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Susan Crowley

19/02/2022 - 12:04 am

Lo que no cabe en mi cabeza

“El arte sirve para abrir los ojos delante de las realidades que no soportamos y que convertidas en cifras nos dejan indiferentes. Esa es la lucha de [Wang] Bing, tomar en sus manos las “realidades” históricas y convertirlas en verdad, aunque duela (…)”.

La idea de progreso siempre es hacia delante. Para un pensamiento positivo, las cifras y estadísticas que hablan de un avance constante de la humanidad, es decir, de una mejora paulatina de las condiciones de vida, es siempre alentadora. La simple idea de que hace unos cientos de años la gente se moría de un dolor de muelas y hoy tiene al alcance la ciencia que cura, es una noción de bienestar que no puede refutarse.

A quienes sufrimos con las cifras y estadísticas, que siempre hablan de un beneficio cuantitativo, no acaba de cabernos en la cabeza que la mejora en términos económicos sea directamente proporcional a la calidad de vida que anhelamos. Y es que los números no pueden analizar las sonrisas del alma ni las lágrimas de desesperanza. Para quien vive en una dimensión cuantitativa, que la masa avance, es más que suficiente para asegurarse de que el mundo va bien. Pero en esta teoría materialista no parece importar el rostro de cada persona. Lo que sentimos, pensamos y queremos cada uno de nosotros de manera individual se desdibuja en un bien, no de la colectividad, sino, una vez más, de las cifras positivas que reflejan a la mayoría. Mientras que para un político la realidad es lo que se ve (a conveniencia), para el artista es tan solo un dato. Lo realmente objetivo es la verdad, ya que refleja la vida interior de cada uno de nosotros.

Para la era contemporánea, el bien supremo es el consumo. No importa quién eres si no cuánto compras. Si eres sujeto de crédito y acumulas bienes materiales, por ende, adquieres una soberanía. Quién consume más, es más libre. Si nos regimos por ese concepto, China es un ejemplo de un logro sin precedente. El desarrollo económico de los chinos que se mide a través del ingreso per cápita de la población, podría interpretarse como un himno a la libertad. Los millones de ciudadanos que en el pasado vivían en condiciones de esclavitud, con duros trabajos en el campo y en comunidades alejadas, sin lo mínimo indispensable, hoy tienen un nivel de vida envidiable. Todo habitante del gran país tiene acceso a un iPhone y muchos de ellos vacacionan por el mundo consumiendo a su antojo. Para el mundo del dinero, de las estadísticas y los números, parece una realidad incuestionable.

Wang Bing (China, 1967) es uno de los cineastas más destacados de su país, su trabajo habla de aquellos seres que han vivido el horror del sistema chino, víctimas en los desplazamientos de masas de una ciudad a otra, de las muertes incontables por el descuido de las autoridades, del aislamiento y el olvido en las periferias chinas. A pesar del rechazo oficial, Bing no se cansa de enfrentar la dura realidad en su cine que refleja la otra cara del dragón más allá de la propaganda del estado y de la ambiciosa “realidad” económica; para el cineasta, la experiencia individual es la única que puede hablar de realidades trascendentes.

 Tie Xi Qu: West of Tracks es un documental de quince horas de duración realizado en cuatro años (1999-2003). Durante el declive del distrito industrial de Tiexi de Shenyang, es el relato de la intimidad de 300 mil migrantes confinados dentro de las 18 mil unidades de trabajo donde, en el mismo espacio, viven, se alimentan, cumplen con sus necesidades fisiológicas básicas, aman y se odian, se enferman y mueren, abandonando sus sueños y cumpliendo con la cuota mínima para ser parte del sistema. Esta epopeya sirve también para narrar los cambios tumultuosos de China, la decepción y desesperanza de quienes se han visto atrapados y arrastrados sin oponer resistencia a una vida miserable y sin la ansiada libertad tan pregonada.

En contra de los discursos dominantes y de la falsa ilusión de progreso chino, Bing crea un relato en el que se desborda la verdad dolorosa permeada de emociones y sentimientos humanos de quienes no tienen otro remedio que dejar ir sus sueños personales para convertirse en parte de la masa sin rostro y son utilizados por las autoridades orgullosas de sus cifras de “bienestar”. El relato es muy simple. Una cámara fija cohabita en la pequeña vivienda y a la vez centro de producción, en la que el artista se sumergió pasando inadvertido para dar voz, apenas audible, y conocer la forma de vida de quienes laboran esperando el irremediable final. ¿A dónde irán cuando este centro de producción cierre?, ¿cuáles serán sus nuevas condiciones de vida?, ¿durante cuánto tiempo padecerán la diáspora sin encontrar un sitio dónde retomar sus vidas?, ¿qué objetos podrán llevar consigo, a qué seres de su familia?, ¿a quién dejarán atrás?, ¿cómo llegaron a esta miserable condición?

Bing toma en sus manos esta responsabilidad histórica, que también le sirve de acto liberador ya que él mismo nació en ese “otro” lado y vivió en condiciones de privación toda su infancia. Su ojo sensible y con una estética clásica, comprometido con una situación tan contemporánea como la china, ha logrado transformar un documento de cifras en obra de arte en la que no se olvida de hacer una crítica profunda a la modernidad. Wang Bing utiliza el formato digital para romper los límites del documental como género, de esta forma redefine y amplía su relación con el cine. El paso del tiempo no hace más que confirmar la importancia de su trabajo.

Ante una obra como la de Bing, no dejan de surgir los cuestionamientos sobre la felicidad, los sueños, la libertad. Una vez superado el umbral de la supervivencia, ¿cuáles son las expectativas de un ser humano en China y en un mundo que pugna por el aparente bienestar? El arte sirve para abrir los ojos delante de las realidades que no soportamos y que convertidas en cifras nos dejan indiferentes. Esa es la lucha de Bing, tomar en sus manos las “realidades” históricas y convertirlas en verdad, aunque duela; hacerse responsable y llevar el arte más allá de la belleza complaciente a un compromiso con la historia y con cada uno de los seres humanos que merecen ser escuchados.

Por eso el arte se trata de cualidad, no de cantidad. ¿Cuánto vale la obra de Bing?, ¿servirá para que alguien abra los ojos y se deje de ufanar con las entusiastas cifras?, ¿será la voz que lanza una esperanza a todos aquellos olvidados y arrastrados como esclavos en aras del progreso? El máximo valor de una obra de arte es simbolizar todos aquellos intangibles como la emoción, los sentimientos, la expresión, la espontaneidad, la libertad, el dolor, la felicidad, la desesperación y un largo etcétera de pulsiones que habitan en cada uno de nosotros. El artista es el responsable de tomar esa “no” materia, que es su verdadero material.

El arte, cuando realmente lo es, dará cuenta de la realidad última que acontece a cada uno de nosotros, la desdicha y la felicidad en un rostro que habla de una verdad, más allá de las realidades impuestas por las cifras convenientes.

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.
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