Archive for the ‘Amkie en SinEmbargo’ Category

No más “Feminazi”

sábado, marzo 19th, 2016
Ya que una mujer no puede denunciar porque no tiene credibilidad, me pregunto si lo que nos queda es apelar a que más hombres con conciencia, no feminista, sino humana, de mínimo respeto a un semejante sea cual sea su género y sea cual sea el largo de su falda, salgan de su zona de comfort y denuncien. Foto: Especial

Ya que una mujer no puede denunciar porque no tiene credibilidad, me pregunto si lo que nos queda es apelar a que más hombres con conciencia, no feminista, sino humana, de mínimo respeto a un semejante sea cual sea su género y sea cual sea el largo de su falda, salgan de su zona de comfort y denuncien. Foto: Especial

Les juro que a veces leo los comentarios en este y otros medios y redes sociales, y me quiero arrancar los pelos de la desesperación. Una mujer acusa a un hombre de acoso sexual y comprueba el dicho acoso con un video en el que se ve claramente cómo le levantan el vestido y le bajan la ropa interior a los pies, y a cualquier mujer que lo denuncia (porque los hombres están ocupados en las “cosas importantes”) la llaman y rellaman “feminazi”. A ver, ¿qué pasa con este estúpido término? Y claro, ya saldrán los misóginos trolls a llamarme así sólo por hablar de este tema.

Los nazis fueron (o siguen siendo, ahí donde se reúnen y siguen pregonando su odio) los responsables de un genocidio que nunca más se ha visto en la historia de la Humanidad, responsables de la muerte de millones de seres humanos. Asesinos, representantes de lo peor que tenemos que decirle a los demás mundos acerca de lo que somos y hacemos aquí en la Tierra.

Las mujeres que defienden una causa que les roza las sensibilidades al sistema, son etiquetadas FEMINAZIS. Explíquenme esto, y antes de empezar a discutir por qué el término no es importante y por qué si lo cuestiono yo también soy una exagerada que seguramente odia a los hombres y no ha tenido sexo, que seguro es lo que necesito para dejarme de alterar tanto por estas nimiedades, recordemos que el lenguaje es la base del pensamiento, el pensamiento es la base del carácter y éste determina la conducta de los seres humanos y por tanto la manera en que se llevan sus sociedades.

Estoy hasta la coronilla de encontrarme con esta palabra por todas partes, muchas veces utilizada por mujeres que pregonan orgullosamente “pero no soy feminazi” o que acusan a alguna otra de serlo, por “intensa”. Tal pareciera que defender cualquier causa con pasión o enojo genuinos, incluso si es con todas las pruebas y justificaciones, no es “cool”.

La gente cool es la que no se altera por nada, la que tolera todo, la que no se etiqueta porque “relax, hermano”. Los que se enojan y pregonan, los activistas, ya sea para causas ambientales, vegetarianas o de cualquier corriente derivada, antitaurinas, feministas, etcétera, son automáticamente unos extremistas, pero los que los atacan en redes o en persona o llaman con palabras como “feminazis” no lo son. ¿Qué hay más extremo que comparar una causa feminista con el genocidio de millones de seres humanos?

Aparentemente, el gris sigue siendo el mejor estado, porque “huy, seño, si se va a poner en ese plan…”, y porque las mujeres que se enojan siguen siendo unas histéricas, hormonales y enloquecidas y hoy, además, el sinónimo de lo peor de la humanidad: nazis. ¿Dónde está el término para los hombres (o mujeres) que condonan esto, para los cientos de excusas de ser humano que le siguen enviando a esta periodista amenazas de muerte por haber denunciado el acoso, para el imbécil que se plantó en la puerta de su casa a masturbarse? ¿Dónde el término para los que sí, genuinamente, provocan daños físicos y mentales que van mucho más allá del roce de sensibilidades del patriarcado? Es inaudito que Andrea Noel haya sufrido más consecuencias por denunciar la humillación de la que fue víctima, que el miserable que la perpetró. Que además de lo que sea que haya sentido al verse violado su espacio personal y su cuerpo de ese modo, se busque aterrorizarla y enseñarla, a ella y a todas las que vienen, a callarse la boca y quedarse en su casa.

Vivimos un momento peligroso, en el que el feminismo ha “pasado de moda” y ahora cualquier denuncia de acoso, de violación, de violencia de cualquier tipo no se toma en serio solapándose con el argumento de “ya hay igualdad, dejen de quejarse”. No se busca que las mujeres se dejen de quejar solamente de la falta de oportunidades o del machismo laboral y/o en el hogar, sino de absolutamente cualquier cosa.

Otro de los argumentos para desechar estas preocupaciones es “si las autoridades no atienden ni a los asesinatos, cómo quieres que pongan atención a estas estupideces”. La impunidad de esta clase de violencia enseña a los propensos a ella, que pueden hacerla sin ninguna consecuencia, y a las víctimas a no denunciar.

La violencia de este tipo suele escalar, y si hoy las estadísticas nos dicen que siete mujeres son asesinadas cada día en México, ¿hacia dónde vamos? El Sistema se defiende haciendo mucho más peligrosa la denuncia que el acto, buscando así que se normalice, que las mujeres se acostumbren o se adecúen a estas agresiones y sin alarmarse, además, porque a las que se alarman se les califica de lo que están acusando: violentas extremistas. Nazis.

Ya que una mujer no puede denunciar porque no tiene credibilidad, me pregunto si lo que nos queda es apelar a que más hombres con conciencia, no feminista, sino humana, de mínimo respeto a un semejante sea cual sea su género y sea cual sea el largo de su falda, salgan de su zona de comfort y denuncien. Para ver si a ellos si los toman en serio. Para ver si así volvemos a los dorados tiempos en que las mujeres, calladitas y más bonitas, se quedaban en sus casas, sin molestar con sus cansinas exigencias de derechos humanos primordiales y sus falditas cortas, esperando a que sus príncipes, que al menos eran más caballerosos, les maten a los dragones y les defiendan el honor.

¿Por qué se casa la gente?

sábado, marzo 12th, 2016
Ésta es gente normal, protagonista de ninguna novela. Foto: Shutterstock

Ésta es gente normal, protagonista de ninguna novela. Foto: Shutterstock

Hay que contar historias como ésta, porque las otras abundan. Dicen que las historias de la gente feliz no venden: ni siquiera se escriben porque quién quiere realidad. Quién quiere gente de pinta ordinaria, viviendo sus vidas ordinarias. Si al menos fueran existenciales, fueran una clara representación del absurdo de la existencia, la monotonía de lo cotidiano, o el vacío del sistema capitalista… Lo ordinario como queja está bien, como exaltación no. La mejor felicidad es discreta, quizá para no presumir, quizá porque la felicidad más profunda lo que hace es apaciguar, y entonces no se cuentan historias como esta porque sus protagonistas están ocupados viviéndolas y no clamándolas. Son invisibles, o quizá transparentes.

Hoy quiero contar de esa noche, una noche normal de gente felizmente aburrida que ve la televisión, que se atrinchera en un sillón bajo la manta viva de cuatro perros, que encuentra epifanías en ese sillón e intercambia una mirada pícara que no es de “hagamos el amor” sino de “vayamos por helado, maldita sea”. Los dos se levantan aunque se está tan bien ahí, se ponen zapatos y abordan el coche en piyama, corren al supermercado que está a punto de cerrar pero no tan a punto como para correr, y llegan al congelador. Esta es gente que se cuida, que hace ejercicio y se mide el azúcar en la sangre, pero no esa noche.

Dos litros de helado, un bote de chocolate untable, una galleta de microondas y vuelven a correr hasta la caja porque hay mucha prisa, sin saber por qué, carcajadas esas sí con explicación: somos adultos huyendo de nuestra casa adulta, nuestra dieta saludable y nuestra noche tranquila ¿para qué? Para la gran transgresión: comprar dulces, atragantarnos, empaparnos, porque llueve, y refugiarnos como niños que acaban de huir del mismo supermercado con paletas robadas en la bolsa. Mientras él rodea el coche y ella se acomoda en su asiento, todavía riendo a carcajadas, piensa: “al demonio… voy a decirle que nos casemos. Ya. Porque esto es demasiado perfecto”. Él, al subir y mirar su gorro con orejas de gato, tan ridículo en alguien de su edad, y las mejillas chapeadas por la innecesaria carrera, piensa: “Ahora. Se lo pediré ahora. No sé por qué ni por qué ahora, pero resulta que eso. Que ahora”. Ninguno dice nada, pero se sonríen y luego celebran bailando el haber alcanzado a salir del estacionamiento sin tener que pagar.

Ésta es gente normal, protagonista de ninguna novela. Quiero contar que se conocieron de la manera más mundana, tan mundana que da la vuelta completa y se vuelve mágica. Que se enamoraron por todas las razones correctas, y no por alguna sacada de un manual de astrología o de alguna compleja pasión oscura, enterrada en la psique de alguno de los dos. No. Ya no creían en el Destino así, en mayúsculas, pero estaban listos, traían maletas pero no baúles, traían cicatrices pero no deformidades, y era mucho más difícil contestar a “¿por qué no?” que a “¿por qué sí?”. Se les fueron los años sin tiempo de tener miedo ni tener coraje: parecían estar actuando una obra que los dos conocían, cuyos diálogos se habían aprendido por separado, preparándose para un estreno sin ensayos previos.

Ellos no le llamarían amor ciego, no. Al contrario: amor de ojos bien abiertos, de sentidos disponibles, de tacto aunque la piel esté reseca y oídos aunque la anécdota sea aburrida o el chiste repetido. Amor de “si quieres, aquí está mi lupa, para que leas mis letras chiquitas”, de guardar los viejos secretos no porque sean oscuros, sino porque ya no importan y porque guardaron, junto con ellos, las armas viejas, aunque eso los volviera más vulnerables. Confiaron y esta vez, las cosas salieron bien.

Comieron el helado y pasaron unas semanas preguntándose por qué se casa la gente. Porqué gente como ellos, porqué cualquier gente. Él sonreía para sí, diciéndose que había sido un impulso extraño, pero que no se iba. Ella empezaba artículos intentando ordenar su cabeza (que no su corazón), para responderse a sí misma la siguiente pregunta: ¿Por qué quiero decir que sí?

Una noche que de extraordinaria tuvo la caída de doscientos árboles, y cuya tempestad nada tenía que ver con la esencia de estos dos seres tan ensillonados y enchocolatados, él la invitó a cenar. El lugar al que iban estaba cerrado. La comida a ella le cayó fatal. Hablaron de cosas tan de diario que ni se acordarían. Al volver a casa él le pidió que se casaran y ella dijo que sí. Aún no se soltaban del abrazo cuando uno de los cuatro perros se cagó a la mitad de la sala y hubo que levantar la mierda y limpiar el suelo. Aquello no era un presagio ni una broma: sólo la vida siendo la vida, y luego volvieron a su celebración privada y feliz y discreta y se dijeron que casarse era un símbolo, al igual que el helado podía serlo, que era una travesura, también, como el chocolate y la galleta y el helado, y que seguir creyendo en el amor eterno era una de las cosas que compartían y que no importaba, a fin y al cabo, si alguna de esas era la respuesta a la pregunta que los dos se habían hecho, y que tanto les había zumbado en la cabeza: ¿por qué se casa la gente? Si al fin y al cabo había llegado otra pregunta: ¿quieres pasar tu vida conmigo? Y los dos habían dicho que sí.

