Archive for the ‘Taibo en Sinembargo’ Category

Síndrome de Pol Pot.

domingo, abril 3rd, 2016
Con una población de más de siete millones de habitantes en Camboya, el genocidio sistemático y cruel de los "Jemeres rojos" (Khmer Rouge), elimina a casi millón y medio de personas. Foto: Shutterstock

Con una población de más de siete millones de habitantes en Camboya, el genocidio sistemático y cruel de los “Jemeres rojos” (Khmer Rouge), elimina a casi millón y medio de personas. Foto: Shutterstock

Viendo lo que pasa todos los días en mi ciudad y en mi país, no puedo menos que pensar que estamos enfrentando un dramático Síndrome de Pol Pot.

Muchos de los que aparecen por estas páginas no deben saber bien a bien a que me estoy refiriendo, pues cuando sucedieron los trágicos sucesos en los que Cambodia (o Camboya) pasó a ser la Democrática Republica de Kampuchea en 1975 y se instaura el experimento “khmer”, ni siquiera habían nacido.

Pues bien, Saloth Sar, conocido como Pol Pot, o para sus allegados “el camarada cero”, líder de este movimiento de corte “comunista-mesiánico-agrario-anticolonialista” (como se le ha calificado estrambóticamente, quedándose muy corto, a la vista de los sucesos que siguieron), instaura durante cuatro años un régimen de absoluto y absurdo terror.

Con una población de más de siete millones de habitantes en Camboya, el genocidio sistemático y cruel de los “Jemeres rojos” (Khmer Rouge), elimina a casi millón y medio de personas. Se abandonan las grandes ciudades en éxodos masivos y controlados y se envía al campo (de trabajos forzados) a casi todos para ser “reeducados”.

Se prohíben los libros y músicas “occidentales” y se establece una suerte de comunismo primitivo bien vigilado por muy modernas armas.

Uno de los lemas preferidos de Pol Pot era “Destruir para construir”.

Todo esto viene a cuento porqué estoy pensando que esta lógica de olvidar y enterrar el pasado para construir el futuro, se adapta (sin el genocidio, aunque se le parece en muchos sentidos, aunque sea de manera menos rápida, los miles de muertos y desaparecidos de los últimos años nos hablan de un paralelismo dramático) perfectamente a las muy mexicanas maneras de comenzar siempre todo de nuevo, aunque lo anterior ya esté hecho y sirva.

En cuanto algunos toman un puesto, inmediatamente el que lo precedió en el cargo pasa a ser, si bien le va, “sospechoso”. Y se dan a la tarea de inventar desde cero, todo nuevamente, sin detenerse un segundo a ver sí algo, por poco que fuera, podría servir.

Así, pasan semanas, meses e incluso años en los que se perfecciona el sistema, se le da un barniz de eso que Don Daniel Cosío Villegas llamaba “el estilo personal de gobernar” y se adorna con un nuevo hito y relumbrón a la tarea por hacer. Se habla de la construcción de nuevos paradigmas, y siempre se les llena la boca con la palabreja que usan sin denuedo y sin acabar de saber bien a bien su significado.

Mientras esto sucede, los beneficiarios últimos (el pueblo de México) ven cómo se destruye para construir, polpotianamente, todos los días. Calles, canales, escuelas, carreteras, programas de gobierno que languidecen y acaban por marchitarse y desaparecer, mientras se prepara un nuevo y luminoso futuro que a la larga languidecerá y se marchitará exactamente igual que su predecesor.

Los viejos paradigmas se sustituyen por nuevos, a pesar de que les quedaba un kilometraje suficiente para seguir caminando.

¿No seremos nunca capaces de reconocer aciertos y no sólo errores?

¿Tomar lo mejor y continuarlo?

¿Pensar que los que vendrán después, también creerán que son, los que ejercen momentáneamente el poder, por lo menos sospechosos?

Y que luego, ellos se convertirán en los nuevos sospechosos en una espiral que no termina nunca.

No hemos aprendido nada. Y los políticos no han aprendido nada de nada.

Pol Pot estaría muy orgulloso de ver cómo su máxima de destruir para construir, una y otra vez, aplica en México, sin que nadie la detenga.

El ciudadano y el lobo

domingo, marzo 13th, 2016
Saldré de mi casa con un azadón en las manos cada vez que alguien grite que el lobo viene. Foto: Tomada de Internet

Saldré de mi casa con un azadón en las manos cada vez que alguien grite que el lobo viene. Foto: Especial

Todos conocen la fábula del pastorcito que avisa con grandes gritos y aspavientos, que detrás de la colina está el lobo que viene hacia el pueblo.

Y el pueblo aterrorizado iba a esconderse en sus casas tapiando puertas y ventanas.

Y el pastor moría de la risa y se burlaba de sus vecinos.

Repitió la broma, un montón de veces y los habitantes del pueblo siempre caían en su garlito.

Hasta que un día, vino el lobo y nadie corrió en su auxilio.

Esta historia que surge de algún lugar profundo y oscuro de mi cabeza, viene a cuento porque hace un par de días me sucedió algo que me puso a pensar.

Me tomaba un café con mi amiga Alma, en un lugar muy agradable a un costado del Parque México, lugar donde crecí y donde tuve los primeros tórridos amoríos de mi vida adolescente, cuando apareció (no hay otra forma de describirlo) frente a nosotros un hombre que llevaba un reloj barato de plástico entre las manos.

Cincuentón, alto, flaco, un poco desgarbado. De pelo entrecano y con bigote y largas patillas; parecía que se acababa de bañar. Llevaba camisa azul a cuadros, pantalón de mezclilla y un cinturón con una hebilla tal vez un poco grande.

Se plantó frente a nuestra mesa y con una voz muy baja comenzó a contar una historia como tantas hay en éste país. Era vecino de la colonia, fue despedido cuando la aerolínea Mexicana quebró fraudulentamente y tenía una hija con leucemia. Sin trabajo y sin recursos buscaba ayuda. Una y otra vez repetía que nunca había pedido dinero en la calle, que estaba desesperado y se disculpaba constantemente.

Yo saqué un billete de mi cartera y se lo dí. Dio las gracias y desapareció. Se desvaneció en la aire, se mimetizo con los árboles del parque que se bamboleaban con el viento.

Nunca supimos para qué era el reloj de plástico. Tal vez intentó vendérnoslo, pero no fue ni siquiera necesario.

Estuvimos, Alma y yo, callados unos cuantos segundos.

-¿Le creíste?- Me preguntó al fin mi amiga.

-No me importa.- Contesté tan rápido como pude.

Y entonces se lo aclaré, pues me miraba un poco sorprendida.

-No me importa si era verdad o mentira. Le di el dinero para conservar intacta mi vena solidaria, para seguir teniendo empatía con los demás, para curarme en salud por si algún día, también yo tengo que pedir dinero por las calles y un gordo miope me lo da sin dudarlo.

En un país en que la ausencia de justicia social ha obligado a muchos a sobrevivir en regímenes de semi esclavitud, o de plano mendigando, a mí se me calienta la cabeza y me arde la sangre cada vez que veo a los viejos (y jamás seré políticamente correcto para llamarlos con algún eufemismo idiota) que empacan bolsas en los supermercados, o acomodan coches, porque las pensiones ridículas que tienen, no les dan para vivir con un mínimo de decoro. Yo soy sin duda un privilegiado que tiene mucho más de lo que necesita.

Y mientras me lanzaba a mi perorata, subiendo la voz, Alma, que se dio cuenta que eso podía terminar en un mitin, me contó una historia alucinante.

Ella conoció a un sueco (de Suecia) que vivía de pedir dinero por las calles de esta ciudad. Un sueco joven, sano y aparentemente guapo, que todas las mañanas se ponía traje y corbata y se iba al aeropuerto a “trabajar”.

Frente a la salida internacional, en un español mordisqueado, contaba una triste historia de pérdida de pasaporta y maletas, y pedía ayuda a los viajeros que salían de la terminal.

Y a medio día regresaba a su casa con enormes ganancias. Siempre mucho más de lo que hubiera sacado en una oficina, como mesero o en cualquier otro trabajo.

El ser blanco, rubio, guapo y aparentemente desvalido, le granjeaba la simpatía y solidaridad inmediata de muchos.

No funciona igual con una indígena que pide limosna en la calle. Ella es invisible para el gobierno y para los ciudadanos que pasan a su lado sin mirarla.

Alma me preguntó sí yo lo habría ayudado.

Dije que no, ahora que conocía el truco, pero seguramente, sin saberlo, lo habría hecho.

El caso es que no me resigno a perder lo que de empatía con los otros, queda en mí. Y saldré de mi casa con un azadón en las manos cada vez que alguien grite que el lobo viene. Aunque no sea verdad.

Y seguiré, en la medida de mis posibilidades y mientras el mundo cambia, ayudando.

Excepto al pinche sueco, por supuesto.

Cocinar

domingo, marzo 6th, 2016
No le grito a nadie en mi cocina y por supuesto no permito que nadie grite, punto. Foto: Shutterstock

No le grito a nadie en mi cocina y por supuesto no permito que nadie grite, punto. Foto: Shutterstock

Me impresiona la cantidad de programas que sobre cocina y comida hay en nuestros días en oferta en la televisión.

Hay algunos francamente atroces y aburridos.

¿Quién querría ver cocinar a una monja durante una hora?

Y sin embargo, el programa existe y la gente lo ve. Yo no pasé de los diez minutos porque no dudo que la susodicha monja cocinara bien, pero tenía pocas cosas que contarme (la fórmula sólo funcionaría teniendo en el estudio a Sor Juana, y eso, lamentablemente es imposible). Y miren que considero a la cocina conventual de nuestro país, como una verdadera joya.

Sólo me aburrí tanto en otro momento de mi vida, cuando en un ataque de insomnio vi pescar a un tipo en una laguna durante media hora (y no sacó nada).

Hay otros que son exageradamente asépticos. Los cocineros, en un estudio blanco e inmaculado cocinan como si estuvieran en una suerte de laboratorio, o peor aún, de hospital. Se lavan las manos cinco o seis veces durante el programa y sólo les faltan los guantes de látex y los cubrebocas. Esgrimen con igual destreza el cuchillo que el trapo y todo parece tan esterilizado y limpio, que por fuerza me tiene que dar desconfianza. Morirían estos personajes si los llevara a cualquiera de los puestos de carnitas o barbacoa que frecuento.

