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COLUMNISTA INVITADO | Jean Paul Sartre: boxeador; Camus: futbolista, de Enrique G.Gallegos

sábado, agosto 20th, 2016
"Todo lo que sé de moral lo aprendí del futbol", llegó a decir Albert Camus. Foto: Especial

“Todo lo que sé de moral lo aprendí del futbol”, llegó a decir Albert Camus. Foto: Especial

Jean-Paul Sartre practicó el boxeo; Albert Camus, el futbol. Sartre provenía de una buena familia, fue educado en la prestigiosa École normale supérieure y era bajito de estatura (medía un metro cincuenta y ocho); Camus procedía de una familia pobre, estudió por altruismo, era alto y tenía finta de galán de cine. Sartre era bizco y a decir de Simone de Beauvoir, “muy feo”; pero —como recuerda en sus Memorias su compañero normalien, Raymond Aron— “su fealdad desaparecía en cuanto hablaba, en cuanto su inteligencia [aparecía] borraba los granos y las tumefacciones de su cara”.

Ciudad de México, 20 de agosto (SinEmbargo).-El boxeo y el futbol podrían funcionar como metáforas de la literatura y el ejercicio de pensamiento de esos dos escritores y filósofos. El box y el fut explicarían sus diferencias. Fueron grandes amigos a partir de 1943 hasta su ruptura en 1952; son legendarias las fiestas y borracheras que organizaban en Saint-Germain-des-Prés.

Los biógrafos de ambos, Cohen-Solal y Lottman, coinciden en que analizados a la distancia, su amistad estaba destinada al fracaso y la ruptura. No estoy muy seguro de ello; también existen coincidencias entre, por ejemplo, El extranjero y La náusea, como para pensar, más bien, en un fenómeno de sístole y diástole, de contracción y dilatación filosófica y literaria.

A pesar de la aparente obviedad, establezcamos un punto de arranque necesario para trazar algunas diferencias entre Sartre y Camus. El box es un ejercicio individual; ciertamente descansa en un grupo de apoyo; pero éste no suele ser visible, corre por las laterales y la infraestructura del cuadrilátero. El boxeo es un enfrentamiento de dos soledades.

En contraste, el futbol es un deporte de conjunto; empero, se podría hacer notar que el buen futbol suele ser recordado por las grandes individualidades: Pelé, Maradona, etcétera. Pero basta recordar que el genio futbolístico de Messi fue insuficiente para hacer posible el campeonato mundial para los argentinos. La razón es que esas individualidades descansan en el juego de conjunto; cuando éste no funciona, se atascan. Sé que simplifico, pero para mi argumento interesa dejar en claro esta mínima distinción: si el box es deporte de individualidades, el futbol lo es de conjunto.

Sartre era boxeador porque era un individualista; Camus era futbolista porque buscaba relaciones colectivas.

También podríamos decirlo de otra manera: como Sartre era boxeador, pudo desarrollar su individualismo; Camus, al practicar el futbol, desplegó un sentido por las causas comunes.

Los pedagogos afirman que en la infancia hay que practicar tanto deportes individuales como grupales porque con ello se inculcan valores colectivos e individuales. No es algo reciente; aunque con un énfasis en el sentido colectivo, en La República Platón bosqueja toda una pedagogía que combina deportes y poesía, gimnasia y música.

Para los modernos puede parece extraña esa combinación, pero hay que recordar que la poesía para los griegos antiguos no se reducía a escribir versos; era toda una paideía, una amplia práctica cultural para que la polis germinara ¿Se podría llevar a ese extremo el trazado box/individualismo y futbol/comunidad?  Posiblemente exagero; pero si los tomamos como metáforas, ayudan en su comprensión.

En El ser y la nada (quizá su obra filosófica más importante) hay una frase que da cuenta del individualismo de Sartre: “el ser es una aventura individual”. Una afirmación que sintetiza toda la apuesta literaria y filosófica de Sartre (el Sartre previo al marxismo) y que podríamos resumir diciendo que el hombre es enteramente responsable de sí y de sus decisiones (aun de lo que no elige porque no elegir es otra forma de decidir).

Por su parte, Camus apostó por lo que denominó como el “pensamiento del mediodía”, es decir, una reflexión que “ha de respetar los límites que descubre en sí mism[o] y en que los hombres, al unirse, empiezan a ser”.