La fantasma de la ópera

sábado, marzo 5th, 2016
«En la mujer, la vejez y la fealdad son la misma cosa, ¿o no, amor mío?». Ilustración: Regina Desentis

«En la mujer, la vejez y la fealdad son la misma cosa, ¿o no, amor mío?». Ilustración: Regina Desentis

Volví, poco tiempo después, volví. Es cierto: se puede amar a dos personas a la vez. Se puede amar a un alma, a una idea, a un conjunto de bellezas sin rostro que habitan dentro de los pentagramas, que le dan alas a lo que traemos adentro, que le dan sentido a todas las preguntas. Volví porque lo amaba y porque extrañé verme a través de sus ojos: la más bella, la feminidad, la luz, la esencia de la juventud enredada en mis cabellos, rebosando de mis manos tersas y mis pechos turgentes. Una vela alumbra más en una cueva, una estrella brilla más en soledad, con las demás tras las nubes, en otra órbita, lejos. Yo quería ser esa estrella y que él fuera mi espejo, como me había pedido. Y le daría, a cambio, mi vida: un espejo dispuesto a mentir para siempre, la sonrisa aperlada de mi boca, la pasión prestada de mi cuerpo, mi esplendor, mi futuro, mi presente detenido para siempre en su memoria.

Volví al Teatro de la Ópera. Navegué por las aguas negras del río subterráneo, dejé a Raúl y la historia feliz de todos mis días, la historia olvidable de la musa que se convirtió en mujer, que se bajó del pedestal y se dejó poseer en una cama cualquiera. Lo dejé para ser suya, su Musa, su Siempre, y que su historia fuera Nuestra Historia: la del amor eterno, el verdadero, el que hace que se sigan escribiendo cuentos para que las niñas sigan soñando y suspirando y eso les permita estirarse los vientres, lavar las camisolas, descabezar a los pollos y ser nada, nadie, mientras sueñan con Eso, conmigo, con nosotros y nuestro amor de música, de bajo tierra, de ver más allá de las máscaras y la belleza que se acaba: la de la piel y el cuerpo.

Lloramos juntos mi regreso: ¿Qué podré darte a cambio de tu vida?, y me besaba las manos y giraba a mi alrededor y miraba cada línea, cada trocito de mis veinte años, cada frescura entre mis clavículas, sobre mis muslos, en mi aliento de hierbas, en mi cabello sedoso de manzanilla y lociones y vida en el exterior, de sol que le traía para eclipsarlo juntos y ser luna y noche. Y amor. Amor, que eso es lo importante: Tú me darás la eternidad, le dije, yo seré siempre lo que ves ahora, ¿o no? Como si el tiempo se detuviera por vivir bajo la tierra, como si mis veinte años no fueran jamás a ser veintiuno, cuarenta, sesenta. Él, bajo la máscara, envejecía, ¿o no? ¿Envejecen en realidad los hombres? ¿Los fantasmas? ¿Y qué importaba? Su madurez eran solo más años de espejo para reflejarme. Tú no tienes que ser bello: tienes que ser ojos, escribirme la música y que yo te cante: tú el Fantasma de la Ópera, yo tu musa inmortal.

Un día, o una noche, que daba igual, un verano, o un invierno, que daba igual, vino la furia: cera sobre las teclas de marfil y la furia. ¿Por qué, amor mío, por qué? Porque tu amor es el fácil, musa, tu amor desde la belleza, desde el ser tú. Un día cualquiera, una noche cualquiera te vas, te me vas, y tras amarte como ahora te he amado, ¿qué me dejas? Volví a contarle nuestro cuento: Me había ido ya, ¿recuerdas? Y volví. No voy a ninguna parte; aquí estoy y aquí soy. ¿Crees que volví para irme? Sí. Vuelves para alimentarte de mis ojos, nada más. Me usas y me dejarás: el horror me ata a este calabozo y a ti la belleza te libera. Fácil, qué fácil amar desde la belleza.

Le dije que esperara, simplemente. Que con los años yo sería otra: una mujer vieja. En la mujer la vejez y la fealdad son la misma cosa, ¿o no, amor mío? Espera y ya te alcanzo, pero convencido de que lo dejaría, amenazaba con matarse, con matarme, con prendernos fuego a nuestra música, al cuento que era el legado del amor más grande y al teatro completo, lleno de los intrusos que escuchaban, ya para entonces, cantar a otra diva más nueva y más de luz. Yo no puedo ser tu belleza pero tú, amor mío, puedes, sí, ser una máscara también. Puedes ser el horror, y juntos nuestros horrores serán la belleza eterna. La historia. La Historia.

Recorrí una vez más nuestros capítulos y supe lo que había que hacer. Las grandes historias se escriben con sangre: tenía que ser para él y con él, jamás volvería a dejarlo y mi belleza no era un precio a pagar sino un sacrificio a ofrecer. He aquí, le dije, que me ato con las mismas cadenas, y acerqué la flama a mis mejillas. Ardieron los rizos, la piel blanca, las cejas perfectas. Nos miramos en el último espejo y lo rompimos con los puños entrelazados, mezclándose así nuestra sangre, nuestro destino, nuestro siempre. Parecía.

Una noche: ¿Dónde están tus pupilas dilatadas de sol? ¿Dónde tu piel joven besada por el viento? ¿Dónde el día, la danza, la luz? Allá, más allá, mira más allá. Tú tienes tu máscara, yo tengo mi piel. Mira lo que amabas, que sigue viviendo adentro. La furia. La furia. Esa era la promesa, Christine: serías luz y frescura y lozanía, serías un Siempre hermoso para mí… Ahora eres yo, Christine, y no hay pupilas de espejo que nos salven. Eres el horror, Horror mío, y así, ¿cómo escribir? ¿Cómo nacer melodías, Horror mío, cómo si de buscarte la belleza se me agota el alma? Nos cubrió el silencio, se acabó la música y hasta la neblina misteriosa se disipó, borrándonos la magia del bajo tierra, el vapor de las ilusiones.

Desperté un día sola, y la balsa había zarpado. Desperté un día sola, selladas las salidas y puestos los candados. Se había llevado las máscaras, el Siempre y el papel para escribir. Se había llevado las melodías y las partituras y había dejado las cadenas, nada más. Me miré en un trozo del quebrado espejo y lloré desde mis párpados sin pestañas por el horror que ahora era. Por la soledad que ahora era. Por la incapacidad de tejerme una máscara o de ahogarme en las aguas negras que me trajeron aquí. Lloré porque entendí que no había entendido nada y lloré hasta quedarme dormida porque era la más hermosa historia de amor y nadie la contará: las historias, al fin y al cabo, las siguen contando los hombres y él, mi hombre, no va a volver jamás.

¿Le debemos algo a los lectores?

sábado, febrero 27th, 2016
Hoy la cosa se complica: un columnista (por ejemplo) redacta un texto, una persona lo lee, esa persona comenta y espera que el columnista responda, porque si no, el columnista es un mamón que no devuelve el favor. Foto:  shutterstock

Hoy la cosa se complica: un columnista (por ejemplo) redacta un texto, una persona lo lee, esa persona comenta y espera que el columnista responda, porque si no, el columnista es un mamón que no devuelve el favor. Foto: shutterstock

El martes pasado tuve la oportunidad de formar parte de una mesa de diálogo entre escritores y booktubers en la Feria del Libro del Palacio de Minería. Uno de los temas a discutir era, como de costumbre, la importancia de las redes sociales y cómo han modificado la experiencia tanto de escritores como de lectores. ¿Qué es lo mejor y qué es lo peor? Para ser de vanguardia, uno tiene que hablar de cómo internet ha sido una plataforma maravillosa para nuevos autores y, sobre todo, para tener contacto con los lectores. En mi caso esto es cierto, claro: como autora de la denominada “literatura juvenil”, el contacto con los chicos es crucial, pues me mantienen actualizada en cuestiones de intereses, lenguaje y preocupaciones. Es un trabajo más que hay que hacer, eso sí, y lleva tiempo. Cada tanto los lectores me preguntan por qué no tengo una cuenta en esta o aquella red social cuya existencia yo ignoraba, felizmente. Reenvían los correos electrónicos dos o tres veces si no han recibido respuesta al cabo de un par de días, publican emoticons desconsolados por twitter si su existencia no es reconocida de inmediato, y en presentaciones o encuentros hacen fila para reclamar: “Te mandé mi novela para que me dieras tu opinión y nunca me contestaste”.

De modo que los panelistas hablamos de las oportunidades que ofrecen estas nuevas tecnologías, aplaudimos la creación de una nueva red social dedicada exclusivamente a la literatura y éramos un septeto de emoticons sonrientes. Nadie habló de “lo peor”: muchos escritores éramos los “raros” en nuestra infancia y/o adolescencia: tímidos, retraídos, introvertidos y demás sinónimos. Yo escribía para tener mundos que habitar, ya que los mundos circundantes parecían expulsarme. Escribía, a veces, para no hablar, para no estar, para irme, y resulta que escribir hoy tiene que ver con estar más presente que nunca, con existir, no sólo en el mundo de carne y hueso que a veces confunde tanto, sino en el virtual, que avanza a velocidad vertiginosa, sin abandonar jamás las letras, que son el elíxir de la supervivencia. Hoy uno tiene que ser popular, tiene que relacionarse, contestar, en-red-arse y mantenerse a la vanguardia cuando, quizá, escribía para que no pasara el tiempo, para detener los torbellinos, cerrar puertas y construir murallas.

Cada vez que un lector me trae un libro para que lo firme, le agradezco haber leído. Antes, hasta ahí llegaba el intercambio: alguien escribe, alguien lee, punto. Era un intercambio simple y voluntario por ambos lados: yo quiero escribir, tú quieres leer. Punto. A+B. Se trataba de una especie de dictadura, como dijo Edgar Allan Poe: “Durante la hora de lectura, el alma del lector está sometida a la voluntad del escritor”. Hoy la cosa se complica: un columnista (por ejemplo) redacta un texto, una persona lo lee, esa persona comenta y espera que el columnista responda, porque si no, el columnista es un mamón que no devuelve el favor, que no está abierto a la crítica, que no reconoce la existencia del lector y que quizá, por estas razones ajenas a la calidad de su texto, no merece ser leído nunca más (A+B+C+D). Otra fórmula: un autor escribe una novela (A), una persona la lee (B), esa persona escribe a su vez una novela (A) y espera que el autor inicial la lea (B) y comente (C). El A+B se ha vuelto un círculo infinito y, a riesgo de persistir en la impopularidad que me persiguió siempre, me pregunto: ¿realmente le debemos algo a los lectores?

Dicen que, al escribir, el autor debe pensar en su “lector ideal”: un ente perfecto que entenderá su torcido sentido del humor, que no necesita explicaciones que le darían al texto un tono condescendiente, que conectará con el texto porque está en la misma órbita. En el momento en que este lector ideal se convierte en uno de carne y hueso al que se mira a la cara mientras se escribe (A), que tamborilea, impaciente y listo para comentar (C) (muchas veces sin haber leído (B)), el autor se ve confrontado con un espejo y es obligado a dejar de ser letras, para ser persona. Es obligado a habitar en tres mundos a la vez, para entrar en este diálogo que a veces es compañía, a veces elogio, a veces crítica y a veces destrucción sin sentido. ¿Es este diálogo provechoso o aleja al autor de lo que debería estar haciendo (escribi)r sin pensar en quién leerá, que es la única manera de mantener cierta pureza)? ¿Debe el autor substraerse de todas estas fórmulas, quedarse sólo en A, ignorar el mundo palpitante de alrededor?

