Posts Tagged ‘César Silva Márquez’

ENSAYO desde Juárez | Jardín de invierno, poemario del premiado autor fronterizo César Silva Márquez

sábado, abril 18th, 2020

Lugares de distintas geografías, memorias de la infancia y escenarios juarenses de la vida cotidiana componen este compilado. Publicado por Bonobos dentro de la Colección Reino de Nadie, Jardín de invierno se divide en tres partes: “Viajes”, “Interludio con personajes” y “Alcohol”, además de las secciones “Misiva” y “10 años después”, que contienen un sólo poema.

Por Gibrán Lucero

Ciudad Juárez, Chihuahua, 18 de abril (JuaritosLiterario).- César Silva Márquez (Ciudad Juárez, 1974), poeta y narrador, ha sido becario en múltiples ocasiones del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Chihuahua. Su obra De mis muertas (2005) obtuvo el Premio Binacional de Novela Joven Frontera de Palabras (Border of Words), su cuentario Hombres de nieve consiguió el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí en el 2011, y La balada de los arcos dorados ganó el Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero dos años después. Además, ha publicado ABCdario (2000), Si fueras en mi sangre un baile de botellas (2004), Juárez Whiskey (2013) y Jardín de invierno (2017), libro en el que a continuación me centraré.

Publicado por Bonobos dentro de la Colección Reino de Nadie, Jardín de invierno se divide en tres apartados: “Viajes”, “Interludio con personajes” y “Alcohol”, además de las secciones “Misiva” y “10 años después” que solo contienen un poema.

En la primera parte imperan las postales; en las cuales el yo lírico reflexiona y contrapone su estado anímico con lugares e imágenes de distintas geografías en las que se encuentra. En el poema “Frente a los jardines de luxemburgo”, por ejemplo, la voz poética cabila en torno al tiempo transcurrido y su presente: “pienso en lo que he visto / en los últimos días / y sé que necesitaré 20 años más / para nombrar este presente”. Así, su pesimismo empaña la visión del río parisino: “porque hoy el sena es tan sólo / una trenza de río, un agua sin reflejo”. El texto concluye con la resignación a través de la bebida: “los vidrios beben / mientras / yo bebo”.

Algo similar se presenta en “Del viaje”, ahora en otra latitud, Montreal, Canadá. Estos versos se constituyen del contraste entre los múltiples escenarios de la ciudad y sus marcadas estaciones temporales: “un día la seca nieve cubre mapa y horas / otro, el sol es perfecto y mujeres se tatúan la cintura”. Como en el poema anterior, aparecen los espacios bohemios: “en los bares las mujeres desnudas / hablan francés italiano y español”; y concluye también con una reflexión, pero ahora acerca de un pasado que vivió a destiempo: “yo tenía 25 años / pero la ciudad era más joven”.

La segunda parte del poemario posee una naturaleza más heterogénea. Mientras que “Abuela en cama de hospital” retrata la convivencia a la que se ven obligados los parientes cuando un integrante de la familia muere: “niños que sigo sin reconocer / me nombraron tío por ser hijo de mis primos”; en “Poema de las últimas cosas” hay una numeración de nombres de mujeres como entes ficcionales: “beatriz se hizo polvo a media página / leticia en 35 líneas mientras me esperaba desnuda y ebria”.

También aparecen algunas preguntas respecto a su paradero textual, “¿hacia qué palabra se mudaron? / ¿qué libro habitan?”, y a su conformación ficcional: “entre dientes de adjetivos, verbos y sujetos / círculos de canciones a medias / páginas como tranvías a nueva jersey o más allá”. Por su parte, “Zhora muere en Blade Runner” es un ejercicio de écfrasis referencial que, sin embargo, no logra ofrecer una propuesta estética equiparable a la vibrante escena de la película de Ridley Scott.

El último apartado comienza con “Naturaleza muerta con cerveza”, poema en el cual aparece efectivamente el tópico que define esta parte: la bebida embriagante. El texto refiere a una lista que describe, en su trasfondo lírico (casi publicitario), los beneficios de este líquido: “la cerveza es un buen desinfectante de verduras / no causa enfisema, cura ganglios y arregla gargantas”.

En “Mercado Juárez” aparece “la cerveza como carnada”, convirtiendo al espacio que rodea a la voz lírica en uno que podría habitar cualquiera: “algo en el traspatio / donde la fiesta significa / un bar a media acera”; es decir, el emblemático mercado de la frontera representa un lugar iluminado por la cotidianidad, donde “cada trago incendia / la madera del saludo”.

En el poema que pertenece a la sección “Misiva” el ambiente se antoja de nuevo bohemio, aunque ahora con tintes más decadentes, además de una manifiesta línea entre los dos grupos protagónicos, quienes se acercan a la burla: “hombres vestidos de mujer”, dentro de los cuales se cuenta el yo lírico, pues “mis amigos abrazan / a la delgadísima / y ella los besa y se muerde las uñas”; y “mujeres que fingen serlo y se tropiezan cuando buscan el baño”.

Por último, en “10 años después”, se encuentra “Hombre en oficina”, una pequeña odisea de escape del tedio a través de la imagen. Dividido en cuatro partes, el texto comienza con la estela de un pájaro y el recuerdo de una multitud de mariposas que detonan una serie de cuadros: un travelling cinematográfico que halla los momentos precisos en los que el tedio y la cotidianidad se tornan poéticos:

“desde esta ventana / que por las mañanas el sol / aja la piel de mi brazo derecho / he visto al mundo ser muchos” […] “se escuchan el reloj y el zumbido de las máquinas calentando el aire / el claxon como clavo en medio de una madera de quietud”.