Camus (digamos que el Camus de la posguerra) rechaza los extremos, los absolutos y las abstracciones llamadas Historia, Progreso, Democracia y Justicia, para luchar por lo concreto, por lo seres de carne y hueso que tiene un nombre y una biografía. Sartre fue un escritor de absolutos y excesos; Camus, de relativos y mesuras.

El exceso y la mesura. Podríamos pensar que el box, en su modalidad olímpica, es el deporte de excesos: son tres rounds que suman nueve minutos. Nueve minutos en los que hay que darlo todo; echar toda la “carne al asador” y jugarse cada segundo como si fuera la última partida. Para el box no hay mediodía.

El boxeo, un deporte individual para un Sartre individualista. Foto: Especial

El boxeo, un deporte individual para un Sartre individualista. Foto: Especial

El futbol, en cambio, es un deporte de noventa minutos y con el alargue, podrían ser ciento veinte. Cada jugada se construye como un edificio: ladrillo a ladrillo, jugada a jugada, pase a pase. Hay que rodar la pelota por lo ancho de la cancha, pasearla y que fluya por las laterales; aunque se vaya perdiendo, es imprescindible mantener la paciencia. Para el futbol, existen los mediodías.

¿Box o futbol?, ¿desmesura o mesura? Es una pésima conclusión plantear las cosas de manera dicotómica. Si se hurga con cuidado en la vida y el tejido de sus obras, los grandes pensadores y escritores trascurren en la tensión entre desmesura y mesura, entre los duros puñetazos del box y la técnica depurada del chanfle.

La mesura moralista de Camus estaba tensada por un exceso de arrogancia y susceptibilidad. Es conocida la anécdota: su secretaria llevaba un diario donde anotaba qué hacía y quién lo visitaba. Sabiéndose célebre, Camus casi la despide. Sartre, que en los últimos años de su vida no dudó en recurrir a las drogas y a los excesos de toda índole para mantener la escritura, solía ser generoso con los jóvenes y con sus amigos.

Las novelas y ensayos filosóficos de Sartre y Camus mantienen la tensión entre exceso y mesura que todas las grandes obras deben conservar; saben combinar el box y el futbol, la vida y la palabra, el caos y el orden.

 

RESEÑA | “Patrivium”, de Gerardo Villanueva

sábado, julio 30th, 2016
Siete breves secciones y un poema “heráldico”. Foto: Especial

Siete breves secciones y un poema “heráldico”. Foto: Especial

Patrivium (Mantis Editores, 2016) es el reciente libro de poemas de Gerardo Villanueva (1978). Compuesto de siete breves secciones y un poema “heráldico” (que funciona como la arcana advertencia que estaba en la puerta del templo oracular en Delfos, gnóthi seautón).

por Enrique G. Gallegos

Ciudad de México, 30 de julio (SinEmbargo). De entrada, se podría pensar que Patrivium está escrito sobre la estela de los poemas escolares: poemas sobre ventanas, poemas sobre el agua, poemas sobre la ciudad, poemas sobre el amor, poemas sobre árboles, and so on. Poemas escritos en serie o compilados por apasionados de las colecciones.

Existe hasta una presunta poética que se pregunta qué experiencia y qué dimensiones de la vida humana no han sido objeto de la poesía, para trazar ahí esos juegos de primaria. No pocos talleres de poesía están llenos de esos ejercicios formales. El poeta se levanta en la mañana y reflexiona agudamente: hoy escribiré poemas sobre gansitos o sobre tiburones. Una escritura en serie que no hace sino replicar la producción en serie de la fábrica. Se escriben hileras de poemas como se ensamblan cadenas de teléfonos celulares.

Aunque escrito en esa tradición de los florilegios, Patrivium sale airoso de su arriesgada apuesta. Su serialidad, por decirlo de cierta manera, es de otra índole; digamos, para continuar con la analogía, su escritura no sería la de la fabricación en serie, sino la de las series televisivas. Así como las buenas series televisivas (tipo Breaking Bad) ahondan en los personajes y sus enmarañadas tramas, la mayoría de los poemas de Patrivium muestra las complejas transformaciones y figuras que el padre puede asumir.

¿Entonces de qué trata Patrivium? ¿Poemas del padre? Sí, a condición de que partamos de que el padre es, más que la ascendencia biológica, la densa trama de relaciones que ese otro representa en la cultura, la historia y la biografía.

