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Susan Crowley

24/08/2018 - 12:00 am

¿Si triunfa el amor, quién paga la renta?

La primera vez que escuché esta música tendría unos cinco años de edad. Se trataba de una serie de dibujos animados, los cuentos clásicos infantiles que transmitían los domingo por la tarde. Al inicio se alcanzaban a oír los primeros acordes. Mientras aumentaba la intensidad dramática del sonido, aparecían los personajes de los cuentos (Cenicienta, la Bella Durmiente, Blancanieves) hasta llegar a un estallido provocado por el crecendo de la música. Era un tema trágico y lacerante sin duda. En cada parte de mi cuerpo sentía la vibración y la energía de las cuerdas y metales. Mi madre, a quien jamás dejaré de agradecerle compartirme su devoción por el conocimiento, puso en mis manos un pesado álbum con la ópera completa (seis acetatos de los de antes). En la portada, ya desgastada por el uso, se podía apreciar una imagen de  John William Watherhouse, uno de los artistas de la hermandad prerrafaelita: Tristan und Isolde, los amantes medievales, se debatían entre la adoración y el odio, era una estampa fascinante.

La historia del mundo continúa.

La primera vez que escuché esta música tendría unos cinco años de edad. Se trataba de una serie de dibujos animados, los cuentos clásicos infantiles que transmitían los domingo por la tarde. Al inicio se alcanzaban a oír los primeros acordes. Mientras aumentaba la intensidad dramática del sonido, aparecían los personajes de los cuentos (Cenicienta, la Bella Durmiente, Blancanieves) hasta llegar a un estallido provocado por el crecendo de la música. Era un tema trágico y lacerante sin duda. En cada parte de mi cuerpo sentía la vibración y la energía de las cuerdas y metales. Mi madre, a quien jamás dejaré de agradecerle compartirme su devoción por el conocimiento, puso en mis manos un pesado álbum con la ópera completa (seis acetatos de los de antes). En la portada, ya desgastada por el uso, se podía apreciar una imagen de  John William Watherhouse, uno de los artistas de la hermandad prerrafaelita: Tristan und Isolde, los amantes medievales, se debatían entre la adoración y el odio, era una estampa fascinante.

De la música a la pintura. Del arte al pensamiento. El amor y Occidente de Denis de Rougemont, me han llevado a pensar que todo esto es mucho más que una forma de ver el arte. El romanticismo permeó el espíritu europeo de muchas y muy distintas maneras. Concebir el mundo de la belleza absoluta que incluye su propia muerte. Tocar los límites y romperlos. Provocar estallidos de gozo que implican “la pequeña muerte”. Novalis, Friederich, Kleist, Mann, Beuys, Kiefer, Schopenhauer, Nietzsche, Wagner lo han representado en la poesía, en la pintura, en la música y en la filosofía. El poder de la voluntad humana arrojada sin prerrogativa a un precipicio en el que abundan los residuos, paradójicamente, de lo mejor del ser humano. Así empezó mi adicción por Wagner, por la música, por el arte.

De los cinco años a la fecha, no se cuántas versiones debo haber escuchado y visto de la ópera Tristán e Isolda. En el Met pagué 180 dólares (en tercer piso), por escuchar a Jan Eaglen. La de Carlos Kleiber con Margaret Price; la de Leonard Bernstein con Hildegarde Behrens; la de Daniel Baremboin con Waltraud Meier, una de las más delicadas, sensibles y bellas versiones del legendario director de escena Patrice Cheraud; y mi favorita, la alucinante propuesta de Bill Viola (también con Meier), en la que cada escena esta concebida a través del “video art”.