Y ¿qué hay de la pureza del lector? Esta, quizá, implica relacionarse sólo con las letras, dejar de buscar al autor entre los párrafos, perseverar en la búsqueda por el “texto ideal”, que es el verdadero espejo, el Texto Ideal, que de alguna manera está escrito sólo para él por un ente perfecto más allá de todos los mundos, y que flota en el espacio como una cápsula perdida esperando, también, encontrarse, hacerse el amor, enredarse los tentáculos hasta que las palabras, que fueron el inicio de todo, dejen de ser lo importante (1+1=∞).

Infinito: lo que está en perpetuo movimiento, lo que avanza y se enreda en sí mismo, se termina y se vuelve a comenzar. Pero el infinito es el antónimo perfecto de la pureza, que es inmóvil, que es lo intocado, lo incambiable, lo endurecido. Resulta, en esta fórmula, que no se puede ser infinito y puro a la vez. Que para ser, que para Ser, hay que seguirse moviendo, hay que vivir en los tres mundos que hay hoy, y los seis que quizá habrá mañana, fragmentándose y mezclándose, autor y lector y texto, hasta que de pureza no quede ni el sueño.

Y en fin: ¿quién quiere ser puro hoy en día? Así que dígame, lector, ideal, imperfecto, espejo y muralla: ¿Usted qué opina?

Mommy Wars

sábado, febrero 20th, 2016
Yo ni sabía que existía el término Mommy Wars, y al principio creí que era una parodia de Star Wars. Foto: Especial

Yo ni sabía que existía el término Mommy Wars, y al principio creí que era una parodia de Star Wars. Foto: Especial

Yo ni sabía que existía el término Mommy Wars, y al principio creí que era una parodia de Star Wars. Eso dice mucho de mi momento de vida. Al buscar en internet me enteré de que el término nació en los 80, inspirado por la rivalidad entre las madres trabajadoras y las madres de tiempo completo. En las últimas décadas “la guerra” se ha vuelto expansiva y se refiere a cualquier diferencia en el estilo de crianza de los hijos: vacunar o no vacunar, dejar llorar o no dejar llorar, amamantar o dar fórmula, amamantar en privado o en público, parto natural o cesárea, etcétera, etcétera. Resulta que además de vivir con la duda eterna de si estás siendo buena mamá, tienes que justificar porqué haces cada cosita que haces ante tus amigas y familiares porque ahora, gracias a internet, todo el mundo es un experto, cualquier moda se convierte en una teoría y cualquier link es un “artículo”, aunque carezca de fuentes verificables o venga del blog de una mamá igual de inexperta que tú.

Mientras más pasa el tiempo, el tema del feminismo va pasando de moda, como si fuera eso, una moda y no una lucha contra un implacable patriarcado que sigue oprimiendo al sexo femenino y que está alimentado al 50 por ciento por éste. Así es: las mujeres tenemos un (alto) grado de responsabilidad en cuanto a la repetición de patrones y la difusión de ideas se refiere. A estas alturas no es culpa de nadie: es un modelo impreso en todos, hombres y mujeres, que se va modificando tan lentamente como cualquier tema evolutivo. Las mujeres que por su situación tienen la oportunidad de filosofar respecto a si trabajar o no, o tener hijos o no (no todas tenemos el mismo control sobre nuestro destino, lamentablemente), viven en un constante ir y venir, estresadas siempre por lograr un equilibrio entre sus instintos, sus deseos, sus carreras, sus familias y, en fin, todo lo que nos hace mujeres.

Siglos peleando por la libertad reproductiva, por el voto, por todas las causas “feministas”, y ahora estas mujeres que han ejercido sus derechos para ser madres se la pasan peleando entre sí y juzgándose unas a otras. Siglos luchando contra el control externo de nuestros cuerpos y decisiones, ¡para esto! ¿Y la lealtad gremial? Me parece increíble el grado de antifeminismo (porque esto no es machismo, no podemos culpar a los hermosos varones) de esta guerra: se toma a la maternidad, asunto que late en lo más profundo de la esencia femenina, y se le convierte en un asunto externo, de control, de juicios y competencias. Se inventan términos para cosas que se vienen haciendo desde tiempos inmemoriales y en foros, blogs, páginas de Facebook y otros medios se hace patente esta “guerra” que a veces causa rupturas en grupos de amigas o hace la convivencia imposible.

Por supuesto, las únicas que tienen tiempo para estas guerras son las mujeres de clase media para arriba, que pueden elegir qué tipo de telita ponerse para amamantar en público, o qué marca de fórmula comprar. Las demás mujeres no tienen tiempo para andarse preguntando cada cosa. ¿Trabajar o no trabajar? Trabajar, si no hay de otra. ¿Fórmula? Pues no, que el pecho es gratis. ¿Envolver al niño o no? Si hay manta se envuelve, si no, no. Desde la banca, porque en este tema soy una observadora, puedo ver el estrés que a las novatas les generan todas estas teorías y aseveraciones, y si de por sí no podían dormir, ahora, en las dos horas entre comida, chillido y pañal, rumian interminablemente cada detalle de su crianza y escuchan voces… “Vas a joder al niño”… “Va a ser un sicópata”…

La democracia mediática permite que cada vez más de nosotros, a veces firmando y a veces anónimamente, clamemos “ASÍ ES”. Tendríamos que asumir que si existiera un “así es” de la maternidad y todas las madres lo siguieran al pie de la letra, el mundo sería un lugar perfecto, sin niños jodidos ni sicópatas rondando por ahí. Porque (nota feminista) a los padres, mientras “apoyen” un poco, se les perdonan muchas cosas. En cambio, las mujeres, entre nosotras, no nos perdonamos nada. Somos las primeras en llamarnos perras unas a otras, en chismear, inventar y/o exagerar rumores de colegas y amigas y, ahora, en temer los juicios de las demás, incluso en un tema que antes se quedaba, como la ropa sucia, dentro de casa.

El otro día me tocó cuidar a mi sobrino de menos de un año por siete horas. Durante esas siete horas cometí un montón de errores que habrían arqueado muchas cejas: no molí bien la pera. Le di demasiada agua y se le empapó la playera y le dio hipo. No le apreté bien el pañal y… ya se lo imaginan. Lo llevé a la clase de estimulación temprana y lo dejé levantarse de una manera: las madres me miraron con sonrisas condescendientes (“se nota que es la tía”), la maestra me corrigió y aparentemente no le disloqué ambos brazos al bebé. Jugamos, reímos, lo puse a bailar en el espejo y a cantar canciones bobas mientras él trataba de arrebatarle el títere a la maestra. Cuando su madre volvió yo estaba lista para irme a la cama, y eran las tres de la tarde. ¿Cómo puedes hacer esto todo el día?, le pregunté a mi hermana. Haciendo con una parte del cerebro, preguntándote si lo estás haciendo bien, con la otra, cargándolo con una mano, respondiendo mails del trabajo con otra… y leyendo acerca de cada paso para enterarte de cómo podrías estarle arruinando la vida ahora. “Lo amo”, respondió. Criar es amar. Darle todo tu tiempo a alguien es el mayor acto de amor posible y todas estas madres sobre preocupadas, sobre leídas y dotadas de todos los recursos, están haciendo lo que todos los padres y madres del mundo hacen y han hecho siempre: lo mejor que pueden. Así que, a todas, aplausos.

Cotidiano

sábado, febrero 6th, 2016
No se es papalote encorreado: se es ave que se descubre ave tras esperarse oruga, tras esperarse mariposa frágil y dormilona y colgada en las ramas junto a los murciélagos… Foto: shutterstock

No se es papalote encorreado: se es ave que se descubre ave tras esperarse oruga, tras esperarse mariposa frágil y dormilona y colgada en las ramas junto a los murciélagos… Foto: shutterstock

Yo creía que las velas, la noche, la piel preparada y tersa, la música perfecta y el atuendo especial. Yo creía que especial y cotidiano antagonizaban y tú me enseñaste que entre risas, entre sueños o siempre no, y el calor de tus manos alrededor así, nada más, llenas así, nada más, para saberme y dormirme y ya. No ves tu cuerpo: vives tu cuerpo, lo habitas a tus anchas y cada vello te pertenece, cada músculo te responde porque lo llenas desde dentro, le decoras las paredes, le reparas los rayones, lo haces tuyo y le enseñas al mío que viva, que salte, que se convulsione en carcajadas, que se ruede, húmedo, entre las sábanas buscando el abrazo cálido y seguro y grande de ti, de la cabaña enorme que me eres, cómoda, viva, de fuego sin humo y de bosque sin brujas.

Yo creía que se agotaban los boletos, que se agotaban los pedazos para dar y que completarse, sí, era luego con el beso ajeno, con el abrigo prestado, con la compasión del curémonos uno al otro y adelante: lo que me tejo es mío, lo que crece en mis huertos sale de mis manos, mías, que volvieron a aprender a sembrar y a esperar y a pacientar, descubriéndose llenas de dedos de nuevo, holgazanas cuando es domingo, apretadas cuando llega la furia, tomadas siempre con la misma paz porque las tuyas y las mías, ciegas, se reconocen, sordas, se cantan, mudas, se abrazan.

No se renace: se repara. No se da uno: se averigua, se recorre en las carreteras de adentro, se llega y se vuelve a viajar cuando lo dejan volar y aterrizar y volver a volar tranquilamente, sin hilos. No se es papalote encorreado: se es ave que se descubre ave tras esperarse oruga, tras esperarse mariposa frágil y dormilona y colgada en las ramas junto a los murciélagos… No se es mariposa presta a emigrar al primer viento, se es ave constructora de nidos, se es sonrisa fácil, descubridor de siestas sin culpas, agua que se renueva y se refiltra, bebiéndose y lloviéndose en la misma fuente, conociendo el azul de ser nube y el verde de ser tierra.

Yo creía que cada vez costaba más darse: lo que costaba era recibirse. Cuando uno se recibe, se conoce y se habita, cuando uno se deja de buscar el reflejo más allá y se sabe, con las manos ciegas y las pieles reconquistadas, se ofrece con cientos de heridas curadas, cientos incuradas, cientos incurables, sin que importe. Se ofrecen el pasado, sin desmenuzarlo, y el futuro, sin hornearlo desde ahora, y se brinda por el desayuno, por aquel vientecillo, por la planta que al fin creció. Se brinda por brindar, porque se llegó hasta aquí, porque el fuego no queme y el agua no ahogue y se sigan yendo los días volando, como mariposas, como aves, como risas.

LE PUSE LAIKA

sábado, enero 30th, 2016
Cuando la perrita blanca se dejó tocar por primera vez, decidí ponerle nombre, aunque hay quien recomendaría no hacerlo: si los nombras empiezas a amarlos. Foto: Especial

Cuando la perrita blanca se dejó tocar por primera vez, decidí ponerle nombre, aunque hay quien recomendaría no hacerlo: si los nombras empiezas a amarlos. Foto: Especial

Nunca pensaron traerte de vuelta, pequeña. Vivías abandonada en las calles soviéticas, y un día te rescataron, te alimentaron, te tocaron con cariño por primera vez y dejaste de sentir frío. Volviste a creer en los humanos y hiciste todo lo que estuvo en tus capacidades para complacerlos y no volver a las calles. Como una buena perrita. Pero nunca pensaron traerte de vuelta y no volviste a las calles: orbitaste, viste lo que todos querían ver y a ti no te importaba en absoluto. Habrías dado lo que fuera por volver a ver alguna de las caras amigas de tus entrenadores, de los que te prepararon para abordar el Sputnik 2 y morir en el espacio exterior para que los humanos supiéramos algo más. Porque tenemos que conocerlo todo, conquistarlo todo, borrarnos la magia y las preguntas y que orbite quien tenga que orbitar.