El padre no es la figura centrípeta que permite identificar el origen, sino, más bien, la forma que adquieren las fuerzas centrifugas. La figura del padre, más que dominar, prodiga y disemina. En mi opinión, en eso consiste la riqueza connotativa de Patrivium. En la limpieza del lenguaje y su cuidadoso cincelado, Patrivium descarga las múltiples facetas, tensiones, derivas, metáforas y ritos que el padre puede asumir en nuestra cultura. Sólo a partir de ese campo centrífugo es que se puede hablar del padre biológico, de la patria y de los múltiples sucedáneos que esa figura puede apropiarse.

Soy de los que creen que la mejor poesía es biográfica. Y que, paradójicamente, lo enfáticamente poético deriva de un giro antibiográfico. Esta tensión sólo puede alcanzarse en la distancia; distancia que tamiza la biografía y realza el lenguaje. Por ello, desde cierto ángulo, nos engañaríamos si quisiéramos ver en el parricida que se asoma en cada verso, al mismísimo Gerardo Villanueva espiando al padre con el hacha en lo alto presto a decapitarlo (“prenderle fuego y esperar/ el restablecimiento del orden/ de las cosas”). Pero, desde otro ángulo, también nos engañaríamos si no sintiéramos algo de su biografía (real o ficticia):

Dad 0.5

trescientos

y tantos payasos apilados

en el sótano de la casa

de verano familiar

 entre tantas caretas y pelucas

papá nos educó para amar

la risa

Digo ficticia o real porque no importa si lo que relata en esos poemas es cierto o no, pues lo significativo es lo que anuncia la heráldica puesta al inicio del libro: “pregonaría un teorema como éste/: la filiación se constata más allá del ácido nucleico/ cada vez que se presentara la oportunidad…”

Así es como se entiende que la paternidad no sólo descansa en la filiación biológica, sino que también sea un tema de elección, azar o contingencia: la constatación de un ambiguo “más allá”. Hay figuras de la paternidad que se nos imponen misteriosamente y hay figuras que las elegimos o nos llegan del sino. Si el padre del poeta Villanueva es el Sr. Villanueva, también podría ser su padre Walter White de Breaking Bad o el padre del escritor serbio Danilo Kiš. De esa forma, como figura cultural y retórica, todos pasaríamos a ser hijos de Pedro Páramo.

Creo que la sección menos resuelta es la última. Desconfío de la poesía erudita y escrita sólo a partir de referencias literarias. Un poema, entre más se adhiere a una externalidad, menos pervive. El más y el menos constituyen parte del principio de incertidumbre en poesía. Ahí está el ejemplo de la Ilíada, lo que nos queda de ella no son precisamente los consejos sobre cómo construir un barco, sino las experiencias que se criban en el instante de su descarga. Con todo, uno termina de leer Patrivium con la extraña sensación de que sus poemas nos cuentan algo familiar y de que, por lo tanto, en Gerardo Villanueva se oculta nuestro hermano menor que ha tomado nota de lo vivido en la casa paterna.

“El fuego y el relato”, de Giorgio Agamben: Una reseña de Enrique G.Gallegos

sábado, julio 2nd, 2016
Un libro editado por Sexto Piso. Foto: Especial

Un libro editado por Sexto Piso. Foto: Especial

El libro editado por Sexto Piso se compone de diez textos con una diversidad en sus temas: la narración y el misterio; la exégesis de pasajes bíblicos; la función de la parábola; la lectura; la creación; el nombrar en la poesía; el libro y las ediciones digitales; pero cuya urdimbre podría estar en la reflexión sobre el lenguaje y aquello que acontece en el nombrar; es decir, en las distintas maneras como el lenguaje se apodera de la creación (sea la creación del poeta o la divina)

Por Enrique G.Gallegos

Ciudad de México, 2 de julio (SinEmbargo).- Si se pudiera esbozar una rápida y superficial alineación del campo filosófico vigente que reflexiona sobre lo político y lo estético en los últimos tiempos, se podría imaginar en dos tensores, uno tradicional que sigue pensándolo en términos de una semántica convencional y aquellos que sostienen que ese lenguaje y esas instituciones sólo gestionan su propia agonía y tratan de reflexionarlo desde otras problemáticas y otras vertientes conceptuales.

Dentro de este último campo se encontraría el filósofo Giorgio Agamben (Roma, 1942), uno de los principales referentes para ese zócalo de pensamiento que abrió en los ’70 Michel Foucault (1926-1984) y que se ha constituido en todo una partitura de estudios especializados: la biopolítica y los estudios arqueológicos.