En la segunda parte se ilumina un cerrar de ojos en un ambiente onírico costero que tiene “el barco más grande del mundo / que se aleja con la velocidad del caracol / [y] es un tambor apenas tocado por los dedos de un niño”.

La tercera fracción, por su parte, radica en el abrir de ojos: “atrás quedaron las mariposas y la ciudad por la que daría un brazo”. Por último, llega el fin de la espera, la hora más deseada y “la lluvia entonces marca la hora de salida”.

Esta composición es, a mi parecer, la que más se destaca en el libro en cuanto a su calidad lírica. En él aparece un hombre “normal”, un oficinista que compone poesía a partir de ciertos momentos cotidianos, como la espera para salir del trabajo; mientras que en los demás textos resulta evidente el oficio de escritor del yo lírico, es decir, alguien que acostumbra moverse en espacios poéticos habituales o bohemios (“frente a los jardines de luxemburgo”), y por ello escribe sobre el alcohol (“naturaleza con cerveza”) o sobre su propio oficio (“poema de las últimas cosas”). En este sentido, confieso que me hubiera gustado leer un poemario con los atributos que caracterizaron solo al último texto.

ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE JUARITOS LITERARIO. VER ORIGINAL AQUÍ. PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN.

SALA DE LECTURA | “Chaneque”, de César Silva Márquez

sábado, mayo 28th, 2016
Un cuento de César Silva Márquez Foto: Shutterstock

Un cuento de César Silva Márquez Foto: Shutterstock

Me gusta de pronto imaginar que el restaurante es mi casa y que a ella vuelvo cada noche después de rondar por tugurios en busca de prospectos. Cierro los ojos y sé que ningún rincón aquí es desconocido para mí.

Ciudad de México, 28 de mayo (SinEmbargo).- Uno de los atractivos que tiene el restaurante Mordida de gato, es la cerveza. El dueño, Arael, y su amigo, un tipo que llegó del norte, la preparan desde hace dos años. Ellos mismos quiebran el grano, hierven el mosto y lo fermentan. La cerveza, como la recuerdo, ha cambiado mucho desde mil setecientos, y no es ni la mitad de espesa de lo que era antes. Hay en el mundo cervezas de gran factura, por supuesto, mejor sabor y envidiable cuerpo, pero la que ofrece Mordida de gato es gratificante. Muy pocos de nosotros podemos darnos este placer, el único que recorre mi viejo cuerpo.

Otro atractivo que tiene Mordida de gato, es la madera; los pisos y los detalles de los muros siempre desprenden un delicioso aroma a cedro, así que es como si estuviera en un gran bosque o, si cierro los ojos, un gran sarcófago. Me gusta de pronto imaginar que el restaurante es mi casa y que a ella vuelvo cada noche después de rondar por tugurios en busca de prospectos. Cierro los ojos y sé que ningún rincón aquí es desconocido para mí.

El restaurante se ubica en un barrio bravo, cerca del mercado Los sauces. Hay días en que el lugar se llena hasta reventar, pero, otros, no hay ni un alma. Y aquello es un misterio para Arael, para el norteño y para mí.

La noche en cuestión, la noche en que desapareció Fernando, entró el último frente frío del invierno. Fernando llegó al restaurante alrededor de las nueve y tomó su habitual lugar en la pequeña barra y pidió una cerveza. Daba un trago largo para luego fijar la vista en el vaso, como si estuviera contando las burbujas que iban llegando del fondo a la superficie. Cada vez que bebía se tocaba la punta de la nariz, era un rápido roce, pero suficiente para que yo lo notara.

Apenas iba a acercarme a preguntarle si se encontraba bien, cuando apareció Arael y comenzaron a platicar. A esa hora el restaurante estaba casi vacío, lo que les permitió charlar extenso rato. Lo único que alcancé a oír claramente fue algo que dijo Fernando: Es así, no puede ser de otra manera, y luego le dio el último trago a su cerveza. La cerveza porter que yo bebía tenía un delicado sabor a chocolate y un dejo de malta quemada que invitaba a fumar. Antes, yo fumaba, pero de eso hace tanto tiempo que apenas si recuerdo el sabor que desprende el tabaco. Dejé de fumar por Magdalena, a decir verdad dejé todo por ella, y para algunos de mi especie, les parece increíble que mi cuerpo tolere la cerveza. El ansia por la falta de nicotina aun la tengo y eso es lo que me hace sentir que un poco de vida corre por mis venas.

Desde mi desafortunado encuentro con Magdalena, viví en Whitechapel, en Londres, Luego, en mil ochocientos ochenta y ocho, dio conmigo Lucas Smith. Y cuando murió Lucas Smith, fue el turno de Demian Fuller y Luego Paolo Morena y así hasta llegar a Moretti. Viví en Madrid por unos años, posteriormente me hospedé en un viejo barrio de Múnich en el cuarenta y dos, en una casona cerca del Teatro Nacional, para terminar en Cracovia, muy cerca de Auschwitz. En mil novecientos cuarenta y cinco dejé Europa y viajé a América. Mi primer destino acá fue Argentina, donde conocí a Moretti. Incluso nos dimos la mano en una taberna sobre la avenida Corrientes. Poco después dejé la turbia República para acomodarme en una vieja casona en Santiago de Chile donde hice mi vida hasta finales de los ochenta. Así, en medio de aquellos años terribles para todos, pero felices para unos cuantos como yo, el incansable Moretti volvió a aparecer, obligándome al exilio en México. Fue en Ciudad Juárez donde permanecí hasta finales de la década de los noventa, y luego en las ciudades de Culiacán y Mazatlán. Cansado del sol y agobiado por el acoso de Moretti, a principios del siglo XXI, decidí moverme a Xalapa. Pero lo que había escuchado de esta ciudad, esos rumores maravillosos de la neblina perenne que me harían recordar mi vieja Londres, las lóbregas calles Brady y Cavell y Dorset y Berners, han sido solo eso, rumores.

