Me gusta de pronto imaginar que el restaurante es mi casa y que a ella vuelvo cada noche después de rondar por tugurios en busca de prospectos. Cierro los ojos y sé que ningún rincón aquí es desconocido para mí.
Ciudad de México, 28 de mayo (SinEmbargo).- Uno de los atractivos que tiene el restaurante Mordida de gato, es la cerveza. El dueño, Arael, y su amigo, un tipo que llegó del norte, la preparan desde hace dos años. Ellos mismos quiebran el grano, hierven el mosto y lo fermentan. La cerveza, como la recuerdo, ha cambiado mucho desde mil setecientos, y no es ni la mitad de espesa de lo que era antes. Hay en el mundo cervezas de gran factura, por supuesto, mejor sabor y envidiable cuerpo, pero la que ofrece Mordida de gato es gratificante. Muy pocos de nosotros podemos darnos este placer, el único que recorre mi viejo cuerpo.
Otro atractivo que tiene Mordida de gato, es la madera; los pisos y los detalles de los muros siempre desprenden un delicioso aroma a cedro, así que es como si estuviera en un gran bosque o, si cierro los ojos, un gran sarcófago. Me gusta de pronto imaginar que el restaurante es mi casa y que a ella vuelvo cada noche después de rondar por tugurios en busca de prospectos. Cierro los ojos y sé que ningún rincón aquí es desconocido para mí.
El restaurante se ubica en un barrio bravo, cerca del mercado Los sauces. Hay días en que el lugar se llena hasta reventar, pero, otros, no hay ni un alma. Y aquello es un misterio para Arael, para el norteño y para mí.
La noche en cuestión, la noche en que desapareció Fernando, entró el último frente frío del invierno. Fernando llegó al restaurante alrededor de las nueve y tomó su habitual lugar en la pequeña barra y pidió una cerveza. Daba un trago largo para luego fijar la vista en el vaso, como si estuviera contando las burbujas que iban llegando del fondo a la superficie. Cada vez que bebía se tocaba la punta de la nariz, era un rápido roce, pero suficiente para que yo lo notara.
Apenas iba a acercarme a preguntarle si se encontraba bien, cuando apareció Arael y comenzaron a platicar. A esa hora el restaurante estaba casi vacío, lo que les permitió charlar extenso rato. Lo único que alcancé a oír claramente fue algo que dijo Fernando: Es así, no puede ser de otra manera, y luego le dio el último trago a su cerveza. La cerveza porter que yo bebía tenía un delicado sabor a chocolate y un dejo de malta quemada que invitaba a fumar. Antes, yo fumaba, pero de eso hace tanto tiempo que apenas si recuerdo el sabor que desprende el tabaco. Dejé de fumar por Magdalena, a decir verdad dejé todo por ella, y para algunos de mi especie, les parece increíble que mi cuerpo tolere la cerveza. El ansia por la falta de nicotina aun la tengo y eso es lo que me hace sentir que un poco de vida corre por mis venas.
Desde mi desafortunado encuentro con Magdalena, viví en Whitechapel, en Londres, Luego, en mil ochocientos ochenta y ocho, dio conmigo Lucas Smith. Y cuando murió Lucas Smith, fue el turno de Demian Fuller y Luego Paolo Morena y así hasta llegar a Moretti. Viví en Madrid por unos años, posteriormente me hospedé en un viejo barrio de Múnich en el cuarenta y dos, en una casona cerca del Teatro Nacional, para terminar en Cracovia, muy cerca de Auschwitz. En mil novecientos cuarenta y cinco dejé Europa y viajé a América. Mi primer destino acá fue Argentina, donde conocí a Moretti. Incluso nos dimos la mano en una taberna sobre la avenida Corrientes. Poco después dejé la turbia República para acomodarme en una vieja casona en Santiago de Chile donde hice mi vida hasta finales de los ochenta. Así, en medio de aquellos años terribles para todos, pero felices para unos cuantos como yo, el incansable Moretti volvió a aparecer, obligándome al exilio en México. Fue en Ciudad Juárez donde permanecí hasta finales de la década de los noventa, y luego en las ciudades de Culiacán y Mazatlán. Cansado del sol y agobiado por el acoso de Moretti, a principios del siglo XXI, decidí moverme a Xalapa. Pero lo que había escuchado de esta ciudad, esos rumores maravillosos de la neblina perenne que me harían recordar mi vieja Londres, las lóbregas calles Brady y Cavell y Dorset y Berners, han sido solo eso, rumores.
Fernando decidió retirarse del restaurante al finalizar la cuarta cerveza. Fue la última vez que lo vieron. Un mes después, algunas personas siguen asegurando haberlo visto en el puerto de Veracruz, en los portales o deambulando por los callejones estrechos del centro de Xalapa. Cuando oigo eso, me relajo y me repito que eso es bueno y de inmediato pienso en los muros y la madera de Mordida de gato y en la noche fría y espesa que es la cerveza porter.
