó El monstruo pentápodo y se quedó reflexionando profundamente. Y tú, ¿ya leíste El monstruo pentápodo?”. Esto es publicidad descarnada, claro que un lector dijo algo así como “si luego en una entrevista declara que su novia se llama Cinthia será motivo suficiente para meterlo en el bote y librarnos de su pinche música”. Así que no sabemos si lo leerá o no, pero lo ponemos.

En legítima defensa, de Ana Katiria Suárez

Bueno, está visto que el músico no leyó los dimes y diretes del caso Yakiri Rubio, porque de otra manera se hubiera encargado muy bien antes de tomar al guitarrista de su banda.

Sabemos que el muchacho, de 21 años, en Córdoba, Argentina, llamado Monera Santiago Villa, fue detenido por agredir a una mujer en la localidad de Villa María.

De acuerdo a lo expuesto por el fiscal del caso, el altercado se produjo al interior de una confitería cuando “una mujer iba bajando la escalera y un masculino le pega una cachetada”. ¡Oh!

Mi vida en la carretera, de Gloria Steinem

Es un gran clásico del feminismo, cuando Gloria Steinem (Ohio, 1934) dice aquello de que “en realidad, no sabemos qué decisiones del presente condicionarán el futuro, pero tenemos que actuar como si todo lo que hacemos importara”.

Una especie de autobiografía de la gran pensadora estadounidense, alguien a quien pudimos conocer durante la muestra de Annie Leibovitz y que no le gustará precisamente la canción de Maluma, “Cuatro Babys”.

“Estoy enamorado de cuatro babys. Siempre me dan lo que quiero. Chinga cuando yo les digo. Ninguna me pone pero…”

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El corazón es un resorte. Metáforas y otras herramientas para mejorar nuestra educación, de Pablo Boullosa

La alegría de espíritu, poder hablarse a uno mismo, encontrar el propio lenguaje, son todas herramientas que el gran Pablo Boullosa, educado por Plutarco, nos recuerda que nuestra inteligencia y nuestras aptitudes son mejorables y expansibles.

Claro, si te tiras un pedo súper oloroso, delante de tus compañeros, en un avión, seguro, Maluma, que no leíste este libro.

El alquimista, de Paulo Coelho

“Nueve de cada diez personas que criticaron a Maluma no han terminado un libro de Camus y ya leyeron El Alquimista”, escribe El Espurio en Twitter. Bien por el colombiano, que no ha leído un libro de Coelho.

COLUMNISTA INVITADO | Las náuseas primaverales de Jean Paul Sartre, de Francisco Arbós

sábado, enero 21st, 2017

Por el momento querían vivir con el mínimo de gasto, economizar gestos, palabras, pensamientos, hacer la plancha: tenían un solo día para borrar las arrugas, las patas de gallo, los pliegues amargos que deja el trabajo de la semana. Un solo día. Sentían que los minutos se les deslizaban entre los dedos; ¿tendrían tiempo de acumular bastante juventud para empezar de nuevo el lunes por la mañana?

Por Francisco Arbós

Ciudad de México, 21 de enero (SinEmbargo).- Leído así, sin previa explicación, este texto no parece tener demasiado sentido. Sin embargo, nos concierne a todos. ¿Acaso ninguno de vosotros ha sentido alguna vez la terrible opresión de un domingo por la tarde, esa sensación de muerte momentánea que suele sobrevenir en invierno cuando las farolas comienzan a encenderse, a eso de las seis, y por las calles solo circulan parejas salidas del cine e individuos solitarios junto a sus perros? ¿Y qué hacemos los sábados ante la perspectiva de experimentar tan desagradable sensación? Posiblemente lo mismo que describe Jean-Paul Sartre en ese párrafo suelto: “acumular bastante juventud para empezar de nuevo el lunes por la mañana”. Cierto es que él lo escribió en una época en la que sólo podía descansarse en domingo –al menos otros peones de la vida como nosotros–. De ahí que en sus domingos confluyeran los dos extremos: el esplendor de la vida y el estertor de la muerte. Ya lo decía Isabel Coixet: Alguien tendría que prohibir los domingos por la tarde. Más allá del tópico –ya lo es en la actualidad–, lo que Sartre pretende corporeizar mediante esa imagen tan cotidiana es la “irreversibilidad del tiempo”, la imposibilidad de detenerlo para que nuestras vidas transcurran en un continuo presente. Es decir, pretende negar la existencia del pasado. Para muestra, el botón que luciremos más adelante.