Fernando decidió retirarse del restaurante al finalizar la cuarta cerveza. Fue la última vez que lo vieron. Un mes después, algunas personas siguen asegurando haberlo visto en el puerto de Veracruz, en los portales o deambulando por los callejones estrechos del centro de Xalapa. Cuando oigo eso, me relajo y me repito que eso es bueno y de inmediato pienso en los muros y la madera de Mordida de gato y en la noche fría y espesa que es la cerveza porter.

Juraba que Fernando se tomaría una cerveza más, sin embargo pagó y se levantó. Apreté un puño, mi vaso estaba casi lleno. Ni Arael ni los pocos parroquianos se dieron por enterados cuando mi lugar quedó vacío.

Fernando se encontraba en la puerta del restaurante. Le pregunté si todo estaba bien. Me dijo, sin mirarme, que por supuesto todo estaba bien. Yo quería que me viera a los ojos, eso era lo que necesitaba. Mírame a los ojos, le dije entonces, y volteó con el ceño fruncido, su mirada eran dos estacas bajando con velocidad hacia mí. Pero en cuanto mis ojos se conectaron con los suyos, su mirada se relajó. Con nuestro primer parpadeo, lo supo todo de mí. Comenzamos a caminar hacia mi departamento, hacia el este, en dirección a la Facultad de Letras.

En la noche fría y espesa que es la cerveza porter. Foto: Shutterstock

En la noche fría y espesa que es la cerveza porter. Foto: Shutterstock

¿No eres de por aquí, verdad?, me preguntó.

Así que te gusta Mordida de gato, le contesté eludiendo su pregunta. Con cada paso que dábamos, mi mano alcazaba a tocar el dorso de la suya.

En cierto momento me dijo que se sentía mareado y se detuvo en una esquina. Yo conozco esa sensación, le dije, y suspiré recordando cuando Magdalena, hace tanto, me miró a los ojos, tal como lo hice con Fernando, y me llevó a uno de esos viejos barrios en Londres cerca del oloroso Támesis, tal como lo hago con Fernando ahora, en este nuevo siglo y esta rebuscada ciudad. Fernando era muy alto y tenía las manos delgadas. Era antropólogo y había estudiado en España un doctorado en Religión. No hubo necesidad de que me confesara que había vivido en Santiago de Compostela en dos mil ocho y había tenido un par de amantes mientras estuvo allá. En ese año yo vivía en Culiacán, sobre la avenida Hidalgo. Entonces Moretti me localizó y tuve que moverme. Moretti me sorprendía, pero ya estaba acabado. Comenzaba a padecer de artritis y ya no oía muy bien del oído izquierdo. Era peligroso, como un tigre, pero a buena distancia nunca podría hacerme daño. Daba por hecho que cuando Moretti muriera lo extrañaría, tal vez por un tiempo, hasta que conociera a su reemplazo y todo comenzara de nuevo. Mismos papel, diferente reparto, por los siglos de los siglos.

¿Cuáles son tus recuerdos más antiguos?, me preguntó Fernando de la nada.

Recuerdo que estoy en la cuna y escucho las voces de mis padres a lo lejos, como si estuvieran en la recámara contigua.

Imagínate ser inyectado con recuerdos que no son tuyos, me dijo, recordar de pronto que puedes hablar francés, por ejemplo, o que puedes tocar el piano, o los callejones de Whitechapel, o el aire enrarecido de Auschwitz, como le sucede a… Fernando guardó silencio recordando algo que apenas si vislumbraba, luego se encogió de hombros y dijo: Como sucede en esa película de vampiros.

A Fernando le tomé la mano para seguir avanzando.

Hace frío, me dijo, mientras lo guiaba a través de las calles oscuras, hasta llegar a un callejón que conocía muy bien y donde las cosas debían terminar. Me recargué un momento en su hombro. Un perro aulló en la distancia, y otro, más lejos, le contestó.

Cerré los ojos y al sentir el sudor de Fernando en mis labios, la urgencia me colmó, entonces, por primera vez, algo me distrajo: en mi mente vi a Moretti subiendo y bajando estas calles antiguas y desagarradas, tratándome de alcanzar, con una mano clavando el sombrero a su cabellera blanca, buscando como buen sabueso que es, dando un traspié por aquí, marcando una puerta por allá, repasando su libreta y tachonando el mapa, pero siempre acercándose. Con su maletín negro y sus manos temblorosas y artríticas llenas de grietas como ríos secos. El gran Moretti, el ahora viejo Moretti. Claro que lo extrañaría. Un día sé que lo veré cruzar el umbral de Mordida de gato para entrechocar nuestros tarros sudorosos.

Dejé a Fernando ahí, a la mitad del callejón, paralizado, con los ojos en blanco. Avancé sin siquiera mirarlo. Pensando en lo que acababa de suceder, lleno de hambres.

Hace un par de semanas, el norteño preguntó por Fernando. Arael le contestó muy serio: Yo creo que se lo llevó un chaneque.

