Archive for the ‘Amkie en SinEmbargo’ Category

“Tengo un lector pidata”

sábado, agosto 6th, 2016
Cuando me topé con una copia idéntica de mi primera novela a la venta por un tercio de su precio en un puesto de revistas, me sentí halagada. “Si te piratean, es que ya eres importante”. Foto: Shuterstock

Cuando me topé con una copia idéntica de mi primera novela a la venta por un tercio de su precio en un puesto de revistas, me sentí halagada. “Si te piratean, es que ya eres importante”. Foto: Shuterstock

Todos recordamos la irritante campaña (y si no: https://www.youtube.com/watch?v=BluKajvBFJY) que hace unos años inundó los cines, los DVDs a la renta y hasta las mismísimas películas pirata, en las que los creadores (o llamémosles “copiadores”) dejaban el comercial en contra de la piratería para tener una carcajada más. Sí, sabemos que el mercado de películas pirata está conectado con otras clases de contrabando que no debemos promover, pero rara vez pensamos que Tom Cruise se quedará sin comer si compramos la última Misión Imposible en el mercadito de la esquina. Es muy poco probable que eso pase y “bueno”, nos decimos, “¿a quién le harán la diferencia mis 50 pesos?”. La campaña buscaba concientizar a los padres de los valores que estaban heredando, uno de ellos la devalorización del trabajo de los demás. “Las películas pirata se ven mal, pero tú como papá te ves peor”, era la conclusión. Las películas de a 3 por 10 son consideradas “nacas” y hoy para muchos ya ni son necesarias: se bajan las películas por internet en altísima calidad, con todo y subtítulos y a días de que aparecieron en cartelera. Esas películas no se ven mal y los hijos de aquellos antiguos “piratas” son mucho más hábiles que ellos para encontrarlas y bajarlas. Pero Tom Cruise sigue sin morirse de hambre.

Cuando me topé con una copia idéntica de mi primera novela a la venta por un tercio de su precio en un puesto de revistas, me sentí halagada. “Si te piratean, es que ya eres importante”. ¿Cómo sucede esto? Muchas veces, los mismos empleados de las imprentas imprimen por su lado los PDF enviados por las editoriales y así, sin tener que pagarle a diseñadores, editores, formadores, correctores, vendedores ni, por supuesto, al autor, pueden vender el libro a 80 pesos. Y quedan casi idénticos, aunque esas copias pirata serían, en la campaña aquella, “los libros pirata que se ven mal”. Hoy eso tampoco es necesario: la piratería literaria también es digital y para quien no tiene el fetiche del libro físico, es muy fácil conseguir casi cualquier título en PDF.

Al navegar, comencé a encontrar un montón de páginas que ofrecían mi obra gratis. Muchos lectores, incluso, me escriben pidiéndome que les mande tal o cual libro porque “me encanta tu trabajo pero no puedo comprar los libros”. Recuerdo una ocasión en que encontré mi trilogía en el blog de un par de chicas, “amantes de la lectura”. Les solicité que bajaran los PDF y se negaron. Les dije que lo que hacían era ilegal y bajaron los enlaces, pero se ofendieron mucho, diciendo que mi objetivo debía ser que más gente me leyera y que ellas nunca más lo harían porque lo único que me importaba era el dinero. Cualquiera (con contadísimas excepciones) que se dedique a las letras o a casi cualquier otra actividad cultural, sabe que es el camino incorrecto para alguien a quien sólo le importe el dinero. O le importe un poco. O espere vivir de eso. Para muestra, una cuenta rápida:

Mi primera novela tomó 9 meses. Me dedicaba a escribir unas 6 horas al día, 6 días a la semana. Si hablamos de que se vendieron 5 mil ejemplares de a 250 pesos cada uno, con un 10% de regalías para mí, eso serían 125 mil pesos. Divididos entre 9 meses, da como resultado menos de 14 mil pesos de sueldo al mes, habiendo trabajado con un solo día de descanso a la semana. El asunto se pone peor si pensamos que esta fue mi primera novela publicada, y que antes de ella se invirtió el triple o cuádruple de tiempo en novelas que nunca serán redituables pero que eran pasos necesarios, algo así como una maestría que nunca verá una devolución en salario. Después vienen los meses de promoción y visitas a ferias. Estos meses no se pagan y, de hecho, las actividades de promoción y el desplazamiento a alguna estación de radio, etcétera, muchas veces corren por cuenta del autor. Así que de redondear los 9 meses en un año (y a muchos autores una novela les toma mucho más), llegamos a poco más de 10 mil pesos de salario al mes, sin prestaciones, vacaciones ni aguinaldos. Luego, se comienza a madurar una idea para una nueva novela en la que una editorial puede estar interesada o no.

Por supuesto, dedicarse a escribir es una elección y, por supuesto, hay satisfacciones de otro tipo. Llegar a publicar, incluso, y a ganar lo que sea en materia de regalías, se considera un sueño guajiro. Y un sueldo de 10 mil pesos al mes sigue estando, lamentablemente, por arriba del promedio con el que viven muchas familias en este país, pero no es un sueldo millonario: o sea, pocos autores en México son el Tom Cruise que no necesita que pagues tu boleto de cine para poder vivir. Si el producto cultural en cuestión te está siendo divertido, útil o atractivo y te apetece consumirlo, es que tiene un valor, y el valor debe traducirse en algún beneficio para el creador, para que pueda seguir creando los productos que te gusta consumir y porque, simplemente, las cosas cuestan.

En cuestión de libros existe la sensación de que la piratería es “un poquito menos mala” porque se está haciendo por una buena causa: leer. La cultura. Y la verdad es que pasarse documentos digitales no se siente como algo ilegal, no como ir a una librería o a una feria del libro concurrida y robarse libros, por ejemplo: el libro es un objeto físico con un claro valor establecido y pareciera que el contenido digital no. En el PDF cualquier novela pierde estilo, se ve menos elegante, menos valiosa. Pero así como la ven, fue una idea, un sueño, un proceso que para el autor se extiende hacia atrás meses y hasta años y que, para bien o para mal, es, además de un producto cultural, un producto comercial. Eso quiere decir que los autores están insertos en el mismo sistema económico que los lectores y pocos de ellos cuentan con un apoyo gubernamental (como los antiguos mecenazgos de las cortes, por ejemplo) que les permita crear independientemente del éxito comercial de sus obras, eso sin hablar de todo el aparato editorial que hace posible una publicación. “¡Ese es el problema! Yo al autor le doy sus 25 pesos, pero las editoriales se enriquecen con el trabajo de…”. Entiendo el punto, pero la institución EDITORIALES no consiste de un villano que se enriquece a costa de todos, sino de cientos de profesionistas que tienen trabajo gracias a que los lectores le dan valor a los libros.

“La cultura debería estar al alcance de todos” es el principal argumento para la piratería literaria y es, también, una pregunta filosófica milenaria. Sí: yo creo que la cultura debería estar al alcance de todos, y creo que gracias a internet (más que a las bibliotecas públicas, lamentablemente) mucha lo está. Páginas como Project Gutemberg reúnen, traducen y difunden gratuitamente obras cuyos derechos de autor han expirado y cuya difusión realmente no afecta a nadie, sino todo lo contrario. Todos los clásicos están ahí, así como trabajos académicos de toda índole. Sin embargo, los que seguimos siendo de carne y hueso vivimos, además de en nuestros mundos imaginarios, en el mundo real, y en el mundo real una de las más grandes satisfacciones para cualquier persona es percibir un salario digno por su trabajo, lo que equivale a decir: “Lo que haces tiene un valor, no quiero que dejes de hacerlo”. Una de las más grandes satisfacciones y una de las más básicas necesidades.

Apagar la humanidad antes de Trump

sábado, julio 23rd, 2016
La posibilidad de tener en el cargo de Hombre Más Poderoso Del Mundo a un payaso anaranjado y sobrebronceado del que nos hemos burlado por meses, ahora es muy real. Foto: Internet

La posibilidad de tener en el cargo de Hombre Más Poderoso Del Mundo a un payaso anaranjado y sobrebronceado del que nos hemos burlado por meses, ahora es muy real. Foto: Internet

Así es, amiguitos, esta semana hemos votado por presionar el Botón de Apagar la Humanidad antes de ver lo que el “mundo libre”, como los gringos llaman a las zonas del planeta donde tienen injerencia, será si Donald Trump se convierte en presidente de EU. Me he topado con varios, algunos buenos, artículos que instruyen a los mexicanos de preocuparse antes de lo que pasa en su propio país que de lo que pasa afuera, y me parece una postura entre ingenua e irreal: nuestro destino está ligado con el de nuestros vecinos del norte, aunque quizá no de manera equitativa.

La posibilidad de tener en el cargo de Hombre Más Poderoso Del Mundo a un payaso anaranjado y sobrebronceado del que nos hemos burlado por meses, ahora es muy real, y mientras los estadounidenses sensatos se ponen a temblar y los asesores de Trump se dan a la tarea de, ejem, crear una estrategia política de verdad, de esas que se recitan ante un congreso y no se gritan furiosamente en frases cortas mientras tu pelo salta de un lado a otro, al mundo le llegan a diario noticias de un racismo renacido que ha quitado la vida a muchos afroamericanos inocentes y ha hecho que el resto se cuestione si la igualdad es situacional, o sea, si depende de las condiciones externas y no de, bueno, la certeza de que todos los seres humanos son iguales y tienen los mismos derechos fundamentales. Al racismo de esta índole ya lo habíamos palomeado: lo dábamos como resuelto y ahora, el Homo Sapiens erguido, con celular en mano y defensor de la igualdad, podía avanzar un paso más hacia delante y ocuparse del siguiente asunto en la agenda, a saber, la equidad entre géneros, el calentamiento global, los derechos de los animales o alguna otra cosa pendiente.

Sin embargo, los seres humanos no corremos en línea recta sino en espiral; hay un movimiento, eso es indudable, pero después de un rato volvemos a tener las mismas vistas que creíamos haber dejado atrás. Una espiral y no un círculo porque la perspectiva es nueva, tiene que ser nueva, pero ¿más superficial? ¿Más profunda? O sea, ¿la espiral corre hacia fuera o hacia dentro? Un Trump en la presidencia responde a los miedos más primigenios de la población estadounidense, al igual que el regreso del PRI a nuestra presidencia respondió a una serie de decepciones y, principalmente, a unas débiles esperanzas de cambio que no se vieron jamás justificadas por argumento racional alguno. Corrimos en la espiral y ahora volvemos a encontrarnos en un sitio similar, que si bien no es el mismo exactamente, tiene las mismas vistas: corrupción, censura, violencia creciente, impunidad y una clase política que da vergüenza. Habíamos sacado al PRI, creído en una alternancia democrática y ¡zas! En nuestra idea de lo que es la evolución, estamos de vuelta en la ilustración del orangután que arrastra los nudillos en el suelo.