En Italia fue, además, el editor del infortunado filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940), quien fuera ninguneado por los sectores más reaccionarios de la universidad. Estos dos datos ya de por sí indican las vertientes en las que el filósofo abreva para construir si propia obra desde los’70, pero, particularmente, en los ’90, con títulos emblemáticos para la reflexión filosófica, como la serie Homo sacer.

Agamben también suele reflexionar sobre diversos problemas que giran alrededor de la literatura.

El fuego y el relato (2016) constituye un conjunto de breves textos cuya factura dispareja no hace honor al prestigio del filósofo. El libro se compone de diez textos con una diversidad en sus temas: la narración y el misterio; la exégesis de pasajes bíblicos; la función de la parábola; la lectura; la creación; el nombrar en la poesía; el libro y las ediciones digitales; pero cuya urdimbre podría estar en la reflexión sobre el lenguaje y aquello que acontece en el nombrar; es decir, en las distintas maneras como el lenguaje se apodera de la creación (sea la creación del poeta o la divina).

El libro está escrito en ese singular estilo que tan bien teorizó Walter Benjamin: no el pretencioso tratado y la pesada maquinaria de la tesis académica, sino lo fragmentario como operación básica de escritura. Cada texto, por más breve que sea, se constituye como la confirmación de que el fragmento es lo que da sentido al libro. Con excepción de dos textos, se trata de un libro de poca sustancia. Esos dos ensayos son “¿Qué es el acto de la creación?” y “Del libro a la pantalla. Antes y después del libro”.

El primero es un lúcido análisis de las fuerzas que operan en la creación; ésta es entendida no tanto como si fuera una potencia a desarrollar, sino como resistencia que opone. El segundo es un ensayo relacionado con los cambios materiales y las experimentaciones con el libro y la hoja, desde el viejo rollo y el libro tradicional hasta su paso al medio digital.

Bastante discutible que la diferencia entre el libro tradicional y el digital sea una simple obliteración de la materia. Es, más bien, otra forma de apropiación de ésta. Es otra modalidad del soporte y no su clausura. A su manera, lo digital relanza y aligera la materialidad del libro. Los demás textos parecen rellenos, tramitología para que el editor pueda gritar al mundo: he aquí un libro (se trata, se podrá inferir, de ajustar los pliegos y la mínima cantidad de páginas).

Hay un párrafo en el que Agamben les da una recomendación a los editores: “Pero ahora querría dar un consejo a los editores y a todos aquellos que se ocupan de los libros: dejad de mirar las infames, sí, infames clasificaciones de los libros más vendidos y […] más leídos y, en cambio, tratad de construir en vuestra mente una clasificación de libros que merecen ser leídos.”

Dos básicas sugerencias: no editar bajo el imperativo del mercado, sino en función de una exigencia, de una necesidad, de una justicia que impone el pensamiento y la imaginación. Justamente ese consejo no parece haber sido seguido por los editores de El fuego y el relato.

La tácita respuesta de los editores parecería obvia, pero no carece de interés tratándose de un pensador que se ha constituido desde la distancia crítica. Y es que un libro suyo es garantía de restitución de la inversión y el plusvalor. He ahí, pues, la paradoja: Agamben en “las infames clasificaciones” de libros editados justamente porque vende. Agamben contra Agamben.

Si como pensador de lo político, Agamben nos provoca y lanza constantemente a nuevas realidades, como crítico de la literatura sus opiniones siguen atrapadas en el siglo XIX. Si alguien quisiera topar con el mejor Agamben, apenas lo encontrará en este montículo de legajos.

Poesía y sociedad. A propósito del 40° aniversario de “El pobrecito señor X”

sábado, abril 9th, 2016
40 años de un libro provocador. Foto: Especial

40 años de un libro provocador. Foto: Especial

Cuando el poema revienta el cascarón reduccionista de la literatura algo nuevo acontece, afirma nuestro colaborador habitual Enrique G.Gallegos en esta nota que celebra los 40 años de la edición de El pobrecito señor X, de Ricardo Castillo

Por Enrique G. Gallegos

A Ricardo Yáñez Ciudad de México, 9 de abril (SinEmbargo).- En algún momento la poesía logra salir de los estrechos pasillos de la literatura e ingresa en el mundo social. Pocos libros de poesía pueden realizar semejante paso: lo dan porque les es impuesto por una fuerza ajena; lo dan porque llevan la cifra de acontecimientos sociales que son reconocidos por los lectores; o porque el autor vislumbra huellas que serán en algún momento descifradas. Que sea una fuerza externa, un hecho social o la voluntad poética, termina por ser irrelevante. Cuando el poema revienta el cascarón reduccionista de la literatura algo nuevo acontece.