Pobre Fernando, agregó, más para él, luego se dio la vuelta y cruzó el umbral de la cocina donde cuelga un letrero hecho a mano que dice: Solo personal.

Por ahí a de andar, dije en voz baja, y di un gran trago a mi cerveza.

César Silva Márquez. Foto: Facebook

César Silva Márquez. Foto: Facebook

¿QUIÉN ES CÉSAR SILVA MÁRQUEZ? Ganador del Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero, nació en Ciudad Juárez, en 1974; se ha desenvuelto tanto en poesía como en prosa. Sus trabajos han sido condecorados en diversas categorías, como el Premio Binacional de Novela Joven Frontera de Palabras (2005) por De mis muertas (rebautizada como Los cuervos) y el Premio Bellas Artes al Cuento San Luis Potosí por Hombres de nieve. Almadía editó su novela La balada de los arcos dorados.

COLUMNISTA INVITADO | “Carta para Enrique Márquez”, por César Silva Márquez

sábado, mayo 14th, 2016
Foto: Especial

Foto: Especial

A propósito del libro Para quienes no han conocido al Coyote

Ciudad de México, 14 de mayo (SinEmbargo).- Xalapa, 27 de enero, 2016. Estimado Enrique: No he podido escribir nada sobre tu nuevo libro Para quienes no han conocido al Coyote (Bonobos, 2016)

No puedo más que sentirme agradecido por el Coyo tocho morocho dormido, ahí en esa jaula de hoja como sábana, imaginado a pelo así asá en su indomesticada casa.

Ahora miro la noche frente a mí y mi hijo de seis años duerme hecho una borla en su recámara y no sabe lo que le depara el futuro y si es afortunado como yo, un día podrá leer estos poemas y sabrá las voces que ahí se ocultan.

Tenía 17 años cuando leí por primera vez Liturgia del gallo en tres pies (Tierra Adentro, 1979), lo leí, lo regresé a la biblioteca y entonces, un día, ya un poco mayor, fui por él y lo robé, como si un apache cortara de tajo el sol.

Y ese cancionero, en ese entonces tan jazz y delirante, tan como para renombrar al mundo desde un caleidoscopio o inventar la palabra desde una tómbola de notas y filos, me acompañó por muchos años.

Cuando leo tus poemas pienso en Códice, de Jean Clarence Lambert, en Un ejemplo (salto) de gato pinto, de José de Jesús Sampedro y en Mansalva, de Gerardo Deniz, porque los que te leímos a los 17 años fuimos vacunados en Venecia, en esa plaza profunda de balcones donde pestañea Trilce y Huidobro dice que por favor nos demos cuenta de que la poesía es un gallo en carne y peleonero, pero también una conchita rosa y de buen rostro untado.

Crecí, nunca más entré en esa biblioteca, años después salí de la casa de mis padres, me casé y el gallo, ese gallo que es como este gallo, me siguió sin darme cuenta, ahí entre las gallinas y las bofetadas y la gritería inyectada en el tuétano.

En las mudanzas, por un buen tiempo, tu libro se quedó bajo la alfombra de los otros libros. Y siempre preguntaba qué había sido de ti y me decían que no habías vuelto a escribir un verso. Perdí tu nombre porque esa es mi condición y te nombraba a ciegas y decían que dabas clases por ahí, me enseñaban tus supuestos poemas y algo nunca encajó. Era un acto reflejo preguntar por el poeta de Liturgia y la respuesta siempre fue errónea.

Si al final escribo algo, quizá lo llame En busca de Enrique Márquez, pero no estoy seguro, porque a fin de cuentas de eso se trata cualquier poema, existan gallos y temblores o sea la fábula alucinante de topos y gallinas y picos: siempre se trata de buscar.

En octubre del año pasado nos dimos la mano en San Luis Potosí, donde naciste y de donde es mi padre y de alguna manera soy yo. Fue significativo ese encuentro. Te dije: bien, qué bien, qué sorpresa, y platicamos de la lluvia y Paz y Monsi también estuvo en la plática y una noche entre tequila y actores, el polvo cayó, se asentó y dijimos algo del frío y un futuro libro, éste de aquí, el del Coyo tocho morocho, en verso largo y narrativo y también más cancionero y jazz que el gallo de pelea del 79, más inglés y T. S. Eliot entre los barrotes de la canción interminable tan para bautizar de nuevo aquello que ves, un libro como un sueño que más me recuerda a Sampedro con Si él entra yo entro y a Deniz encapsulado en Mansalva bajo tu propio caudal mediático, más copa 38 Doble D y Sade y Lewinsky y sus mamadas y el pabilo encendiendo a la golondrina, tú tan lejos de Neruda y tan cercano al viejo de Trilce, porque aún veo que roes como buen coyote su fémur.

Enrique Márquez, autor de Para quienes no han conocido al Coyote. Foto: Facebook

Enrique Márquez, autor de Para quienes no han conocido al Coyote. Foto: Facebook

Luego me llamaste y me pediste que estuviera en San Luis presentando tu libro, yo bebía una cerveza muy fría y miraba la tarde desde una cocina que se despeña al verde del bosque y ahí, en medio del miedo, dije que sí por decir que no, por tus poemas que a los 17 fueron hierros candentes y que en algún momento en un café de la ciudad de México te dije, Enrique, este poemita lo escribí después de pelearme con el gallo del 79.

Siempre me han parecido afilados tus poemas y lo compruebo con el Coyo tocho morocho y su vida perruna.