Dicen que quien no conoce su historia está condenado a repetirla, pero hoy yo propondría un axioma nuevo: quien cree que su historia es historia, está condenado a repetirla. Quien cree que los errores se corrigen y se quedan así para siempre, quien cree que no se puede desandar un paso andado justamente por ver los procesos históricos como una línea recta. Tanto nuestros vecinos del norte como nosotros confiamos demasiado y bajamos la guardia, dejamos de tener la imaginación malévola que nos habría permitido considerar como reales tanto el regreso del PRI y lo que ello implica, para nosotros, como la subida a la presidencia de un escandaloso fascista que vivió toda su vida para y dentro de la televisión, para ellos. Los procesos históricos y políticos son mucho más complejos que una sola espiral: son miles de espirales de distintos anchos girando a distintas velocidades, entrelazándose, opacándose entre sí. Son un engrane que con nuestras pequeñas decisiones individuales remolcamos hacia un lado o hacia el otro. Hacia la “evolución”: es lo que habíamos creído siempre. Pero esta continua sensación de déjà vu indica otra cosa. Indica que no tenemos ni la más mínima idea de hacia dónde estamos corriendo.

La mujer cucaracha: ficha técnica

sábado, julio 16th, 2016
Foto:

Los expertos que han analizado algunos ejemplares de la Mujer Cucaracha, coinciden en que la coraza, si bien sólida, es porosa. Foto: Shutterstock

Del latín feminis blattodea, la conocida como Mujer Cucaracha, fue así denominada por ser la única especie de características humanoides que sobrevivió a la crisis nuclear del año 7978 de nuestro ciclo Acaladiano, pronosticada por los habitantes del planeta Tierra por décadas y sin embargo, por lo visto, inevitable. Esta especie de dura coraza parece haber evolucionado de la mujer común, homo sapiens de género feminis, y presenta una serie de habilidades que incluyen la capacidad de construir nidos para ellas y sus crías con o sin la ayuda de un macho, llevando sobre sus hombros cargas en forma de ramas o rocas que representan el doble o el triple de su propio peso. Característicamente, a las crías nacidas de la feminis blattodea (en adelante FB) se les estampa en la frente el símbolo del macho que las procreó, sin importar que el mismo saliera de cacería para proveerles de alimento o no. Los expertos que han analizado algunos ejemplares de la Mujer Cucaracha, coinciden en que la coraza, si bien sólida, es porosa. Asimismo cubre los oídos casi por completo, presumiblemente por razones evolutivas que les permitieran a estas hembras moverse por sus poblados y enfrentar el bombardeo, por parte de algunos machos, de una especie de fluido sebáceo llamado también “piropo”, que podía introducirse por el canal auditivo y hacer que las blattodeas perdieran el equilibrio y sus demás capacidades se vieran también comprometidas.

Las FB presentan una fuerza inusitada que les permite soportar hasta dos jornadas de trabajo, una dentro y una fuera de sus nidos, si bien sus cuerpos, según la documentación encontrada, son más pequeños que los de los extintos machos. Además de las dos mamas que ya presentaban las hembras de homo sapiens, las FB desarrollaron una adicional, utilizada en ocasiones para nutrir al macho ante la ausencia de la madre del mismo. Sin embargo, parece ser que el alimento secretado por esta tercera mama nunca resultaba igual de sabroso para el macho que el de su propia progenitora (extraído del documento de origen terrícola Guía de sobrevivencia para nueras).

Es bien sabido que las condiciones de vida para las hembras de homo sapiens en algunas áreas de la Tierra podían ser precarias y que innumerables ejemplares sucumbieron a distintos tipos de ataques muchas veces avalados y siempre tolerados por el sistema de Gobierno predominante en ese planeta, denominado “patriarcado” (Leer: Barbarie y la Fantasía de la Equidad: Ensayos sobre el Patriarcado Terrícola, por Vixx HuiH). Se han hallado evidencias de negociaciones diplomáticas, tratados de igualdad entre los géneros y numerosos intentos de movilizaciones intelectuales originados en distintas regiones (o “países”, los cuales estaban delimitados por fronteras físicas imaginarias y fronteras cerebrales de carácter sólido y radioactivo) los cuales no supusieron cambios radicales ni eliminaron de manera permanente ni temporal las amenazas que las hembras enfrentaban de manera cotidiana. Algunos expertos proponen que el “patriarcado” en su forma radical podría haber sido el responsable de la epidemia de ceguera que eventualmente provocó la crisis nuclear, si bien las pruebas no son concluyentes.

Las necropsias y análisis en ejemplares vivos parecen indicar que el peligro, la tensión y las exigencias impuestas a las hembras terrícolas por su sistema de vida (Leer: Comprendiendo el Patriarcado: “Los Hombres las Prefieren Cabronas”, “40 y fabulosa”, “Mujeres empresarias y feminidad” y otros tratados terrícolas, de AlH SixI) provocaron un salto evolutivo nunca antes visto ni en este ni en otro planeta, dando como resultado una criatura hermafrodita, altamente adaptable y capaz de sobrevivir en condiciones extremas, ya sea en manada o en solitario, con o sin crías y ostentando tallas de busto desde la más pequeña hasta la más grande (Fuente: El Apocalipsis Terrícola y otras curiosidades, de W.WkY.).

¿Quién es el otro?

sábado, julio 9th, 2016
Mujer caminando de noche

Una indignación que cruza fronteras físicas, de raza, de especie, de género y de tiempo es el mejor antídoto contra el miedo. Foto: Especial

En una ocasión iba yo caminando por un sendero de terracería, al anochecer, en un pueblo cercano a la capital. No había nadie a mi alrededor, el cielo era de un morado más bien sombrío, y las gotas que habían quedado colgando en las ramas de los árboles caían perezosamente. Al doblar una esquina, me encontré con que un hombre caminaba a la par que yo. No supe si acelerar el paso o detenerme, así que mejor seguí al mismo ritmo, pero mi tranquilidad se había esfumado. Me moví a la derecha para evadir un charco, y él se movió a la derecha también. ¿Me seguía? ¿Qué pretendía? El aullido lejano de un coyote me distrajo y él pareció distraído también… ¿o se detenía para no perderme el rastro? Mi corazón se aceleró e imaginé un montón de escenarios de confrontación, escape, violencia. No supe si echarme a correr o cambiar de rumbo: temía que él volviera en sus pasos, que mis miedos se confirmaran. Entonces noté que cada tanto él volteaba en mi dirección, nervioso. ¡Nervioso! Pero… ¡soy inofensiva!, me dije, indignada. “Pero… ¡soy inofensivo!”, se dijo él sin duda. Sólo entonces se me ocurrió que él podía temerme a mí, igual que yo a él. Que venía, a la par que yo, preguntándose porqué estaba yo ahí, si lo estaba siguiendo, qué quería. Entonces me oculté detrás de un portón y dejé que siguiera su camino tranquilo, concediéndole que yo era tan El Otro como él, que su miedo era igual de real o igual de infundado.

Ayer un amigo mío lamentó públicamente los recientes asesinatos de dos hombres negros a manos de policías en Estados Unidos, y las respuestas en su muro de Facebook me llamaron la atención a un fenómeno con el que me vengo topando cada vez más a menudo: la gente le recriminaba su tristeza por estos dos hombres, “cuando en México todos los días muere gente y a nadie le importa”. La masa virtual apoyaba la moción, reclamando que mi amigo se fijara más en las noticias de fuera de México, o que le importara más un negro que un estudiante desaparecido. La masacre ocurrida en el bar gay de Orlando hace unas semanas suscitó el mismo tipo de reacciones por parte de… ¿del auditorio, podríamos decir? “¿Por qué es más importante la vida de los gringos homosexuales que la de los estudiantes mexicanos?”. “¿Por qué a las feministas les importa sólo la violencia contra las mujeres y no contra cualquiera?”. “¿Por qué te conmueve la imagen del niño sirio ahogado cuando aquí…?”.

Al parecer, la empatía debe ser selectiva y patriota, o provoca una especie de intolerancia que al menos a mí me resulta chocante, pues busca engrosar la línea entre el Yo y el Otro, lo cual es, justamente, el origen de todos los odios, nacionales o extranjeros, femeninos o masculinos, sureños o norteños, etcétera, que aquejan a la Humanidad hoy. El asunto me recuerda a las personas que juzgan a los activistas en pro de los animales, reclamándoles que amen más a otra especie que a la propia, como si una beneficencia eliminara la posibilidad de las otras, cuando en realidad pasa todo lo contrario: el que es capaz de conmoverse por la vida de un animal, es mucho más propenso a la compasión por uno de sus semejantes; el que es capaz de verse en un Otro por más remoto que sea, es más propenso a buscarse en ese infinito espejo aquí, allá, acullá, y eso al mundo le beneficia: la empatía, la comprensión, la parálisis y la conmoción ante las tragedias ajenas nos mantienen con la piel descubierta y el corazón atento. Una indignación que cruza fronteras físicas, de raza, de especie, de género y de tiempo es el mejor antídoto contra el miedo que nos damos unos a otros y que se convierte, en un instante, en odio.

 

Ser una mujer fea

sábado, junio 25th, 2016
“Ya soy una mujer creíble. Ahora háganme hermosa” Foto: Internet

“Ya soy una mujer creíble. Ahora háganme hermosa” Foto: Internet

Después de meses de huirle, al fin vi ayer The Danish Girl, la dizque célebre película acerca de la primera cirugía de cambio de sexo de la historia. No voy a escribir una reseña de la aburrida y emocionalmente plana narrativa ni de la incapacidad de los guionistas para aprovechar la gran anécdota que tenían entre las manos: hoy quiero comentar la única escena que me conmovió tras dos horas frente a la pantalla.