A Sartre se le reconoce fácilmente por multitud de detalles superfluos. Cualquiera de nosotros habrá oído hablar de su ojo perezoso, de su sopa de cebolla, de los rincones parisinos en los que solía recalar en compañía de Simone de Beauvoir, el Polidor, la Brasserie Lipp, el Café de Flore, o incluso asociado su rostro de intelectual en blanco y negro con unas diminutas gafas redondas y a veces enteladas –recuerdo ahora una fotografía en la que aparece sentado en una mesa del Flore completamente absorto en sus papeles, mientras a su lado un grupo de jóvenes da buena cuenta de una botella de champagne–. Y unos cuantos por algunas de las obras de pensamiento más relevantes del siglo XX, como El ser y la nada, Crítica de la razón dialéctica o el libro que queremos sacar a colación, La náusea (1938, Alianza Editorial, 2011). Una novela de entreguerras cuya impronta fue capaz de sugerir, por sí sola, algunas de las líneas maestras del primer credo filosófico satriano, un credo que acabaría sintetizado en las dos obras filosóficas mencionadas en primer lugar. En esto Sartre emula a Platón y también recupera la intencionalidad de ciertos paisanos ilustres, como Voltaire y Rosseau. La náusea recupera esa antigua manera de hacer filosofía a través del relato y de la poesía. Si los personajes del Fedón nos acercaban a la inmortalidad del alma, o El banquete a las trampas del amor… si el Cándido de Voltaire nos permitía experimentar en nuestras propias carnes toda la ingenuidad de un ciudadano sometido a la dictadura del optimismo histórico, el protagonista de La náusea, Antoine Roquentin, se atreve a mostrarnos esa complicada amalgama de abstracciones que subyace bajo lo que solemos denominar “realidad”, y que habitan sobre la base de una existencia totalizadora. Es decir, que para leer este libro es necesario contemplar nuestras vidas como si formaran parte de una película barata en la que nos desfondamos absurdamente para borrar “las arrugas, las patas de gallo, los pliegues amargos que deja el trabajo de la semana”, y dejar que Antoine nos lea el guión primigenio, posiblemente escrito por un demiurgo con aspecto de burgués decimonónico.

 (…) de pronto uno siente que el tiempo transcurre, que cada instante conduce a otro, éste a otro y así sucesivamente; que cada instante se aniquila, que no vale la pena intentar retenerlo, etc., etc. Y entonces atribuimos esta propiedad a los acontecimientos que se presentan en los instantes; lo que pertenece a la forma lo referimos al contenido. En suma, se habla mucho del famoso transcurso del tiempo, pero nadie lo ve. Vemos una mujer, pensamos que será vieja, pero no la vemos envejecer. Ahora bien, por momentos nos parece que la vemos envejecer y que nos sentimos envejecer con ella: es el sentimiento de aventura.

Antoine Roquentin no es en absoluto un ciudadano común. Ha pasado media vida viajando a través de diversos países del norte de África y del continente asiático, ha visto entierros en góndola en Venecia, sentido el olor a hinojo que flota en las calles de Tetuán, contemplado estatuitas kmer en Hanói, residido en ciudades desconocidas como Meknes o Jihlava; ha leído todo lo que se debía leer para completar una instrucción a prueba de objeciones, e incluso comenzado su propia contribución bibliográfica a la Historia del Hombre; sin embargo, después de tanta “aventura” lo único que ha permanecido inalterable es la sospecha de atesorar un enorme vacío existencial. Exiliado en Bouville, una imaginaria ciudad de la costa atlántica francesa –suponemos–, trata de aprovechar su aislamiento voluntario para componer una biografía minuciosa del Marqués de Rollebon, a la sazón uno de los personajes más destacados de la política francesa de finales del siglo XVIII y principios del XIX –supuestamente responsable, incluso, de la muerte de Pablo I, el entonces Zar de Rusia–. Sin embargo, a lo único que parece conducirle su inevitable soledad es a pensarse a sí mismo –“me cansa pensarme”, decía Delibes– y todo lo concerniente a su propia existencia. Cuando no está en la Biblioteca Municipal, se dedica a recorrer las decadentes y opresivas calles de esa ciudad encerrada en sí misma para sacar algo en claro de su propia vida. Hasta que comprende, a fuerza de pensar, lo que anticipábamos algunas líneas más arriba: que el pasado es una ilusión.

