SALA DE LECTURA | «La Condesa», por César Silva Márquez

09/04/2016 - 12:02 am
No Tenerlo Presente Cuando Le Dolían Tanto Las Rodillas No Le Agradaba Por La Ventana Entre Los Sicomoros De Su Jardín La Luz Entraba En Forma De Tenedores Foto Shutterstock
No Tenerlo Presente Cuando Le Dolían Tanto Las Rodillas No Le Agradaba Por La Ventana Entre Los Sicomoros De Su Jardín La Luz Entraba En Forma De Tenedores Foto Shutterstock

Un cuento excepcional del narrador juarenze, quien -como Gardel al canto- cada día escribe mejor. Una historia asfixiante, con tocino y hotcakes de plátanos, muy cortazariano, muy clásico y conmovedor

Ina abrió los ojos muy temprano esa mañana de enero. Le dolían las rodillas y si dolían así, dentro de unas horas el dolor sería insoportable. Por primera vez en mucho tiempo se sintió cansada. El solo pensar que el próximo fin de semana –el dos de febrero, a las siete de la tarde, para ser exactos–, cumpliría sesenta y dos años, la deprimía. Trató de cerrar los ojos, pero no pudo. Miró a su izquierda, Jeffrey no estaba. Se había levantado aún más temprano que ella y había salido sin despertarla. No tenerlo presente cuando le dolían tanto las rodillas no le agradaba. Por la ventana, entre los sicomoros de su jardín, la luz entraba en forma de tenedores. Alargó la mano y tomó su Percodán del buró, depositó dos pastillas en su lengua y tragó.

Sesenta y dos años -pensó- y deseó que su esposo estuviera ahí y no caminando por la playa fría, como se lo imaginaba. Necesitaba que contestara el teléfono en caso de que Martha llamara. Ella siempre llamaba unos días antes de su cumpleaños. Su carrera, en gran parte, se la debía a ella, pero hoy no estaba de humor para contestar, fuera quien fuera. El aire sopló y alguna viga de la casa crujió una, dos veces. El sonido era seco y sordo, como si Dios estuviera quebrando tallos de apio. Ina se masajeó los ojos.

Miró las cobijas, arrugadas, en el lado de la cama que le correspondía a Jeffrey. Constató que el celular de su esposo seguía sobre el buró. Arrugó el entrecejo. Él nunca salía sin su celular. Excepto diez años atrás cuando… no quiso pensar más en aquella ocasión. Su fuerza radicaba en la habilidad que le permitió arreglar ese embrollo de faldas con una comida extensa e íntima. No tenía el cuerpo de su juventud, aunque, si lo pensaba, nunca había sido esbelta, pero tenía el don de la cocina y Jeffrey, viera como lo viera, ya estaba viejo para andar a estas alturas de rabo verde.

Suspiró y trató de levantarse. Se hacía tarde y quería sorprenderlo con unos hot cakes de plátano acompañados de tocino con Maple. En verdad, a quien le gustaba el tocino era a ella, a su marido le gustaba más el jamón enmielado.

Se Hacía Tarde Y Quería Sorprenderlo Con Unos Hot Cakes De Plátano Acompañados De Tocino Con Maple En Verdad a Quien Le Gustaba El Tocino Era a Ella a Su Marido Le Gustaba Más El Jamón Enmielado Foto Shutterstock
Se Hacía Tarde Y Quería Sorprenderlo Con Unos Hot Cakes De Plátano Acompañados De Tocino Con Maple En Verdad a Quien Le Gustaba El Tocino Era a Ella a Su Marido Le Gustaba Más El Jamón Enmielado Foto Shutterstock

El esfuerzo que hizo para incorporarse no fue suficiente y su cuerpo cayó como un jamón entero en la tibieza de las sábanas. Sonó el teléfono. De seguro es Martha, dijo en voz alta. Dejó que timbrara seis veces más hasta que, fuera quien fuese del otro lado, desistió. Recordó cuando Martha Stewart se comunicó con ella por primera vez y le dijo que cocinaba de maravilla. Había momentos, como hoy, que pensaba en su vieja tienda de ultramarinos y aunque la había cerrado hace tantos años atrás, en mil novecientos noventa y seis, pensaba que esa vida era mejor a esta, que Martha Stewart le había hecho más daño que bien, aconsejándola, siendo su confidente, ayudándola a entrar a la televisión y volviéndola famosa.