Cuando Einar, el pintor danés, se viste por primera vez como mujer, con solo poner un pie en la calle lo atenaza una preocupación que lo hace detenerse y reconsiderar todo el paseo. Se queda paralizado en la banqueta y le dice a la que por seis años fue su esposa: “¿Y si no soy lo suficientemente bonita?”. Hasta hace diez minutos, Einar, transformado en Lily, su verdadera identidad de género, se sentía la mujer más hermosa sobre la faz de la Tierra. No podía dejar de admirarse al espejo mientras su mujer lo maquillaba y emperifollaba, mientras sentía la suavidad de la seda de sus medias nuevas, la textura de la peluca de medio pelo, el porte que le daban los zapatos de tacón. En un instante, la pura perspectiva de estar expuesta a las miradas masculinas la despojó de la sensualidad y confianza que exudaba en la intimidad y la enfrentó a un laberinto de espejos deformadores que la pusieron a temblar, a cuestionarse si lo que ella había visto en su reflejo era la fantasía o la realidad.

El actor Dustin Hoffman compartió hace unos meses su experiencia al filmar la comedia Tootsie en 1982, en la que interpretó a un hombre que decide hacerse pasar por una mujer para ampliar sus perspectivas laborales. En la entrevista, Hoffman recuerda el momento en que tras horas de preparación y filmación, se vio por primera vez en la pantalla como mujer. “Muy bien”, le dijo al equipo de maquillistas y demás profesionales, “ya soy una mujer creíble. Ahora háganme hermosa”. Cuando el equipo se encogió de hombros, diciéndole que no podían hacer milagros, Hoffman se quedó en shock al darse cuenta de que no era una mujer bella. “Tuve una epifanía y al llegar a mi casa me puse a llorar. Al verme en pantalla me pareció que era una mujer interesante a la que, sin embargo, nunca me habría acercado como hombre, porque no cumple con los estándares que le ponemos a las mujeres con respecto a su físico. ¿A cuántas mujeres inteligentes e interesantes dejé de conocer porque me lavaron el cerebro?”, se pregunta, y se le quiebra la voz. “Para mí, Tootsie nunca fue una comedia”.

Lo que Hoffman está diciendo es algo asumido para las mujeres pero que él experimentó en carne propia: que con la identidad femenina viene la preocupación por ser bella, antes que por ser otras cosas. Esta preocupación está tan profundamente insertada en nuestra psique, que pareciera una cuestión fisiológica, al grado que se le sigue explicando evolutivamente: Las mujeres que tienen ciertos rasgos (antiguamente caderas grandes, por ejemplo) atraen más a los hombres que buscan plantar su simiente en el ejemplar mejor capacitado para perpetuar la especie. Por supuesto, si seguimos quedándonos en las razones primitivas y animales para hacer las cosas, tendríamos que seguir justificando las violaciones, la promiscuidad, la infidelidad y el que las madres se coman a un bebé si nace con algún defecto físico. Las mismas razones ya no aplican pero la presión para ser hermosas sigue pesando sobre el sexo femenino aunque a menudo estos mismos esfuerzos sean los “culpables” de tentar, provocar o buscar el abuso sexual y/o verbal.

Permítanme una última referencia de cultura pop: en la serie ya avejentada El Sexo y la Ciudad, una de las chicas se lía con un fotógrafo cuya onda es vestir a mujeres de hombres para retratarlos en esta identidad alternativa. ¿Cuál es la preocupación de Charlotte, la ultra-femenina ñora que va a ponerse en los zapatos de un hombre (o más bien que va a ponerse los zapatos de un hombre) por primera vez? Tener un bulto muy grande entre las piernas. Se llena la ropa interior de papel de baño porque su idea es que la masculinidad está ahí, y que entre más grande, mejor. Menuda presión.

La idea de que a las mujeres les gusta ser miradas y a los hombres mirar, a las mujeres ser tocadas y a los hombres tocar, se ha usado en múltiples teorías para explicar las diferencias en la sexualidad de unos y de otros, la manera en que recibimos placer, las razones por las que sentimos la inexplicable “química” a veces y otras veces no. Pasivas y activos, propensas a la monogamia o tendientes a la infidelidad, perfectas contra, simplemente, masculinos. Pero a medida que las líneas entre géneros se van difuminando y entrelazando y los temas tabúes dejan de serlo, estos papeles estereotípicos van también transformándose, o deberían. ¿Y si pudiéramos vernos como nos ve el espejo más amoroso, el más íntimo, el del baño vaporoso que nos devuelve sólo los mejores rasgos, y existir así, hacia dentro y no hacia fuera? ¿Y si pudiéramos ver con los otros sentidos, borrarnos la sobrecarga mediática, complacer al tacto, al olfato, al oído, a la piel, al cerebro…?

Si usted, lector, probara a ser mujer por un día y se viera a sí mismo con sus ojos de varón, ¿se invitaría a salir? ¿Sí? ¿No? Y usted, lectora, ¿cuánto papel de baño se metería en los calzones para sentirse masculino?

¿Qué sueñan las princesas?

sábado, junio 18th, 2016
Esta semana no quiero apretar el Botón de Apagar la Humanidad porque quiero que tanto mi sobrina como los millones de niñas que hoy se atreven a soñar, crezcan. Imagen: Especial

Esta semana no quiero apretar el Botón de Apagar la Humanidad porque quiero que tanto mi sobrina como los millones de niñas que hoy se atreven a soñar, crezcan. Imagen: Especial

Esta semana tuve una discusión intelectual acerca de los mensajes que por décadas nos han dado las princesas de los cuentos de hadas, más específicamente, las de las películas de Disney. Yo, comunicóloga de profesión, hice mi tesis de licenciatura sobre feminismo y una década después sigo citando el Psicoanálisis de los Cuentos de Hadas de Bruno Bettelheim a placer, por lo que parecería que mi interlocutora, que a la fecha no ha estudiado ni la primaria, estaría en desventaja o menos preparada que yo para presentar sus argumentos, pero debo decir que no sólo me dejó con la boca y el cerebro abiertos, sino que me ha motivado a detener la inminente presión del Botón de Apagar la Humanidad esta semana.

“No entiendo cómo hicieron para convencer a tantas niñas de que les gustaran esas historias”, dijo ella, “sobre todo La Bella Durmiente. O sea, lo único que sabemos de ella es que es guapa y está dormida. No hace nada, no decide nada. Un día se despierta y se tiene que casar con un príncipe que ni conoce y ya, fin. Se la pasa durmiendo durante todo su cuento, ¡y ni siquiera sabemos qué estaba soñando!”, exclamó, irritadísima, mi sobrina de seis años. Qué diferente habría sido la historia, insistió, si al menos nos hubieran contado qué soñaba. “Por eso”, declaró muy doctamente, “me gusta Alicia en el País de las Maravillas. No hay príncipes ni bodas ni nada de eso; es un viaje de la imaginación y ya, como Peter Pan. Las mujeres también tienen aventuras”.

Continuó con un lucidísimo análisis de Blanca Nieves, que tras cuidar a siete enanos acaba también dormida y esperando el mágico beso. Tampoco entendía por qué Cenicienta se quedaba con su madrastra en vez de, simplemente, largarse de ahí, ni por qué algunas princesas ni siquiera tienen nombres propios. “Como si no fueran personas”, reclamó, “y lo único que les interesa es casarse con un príncipe. No tienen sueños. No son interesantes”. Le dije que quizá en la época en que se escribieron esas historias las mujeres tenían menos opciones, y me hizo una mueca que sería imposible traducir en un emoji: algo así como desesperación ante las estupideces que le estaba diciendo y decepción, simplemente, ante la Humanidad. “Hoy ya no es así”, expuso, “porque yo tengo sueños. No sólo uno. Muchos”.

Le caen bien Jasmin (de Aladino versión Disney), porque lo que quiere es conocer la vida fuera de su palacio, Rapunzel (de la relativamente nueva Enredados), que sueña también con lo que le espera fuera de su torre, y Bella, que se la pasa leyendo. Ninguna de ellas, me explicó, espera al príncipe para casarse: siguen sus sueños y entonces se enamoran, como debe ser. Su favorita, como de muchas niñas de las nuevas generaciones, es Elsa, de Frozen. A menudo me he preguntado porqué la historia de dos niñas huérfanas que pasan su vida separadas y extrañándose es tan popular, y mi sobrina me dio la respuesta: es una historia de hermanas, no de romance ni de príncipes, y Elsa es más una superheroína que una princesa, por la magia que puede hacer. Tiana, de la renovada La Princesa y El Sapo, le gusta también: su sueño es tener su propio restaurante y “ella acaba dándole trabajo a su novio”.

Mientras yo intentaba recordar cómo veía yo todas estas historias cuando tenía su edad, ella analizó a los príncipes uno por uno. De La Bestia no le importaba su físico, pero sí el hecho de que no puede controlarse cuando se enoja “y eso es peligroso”. Los que “sólo bailan y rescatan mujeres” no le causan ninguna gracia y Aladino sólo le cae bien cuando es el ingenioso chico que conoce a la perfección los callejones y vericuetos de su ciudad, no cuando se vuelve un engreído por tener dinero.

¿Quién es tu favorita?, le pregunté, y me dijo que su favorita era la Princesa de Ciencias. Pronto supe que se trata de una heroína inventada por ella, pues ninguna princesa en oferta le bastaba para darle su admiración absoluta. “Quiero ser escritora como tú y maestra como mi mamá y también inventora. Me gusta mucho el espacio pero no sé si ser astronauta o no, porque tendría que pasar mucho tiempo en las naves y quiero tener hijos y los extrañaría, pero todavía no sé. Tengo muchos sueños”. Su mamá y yo intercambiamos enmudecidas miradas y ella alcanzó a decirle que sí, que era muy bueno vivir en una época en que las mujeres pueden tener sueños. “Muy bueno”, dijo, pero ya no estaba en la conversación, y segundos después, no estaba en el cuarto.

