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COLUMNISTA INVITADO | Las náuseas primaverales de Jean Paul Sartre, de Francisco Arbós

sábado, enero 21st, 2017

Por el momento querían vivir con el mínimo de gasto, economizar gestos, palabras, pensamientos, hacer la plancha: tenían un solo día para borrar las arrugas, las patas de gallo, los pliegues amargos que deja el trabajo de la semana. Un solo día. Sentían que los minutos se les deslizaban entre los dedos; ¿tendrían tiempo de acumular bastante juventud para empezar de nuevo el lunes por la mañana?

Por Francisco Arbós

Ciudad de México, 21 de enero (SinEmbargo).- Leído así, sin previa explicación, este texto no parece tener demasiado sentido. Sin embargo, nos concierne a todos. ¿Acaso ninguno de vosotros ha sentido alguna vez la terrible opresión de un domingo por la tarde, esa sensación de muerte momentánea que suele sobrevenir en invierno cuando las farolas comienzan a encenderse, a eso de las seis, y por las calles solo circulan parejas salidas del cine e individuos solitarios junto a sus perros? ¿Y qué hacemos los sábados ante la perspectiva de experimentar tan desagradable sensación? Posiblemente lo mismo que describe Jean-Paul Sartre en ese párrafo suelto: “acumular bastante juventud para empezar de nuevo el lunes por la mañana”. Cierto es que él lo escribió en una época en la que sólo podía descansarse en domingo –al menos otros peones de la vida como nosotros–. De ahí que en sus domingos confluyeran los dos extremos: el esplendor de la vida y el estertor de la muerte. Ya lo decía Isabel Coixet: Alguien tendría que prohibir los domingos por la tarde. Más allá del tópico –ya lo es en la actualidad–, lo que Sartre pretende corporeizar mediante esa imagen tan cotidiana es la “irreversibilidad del tiempo”, la imposibilidad de detenerlo para que nuestras vidas transcurran en un continuo presente. Es decir, pretende negar la existencia del pasado. Para muestra, el botón que luciremos más adelante.

A Sartre se le reconoce fácilmente por multitud de detalles superfluos. Cualquiera de nosotros habrá oído hablar de su ojo perezoso, de su sopa de cebolla, de los rincones parisinos en los que solía recalar en compañía de Simone de Beauvoir, el Polidor, la Brasserie Lipp, el Café de Flore, o incluso asociado su rostro de intelectual en blanco y negro con unas diminutas gafas redondas y a veces enteladas –recuerdo ahora una fotografía en la que aparece sentado en una mesa del Flore completamente absorto en sus papeles, mientras a su lado un grupo de jóvenes da buena cuenta de una botella de champagne–. Y unos cuantos por algunas de las obras de pensamiento más relevantes del siglo XX, como El ser y la nada, Crítica de la razón dialéctica o el libro que queremos sacar a colación, La náusea (1938, Alianza Editorial, 2011). Una novela de entreguerras cuya impronta fue capaz de sugerir, por sí sola, algunas de las líneas maestras del primer credo filosófico satriano, un credo que acabaría sintetizado en las dos obras filosóficas mencionadas en primer lugar. En esto Sartre emula a Platón y también recupera la intencionalidad de ciertos paisanos ilustres, como Voltaire y Rosseau. La náusea recupera esa antigua manera de hacer filosofía a través del relato y de la poesía. Si los personajes del Fedón nos acercaban a la inmortalidad del alma, o El banquete a las trampas del amor… si el Cándido de Voltaire nos permitía experimentar en nuestras propias carnes toda la ingenuidad de un ciudadano sometido a la dictadura del optimismo histórico, el protagonista de La náusea, Antoine Roquentin, se atreve a mostrarnos esa complicada amalgama de abstracciones que subyace bajo lo que solemos denominar “realidad”, y que habitan sobre la base de una existencia totalizadora. Es decir, que para leer este libro es necesario contemplar nuestras vidas como si formaran parte de una película barata en la que nos desfondamos absurdamente para borrar “las arrugas, las patas de gallo, los pliegues amargos que deja el trabajo de la semana”, y dejar que Antoine nos lea el guión primigenio, posiblemente escrito por un demiurgo con aspecto de burgués decimonónico.