A esos programas que pregonan la felicidad a base de productos “saludables”, de plano los paso de largo.

Pero el colmo llegó cuando apareció en mi pantalla un programa de cocina donde un rubio y muy airado “chef” les pegaba de gritos a todos.

Insultaba a diestra y siniestra, tiraba platos al suelo, humillaba a los que se le ponían enfrente. Mentaba madres y se ponía rojo como un camarón con cada uno de sus berrinches.

Me parece que la lógica del programa es que estaba “educando” a posibles nuevos cocineros.

A su muy inglesa manera.

De entrada y con la pena, yo desconfío de un cocinero inglés.

Pero sobre todo no entiendo esa cocina.

Y ahora, después de verla, la detesto completamente (primera y última vez que veré el programa de marras).

La cocina es un acto de amor, de paciencia, de solidaridad, de emociones encontradas, de búsqueda y experimentación con una sonrisa a flor de labios.

Mi madre cocina desde tiempos inmemoriales. Tiene hoy 87 años y les aseguro que le da tres y las malas al güerito gritón. Y jamás de los jamases la he visto gritar o aventar un plato, o enrojecer a menos que el vapor de la sopa le cubra las mejillas con un delicado y fragante rubor.

Ella me enseño a cocinar, y cocino por gusto y para quienes quiero. Cocino convencido que estoy ejerciendo un acto civilizatorio sobre el cual se fundan nuestras mejores y más bellas tradiciones.

Y como con la misma pasión con la que cocino, desde el más humilde plato de frijoles, hasta la más abigarrada y complicada cena.

No le grito a nadie en mi cocina y por supuesto no permito que nadie grite, punto.

Bienvenidos los pacientes (de paciencia, y los otros también, porque la comida sana, cura, obra milagros laicos), los que están dispuestos a compartir y a reírse, y a calentar el corazón y el alma y la nostalgia alrededor del fuego y de los efluvios mágicos que salen del perol.

Nunca comeré la comida de ese pinche amargado chef.

Aprender es estropear. Prueba-error. Gusto por lo que se hace. No sirven ni la velocidad ni los gritos.

Quién quiera competir, que entre a las olimpiadas.

Yo seguiré comiendo y cocinando entre amigos.

Len- ta-mente.

Y sí algo no sale como pensamos, abrazaremos al culpable, y mentiremos todo lo que sea necesario para conservar su amistad.

Rebelde…

domingo, febrero 28th, 2016
un lobo, enorme y gris que daba vueltas a la jaula, interminable, mecánicamente, con una desesperación tal que parecería que en cualquier momento podría caer fulminado en el sitio, de agotamiento, de falta de libertad. Foto: Shutterstock

Había un lobo, enorme y gris que daba vueltas a la jaula, interminable, mecánicamente, con una desesperación tal que parecería que en cualquier momento podría caer fulminado en el sitio. Foto: Shutterstock

A los 16 yo era un poco rebelde.

Un “poco” partiendo de los parámetros de rebeldía que forjaron mi educación sentimental. Muy poco comparado con Espartaco. Poquísimo frente a Bakunin. Nada si me miraba en el espejo del Che.

Y sin embrago, era.

Discutidor, reventado, pésimo estudiante, transgresor de normas y leyes, desmadroso como pocos, enamoradizo y pendenciero con cualquier tipo de autoridad.

Así que mis padres decidieron exiliarme un tiempo para que me buscara a mí mismo y a mi destino; viniendo de una familia liberal era impensable la posibilidad de una escuela militarizada. Fue un exilio de común acuerdo y yo fui muy feliz cuando supe el destino: Albuquerque, Nuevo México.

A vivir un tiempo con Ángel González, el grandioso poeta español que daba clases en la universidad. La idea es que estudiara inglés y sobre todo, que tomara distancia de mí alrededor, que por lo visto era el foco de subversión en el que me encontraba. A ver si sientas cabeza, coño…

Fui inscrito a un High School cercano a la casa, al que yo iba y venía en bicicleta. Y tomaba todas las clases que se impartían en inglés.

No quiero parecer arrogante, pero la educación mexicana le da tres y las malas a cualquier colegio gringo, por lo menos en ese nivel.

En un pizarrón frente a un mapamundi, los alumnos iban pasando y señalando el país que el maestro inquiría. Así supe que Vietnam hace frontera con Canadá; que México está en alguna parte de Asia Menor y que España y la India son amistosas vecinas.

Duré tres días en el lugar.

Y me fui a las clases sobre los poetas del Siglo de Oro y sus sucesores, que Ángel daba a los alumnos de posgrado en el Ortega Hall (un edificio maravilloso, ejemplo bueno de la arquitectura del desierto, y lleno de estupendos personajes que hablaban todos, español).

Los estudiantes de Ángel debían rondar los veinticinco años. Había un montón de guapas y un montón de pachecos, en ese orden. Y fui rápidamente adoptado como la mascota de la maestría. Con la ventaja, que yo me sabía muchos poemas de Quevedo, Góngora, Santa Teresa, Lope De Vega, Manrique, por haberlos aprendido en casa y desde niño. Gracias a lo cual rápidamente me convertí en una suerte de mini-juglar que tenía consigo, todas las de ganar.

Ángel no hablaba inglés, así que yo tampoco. Excepto cuando era absolutamente indispensable.

Fueron meses extraordinarios en que aprendí un montón de cosas en clase y fuera de ella, fui de fiesta en fiesta y pasé enloquecidos fines de semana con los alumnos que me trataban como a un igual y que sabían exactamente dónde poner el dedo frente al mapa sí les preguntaban por Guatemala.

El cineclub de la Universidad era soberbio. Pasaban entre cuatro y cinco películas diarias y sólo costaba un dólar por función continua. Allí vi “El último tango en Paris”, “Fritz the cat”, “Los cuatrocientos golpes”. “La batalla de Argel”… Mi estancia en Nuevo México fue mucho más educativa de lo que cualquiera pensaría…

Y el pequeño rebelde sin causa que era, comenzó a aprender que hay muchas causas por las cuales valdría ser rebelde.

Todo esto viene a cuento porque quería contar, rápidamente, la historia de un lobo.

Había muy cerca de nuestra casa un pequeñísimo zoológico con animales del desierto; coyotes, serpientes, armadillos, venados y un lobo, enorme y gris que daba vueltas a la jaula, interminable, mecánicamente, con una desesperación tal que parecería que en cualquier momento podría caer fulminado en el sitio, de agotamiento, de falta de libertad.

Una madera pirograbada decía que se llamaba “Tom”.

Yo me sentaba en una banca frente a él y lo veía caminar durante horas. Sin acusar mí presencia.

Hasta que un día se detuvo.

Se sentó y se me quedó mirando fijamente. Largo rato.

Hoy, todavía puedo ver esos ojos cuando hablo de ser libre y que significa.

Nadie sabe cómo fue, pero “Tom” escapó. Tal vez con un poco de ayuda.

Y fue a refugiarse a las Montañas Sandía, donde según me dicen, vivió muchos años junto a una manada.

Yo volví a México sin haber practicado inglés, habiendo visto decenas de películas y amando al Siglo de Oro y al enorme Ángel González. Decidí que quería ser y cómo quería serlo.

Y sabiendo que no hay jaulas suficientemente fuertes en el mundo…

Gallina y nostalgia

domingo, febrero 21st, 2016
Gallinas pintas. Foto: shutterstock

Gallinas pintas. Foto: shutterstock

Deben ser las fechas, o ese frío que se cuela por la ventana, o que uno va envejeciendo casi sin darse cuenta, no lo sé.

El caso es que descubro que la nostalgia tiene diversas y curiosas maneras de funcionar dentro de nuestra cabeza, y sus disparadores pueden ser nimios o enloquecidos, pero que te toman siempre por sorpresa.

Hace un rato, traía sobre el hombro una pluma (que salió de mi almohada) y como por arte de magia, vino acompañada por el recuerdo de dos personajes entrañables y fantásticos que siempre en los primeros meses del año llegaban hasta la casa de mis padres a llenarla de risas, conversaciones inteligentes y regalos.

Me refiero a los escritores María Luisa Puga y su pareja, Isaac Levin. Esos que a finales de los años 90, hartos de la ciudad se marcharon a formar una escuela en Zirahuén, Michoacán, a la orilla de un lago, para enseñar a otros a juntar las palabras para que salieran de allí cuentos, novelas o poesía.

Fabulosos los dos, habían logrado lo que muchos ni siquiera nos atrevemos a soñar, construir una suerte de paraíso autosustentable donde la única ley que regía era la dictada por el talento.

Pero tal vez todo era demasiado bucólico, demasiado perfecto, así que caían un par de veces por año a la casa de los Taibo a recibir una dosis grande de abrazos y algarabía, de libros y de vino escanciado generosamente.

María Luisa reía bajo y fumaba como carretero mientras hablaba de literatura y contaba cosas maravillosas e imposibles; Isaac, por lo contrario, como una fuerza de la naturaleza, desplegaba un humor negro y ácido al cual yo siempre me plegaba.

Sus visitas eran siempre una delicia, intelectual y gastronómica. Uchepos, quesos, huevos de rancho, mantequilla, corundas y otras muchas maravillas michoacanas, salían de la enorme canasta que nos regalaban siempre.

Un día, mi madre, para festejar esos encuentros, sacó una caja de “Huesos de santo”, una suerte de mazapán asturiano por el cual había siempre bofetadas en la mesa y que venían de contrabando en maletas llegadas de España, envueltos en ropa sucia (para confundir al aduanero de turno). Isaac miró el que tenía en su plato con desconfianza, lo mordió, y casi a volapié soltó un: “Tanto pedo por unos camotitos capeados”. Y casi fue expulsado del jolgorio.

Fue en esa comida, cuando se habló de la “Gallina en pepitoria”, una receta familiar que ha pasado de generación en generación y que se había dejado de hacer por la escasa calidad de las gallinas que se podían encontrar entonces en el DF. –Gallinas pintas.- Dijo mi madre seriamente. –No valen las blancas- puntualizó.