Semana con semana podría llenar páginas denunciando la misoginia, el machismo y la falta de oportunidades para las mujeres, pero hay una realidad ineludible: no ha habido ninguna mejor época para ser mujer, que ésta. El puro hecho de que exista este espacio, y muchos más y mejor formulados, para denunciar, para discutir, para dialogar, no tiene precedentes. El que se generen todos los días programas que busquen la equidad, aunque todavía no la alcancen (y se llamen “El que la mete la paga”), tiene que darnos al menos un poco de esperanza. Sí, esto tendría que haber sido así desde siempre, sí, queda mucho por hacer, pero es innegable que vamos hacia delante, aunque a veces no se sienta así. Hace unas décadas, las Barbis que tenían profesión (además de, como dijo mi sobrina “dedicarse a ser bonitas”) eran azafatas o secretarias. Antes, si una niña en México hubiera dicho que quería ser astronauta, científica y escritora, sus padres le habrían sonreído beatíficamente y ellos mismos, junto con la sociedad circundante, le habrían deslavado el sueño poco a poco. Estos padres se han puesto a ahorrar, como ellos mismos dicen, “para poderle pagar todas las carreras que quiere estudiar”.

Esta semana no quiero apretar el Botón de Apagar la Humanidad porque quiero que tanto mi sobrina como los millones de niñas que hoy se atreven a soñar, crezcan. Quiero ser una mujer vieja y verla cumplir 35 años, los que estoy a punto de cumplir yo, y leer sus libros, acompañarla a patentar sus inventos y mandarle cartas al espacio, si es donde elige seguir soñando. Quiero que la Humanidad misma me desmienta y que esa niña de seis años me sonría y me diga: “¿Ves? Te lo dije”.

La mitad “buena” de las mujeres

sábado, junio 11th, 2016
Seguimos viviendo en un mundo de hombres, muchos de los cuales se niegan a aceptar que la cultura de violación es una realidad y que las mentes y los cuerpos de las mujeres, sus traumas físicos y psicológicos, sus futuros, valen menos que el desprestigio que los perpetradores puedan enfrentar por sus “veinte minutos de acción”. O dos horas o cinco años. Foto: Especial

Seguimos viviendo en un mundo de hombres, muchos de los cuales se niegan a aceptar que la cultura de violación es una realidad y que las mentes y los cuerpos de las mujeres, sus traumas físicos y psicológicos, sus futuros, valen menos que el desprestigio que los perpetradores puedan enfrentar por sus “veinte minutos de acción”. O dos horas o cinco años. Foto: Especial0000

Esta semana las feministas tenemos muchas razones para apretar el Botón de Apagar la Humanidad. Está el caso de Brock Turner, “El Violador de Stanford” (excelente apodo si hubiera vivido en el Viejo Oeste), que tras ser atrapado con las manos (y todo lo demás) dentro y fuera de su víctima inconsciente, fue sentenciado a solo seis meses en una cárcel local porque el juez consideró que la prisión “podría ser demasiado traumática para él” y que a pesar de haber sido acusado de tres crímenes por los que se le pudo haber sentenciado hasta por 14 años en prisión, los seis meses eran suficientes porque no creía que “el nadador de Stanford” sería un peligro para nadie más.

Por su lado, la víctima despertó en el hospital y se enfrentó a horas de invasivos exámenes forenses, los cuales determinaron que había sido violada y penetrada además por objetos extraños. Dentro de su vagina había hojas del árbol bajo el cual Turner abusó de ella hasta que dos ciclistas lo encontraron y detuvieron hasta que la policía llegó. Pero claro, esto no es tan traumático como le sería al pobre chico cumplir una sentencia justa, y La Sociedad debe pensar en el futuro de un muchacho blanco, estudiante de una universidad prestigiosa y parte del equipo de natación, y no en una mujer que tomó de más. El padre de Turner defendió a su hijo diciendo que el pobrecito ya no disfrutaba de sus filetes como antes y que ya había pagado demasiado “por sólo veinte minutos de acción”. Quizá si los ciclistas hubieran esperado a que Brock alargara por un par de horas su violación, su padre aceptaría una sentencia más prolongada… Así, los seis meses se convertirán en tres con libertad condicional. Y, después, una cena con rib eye para celebrar que la cultura de la violación triunfó de nuevo.

Esta misma cultura, en que las mujeres y sus cuerpos son desechables y sus denuncias cuestionadas, hace que las acusaciones de abuso de la hija de Woody Allen contra su padre vayan bajando en Google mientras los publicistas de Allen llenan los medios de noticias de sus nuevas películas y de declaraciones positivas de las nuevas estrellitas a las que el prominente director “ha dado una oportunidad”. El caso recuerda el de Bill Cosby: la sociedad norteamericana lo quería tanto, que se negaba a creer que su comediante favorito pudiera ser un violador y decidieron, como colectividad, ignorarlo.

Estos días, también, Amber Heard, la joven esposa del actor Johnny Depp, pidió el divorcio (junto con una orden de restricción) acusando a Depp de agresiones físicas y psicológicas durante su matrimonio, y La Sociedad ha decidido no creerle. ¿Por qué le creerían a una chica virtualmente desconocida cuando a Depp lo han visto en sus películas favoritas? Internet se llenó de inmediato de declaraciones de “fuentes cercanas a la pareja”, diciendo que Heard es una chica problemática y que seguramente lo que quiere es dinero. Eso es lo que queremos las mujeres, siempre. Dinero y atención. O tal vez somos todas unas histéricas, como hace un par de siglos, y lo único que puede curarnos es el tratamiento victoriano contra la histeria, que consistía en un lavado vaginal a presión para llevarnos al “paroxismo histérico”, mejor conocido como “orgasmo”. En resumen: todas (incluso tras ser violadas) somos unas malcogidas,.

Esto cree, también, el presidente actual de Turquía, que declaró que las mujeres que niegan la maternidad son sólo “mitad personas”, y no sólo eso: las que rechazan las tareas del hogar, están “perdiendo su libertad” y perseguir sus carreras es una “negación de su feminidad”. Este es mi argumento final para que apretemos esta semana el Botón de Apagar la Humanidad. Que resulta que las mujeres tenemos dos mitades, una buena y una mala.

En ocasiones anteriores, Edrogan ha declarado que las feministas no entienden de maternidad y que el país necesita reproducción, por lo que las mujeres le deben a éste tener al menos tres hijos, idealmente cuatro o cinco. Eso si quieren ser personas completas, claro. Siempre les queda la opción de ser sólo una mitad, supongo que la mitad de arriba, la que tiene cerebro y manos y niega flagrantemente su feminidad pensando, trabajando y usando una computadora, la que tiene oídos para escuchar música o las noticias (incluyendo sus declaraciones idiotas) y tiene ojos para leer. La otra mitad, la que a Edrogan le importa, es la de abajo: la que tiene útero y piernas que pueden abrirse, la que tiene una vagina enojada e histérica a la que hay que curar por medio del sexo, aunque sólo sea con fines reproductivos.

Aunque, ¿cómo doblará ropa y trapeará este par de piernas con vientre? ¿Cómo cocinará banquetes para las personas completas que son los hombres, sean padres o no? Las imagino andando por ahí, chocando contra las paredes de sus casas y contra las demás mujeres del hogar, las niñas, que son sólo un par de piernitas que pueden cruzarse hasta el matrimonio o hasta que tu famoso padre te viole y luego diga que inventaste todo por histérica, o que tu madre Mia Farrow lo inventó todo por celosa. Ya sé, ya sé que estoy mezclando todo, pero así me habitan las mujeres del mundo, así se mezclan en mi cabeza las que denuncian, las que no, las que sobreviven, las que no, las que aprenderán a doblar ropa con los pies con tal de ser una buena mitad de persona.

Seguimos viviendo en un mundo de hombres, muchos de los cuales se niegan a aceptar que la cultura de violación es una realidad y que las mentes y los cuerpos de las mujeres, sus traumas físicos y psicológicos, sus futuros, valen menos que el desprestigio que los perpetradores puedan enfrentar por sus “veinte minutos de acción”. O dos horas o cinco años.

“No me duele el útero, me duele el alma”. Esto es lo que escribió en su Facebook la chica brasileña de 16 años que hace unas semanas fue violada por más de 30 hombres. Me pregunto en cuál mitad de nosotras, las mujeres, está nuestra alma. Si en la buena o en la mala.

El botón de apagar la Humanidad

sábado, junio 4th, 2016
Jian salió de la universidad en su natal Taiwán y comenzó a trabajar en un refugio estatal que le permitía responder al llamado de su vida: ayudar a los animales. Pero pronto resultó que por cada animal herido que traía, rehabilitaba, esterilizaba y dejaba listo para su adopción, docenas más llegaban, y pronto se enfrentó a la política del refugio: la sobrepoblación debía eliminarse para que nuevos animales pudieran llegar, y al cabo de dos años Jian Zhicheng había tenido que “dormir” a más de 700 perros sanos. Foto: Internet

Jian salió de la universidad en su natal Taiwán y comenzó a trabajar en un refugio estatal que le permitía responder al llamado de su vida: ayudar a los animales. Pero pronto resultó que por cada animal herido que traía, rehabilitaba, esterilizaba y dejaba listo para su adopción, docenas más llegaban… Foto: Internet

Jian Zhicheng era unos años más joven que yo. Estudió, ella sí, veterinaria. Yo lo pensé pero fui cobarde. Imaginé que, como los médicos, tendría mi propio cadáver de perro que estaría en la plancha de metal con la barriga expuesta y las patas abiertas para siempre. No para siempre: hasta que dejara de ser útil, hasta que le hubiéramos sacado los órganos, aspirado el sistema circulatorio, vaciado por completo. Después, a una bolsa, ojalá negra, y desechado como toda la basura: uno la deposita en un rincón y mágicamente desaparece. Primero vendrían pesadillas, luego cinismo y bromas acerca de la vida y la muerte y los perros; no quise correr ese riesgo y me quedé sólo con la vida y los perros.

Jian salió de la universidad en su natal Taiwán y comenzó a trabajar en un refugio estatal que le permitía responder al llamado de su vida: ayudar a los animales. Pero pronto resultó que por cada animal herido que traía, rehabilitaba, esterilizaba y dejaba listo para su adopción, docenas más llegaban, y pronto se enfrentó a la política del refugio: la sobrepoblación debía eliminarse para que nuevos animales pudieran llegar, y al cabo de dos años Jian Zhicheng había tenido que “dormir” a más de 700 perros sanos, los mismos que en sus manos habían vislumbrado la posibilidad de una nueva vida. Sus horas frente a la computadora buscando hogares adoptivos no bastaban y el dolor se le fue colando al alma. Nunca le llegaron el cinismo ni las bromas: la Humanidad ha creado un sistema en el que la especie más vulnerable (y es la más vulnerable por una sola razón: depende de los seres humanos) se reproduce sin control en las calles, en las fábricas de cachorros, en los criaderos ilegales, y nosotros, en vez de prevenir el dolor, la miseria y el abandono, aniquilamos lo que nos sobra. En vez de curar, matamos. En vez de despertar, “dormimos”.