Tom, el astronauta de Space Oddity, sí iba a volver. Tenía una esposa y una vida en la Tierra. Tenía un entrenamiento valioso, una carrera y no era un humano callejero. A él sí que planeaban traerlo de vuelta, y en vez le tocó esperar la muerte con una ultraconciencia que no se le desea a nadie. Se despidió de su mujer y de la Tierra, a lo muy lejos, haciendo presumiblemente lo que amaba y sabiendo cuándo y cómo terminaría su existencia.

Con esa ultranconcienca grabó David Bowie Blackstar, su disco final. “Su muerte fue como su vida: una obra de arte”, dijo el productor de ese y muchos otros discos de Bowie, Tony Visconti. Dejó un réquiem siniestro y magistral y se fue como su Mayor Tom, haciendo lo que más le gustaba y, terriblemente, sabiendo cómo y cuándo dejaría de hacerlo. El nivel de angustia presente en los videos de Lazarus y Blackstar es casi insoportable y oprime el corazón no sólo de los fanáticos aguerridos del músico, sino de cualquier persona que se deje conmover, que comprenda que se trata de un moribundo cantando acerca de morir, cantando camino a la silla eléctrica, cantando mientras su cápsula se desprende de la nave principal y comprende que no hay vuelta atrás.

El día que murió Bowie me tocó ir a recogerla. Vivía en un terreno lleno de basura, estaba infestada de pulgas, por fuera, y de bichos, por dentro, y su “dueño” a veces le lanzaba restos de comida y otras veces latas vacías de cerveza. Tenía una herida profunda en el cuello: quizá de la pelea con algún otro perro por asegurarse algo de alimento. Su “dueño”, luego, se fue. Dicen que tras un dolor excesivo, los animales, incapaces de elegir su muerte, eligen rendirse, y se ocultan en algún hueco esperando que se acabe el oxígeno de la cabina espacial, esperando que el cáncer lo contamine todo, esperando lo que saben que viene con esa ultraconciencia que nadie merece. Muchos perros, abandonados por sus antiguas familias, se niegan a comer, fieles a su anterior estado de moribundos, y eligen un lento suicidio. Se dice entonces que murieron de tristeza.

Así estabas tú, criaturita de pelos de alambre, orejas de Yoda y ojos agachones. Orbitando, despidiéndote quizá del miserable que te abandonó, o mirando por la ventana como hacen los que siguen esperando, atenta a cualquier señal de que volverían por ti, o de que tú volverías a la Tierra, a la estación en que te entrenaron, al lugar en que conociste algo de calor. Te negaste a comer por varios días, te negaste a entrar y mirabas, enfrentándote a los aires gélidos de estos días, al horizonte. Al espacio exterior. O al espacio interior, lleno de un amor mal correspondido porque nunca pensaron traerte de vuelta. A ti tampoco.

A veces esa ultraconciencia nos roza y se nos contagia. Y se nos entierra como los colmillos de un millón de garrapatas, de sanguijuelas hambrientas. A veces para curarse la herida de adentro es necesario curar la de alguien más, y uno sale a buscar heridas. Y aparecen, como grietas en el suelo. Y las metes a tu coche y no quieren que las toques y siguen queriendo morirse y crees que tu herida se hará más profunda y que nada se habrá redimido. Que todos seguirán orbitando, sabiendo cómo y cuándo. Quieres traerlos de vuelta, a los dos, darle a ese astronauta la alegría de la muerte inesperada. Quieres traerla a ella, decirle que su rescate de las calles no fue en vano, que sí hay quien la extraña, que no hizo nada malo. Que hay quien prefiere traerla de vuelta aun a costa de ignorar lo que hay más allá de las estrellas.

Cuando la perrita blanca se dejó tocar por primera vez, decidí ponerle nombre, aunque hay quien recomendaría no hacerlo: si los nombras empiezas a amarlos. Eso pasa con los personajes, con los animales y hasta con los muñecos de peluche, para algunas personas extrañas. Y yo no soy muy buena acorazándome el corazón. Que sobreviva primero y luego la nombras. No la ames todavía. Pero la amaba ya. Si los animales no pueden elegir morirse, quizá tampoco sean ellos los que elijan vivir. La traería de vuelta, costara lo que costara y sabiendo, además, que si volvía de órbita no sería mía, sino de alguien más. Un día comió de mi mano: había encontrado la nave. Le puse Laika.

“Se cayó el sistema”

sábado, enero 23rd, 2016
La burocracia no va a destruir tu ánimo. Foto: Cuartoscuro

La burocracia no va a destruir tu ánimo. Foto: Cuartoscuro

Debe haber unas trescientas personas, a ojo de buen cubero. Nomás llegar, los de hasta atrás de la fila te ven con lástima. Tú piensas que no puede ser, te ennecias y encuentras a alguien con cara de saber algo y le preguntas cuál es la fila para el predial. Te indica la que sospechabas y decides tomártela con filosofía. No hay nada más que hacer y, además, eres un ser evolucionado: la burocracia no va a destruir tu ánimo. Te aprendes de memoria la apariencia de la espalda del que te antecede y sacas tu libro. “Es que se cayó el sistema”. Se cayó el sistema: la abstracta explicación que te dan cuando no puedes pagar cualquier cosa, cuando no puedes facturar, cuando no te pueden atender en el banco o, en este caso, cuando el gobierno municipal del bienio pasado borró los datos de miles de predios para, dicen, desprestigiar al PAN, que ha ganado Huixquilucan.

Al principio, la promiscuidad de filas te preocupa: ¿por qué está avanzando más esa que esta otra? ¿Está usted segura, señorita, de que me tengo que formar aquí? Lo mío es sólo una aclaración rápida, porque El Sistema dice que no pagué el año pasado y sí pagué. En dos minutos lo aclaro. A eso venimos todos, te dice la clásica ñora en pants de marca fina y con lentes oscuros tapándole los ojos desmaquillados. Esta es la fila para los de la tercera edad, te explica cortésmente un señor muy elegante. Ves que la fila del Inapam, igual de nutrida que la tuya e igual de lenta, está del lado opuesto al de las bancas en las que se podría sentar la gente mayor. ¿Alguien se quiere sentar?, ofreces, y todos te ven feo. Tengo 80 años pero soy un roble, dice otro señor, y el lugar en la banca queda vacante porque a los jóvenes les avergüenza sentarse si los viejos se niegan.

Una hora y media después ya has ido por un café y le has traído uno a la ñora de pants, que te dio dinero e indicaciones de canderel con una desfachatez irresistible. El chofer de atrás de ti ya recibió seis llamadas de sus jefes: Pues ahí vamos, señor, lento, responde. Todavía hay unas… 70, 75 personas delante de mí. En el centro de las nuevas instalaciones hay una enorme oficina de cristal con tres grandes escritorios vacíos. “Transparencia”, dice el vinil sobre la, en efecto, transparente puerta cerrada. Más allá, de un cubículo rotulado “Área de niños”, salen sin parar gritos de guerra espeluznantes: el hijo de seis años de alguien, al que el día de pinta le salió fatal, expresa lo que todos nosotros, apacible rebaño, callamos.

Para la segunda hora, los de tu área (dos personas hacia delante, dos hacia atrás y la gente mayor de la derecha) y tú ya son amiguitos de burocracia. Has escuchado sus llamadas, atestiguado cómo han cancelado citas, juntos se han estirado como si estuvieran en un largo vuelo, intercambiado sonrisas de resignación y compartido algún bocadillo que han producido de sus bolsas. Te dices que todas las áreas deben tener miembros similares: está el o la politizada que tiene teorías de conspiración e ideas “que a nadie se le habían ocurrido” y que podrían solucionar al país, el calladito que a veces asiente o se encoge de hombros, el o la quejona que dice que no es posible y que es un país de mierda y uno que hace sus llamadas de negocios a todo volumen, como si disfrutara de la audiencia.

Estamos por cumplir la tercera hora y nadie se ha rendido, nadie ha gritado como el niño de la triste ludoteca, nadie ha perdido el control. ¿Por qué? Te dices que es, probablemente, porque todos sabemos que los funcionarios de aquí no tienen la culpa de nada. ¿Quién tiene la culpa entonces? El Sistema. Y no es cosa de meterse con él justo ahora, que se ha caído.

En esta nueva zona hay bancas para todos y cada cinco minutos tienes que recorrer tu trasero y ponerlo sobre el calor corporal de tu antecesor. Eso es casi fraternal. Los de tu área son veteranos: ya saben en qué punto la fila serpentea y continúa hacia un recoveco que ignoraban una hora atrás. Ya saben cuál es la fila del agua y por qué los del Inapam tardan más. Saben dónde está el bote de basura más cercano y cuántos lugares se avanzan por cuarto de hora. Y cuando un nuevo se cuela entre la gente porque le parece imposible tener que formarse donde termina la cola, tres metros fuera de las instalaciones, intercambias con tus amigos de burocracia el mismo gesto de conmiseración que horas atrás te dirigieron a ti: sí, aquí es. Sí, libera tu agenda.

Te acercas a cumplir la cuarta hora y por primera vez te preguntas si algún día saldrás de aquí. Si lograrás, tras tanto esfuerzo, pagar tus malditos impuestos como buena ciudadana para hacer posible la construcción de, por ejemplo, instalaciones tan bonitas como éstas, con cubículos vacíos y transparentes y áreas de juego. El chofer de atrás de ti ha claudicado porque ha de recoger a los niños del colegio y tendrá que volver mañana. Piensas en cuántas horas-hombre se están perdiendo en este trámite (calculas 500 personas por día, de a 4 horas por persona, hasta que El Sistema vuelva a estar en pie) y consideras con cierta nostalgia lo que tú podrías haber hecho hoy. Luego te preguntas porqué la gente que ya ha pasado por las cajas no se retira con gesto triunfante y aquello te preocupa. Se van con la misma expresión de derrota con la que medio día atrás se formaron. ¿Estará El Sistema más caído de lo que imaginabas? Las cajas ya están ahí, ya se vislumbran. Alcanzas a escuchar algunos intercambios entre funcionarios y ciudadanos: Necesitamos los comprobantes impresos, señora. Pero lo hice en línea. Sí, pero eso ya no existe. ¿Cómo? Y otro más: Pero aquí están mis comprobantes impresos. Sí, pero tenemos que encontrar sus datos en línea. ¿Cómo?

Para ambos casos la respuesta es la misma: deben irse y esperar a recibir un correo electrónico con su línea de captura para poder pagar. Por eso nadie sale triunfante: tras medio turno laboral, no pueden ni siquiera tachar el pendiente de sus listas. Tus compañeros del Inapam ya están cansados y malhumorados. Sin embargo, nadie se enoja. Nadie grita. Nadie pierde el control. Tal vez lo que está caído somos nosotros, piensas. Minutos después, cuando te digan que no estás en El Sistema y que no saben por qué, y que te retires de la fila porque no hay nada que hacer y esperan “que se solucione solito”, se te llenarán los ojos de lágrimas pero no harás nada y tras una pataleta buscarás la manera de que te trasquilen en otro momento. Pero eso no lo sabes todavía. Estás a cinco personas de pasar cuando llega uno de esos despistados: ¿Aquí lo del predial? Tus compañeros y tú hacen la misma cara y le señalan que la fila empieza 120 personas más atrás. No, no, yo busco la fila de los que ya vinimos la semana pasada pero no hemos recibido el email con la línea de captura. Una funcionaria le indica que esa fila es la de allá, la de atrás del cubículo de Transparencia. ¿Esa de allá, la larga? Sí, esa. Y hacia allá va, pacífico y derrotado, como buen mexicano.