Eché una mirada ansiosa a mi alrededor: presente, nada más que presente. Muebles ligeros y sólidos, incrustados en su presente, una mesa, una cama, un ropero con espejo –y yo mismo. Se revelaba la verdadera naturaleza del presente: era todo lo que existe, y todo lo que no fuese presente no existía. El pasado no existía. En absoluto. Ni en las cosas ni siquiera en mi pensamiento. (…) Para mí el pasado sólo era un retiro, otra manera de existir, un estado de vacaciones y de inactividad; al terminar su papel, cada acontecimiento se acomodaba juiciosamente en una caja y se convertía en acontecimiento honorario: tanto cuesta imaginar la nada.

Si nosotros utilizamos el recuerdo para sentir que el tiempo no ha transcurrido en balde, Antoine, en cambio, necesita creer que ningún instante es recuperable para sentir la sensación de aventura en toda su intensidad. Al final, todos sus esfuerzos acaban en un dique tan seco como aquel que controla el caudal de sus necesidades más atávicas. La auténtica aventura conlleva una insoportable sensación de vértigo, una náusea tan desagradable físicamente como placentera desde un punto de vista intelectual: contemplar la verdadera existencia en toda su enormidad solo puede conducir al vacío, a la muerte espiritual, por cuanto más allá de ella no existe absolutamente nada. De repente, su ser le parece tremendamente detestable. Pero, ¿qué otra cosa puede pensarse cuando se desbaratan esas ideas que con tanto ahínco elevara Platón a la categoría de eternas e inmutables? ¿Qué sucede cuando descubrimos que no existe esa cualidad contenedora de todo lo concreto, como ese verde en el que se refugia todo lo que es verde, como el mar que baña las costas de Bouville o una simple chaqueta de franela? Para Antoine no hay idea eterna que valga. Solo un mar que, por alguna razón, es verde, y una chaqueta cuyas características no alcanzan más allá de sí mismas. Lo único que es eterno e inmutable es precisamente la existencia de esas cosas. Y frente a ellas, unos entes pensantes que, por alguna razón, han adquirido conciencia de sí mismos y cuyo mundo no puede ir más allá de los límites marcados de forma natural por esa misma conciencia. En definitiva, “la existencia precede a la esencia”, y el conocimiento se caracteriza principalmente por su inmanencia, es decir, por su incapacidad para abrazar cualquier asomo de trascendencia.

para leer este libro es necesario contemplar nuestras vidas como si formaran parte de una película barata en la que nos desfondamos absurdamente para borrar “las arrugas, las patas de gallo, los pliegues amargos que deja el trabajo de la semana”. Foto: Especial

para leer este libro es necesario contemplar nuestras vidas como si formaran parte de una película barata en la que nos desfondamos absurdamente para borrar “las arrugas, las patas de gallo, los pliegues amargos que deja el trabajo de la semana”. Foto: Especial

Dicho esto, cuesta entender la negativa de Sartre a asimilar la idea de pasado, por cuanto en su discurso encontramos evidentes influencias de Descartes –al menos en su metodología racionalista–, y, sobre todo, de Husserl (cuidado que esta novela es de 1938, y Sartre no leyó bien a Heidegger hasta que fue confinado, en 1940, en un campo de prisioneros alemán).

Yo, yo me saco de la nada a la que aspiro; el odio, el asco de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en la existencia. (…) Soy porque pienso que no quiero ser.