Había Momentos Como Hoy Que Pensaba En Su Vieja Tienda De Ultramarinos Y Aunque La Había Cerrado Hace Tantos Años Atrás En Mil Novecientos Noventa Y Seis Pensaba Que Esa Vida Era Mejor a Esta Que Martha Stewart Le Había Hecho Más Daño Que Bien Aconsejándola Siendo Su Confidente Ayudándola a Entrar a La Televisión Y Volviéndola Famosa Foto Shutterstock
Había Momentos Como Hoy Que Pensaba En Su Vieja Tienda De Ultramarinos Y Aunque La Había Cerrado Hace Tantos Años Atrás En Mil Novecientos Noventa Y Seis Pensaba Que Esa Vida Era Mejor a Esta Que Martha Stewart Le Había Hecho Más Daño Que Bien Aconsejándola Siendo Su Confidente Ayudándola a Entrar a La Televisión Y Volviéndola Famosa Foto Shutterstock

La buena de Martha, con número de reo 55170-054. De pronto la odió. Vio el cielo raso de su recámara y la odió por su omnipresencia. Al parecer parte de la casa, los muebles del baño, el cuarto de visitas, la sala de estar, su cocina, incluso los crujidos de la vigas y los sicomoros allá fuera, de algún modo perverso, le pertenecía a su amiga. Hizo un intento más por levantarse, pero el cuerpo no le respondió. Eres una obesa, se dijo, eres una ballena. Miró el frasco de Percodan y, antes de tomar otras dos pastillas, lo lanzó contra la pared. Iba a llorar, pero se contuvo. Tenía que pensar en el desayuno de Jeffrey, en su programa de televisión, en sus amigos y en la supuesta trama del programa.

¿A quién enviaría esta semana al súper? ¿Para quién tendría que cocinar esta vez? ¿Lo haría en la playa o en su cocina? Sam estaba fuera de la ciudad. Rita se encontraba en el hospital luchando contra un cáncer recién detectado. Isabella estaba por volver a Connecticut… Ina suspiró de alivio. Era el mismo alivio que sentía cuando se adentraba en su jardín de flores y hortalizas y todo estaba verde o rojo o floreciendo conforme lo planeado, ese sería el tema del programa: una cena de despedida. Llamaría a Steve, el productor del Food Network, de inmediato. Pero antes necesitaba poner un pie en la fría duela. Eso tenía que hacer.

Cerró los ojos y vio a su madre negándole la entrada a la cocina cuando era pequeña, explicándole que ella había venido al mundo para cosas más importantes que cocinar un huevo. Vio a Jeffrey a los quince años cuando lo conoció en una cafetería de hamburguesas, mientras visitaba a su hermano en un hospital de Hannover, ella también tenía quince.

Vio a sus compañeras de la facultad reírse a sus espaldas por su problema de peso. Se vio a ella misma a los veintitrés, escondiendo barras de chocolate bajo el colchón de su cama y a su querido Jeffrey, tomándola del brazo, acariciándola, haciéndole saber que era su apoyo y que siempre lo sería.

Finalmente, como si fuera la cereza coronando el pastel, se recordó a los veinticuatro, en una cama de hospital y con el estómago destrozado por dos galones de helado de chocolate que comió después de recibir la noticia de la muerte de su padre. El buenazo de su padre había sufrido un ataque al corazón justo en medio de un embotellamiento de kilómetros, cuando regresaba de Nueva York a casa.

Con los años se hizo de su tienda La Condesa descalza, que junto con Jeffrey había conseguido en las afueras de East Hampton, en el frío año del setenta y ocho, y entonces su vida sí que dio un gran vuelco, justo como si se volteara un jugoso filete en la parrilla para terminarlo de cocinar. Fue entonces cuando ideó su famoso platillo de res a la borgoñesa y, como para aderezar más su futuro, la dichosa llamada de la vieja y buena Martha Stewart.

Martha había sido un instrumento del destino, una espumadera, en todo caso, que la había izado fuera del agua hirviente de una vida bastante común. Soy Martha Stewart, oyó del otro lado de la línea, desde un teléfono en uno de los tantos cubículos grises de la televisora NBC. Era ella en persona y era como venderle el alma al diablo, la sensación fue deliciosa. Todo por su platillo de res a la borgoñesa. Todo por no saber la receta original y tener que experimentar con vino, verduras y salsas. Todo por ese estofado con cebollas y zanahorias y… bueno, las ágiles manos y el agudo paladar.

Cocinando Para Jeffrey Foto Facebook
Cocinando Para Jeffrey Foto Facebook

Jeffrey, estuviera donde estuviera, llegaría pronto y ella necesitaba bajar a la cocina, necesitaba prepararle el almuerzo y mantenerlo enamorado por un día más. Necesitaba llamar a Steve y decirle en qué consistiría el programa de la semana. Necesitaba llamar a Isabella para contarle que le cocinaría (lo había decidido) su famoso estofado francés. Aunque Ina tenía la impresión de que Isabella ya no era su amiga, por cierto gesto que la delataba. En los últimos tiempos, nadie parecía su verdadero amigo. La llamaban para saber qué cocinaría en casa esa tarde. Si había preparado un pastel de chocolate o cualquier postre que sólo a ella le resultaba bueno, pero nunca para preguntar cómo se encontraba ella o Jeffrey y su arritmia cardìaca.

Abrió los ojos por segunda vez esa mañana y dijo: Soy Ina Garten, al mismo tiempo que su pie se esforzaba por alcanzar la fría madera del suelo. Soy Ina Garten, dijo otra vez, soy la Condesa, dijo mientras sentía las rodillas como un par de galletas resecas, listas para desmoronarse.

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