Desde lo político en contra de un estado represor, en el Gallo, hasta el consumismo y la feminidad posmoderna en las páginas del canino perruno que por más que lean los que lo lean no lo conocerán.

Y si en Liturgia el gallo fue peleonero, en 2015 el Coyote resultó tenaz y cauteloso, lleno de hambre, tanto así que el plumífero no tuvo suerte y fue engullido de un solo bocado.

Mi hijo duerme y si tiene suerte un día leerá tus poemas, se los pondré ahí cerca de los otros libros para que un día los coseche como si se tratara del sol.

En San Luis te diré de nuevo gracias, me gustó mucho tu libro, y al final del baile frente a la sociedad, si es posible, nos tomaremos un trago.

Nos vemos pronto, tu amigo y lector. César Silva Márquez

 

SALA DE LECTURA | “La Condesa”, por César Silva Márquez

sábado, abril 9th, 2016
No tenerlo presente cuando le dolían tanto las rodillas no le agradaba. Por la ventana, entre los sicomoros de su jardín, la luz entraba en forma de tenedores. Foto: Shutterstock

No tenerlo presente cuando le dolían tanto las rodillas no le agradaba. Por la ventana, entre los sicomoros de su jardín, la luz entraba en forma de tenedores. Foto: Shutterstock

Un cuento excepcional del narrador juarenze, quien -como Gardel al canto- cada día escribe mejor. Una historia asfixiante, con tocino y hotcakes de plátanos, muy cortazariano, muy clásico y conmovedor

Ina abrió los ojos muy temprano esa mañana de enero. Le dolían las rodillas y si dolían así, dentro de unas horas el dolor sería insoportable. Por primera vez en mucho tiempo se sintió cansada. El solo pensar que el próximo fin de semana –el dos de febrero, a las siete de la tarde, para ser exactos–, cumpliría sesenta y dos años, la deprimía. Trató de cerrar los ojos, pero no pudo. Miró a su izquierda, Jeffrey no estaba. Se había levantado aún más temprano que ella y había salido sin despertarla. No tenerlo presente cuando le dolían tanto las rodillas no le agradaba. Por la ventana, entre los sicomoros de su jardín, la luz entraba en forma de tenedores. Alargó la mano y tomó su Percodán del buró, depositó dos pastillas en su lengua y tragó.

Sesenta y dos años -pensó- y deseó que su esposo estuviera ahí y no caminando por la playa fría, como se lo imaginaba. Necesitaba que contestara el teléfono en caso de que Martha llamara. Ella siempre llamaba unos días antes de su cumpleaños. Su carrera, en gran parte, se la debía a ella, pero hoy no estaba de humor para contestar, fuera quien fuera. El aire sopló y alguna viga de la casa crujió una, dos veces. El sonido era seco y sordo, como si Dios estuviera quebrando tallos de apio. Ina se masajeó los ojos.

Miró las cobijas, arrugadas, en el lado de la cama que le correspondía a Jeffrey. Constató que el celular de su esposo seguía sobre el buró. Arrugó el entrecejo. Él nunca salía sin su celular. Excepto diez años atrás cuando… no quiso pensar más en aquella ocasión. Su fuerza radicaba en la habilidad que le permitió arreglar ese embrollo de faldas con una comida extensa e íntima. No tenía el cuerpo de su juventud, aunque, si lo pensaba, nunca había sido esbelta, pero tenía el don de la cocina y Jeffrey, viera como lo viera, ya estaba viejo para andar a estas alturas de rabo verde.

Suspiró y trató de levantarse. Se hacía tarde y quería sorprenderlo con unos hot cakes de plátano acompañados de tocino con Maple. En verdad, a quien le gustaba el tocino era a ella, a su marido le gustaba más el jamón enmielado.

Se hacía tarde y quería sorprenderlo con unos hot cakes de plátano acompañados de tocino con Maple. En verdad, a quien le gustaba el tocino era a ella, a su marido le gustaba más el jamón enmielado. Foto: Shutterstock

Se hacía tarde y quería sorprenderlo con unos hot cakes de plátano acompañados de tocino con Maple. En verdad, a quien le gustaba el tocino era a ella, a su marido le gustaba más el jamón enmielado. Foto: Shutterstock

El esfuerzo que hizo para incorporarse no fue suficiente y su cuerpo cayó como un jamón entero en la tibieza de las sábanas. Sonó el teléfono. De seguro es Martha, dijo en voz alta. Dejó que timbrara seis veces más hasta que, fuera quien fuese del otro lado, desistió. Recordó cuando Martha Stewart se comunicó con ella por primera vez y le dijo que cocinaba de maravilla. Había momentos, como hoy, que pensaba en su vieja tienda de ultramarinos y aunque la había cerrado hace tantos años atrás, en mil novecientos noventa y seis, pensaba que esa vida era mejor a esta, que Martha Stewart le había hecho más daño que bien, aconsejándola, siendo su confidente, ayudándola a entrar a la televisión y volviéndola famosa.