Es entonces cuando Antoine (Sartre) se atreve a resolver el gran misterio, aún a sabiendas de que le costará una buena náusea: todo es pura contingencia.

(…) no hay nada, nada, ninguna razón para existir.

Más allá de reflexiones filosóficas, La náusea nos muestra un personaje en evidente estado de descomposición a la altura de El solitario de Eugène Ionesco, o del Herzog de Saul Below. Tal vez la acción brille por su ausencia, por cuanto se trata sobre todo de concentrar la atención en el pensamiento de Antoine, pero la plasticidad y colorismo de que hace gala la voz narrativa de Sartre suple con creces esa carencia inevitable.

El editor de la primera edición mexicana de La náusea, publicada por Editorial Diana en 1952, afirmaba en su momento que el existencialismo carecía “del rigor científico necesario” –claro que la Crítica de la razón dialéctica, su obra más formalmente filosófica, no se publicó hasta ocho años después–. Iris Murdoch, por su parte, dijo una vez que “la incapacidad de Sartre para escribir una gran novela es el síntoma trágico de una situación que nos afecta a todos –afirmación curiosa en alguien que nunca escribió una novela memorable–. Nosotros tampoco consideramos La náusea como una novela memorable en tanto novela, pero sí, desde luego, una obra imprescindible para todo aquel que pretenda adentrarse en la literatura y el pensamiento de la primera mitad del siglo XX. Tal vez consiga experimentar los domingos de una manera más llevadera. Y ya sólo por eso merece la pena.

ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE Culturamas. Ver ORIGINAL aquí. Prohibida su reproducción.

COLUMNISTA INVITADO | Jean Paul Sartre: boxeador; Camus: futbolista, de Enrique G.Gallegos

sábado, agosto 20th, 2016
"Todo lo que sé de moral lo aprendí del futbol", llegó a decir Albert Camus. Foto: Especial

“Todo lo que sé de moral lo aprendí del futbol”, llegó a decir Albert Camus. Foto: Especial

Jean-Paul Sartre practicó el boxeo; Albert Camus, el futbol. Sartre provenía de una buena familia, fue educado en la prestigiosa École normale supérieure y era bajito de estatura (medía un metro cincuenta y ocho); Camus procedía de una familia pobre, estudió por altruismo, era alto y tenía finta de galán de cine. Sartre era bizco y a decir de Simone de Beauvoir, “muy feo”; pero —como recuerda en sus Memorias su compañero normalien, Raymond Aron— “su fealdad desaparecía en cuanto hablaba, en cuanto su inteligencia [aparecía] borraba los granos y las tumefacciones de su cara”.

Ciudad de México, 20 de agosto (SinEmbargo).-El boxeo y el futbol podrían funcionar como metáforas de la literatura y el ejercicio de pensamiento de esos dos escritores y filósofos. El box y el fut explicarían sus diferencias. Fueron grandes amigos a partir de 1943 hasta su ruptura en 1952; son legendarias las fiestas y borracheras que organizaban en Saint-Germain-des-Prés.

Los biógrafos de ambos, Cohen-Solal y Lottman, coinciden en que analizados a la distancia, su amistad estaba destinada al fracaso y la ruptura. No estoy muy seguro de ello; también existen coincidencias entre, por ejemplo, El extranjero y La náusea, como para pensar, más bien, en un fenómeno de sístole y diástole, de contracción y dilatación filosófica y literaria.

A pesar de la aparente obviedad, establezcamos un punto de arranque necesario para trazar algunas diferencias entre Sartre y Camus. El box es un ejercicio individual; ciertamente descansa en un grupo de apoyo; pero éste no suele ser visible, corre por las laterales y la infraestructura del cuadrilátero. El boxeo es un enfrentamiento de dos soledades.

En contraste, el futbol es un deporte de conjunto; empero, se podría hacer notar que el buen futbol suele ser recordado por las grandes individualidades: Pelé, Maradona, etcétera. Pero basta recordar que el genio futbolístico de Messi fue insuficiente para hacer posible el campeonato mundial para los argentinos. La razón es que esas individualidades descansan en el juego de conjunto; cuando éste no funciona, se atascan. Sé que simplifico, pero para mi argumento interesa dejar en claro esta mínima distinción: si el box es deporte de individualidades, el futbol lo es de conjunto.