 (…) de pronto uno siente que el tiempo transcurre, que cada instante conduce a otro, éste a otro y así sucesivamente; que cada instante se aniquila, que no vale la pena intentar retenerlo, etc., etc. Y entonces atribuimos esta propiedad a los acontecimientos que se presentan en los instantes; lo que pertenece a la forma lo referimos al contenido. En suma, se habla mucho del famoso transcurso del tiempo, pero nadie lo ve. Vemos una mujer, pensamos que será vieja, pero no la vemos envejecer. Ahora bien, por momentos nos parece que la vemos envejecer y que nos sentimos envejecer con ella: es el sentimiento de aventura.

Antoine Roquentin no es en absoluto un ciudadano común. Ha pasado media vida viajando a través de diversos países del norte de África y del continente asiático, ha visto entierros en góndola en Venecia, sentido el olor a hinojo que flota en las calles de Tetuán, contemplado estatuitas kmer en Hanói, residido en ciudades desconocidas como Meknes o Jihlava; ha leído todo lo que se debía leer para completar una instrucción a prueba de objeciones, e incluso comenzado su propia contribución bibliográfica a la Historia del Hombre; sin embargo, después de tanta “aventura” lo único que ha permanecido inalterable es la sospecha de atesorar un enorme vacío existencial. Exiliado en Bouville, una imaginaria ciudad de la costa atlántica francesa –suponemos–, trata de aprovechar su aislamiento voluntario para componer una biografía minuciosa del Marqués de Rollebon, a la sazón uno de los personajes más destacados de la política francesa de finales del siglo XVIII y principios del XIX –supuestamente responsable, incluso, de la muerte de Pablo I, el entonces Zar de Rusia–. Sin embargo, a lo único que parece conducirle su inevitable soledad es a pensarse a sí mismo –“me cansa pensarme”, decía Delibes– y todo lo concerniente a su propia existencia. Cuando no está en la Biblioteca Municipal, se dedica a recorrer las decadentes y opresivas calles de esa ciudad encerrada en sí misma para sacar algo en claro de su propia vida. Hasta que comprende, a fuerza de pensar, lo que anticipábamos algunas líneas más arriba: que el pasado es una ilusión.

Eché una mirada ansiosa a mi alrededor: presente, nada más que presente. Muebles ligeros y sólidos, incrustados en su presente, una mesa, una cama, un ropero con espejo –y yo mismo. Se revelaba la verdadera naturaleza del presente: era todo lo que existe, y todo lo que no fuese presente no existía. El pasado no existía. En absoluto. Ni en las cosas ni siquiera en mi pensamiento. (…) Para mí el pasado sólo era un retiro, otra manera de existir, un estado de vacaciones y de inactividad; al terminar su papel, cada acontecimiento se acomodaba juiciosamente en una caja y se convertía en acontecimiento honorario: tanto cuesta imaginar la nada.