Juguete es destino

sábado, enero 16th, 2016
Foto: Especial

Foto: Especial

Hace unos meses compartí con un texto fársico mi opinión acerca del mundo gringo de las alergias y cómo en su supuesta búsqueda de tolerancia y corrección política, nuestros vecinos a menudo acaban mostrándose como los más incorrectos intolerantes. Parece que las Amas de Casa Desesperadas de allá se han vuelto a aburrir y ahora las reclamaciones y discusiones giran en torno a la última película de Star Wars, porque claro, es un gran poste del cuál colgarse y martirizarse. #wheresrey es el hasthag feminista bajo el cual nos podemos quejar de que Hasbro no ha hecho suficientes muñecas de la chica que sale en la película y que seguramente será la nueva Jedi que domará al Lado Oscuro.

Aclaraciones: Primera, me encanta Star Wars. Segunda, me considero feminista (sin entrar en definiciones de lo que eso significa hoy). Tercera, suelo ser bastante cínica, pero en esta ocasión me parece que hay más que celebrar que razón de queja… ¿una Jedi femenina? ¡Albricias! Me parece increíble que la franquicia se modernice y evolucione, aunque una chica con lightsaber no me pareció novedoso: como preparación para “El despertar de la fuerza”, mi hermano ya había visto con su hija de 6 años las películas anteriores y ella decidió ser Jedi desde antes de que se le sugiriera la posibilidad. ¿No quieres ser la Princesa Leia?, le preguntamos. ¿Princesa? Qué flojera. Yo soy Jedi, respondió. Mi otra sobrina, por su lado, decidió ser Yoda. No se cuestionó si se valía o no o si Yoda era macho o hembra.

Las Amas de Casa Desesperadas dicen que Hasbro es una empresa machista que está evitando que los niños admiren a una protagonista femenina y que las niñas tengan una muñeca de su heroína con quién jugar. Les están limitando el juego y la percepción de la fortaleza de las mujeres, claman, de la igualdad de género y las posibilidades de las chicas. ¿El juguete hace al juego? ¿El juego hace la percepción? O en otras palabras, ¿juguete es destino? Entonces me puse a pensar en lo que yo jugaba cuando era niña para ver cómo Hasbro, o más bien Juguetes Mi Alegría, había arruinado mi vida.

Para empezar, en la caja del juego de química aparecía un niño, lo cual me hizo, sin más, descartar mi brillante carrera como científica. Estoy segura de que en los tiempos de Marie Curie era distinto: ella seguro tuvo un juego de química con una niña en la portada. No tuve muchas muñecas: ¡zas! Ahí dieron al traste con mis instintos maternales. Sin embargo, recuerdo que en mi jardín de niños, cuando era tu cumpleaños, tenías que comprar un juguete para donar al salón. A mi mamá le pidieron que yo donara el kit de ama de casa: un pequeño burro de planchar con su planchita de madera, una escobita y un plumerito. Lo compramos y lo llevamos, pero limpiar y ordenar nunca se me dio… ni mi escritorio de la lap-top está ordenado. ¿Falló el juguete? Y ahí mismo en el jardín de niños había varias esquinas para jugar distintas cosas. Estaba la esquina del maquillaje (junto al burrito de planchar, claro), y algunas niñas pasaban horas haciendo lo esperado: moldeándose para ser una esposa de Stepford. Pero mi amiga y yo mezclamos todos los materiales de embellecimiento y acabamos siendo un par de monstruos que, ante el horror de la maestra, corríamos de un lado al otro espantando a los demás niños.

Pero había un juguete que moría por tener, aunque no por las razones que ustedes creen: el Hornito Mágico Kenner. Mis amiguitas lo tenían y así podían, maquilladas, hornear pastelitos de masa de hot-cake para sus muñecas. Yo lo quería por otra razón: me gustaba jugar al Apocalipsis. Guardaba, en uno de los bambinetos que mi hermana tenía para sus muñecas, un kit esencial de supervivencia que incluía mi juego de memoria, un par de plumas moradas, mi cobija rosa de cuando era bebé, mi libro favorito (Mujercitas) y algunas cosas más. Pero nunca estuve tan preparada como cuando recibí el hornito en mi siguiente cumpleaños. Cuando mis padres no estaban, cocinaba sobre mi buró, lo cual tenía prohibido. El foco de 40 watts hacía su magia, yo almacenaba los alimentos en un topperware y sabía que no quedaría desamparada en caso de una masacre nuclear. Sobreviviría. Era una célula autosuficiente.

Mi hermana y yo éramos adictas a las damas chinas, pero cuando nos aburríamos jugábamos, con las mismas canicas y el mismo tablero, a La Masacre. Teníamos estrategias de batalla, reuniones alrededor de una mesa redonda arturiana, una hoguera, cámaras de tortura, prisioneros y matanzas tras las cuales acabábamos furiosas. Y eso que la bolsa de canicas no sugería como juego “Guerra Medieval”. Sus Barbis Sirena, Azafata y Quinceañera (vestido cortesía del mercado de Sonora) siempre acababan desnudas y revolcándose con los Kens porque, a pesar de tener la Tiendita de Mascotas, el Consultorio de Dentista y la Casita Mágica de Ama de Casa, lo que querían era hacer el amor todo el día.

Pensar que los juguetes determinan los juegos es subestimar enormemente la imaginación de los niños. Mis primos y yo jugábamos, como tantos otros, a la nave espacial con una caja de cartón. Los niños mexicanos hoy no necesitan una figura de acción del Chapo para jugar a ser narcos, pero se sabe que es un juego tan común como hace 100 años lo era Policías y Ladrones. Así que, Amas de Casa Desesperadas, quizá podrían considerar que lo que determina la percepción son la educación, la cultura y, sobre todo, el ejemplo.

A mí me sigue divirtiendo reclamarle a mi papá que, en una visita a la juguetería, me comprara, en vez del disfraz de She-Ra, la hermana guerrera de He-Man, un estuche de plumones, porque yo iba a ser “artista”. Qué limitante, ¿no? Después rentó un piano, por si lo mío era la música, y mi mamá me acompañó en mi penosa búsqueda de habilidades: cerámica, canto, corte y confección, jazz, guitarra, volibol, atletismo, etcétera. En efecto, nunca tuve el disfraz de amazona sexy con mangas doradas y para colmo dibujo espantosamente (de nuevo el juguete falló), pero se me dijo desde siempre que yo podía ser lo que quisiera. Así que cuando venga el apocalipsis zombi yo voy a sobrevivir, con mis pastelitos de hot-cake y Mujercitas, mientras mi sobrina se encarga de liquidar a todos los zombis con su lightsaber, aunque no sea rosa.

Usted debería casarse con una pizza

sábado, enero 9th, 2016
Ya se ha hablado mucho del narcisismo derivado de internet, de cómo “los jóvenes” (edad indefinida) viven para la aprobación a través de los likes; de las selfies, las caras de pato, las “belfies” (Aunque Ud. No Lo Crea: mismo concepto de la selfie, pero de las nalgas. B para butt), y todos podemos citar algún ejemplo de personajes estúpidos o infames cuyas hazañas les han hecho acreedores a millones de pulgares para arriba, haciéndoles, a veces, efímeramente famosos, y llevándoles en otras ocasiones a ganar dinero gracias a sus videos. Estamos en una tendencia extrema del “cliente siempre tiene la razón”: todos somos clientes y juntos somos El Internet. Foto: Especial

 Estamos en una tendencia extrema del “cliente siempre tiene la razón”: todos somos clientes y juntos somos El Internet. Foto: Especial

Estoy por terminar una novela y la tensión es tal, que no sólo me levanto cada cinco minutos con el pretexto de barrer u ordenar algo, sino que pierdo una cantidad impresionante de tiempo en internet. Hoy, por ejemplo, tuve a mal subir una foto mía a una aplicación que anda circulando en Facebook y que utiliza inteligencia artificial para adivinar tu edad y dictaminar qué tan hot eres. Elegí mi mejor foto, según yo, y ¡bam! Internet me dijo que estaba en el más bajo de los seis niveles de guapura disponibles: el “Hmm…”. Probé con otra imagen, y otra más: pelo corto, largo, blanco y negro, seria, sonriendo… Me negaba a que Internet (así, en mayúsculas) me declarara fea. Debía ser el ángulo, o que ese día no me había maquillado. El resultado con todas fue el mismo: “Hmm”. Eso me remontó a un par de años atrás, cuando viví una experiencia similar e igualmente traumática con Internet, ese ente, ese juez sordo e inapelable.

Estaba soltera y un par de “amigas” de Facebook mostraban en sus perfiles los resultados de un test que habían contestado: ¿Con quién deberías casarte? Una de ellas tenía como prospecto a Ryan Gosling. Vale, pues, me dije, ¿con qué celebridad me emparejará Internet? Después de responder una docena de preguntas superficiales, se me informó lo siguiente: USTED DEBERÍA CASARSE CON UNA PIZZA. Al parecer, debido a mi horrible carácter y algunas desafortunadas predilecciones, no merecía más que ocho rebanadas de queso tipo mozzarella con salsa de tomate de lata. Porque la pizza de la foto ni siquiera era artesanal; era una vil Domino’s.

Hoy en día los usuarios de las redes sociales viven para los Likes. El número de “me gusta” en Facebook, YouTube o Instagram o los RT en Twitter son lo que determina si… ¿si qué? ¿Qué son exactamente estos likes? El tema me recuerda el dolor de cabeza que sufrí cuando mi novio programador me explicó lo que son los Bitcoins y comprendí (ya me corregirá cuando me lea) que son una moneda virtual cuyo valor acabó por migrar al mundo real. ¿Pasa lo mismo con los likes? ¿Tienen realmente algún valor, significan algo fuera de Internet? O en otras palabras, ¿soy realmente fea? ¿Debería casarme con una pizza? (A quien le interese esta alternativa, cheque este link.)

Ya se ha hablado mucho del narcisismo derivado de internet, de cómo “los jóvenes” (edad indefinida) viven para la aprobación a través de los likes; de las selfies, las caras de pato, las “belfies” (Aunque Ud. No Lo Crea: mismo concepto de la selfie, pero de las nalgas. B para butt), y todos podemos citar algún ejemplo de personajes estúpidos o infames cuyas hazañas les han hecho acreedores a millones de pulgares para arriba, haciéndoles, a veces, efímeramente famosos, y llevándoles en otras ocasiones a ganar dinero gracias a sus videos. Estamos en una tendencia extrema del “cliente siempre tiene la razón”: todos somos clientes y juntos somos El Internet. Reseñamos absolutamente todo: hoteles, películas, libros, caras, traseros, las vacaciones de alguien, su atardecer (#atardecer #beautifuldusk #amoacapulco #vivanlasvacaciones)… en fin. Reseñamos existencias, las aprobamos o desaprobamos. Incluso la gente que no utiliza redes sociales o no le pregunta a nadie su opinión, la recibe.