Para no hacer el cuento largo, la siguiente visita de María Luisa e Isaac vino acompañada por una caja con una gallina pinta. Que estaba viva, y que fue llamada casi al momento y por decisión unánime: Almudena.

E Isaac advirtió que volvería al día siguiente a probar la famosa pepitoria.

Y así lo hicieron, pero comieron fabada…

Nadie se atrevía a matar a la gallina pinta que se había acomodado rápidamente en una esquina del despacho de mi padre, entre un libro de Martín Luis Guzmán y una biografía de Truffaut.

Almudena vivió cuatro años entre nosotros y era de una civilidad asombrosa.

Salía a cagar sólo cuando papá abría la puerta de la terraza y ponía un huevo cada semana, supongo que para no olvidar su condición de gallina. De vez en cuando bajaba al comedor y se sentaba a un costado de mi padre, mientras lo escuchaba embelesada.

Volvían año con año Isaac y María Luisa en diciembre a traer comida y amor y acariciaban a Almudena como se acaricia a un perro.

Murió de muerte natural.

Hoy, esa pluma en mi hombro, trajo hasta mí a Almudena, a María Luisa (y sí ustedes no creen en la casualidades, les dejo ésta: puedo decirles que a la altura de mi vista, ahora donde escribo, puedo ver en el librero en el cuarto estante a la izquierda, su magnífica novela “Las posibilidades del odio”, que llevo años buscando) a Isaac, el único judío tarasco del mundo con ese humor ácido e inteligente que extraño tanto, a las comidas multitudinarias en casa de mis padres, y a esos tiempos tan dulces que se fueron.

Serán las fechas, el frío que se cuela, los años que pasan. Será el sereno.

María Luisa murió el 25 de diciembre de 2004. Papá el 13 de noviembre de 2008. Isaac, el año pasado.

Pero esta madrugada, vinieron hasta mi casa a acariciar a Almudena, todos, a decirle que no se preocupe, que todo va a estar bien, que será siempre gallina de guardia y protección (como la considerábamos) y jamás terminará en un plato vuelta pepitoria.

Imaginación y maravillas

domingo, febrero 14th, 2016
Las mejores experiencias de mi vida, tienen que ver, de alguna u otra manera con museos. Foto: Shutterstock

Las mejores experiencias de mi vida, tienen que ver, de alguna u otra manera con museos. Foto: Shutterstock

Segunda parte

La primera vez en mi vida que yo entré a un museo, debió haber sido en el año 1967. Yo era un muchachito muy delgado, aunque no lo crean, ansioso, lleno de curiosidad y por supuesto respondón, como lo sigo siendo.

La escuela nos había llevado al Museo Nacional de Antropología y a mí, me habían puesto a resguardo y vigilancia de la más estricta de las maestras. Estaba más “marcado” que un delantero centro brasileño. Pero en cuanto entramos, ella y yo, nos dimos cuenta que ni ella ni yo soportaríamos juntos la experiencia, así que me dejó al libre albedrío.

Este prodigio de ver como un muchacho que en clases se revolvía como un pez fuera del agua se comportaba, súbita y espontáneamente, en un dechado de buenos modales, fue posible gracias al asombro, la magnificencia, la brillantez, la belleza, esa piedra de toque que se llama cultura y que nos convierte en humanos.

Jamás olvidaré esa visita. Ese museo es mi casa, la casa de todos los mexicanos, salvaguarda de nuestra identidad y nuestra herencia, cada vez que entro tengo de nuevo siete años y me sigo admirando como entonces, viendo todo con los ojos nuevos de la fascinación,
del descubrimiento, de la sorpresa, del pasmo.

Porque de eso se trata. De que el museo cambie nuestras vidas para siempre.

Hacer de la experiencia de su visita, no la consabida y aburrida necesidad de “aprender”, sino de la de “comprender”, quienes somos, de que estamos hechos, saber cómo fuimos para saber cómo seremos. No creadores de un marco de referencia para la educación formal (aunque también sirve para ello), sino fomentadores de “educación sentimental”, esa que nos data de identidad, costumbres, formas distintas y mejores de ver cómo cambia el mundo, y cómo vamos cambiando con él.

Hay que ver a los museos, no sólo desde la estadística o la formación, tampoco desde la apreciación simple de la belleza o el dato duro, y sí, en cambio, como los lugares ideales de transmisión del conocimiento, herramientas fundamentales para la transformación de la sociedad y de los hombres. Lugares de evocación y simultáneamente de exaltación de valores fundamentales. Creadores de personalidad, experiencia viva, sensorial y emocional; un recordatorio permanente de la otredad, ese espejo que se encuentra en la mirada del otro, y que sirve, esencialmente, para recordarnos nuestra propia humanidad.

Y por supuesto, en la ciencia, está nuestra propia humanidad, porque en el avance, el descubrimiento, la enorme aventura de la pregunta repetida hasta el cansancio, la observación, el método, la prueba y el error, la demostración, el experimento, la hipótesis y la certeza, se encierra ese soplo vital que nos distingue, nuestra absoluta, maravillosa, conmovedora curiosidad.

Debemos reivindicar al museo como proveedor de estímulos científicos, crear espacios de razón y conocimiento partiendo de hechos, pero también de asombros.

Lograr la interactividad manual (el que el visitante toque y pasen cosas), la interactividad mental, dónde se perciba en quienes entren al museo un antes y un después provocado por la experiencia, hacerlos pensar, cuestionarse, reflexionar, y la interactividad cultural; dotar al visitante de experiencia emocional con cargas sensibles y simbólicas. Así, haremos del museo, un formador y simultáneamente un transformador . Y una vía más amable para la transmisión del conocimiento.

Que el museo sea un proveedor vital que genere más preguntas que respuestas, que en la visita, vaya incluido, el boleto de ida hacia la maravilla y el asombro.

Las mejores experiencias de mi vida, tienen que ver, de alguna u otra manera con museos. Toqué, por ejemplo, porque se puede, el enorme friso asirio que muestra una impresionante cacería de leones comandada por el rey Asurbanipal en el British Museum y tengo todavía entre los dedos, la sensación de que lo que estaba tocando no era un friso, sino la historia del mundo.

Sonreí, enigmáticamente, como se debe, frente a la Mona Lisa en el Louvre, mientras cientos de japoneses Ia miraban a través de los ojos de sus máquinas de fotografía.

Quise decirles de lo que se estaban perdiendo, pero ellos, a su manera, estaban también perpetuando el momento para siempre. La diferencia entre ellos y yo, es que yo, lo tengo tatuado en la memoria.

Yo, que soy un ateo convicto y confeso, sólo entró a las iglesias por su calidad intrínseca de museos. Jamás me he arrodillado en una de ellas, con una sola, curiosa excepción. En Florencia, en Ia Iglesia de la Santa-Croce, frente a la tumba de Galileo, que además está junto al mausoleo de Miguel Ángel, con lo cual, maté dos pájaros de un tiro, como se dice popularmente. No me arrodille para mostrar servilismo, sino vasallaje. A dos de las mejores mentes de todos los tiempos.

Sin duda, he tenido mucha suerte. El museo debería ser, gabinete de maravillas para ser tocadas, no sólo admiradas detrás de una vitrina, convertir la experiencia del conocimiento en una experiencia de vida.

Dejar para siempre en la memoria la experiencia dela aventura y del aprendizaje.

Mostrar que en la ciencia hay poesía y también, un espíritu juguetón y travieso que debe acompañarnos para siempre.

Todo esto viene a cuento, porque yo, aunque ustedes no lo crean, sigo buscando por el mundo al dragón, y sé que tarde o temprano lo encontraré. Porque tenemos no sólo derecho a la ciencia, sino también a la imaginación y a los sueños, que entre paréntesis, son dos actividades que los científicos abordan con singular destreza. Y prometo, que aunque sea sólo un dibujo rescatado dela más oscura noche de los tiempos, ese dragón llegará tarde o temprano a mi vida, y será donado a un museo, para que todos lo puedan admirar y querer como lo quiero yo.

Imaginación y maravillas

domingo, febrero 7th, 2016
Como polizón, abordé la segunda expedición del HMS Beagle. Foto: shutterstock

Como polizón, abordé la segunda expedición del HMS Beagle. Foto: shutterstock

(Primera parte)

Mi memoria y mi imaginación, conjuradas, viven traicionándome.

A veces creo que hice cosas que realmente no hice. Que estuve en lugares donde jamás he estado, que frecuenté épocas vedadas para mí. Y sin embargo, estuve, hice y frecuenté. Y no hay dioses ni poderes humanos que me convenzan de lo contrario. Me explico.

Como polizón, abordé la segunda expedición del HMS Beagle, que zarpó de Plymouth el 27 de diciembre de 1831 y en vez de ser tirado por la borda, como ameritaba mí condición, tuve la inmensa fortuna de ser testigo de las maravillas que paso a paso iba descubriendo y describiendo el señor Darwin. Maravillas que luego desatarían su apasionante teoría evolucionista de la cual, soy, desde siempre, un acérrimo defensor. Creo que sobreviví ese largo viaje gracias a mi capacidad de observación y de adaptación al medio. El señor Darwin siempre bromeaba conmigo, diciéndome que yo era casi un ejemplo de “selección natural”.

A pesar de que las matemáticas no son lo mío. Mi buen amigo Evaristo Galois, mientras festejábamos con otros republicanos franceses el derrocamiento y exilio de Carlos X en julio de 1830, me explicó, brillantemente, y yo, entendí, medianamente, como determinar la condición necesaria y suficiente para que un polinomio sea resuelto por radicales. Fui su ayudante de campo, cuando el 3 de mayo de 1832, perdió ese fatídico duelo de espadas con un capitán del ejército, campeón de esgrima. Y escuché, como los escucho a ustedes, decirle a su hermano Alfredo –¡No llores, necesito de todo mi coraje para morir a los veinte años-. Era todo un personaje.