Si nosotros utilizamos el recuerdo para sentir que el tiempo no ha transcurrido en balde, Antoine, en cambio, necesita creer que ningún instante es recuperable para sentir la sensación de aventura en toda su intensidad. Al final, todos sus esfuerzos acaban en un dique tan seco como aquel que controla el caudal de sus necesidades más atávicas. La auténtica aventura conlleva una insoportable sensación de vértigo, una náusea tan desagradable físicamente como placentera desde un punto de vista intelectual: contemplar la verdadera existencia en toda su enormidad solo puede conducir al vacío, a la muerte espiritual, por cuanto más allá de ella no existe absolutamente nada. De repente, su ser le parece tremendamente detestable. Pero, ¿qué otra cosa puede pensarse cuando se desbaratan esas ideas que con tanto ahínco elevara Platón a la categoría de eternas e inmutables? ¿Qué sucede cuando descubrimos que no existe esa cualidad contenedora de todo lo concreto, como ese verde en el que se refugia todo lo que es verde, como el mar que baña las costas de Bouville o una simple chaqueta de franela? Para Antoine no hay idea eterna que valga. Solo un mar que, por alguna razón, es verde, y una chaqueta cuyas características no alcanzan más allá de sí mismas. Lo único que es eterno e inmutable es precisamente la existencia de esas cosas. Y frente a ellas, unos entes pensantes que, por alguna razón, han adquirido conciencia de sí mismos y cuyo mundo no puede ir más allá de los límites marcados de forma natural por esa misma conciencia. En definitiva, “la existencia precede a la esencia”, y el conocimiento se caracteriza principalmente por su inmanencia, es decir, por su incapacidad para abrazar cualquier asomo de trascendencia.

para leer este libro es necesario contemplar nuestras vidas como si formaran parte de una película barata en la que nos desfondamos absurdamente para borrar “las arrugas, las patas de gallo, los pliegues amargos que deja el trabajo de la semana”. Foto: Especial

para leer este libro es necesario contemplar nuestras vidas como si formaran parte de una película barata en la que nos desfondamos absurdamente para borrar “las arrugas, las patas de gallo, los pliegues amargos que deja el trabajo de la semana”. Foto: Especial

Dicho esto, cuesta entender la negativa de Sartre a asimilar la idea de pasado, por cuanto en su discurso encontramos evidentes influencias de Descartes –al menos en su metodología racionalista–, y, sobre todo, de Husserl (cuidado que esta novela es de 1938, y Sartre no leyó bien a Heidegger hasta que fue confinado, en 1940, en un campo de prisioneros alemán).

Yo, yo me saco de la nada a la que aspiro; el odio, el asco de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en la existencia. (…) Soy porque pienso que no quiero ser.

Es entonces cuando Antoine (Sartre) se atreve a resolver el gran misterio, aún a sabiendas de que le costará una buena náusea: todo es pura contingencia.

(…) no hay nada, nada, ninguna razón para existir.

Más allá de reflexiones filosóficas, La náusea nos muestra un personaje en evidente estado de descomposición a la altura de El solitario de Eugène Ionesco, o del Herzog de Saul Below. Tal vez la acción brille por su ausencia, por cuanto se trata sobre todo de concentrar la atención en el pensamiento de Antoine, pero la plasticidad y colorismo de que hace gala la voz narrativa de Sartre suple con creces esa carencia inevitable.

El editor de la primera edición mexicana de La náusea, publicada por Editorial Diana en 1952, afirmaba en su momento que el existencialismo carecía “del rigor científico necesario” –claro que la Crítica de la razón dialéctica, su obra más formalmente filosófica, no se publicó hasta ocho años después–. Iris Murdoch, por su parte, dijo una vez que “la incapacidad de Sartre para escribir una gran novela es el síntoma trágico de una situación que nos afecta a todos –afirmación curiosa en alguien que nunca escribió una novela memorable–. Nosotros tampoco consideramos La náusea como una novela memorable en tanto novela, pero sí, desde luego, una obra imprescindible para todo aquel que pretenda adentrarse en la literatura y el pensamiento de la primera mitad del siglo XX. Tal vez consiga experimentar los domingos de una manera más llevadera. Y ya sólo por eso merece la pena.

ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE Culturamas. Ver ORIGINAL aquí. Prohibida su reproducción.

Luis Panini o cuando a los muertos se les ocurre morir en “La hora mala”

lunes, abril 4th, 2016
Con la hora mala quiso volver al divertimento inicial de la escritura. Foto: Francisco Cañedo, SinEmbargo

Con la hora mala quiso volver al divertimento inicial de la escritura. Foto: Francisco Cañedo, SinEmbargo

El autor regiomontano residente en los Estados Unidos regresa con una historia singular acerca de la diferencia y la falta de empatía con el prójimo que caracteriza a nuestras sociedades contemporáneas

Ciudad de México, 4 de abril (SinEmbargo).- Luis Panini nació en Monterrey en 1978 y vive en Los Ángeles. Es arquitecto de profesión, especie de artimaña de supervivencia para luego tener tiempos libres que le permitan hacer lo que más le gusta: escribir.