Había momentos, como hoy, que pensaba en su vieja tienda de ultramarinos y aunque la había cerrado hace tantos años atrás, en mil novecientos noventa y seis, pensaba que esa vida era mejor a esta, que Martha Stewart le había hecho más daño que bien, aconsejándola, siendo su confidente, ayudándola a entrar a la televisión y volviéndola famosa. Foto: Shutterstock

Había momentos, como hoy, que pensaba en su vieja tienda de ultramarinos y aunque la había cerrado hace tantos años atrás, en mil novecientos noventa y seis, pensaba que esa vida era mejor a esta, que Martha Stewart le había hecho más daño que bien, aconsejándola, siendo su confidente, ayudándola a entrar a la televisión y volviéndola famosa. Foto: Shutterstock

La buena de Martha, con número de reo 55170-054. De pronto la odió. Vio el cielo raso de su recámara y la odió por su omnipresencia. Al parecer parte de la casa, los muebles del baño, el cuarto de visitas, la sala de estar, su cocina, incluso los crujidos de la vigas y los sicomoros allá fuera, de algún modo perverso, le pertenecía a su amiga. Hizo un intento más por levantarse, pero el cuerpo no le respondió. Eres una obesa, se dijo, eres una ballena. Miró el frasco de Percodan y, antes de tomar otras dos pastillas, lo lanzó contra la pared. Iba a llorar, pero se contuvo. Tenía que pensar en el desayuno de Jeffrey, en su programa de televisión, en sus amigos y en la supuesta trama del programa.

¿A quién enviaría esta semana al súper? ¿Para quién tendría que cocinar esta vez? ¿Lo haría en la playa o en su cocina? Sam estaba fuera de la ciudad. Rita se encontraba en el hospital luchando contra un cáncer recién detectado. Isabella estaba por volver a Connecticut… Ina suspiró de alivio. Era el mismo alivio que sentía cuando se adentraba en su jardín de flores y hortalizas y todo estaba verde o rojo o floreciendo conforme lo planeado, ese sería el tema del programa: una cena de despedida. Llamaría a Steve, el productor del Food Network, de inmediato. Pero antes necesitaba poner un pie en la fría duela. Eso tenía que hacer.

Cerró los ojos y vio a su madre negándole la entrada a la cocina cuando era pequeña, explicándole que ella había venido al mundo para cosas más importantes que cocinar un huevo. Vio a Jeffrey a los quince años cuando lo conoció en una cafetería de hamburguesas, mientras visitaba a su hermano en un hospital de Hannover, ella también tenía quince.

Vio a sus compañeras de la facultad reírse a sus espaldas por su problema de peso. Se vio a ella misma a los veintitrés, escondiendo barras de chocolate bajo el colchón de su cama y a su querido Jeffrey, tomándola del brazo, acariciándola, haciéndole saber que era su apoyo y que siempre lo sería.

Finalmente, como si fuera la cereza coronando el pastel, se recordó a los veinticuatro, en una cama de hospital y con el estómago destrozado por dos galones de helado de chocolate que comió después de recibir la noticia de la muerte de su padre. El buenazo de su padre había sufrido un ataque al corazón justo en medio de un embotellamiento de kilómetros, cuando regresaba de Nueva York a casa.

Con los años se hizo de su tienda La Condesa descalza, que junto con Jeffrey había conseguido en las afueras de East Hampton, en el frío año del setenta y ocho, y entonces su vida sí que dio un gran vuelco, justo como si se volteara un jugoso filete en la parrilla para terminarlo de cocinar. Fue entonces cuando ideó su famoso platillo de res a la borgoñesa y, como para aderezar más su futuro, la dichosa llamada de la vieja y buena Martha Stewart.

Martha había sido un instrumento del destino, una espumadera, en todo caso, que la había izado fuera del agua hirviente de una vida bastante común. Soy Martha Stewart, oyó del otro lado de la línea, desde un teléfono en uno de los tantos cubículos grises de la televisora NBC. Era ella en persona y era como venderle el alma al diablo, la sensación fue deliciosa. Todo por su platillo de res a la borgoñesa. Todo por no saber la receta original y tener que experimentar con vino, verduras y salsas. Todo por ese estofado con cebollas y zanahorias y… bueno, las ágiles manos y el agudo paladar.

Cocinando para Jeffrey. Foto: Facebook

Cocinando para Jeffrey. Foto: Facebook

Jeffrey, estuviera donde estuviera, llegaría pronto y ella necesitaba bajar a la cocina, necesitaba prepararle el almuerzo y mantenerlo enamorado por un día más. Necesitaba llamar a Steve y decirle en qué consistiría el programa de la semana. Necesitaba llamar a Isabella para contarle que le cocinaría (lo había decidido) su famoso estofado francés. Aunque Ina tenía la impresión de que Isabella ya no era su amiga, por cierto gesto que la delataba. En los últimos tiempos, nadie parecía su verdadero amigo. La llamaban para saber qué cocinaría en casa esa tarde. Si había preparado un pastel de chocolate o cualquier postre que sólo a ella le resultaba bueno, pero nunca para preguntar cómo se encontraba ella o Jeffrey y su arritmia cardìaca.

Abrió los ojos por segunda vez esa mañana y dijo: Soy Ina Garten, al mismo tiempo que su pie se esforzaba por alcanzar la fría madera del suelo. Soy Ina Garten, dijo otra vez, soy la Condesa, dijo mientras sentía las rodillas como un par de galletas resecas, listas para desmoronarse.

INVITADO | Barry Seaman, viene a saludarme: César Silva Márquez

sábado, enero 30th, 2016
Esta noche, entre nosotros hay alguien muy especial para mí, un amigo que ha venido del sur de la frontera y hoy necesita de mi atención y por consiguiente de la atención de ustedes. Foto: Facebook

Esta noche, entre nosotros hay alguien muy especial para mí, un amigo que ha venido del sur de la frontera y hoy necesita de mi atención y por consiguiente de la atención de ustedes. Foto: Facebook

El mundo existe gracias a la invención de los engranajes, que si no hubiera sido por tal invento el mundo no se movería, no estaría respirando

Ciudad de México, 30 de enero (SinEmbargo).- Más allá de que me guste o no la novela 2666, del ya mítico (para unos) Roberto Bolaño, entre los aciertos que puedo señalar encuentro a Barry Seaman, un orador negro que el periodista Oscar Fate acompaña cierta noche hasta uno de tantos templos en Los Ángeles, California.