Estuve en el instante preciso, el primero de mayo de 1893, en que Nikola Tesla, bajó el interruptor que iluminó, como por arte de magia dirían algunos, yo digo que por su brillantez científica, la Feria Mundial de Chicago, mostrando por primera vez al mundo, la corriente alterna y sacándonos para siempre de las tinieblas. Era un bromista nato. Tan sólo un año antes, provocador e irreverente, se mostraba en exhibiciones públicas y privadas, encendiendo lamparitas sin cables, usando su cuerpo como conductor de la electricidad. Tesla quería, y uso sus palabras “crear un sistema de comunicaciones que convirtiera a la tierra en un inmenso cerebro”. Cómo me gustaría que estuviera hoy aquí, viendo su sueño convertido en una espléndida realidad.

El 5 de noviembre de 1922, tuve el inmenso privilegio, junto a Howard Carter, de bajar esas míticas escaleras que conducían a la tumba del joven emperador egipcio bañado en oro y que correspondía al nombre de Tutankámen, faraón de la XVIII dinastía, asesinado a los dieciocho años, en el siglo XIV antes de nuestra era. Cuando horadamos el agujero en la pared para poder ver al interior de la tumba, Carter introdujo primero una vela y después su propia cabeza. Volteó hacia nosotros, segundos después y dijo una frase que sería perpetuada para la historia: “¡Veo maravillas!” exclamó. Y era cierto.

Diré que sobreviví a ese viaje y a la supuesta maldición del joven faraón, que por lo visto, no afecta a los agnósticos como yo.

EI caso es que a pesar de dedicarme a las letras, la ciencia y el pensamiento científico, me han acompañado desde siempre y a él me atengo, y gracias a él, en ocasiones sobrevivo. Puedo gritar, desnudo y feliz, por las calles de Siracusa, junto a mi amigo Arquímedes: ¡Eureka! , sabedor de que lo he encontrado, que allí están siempre las respuestas a mis preguntas, y descubrir simultáneamente y sin un ápice de desilusión, que las preguntas sirven también, para generar constantemente nuevas y nuevas preguntas; porqué finalmente, de eso se trata.

De qué, contra todos y contra todo, el racionalismo y el sistema de prueba-error acompañen nuestra vida, saber que uno puede frente al tribunal de la inquisición, con la vida pendiendo de un hilo, decir socarronamente que a pesar de habernos retractado minutos antes, querido Galileo, la tierra, sin embargo se mueve.

Soy un absoluto partidario del asombro. Creo en esa capacidad exclusiva e inherente al ser humano que nos permite seguir creyendo fervientemente en que lo imposible es
posible y que en la ciencia, sin duda, también hay aventura y hay poesía…

Sirenas, dragones y demonios.

Hay niños que, al crecer quieren ser bomberos, otros, médicos, los más, lo que su papá es. Si me permiten una confesión, a mí, lo que realmente me hubiera gustado en la vida, es haber sido cazador de objetos para Cuartos de Maravillas o Gabinetes de Curiosidades.

Vayamos unos minutos a un lugar indeterminado en la inexplorada e ignota Oceanía en un tiempo indeterminado entre el siglo XVIl y XVIII. Tengo una encomienda del Conde Moscardo para su Cuarto de Curiosidades, que es mucho más que un cuarto; ya son dos casas abarrotadas. Tiene uno de los más impresionantes que existen; cientos, miles de objetos, animales disecados, plantas, inventos, huesos humanos , cuadros, reliquias religiosas y paganas traídas de todo el vasto e inmenso mundo. A mí, me encargó un dragón, y se lo estoy buscando.

Moscardo ha organizado sus colecciones de una manera esquemática y muy inteligente, con sus respectivos nombres en latín. Hay cuatro divisiones, a saber:

Artificialia: Se agrupan allí los objetos creados o modificados por la mano humana; se incluyen desde artesanías a objetos rituales, antigüedades, obras de arte y muchas cosas más.

Naturalia: En la que se agrupan las criaturas y objetos naturales, plantas, minerales, animales.

Exótica: Colección de plantas y animales raros y extraños traídos desde los más remotos confines de la tierra. (Allí quiere, el obstinado conde, exhibir el dragón).

Y Scientifica: La exhibición de objetos e instrumentos relacionados con la ciencia, básculas, telescopios, lentes de aumento, escalpelos…

Moscardo tiene un catálogo de todas sus colecciones, con descripciones, dibujos, mapas. Uno en particular que tiene un nombre evocador y poético: “Cose piu notabili” (Cosas extremadamente notables).

Estos gabinetes de curiosidades y maravillas fueron esos espectaculares lugares que durante la época de los grandes descubrimientos y exploraciones, exhibían y coleccionaban una multitud de objetos, sobre todo, raros o extraños que representaban todos o alguno de los tres reinos de la naturaleza, como se entendían en la época, animalía, vegetalia y mineralia, además de realizaciones humanas de muy distintas variedades e índoles.

Algunos de los más famosos fueron: La Kunstkammer de Ole Worm, creada en 1654 en Copenhague, o el gabinete de curiosidades de Elías Ashmole, que donó a la Universidad de Oxford en 1677. Y por supuesto, el cuarto de maravillas del Collegio Romano, el más famoso de toda Europa.

Nunca Moscardo pudo tener en exhibición a su dragón. Estábamos equivocados de lugar. No había que buscar en Oceanía, sino en Indonesia Central. EI Dragón de Komodo (Varanus Komodoensis) se catalogó para la ciencia hasta 1910. Pero yo no perdí el tiempo, mientras buscaba un dragón, fui encontrando un mundo nuevo.

La ciencia moderna le debe mucho a estos coleccionistas y son esos espacios dedicados al asombro, la maravilla y la sorpresa, antecedente primordial de nuestros museos modernos.

(Continuará…)

Al borde del precipicio

domingo, enero 31st, 2016
Ahora, se venden productos sin azúcar, sin gluten, sin calorías, sin restos de nueces, hipoalergénicos, y en general sin sabor. Foto: shutterstock

Ahora, se venden productos sin azúcar, sin gluten, sin calorías, sin restos de nueces, hipoalergénicos, y en general sin sabor. Foto: shutterstock

El pasillo del supermercado donde antes había latas de conserva importadas, paquetes de jamones serranos españoles, aceites de oliva de fragancias mediterráneas y mil maravillas más, ha desaparecido.

Ahora, se venden productos sin azúcar, sin gluten, sin calorías, sin restos de nueces, hipoalergénicos, y en general sin sabor.

¿A qué hora nos volvimos así? Alérgicos a todo. Incluso a la vida misma. He visto a muchas de las mejores mentes de mi generación (como decía Allen Ginsberg) renunciando a sus mejores sueños y cambiándolos por pagos a doce meses sin intereses y gimnasio matutino para hacer “pecho, hombros y espalda”; bebiendo jugos de un verde imposible o de plano, agua vil y vulgar, pero traída desde las islas Fiji.

¡Háganme el cabrón favor!

El culto al cuerpo se ha enseñoreado de nuestras vidas (de las de ellos) y han olvidado el culto del espíritu, de la justicia y del bien común.

Pero es en el recinto sagrado de la comida, que no significa ni más ni menos que civilización y cultura, donde veo que todos los días hay más bajas.

Nunca me he visto a mí mismo como un idealista trágico. Esos, que llevando sus convicciones como una bandera singular al límite, son capaces incluso de ofrendar la vida por la causa que consideran justa.

Más bien, un cobardón que ama la vida y que piensa que su trinchera está donde estén las palabras y en la forja de comunidad alrededor de su embrujo.

Y sin embargo, las circunstancias actuales me están empujando, igual que hacia un abismo, a la posibilidad que acabe siendo ese idealista trágico que no quiero ser.

Me explico.

La Organización Mundial de la Salud (OMS), anunció que los embutidos tienen un contenido cancerígeno letal; casi equivalente a chupar durante días una pila de plutonio (enriquecido, sin duda).

Ya me habían prevenido, macabramente, contra el azúcar, el alcohol, el tabaco, el colesterol de los huevos, la radicación que emiten ciertos pescados (que deberían ser fosforescentes), los triglicéridos que campean alegremente en carnes rojas, el ácido úrico provocado por camarones y mariscos en general.

Sí toman en cuenta que han aparecido por millares, aquellos que son intolerantes a la lactosa (adiós quesos y malteadas), al gluten (fue un placer, panes y pasteles), resulta que yo corro el riesgo, por mi llamado “estilo de vida” a sumarme a sus filas.

Todo ello acrecentado por la campaña de los camaradas veganos que apela a la piedad para con pavos, cerdos, vacas, gallinas y hasta cocodrilos, y que resulta en que no debería comer nada o casi nada.

Bueno, no han descubierto todavía el mal que seguramente se esconde en frutas y verduras. Pero, con la pena, me rehúso a comer tan sólo lo que yo llamo la comida de la comida.

Vengo del siglo pasado, y estas cosas no pasaban. Y sí pasaban no sonaban tan apocalípticas como hoy suenan, a todo volumen, advirtiéndonos que vivir te acabará matando.

Y no quiero, por ningún motivo, despertar todas las mañanas para ver los nuevos informes de la OMS que señalarán, sin duda, nuevos y más poderosos venenos escondidos en lo que comemos todos los días.

Es más. No quiero dejar un cadáver saludable. Quiero dejar uno todo jodido, repleto de triglicéridos y ácidos úricos que den cuenta de lo maravillosamente bien que me lo pasé en ésta vida.

Porque resulta que en mi caso, por lo menos, la comida está permanentemente asociada a mi educación sentimental. Y esas tortas de queso de puerco del cine Gloria, no contenían tan sólo una embarrada de frijoles y un par de rajas de chile verde; estaban llenas de gloriosos sueños donde Tarzán, encarnado por Johnny Weissmuller (héroe mítico y cercano a pesar de ser casi vegetariano, que en su caso se perdona) gritaba a voz en cuello desde la pantalla para advertirnos que la libertad era alcanzable y que se encontraba a tan sólo un par de lianas de distancia.

Hoy, esas tortas han desaparecido, pero no su recuerdo. Se han desvanecido con el paso del tiempo tantas cosas que en su momento eran absolutamente gratificantes, que ni siquiera me pondré a pensar en ellas; vienen solas de tarde en tarde para advertirme que no debo olvidarlas. Y me congratulo de saber que todos los días encuentro nuevos motivos para el asombro y la sorpresa.