Y eso que acontece debe ser ponderado. Por un lado, aparecerá el lamento del purismo literario: la antipolítica que hace del poema zona incontaminada, juego de formas y tradiciones. Es la gestión decimonónica de la poesía; la infancia del poeta que se niega a crecer y teme que el mundo le arrebate sus juguetes.

El poeta, a fuerza de seguir esa fe decimonónica en lo inmaculado del poema, quizá ni se ha enterado que vivimos en el siglo XXI. Y cuando el poema choque con la realidad social, sólo se lamentará o lo descalificará porque no entiende su época, porque si su cuerpo vive en el siglo XXI, su alma sigue enajenada en el XIX.

Buscara la poesía en el poema y en el poema la poesía, como esos enajenados de los malls que persiguen el alma en la mercancía y la mercancía en el alma. Pero también está el poeta que desliza otro lamento. El lamento de la falta de compromiso, de la insuficiencia y la carencia en la militancia política. Se afirmará: grande el poeta por su compromiso moral, por su lucha ante las injusticias, por sus oscuros días en la mazmorra. El poema nunca hablara por sí; será el maniquí de fuerzas y la gestualidad de materialidades comprometidas. Lo que no descansa en la evidencia partidista —por no estar en las filas de los “bienintencionados” de la historia—, terminará en la frivolidad y la desconfianza.

Un alegato estetizante frente al alegato moralizante.

El poema como aire o el poema como cadena.

Se dirá que esquematizo: ahí está la riqueza y variedad de la poesía en el siglo XX; pero la vigencia de esta tensión la corrobora la presencia de dos paradigmas de poetas: el antiintelectual que puede hablar bien de ciertas tradiciones poéticas, pero no tiene empacho en ser ignorante en cualquier otro tema; en el otro extremo, el freelancero, el poeta ignorante de las tradiciones y que reduce la poesía al compromiso social o a las derivas híbridas, presentándolas como una eterna novedad.

Antiitelectualismo y freelance, en la cima de la autoexposición propiciada por las redes sociales, exhiben sus complementarias ignorancias como trofeos de nueva barbarie.

EL POBRECITO SEÑOR X, DE RICARDO CASTILLO

En las líneas que siguen quiero sugerir que lo significativo de El pobrecito señor X —libro de poemas de Ricardo Castillo que este 2016 cumple 40 años de haberse publicado— consiste en inscribirse en coordenadas allende la pobreza del esteticismo y los exabruptos de la militancia partidista y en crear una zona de tensión entre el poema y lo social, entre la voluntad para poetizar la subjetividad singular del autor y la narración de experiencias más amplias, articulándolas con ciertos estados de ánimo y ciertas disposiciones morales.

En una nota aparecida en La Jornada, otro Ricardo, Yáñez —poeta de fino oído en tiempos que privilegian el ruido—, comentaba que él fue el editor de El pobrecito señor X y que lo diseñó Enrique Martínez dentro de la colección “El Ciervo Herido”, del Centro para el Estudio del Folklore Latinoamericano en Guadalajara.

El libro lleva fecha de edición del 15 de julio de 1976 y se tiraron, al menos eso se afirma en el colofón, mil ejemplares.

Varias cosas se podrían afirmar de El pobrecito señor X, pero por el momento sólo me quiero detener en ciertas palabras ordinarias, usadas comúnmente para ofender o para mostrar la exaltación del ánimo; palabras altisonantes, que son consideradas vulgares, bajas y ofensivas.

Palabras que —se decía— eran propias de los canallas. Hay un poema, “«El que no es cabrón no es hombre»” en el que aparecen nueve palabras de ese tipo (chingar, cabrón, pendejo, puto, pinche, etc.). Se puede argumentar que en las palabras árbol, jazmín, aire y hojarasca anidan las posibilidades de algo poético. ¿Por qué en las palabras puto y pendejo no?