Ahí, Oscar Fate es testigo del gran discurso que va soltando el viejo Seaman ante una congregación que parece ansiosamente esperar su alegato –entre otros temas– sobre el Dinero, el Peligro y las Estrellas.

He releído esta parte más de una vez, y me gusta pensar que un día llegaré a ese templo en Los Ángeles para yo mismo ser testigo de sus palabras. Una tarde escribí lo siguiente: – Hermanos, nos dice Seaman desde el púlpito a los congregados en un templo de Los Ángeles, muy cerca del Parque Rebeca Holmes, esta noche voy a tratar dos temas, dice y levanta su mano derecha y con los dedos índice y medio forma el signo de la paz.

Esta noche, entre nosotros hay alguien muy especial para mí, un amigo que ha venido del sur de la frontera y hoy necesita de mi atención y por consiguiente de la atención de ustedes. Pienso en lo que les voy a decir y miro los ojos de mi amigo y sólo me viene a la cabeza una cosa. Barry dice que el mundo existe gracias a la invención de los engranajes, que si no hubiera sido por tal invento el mundo no se movería, no estaría respirando. La memoria, por ejemplo, está formada por un juego de engranajes, el fuego que brota de un encendedor es gracias a una piedra en forma de un engranaje que pudiéramos llamar corona, al igual que el tiempo y las motocicletas, ahora mismo les digo que desconfíen de aquello que no se mueva por engranajes, dice y señala a la concurrencia como advirtiendo de un gran peligro. Pero la memoria es lo que mantiene unido este mundo. La repetición del engranaje en movimiento. Cuando dice uno buenos días o buenas noches, cuando uno da la mano para saludar o cuando uno prepara algún platillo en la comodidad de la cocina, es el mecanismo de coronas y piñones funcionando a su mayor potencia. Y así como cada quien tiene una voz específica, ronca o suave o fuerte, uno tiene una memoria única.

No es lo mismo la memoria de un cantante a un poeta o de un actor a un administrador o un abogado. Cada cual nació con la memoria que requiere para hacer su trabajo. El poeta al escribir siempre evoca, al igual que el actor cuando da la mano y da los buenos días, dice Barry Seaman y se aclara la garganta y mira un segundo al suelo.

Un mes después de salir de la cárcel del condado de Santa Cruz, me llamó Marius Newell, yo vivía cerca de la carretera y desde la ventana veía pasar los autos al lado de la costera y me dijo mira, Barry, me hice de una motocicleta que necesito que veas, y colgamos, treinta minutos después, mi viejo amigo, el mismo que me había acompañado a cada uno de los mítines con Los Panteras Negras y el mismo que murió en un altercado con la policía años después, llegó a casa en aquella belleza, una Iron-head negra de 1964 y me dijo sube y me subí y llegamos hasta la frontera en menos de dos horas, el aire fresco al principio se tornó helado mientras el sol caía, pero el clima nos importó muy poco.

2666, la novela de Bolaño que entre otras cosas cuenta la historia de Barry Seaman. Foto: Especial

2666, la novela de Bolaño que entre otras cosas cuenta la historia de Barry Seaman. Foto: Especial

Esa vez no cruzamos, solo nos quedamos a la orilla de la costera viendo las luces opacas y rojas sobre los cerros en México y el negro cielo al oeste donde se encontraba el mar. Entre tantas cosas, hablamos de cuando teníamos trece años y pensábamos que la vida sería maravillosa a los veinte y tendríamos un jardín grande en una casa grande de Santa Mónica. Y ya se pueden imaginar que lo único que estábamos haciendo era recordar películas viejas, donde ni siquiera los negros aparecíamos en ellas, pero eso queríamos hacer. Luego, volvimos a montar aquella belleza y regresamos a Santa Cruz donde sucedió algo: la motocicleta al pie de la casa dejó de funcionar, primero hizo un ruido desgarrador, como hace el hierro contra el hierro. La motocicleta estuvo en mi garaje dos días hasta que después de regresar del trabajo me encontré a Marius con las manos y su camiseta blanca de tirantes llenas de grasa. Me dijo fueron los engranajes y me mostró uno de ellos partido en dos. Pasaron dos días más hasta que la motocicleta comenzó a moverse de nuevo, dice Barry Seaman y vuelve a aclararse la garganta. El tiempo es memoria -agrega- y la memoria está representada en los engranajes de sus relojes, dice y guarda silencio y mira hacia el piano vacío al fondo del escenario antes de continuar.