He sobrevivido al agua reciclada que bebí cientos de veces de las mangueras con las que regaban el Parque México, los tacos de canasta bicicleteros envueltos en misterioso plástico azul, los huevos duros del estadio de futbol, los “chitos”, esa carne misteriosa que todo mundo dice que es de burro pero que yo creo tiene orígenes incluso más macabros, los refrescos de insólito color rojo radiactivo, las quesadillas azules hechas en una esquina y llenas de sabor y polvo a partes iguales, a las paletas de grosella sin grosella del carrito de la esquina, las jícamas llenas de chile piquín y que eran lavadas con aguas misteriosas salidas de un balde blanco que alguna vez alojó pintura acrílica, entre cientos de alimentos más que me han hecho ser quien soy. Y que hasta ahora, no me han matado.

Sí como dicen, somos lo que comemos, yo bien podría estar retratado gloriosamente en el bestiario fantástico de Borges llamado “Manual de zoología fantástica”. Y en el pie de grabado, como una suerte de contundente epitafio, diría en sólidos caracteres: A mucha honra…

No dejaré de comer huevos fritos, panes rebosantes de mantequilla, camarones, carnes rojas o blancas, quesos, tacos de carnitas de El abanico, jamones serranos, chorizos, salchichas, salamis ni cualquier otro embutido conocido o por conocer, manque a la larga me maten.

Sobre todo, en un país donde puedes morir en cualquier momento al salir de tu casa atropellado por un microbús, o rafagueado en medio de un enfrentamiento entre bandas rivales, o por el gobierno mismo, que al cabo, no deja de ser una más de las bandas.

Sí la ciencia encontró el mal, ahora le toca encontrar el remedio. No importa sí algunos como yo, devenimos en el camino en idealistas trágicos por negarnos a dejar de comer lo que nos gusta y lo que se nos antoja, haya o no advertencias de por medio. Ni por supuesto, viviendo como queremos y poniéndonos del lado de las causas que consideramos justas.

Y seguiremos, por igual, soñando en lo que creemos y aportando lo que podamos en la construcción de un mundo más justo, donde todos puedan comer lo que se les antoje, decir lo que quieran y actuar rebeldemente en consecuencia. Un mundo donde la noche vuelva a pertenecernos y las carreteras sean camino y no emboscada, para todos por igual.

Mientras, la frase de Ricardo Flores Magón, seguirá, luminosa, ondeando en el estandarte de nuestra casa: El abismo no nos detiene, el agua es más bella despeñándose.

De nuestra brevísima conversión al Islam

domingo, enero 24th, 2016
La vida era una fiesta. El truco consistía en tener la dirección. Foto: Shutterstock.

La vida era una fiesta. El truco consistía en tener la dirección. Foto: Shutterstock.

Lo reconozco. Éramos muy reventados. Nos colábamos a beber a las bodas a las que por supuesto no estábamos invitados (eso sí, todos de traje) besábamos a la novia, abrazábamos ruidosamente al suegro, nos ligábamos a las primas solteras del que fuera. Teníamos 18 y una desfachatez proverbial, una labia poderosa, y una vida por delante.

La vida era una fiesta. El truco consistía en tener la dirección.

Esperábamos en  la casa de alguno a que sonara el teléfono en viernes o sábado sobre las siete de la tarde, como escuadrón de asalto preparado para la invasión.

-Avenida Toluca 1872.- Decía por ejemplo, nuestro contacto.

-¿Motivo?

-Quince años. Formal. La niña se llama Lola. Es del Madrid.- Y colgaba.

Arrasábamos con el vestidor del padre de familia de la casa en que estuviéramos y nos llevábamos sacos y corbatas “prestados”. Nunca llegábamos temprano a la fiesta porque era mucho más fácil ser descubiertos. Nos subíamos a mi vocho amarillo y nos acomodábamos a duras penas, seis, siete, el más chaparro en el hoyo de atrás.

Al llegar a la fiesta entrabamos de dos en dos, con beatíficas sonrisas cruzando nuestros rostros. Como si fuésemos amigos de la familia de toda la vida. Y luego nos sentábamos en sitios estratégicos, junto a personas mayores y confiables con las que hablábamos de cosas aparentemente importantes. Se me olvido decirles que también éramos cínicos y parlanchines, e informados.

-¿Dónde estudiaste?- Preguntaba mosqueado el tío de la niña del pastel.

-En el Vives, pero ya estoy en la facultad. Letras Hispánicas, segundo semestre. Quiero especializarme en Siglo de Oro. ¿Ha leído usted a Góngora?- Decíamos, muy serios y mintiendo alegremente.

Y tres minutos después ya nos estaba sirviendo de su güisqui, de su ron, de su tequila. Encantado de tener en la mesa a esos muchachos tan educados y tan simpáticos. Y nos presentaba a las chicas, y bailábamos y bebíamos como loquitos.

Pajareábamos mesa por mesa y dos horas después ya habíamos acabado con todo.

Un día José Luis, al abrazar a la quinceañera, le vomitó el vestido y tuvimos que hacer un repliegue táctico hacia la salida, ante la ira de los chambelanes que nos querían partir el hocico.

En el coche, José  Luis argumentaba en su defensa: -No mames. Era verde (el vestido). ¿A quién se le ocurre?-

El caso es que eran otros tiempos, más dulces, menos violentos, más proclives al desmadre.

En una de esas fuimos a una fiesta de disfraces, todos de árabes. Con kafiyyehs sobre la cabeza, lentes negros, caftanes blancos expropiados a mi madre, y que había traído de Marruecos (y que supongo que nunca quedaron, después de eso, limpios del todo).

Y de regreso, absolutamente borrachos los cuatro que éramos, oímos claramente el sonido de la sirena de la patrulla, y por el altavoz el típico:

-¡Oríllese a la orilla!- Señal inequívoca que había que detenernos.

Así lo hicimos, en Camino a Desierto de los Leones a las cuatro de la mañana.

El patrullero se bajó con una linterna y llegó hasta el auto. Iluminó al asiento del conductor mientras decía:

-No trae luces de a…-

Y hasta allí llegó, porque en los dos asientos de adelante, no había nadie.

Los cuatro árabes estaban sentados, muy serios, muy acomodados, en la parte trasera.

-¿Quién venía manejando?- Preguntó el oficial mirándonos con ojos como platos.

Y desde el asiento trasero alguien contestaba con una larga perorata en algo que se parecía al árabe. Pero que siempre comenzaban con un ¡Salam Aleikum!  Saludo aprendido gracias a que habíamos visto más de una vez Lawrence de Arabia.

Esta conversación digna de los hermanos Marx debió durar unos veinte minutos. El oficial y su compañero (que masticaba algo de inglés) preguntaban y preguntaban y nosotros, sin salirnos del papel, íbamos respondiendo con jaculatorias  ininteligibles, pero que podrían hacer dudar a cualquiera.

No éramos valientes. No se puede llamar así a la inconsciencia.

Al final, los patrulleros, hartos, optaron por irse. No sin antes gritar algo como -¡Pinches árabes culeros!

Y nosotros logramos llegar a la casa más cercana y dormir la mona, sin quitarnos los disfraces salvadores.

Hoy desperté recordando este pasaje que me sigue sacando una sonrisa de los labios.

Sí lo intentáramos repetir ahora, seguro acabaríamos en Guantánamo, o desaparecidos.

Eran otros tiempos. Más dulces. Menos islamofóbicos.

¡Salam Aleikum!

Hecho de pan y de palabras

domingo, enero 17th, 2016
Jean Valjean, en la edición de Los Miserables de 1865. Foto: Tomada de Internet

Jean Valjean, en la edición de Los Miserables de 1865. Foto: Tomada de Internet

Tal vez el mejor de todos los recuerdos del mundo, es aquel que surge, espontáneo y ferozmente hambriento, cuando evoca, muy lopezvelardianamente, al “santo olor de la panadería”.

Ese sutil aroma está íntimamente ligado no solo a la memoria sino a la literatura misma.

Había pan en La Ilíada y La Odisea, en la última cena de la Biblia, en la conquista de México soberbiamente contada por Bernal Díaz del Castillo, en El QuijoteLos Hermanos Karamazov, Veinte mil leguas de viaje submarino, Cien años de soledad, estaba presente por supuesto en Los Miserables, en Crimen y Castigo. Elemento indispensable que nos remite siempre a esperanza, a destino, a solidaridad, a vida, sencillamente a vida. Pan cómo sinónimo de alimento primordial, único, insustituible, verdadero, eterno.

Soy pues, sin duda, lo que he leído, pero también soy el pan que acompaña a esas letras que me determinan.

Soy pues Ana Frank. Una niña judía que comparte con los otros siete que estamos aquí, escondidos en la buhardilla una hogaza, que significa la vida.

Soy Sancho Panza, que de vulgar escudero de un loco que leía novelas de caballería y peleaba con molinos de viento creyendo que eran enemigos gigantes, pasé, de golpe y porrazo a ser emperador de la península de Barataria y a engordar, más, sí cabe, sentado en un trono, dando rienda suelta a mis impulsos que en mucho tienen que ver con las mujeres, la bebida y sobre todo, y ante todo, a la comida; al pan recién horneado que llena con sus efluvios mis habitaciones y que no cambiaría por el más caro y sofisticado de los perfumes.

Soy Aureliano Buendía. Y recuerdo también con un suspiro, la tahona de Macondo. Y sobre todo a “Remedios la bella que está siempre presente en el vapor del pan al amanecer”.

Soy Jean Valjean. Condenado inmisericordemente por robar un mendrugo. Tal vez uno de los personajes más trágicos en la historia de la literatura; ese hombre que en el camino a la libertad, no sólo se encuentra a sí mismo, sino también a un mundo en llamas que busca en el pan, su sustento y su redención.