Juraba que Fernando se tomaría una cerveza más, sin embargo pagó y se levantó. Apreté un puño, mi vaso estaba casi lleno. Ni Arael ni los pocos parroquianos se dieron por enterados cuando mi lugar quedó vacío.
Fernando se encontraba en la puerta del restaurante. Le pregunté si todo estaba bien. Me dijo, sin mirarme, que por supuesto todo estaba bien. Yo quería que me viera a los ojos, eso era lo que necesitaba. Mírame a los ojos, le dije entonces, y volteó con el ceño fruncido, su mirada eran dos estacas bajando con velocidad hacia mí. Pero en cuanto mis ojos se conectaron con los suyos, su mirada se relajó. Con nuestro primer parpadeo, lo supo todo de mí. Comenzamos a caminar hacia mi departamento, hacia el este, en dirección a la Facultad de Letras.
¿No eres de por aquí, verdad?, me preguntó.
Así que te gusta Mordida de gato, le contesté eludiendo su pregunta. Con cada paso que dábamos, mi mano alcazaba a tocar el dorso de la suya.
En cierto momento me dijo que se sentía mareado y se detuvo en una esquina. Yo conozco esa sensación, le dije, y suspiré recordando cuando Magdalena, hace tanto, me miró a los ojos, tal como lo hice con Fernando, y me llevó a uno de esos viejos barrios en Londres cerca del oloroso Támesis, tal como lo hago con Fernando ahora, en este nuevo siglo y esta rebuscada ciudad. Fernando era muy alto y tenía las manos delgadas. Era antropólogo y había estudiado en España un doctorado en Religión. No hubo necesidad de que me confesara que había vivido en Santiago de Compostela en dos mil ocho y había tenido un par de amantes mientras estuvo allá. En ese año yo vivía en Culiacán, sobre la avenida Hidalgo. Entonces Moretti me localizó y tuve que moverme. Moretti me sorprendía, pero ya estaba acabado. Comenzaba a padecer de artritis y ya no oía muy bien del oído izquierdo. Era peligroso, como un tigre, pero a buena distancia nunca podría hacerme daño. Daba por hecho que cuando Moretti muriera lo extrañaría, tal vez por un tiempo, hasta que conociera a su reemplazo y todo comenzara de nuevo. Mismos papel, diferente reparto, por los siglos de los siglos.
¿Cuáles son tus recuerdos más antiguos?, me preguntó Fernando de la nada.
Recuerdo que estoy en la cuna y escucho las voces de mis padres a lo lejos, como si estuvieran en la recámara contigua.
Imagínate ser inyectado con recuerdos que no son tuyos, me dijo, recordar de pronto que puedes hablar francés, por ejemplo, o que puedes tocar el piano, o los callejones de Whitechapel, o el aire enrarecido de Auschwitz, como le sucede a… Fernando guardó silencio recordando algo que apenas si vislumbraba, luego se encogió de hombros y dijo: Como sucede en esa película de vampiros.
A Fernando le tomé la mano para seguir avanzando.
Hace frío, me dijo, mientras lo guiaba a través de las calles oscuras, hasta llegar a un callejón que conocía muy bien y donde las cosas debían terminar. Me recargué un momento en su hombro. Un perro aulló en la distancia, y otro, más lejos, le contestó.
Cerré los ojos y al sentir el sudor de Fernando en mis labios, la urgencia me colmó, entonces, por primera vez, algo me distrajo: en mi mente vi a Moretti subiendo y bajando estas calles antiguas y desagarradas, tratándome de alcanzar, con una mano clavando el sombrero a su cabellera blanca, buscando como buen sabueso que es, dando un traspié por aquí, marcando una puerta por allá, repasando su libreta y tachonando el mapa, pero siempre acercándose. Con su maletín negro y sus manos temblorosas y artríticas llenas de grietas como ríos secos. El gran Moretti, el ahora viejo Moretti. Claro que lo extrañaría. Un día sé que lo veré cruzar el umbral de Mordida de gato para entrechocar nuestros tarros sudorosos.
Dejé a Fernando ahí, a la mitad del callejón, paralizado, con los ojos en blanco. Avancé sin siquiera mirarlo. Pensando en lo que acababa de suceder, lleno de hambres.
Hace un par de semanas, el norteño preguntó por Fernando. Arael le contestó muy serio: Yo creo que se lo llevó un chaneque.
Pobre Fernando, agregó, más para él, luego se dio la vuelta y cruzó el umbral de la cocina donde cuelga un letrero hecho a mano que dice: Solo personal.
Por ahí a de andar, dije en voz baja, y di un gran trago a mi cerveza.
¿QUIÉN ES CÉSAR SILVA MÁRQUEZ? Ganador del Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero, nació en Ciudad Juárez, en 1974; se ha desenvuelto tanto en poesía como en prosa. Sus trabajos han sido condecorados en diversas categorías, como el Premio Binacional de Novela Joven Frontera de Palabras (2005) por De mis muertas (rebautizada como Los cuervos) y el Premio Bellas Artes al Cuento San Luis Potosí por Hombres de nieve. Almadía editó su novela La balada de los arcos dorados.