Jian Zhicheng no podía renunciar a su siniestro trabajo porque faltar a su contrato de cuatro años con el gobierno taiwanés le habría significado una multa impagable y la invalidación de su licencia como veterinaria. Tampoco pudo negarse cuando la obligaron a narrar la rutina del albergue en un programa de televisión, mismo que aprovechó para promover la adopción. Tras el programa, miles de “activistas” en pro de los animales (las comillas porque el activismo anónimo, virtual y violento es una burla al activismo real) la apodaron “La Bella Carnicera” y saturaron sus redes sociales, que antes se habían usado para hallarle hogares a los perros del albergue, de amenazas e insultos.

La incapacidad de los gobiernos de controlar la venta de animales, la reproducción y el abandono de los mismos, hace que el hombre sea el peor enemigo de su supuesto mejor amigo. La falta de educación en pro del respeto a todas las especies, nos ha vuelto unos predadores inconscientes, inclementes y ciegos a la agonía de otros más indefensos. La Humanidad ha creado un sistema en el que una mujer compasiva y afectuosa se ve forzada a asesinar lo que más ama, aniquilando con cada inyección un pedazo de su propia alma, hasta que Jian Zeicheng, a los 31 años, decidió llenarse las venas de los mismos químicos que mataron a sus 700 perros. Sí: La Bella Carnicera, vaciada ya de esperanza y fuerzas, se declaró a sí misma culpable y decidió morir como un perro. O como un cordero sacrificial (también conocido como “chivo expiatorio”), que a los judeo-cristianos nos encanta pensar que la muerte de uno nos cura los pecados a los demás. Curados estamos, congéneres.

Señor Juez: haga favor de apretar el botón de apagar la Humanidad, que tras esta noticia no puede seguir prendida. Y buenas noches a Jian Zhicheng, que se quedó dormida como un perro taiwanés y no con el cabello carbonizado y el sistema nervioso electrocutado, como hacemos aquí en México con nuestros mejores amigos.

El Botón de Apagar la Humanidad

sábado, mayo 28th, 2016
Llevará una libreta, trazará en ella dos columnas y lo peor y lo mejor de las personas rellenará sus páginas para que, al final del año, la pregunta se responda sola. Foto: Especial.

Llevará una libreta, trazará en ella dos columnas y lo peor y lo mejor de las personas rellenará sus páginas para que, al final del año, la pregunta se responda sola. Foto: Especial.

Esta es la ficción, el cuestionamiento en su forma literaria, pero si tuviera el botón a mi alcance, ¿lo presionaría? Me lo preguntaré cada semana aquí, con ustedes. Bienvenidos sean sus héroes cotidianos, sus pequeñas tragedias y las respuestas rotundas que tengan a esta pregunta. Convenzámonos mutuamente de presionar, de no presionar, de seguir cuestionando, que es lo importante.

Un chico recibe, por el medio que mejor le cuadre a la fantasía de cada uno de ustedes, el botón de apagar la Humanidad. El botón viene dentro de una caja elaborada con la más alta tecnología: sólo este niño puede abrirla tras un reconocimiento de retinas, de las huellas digitales de sus manos y de sus pies y el análisis de su DNA por medio de un pinchazo en el pulgar y el subsiguiente derramado de una solitaria gotita de sangre en la placa designada. Por fuera, la caja de grafeno, “el material del futuro”, es fría, angulosa y ultra moderna. No debería pesar lo que pesa, pero sólo un usuario por siglo sabrá porqué: dentro hay una nueva caja, o más bien una antigua caja, de piedra labrada con símbolos que datan del principio de la Humanidad. ¿Quién le ha puesto la caja ultramoderna alrededor? No lo sabemos. Probablemente una especie de secta protectora del Botón o algo así. No importa. El caso es que cada siglo la caja le pertenece a una persona y sólo a una persona, y con ella la responsabilidad de decidir si aprieta o no aprieta el botón.

A lo largo de la historia, todos los chicos que la han tenido han decidido no apretar el botón: han encontrado razones para no hacerlo o, quizá, han sido persuadidos por esta secta milenaria y peligrosa. Han sido, quizá, robados de su derecho a decidir, con todo y caja. Este chico, nuestro chico, ha nacido en este siglo y ha escuchado decir a sus padres que el mundo está loco. Ha tenido acceso a las noticias y atestiguado que la violencia y la maldad existen en lo más profundo de las personas. Ha visto a chicos más jóvenes que él torturando ratones y sapos. Ha tenido, él mismo, ganas de arrancarle las alas a los pájaros sólo porque ellos pueden volar y él no. Ha visto a su madre pisando caracoles y limpiándose las babas en la hierba. Ha escuchado las mentiras más burlonas y los insultos más hirientes y se ha parado a la mitad del patio esperando ver caer trozos de la capa de ozono a su alrededor. Es un niño cualquiera, y a la vez no. El botón le ha llegado y ha enterrado la caja junto al muñón del árbol de su infancia. No sabe que la secta lo busca, y ellos no lo encontrarán fácilmente porque ha decidido emprender un viaje que le permita responder la pregunta de si la Humanidad merece seguir viviendo o no. Llevará una libreta, trazará en ella dos columnas y lo peor y lo mejor de las personas rellenará sus páginas para que, al final del año, la pregunta se responda sola.

Esta es la ficción, la pregunta en su forma literaria. Yo soy el niño y el viaje es cualquier cosa. En el fondo, creo que quiero las buenas noticias: huir del cinismo que me ha convertido en una suerte de amargada esperanzada, lo cual resulta patético. En el fondo, quiero las malas noticias: huir de la ingenuidad que me ha convertido en una suerte de niña eterna y rebosarme de rabia y melancolía. En el fondo, en la superficie y en todos lados, lo que importa es la pregunta. Y me la estaré haciendo en este espacio cada semana. Bienvenidos son sus héroes cotidianos, sus pequeñas tragedias y las respuestas, rotundas, que tengan ustedes a esta pregunta. Convenzámonos mutuamente de presionar el botón, de no presionarlo, de seguir preguntando, que es lo importante. Que empiece la extinción. O no.

Murió el tío Jorge

sábado, mayo 14th, 2016

Murió el tío Jorge, que era el tío del que hablan las canciones, el que usaba una boina para imaginar que andaba por ahí del brazo de una rusa treinta años más joven, por las calles del Barrio Latino de París. Hablaban todos de la última vez que lo vieron: bailando en la boda de alguien, con su sonrisa fácil, su altura de gendarme y su ropa que nunca estuvo de moda sin que le importara un comino.

Nos pusimos todos de pie y lo trajeron rodando, pequeño como se ven todos los muertos, y éramos las mismas decenas de personas, las mismas pero más viejas cada vez, tal vez más pequeños cada vez también. Lloraron los sobrinos de sangre, los hijos de otros padres, los amigos y los demás, por él o por quien fuera, que así como en las bodas el premio es comer, se vale llorar en los funerales por tus propios muertos, abrazar, ser abrazado y sentirlo mucho o guardar silencio, que a veces es lo mejor.

Un par de niños tocaron un par de violines, sonó un celular y volvió a sonar mientras el cantor hacía vibrar su voz como si llorara y el rabino sonreía beatíficamente como si la muerte no fuera a llegarle a él o como si él la entendiera mejor que nosotros. Quien quiso hablar habló y resulta que en la muerte todos somos buenos y eso, creo, está bien, que ya sin lentes oscuros ni condolencias flotando podrán, los que quieran, seguir hablando y en cualquier tono, pues cada quien escribiría un epitafio distinto para cada fantasma que lo habita pero las sábanas con que los bajamos a la tierra son siempre blancas.

Anduvimos, los que siendo polvo todavía andamos, por entre las tumbas hasta el hueco designado, y alrededor había lápidas con faltas de ortografía, lápidas con fotos impresas en la piedra y deslavadas, y rehiletes de colores moviéndose con el viento: el regalo que se le hace a los niños muertos. Lo vaciaron con cuidado y algunos se asomaban, los que en la vida suelen dar órdenes, quizá para verificar que fuera todo como debía ser, que quedara el tío donde debía quedar o quizá para ver la tierra a la que volveremos todos algún día si nos entierran en vez de echarnos a volar para que seamos ciudad, nata de río, algo que los que andan puedan respirar para sentirnos vivos también, si es que pulverizados sentimos algo, si es que el alma o el más allá o algo.

Los cementerios no dan miedo porque los habitamos los vivos. Los sembramos y los podamos y de las ramas de los grandes sauces colgaríamos columpios si no fuera porque los niños de los cementerios prefieren los rehiletes para jugar, si es que el alma o el más allá o algo. Las decenas de nosotros, los mismos, apartamos mentalmente una parcela pero allá, mucho más allá, mientras tapaban al tío Jorge que ya era pequeño porque la enfermedad de la memoria le robó poco a poco sus historias y sin ellas se encogió, y luego cuando ya no estemos, cuando los recuerdos suyos queden en la parcela de allá, agusanados en lo que eran nuestros huesos, las siguientes decenas se preguntarán cuántas hectáreas más hay que comprar, cuántas si cada día somos menos, más encogidos y con menos bailes, canciones y violines que enterrar.

Déjenme las heridas

sábado, mayo 7th, 2016
¡Cómo me manosearon los estudiantes de medicina! Foto: Especial

¡Cómo me manosearon los estudiantes de medicina! Foto: Especial

Fue una pesadilla. Cuando me veía al espejo, mi tatuaje nuevo, el que representa a los perros que han llegado, a los que se han ido y a los que todavía extraño, había desaparecido. Mi tatuaje viejo, el que diseñé después de mi divorcio y que gritaba en tinta que había que elegir la luz y no las sombras, se había borrado también, y eso no era todo: en ninguna parte estaban las tres cicatrices queloides de mi cirugía del apéndice, de la que desperté drogada y agradeciéndole a la aburrida enfermera por que me había mantenido con vida. ¡Cómo me manosearon los estudiantes de medicina!, explicándose unos a otros que ese dolor insoportable que la paciente siente cuando le aprietas aquí, indica que es apendicitis, y que hay que sacarlo ya. ¿Aquí? Sí, aquí. ¿Aquí? Sí. Mis familiares cuentan que durante ese primer día recibí a mis visitas cantando la canción de La Patita, de Cri-Cri, y que mi suegra de entonces trajo una caja de chocolates para mi esposo de entonces, para aliviarle el susto y ayudarle a sobrepasar el coraje que le había hecho pasar yo por haberme enfermado.