El mundo literario no se escapa. Los escritores hoy, además de redactar buenas historias, tienen que preocuparse por ser populares, caer bien, escribir tuits ingeniosos, existir en la red y ofrecerse como blancos a críticas anónimas que pueden ser infundadas o estar relacionadas a cualquier cosa menos a su obra. Todos estamos de vuelta en la secundaria y, como en la secundaria, a algunos les importa más que a otros la opinión de los demás. Las nuevas generaciones se ven más afectadas, indudablemente: los mayores de, digamos, 30, pasamos nuestras infancias y adolescencias sin internet. Sólo había un mundo en el que había que existir. Para los más jóvenes es distinto y, aunque vienen mejor equipados para enfrentarlo, no los envidio.

En la FIL de Guadalajara estuve platicando con un booktuber (lee esto si no sabes qué es eso) al que una importante editorial ofreció un contrato para una novela. ¿La razón? Más de 100 mil suscriptores en su canal de YouTube. ¿La verdad? El chico nunca había escrito ni un cuentito y estaba nerviosísimo. “Mis fans van a tener muchas expectativas… ¿Y si no les gusta? ¿Y si me dejan de seguir por eso?”. Cuando yo empecé a escribir, la posibilidad de que alguien me leyera ni me pasaba por la mente. Escribía por la misma razón por la que lo sigo haciendo veinte años después: porque me hace feliz. Porque no lo puedo evitar. Escribes, escribes más, sueñas con que alguien te lea, y de pronto (con suerte) alguien lo hace y le gusta. ¡Bam! Ganaste un like. El proceso para este chico es exactamente al revés: a la gente ya le gusta y por eso escribe. Pero, ¿qué es lo que le gusta a la gente? Él. Les gusta él. Y necesita seguir gustándoles para existir. ¿Serán intercambiables sus likes por otra cosa que tenga valor en el mundo al que ahora entra? Está por verse. Pero una cosa es segura: el pobre jamás sabrá lo que es escribir libremente.

De cualquier modo, aunque El Ente pareciera un dictador omnisciente e inapelable, hasta el más vanidoso, si es listo, cuestionará el valor de los likes que recibe, pues como decía Susanita la de Mafalda, “todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros”. Wikipedia no siempre es la fuente más confiable y lo más aplaudido no siempre es lo mejor. Resulta que si busco mi última novela publicada en una de las páginas más utilizadas de reseñas literarias (goodreads.com), mi calificación es más alta que la de Frankenstein, mi libro favorito. Le gano también a Los Miserables y a Rayuela. Ja. Vale, pues. Quiero comprar esa realidad con mis Bitcoins. Quiero intercambiar mis pulgares hacia arriba por dólares. Vale, pues, te la compro, Internet. Seré fea, pero como escritora soy mejor que Victor Hugo, Mary Shelley y Cortázar… Pizza, ¿quieres casarte conmigo?

¿Cuándo empieza el amor?

sábado, enero 2nd, 2016
Los adultos solemos burlarnos de los niños que se dicen enamorados, pero en algún momento estos ensayos comienzan a forjar nuestras ideas de lo que son las relaciones. Foto: Shutterstock.

Los adultos solemos burlarnos de los niños que se dicen enamorados, pero en algún momento estos ensayos comienzan a forjar nuestras ideas de lo que son las relaciones. Foto: Shutterstock.

Cuando tenía cuatro años, Carlos, del jardín de niños me anunció que él era un sultán y yo una de sus esposas. Después, en primero de primaria, el niño más alto de mi clase, Pepe, me pidió que fuera su novia y yo dije que sí porque en ese momento simplemente era mejor tener que no tener. Nuetro noviazgo consistía en que él me traía juguetes rotos de regalo. No recuerdo haber cruzado palabra con él durante nuestro noviazgo o en los 10 años posteriores. En segundo la cosa se puso más seria: tuve un novio que me llevaba bolsitas de dulces al colegio y hasta fui a jugar a su casa en una ocasión. El dulce amorío terminó con las vacaciones de invierno sin dejar secuelas, y para tercero volví a las andadas.

Al igual que uno aprende a borrar las estupideces de su currículum a medida que va adquiriendo experiencia real (“Trabajo como asistente personal y secretaria ejecutiva” era código para “le paso a mi papá sus cosas a máquina”), las relaciones de un par de semanas y los besos antreros van desapareciendo de los recuentos mentales que a las mujeres nos gusta hacer para categorizar, evaluar nuestras vidas amorosas y decirnos que nos hemos divertido. “¿Con cuántos has estado?”. No sé cómo contestar. Siempre fui una muchacha muy noviera, como se decía en los noventa, y tuve un noviecito por año (menos en cuarto, que me enamoré de un chico que nunca me hizo caso y que después se convirtió en rabino). ¿Empiezo a contarlos desde ahí?

Los adultos solemos burlarnos de los niños que se dicen enamorados porque asumimos que no entienden nada y que usan la palabra para emular cualquier cosa: una película de Disney, el matrimonio de sus padres, una fantasía abstracta. Pero en algún momento estos ensayos comienzan a forjar nuestras ideas de lo que son las relaciones. En algún momento empiezan a hacer mella en nuestra cosmovisión. ¿Cuándo empezamos a elegir realmente y por una razón que tiene que ver con nuestro ser? ¿Cuándo empezamos a arriesgar algo, a entender algo? ¿Cuándo, entonces, empieza el amor?

Creo que para mí fue en quinto de primaria, cuando el segundo niño más popular de mi clase se me declaró a la salida del colegio. A los dos nos gustaban los Beatles, así que había, por primera vez, algo real. Se acercó, sus mejillas hirviendo de rubor, animado por sus amigos, y me hizo La Pregunta. Le dije que sí, me dio una carta y se esfumó, tremendamente avergonzado. La carta, pulcramente escrita, estaba adornada con calcomanías de las más caras y decía que yo era la niña más bonita, yo, con mi fleco que daba doble vuelta, con mi fama de estudiosa, con mi estar lo más lejos posible de la popularidad.

Aquella fue la primera de muchas cartas que intercambiamos. Él, incluso, consiguió que le prestaran una cámara y nos tomamos una foto usando las medallas de los Beatles que él había comprado para los dos. En el recreo, a veces, nos tomábamos las manos, y en el 14 de febrero me tocaron, por primera vez, muchas rosas. Era idílico. Yo dibujaba nuestras iniciales en mi diario y él me regalaba plumas, libretas y otros artículos de papelería, como si supiera. En las tardes nos llamábamos por teléfono y escuchábamos la nerviosa respiración del otro en silencio. Pero era idílico. “Te amo”, escribí en mi diario. Él escribió lo mismo en una de sus cartas y rodeó su declaración con uno de esos corazones chuecos que hacen los hombres.

Un día pasó lo peor. La pecosa que había reprobado dos años y que por lo tanto tenía trece y medio, tetas y malicia, llamó una tarde a mi casa y anunció que hablaba en nombre de él, para terminar conmigo. “Beto ya se dio cuenta de que sólo lo estás usando por su popularidad y ya no quiere ser tu novio”. No es cierto, quise gritarle, pero ya había colgado. Lloré en mi almohada, rompí la foto planeando desde el principio pegar los pedazos en mi diario representando el fin del amor y de todo lo bueno del universo, y escribí que ella era una víbora, él un cobarde y yo una idiota por haberlo querido. Entonces, lo había querido. ¿Qué se quiere a los 11 años? ¿Cómo se quiere? No hay futuro, no hay sexo, no hay nada real, ¿no? ¿Qué había hecho que Beto, a los 11 años, se me declarara a la salida del colegio? Lo más puro y simple: había visto algo que le gustaba y había querido llamarlo suyo. Luego, claro, había entrado la tercera en discordia, aquella manipuladora a la que hoy en día aún me negaría a saludar. ¿Y por qué tengo yo que empezar a contar desde ahí? Porque fue la primera vez que me rompieron el corazón.

MORRIÑA

sábado, diciembre 26th, 2015
En portugués saudade, en galés hiraeth, yo, en lo personal, bailo con mis fantasmas y él, gallego, tiene morriña. Foto: Internet

En portugués saudade, en galés hiraeth, yo, en lo personal, bailo con mis fantasmas y él, gallego, tiene morriña. Foto: Internet

En portugués saudade, en galés hiraeth, yo, en lo personal, bailo con mis fantasmas y él, gallego, tiene morriña. Y la morriña lo tiene a él. Qué palabra tan linda, tan tiernita y aparentemente inofensiva. Algo que ver con el morro, con algo pachoncito y abrazable. Y diablos. Es una pequeña traicionera, una hadita jodona que llueve sobre todos los desfiles. Para mí “las fiestas” nunca habían significado mucho más que la llegada del invierno, mi gripa anual y la renovación de mi membresía de la Asociación de Odiadores de Cohetes, pero ahora significan esa nostalgia que no me pertenece y que me duele en ese lugar entre la piel y los huesos, en todas partes, y que no puedo curar.

Reconozco la llegada de su M igual que él reconoce la llegada de mi M: se le empieza a ensombrecer la frente y deja de poner atención. La ciudad es un fantasma con el que no se relaciona, que pasa a través de él, y él la atraviesa también, en coche, a pie, empaquetado contra el frío porque la piel se lo pide, no porque se dé cuenta. En vez de una reconfortante bebida caliente al día, necesita tres o cuatro. Sí, hace frío, pero no es el mismo frío de allá, el que conoce y tiene que ver con caminar sobre los adoquines porque los amigos esperan en las esquinas para compartir unas cañas y unos trozos de pan con salchichón.

A juzgar por los artículos que inundan el internet estos días y por los repetitivos leit motifs de las películas gringas que nos llegan, detecto dos temas principales: el conflicto que a las personas les causa reencontrarse con sus familias (“Cómo sobrevivir esta Navidad”), y las ausencias, que se hacen más evidentes cuando una silla en especial queda vacía (“Duelo y melancolía durante las festividades”). Lo suyo, que ahora es lo mío, es distinto. Él no sufre por lo que no está; sufre por lo que sí está, allá, lejos, y lleno de culpas por lo que está aquí, cerca, abrazándolo. Su playa lo saluda desde el otro lado del océano y él se mete bajo las mantas en el suburbio, aquí, donde caminando no se llega a ninguna parte. Esta casa no acaba de ser su casa y la otra casa no deja de ser allá, y es como si un presente alterno lo extrañara a cada momento, y hubiera un hueco en una cama en la que yo no quepo, un permamente olor a su comida favorita llenando una pequeña cocina, esperando que de súbito se abra la puerta principal y la añoranza se acabe porque la pieza que se fue de parranda vuelve al rompecabezas.

A mí el invierno me cuesta pero me guardo mis viejas nostalgias para ser toda compañía, toda “sí te basto”, pero ni expandida soy un continente, ni soy los brazos que faltan ni las rutinas de tres décadas que se reinventan en él conmigo y en así pasó, porque no lo planeábamos y me conoció y hay que avanzar hacia el futuro y desanclarse y anclarse y amar. Los de allá me quieren por quererlo y me envidian por tenerlo y a él se le parte en dos el corazón y los fragmentos, buscándose uno al otro, se quedan flotando en el océano, ni de ellos ni de mí, lejos, tristes, mojados en agua salada a la mitad y en ninguna parte.