Sartre era boxeador porque era un individualista; Camus era futbolista porque buscaba relaciones colectivas.

También podríamos decirlo de otra manera: como Sartre era boxeador, pudo desarrollar su individualismo; Camus, al practicar el futbol, desplegó un sentido por las causas comunes.

Los pedagogos afirman que en la infancia hay que practicar tanto deportes individuales como grupales porque con ello se inculcan valores colectivos e individuales. No es algo reciente; aunque con un énfasis en el sentido colectivo, en La República Platón bosqueja toda una pedagogía que combina deportes y poesía, gimnasia y música.

Para los modernos puede parece extraña esa combinación, pero hay que recordar que la poesía para los griegos antiguos no se reducía a escribir versos; era toda una paideía, una amplia práctica cultural para que la polis germinara ¿Se podría llevar a ese extremo el trazado box/individualismo y futbol/comunidad?  Posiblemente exagero; pero si los tomamos como metáforas, ayudan en su comprensión.

En El ser y la nada (quizá su obra filosófica más importante) hay una frase que da cuenta del individualismo de Sartre: “el ser es una aventura individual”. Una afirmación que sintetiza toda la apuesta literaria y filosófica de Sartre (el Sartre previo al marxismo) y que podríamos resumir diciendo que el hombre es enteramente responsable de sí y de sus decisiones (aun de lo que no elige porque no elegir es otra forma de decidir).

Por su parte, Camus apostó por lo que denominó como el “pensamiento del mediodía”, es decir, una reflexión que “ha de respetar los límites que descubre en sí mism[o] y en que los hombres, al unirse, empiezan a ser”.

Camus (digamos que el Camus de la posguerra) rechaza los extremos, los absolutos y las abstracciones llamadas Historia, Progreso, Democracia y Justicia, para luchar por lo concreto, por lo seres de carne y hueso que tiene un nombre y una biografía. Sartre fue un escritor de absolutos y excesos; Camus, de relativos y mesuras.

El exceso y la mesura. Podríamos pensar que el box, en su modalidad olímpica, es el deporte de excesos: son tres rounds que suman nueve minutos. Nueve minutos en los que hay que darlo todo; echar toda la “carne al asador” y jugarse cada segundo como si fuera la última partida. Para el box no hay mediodía.

El boxeo, un deporte individual para un Sartre individualista. Foto: Especial

El boxeo, un deporte individual para un Sartre individualista. Foto: Especial

El futbol, en cambio, es un deporte de noventa minutos y con el alargue, podrían ser ciento veinte. Cada jugada se construye como un edificio: ladrillo a ladrillo, jugada a jugada, pase a pase. Hay que rodar la pelota por lo ancho de la cancha, pasearla y que fluya por las laterales; aunque se vaya perdiendo, es imprescindible mantener la paciencia. Para el futbol, existen los mediodías.

¿Box o futbol?, ¿desmesura o mesura? Es una pésima conclusión plantear las cosas de manera dicotómica. Si se hurga con cuidado en la vida y el tejido de sus obras, los grandes pensadores y escritores trascurren en la tensión entre desmesura y mesura, entre los duros puñetazos del box y la técnica depurada del chanfle.

La mesura moralista de Camus estaba tensada por un exceso de arrogancia y susceptibilidad. Es conocida la anécdota: su secretaria llevaba un diario donde anotaba qué hacía y quién lo visitaba. Sabiéndose célebre, Camus casi la despide. Sartre, que en los últimos años de su vida no dudó en recurrir a las drogas y a los excesos de toda índole para mantener la escritura, solía ser generoso con los jóvenes y con sus amigos.

Las novelas y ensayos filosóficos de Sartre y Camus mantienen la tensión entre exceso y mesura que todas las grandes obras deben conservar; saben combinar el box y el futbol, la vida y la palabra, el caos y el orden.