Recién la he vuelto a escuchar en Bayreuth, la Meca del arte wagneriano. Como todas las otras versiones, esta busca desentrañar el misterio de la leyenda. Isolda, la princesa y hechicera irlandesa es llevada prisionera por el caballero Tristán al rey Marke. Para evitar ser humillada, Isolda decide envenenar a Tristán y después morir. Pero el destino de ambos está echado en el aire y por error toman una pócima de amor. Al instante caen perdidos en las redes inescrutables de la pasión. El hechizo los obliga a llegar a rebasar los límites. Amar lo prohibido los conduce a la fatalidad. Amparados por el manto de la noche, la entrega mística los vuelve uno. Rompen con el mundo y con las convenciones sociales. Sufren y se complacen en un júbilo absoluto. Ambos son reflejo del espíritu romántico. Asumiendo su fatal destino retan la noche para amarse y son descubiertos por Marke. Tristán es herido y condenado al exilio. Ahí sufre los estertores de la muerte y se lamenta una vida sin sentido, fue infiel a su amado rey y perdió a Isolda. Pero el destino aún juega otra carta, sin él saberlo, todo se ha aclarado: la pócima es responsable de su irrefrenable pasión. Marke los ha perdonado. Pero es inútil, cuando Isolda llega encuentra el cuerpo inerte de Tristán. Su desesperación es total. El afecto es tan grande que no puede contenerlo el cuerpo. Isolda canta tal vez el momento más importante de la historia de la música: Liebestode, (muerte por amor)  melodía infinita, el poder de la música, de la voz humana, de las emociones. Dispuesto todo, un solo objetivo, mostrar el misterio, la belleza. Difícilmente existe otro concepto como este, la totalidad se conjuga para mostrar la vulnerabilidad y la fortaleza del ser humano al mismo tiempo, en el mismo nivel. La fragilidad que ha consumido el cuerpo de Tristán, consuma el amor de ambos. La poderosa Isolda, clamando por el cuerpo de su amado, redime a la condición humana. No hay resentimiento, no hay dolor, solo éxtasis. Sensualidad, erotismo, gozo. El último respiro. Se ha trascendido la muerte.

Richard Wagner amó a Mathilde Wesendonck, una mujer casada, para expresar la imposibilidad de lo que sentía compuso esta ópera (y los Mathilde Wesendonck Lieder, espectacular obra en la voz de Jessy Norman). Adoró a Cósima, su compañera de vida y con ella compartió su justificado delirio de grandeza. Juntos construyeron el Festspielhaus de Bayreuth, un teatro en el que cada año se llevaría a cabo un festival dedicado a su obra. El músico alemán sabía la importancia de su creación. Contrario a lo que tanto se ha dicho, nada en él era megalomanía. Wagner es lo más cercano a la voluntad shopenhaueriana, contra todo, superior a todo, más allá de todo. Por eso “el gran teatro del mundo”, en el que acontecen igual el mito que las pasiones humanas. Un teatro que comparado con los ostentosos que se construían a finales del siglo XVIII y a lo largo del XIX es austero y pequeño. Una orquesta con cientos de músicos especializados (con nuevos instrumentos creados por Wagner) que cada año consideran un honor ser parte de esta empresa; cantantes cuyas voces son clasificadas (por su especialidad) como wagnerianas, sopranos y tenores dramáticos con un espíritu y fortaleza física más allá de lo común (no cualquiera puede soportar esta exigencia); vestuarios que complican el  movimiento en el escenario; una dirección de escena que debe proponer cada año una nueva lectura a las mismas doce óperas (no se interpreta nada más) y que se propone como taller de experimentación y ejemplo para los demás teatros del mundo. Así permanece, lejano, inaccesible, ajeno a la masificación del turismo cultural. Crea su propio universo yp excluye a quien no se considere de verdad wagneriano.

La historia del mundo continúa. Desde la creación del Festspielhaus, han transcurrido dos guerras mundiales y la guerra fría. Se han sumado los conflictos del mundo al final de la era global. Las migraciones ponen fin al sueño del eurocentrismo. En Bayreuth tampoco se detiene el tiempo. Después de la muerte de Wagner, Cósima continuaría con este legado y después lo hijos, los nietos y ahora la bisnieta, Katarina Wagner. Ahí mismo permanece la colina verde, ausente de lo que ocurra fuera de este Walhala, continuando su propia leyenda.