Al voltear hacia abajo y buscar el recuerdo ovalado de aquel accidente estúpido (una botella de Yoli que cayó y estalló sobre mi pie rompiendo una vena), no lo encontraba tampoco. Y eso que apenas el día anterior me había dolido al ponerme el zapato, aunque el accidente sucedió a mis 12 años de edad. Con el óvalo cauterizado se habían ido los gritos de mi hermana, la eficiencia de mi madre que limpiaba los chorros de sangre y hurgaba en la entonces enorme herida buscando algún trozo de vidrio y la distancia prudente de mi hermano que lo miraba todo pensando en cómo contárselo a mi padre, que por primera vez no había venido a la vacación familiar, esclavizado como estaba por un trabajo de pesadilla.

Mi piel amarilla era un lienzo sin imperfecciones: no estaba la cicatriz del lunar que equivocadamente me arrancó un dermatólogo con la elegancia de un carnicero y por el cual mi novio del momento, mi primer novio, estuvo penando por meses (era su lunar favorito), ni los huecos diminutos que antes ocupaba en mi ombligo una argolla de acero inoxidable que me había puesto a los 15 años en el único local que estuvo dispuesto a agujerearme sin un permiso de mis padres y/o tutores, y que me hizo sentir la mujer más atrevida y sensual del mundo por una década. Junto a mi ceja debía estar, también, un imperceptible hundimiento: el lugar donde había germinado mi primera roncha de varicela justo cuando a mi abuela le daba el infarto que la mataría. Mi madre estuvo aquí y allá, asfixiándose de dolor al tiempo que nos untaba pomadas a tres niños quejumbrosos. A mí me habían comprado un libro nuevo para colorear y había pasado horas sentada en la mesita junto a la ventana, no extrañando el colegio en absoluto.

Me habían limpiado las huellas y dejado flamante. Foto: Especial

Me habían limpiado las huellas y dejado flamante. Foto: Especial

Me habían limpiado las huellas y dejado flamante. Yo era el rompecabezas armado, no, el cuadro original, completo, antes de pasar por la serradora: nunca rota, nunca en pedazos. Me habían borrado las marcas de las piezas, la constelación de heridas y recuerdos que consultaba cuando necesitaba saber cómo, por qué y todo eso. Todo eso, lo que me había llevado tanto tiempo armar: el contorno básico que me contendría en lo que ponía en orden lo de adentro, las piezas que había forzado a encajar hasta casi romperlas, la sección que era toda negra y cuyos fragmentos parecían tan iguales y eran tan diferentes en el fondo y en la forma y que me había frustrado al grado de querer rendirme. Me quedaba una estatua quizá linda de ver, quizá suave de acariciar, una hoja blanca sin nada que contar, y desperté sudando.

Hay muchas historias en las que los protagonistas tienen la oportunidad de volver atrás y corregir los (supuestos) errores que los llevaron al lugar (supuestamente) equivocado en que se encuentran: aquello me aterrorizaría. Aquello sería perder el mapa y encontrarme en un laberinto en el que me llueven piezas de rompecabezas desconocidos. Si a mí me ofrecieran la “oportunidad”, la pesadilla sería de otra índole: sabiendo que lo que quiero es llegar exactamente al mismo lugar del que fui arrancada, al lugar en que al fin soy yo, tendría que cursar de nuevo las décadas y recometer uno a uno todos los errores. Fallar en las ecuaciones para hacerme del amigo que me las explicaría y que se quedaría conmigo por siempre, dejarme traicionar por mi mejor amiga para encontrar mis primeras letras, abrir la boca para ese primer beso memorable por nauseabundo y correcto por inocente, la carrera incorrecta, los amigos equivocados, el fleco ochentero ciertamente equivocado, el alcohol adulterado, el chamoy provocador de gastritis que necesito cultivar para tener y seguir siendo, porque ¿y si esa es la corrección que me haría ser, tener, estar no aquí, no yo, no a él, a lo que amo y me ama, me es y le soy después de tanto esfuerzo, de tantos destrozos y de tantos placeres?

No: déjenme las heridas, déjenme haber perdido lo que perdí y amado lo que amé si me queda luego el mapa que si me pierdo me traerá de vuelta aquí, a mi alma de rompecabezas marcado, entintado, arrugado, conocido y reconocido, destrozado y vuelto a armar, pero mío, mío, mío.

Las madres tienen la culpa

sábado, abril 30th, 2016
Nosotros, los hijos, ¿hasta cuándo vamos a echarle la culpa a los que vinieron antes de nosotros y dejarles la responsabilidad a los que vendrán después?. Foto: Cuartoscuro

Nosotros, los hijos, ¿hasta cuándo vamos a echarle la culpa a los que vinieron antes de nosotros y dejarles la responsabilidad a los que vendrán después?. Foto: Cuartoscuro

Se acerca el Día de las Madres y con él la publicidad, la mercadotecnia y los mensajes cursis de “ella te dio la vida, tú dale un diamante”. El resto del año es: Hijo de puta. Tu puta madre. En la madre. Hijo de la chingada. Chinga tu madre. Chinga tu PUTA MADRE. Y las madres en las casas con los oídos zumbándoles como si estuvieran siendo rodeadas por un ejército de avispas. Sí: ya se abrió un diálogo que se ha susurrado desde hace mucho en México y ahora está en todas partes, lo cual no necesariamente significa que, en el fondo, esté cambiando todavía, pero como dicen: el primer paso es admitirlo. Al hablar del tema de la violencia de género, muchos hombres saltan, quejándose de la supuesta generalización de las quejas y diciendo “pero yo no soy así”, lo cual se agradece, por supuesto, pero no les excluye de la lucha que a todos nos incumbe y que, se ha demostrado, es una lucha de vida o muerte.

Por otro lado, un comentario recurrente se refiere, justamente, a las madres, que son las que educan a los hombres en su machismo y que “son las principales culpables”. Si bien esta declaración es cierta en el sentido más literal, hay que tomar en cuenta el contexto en que han nacido estas mujeres, y el hecho de que muchas veces se educa para la sobrevivencia: “M’hija, no te andes poniendo esas faldas cortas, que luego…”. Que luego te violan y te echan la culpa por andar de provocadora. “M’hija, usté calladita se ve más bonita, que si denuncia, luego…”. Luego la amenazan de muerte y acaba huyendo del país.

En un país en el que el ícono más adorado es el de una mujer que es a la vez virgen y madre (¡vaya confusión!), hemos visto lo difícil que es que a una mujer embarazada le cedan un lugar en el transporte público. Las respuestas al video de Ixchel Cisneros, en el que denuncia esta falta de civilidad, fueron abominables, yendo desde el chistosito “Pues yo no se la metí”, hasta el “Para qué se cogen a un pobre sin coche”, “Sobrevaloran la maternidad” y “El embarazo no es una enfermedad, si no pueden estar paradas que se queden en sus casas”. Todos estos grandes opinadores, hombres y mujeres por igual, parecían olvidar que todos salimos del mismo lugar, y en su gran mayoría trataban a estas mujeres de putas, simplemente por estar embarazadas. “Que cierren las piernas, yo no tengo la culpa”. “Que se chinguen las gordas”. Y el mejor comentario, publicado por un tipo que se llama a sí mismo Ramsés: “Eso es como promover los embarazos. Que trabajen y dejen de coger a lo loco”.

Volviendo a la dicotomía mexicana de la Virgen y la Puta que sigue rigiendo a nuestra sociedad guadalupana (en resumen: que en nuestra sociedad sólo vemos dos tipos de mujeres: nuestras madrecitas santas que de alguna manera son vírgenes aunque nos hayan dado a luz, y las putas que dieron a luz a todos los demás. La puta con la que nos queremos acostar y la virgen con la que nos queremos casar) sorprende mucho que el embarazo no sea un estado dignificante. Parecería, de hecho, que el respeto a las embarazadas nos debería venir de fábrica, pero tal parece que, de nuevo, las madres tienen la culpa de TODO: del machismo, de estar embarazadas y de tener que utilizar el transporte público en ese vergonzoso estado que evidencia su calidad de putas, cogelonas, irresponsables, liberales, promiscuas y, además, huevonas. Merecen, claro, ir de pie. Quién les manda. Que chinguen su madre. Ja.

Si las madres mexicanas, musas de todos los insultos y merecedoras de todas las mentadas, son las que inculcan el machismo y además de todo se embarazan solitas, yo me pregunto ¿dónde están los padres en esta ecuación? ¿Ellos no son responsables de nada? Y nosotros, los hijos, ¿hasta cuándo vamos a echarle la culpa a los que vinieron antes de nosotros y dejarles la responsabilidad a los que vendrán después?

Despierta el volcán

sábado, abril 23rd, 2016
Cuando despierte y truene y despierte a los demás, tal vez entenderemos que encontramos al fuego y que lo que debemos temer es que él nos encuentre a nosotros y nos arrase y que seamos Pompeya. Foto: Twitter @webcamsdemexico.

Cuando despierte y truene y despierte a los demás, tal vez entenderemos que encontramos al fuego y que lo que debemos temer es que él nos encuentre a nosotros y nos arrase y que seamos Pompeya. Foto: Twitter @webcamsdemexico.

Que estaba dormido allá, siempre lejos pero a la vista, cubierto por los grises que nos hemos creado para no ver, allá, al volcán, a las tormentas, al fuego que se ha controlado porque así lo ha querido. Nos construimos un mundo gris todo, gris de nata, gris de humo, de café con leche recalentado, de emociones desgastadas y pavimento agujereado, para circular serpenteándole a las selvas, huyéndole a los verdes que nos precedían, engrisando también el agua de todos los cuerpos que nos superan, que podrían ahogarnos, que podrían devastarlo todo en vez de, mansamente, quitarnos la sed, regarnos el maíz y limpiarnos las aceras.