Se dio a conocer en el ambiente literario con un primer libro de relatos titulado Terrible anatómica y con el que obtuvo el Premio Nuevo León de Literatura 2008.

Es autor de las novelas Esquirlas (27 editores/UANL, 2014) y El uranista (Tusquets/Planeta, 2014), así como de los libros de relatos Mala fe sensacional (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2010) y Función de repulsa (Libros Malaletra, 2015).

Ahora regresa a la novela con una historia singular acerca de la diferencia y la falta de empatía con el prójimo que caracteriza a nuestras sociedades contemporáneas. Una novela corta, especie de vaudeville, con un ritmo muy teatral, donde el diálogo constituye la sustancia esencial.

Una alegoría sobre la muerte, sobre la violencia, sobre lo anestesiados que estamos frente a esos cadáveres que, ay, como diría el poeta peruano César Vallejo, “siguen muriendo”.

De golpe, en una calle de una ciudad cualquiera, una multitud se reúne alrededor del cuerpo de un joven agonizante que surgió de la nada. Instantes después, un mago callejero aparece también en circunstancias misteriosas y se dedica a conversar con los testigos, a medida que se esparce cierto olor a azufre.

Poco a poco, y debido a una suma de hechos absurdos o inquietantes como la existencia de un peligroso agresor sexual en el barrio, algunos de los presentes deberán concluir si están atrapados en un experimento fuera de lo común.

Quiso ser médico, se hizo arquitecto, pero sólo se siente escritor. Foto: Francisco Cañedo, SinEmbargo

Quiso ser médico, se hizo arquitecto, pero sólo se siente escritor. Foto: Francisco Cañedo, SinEmbargo

–Se habla a menudo de los cadáveres que hablan, en La hora mala el problema es que nadie quiere escucharlos

–Finalmente el hombre que aparece en esa acera no puede hablar y no puede defenderse de las cosas que dicen frente a él, en cierto modo se está muriendo a causa de un chisme. ¿Qué tanto pueden decirnos los cadáveres?

–Me llamó la atención la estructura de la novela, muy dramática

–En algún momento pensé que La hora mala iba a ser una obra de teatro…el reto para mí en esto fue escribir una historia en tiempo real. Una novela que transcurriera entre las 15 y las 16 horas; los diálogos imperan aquí, a diferencia de mis novelas anteriores, donde no había explorado el diálogo. Me encantaría escribir en el futuro una novela pícara, quizás La hora mala sea un antecedente, de germen…

–Si fuera una obra de teatro, sería un vaudeville

–Sí. Algunas personas me escribieron para mostrar su interés por montarla en un escenario y por qué no, yo encantado

–Lo central de la novela es la indiferencia frente a la muerte y al dolor

–Exactamente. Ese es uno de los ejes: la indiferencia frente a la desgracia ajena, solo queremos ser espectadores y no involucrarnos, por eso los personajes funcionan como espejo; los humanos somos muy complejos, podemos ser muy buenos y también podemos ser muy malos. El otro eje temático de la novela es la maleabilidad de la psique colectiva; a veces podemos tener una opinión sobre un tema, pero si estamos en grupo, esa opinión cambia. Me gusta ese contraste y eso quería explorar.

–Los medios manipulan mucho esa opinión colectiva

–Las redes sociales alimentan con información segundo a segundo, constantemente estamos formando opinión y muchas veces sobre fuentes que no son fidedignas. A veces creí que ciertas historias leídas eran reales, para a los dos días darme cuenta de que eran falsas. En La hora mala, el mago comienza a cambiar la opinión de todos, el titiritero.