En el sesenta y siete, junto con Marius Newell, viajé a México. Mi madre estaba enferma y la medicina sólo podía obtenerla a buen precio allá abajo. Era octubre y la arena de la playa estaba fría. De inmediato entendimos, Marius Newell y yo, bajo el resol de la tarde y sobre la arena compacta y picante, que aquella playa había sido golpeada con insistencia por el tiempo. En ese instante la playa nos reveló el origen. El principio de las cosas. El polvo cósmico que comprende la Vía Láctea, las células y los huesos de los dinosaurios encontrados en Argentina y California y los huesos de los primeros hombres al otro lado del océano. De eso platicamos Marius Newell y yo aquel día de octubre. Luego, ya de regreso a casa, pensé en la arena de Santa Mónica y sus secretos y en los secretos que guarda el desierto de Chihuahua que se extiende hasta Texas y toca la frontera con Arizona. Y según los que saben, si pudiéramos moler la Tierra completa y volverla tan fina como la arena, el total de granos que se obtendría no sería suficiente para contar las estrellas del universo. Y eso me hace pensar en que cada grano de arena es como cada punto que erige una línea, para entonces con cierta cantidad de líneas crear una superficie, para así darnos forma a mí y a ustedes, hermanos. Esa tarde, en la playa de Ensenada le tendí la mano a Marius Newell para ponerse de pie y salir de México cuanto antes, el sol ya bajaba y desde la costera, sobre los riscos al fondo, podíamos distinguir algunos leones marinos tomando aire. Hay lugares en la Tierra donde la arena es escasa, por ejemplo en Mississippi, donde hay puro fango y donde el cielo estrellado de la noche es interrumpido por las nubes constantes y abultadas en agosto y octubre. Así como la arena en agosto es la más cálida del año, en octubre y marzo, al soplar el aire, las nubes son de una arena fina que nos impide ver más allá de los aviones en vuelo. Y ya para terminar, como es costumbre, les quiero dar una receta de cocina que aprendí de mi madre y que ella a su vez la aprendió de su madre cuando vivían en El Paso, Texas, y que, por si fuera poco, es donde mi amigo, ahora presente y con los brazos cruzados ahí abajo, ha vivido desde todo el tiempo.

Entonces, Barry Seaman se vuelve un punto blanco como los faros de un auto estacionado sobre la carretera visto desde un retrovisor. Pienso que ese hombre, a pesar de la edad aún corpulento, me guiña el ojo desde un púlpito imaginado.

Quién es César Silva Márquez: Nació en Ciudad Juárez, Chihuahua, el 10 de julio de 1974. Poeta. Fue miembro del taller del INBA bajo la dirección de Jorge Humberto Chávez. Textos suyos y traducciones han aparecido en revistas nacionales y extranjeras. Becario, en tres ocasiones, del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Chihuahua. Premio Binacional de Novela Joven Frontera de Palabras (Border Words) 2005 por De mis muertas. Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí  por Hombres de nieve. Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero 2013 por La balada de los arcos dorados. Su trabajo ha sido incluido en las antologías El manantial latente, Tierra Adentro, 2003; Árbol de variada luz, Universidad de Colima, 2002; Generación del 2000, Tierra Adentro, 2001 y el libro colectivo El silencio de lo que cae, UNAM, El Ala del Tigre, 2000.

Un día frío, un buen lugar para leer un libro: Puntos y Comas

sábado, enero 30th, 2016

Como en aquella hermosa canción del brasileño Djavan, el fin de semana largo representa una hermosa oportunidad para tener un tú a tú con los libros postergados y de ese modo ponernos al día con nuestro espíritu, siempre ávido de letras

PRROMO_POST_PUNTOS-Y-COMAS04

Ciudad de México, 30 de enero (SinEmbargo).-“La figura del escritor en México está desgastada”, dice Verónica Flores, la ex editora de Tusquets, empresa editorial cuyos rumbos encaminó durante 15 años, afianzando la carrera de autores hoy sustanciales como Élmer Mendoza y Cristina Rivera Garza, entre otros.

Junto a Vanessa Fuentes, su colaboradora de siempre, fundó la agencia literaria VF, dispuesta a llenar un vacío en la materia en nuestro país y a competir de igual a igual con los representantes internacionales, una circunstancia que amerita la entrevista de portada.

Llegamos a fin de mes y Puntos y Comas con un suplemento que profundiza el interés por los libros mediante la columna del invitado, esta vez el entrañable escritor juarense César Silva Márquez, quien al parecer ha mantenido una conversación de amigos con Barry Seaman, uno de los personajes más populares de 2666, la monumental novela de Roberto Bolaño.

La segunda entrega de “Mesa de noche”, de Jorge Zepeda Patterson, analiza las novelas El príncipe que fui, del mexicano Jordi Soler y La templanza, de la española María Dueñas.

¿Qué hacías en la guerra, mamá?, le preguntamos a la Premio Nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich, autora de La guerra no tiene rostro de mujer.

El periodista y crítico musical Pablo Espinosa, director de cultura de La Jornada, nos abre los anaqueles del alma en su biblioteca y comparte sus libros más queridos.

El perfil de la periodista y escritora vasca Arantxa Urretabizkaia nos lleva a las épocas del dictador Francisco Franco, cuando había reglas hasta para respirar y no se hablaba afuera lo que se sentía adentro.

Editorial Resistencia, Ediciones Antílope, Los libros del Zorro Rojo, NitroPress: los sueños de las editoriales independientes en México también son los nuestros. Mientras tanto, la Brigada para leer en libertad regala tres libros, un ejercicio –el de la generosidad- que ha hecho tan respetada y querida a su líder, Paloma Saiz.

Richard Ford vuelve a Frank Bascombe y Karin Slaughter ofrece con Flores cortadas, un nuevo y escalofriante thriller.

Mucho para leer en este fin de semana largo, como en aquella hermosa del brasileño Djavan “Um dia frio”: Un día frío, un buen lugar para leer un libro, mientras pienso en ti, porque sin ti no vivo… ni siquiera por toda la riqueza de los jeques árabes dejaría de pensar en ti…

[youtube XOfNLXGc8KA]