Soy Marcel Proust. Y ando en busca del tiempo perdido… Y cada vez que remojo mi suave magdalena en el té, asocio con una claridad pasmosa, ese olor, esa textura, ese aroma, con mi niñez, con todos los maravillosos momentos que viví. Y puedo así, con ese simple y pequeño placer cotidiano, darme gloriosa cuenta del poder evocador de los sentidos. Y es esa magdalena, ese pequeño trozo de pan dulce, el que me lleva, cuando quiero y como quiero, a la recuperación de ese que fui y que hoy, en el espejo, por más esfuerzos que hace, no se reconoce.

Soy pues, Sandokan, el tigre de la Malasia. Sherlock Holmes, Carlitos, el niño de 10 años que está enamorado de Mariana, la mamá de Jim, mi mejor amigo. Soy Ishmail, soy el Viejo que lucha incansablemente con el inmenso pez que está prendido en mi anzuelo y que de cuando en cuando le da una mordida al trozo de pan que lo mantiene vivo.

Y cómo soy ese libro que me arropa y hace que mi corazón retiemble, y mi frente se queme con las ardientes arenas africanas, o mis ojos se queden cuadrados de admirar el mundo y sus bellezas, también soy el pan que me llevo a la boca, ese pan que aparece una y otra vez en la literatura, como un protagonista principal y soberbio, ideal, imprescindible, la esencia del mundo, el principio y el fin de todas las cosas.

Un panadero trabaja con mucho más que un amasijo de harina, huevos, agua, y levadura que se mece rítmica y vigorosamente entre las manos; tiene en ellas no sólo su propia historia sino la historia del mundo. La masa madre de dónde sale ese pan mítico, valeroso, ganador de miles de batallas en la vida real y en la literatura, que tiene como componentes secretos y valiosos, miles de horas de trabajo fecundo y también de imaginación, lleva las lágrimas de los tiempos de guerra y las sonrisas de la abundancia, del recuerdo de mejores tiempos y sobre todo, de la esperanza de aquellos que sin duda vendrán, unos días dorados en que a nadie le falte, y en los que al que le sobre, encontrará en su propia historia la certeza, la razón, el motivo, la forma de compartirlo con el que esté a su lado, esperando tan solo una sonrisa a cambio.

Y entonces, con pan y con palabras, habremos alcanzado por fin, el sueño que anhelamos.

Elemental, mi querido Watson…

domingo, enero 10th, 2016
Foto: shutterstock

Homes podía, como pocos en la literatura y en la vida, ver el árbol sin que lo tapara el bosque. Foto: shutterstock

Soy un apasionado singular de la novela policiaca de todos los tiempos. Y prefiero por mucho a los detectives analíticos, deductivos, sagaces, que a aquellos que sacan la pistola a la menor provocación y lo resuelven todo a tiros. Como se resuelve aparentemente todo en nuestros días.

En mucho tiene que ver en el proceso de construcción de mi “educación sentimental” el hecho de que fuera Sherlock Holmes, el qué, a mis doce años, vino a demostrarme que el raciocinio y la capacidad de observación son cruciales para entender al mundo y a lo que en el mundo pasa, y de paso, a convertirme en lector.

Holmes podía, como pocos en la literatura y en la vida, ver el árbol sin que lo tapara el bosque, y el bosque mismo con el árbol como parte fundamental del mismo. Una unidad dentro del todo.

Pero, con el paso del tiempo, quise saber más y más. No era normal que un personaje como Holmes, encarnara sólo él, esas virtudes que más bien tienen que ver con la ciencia que con la actividad detectivesca.

Y muy pronto descubrí que el método, la prueba-error, el análisis concienzudo de los hechos y las relaciones entre causas y efectos de lo que nos rodea, provienen de la ciencia y que Holmes, era ante todo, un científico (o un aprendiz) antes que un policía; y la mejor demostración de ello es que muy pocas veces utiliza un arma; sí acaso, una romántica espada, de la que por cierto, es un muy habilidoso manipulador.

Hoy, la mayor parte de los programas policiales que se pueden ver por televisión, utilizan a la ciencia como herramienta fundamental para descubrir al criminal y combatir al crimen. Y los protagonistas dejan la pistola guardada por sí las cosas se salen de control (que es casi nunca) y prefieren el microscopio, el escáner y la antropología forense para resolver los cada vez más intrincados casos que nos muestran. Y lo agradezco. Prefiero por mucho la deducción al golpe. Y la utilización del cerebro antes que la cachiporra.

Pero eso que yo agradezco y que pasa en la tele, no es lo que pasa en la vida real. Las armas y la reacción ante lo inevitable se han convertido en la única respuesta de las autoridades frente a la desatada violencia.

La “inteligencia policial” es una suerte de mala broma, o cuando menos, un triste oxímoron. Incapaces de prever, nuestras policías (con o sin mando único) llegan siempre a tapar el pozo después de que se ha ahogado el niño.

Ha llegado a mis manos un libro inteligente y divertido que habla sobre el cerebro, y particularmente las partes del cerebro donde se gesta el pensamiento racional, lugar que además, se desborda con creatividad, y que sigue siendo ese gran desconocido que habita dentro de nuestra cabeza.

Me refiero a “Usar el cerebro” de Facundo Manes (neurólogo) y Mateo Niro (semiólogo y escritor), editado por Paidós en el año de 2014.

En él, podrán descubrir cómo funciona ese órgano espectacular que es capaz de hacernos pintar una obra de arte, o deducir quien es el asesino de una manera didáctica y clara.

Hablando de los dos hemisferios de nuestro cerebro y de la manera distinta en que tienen de procesar la información, nos dicen: “…es un beneficio que nos ha dado la evolución para poder estar a la altura del mundo complejo en que vivimos, que muchas veces demanda un procesamiento más lineal y secuencial, a cargo del hemisferio izquierdo, y otras un procesamiento más holístico y global, a cargo del hemisferio derecho. Pero la gran mayoría de los estímulos demandan de ambos tipos de proceso, aunque en distintos grados, activando así nuestros dos hemisferios de manera conjunta. ¿Cómo, si no, Holmes hubiera podido descifrar el enigma de los Baskerville?”.

Y yo, solamente confirmo que amo a Holmes.

Mismo que por cierto. Jamás, en ninguna de sus novelas, dijo la frase que titula esta nota.

El poeta y el diablo

domingo, diciembre 13th, 2015

Eye [Ojo], 1946. Maurits Cornelis Escher. Foto: Derechos públicos

Eye [Ojo], 1946. Maurits Cornelis Escher. Foto: Derechos públicos

Yo he tenido serios problemas con las matemáticas durante toda mi vida.

De niño, tuve un montón de mentores que me daban clases particulares por las tardes para que el año (escolar) no se fuera al caño, y en vez de salir a jugar con los amigos, pasaba eternas horas intentando descifrar quebrados y divisiones, y pasándola francamente mal. Esos números que rondaban día y noche por mi cabeza eran completamente incomprensibles, y más de uno de esos tutores, pacientes y generosos que tuve, se dio por vencido y renunció al darse cuenta de mi imposibilidad (y muy pocas ganas) de entenderlos.

Logré superar los escollos que iban poniendo en mi camino, con enormes dificultades y descubriendo una y otra vez que lo mío eran las letras y no los números. De verdad hacía los que podía, pero era superior a mis fuerzas. Fui diagnosticado a principios de los años setenta como “hiperactivo”, y supongo que hoy sería un típico caso de “déficit de atención” o “niño índigo”.  Mi madre me define más certera y honestamente como “una pinche pesadilla” y creo que sin duda, su diagnóstico es el más certero (y barato).

Pero la literatura me cautivaba y podía leer durante horas, comprender y recordar sin dudarlo, nombres, situaciones, personajes, lugares, incluso diálogos completos. Así que mi “déficit de atención” era exclusivamente numérico.

Me han preguntado muchas veces acerca de los libros que han marcado mi vida, y los he dicho: “El señor de las moscas” de William Golding, “La conjura de los necios” de John Kennedy Toole, “Marinero en tierra” de Rafael Alberti, entre otros que han dejado desde pálidas cicatrices en mi alma, hasta brillantes y enormes brechas en mi corazón.

Pero tal vez uno de esos libros que me marcó definitivamente, fue el “Algebra” de Baldor. Ese incomprensible (para mí) y enorme (para todos) mamotreto de más de un kilo de peso, que tuve (tuvimos, mi generación entera por lo menos) que cargar durante la preparatoria y que me marcó, sin duda, dejándome dos vértebras “resentidas” para siempre.

Por las noches, tenía pesadillas que me provocaban los ojos negros y penetrantes del matemático árabe Al-Juarismi, de nombre completo Abu Abdallah Muḥammad ibn Mūsā al-Jwārizmī, que aparecía en su portada.

Y lo escuchaba claramente decirme al oído: -Nunca podrás despejar la incógnita…

Así que despertaba sudoroso y angustiado, sabedor que tenía toda la razón.

Gracias al maestro Luis Tapia, logré pasar los años de preparatoria. Gracias a él y su sensibilidad, ya que al darse cuenta que jamás pasaría los exámenes, me pidió escribir un texto sobre mi ardua relación con los números. Me puso siete y yo fui muy feliz.

Las matemáticas y yo, tuvimos durante muchos años, una relación distante y a veces cruel.

Hasta que un poeta, vino a descubrirme lo divertidas y apasionantes que son.

Me refiero al maravilloso Hans Magnus Enzensberger. Ensayista, poeta, narrador alemán, ganador de múltiples premios que vino con su novela “El diablo de los números” de Editorial Siruela, a decirme ya siendo un adulto, que las matemáticas eran tan sólo un juego y que así había que verlas.

Teplotaxl es el diminuto diablo que va, durante doce noches seguidas a visitar en sueños a Robert, y por medio de maravillosas imágenes y conversaciones casi surrealistas, de forma amena y divertida, muy sencilla, a demostrarle a él (y a mí) que en la matemática hay un universo entero, y que disfrutarlo es mucho más fácil de lo que parece a simple vista.

“Lo diabólico de los números es lo sencillos que son”, dice Enzensberger.

Mi mujer acaba de comprar la edición de bolsillo del texto en la Feria del Libro de Guadalajara y me puse muy contento de tenerlo otra vez entre las manos.

Yo hubiera dado muchas de mis tardes perdidas de infancia y adolescencia por haberlo encontrado cuando más lo necesitaba.