Le presto a mis amigos pero no le quedan. Le presto a mi familia y el nuevo espacio que le han tejido hoy no le queda: le recuerda la silla vieja allá, donde sobrarán cangrejos, pedazos de queso y copas, donde los brindis viajarán hasta nuestro huso horario cuando sea, aún, demasiado temprano para nosotros, y dirán: “Se les echa de menos”. Y en la noche, acá, no será brindis sino sed acuciante con resacas dolorosas porque no le falta un alguien en una silla, sino una mesa a la que arrimarse: el solo es él, el equivocado es él, el lejano en adoquines ajenos, extrañador en potencia es él.

Llamemos. Volvamos a llamar. Déjame prepararte el pan aquel, conseguirte ese vino, cantarte alguna canción. Quiero ser tu patria, tu casa, tus amigos. Quiero ser el destino final de cada vuelo, quiero ser el cartel con tu nombre que más te alegre ver. Quiero (¡tanto!) unir tus piezas y olvidarnos del dolor de querer estar aquí y allá, bebernos el océano y que no haya distancia entre tu ser y tu estar, entre el ayer y el hoy que nos construimos sobre estos ladrillos, sobre este suelo, aquí. Quiero tu totalidad y que “volver” signifique volver a mí, siempre, porque soy egoísta en mi recibir y también en mi dar, porque quiero darte todo y ser todo pero no soy continente ni mesa ni pasado.

Te abrazo en silencio y siento tu hueco latiendo en nuestra cama, en nuestra pequeña mesa de comidas extrañas, en la fiesta fuera de horario y en los ojos húmedos y la sonrisa que es “pero te amo”, y contemplamos juntos el hueco. Mañana girará nuestro planeta y te abrazaré hasta que el hueco creciente mengüe, hasta que sea la mitad de un hueco, hasta que un día más cálido vuelva a llenarse de luz, de presente, de nosotros, y eso te recuerde por qué hoy, por qué aquí, por qué yo, y decidas quedarte otra vez, a pesar de todo.

En la misma mesa

domingo, diciembre 13th, 2015
FIL_3

Feria del Libro de Guadalajara. Foto: Cuartoscuro

Mientras los periódicos de Jalisco se llenaban de imágenes de la Feria del Libro rebosante de adolescentes, yo compartía la mesa con tres chicos que representan una de las principales razones de esta agitación que tanto irrita a la vieja guardia: los youtubers. Partíamos el pan y las cervezas, y ellos pedían estas últimas con exagerada seriedad, temiendo quizás que les pidieran su identificación, cosa que a mí ya no me pasa y que ya dejé de esperar, aunque hasta hace muy poco yo era la “jovencita” de estas reuniones, pues los 30, para la vieja guardia, era demasiado pronto.

Ningún habitante del mundo de las letras, hoy, se atrevería a negar el poder transformador de los nuevos medios, y sobre todo el de los booktubers, estos jóvenes devoradores de libros que han contagiado de su pasión a millones de adolescentes a lo largo y ancho del planeta a través de divertidas y absolutamente personales video reseñas de los libros que les gustan. Las editoriales les mandan ejemplares, los escritores les hacen la barba, sus miles de fans lloran y amenazan con desmayarse emulando sin saberlo a aquellas imágenes de mujeres volviéndose locas en los conciertos de los Beatles. Hasta ahí todo bien…

Pero hoy, los booktubers empiezan a publicar novelas con las grandes editoriales. Y ahí los representantes de la vieja guardia se empiezan a volver emoticons de cejas fruncidas y aristocracia cabalgante. Porque los escritores quieren que todos lean, pero no quieren que cualquiera escriba. Eso es mucho más sagrado y les saca lo medieval, las ganas de que la literatura sea un incunable guardado en un arca accesible sólo para los ganadores del premio Príncipe de Asturias. Y para ellos, claro. Cuadros colgados en un museo con la luz y la temperatura perfectas, sinfonías tocadas con los instrumentos de la época, y el 90% de la población (que incluye a todas las mujeres, si viajamos a aquellos tiempos) relegada a la ignorancia con tal de que no contaminen las paredes de los museos con sus sprays de grafiteros. Porque eso no es arte. Porque esto otro no es literatura. Porque aquello no es música.

Editorialistas, autores y asistentes tradicionales de la FIL, se quejaban del cambio en la edad promedio de los asistentes, de que no se podía caminar. Sí, se quejaban, como si esto fuera una plaga. ¿Preferirían acaso que las generaciones de lectores fueran envejeciendo como las poblaciones de ciertos países europeos? ¿Hay que ser adulto para leer? ¿Para escribir? ¿Para publicar? Muchos dirían que sí, pero el hecho es que están aquí, estos youtubers convertidos en escritores, en la misma mesa, creando lectores, creando lecturas, mezclando medios que muchos de nosotros ni entendemos, apoderándose de los espacios de la cultura aunque no los queramos ver. No los veas: ellos tampoco te ven. No leen tus columnas, no van a tus universidades, no siguen tus reglas, no transitan las mismas carreteras.

Este es un mundo nuevo, pero no olvidemos que así se ha sentido el mundo con cada giro, con cada medio emergente. A medida que el mundo crece, crece el número de lectores: esto es algo para celebrar. Cada lector entra a la feria por donde puede. Sí, es una feria, un carnaval, y la diversidad de colores la hace más divertida, más rica, más llena de contrastes. No es un tema de justicia, de quién es merecedor de los likes, de los fans, de los premios o de la fama. Es un hecho, simplemente, pero la vieja guardia se la pasaría menos mal si dejara de pensar en esta mesa compartida como una reunión del pasado, el presente y el futuro. Todos somos el presente. Así que arriba las cervezas: salud.

Bond. Arjona, y Bond

domingo, noviembre 29th, 2015
Meme generado en internet (de mi autoría)

Meme generado en internet (de mi autoría)

El otro día volví a escuchar la infame (una disculpa a los fans de Ricardo Arjona; para mí todas sus canciones son infames. Para evidencia vivencial, vean este video) “Señora de las cuatro décadas” y me di cuenta de que estoy a cinco años de convertirme en esa mitológica mujer que no es muy joven pero tampoco muy vieja, cuyo cuerpo “ya no es el de los veinte” pero que “al hacer el amor siente las mismas cosquillas” de esa década. (Cosquillas… eso me recuerda un libro infantil que explicaba la reproducción humana homologando el orgasmo a un estornudo. Generaciones de niños y niñas que no pueden estornudar sin sentirse extrañamente excitados).

Bah. Cuarenta años. No soy el mejor ejemplo de una señora, pues me sigo vistiendo como cuando tenía 20 años y mis días transcurren entre mails de lectores, visitas a preparatorias, talleres de escritura para adolescentes y las vidas de mis protagonistas, todos menores de edad. Por eso, porque no tengo más que dos “hilos de plata” (sic.) en la cabeza, persistentes los cabrones, pero sólo dos, y por la llamada “juventud interna”, nunca me había tomado personal el tema de las señoras y las cuatro décadas, hasta que fui a ver Spectre, la nueva película de James Bond.

En esta ocasión, el terriblemente serio Daniel Craig, de 47 años, se ve emparejado con la espectacular Mónica Bellucci, que a sus 51 años sigue siendo una de las mujeres más sexys del cine, y aunque no podemos garantizar que su “grasa abdominal” (sic. de nuevo) le permita, al hacer el amor, sentir las mismas cosquillas que a los veinte, lo que sí es seguro es que hombres de todas las edades sienten algo al verla en lencería. Sin embargo, esta mujer de cinco décadas aparece en la película un minuto por década y luego es intercambiada por una chica veinte años menor y con daddy issues muy serios. Al ver imágenes del elenco reunido, la actriz parece más la hija de Bellucci y Craig que la pareja del segundo, pero ella acaba siendo la Chica Bond mientras la italiana sería… ¿la Señora Bond? No es ninguna sorpresa que Angelina Jolie rechazara ser una chica Bond y le dijera a su agente que, en vez, le consiguiera el modo de ser Bond. Y filmara Agente Salt. En fin.

Negar que chicas más jóvenes puedan ser más atractivas sería exponerme como una gruñona avejentada y defender algo indefendible, como las recientes campañas que usando la bandera de la diversidad corporal gritan que Fat is Beautiful (“Gordo es hermoso”). En gustos se rompen géneros, claro, pero creo que la inclinación por lo joven y bello no es misoginia y que existe hacia ambos sentidos, si bien las parejas formadas por mujeres mayores y hombres más jóvenes son significativamente menos. Quizá haya un por qué, y qué mejor manera de averiguarlo que a través de un ejercicio seudo literario. Ya que mi plática con Yoda gustó tanto, hoy he decidido encarnar a la cuarentona que pronto seré, platicando con su boy toy, 20 años más joven (como debe de ser) y así dialogar con el “poeta de la canción” a su más puro estilo y siguiendo el detallado tutorial que compartí en el primer párrafo de este texto. Agárrensen (sic.).

NINTENDO Y PILATES

Te conocí en un restaurant de la Condesa

Comía con mis amigas y tú me traías la cuenta

El mundo giratorio se detuvo sin pararse

Cuando al atardecer amanecía una nueva fase

Dicen que los cuarenta hoy ya son los nuevos veinte

Cuando tenía tu edad tú eras un bebé reluciente

Soy la mezcla perfecta de bella e inteligente

Sé cómo hacer pa’ qué se fije en mí un chico caliente

CORO

Nintendo y Pilates

Empresaria y estudiante

Opuestos o similares

Tengo la edad de tus padres (¡de tus padres, o, oo!)

No puedo malgastar mi vida

Y convertirme en tu madrina

Pues de tan nini ya eres no no

Mejor vamos, te compro un cono (¡no, no! ¡No, no!)

(Interludio musical de pianito)

Te agitaste y fuiste inmóvil en mis brazos

Silencio a gritos y anticlimáticos orgasmos

Te hubo que explicar que no es lo duro, es lo tupido

Lo que me haría decir “no estuvo mal, estuvo chido”

Activamente eliges la pasividad

Y fumar mariguana es tu nueva actividad,

Es la dulzura amarga de lo corto de tu edad

Que en vez de aprender crees que llegaste a enseñar

CORO

Nintendo y Pilates

Empresaria y estudiante

Opuestos o similares

Tengo la edad de tus padres (¡O! ¡Ooo!)

¿Cómo encontrar el desencuentro?

¿Si en vez de leer ves videos,

si ni te toco y ya hay jadeos

y pa’ cenar me invitas Chetos?

(Cambio de tono y énfasis en el estreñimiento al cantar)

Sí, sí… No, no,

Pasado… Presente

Ayer y hoy

La juventud de la vejez

Es la frescura de lo añejo

Créeme te falta mucho trecho

Y algunos pelos en el pecho (en el pecho, ¡o, o!)

(Fade out)

(Aplausos. O no.)

Testigo de mi vida

domingo, noviembre 22nd, 2015

Nuestra primera foto tiene 30 años pero nosotros, de amigos, tenemos algunos más de 20. Los anteriores los avanzamos en paralelo, par de ñoños, cantando en el coro del colegio, formando parte de la escolta, sacando 10 en todo y huyendo de las clases de educación física. Yo era la rara con el corte de cabello masculino; tú eras el que contaba los chistes aun siendo gruñón, y fuera de compartir el colegio, no teníamos mucho en común. ¿Qué nos unió, en aquel primer momento? Excelente pregunta. ¿Qué hace que los niños se hagan amigos cuando no saben ni quiénes son? ¿Es el azar el que nos pone en el camino de los demás, o algo más profundo, relacionado a las almas? ¿Nos reelegiríamos de nuevo hoy, que ya somos lo que somos?