Una novela como un absurdo, llena de diálogos. Foto: Especial

Una novela como un absurdo, llena de diálogos. Foto: Especial

–Muchos hablan de la influencia de Juan José Arreola en tu obra, yo encuentro rastros de Alfred Jarry en La hora mala

–Es una comedia del pueblo, efectivamente, puesto que la ciudad no tiene nombre. Soy un gran lector de Jarry y también de Arreola, una de las grandes cumbres literarias de México. El humor de La hora mala le debe algo a Arreola y las cuestiones absurdas y los diálogos son influencia de Franz Kafka, un autor que leo y releo en forma constante.

–Empiezas con una frase de Jean Paul Sartre, de La náusea…

–Sí, eso de que las tres de la tarde siempre es demasiado temprano o demasiado tarde para hacer algo. Me pasa lo mismo, nunca sé qué hacer a las tres de la tarde. Me llamó la atención cuando leí eso en La náusea y lo tomé como punto de partida para La hora mala. Hace unos minutos un chico me dijo que en algunos pueblos es considerada la hora de la misericordia, para rezar, para decir una oración.

–¿Qué piensas del egoísmo, de que alguien muera ante nuestros ojos y no nos conmueva?

–Yo puedo ser un hombre muy egoísta con mi tiempo, cuando estoy con mis amigos pienso en que no estoy escribiendo, pero yo hubiera ayudado inmediatamente a ese hombre tirado en la acera que aparece en La hora mala. El egoísmo puede ser sano a nivel creativo, pero a nivel humano es repudiable y siempre trato de evitarlo. Tengo mis temporadas hurañas, pero ayudo a las personas cuando lo necesitan.

–¿Vivimos en una sociedad psicópata?

–Estamos rodeados de ciudadanos psicópatas y sociópatas. Los niveles de violencia desensibilizan. Monterrey se convirtió ya en el muerto nuestro de cada día. Esto cada vez va permeando más en las conciencias jóvenes, que ven eso como algo normal de la vida cotidiana.

–¿Las redes sociales incentivan ese fenómeno?

–Sí, porque la proximidad es lo que impone límites. Estar detrás de una pantalla y abrigado en el anonimato, es fácil conformar juicios de valor constantes.

–¿Tienes Twitter y Facebook?

–Sí, porque esas redes sociales son indispensables para los escritores de hoy. El escritor debe impulsar su obra, debe llamar a los lectores. La literatura también es un negocio, ninguna editorial querrá publicar a autores para que sus libros terminen en una bodega.

–Tu novela anterior, Esquirlas, tiene un punto de contacto con La hora mala en eso del cuerpo deteriorado, destruido, ¿es algo que te preocupa particularmente?

–Sí, desde mi primer libro. Quise estudiar medicina antes que arquitectura. Y mi disfraz ahora es el de arquitecto, pero mi vocación real es la de escritor.

–¿El absurdo es también otra de tus obsesiones?

–Bueno, desdeño el absurdo por el absurdo en sí, pero es algo que me interesa también mucho desde que empecé a escribir. Me gusta el absurdo pero con lógica y eso como ejercicio literario siempre lo he disfrutado mucho. Con La hora mala quise reencontrarme con cierto divertimento inicial.

–Eres un escritor mexicano aunque vivas fuera de México

–No sé qué deba escribir para ser considerado totalmente mexicano, pero mi humor, burlarse de la muerte, todo eso es de aquí, de donde nací. Me considero un escritor muy mexicano, en algún momento quisieron etiquetarme como un escritor del norte, pero no estoy atado a esa geografía.

–¿Qué lees de México?

–Estoy leyendo una novela que me tiene la mandíbula en el piso, Las tierras arrasadas. Cuando leo a Emiliano Monge pienso que dentro de 30 años será uno de nuestros candidatos al Premio Nobel. También leo todo lo de Antonio Ortuño, pues su prosa siempre me ha parecido exquisita.