Pero nunca es demasiado tarde. Las matemáticas y yo nos reconciliamos, y ahora vivimos un apacible y divertido romance.

Uno que pasa por la divulgación y la historia. Sigo sin poder despejar incógnitas, pero a estas alturas, me vale…

¿Evolución?

domingo, noviembre 22nd, 2015

Escribo hoy estas líneas desde la certeza que me da el saberme perteneciente a una especie que evolucionó, desde el fondo de los tiempos, de otras especies.

Con esto, lo único que pretendo asentar claramente, es que me queda bastante claro quiénes somos y de dónde provenimos. Pero esa certeza, se ve constantemente nublada por la incertidumbre que provoca el hecho de no tener ni la más pálida idea de hacia dónde vamos.

Tal vez, tristemente, el creador de la etología (estudio del comportamiento animal), Konrad Lorenz, tenga razón: “El ser humano amenaza con hacer precisamente lo que de otro modo casi nunca les sucede a los sistemas vivos, es decir: sofocarse a sí mismo”.

¿Será que la conciencia de nuestra aparente “superioridad” frente a otras especies, nos haya condenado para siempre?

No lo sé.  Pero sí sé que no me gustaría ver con mis propios ojos la extinción de esos organismos vivos que dieron al mundo belleza y sinrazón a partes iguales.

El joven Charles está destinado a ser médico, siguiendo la tradición familiar; pero siempre está sumido en una inmensa melancolía, observa con ojos penetrantes, y parecería que esa mirada atraviesa las cosas dotándolas de  significados que al resto de los que miran les pasan desapercibidos.

Su padre piensa que no tiene remedio. Charles es curioso, no se conforma con explicaciones simples. Se pregunta, como otros muchos lo han hecho a lo largo de la historia: ¿De dónde salimos? ¿Quiénes somos?

Pero no desde razonamientos filosóficos. Y sí, arrastrado por su enorme capacidad de observación de la naturaleza y de los seres vivos (y muertos).

El 27 de diciembre de 1831, a sus escasos 22 años, Charles Darwin se embarca en Plymouth, Inglaterra en el “HMS Beagle”, en un viaje alrededor del mundo, que durará cuatro años, nueve meses y cinco días, y que lo cambiará para siempre.

Su talento innato para observar y sacar conclusiones lo convertirán en un hombre extraordinario que lanza una tesis  publicada el 24 de noviembre de 1859, llamada “El origen de las especies”, que se convierte en trabajo precursor de la biología evolutiva.

En él, se puede leer de primera mano está aseveración: “…llegué a la conclusión de que las especies no han sido creadas independientemente, sino que han descendido, como variedades, de otras especies”.

Y encuentra muy pronto, una enorme cantidad de enemigos, entre ellos los llamados “creacionistas” que siguen (hoy, en 2015)  diciendo que provenimos todos, de esa mítica costilla de Adán.

Tengo dos libros junto a mí. Y los dos son espectaculares. Uno, es el texto de divulgación científica del paleontólogo español  Juan Luis Ursuaga, titulado “El reloj de Mr. Darwin” (Temas de Hoy, 2009) que de una manera clara e inteligente habla sobre la evolución de las especies para todo público, y que recomiendo con enorme entusiasmo. Bella y contundente a partes iguales.

Y el otro, la magnífica novela de  Rosa Beltrán titulada “El cuerpo expuesto” (Alfaguara, 2013), donde con enorme brillantez narra la vida de Darwin, mientras entrelaza los avatares por los que pasa el último “darwinista”, y que a mí, me parece imperdible.

Yo, sólo quería decirles, que camino erguido, no por un proceso de selección natural, sino como un homenaje al talento observador y singular del señor Darwin, al que le doy las gracias, siempre.

Pero que me preocupa inmensamente el que esa especie a la que pertenezco  haya olvidado la otredad. Esa capacidad humana que nos permite vernos reflejados en la mirada del otro, reconocerlo como distinto a nosotros y sin embargo, necesario para asumir nuestra propia identidad.  Necesario, punto.

Los atentados en París, tanto como los bombardeos irracionales en Siria, o la violencia sin control ni sentido en Guerrero o Tamaulipas han puesto a temblar a la colectividad entera. Han roto la frágil proporción de aquello que nos hace humanos y que en palabras de Aristóteles nos determina como “seres sociales”, esto es, que pueden vivir en sociedad. Y el vivir en sociedad implica, por supuesto, no matar a nuestros semejantes.

Hay muchas teorías que rechazan la idea de que la violencia sea un instinto humano innato. Y afirman, a su vez, que no es más que un fenómeno adquirido dentro de un contexto social, expuesto a factores externos, y llevado al punto de ebullición por causas ajenas al propio comportamiento habitual.

Así, las sociedades contemporáneas, miran a la violencia irracional que salta una y otra vez a las páginas de los diarios y a las angustiantes pantallas de la televisión, como fenómenos aislados y no como una alarmante anomalía que crece y se multiplica en todos los rincones de la tierra.

Mientras tanto,  el señor Darwin, debe estar en alguna parte con los ojos enrojecidos por el llanto, mirando como esos seres que pensaba evolucionados, se autodestruyen sin pausa y sin tregua.

La ignorancia

domingo, noviembre 8th, 2015

Hace unos meses fui llamado ignorante en público.

Mi primera reacción de otros tiempos, hubiera sido enzarzarme en una violenta e inútil discusión, para demostrar con montones de argumentos (falsos o verdaderos) que no lo soy.

El segundo acto de esa puesta en escena hubiera consistido en humillar de la manera más procaz e indigna a mi contrincante, y sí cabe, dejarlo en ridículo.

Pero nada de eso sucedió. Ni sucederá.

Porque resulta que, pensándolo bien. Sí soy un ignorante.

Ignoro miles de cosas y por eso, cuando no sé, pregunto.

Ignoro por ejemplo, la mayor parte de los números atómicos de los elementos de la tabla periódica.  Ignoro la composición del “azul maya”.

Ignoro cómo funcionan (en términos estrictos) una computadora, un avión, un superconductor.  Ignoro que contienen los “hoyos negros”.

Y la lista es interminable.

Mi ignorancia es muchísimo más grande que mi aparente sabiduría. Y ello me hace ser un curioso profesional que constantemente pregunta lo que ignora.

Y sin embargo, algunas cosas sé. He pasado gran parte de mi vida leyendo e informándome de los más variados temas, movido por la curiosidad, por las ganas de entender lo que no entiendo.

Diariamente descubro cosas que no sabía, y que me iluminan el día.

Acumulo historias y datos extraños sobre el mundo y sobre aquello que los seres humanos hicieron en el mundo.

Y escucho atenta, agradecidamente, a los que saben algo que no sé (lo que sucede constantemente).

Y nunca jamás, he insultado a nadie llamándolo ignorante por no tener la información de la que de manera privilegiada dispongo.

Es más, el epíteto de marras me parece de una soberbia grandilocuente. Hay un montón de personas como yo, que ignoramos cosas, y que no han tenido, como yo, la oportunidad de irlas aprendiendo, o preguntarlas a los que sí saben.

 Llamar ignorante a otro, es reconocer, petulantemente, nuestra incapacidad para transmitir el conocimiento de una manera clara y amable. Sobre todo cuando se intenta descalificar al contrario en una argumentación.

-¡Eres un ignorante! Te estás bebiendo uno de los mejores vinos del mundo. Un “Petrus” cosecha 82.

Y yo, sin remilgos lo digo, pues. Éste pinche vino carísimo está avinagrado. Con la pena.

Porque en una discusión no sólo entran en combate los conocimientos, sino también las sensibilidades. Y sí el “Petrus” está avinagrado, por más que sea uno de los mejores vinos del mundo no me lo beberé, y me da lo mismo lo que opine el que me invita.

Pasa lo mismo con aquellas cosas, que al verlas, entran en el terreno de los gustos, las apetencias. Dónde, cómo todo el mundo sabe. No hay nada escrito.

-¡Pero sí es un cuadro de Manolito Gorrera! Ha estado en las galerías más importantes del mundo.

-Será. Pero no me gusta.

Y no hay forma posible de explicar el motivo por el que el famosísimo cuadro, no llena mis ojos, ni me hace vibrar, ni me dice algo.

Hoy, con toneladas de información a la mano, a un clic de distancia en la computadora, por ejemplo, podemos saber montones de cosas que hasta hace unos años estaban reservadas para los  estudiosos. Pero ello no nos hace más sabios.

Para mí, la sentencia de Terencio (poeta y escritor romano) que dice: “Nada de lo humano me es ajeno” me parece una buena guía para avanzar por la vida, y hago enormes esfuerzos por saber, por entender todos los días un poco más.

Aunque sé (algo sé), qué con la vastedad de conocimiento alrededor nuestro, y el enorme caudal de descubrimientos que todos los días aparecen a nuestro alrededor, seguiré siendo un ignorante.

Pero jamás dejaré de preguntar. Los invito a ello. Pregunten siempre.

Aunque los tachen de ignorantes…

Como decía el maravilloso Alfonso Reyes: Todo lo sabemos entre todos.

Me voy…

domingo, noviembre 1st, 2015
El circo es el alambique donde se destilan los sueños. Foto: Cuartoscuro

El circo es el alambique donde se destilan los sueños. Foto: Cuartoscuro

Debía yo tener unos doce años, la primera vez que intenté escaparme con el circo.

Estaba convencido que mi vida de trashumante sería mucho más emocionante y divertida de lo que había sido hasta entonces.

Mi padre, en sus andanzas periodísticas, y lo contaba con enorme orgullo, fue nombrado “Mozo de pista honorario” del mítico Circo Price de Madrid. Hay una muy bella foto donde se le ve, con su impecable uniforme rojo de galones dorados, paleando mierda de elefante. Sonríe exactamente igual que si estuviera paleando oro.

Nos contó que haciendo uno de los reportajes que lo llevaron hasta la gran carpa, había  entrado a una jaula con 16 leones africanos de enormes melenas. El jefe tenía una infinita fascinación por el circo, y nos la contagió. Así que de alguna u otra manera fue su culpa.