Parece que se extinguen las bestias, que implosionan las plumas de colores y que ningún ave renace, como el fénix de las historias. Parece que lo hemos logrado: comernos a los que pastaban, cortarles las alas a los que volaban, desangrar a los de sangre fría. Parece que lo hemos logrado: somos lo único vivo, ¡viva! La soberbia se alegra pero perdemos los pétalos de colores y el lenguaje va cambiando porque una rosa ya no es una rosa y los ojos ya no son azules como ningún cielo: tu cabello es gris como el mar, mi amor, gris brillante el tono de tus lágrimas, como el de las nubes que gruñen sobre nuestras cabezas, qué bello gris de tu piel, de tu ceniza, de lo quedará de ti cuando, ¡viva! Nos comamos también unos a otros porque no quede nada más.

Despierta el volcán y no es él quien imita los fuegos artificiales: somos nosotros, pensando así que tenemos control, que inventamos el fuego en vez de descubrirlo, solamente. Quema a su paso enfurecido o tranquilamente, quizá, sabiendo que su noche era larga y que puede volver a dormir. Quema y aún lo seguimos viendo de lejos, como un paraje más que hemos enmarcado, como si fuera nuestro. No es la montaña proverbial a la que saldrán pies y vendrá al profeta si el profeta no va a ella. No hay nada que temer: es un perro amaestrado, nuestro, que se someterá a nuestros pies si le gritamos fuerte, si le recordamos quién manda.

Así, igual, la tierra. Tiembla porque se lo toleramos, nos decimos, y continuamos con nuestros trajes grises, y los niños, que ya nacen encanecidos y con mejillas cenizas: si se ennegrecen es que se han agitado de más. El lenguaje ha cambiado y nadie ya se sonroja: sólo empalidecemos. Antes nadaban nuestros continentes, rozándose apenas, saludándose con dedos ramosos, pero hoy que los mares han perdido lo cristalino, chocan, a ciegas. Un accidente, nada más, clamamos, que la tierra no se atreverá a traicionarnos. Ni la tierra, ni el fuego, ni las tormentas: los hicimos nuestros, los domesticamos y saben que, a pesar del maltrato, somos uno mismo. Nos necesitan también, ¿no?

Despierta el volcán, humea engrisando a su alrededor, no para combinar sino para amedrentar, pero no le hacemos caso. Ni al volcán ni a los océanos enfurecidos ni a los blancos osos que se aferran a sus trozos de hielo ni a la primera plaga ni a la décima, que seguramente acabará con nosotros porque somos nosotros y ¿quién mejor que los humanos para destruir a los humanos? Cuando despierte y truene y despierte a los demás, tal vez entenderemos que encontramos al fuego y que lo que debemos temer es que él nos encuentre a nosotros y nos arrase y que seamos Pompeya, eternizados en una acción perpetua que no era construir, amar o curar, sino huir, cobardes, de las criaturas a las que enfurecimos y que, al final, despertaron.

@LorenaAmkie

Disautonomía: El mal de la Damisela

sábado, abril 16th, 2016
Disautonomía, la incapacidad del corazón de reaccionar ante las situaciones de riesgo, explicó el doctor. Foto: Especial

Disautonomía, la incapacidad del corazón de reaccionar ante las situaciones de riesgo, explicó el doctor. Foto: Especial

Cuando escuché el nombre de la prueba, me imaginé algo salido de una película futurista de los 70: un enorme cuarto blanco iluminado con luces quirúrgicas potentísimas, una mesa a la que yo, con mi traje blanco de enferma, estaría atada con correas intransigentes y que me haría girar en todas direcciones, un montón de doctores tomando notas desde sus múltiples especialidades porque nunca habían visto algo así. Imaginaba algo interesante, algo que pudiera usar para contar una historia. Pues no: la famosa prueba de la mesa de inclinación consiste en estar parado, simplemente. Hay una correa, hay, pero sólo para evitar que uno se vaya de boca y se parta la mandíbula. Hay un doctor que no se dignó ni a ponerse la bata, pues no esperaba que yo soltara espumarajos por la boca, que un alien dientudo emergiera de mi pecho y se explicaran todos mis malestares. Estar parado y ya: “una prueba medio aburrida”, se disculpa la enfermera.

A los veinte minutos se confirma la hipótesis: empiezo a marearme, a sudar frío, a no sentir las piernas, los brazos. A los veintidós minutos las palabras del médico se convierten en balbuceos ininteligibles, su cara es una mancha, pronto dejo de escuchar, de ver. Se me olvida como respirar y siento que me voy, que soy líquido negro arremolinándose para huir por el drenaje de la tina y dejarla vacía. Mi cuerpo se encoge dolorosamente y se concentra todo en el último minuto de conciencia, que utilizo para pensar: “¿y si esto no está tan controlado como decían? ¿Y si me estoy muriendo?”. Con sólo acostarme vuelvo a la vida y del susto me pongo a llorar.

Diagnóstico: Disautonomía. El mal de las damiselas de antaño, que caían desmayadas tras pasar varias horas de pie, socializando, sentadas en una ópera o caminando lentamente por jardines decorados con estatuas griegas y fuentes mientras el poeta de la corte les endulzaba el oído. Perder el sentido simplemente por ser, por estar. El sentido, la razón. Yo creía que mi cansancio era por vivir dos vidas paralelas, la del corazón y la del cerebro, pero resulta que la fatiga crónica es causada por mi falta de control sobre aquel músculo que manda sin pensar. Solía justificar mi cansancio poniéndole nombres como “es que acabé mi novela”, “es que ayer me enojé mucho y por eso dormí toda la tarde” o “tengo tanta vida en mi imaginación, que no me queda energía para la real”. Disautonomía, la incapacidad del corazón de reaccionar ante las situaciones de riesgo, explicó el doctor. Me enseñó las gráficas, me enseñó el momento en que mi presión arterial llegó a cero. “Cero”, dijo, “no es normal”. Cero, pensé, qué gran historia.

Una inmadurez del corazón, resumió, asegurando que no era grave pues “el corazón tiende a madurar, como todo”. La condición, admitió, es más común en mujeres más jóvenes que yo. Porque, a mi edad, una debía saber mejor. El corazón debía haber aprendido a reconocer el riesgo y reaccionar: Ey, tú, toc-toc. Ey, tú, eso de “me muero de amor” no me está latiendo, literalmente, así que hazme un favor y sácanos de esta situación. Yo, a los 34 años, no he aprendido a hacer eso.

No es la primera vez que algún doctor me habla de mi inmaduro corazón: ya estoy medicada para eso, para el corazón que vive en el cerebro y que me hace vivir como una kamikaze, buscando siempre la adrenalina de la caída libre sin pensar en lo que viene después. Sin pensar en que luego tocará volver a armar el rompecabezas, que cada vez tiene piezas más pequeñas.

Pero ahora es EL corazón: nada de metáforas románticas: tu motor dejó de bombear gasolina, así que reacciona, niña. Que ya estás grandecita. Reacciona, que ya te podrías ir vistiendo como la señora que eres, que podrías dejar de disfrutar las montañas rusas, que ya hay que ponerse serio porque disautonomía es no ser autónomo y los adultos queremos ser autónomos, no contar con el caballero galante que te atrapará la próxima vez que te desmayes. El tratamiento es simple: aumentar la presión, envejecer, engordar, llenarse de sal de mar. Cosas que no creí ver jamás en una receta médica. El tratamiento es simple: entender que para sentirse vivo no hay que sentirse morir. Aprender a estar de pie. A caminar lento. A oxigenarse con sangre fresca. ¿A mandar sobre el corazón?

Nota: Se calcula que 11 millones de personas en el mundo (80% mujeres) sufren algún tipo de disautonomía, que rara vez es diagnosticado. Si eres mujer, tienes entre 12 y 30 años y estás constantemente fatigada, te cansas más rápido que la gente a tu alrededor, te mareas y/o desmayas constantemente y has ido con doctores que te dan vitaminas o te sacan exámenes que siempre salen negativos, prueba a ir con un cardiólogo y menciónale la disautonomía. Puede ser que no te lo estés inventando y que tu vida pueda mejorar.

Fue en un café

sábado, abril 9th, 2016
Su llegada es muy bienvenida porque parece explicarlo todo, y lo que se puede explicar se puede corregir. Foto: Especial

Su llegada es muy bienvenida porque parece explicarlo todo, y lo que se puede explicar se puede corregir. Foto: Especial

La primera vez duele, cómo no. La primera vez, cuando te has hecho más promesas de las que te daría la vida para cumplir, cuando has develado el presente y empeñado el futuro, cuando te has creído que el amor basta, duele, cómo no. Esta vez empiezas a sentir el desacomodo adentro unos meses antes: las palabras suenan diferente, los abrazos dan comezón. Lo ignoras. Pero empiezas a despertarte con una tristeza silenciosa a la que no te atreves a nombrar, para que no sea cierta. Se siguen viendo, como si nada, y te parece que el otro se esfuerza demasiado. Sonríe demasiado. Insiste en cuánto te quiere y es porque se da cuenta, aunque su darse cuenta sobrepase su conciencia. Su piel se da cuenta y exige más de la tuya; la tuya es de teflón y rechaza los dedos de antes: los poros se levantan como espinas y nada te quita el frío. ¿Todo bien? Todo bien, porque no estás listo para explicar nada más.

La tristeza un día se queda dormida y llega la irritación. Su llegada es muy bienvenida porque parece explicarlo todo, y lo que se puede explicar se puede corregir. ¿Todo bien? Es que esto. Es que lo otro. Cambia. Cambio. Cambiemos y las promesas intactas, ey, que las relaciones tienen que evolucionar y las etapas y los procesos y éramos tan jóvenes después de todo. Demasiado jóvenes para aferrarnos, demasiado viejos para liberarnos y dejarlo ir, como dice una canción, y eligen ser demasiado viejos y no dejarlo ir, porque los jóvenes siempre se sienten demasiado viejos: la vida se les va en un respiro, les vuelve en el siguiente y se les acaba en un adiós. Comienzan a pesar los pasos y los gestos que enamoraban son desoladores porque ves en ellos la última vez que nos reiremos con una película, la última vez que nos lloverá camino a casa, la última vez que haremos el amor, y esa última vez es decisiva porque tras nombrarla será imposible de repetir. Lloras, aunque haya sido animal. O tierna. O imperfecta. Lloras y el llanto en la cama o es de éxtasis o es de lo otro y ¿todo bien? Se rompe el dique y no, nada bien.

