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Susan Crowley

11/12/2020 - 12:03 am

Shakespeare y la caja no tan idiota

En estos tiempos de encierro que además se agudizan con el invierno y con las cifras espeluznantes de la pandemia, tal vez deberíamos dedicarle un rato más a la música, a la literatura o al teatro clásico. El poder del arte nos hace ver, sentir y pensar cosas que ocurren solo dentro de nosotros.

A pesar del paso del tiempo, el arte de Shakespeare nos obliga a regresar siempre a sus tragedias. Foto: AP.

Una de las consecuencias del confinamiento es el encierro delante de la televisión al que nos hemos visto obligados. Carentes de un espíritu imaginativo, hemos reducido las horas de aislamiento a ver series de todo tipo. Las pocas ocasiones en las que nos reunimos socialmente procuramos evadir el tema político (AMLO y 4T específicamente), en aras de prevenir una crisis que ponga en riesgo a la familia o a la amistad. La conversación recurrente es ¿qué serie estás viendo?, ¿en qué capítulo vas? Poco a poco nuestros sueños, expectativas, ilusiones y hasta la adrenalina que producimos se drenan a través de las tramas de personajes que aman, sufren, viven y mueren en función del melodrama. Galanes y galanas de otras épocas, narcos sanguinarios, detectives apuestos y asesinas cachondas, reyes y reinas que parecen salidos de las revistas del corazón, inundan nuestro hogar con explícitas escenas de sexo, riesgo, amor. Todos ellos, cada noche transitan frente al cómodo sillón de nuestro hogar.

Sin darnos cuenta, hemos sustituido el gran poder que se atribuía al arte, la literatura, la música, el teatro, y lo hemos otorgado a actrices y actores que recitan diálogos hechos por, en muchos casos, mediocres escritores que piensan más en el entretenimiento que en la calidad artística. El elemento trágico tan necesario para el ser humano se ha reducido a los culebrones llamados telenovelas o su nueva versión, las series.

La vida es un romance, decía Alan Resnais. El afán romántico del que todos adolecemos nos permite navegar a través de nuestros sueños. Son sueños porque sabemos que es imposible cumplirlos. Soñar despiertos es propiciar un momento cualitativo en el que la mente se separa de lo inmediato y se refugia en un campo fértil para la imaginación, un rapto delicioso en el que ponemos en pausa la realidad “real”, como la llamamos, y nos conducimos a mundos paralelos.

Los cuentos de hadas, princesas, príncipes y dragones alimentaron durante siglos ese otro mundo. Sin los relatos no podríamos explorar la enorme cantidad de arquetipos que navegan en nuestro inconsciente. Símbolos del dolor, de la pérdida, de la alegría, de las ilusiones, de la vida y la muerte permanecen en estado latente en algún rincón de nuestra psique. Los golpes de adrenalina que el miedo provoca y la consiguiente sensación de supervivencia que entraña sentirse a salvo se vuelven adictivos. Conforme nos adentramos a la adultez, vamos enterrando las pulsiones originales, pero allí están. Parecieran quedar en el olvido hasta que algo las hace revivir.

En la antigüedad, las leyendas estaban plagadas de historias de contrapesos entre el bien y el mal. Las hazañas, batallas y enfrentamientos no eran más que un pretexto para que el héroe o la heroína definieran su identidad y lograran completar el giro de la fortuna que les permitiría asumir su destino. Eran viajes al interior llenos de laberintos, puertas falsas, agujeros gigantes plagados de monstruos y seres sobrenaturales. Cada obstáculo o aparición representaba un reto, espejo a través del cual vivíamos nuestra propia revelación. Por siglos la imaginación creó un ámbito en el que se podían vivir estas experiencias, podríamos decir, sin necesidad de salir de casa y sin tener televisión. El poder del arte, desde luego la pintura y la música, pero muy especialmente la literatura, el teatro y el cine, permitió esos traslados infinitos en los que nuestra mente se fugaba y donde se manifestaba la sabiduría ancestral tan necesaria.

De Homero se sabe poco, pero casi todos los expertos coinciden en que era ciego. Narró los mitos e imaginó la belleza de Helena sin haberlos visto jamás. La Ilíada trata sobre la guerra de Troya causada por la discordia de tres diosas, el amor de Helena y Paris y la furia de Aquiles. La Odisea es el viaje de Ulises de regreso a casa donde su fiel Penélope lo espera. Junto con sus valerosos marineros el intrépido héroe se enfrenta a personajes fantásticos. Suponer que diez años de guerra y diez de travesía ocurrieron en una geografía tan reducida como el mar Adriático muestran la mente sagaz y sin límites de Homero. Hoy no entendemos a Helena si no es una rubia tipo Diane Kruger o a Brad Pitt como un ridículo y entintado Aquiles.