Y yo, a mis doce años, con una obstinación a prueba de desengaños,  hice una pequeña maleta donde puse unos tenis, un pantalón de mezclilla, unas cuantas camisetas y un álbum con fotos familiares, previendo que en algún momento de mis viajes por el mundo en el vagón del espectáculo, pudiera extrañarlos, aunque fuera un poco.

Y salí a la calle.

En un mal momento.

No había ningún circo en la ciudad.

Y por eso acabé siendo escritor. Sí no podía irme con el circo, por lo menos tendría la oportunidad de contarlo lo mejor que pudiera.

El circo, pues, ha estado en mi vida desde siempre. Y particularmente, el Circo Atayde.

Papá organizaba expediciones numerosas y caóticas cada diciembre para ver qué nuevos prodigios, sorpresas y maravillas nos deparaban los hermanos Atayde, a los que sin conocer, considerábamos parte esencial de la familia. Incluso, un poco en broma y un poco en serio, mi padre nos bautizó como “El circo Ataibo”, en homenaje  al mejor de los circos del continente.

Yo me sentaba en el palco y aspiraba profundamente esos olores inconfundibles y llenos de magia que había bajo la carpa, o en su caso, en la mítica Arena México, que olvidaba por la temporada navideña su vocación de box y lucha para vestirse de colores, luces y misterios; aspiraba pues, agradecido, esa mezcla de aserrín, sudores, algodón de azúcar y el almizclado orín de las fieras, sabiendo que por fin estaba en casa.

Y me dejaba llevar guiar por la voz inconfundible del maestro de ceremonias, para sumirme, complacido y feliz, en el asombro.

El circo es el alambique donde se destilan los sueños.

E incluso, tamiz para elegir pareja. Me explico; cada vez que una chica me gustaba, primero la llevaba al circo. Sí decían, al recibir la invitación,  cosas como: “a mí los payasos me dan tristeza”, “pobres animalitos” o “me dan nervios” (como si los nervios “dieran”), salían inmediatamente de mi radar y de mis deseos. Llevo 25 felices años junto al amor de mi vida, Imelda, a la que el circo le produce la misma fascinación y alegría que a mí. El circo es entonces, sí cabe, también un gran casamentero.

Un buen día,  en el siglo pasado, tuve la oportunidad única de pasar casi un mes en el Atayde, en sus entretelones y su cotidianeidad. Ni más menos que en la gran temporada de aniversario, cuando cumplía la friolera de 100 años de vida.

Don Andrés Atayde, al que quiero y respeto profundamente, me abrió las puertas del circo; todas las puertas del circo, y pude deambular libremente y a mi antojo por todos sus rincones.

Así, conocí la “gruta del payaso”, un lugar secreto del que jamás daría su ubicación exacta aunque me torturaran, donde se reunían noche tras noche algunos miembros de la compañía a contar las anécdotas del día, los pequeños trucos, los malentendidos, los amores secretos. Fui, pues, durante esos maravillosos días, uno más de la “troupe” y supe de primera mano un montón de secretos y de maravillas.

Invitado por el domador norteamericano Doug Terranova, entré a la jaula de las fieras con ocho espléndidos tigres de Bengala, imitando a mi padre y sintiéndome tan gratificado y feliz como él mismo. Esa entrevista, mientras los inmensos felinos nos circundaban y lanzaban poderosos gruñidos, fue grabada para la televisión, y editada en todas aquellas partes donde yo, asido al cinturón de Doug, salía de cuerpo entero. Así evitamos que se viera que tanto me temblaban las rodillas. Nunca durante el tiempo que estuve en el Atayde, ni en el montón de funciones subsecuentes que presencié,  vi ningún tipo de maltrato a los animales. Terranova, por ejemplo, daba instrucciones a los bellísimos tigres, tan sólo con la voz y las manos desnudas.

Me subí, gracias a Alberto y Alfredo Atayde, los otros dos hermanos de la dinastía, y que se han dedicado al manejo y doma de animales, sobre una elefanta de la India, enorme y preciosa que me dio varias vueltas a la pista, suave, amablemente. Y mientras avanzaba, recordaba el “Libro de la selva” de Kipling y me mecía como en el mejor de los sueños.

E incluso estuve en una boda entre artistas donde me reí y divertí como un enano; como el resto de los enanos del circo, quiero decir.

Fue un tiempo espléndido que hoy recuerdo con enorme nostalgia, cariño y agradecimiento.

Sí dejamos que los circos mueran, dejaremos que mueran nuestros mejores sueños.

Hoy, andan de capa caída, por una reglamentación inútil que los está dejando sin sustento. En todas mis aventuras circenses, que no fueron pocas, los animales eran tratados como lo merecían, como artistas. Casi todos ellos nacidos en cautiverio, no eran, por lo menos en el Atayde, y me consta, maltratados de modo alguno. Si no por el contrario, como miembros importantes de la familia. Mejor que en muchas familias de humanos, por ejemplo.

Muchas noches, en la oscuridad y silencio de mi habitación, regresa a mi nariz esa mezcla maravillosa de olores que me transportan de nuevo hasta la pista, iluminada con un seguidor. Suena la música, comienza el desfile, y yo estoy allí, como siempre, detrás de los fabulosos artistas, con mi traje rojo de galones dorados, pala en mano, listo para limpiar la caca de los elefantes.

Estoy esperando con ansias la temporada de invierno del Circo Atayde y empacando una pequeña maleta, con los tenis, un par de camisetas, un pantalón de mezclilla. El álbum de fotos de la familia.

Esa noche que llegará muy pronto, definitivamente, me escaparé con el circo.

Y seré, de ahora en adelante, feliz.

Lo sé de cierto.

Jaque…

domingo, octubre 18th, 2015
En el año 1972, vi por la televisión el triunfo de Bobby Fischer sobre Boris Spassky por el campeonato mundial de ajedrez celebrado en Islandia. Foto: Tomada de Internet

En el año 1972, vi por la televisión el triunfo de Bobby Fischer sobre Boris Spassky por el campeonato mundial de ajedrez celebrado en Islandia. Foto: Tomada de Internet

Mi abuelo intentó por todos los medios que me apasionara el ajedrez.

Y no lo consiguió nunca.

Me ponía frente al tablero, me dejaba jugar con las blancas e incluso me daba siempre un peón de ventaja.

Y yo, por más explicaciones que recibía, miraba indignado cómo iban desapareciendo mis piezas, en una suerte de acto de magia indescifrable.

-Anticipa la jugada.- Me repetía una y otra vez. –Si yo muevo el caballo y como ahora mismo tu alfil, tú deberías estar pensando no en como destruir mi caballo, si no la manera de llegar lo más rápidamente posible hasta mi rey.

Pero lo que yo quería, era vengar de la manera más pronta y expedita la muerte de mi alfil, al que en pocos segundos le había tomado tanto cariño. Así que lanzaba mi torre sin recato alguno en busca de ese caballo maldito, mientras el abuelo iba moviendo pacientemente el resto del tablero para darme el ominoso jaque mate con el que terminaban todas las partidas.

El abuelo no se burlaba de mis pifias, ni de mi característico y suicida estilo de jugar.

Soy, sin duda, uno de los peores ajedrecistas del mundo (y no me enorgullezco de ello, por supuesto), pero ahora, a la distancia, tengo claro que para disfrutar del juego se necesitan altas dosis de paciencia, ensimismamiento y una mente matemática de la que carezco absolutamente. Ni puedo prever la jugada, ni sé que va a suceder en los próximos segundos que por lo visto deben ser cruciales para alguien que mínimamente sepa jugar.

Yo lanzaba (y lanzo, cuando alguien me pone un tablero enfrente) todas mis fuerzas combinadas con el sólo fin de que se termine el suplicio lo antes posible. Lo más parecido a la carga de la brigada ligera inglesa contra los cañones rusos en la batalla de Balaclava, en la Guerra de Crimea (donde fueron exterminados, heroica pero definitivamente).

En el año 1972, vi por la televisión el triunfo de Bobby Fischer sobre Boris Spassky por el campeonato mundial de ajedrez celebrado en Islandia. Sin lograr entender bien a bien que había en las cabezas de esos dos hombres que parecían estar jugándose la vida y que se miraban uno al otro con odio asesino.

Los soviéticos tenían hegemonía en el mundo del ajedrez desde 1948 y celebraban cada nuevo campeonato, gritando a voz en cuello las bondades del comunismo, y pretendiendo demostrar ante el mundo, cómo ese sistema era idóneo para el desarrollo del deporte-ciencia.

El caso es que Fischer, el rubio estadounidense, desenfadado y agresivo, logró lo que hasta entonces parecía imposible, y derrotó, después de una larga serie de partidas, a su contrincante soviético. Para luego desaparecer del mundo, durante veinte largos años.

Siempre he pensado en la figura de Fischer como la de un idealista trágico, que no tuvo vida más que para ese juego apasionante y feroz que no sólo enfrenta mentes; también superpotencias. Y que le hizo, a la larga, perder la cabeza.

Ha caído en mis manos un libro igual de apasionante, escrito por Leontxo García. Uno de los periodistas especializado en ajedrez más prestigioso del mundo, conferenciante, investigador, presentador y comentarista de torneos, experto en pedagogía y aplicaciones sociales del juego. Se llama Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas y está editado por Crítica (2013).

Gracias a él, voy descubriendo montones de cosas que no sabía y que son sin duda, asombrosas y apasionantes. Como la historia terrible de Fischer en esos 20 años de ausencia.

Y me ha hecho ver al juego desde una perspectiva diferente.

Guardo con enorme cariño a la dama negra del tablero de ajedrez de mi abuelo, que murió hace más de veinte años. Y que me recuerda siempre que no siempre los actos heroicos son por fuerza los más inteligentes.

Me reta desde un estante lleno de libros, advirtiéndome que hay que mirar un poco más lejos, más penetrantemente, con mayor paciencia y más sabiduría estratégica.

No puedo sentarme con el abuelo a jugar una nueva partida, porque ya no está entre nosotros.

Pero me gustaría volver a oír, aunque fuera una vez, desde su voz ajada por el tabaco y los años, el consabido “Jaque mate” que sigue intacto en mi memoria.