Entonces llegas a ese café, una tarde. Llegas primero, demasiado puntual, tras haber pensado qué ponerte por horas. Qué tontería: a quién le importa. No quieres ponerte nada que pueda remitir a otra memoria. No quieres ponerte tu ropa favorita y luego no poder volverla a usar. No quieres verte demasiado bien, pero tampoco demasiado triste ni aparentando que no dormiste por pensar en cuál será la primera frase, aunque después eso tampoco importe. Hay cafeterías que están hechas para eso: los meseros son discretos, como de la familia, la gente come rápido y se va, no hay internet ni café demasiado bueno y las galletas muchas veces son de hace muchos días. Esta no es especialmente triste: es cotidiana, y perfecta para esto.

Pides un café aunque sabes que no te lo tomarás. El otro llega y también tiene su frase. El otro sí que se puso guapo, se peinó como te gusta, planea, lleno de entusiasmo, en cómo revertirá tu condena. No sabe que llevas dueleando muchas semanas. Pide otro café y se lo toma de un trago, nerviosamente. Crees que hay mucho que decir pero la cosa se acaba pronto y tal vez se acaba prematuramente por culpa de la mirada indiscreta de una mujer sentada a unas mesas de distancia. Te mira tristemente, a ti, que estás terminando. ¿Cómo se atreve? Baja la mirada y vuelves a lo tuyo, destrozada la solemnidad y la privacidad del momento. Vienen los roces de mano esperados pero ya no esperanzados, las sonrisas tristes, el quizá mañana o pasado mañana o no, no hay nada que hacer porque ya no te quiero o sí te quiero pero no hay nada que hacer de cualquier modo. No quieres esperar el cambio y dejas el café sobrepagado, aunque el otro insiste en pagar como si eso le salvara la dignidad. La chica aquella vuelve a mirar de reojo y te parece que quiere sonreír. No es una mala sonrisa, pero ni la empatía te viene bien ahora, así que te levantas y sales primero, porque no quieres despedirte y seguir caminando con el otro hacia el mismo estacionamiento, hacia la misma parada de camión.

Fue civilizado y eso te enorgullece. ¿Cuál sería el caso de hacer un espectáculo? Para la primera vez está bien: llorar en un parque, abrazarse sentados en el suelo, volverse a hacer promesas y romperlas de inmediato porque la pura perspectiva de despedirse de nuevo una semana después es tan desgarradora, que sobrepasa el desgarre que ahora mismo es tan profundo que te tiene todo el cuerpo dormido. Mátame de una vez y punto. Aferrarse a las piernas del otro para que no se vaya. Querer encogerse hasta ser un hueco y que pase por ahí el viento, que pase, como el tiempo, como el dolor, que pase. Memorizar los ojos ahora ajenos del otro. Memorizar el ahogo para prometerse a uno mismo no volver a amar a nadie. Enfurecerse con quienes pueden sonreír, con el verde del pasto por ser verde y con el futuro por existir y augurar absolutamente nada bueno. Tirarse al suelo a escuchar la misma canción, marearse en el laberinto en busca de otra manera, de un viaje en el tiempo para volver a enamorarse y hacer todo distinto, escribir una carta inacabable que explica todo y no resuelve nada, enflaquecer hasta ser pura hambre, pura sed, llamar y colgar, llamar y llorarse, volverse a convencer y volverse a romper, eso está bien para allá atrás, para cuando creías que para amar había una sola oportunidad, un corazón que se rompía y, convertido en cenizas, se iba por aquel hueco, que era lo que quedaba de ti.

La primera vez duele, cómo no. Duele más que todas, sí, pero no porque amaras más, sino porque creías que al dar el corazón lo perderías. No sabías que se te puliría el alma como un espejo y que sería más exacta cada vez, más inteligente para buscar a quién reflejar. Duele más porque hay menos de ti que cure a lo que queda. Cuando subas al camión podrás sumirte en la melancolía de haber amado y perdido, otra vez. Cuando llegues a casa podrás quitarte la ducha que te diste antes del encuentro, comer helado, sudar mientras lloras y dormirte con ropa, todo eso. A los diecisiete hay más vida delante, pero es como si no. Se puede morir de amor, matar de amor. A los treinta resulta que se puede ser demasiado joven para aferrarse, pero nunca demasiado viejo para liberarse y dejar ir.

Una diferencia básica

sábado, abril 2nd, 2016
El peligro reside en esta deslegitimación de la defensa de los derechos básicos de las mujeres, debido a que El Sistema ha hecho un buen trabajo convenciéndonos de que “el que lo dice lo es”. Foto: Shutterstock

El peligro reside en esta deslegitimación de la defensa de los derechos básicos de las mujeres, debido a que El Sistema ha hecho un buen trabajo convenciéndonos de que “el que lo dice lo es”. Foto: Shutterstock

“El que lo dice lo es, el que lo dice lo es”, repetía, sonriente, mi sobrina de cuatro años. Jugábamos a llamarnos distintas cosas. Eres un apio. Pues tú eres una zanahoria. Y tú un chabacano. “El que lo dice lo es” constituye una defensa aceptable para una niña de cuatro años, pero de una sociedad de siglos y siglos de edad se espera algo mejor. Sin embargo, es el argumento que como seres humanos utilizamos para desvirtuar cualquier ataque o, más bien, cualquier postura. Muy a pesar de los trolls machistas, el tema del feminismo vuelve a estar en los titulares, si bien es por la razón más lamentable: el intento de muchos y muchas analistas por comprender el recrudecimiento de la violencia en contra de las mujeres y, sobre todo, las reacciones de la sociedad ante esta violencia y su denuncia.

“El que lo dice lo es”: ¿Me acusas de machista? Tú eres una feminazi. ¿Me acusas de violento? Eso te vuelve igualmente violenta a ti. ¿Dices que soy intolerante? Tu incapacidad de tolerar mi intolerancia te pone a mi nivel. Eres igual que yo… No, eres todavía peor que yo, pues yo al menos no te juzgo desde un pedestal de santidad. El exceso de información, el creciente narcisismo, el activismo “light” y un concepto equivocado de lo que significa la tolerancia, hacen que cualquier persona que asuma una postura y la defienda sea automáticamente radicalizado por el grueso de la sociedad, desligitimizadas sus batallas por haber cometido el mayor pecado de esta época: ser “intenso”.

Como vegetariana, por ejemplo, he sido cuestionada por mis congéneres carnívoros a lo largo de toda mi vida, aun a pesar de que no soy en absoluto proselitista. El pedir una pasta en un restaurante argentino es suficiente para despertar la curiosidad y sí, a veces la ira de otros comensales aunque lo que yo coma o no coma no les afecte en lo más mínimo. Un argumento común es, justamente, que las plantas también tienen sentimientos y que yo soy igual de cruel por comérmelas. Ahí está: “el que lo dice lo es”. Pero no, el que lo dice no necesariamente lo es, y este inmaduro recurso de debate es muy peligroso estos días en que se espera que los temas de discusión se resignen a tener sus 15 minutos proverbiales de fama y después desaparecer.

El peligro reside en esta deslegitimación de la defensa de los derechos básicos de las mujeres, debido a que El Sistema ha hecho un buen trabajo convenciéndonos de que “el que lo dice lo es” y por lo tanto el machismo y el feminismo son la misma cosa y uno debería evitar ser uno o lo otro a toda costa. Esta deslegitimación tiene como base la idea, a todas luces errónea, de que hoy las mujeres y los hombres viven con las mismas libertades y derechos. Porque no es lo mismo que una minoría históricamente aplastada denuncie a que lo haga un género que ya fue “liberado”. Las mujeres hoy no pueden “hacerse las víctimas” porque ahora que ya “somos iguales” y “tenemos los mismos derechos”, cualquier denuncia o exigencia son vistas como un abuso por parte de estas mujeres a las que se les dio la mano y agarran el brazo. Les dimos derecho a trabajar, a leer, a existir y (a veces) a decidir sobres sus cuerpos, y ahora hacen eso y más. Ahora quieren lo mismo que nosotros. Quieren, ahora, hacernos a nosotros lo que nosotros les hacíamos a ellas. ¿Ya ven? No les hubiéramos dado derechos en primer lugar.

Al igual que la abolición de la esclavitud de los negros no es un acto generoso que los negros tengan que agradecerle al hombre blanco (como exigen los blancos supremacistas), ya que ese hombre blanco los esclavizó en primer lugar, a la mujer no “se le dio” el voto, más bien se le había quitado, y todo acercamiento a que hombres y mujeres tengan el mismo derecho a decidir sobre sus cuerpos y sus vidas, es simplemente la corrección de una aberración preexistente, una de tantas que están tan insertadas en el sistema, que dejan de ser la culpa de alguien en especial y son simplemente el pan de cada día.

El feminismo es un movimiento como tantos otros a lo largo de esta evolución supuesta de la Humanidad, que surgió para corregir, mientras que el machismo lo que busca es mantener el status quo, por lo tanto es un no-movimiento, la perpetuación de las razones por las que el feminismo surgió en primer lugar. Pero si la igualdad “ya existe”, ¿cómo volver a legitimar esta lucha que sigue siendo tan necesaria dado el número de feminicidios, la incapacidad de denunciar, la violencia y miedo con que viven las mujeres en México? ¿Cómo, si al igual que otros ismos denostados por intensos, “ya pasó de moda, ya chole, son unas hipócritas, son unas intensas, son unas nazis”? Quizá insistiendo en una diferencia básica que existe entre el machismo y el feminismo y que tiene que ver con el libre albedrío.

“Quieren igualdad pero igual esperan que las mantengamos”, es una queja común. Pues, si no quieres mantener a una feminazi, puedes elegir no hacerlo. Si no quieres leer o convivir con una mujer peleonera o frígida o furiosa (y además lesbiana, claro), pues hay para todos los gustos. No te busques una así. No leas sus artículos. Pero el mismo albedrío no existe para las mujeres, que no pueden elegir no ser violadas, se vistan como se vistan. Que no pueden elegir si las asesinan o no. Que no pueden denunciar porque les va peor. Que quieren vivir sin miedo. El tema tiene que seguir en los titulares para que no nos engañemos y creamos que ya pasó. Tiene que nombrarse y gritarse y relegitimizarse de algún modo, quizá partiendo de algo muy básico, anterior a una discusión de oportunidades o condiciones laborales, puestos en el congreso, o redefinición de los roles en las familias. Partiendo de lo más primordial: la vida y la muerte. El feminismo no mata. El machismo sí.