Como lo recuerdo, a los 12 años los chicos y las chicas empezaban a llevarse, después de haberse ignorado por una década, y tú y yo competíamos nariz a nariz en todas las carreras académicas. Éramos “los inteligentes”, y además en la pubertad tocaba reafirmar la femineidad naciente con amigos del sexo opuesto. A ti te gustaba la ópera, a mí no, pero al menos conocías algo más que La Onda Vaselina y Timbiriche, y asocié tu pasión por las plumas fuente a la mía por escribir, tus ganas de actuar en las obras de teatro del colegio, con mi afán protagónico de siempre. ¿Habrá sido eso? ¿O nuestra compartida afición por las donas de chocolate que nos negábamos a compartir?

Un par de años más y decidimos ennoviarnos, pues parecía lo más lógico, siendo como éramos, “los inteligentes” y, aunque no fuera lo que nos regía, socialmente aceptado. A nuestro alrededor, parejitas de la misma edad se besaban en la boca y se dejaban chupetones en el cuello. Tú y yo intercambiamos votos por medio de un cómic, y tras un par de días de no poder ni vernos a los ojos, volvimos al estatus anterior, felizmente. El estatus anterior, que incluía el envío intermitente de papelitos con juegos de palabras y acertijos, más cómics y un compartido y prematuro cinismo que en la secundaria se llamaba “Es que ustedes son súper raros” y 20 años después se ha convertido en una refinada “mala hostia” que tú encapsulas y yo reciclo en mis textos, matando y matando inocentes o creándome culpables para matar.

Después te tocó acompañarme con los primeros novios adolescentes que sí me besaron, babosa y tentaculosamente, en la boca, alzar las cejas con mis extraños gustos que jamás juzgaste, leer mis primeros textos, confundirnos a lo largo de las décadas hasta que tuvimos la respuesta a la eterna pregunta de si puede existir la amistad hombre-mujer. Una vez que aquella quedó clara, llegaron otras: ¿entre un fumador y una guerrera anti-tabaco? ¿Entre un anti-canes y una que se contagió de sarna por dormir en la cama con tres? ¿Entre una atea recalcitrante y un tradicional creyente? ¿Liberal/conservador? ¿Comunicóloga/abogado? ¿Emoción desbocada/raciocinio diplomático?

En fin, resulta que a lo largo de los años uno cambia y se pregunta si eso se vale, si el otro lo comprenderá. Te preguntas si el otro volverá a elegirte, ahora que has doblado una nueva esquina que parece alejarte de la dona de chocolate, de los Simpson, de las obras de teatro y la nostalgia adolescente. Te preguntas si lo que te unió cuando no tenías canas, cuando no tenías más que futuro, cuando no tenías el bagaje que te encorva la espalda, es válido hoy. ¿Es un lazo de antigüedad o es otra cosa? Mi cruz tiene forma de signo de interrogación y tú, aunque el tono de mi pregunta sea odioso, como a veces lo ha sido, respondes con tu tranquilidad de siempre, con tu certidumbre tan acogedora, que existe. Que puedo cambiar, crecer, desviarme, tropezarme, envejecer, y seguirá existiendo. Porque supongo que lo que yo me he preguntado a lo largo de mi vida no es si la amistad hombre-mujer es posible, sino si la Amistad, con mayúscula, la de para siempre, existe.

¿Quiénes somos hoy? Rebeldes, todavía, cada uno a nuestra manera. Cínicos, gruñones, amantes del chocolate, de una buena carcajada, de un vino barato que sabe a fino por la compañía, envejecidos y complicados, ñoños como pocos, amigos porque lo que nos une es la certidumbre de que no seríamos quienes somos sin el otro. De que a través de todos los laberintos, las pérdidas, los desamores y las decepciones, hay un para siempre que no falla, uno al menos en el que se puede confiar y que nos elige por voluntad propia en cada nueva etapa.

Tú, querido, me has encontrado en todas las carreteras. Has doblado, a mi lado, todas las esquinas. Has leído todas mis letras y conocido todos mis sueños. Me has visto en todos los espejos y me has sonreído de vuelta en cada ocasión. Tú, querido, eres el para siempre que ya entendí, el monumento que nunca se oxida, la isla que nunca se cuartea, el abrazo que siempre llega, y por si en estos 20 años me han faltado las palabras, te digo hoy gracias, amigo, por ser el testigo de mi vida, por seguir encontrando razones para elegirme una y otra vez, por verme como lo que soy, recordando, como nadie, lo que fui.

#TodosSomosBilly

domingo, noviembre 8th, 2015
El enemigo tiene nuevo rostro. Imagen tomada de Internet

El enemigo tiene nuevo rostro. Imagen tomada de Internet

“La tolerancia es la virtud del débil”

Marqués de Sade

Se acercaba Halloween y en los bellos barrios residenciales del pueblo de Sula, Texas, los niños hervían de emoción eligiendo los disfraces con los que irían a recorrer las banquetas, pidiendo de casa en casa trucos o dulces. Las tiendas departamentales y las farmacias estaban a reventar de sombreritos de bruja, máscaras de monstruos y orejitas de gato, y los adultos buscaban las mejores ofertas de dulces y chocolates a mayoreo. Se trataba de una divertida tradición para todos, sin importar raza, origen o religión. Para todos menos para Billy, que sufre de una terrible condición. El pobre tiene alergia al cacahuate y no puede disfrutar de cualquier dulce, como el resto de sus amiguitos. A su madre se le rompe el corazón cuando tiene que explicarle que el mundo es un lugar peligroso. Pero ¿por qué, mami, por qué existe el cacahuate si es tan malo? No lo sé, mi amor. No lo sé.

Hace un año Alice emprendió una cruzada en el colegio de su hijo y logró que se prohibieran los sándwiches de crema de cacahuate y mermelada, almuerzo predilecto de los chicos estadounidenses, aunque en el colegio ya existía una mesa designada para los alérgicos, y a pesar de los reclamos de padres egoístas que veían esta prohibición como un cuarteamiento de su libertad. ¿Está el derecho al cacahuate encima del derecho a la vida? Igualdad, gritaban sus pancartas y correos. Inclusión. Libertad. #TodosSomosBilly. La anomalía son ustedes, enfermos, que comen cacahuates, ¿por qué tiene Billy que vivir con miedo?, gritaba Alice. Porque él es el que está en riesgo, decían los demás. El mundo está como está porque nadie ve más que por sí mismo, malditos egoístas de mierda, gritaba Alice. Baje su tono de voz, decían los demás. Ya veremos, gritó Alice.

Y el colegio acabó cediendo porque Alice gritaba mucho. Pero se acercaba Halloween y la vida del pequeño Billy volvía a estar en peligro. Ya habían tenido que correr una vez a la sala de urgencias porque el pequeño Billy se había comido una palanqueta. Su hijo tiene doce años, señora, ¿no conoce su alergia? Compró esa cosa en una de esas tiendas de cosas mexicanas, doctor. ¿Ven lo que pasa? ¿Ven lo que pasa si los dejamos pasar? ¡Esos inmigrantes…! Pero, ¿Billy no sabe leer, señora? Es disléxico, doctor, y los fabricantes de dulces son unos hijos de puta intolerantes. Las instrucciones debían venir con las letras mezcladas, si no, ¿cómo esperan que el pobrecito de Billy las entienda? Estoy pensando demandarles.

Alice se convirtió en una agresiva promotora del proyecto de la Calabaza Violeta, en el cuál los hogares realmente incluyentes, tolerantes y apegados al principio americano de la libertad, pintaban una calabaza de violeta, comprometiéndose así a ofrecer dulces sin cacahuate sin huevo sin gluten sin soya sin lácteos sin almejas y/o crustáceos sin abejas encabronadas sin polvo sin PABA para hacer del Halloween una hermosa e incluyente experiencia para todos. Algunas amas de casa desesperadas vieron en la causa de Alice un reflejo de sus propias luchas y se unieron como voluntarias. “Boicot al cacahuate”, y armadas de panfletos ilustrados con un antropomorfizado cacahuate asesino, salieron a las calles a exigir sus derechos y a abogar por la seguridad de los niños. #TodosSomosBilly, canturreaban.

Pero… Halloween tiene que ver con los dulces, comentaban entre sí algunas madres de familia, preocupadas y en voz muy baja. ¿Qué vamos a darle a los niños? Y las calabazas son anaranjadas, se preguntaban otras, no violetas. ¿No es esto un poco excesivo? Siempre había una mujer que callaba: Alice y sus Libertarias tenían espías en todos los círculos sociales.

En la madrugada del 30 de octubre, la paz de los bellos barrios residenciales de Sula se vio perturbada por el continuo ulular de sirenas policiales y de bomberos. Más de 30 familias despertaron con el violento sonido de alguna de sus ventanas quebrándose, y en cada ocasión hallaron una roca pintada de violeta, lo cual constituía una clara sugerencia de lo que había de acontecer al día siguiente. En algunos patios se habían plantado efigies de odiosos cacahuates de madera y se les había prendido fuego, causando en varios hogares daños irreparables. Todo sea por defender la libertad, la seguridad y la inclusión, pensó Alice mientras veía las noticias. Que para algo somos América.

Para el atardecer del 31 los fuegos estaban apagados, los niños estaban disfrazados y la pintura violeta se había agotado en los almacenes del pueblo. Las calabazas agraciaban las banquetas y Billy recibía, por parte de su afectuosa madre, un beso en la frente. Al fin podrá tomar parte, pensaba ella conmovida, de la alegría de las festividades. Ejemplo para todas las naciones, escribió Alice en su blog, diciéndose sumamente conmovida por la participación de sus vecinos que, con sus violetas calabazas, le devolvían la magia a Halloween.

Cuando el pequeño Billy y sus amigos salieron a recorrer las calles, recibieron en sus bolsas botellas de agua certificadas por la FDA, bloques de tofu orgánico y hojas de kale deshidratadas. Billy le sonrió a su madre, que los seguía a la distancia, mientras el resto de los chicos intercambiaba miradas de desconcierto y frustración. Cuando Jack y Dorothy escucharon el timbre, se miraron uno al otro. Qué les doy, qué les doy, preguntó nerviosamente Dorothy. Su casa había sido siempre parada obligada para los chicos, ya que compraba chocolates de las mejores marcas y de tamaño regular. Dales algo que les sirva, refunfuñó Jack, mientras abría el cajón de su armario y le tendía a Dorothy un par de viejas Glock y una caja llena de balas. Esto es Texas, maldita sea.

La jornada siguiente sorprendió al pacífico pueblo de Sula con un suceso escalofriante: al belicoso grito de “¡Muera el kale!”, un trío de chicos enmascarados irrumpió en el colegio particular del pueblo empuñando armas de fuego y abrió fuego dando muerte a seis menores y cuatro profesores. El pequeño Billy sobrevivió y acompañó a su madre durante las numerosas entrevistas que se le hicieron acerca del tema, siendo como era una célebre defensora de la seguridad, la libertad y el sueño americano. ¿De dónde cree usted, Alice, que venga toda esta intolerancia?, preguntaban periodistas y estudiosos. Los asesinos enmascarados son extranjeros, clamó enfurecida, y las enfurecidas turbas se le unieron, razonablemente.

En una sensible nota al margen agregó que el pequeño Billy, a causa del shock, había perdido la capacidad de hablar. Su amorosa madre pedía que, para mostrar su solidaridad, los habitantes de Sula se unieran compasivamente al perpetuo voto de silencio al que Billy estaba ahora obligado, siendo que, a fin de cuentas, #TodosSomosBilly.