Conocer el festspielhouse de Bayreuth es incursionar en el universo de quienes están dispuestos a dejarse atrapar por el mito, por sus múltiples espirales que ascienden para crear nuevos lenguajes. Arte, inmortalidad, acción permanente. Aquí, entre árboles y colinas apacibles, la moral burguesa y las tonterías convencionales se rompen para solo abordar lo sublime. La filosofía deviene estética, las falencias y grandezas del ser humano se ponen de manifiesto; los dioses mueren, ceden su espacio a los hombres que sobreviven a sus demonios y se consagran en su lucha por lo imposible. Es la lucha de Wagner, la del super hombre nietzscheano: Wottan, El Holandés, Sigmundo, Sigfrido, Tannhäuser, Lohengrin, Hans Sachs, Tristán. Héroes condenados a su cruel destino, acompañados del poder femenino representado por diosas y guerreras Frika, Siglinde, Brunhilde, Kundry, Elsa, Venus, Senta, Isolda, dispuestas a pelear con dientes y uñas su libertad de amar y morir.

Escuchar a Wagner es saber que no solo exponemos nuestros sentidos al arte total. Somos responsables de preservarlo, de continuar con el legado de un artista que creyó que la humanidad podía ser algo más que lo material e inmediato de las cuentas por pagar o el egoísmo de acumular millas sin sentido. Para Wagner, como para todos los genios, el dinero es un tema de mal gusto; la grandeza de la creación lo justificaba todo. El presupuesto lo tenía Ludwig II y con eso era suficiente. Wagner le dio un sentido a la vida del excéntrico e inútil rey de Baviera, a sus lunáticos atisbos. Una vez más el mecenazgo logró poner en alto el nombre de quien apoyando a un artista también se consagró.

El amor de Tristán e Isolda es imposible. Está perdido de entrada. Se arroja como en un juego de niños a los escarceos inocentes de dos dioses que no entienden de reglas sociales. Juntos viven la experiencia más enriquecedora de la humanidad, el abandono del cuerpo por un ideal más alto. Schopenhauer lo sabía, “la intensidad del dolor es siempre mayor que la del placer” y cualquier rasgo de dicha es tan solo negación del sufrimiento. Es una preparación para el máximo placer que es  la muerte. En el acto de morir se vive la totalidad, es el instante en el que todo se aclara y tiene sentido, ¿pero quién lo puede contar?.

Frente a los espectadores absolutamente arrobados, en el escenario una vez más se ha cumplido el designio: dos cuerpos yacen víctimas del deseo. No hay final feliz, ¿ha tenido sentido esta lucha desesperada?. A los amantes toca pagar por su pasión, a nosotros nos tocará cumplir con las estúpidas convenciones. Después de todo, si hubiesen sobrevivido, tendrían que hacer frente a ese tedio vital que es la rutina, habrían escrito un destino común que los podría salvar, aparentemente, de la tragedia. Con álbumes repletos de imágenes de felicidad, serían fieles y transarían su libertad por un poco de dicha suplicada y exigida cada día. Juntos, habitarían el mundo de los desencantados, venturosos sin oponer resistencia. Aun sin decirlo, ofrendarían el delirio de infinito, compartiendo las desdichas, las cuentas de ahorro y los gastos. Habrían encontrado la manera de pagar los créditos y asegurar el futuro por el bien de todos. Negociarían acuerdos hasta que la muerte los separe y estarían dispuestos a dejar ir lo mejor de cada uno. Callarían las grandes preguntas en un intento de denostar el absoluto, ¿para qué?. O para decirlo de otro modo, si el amor triunfa, ¿quién paga la renta?.

 

Si te atreves a experimentar el absoluto, aquí un atisbo: el Libestode, muerte por amor, interpretado por Waltraud Meier:

https://www.youtube.com/watch?v=D8UGioB3Xdg

 

@Suscrowley

www.susancrowley.com.mx

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.
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