Uno de los más prolíficos periodos de la creación fue el Medioevo. Lleno de peligros, enfermedades e incertidumbre, obligaba a la mayoría a “quedarse en casa”. Ocultos entre los muros de los castillos o aislados en sus casuchas de madera, o paja, los habitantes de los antiguos reinos pasaban muchas horas seducidos con las valerosas aventuras de caballeros que peleaban con dragones por el afecto de sus damas. Eran batallas de honor en las que se jugaba, no solo el amor sino la dignidad humana. Valores como la fidelidad, honorabilidad, valentía y piedad eran ejemplificadas. El compositor alemán Richard Wagner tomó los mitos y a través de la voz, la música, la escenografía, creo la obra de arte total, como él mismo la llamó. Hoy nos hemos conformado con una entrega semanal llamada Game of Thrones. Fue un éxito, ni duda cabe. La pregunta es si después del atrapón en esta serie, alguien, sabiendo el final, la querrá volver a ver. Pero a Wagner y su Tetralogía El Oro del Ring, lo podremos escuchar y ver mil veces y entre más lo hagamos más lo gozaremos. El hechizo que nos produce no se debe a la trama y efectos, sino a la experiencia sensorial y estética que produce una obra de arte.

El Renacimiento dio como fruto uno de los momentos más enriquecedores del teatro de todos los tiempos. Las representaciones con tramas perfectas fascinaron a hombres y mujeres que no sabían leer pero que tenían mentes abiertas para escuchar. William Shakespeare es el creador de los dramas históricos más increíbles de los que se tenga registro. En cada pieza, lleva a los personajes a vivir trayectorias increíbles. Nunca la condición humana se ha visto retratada como lo hace el bardo de Stratford. Reyes, reinas, príncipes y princesas viven para disputarse el poder. Es un culto a la personalidad renacentista en el que víctimas y villanos, ambiciosos y seductores tejen intrigas para asesinar y paralizar la vida de un reino con tal de conseguir sus propósitos.

La serie Sucession es una increíble actualización de Shakespeare. Ocurre en Nueva York, el centro del dinero y trata de una familia poderosa y cuyos miembros son un asco, pero crean adicción. Hasta el final de la temporada dos, han sido capaces de las más estridentes e inmorales acciones para adjudicarse el imperio. A pesar del paso del tiempo, el arte de Shakespeare nos obliga a regresar siempre a sus tragedias, no tengo la certeza de que la familia Logan llegue muy lejos en la memoria de los televidentes, es muy atractiva pero su poder estriba precisamente en lo volátil y desechable que es.

Peaky Blinders es atroz, dolorosa, violenta. La calidad de producción la hace una obra maestra. Las actuaciones, los diálogos, el vestuario, la música son de un nivel difícil de superar. Los personajes que viven y mueren en las cinco temporadas superaron cualquier expectativa. El público se dejó atrapar en una obra que podría encarnar momentos de El hombre que fue jueves de G.K. Chesterton o los pasquines por entrega de Charles Dickens. Imaginemos a la sociedad inglesa de finales del siglo XIX en medio de una pobreza inmunda, ansiosa cada semana por la entrega de un capítulo de Grandes Esperanzas. La sexta temporada de la saga de esta familia es de lo más esperado. Pero Dickens y Chesterton pueden ser leídos muchas veces sin perder el poder narrativo de sus autores. Los ambientes, las conversaciones, las atmósferas son insuperables a cualquier formato por más bien producido que este sea. No sé si pasado el tiempo tendríamos ganas de volver a ver Peaky Blinders.

The Crown es lo más cercano que hay a una telenovela. La corona inglesa podría no estar feliz con el retrato de su intimidad, pero la serie ha catapultado la popularidad de una familia vigencia se encontraba en peligro de extinción. Podríamos pensar que a nadie le importa lo que ocurre en las habitaciones y salones de Buckingham, sin embargo, ha generado los niveles más altos de audiencia. Una vez más, los cuentos de princesas atrapadas en la torre, de reinas malévolas y uno que otro guapo príncipe un poco idiota, nos seguirán fascinando.

En estos tiempos de encierro que además se agudizan con el invierno y con las cifras espeluznantes de la pandemia, tal vez deberíamos dedicarle un rato más a la música, a la literatura o al teatro clásico. El poder del arte nos hace ver, sentir y pensar cosas que ocurren solo dentro de nosotros. Convierten nuestra vida en una novela y ejercitan el músculo de la creatividad. No está de más probar; tal vez nos podríamos volver aficionados a las maravillosas obras creadas por grandes artistas, como lo somos de las series desechables.

Cierro este artículo pensando que, cumplida mi tarea, he hecho los méritos para abrir Netflix y ver el siguiente capítulo de The Crown, ¡está buenísima!

www.susancrowley.com.mx

@Suscrowley

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.
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