Foto: Especial

Foto: Especial

Y no habría que despacharlas sin más como meras incorrecciones o groserías. El uso que Castillo hace del lenguaje no es desde la “bella expresión”, sino desde la ironía y el humor. Repitamos por enésima vez el conjunto de contraseñas que singularizan esa poesía (y que Evodio Escalante registró en una conocida antología de 1988): “como alguien me lo dijo una vez: Valgo Madre”; “la realidad es una broma que ya me está poniendo nervioso”; “yo sólo quiero ser el meón más grande de la existencia”, etc. Es desde este filón antioxidante que las “malas palabras” entregan una experiencia y una visión del mundo.

Es una visión particular que no se constituye en una cosmovisión a la manera de los poemas homéricos, pues en la modernidad la capacidad de la poesía para hacerse de esas Weltanschauung se ha adelgazado al punto de tornarse espiritismo de Coca-Cola. La poesía como paideia está liquidada y forma parte de la historia de la humanidad.

Pero, con todo, El pobrecito señor X registra en lenguaje poético los estados de ánimos, las coordenadas políticas y ciertas preocupaciones culturales de los jóvenes de finales de los ’70, pero sobre todo de los ’80. Es el mundo de la generación inmediata posterior a las revueltas estudiantiles de los ’60.

Una generación de jóvenes radicalmente urbana, incrédula, escéptica del poder y escéptica de la revolución, que gastaba sus tardes en las tocadas de rock o en las esquinas de las colonias clasemedieras, que fumaba marihuana no para demostrar que la revolución era posible, sino “nomás por nomás”, para constatar que el “valemadrismo” también es poético.

Cuando el "valemadrismo " también es poético. Foto: Especial

Cuando el “valemadrismo ” también es poético. Foto: Especial

Un año después de la edición del libro, Monsiváis describió de manera sobria parte del programa de esa generación: una poesía en la que “irrumpa (molesto y divertido, vulgar y efímero) lo cotidiano.” Una generación para la que las crisis económicas terminaron por volverse un lenguaje normalizador y para la que aquella tragicómica expresión del presidente López Portillo (“defender el peso como perro”) no hizo sino registrar, además de la miseria del poder y el desencanto revolucionario, la caída de la poesía solemne y grandilocuente.

Es de ese contexto del que El pobrecito señor X abreva sus poemas recargados de ironía y humor juvenil. Por supuesto, no es la primera vez que algo así se hace en poesía (ahí están Efraín Huerta, los estridentistas y Jaime Sabines).

Así como con López Portillo asistimos a una brutal caída del valor de la política (incubada cuando menos desde Díaz Ordaz y sus políticas represoras), con sus prácticas de orgulloso nepotismo y sórdida grandilocuencia; con El pobrecito señor X presenciamos un proceso inverso: el izamiento del “lenguaje vulgar” al estatuto de lo poetizable. Este doble movimiento: vulgarización de la política y ennoblecimiento de la grosería, es parte de desplazamientos históricos más amplios, que hoy, cuarenta años después de la publicación de El pobrecito señor X, lo sabemos con mediana certeza: eran advertencias de que algo se gestaba y forma parte del nacimiento de una nueva época, que percibimos pero comprendemos de manera todavía oscura.

La disputa de que sea esa época y la polémica por su justa denominación —sociedad post-industrial (Bell), posmodernidad (Lyotard), postradicional (Habermas), sociedad del riesgo/líquida (Beck/Bauman)— sólo demuestran lo endeble de su estatuto histórico.

Con todo, Ricardo Castillo fue el primer aviso de que hace cuarenta años algo se gestaba. La vigencia de ese aviso poético lo demuestran los jóvenes que todavía se identifican con la ética de El pobrecito señor X. Su huella social es esa x; la x que los jóvenes amorosos escriben en el tronco del árbol; la x que el lascivo dibuja en el baño público o el tosco grafiti en los muros de las esquinas del barrio. Son, como el mismo Castillo sugiere en una entrevista, las crónicas de cualquiera. Con tal de que ese cualquiera sea joven.

Quizá hasta se pueda sugerir que El pobrecito señor X contribuyó a la formación de una nueva modalidad de poesía. Así como existen poemas de la ciudad, del amor, del eros o sobre la naturaleza, tendríamos una poesía de juventud. Sólo que no se trataría de una edad, sino de una poesía que captura ciertos estados de ánimo. Si la poesía de la ciudad despuntó con la poesía de Baudelaire y la base material del París como “capital del capitalismo”; la poesía de juventud podría significar el auge de una época que rechaza lo viejo y se obsesiona con la actualidad del presente.