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Susan Crowley

08/05/2020 - 12:03 am

El tanque medio lleno

Para ir a los conciertos mi madre y su hermana contaban con dos faldas y dos blusas intercambiables. O sea, podían hacer dos combinaciones, punto. Las faldas se confeccionaban con los pantalones usados de mi abuelo.

Tristán e Isolda.
“Los mejores momentos de mi infancia fueron al lado de mi madre cuya característica es la capacidad de gozar la vida por encima de su capacidad adquisitiva. Desde las alturas espirituales de una sinfonía de Mahler o las seis horas que dura Tristán e Isolda, hasta una deliciosa paleta de cajeta de la marca Pantera que venden en la miscelánea frente a la casa”. Foto: Especial

A Susana Bolaños Cacho

Las viejas películas mexicanas, aquellas de Pedro Infante y Chachita, se caracterizan por ser alegorías a la pobreza. La exaltan, incluso la idealizan. La narrativa del cine nacional la muestra como un valor moral. Ahí donde están los pobres, se canta, se vive con dignidad. Los ricos son avaros, miserables y no dudan en humillar a los de abajo. En nuestro inconsciente colectivo siempre se ha relacionado riqueza con maldad y valores torcidos, pobreza con honestidad. Hoy sabemos que eso no es más que un cliché. La generosidad o la mezquindad existen en cualquier clase social. Más bien la manera en la que decidimos vivir la vida es lo que marca la diferencia.

Crecí en un ambiente de clase media mexicana en el que había que medir el gasto mensual para que alcanzara. En mi entorno había dos tipos de familias: a las que mi mamá llamaba “amigas de tanque lleno” y las que de plano nos conformábamos con el cuarto del tanque y la incertidumbre de hasta dónde te llevaría ese poquito de gasolina, es decir, pertenecíamos a ese sector que tira a pobre a fin de mes. No puedo quejarme. Nunca viví un momento de angustia o desesperación, pero en la casa siempre estaban presentes las limitaciones económicas. No éramos felices porque fuéramos pobres; éramos felices a pesar de serlo. Los mejores momentos de mi infancia fueron al lado de mi madre cuya característica es la capacidad de gozar la vida por encima de su capacidad adquisitiva. Desde las alturas espirituales de una sinfonía de Mahler o las seis horas que dura Tristán e Isolda, hasta una deliciosa paleta de cajeta de la marca Pantera que venden en la miscelánea frente a la casa. Lejos de la inútil pretensión (como la de los que repiten datos, lugares comunes al infinito y que ha vuelto el conocimiento una pedantería), mi madre ha hecho del conocimiento la forma de gozar la vida, de compartir y de crear alianzas amorosas que hoy son un ejemplo de lo que sí hay que acumular en la vida.

Por suerte, gracias a la educación de mis abuelos, el arte formó parte de nuestra canasta básica. Los conciertos en Bellas Artes fueron un consumo de primera necesidad. Mi abuelo recortaba los gastos por aquí y por allá, hacía uno que otro sacrificio y compraba su abono en tercer piso. Solía argumentar que era donde mejor se escuchaba. Siempre sospeché que lo suyo era un asunto de orgullo para no aceptar que no alcanzaba para los pisos de abajo, hasta que el maestro Mario Lavista, en una conversación años más tarde corroboró la teoría.

Para ir a los conciertos mi madre y su hermana contaban con dos faldas y dos blusas intercambiables. O sea, podían hacer dos combinaciones, punto. Las faldas se confeccionaban con los pantalones usados de mi abuelo. Como eran muy pegaditas y debajo de la rodilla, quedaban impecables. Mi abuela nunca hubiera permitido que se perdiera el glamur. La idea de que la pobreza y el mal gusto van juntos era impensable para ella. Ante todo, la mesa con flores frescas, la decoración escenográfica como de película. Para la pedida de mano de mis papás, no se conformó con la elegancia de los arreglos de flores, que le quedaban impresionantes y la vajilla prestada. Se le metió en la cabeza que su sala tuviera una chimenea. El mismo día la mandó a hacer. La verdad, majestuosa. Mi abuelo miraba al techo perplejo frente al insondable misterio de una exquisitez que, si bien reverenciaba, escapaba a su comprensión.

La afición por acudir a Bellas Artes se heredó a las siguientes generaciones. Mi mamá hacía una inversión para enamorar a sus cuatro hijos de la música. Era un gancho perfecto: una orden de molletes de Sanborns de Los azulejos a cambio de portarse bien durante el concierto. Con esa promesa, nos chutábamos programas kilométricos. Más allá del mollete, nuestro placer fue compartir con mi madre lo que amaba tanto. Cómo hacía para solventar esos “lujos” sigue siendo un enigma, aunque me imagino que tenía que ver con el hecho de estar siempre atrasados con la renta.

Todos los días, a las 7 de la mañana nos subíamos para ir al colegio de gobierno en el absurdo Galaxy dorado, comprado a plazos y que tuvimos que devolver porque nunca se pudo terminar de pagar. La estación clásica XELA, anunciaba La Hora Willard y América, y a todo volumen se arrancaba el predecible repertorio: la Obertura 1812 de Tchaikovski o la sinfonía Nuevo Mundo de Dvorak eran las de cajón. Aún me viene la imagen de mi mamá dirigiendo la orquesta, aunque en el proceso soltara el volante.

En 1970 tuvo la oportunidad de ir por primera vez a Europa. Era uno de esos paquetes que vendían las líneas aéreas. Se llamaba “Imágenes de Europa”, ella lo rebautizó como “imagínese Europa”. En 45 días recorrió asombrosamente 45 ciudades. Alcanzó para el enganche, pero mi mamá iba casi sin dinero. Las cosas de la vida. El grupo se quedó sin guía y ella, que se sabía Europa de memoria por la enciclopedia Salvat y las grandes novelas, se quedó a cargo. El pago que recibió sirvió para traernos un “recuerdito” de cada una de las ciudades. No se cómo le hizo. El viaje se pagó a plazos. Las visitas del acreedor a la casa, en las que era seducido con un pay de manzana espléndido hecho por mi mamá y la promesa de que el siguiente mes irían dos pagos juntos se volvieron una especie de Rolling gag o chiste recurrente mensual.

Hace poco, cuando abrieron el City Market, fue tres veces en un solo día. Incluso apodamos a la lujosa tienda de autoservicio el Happy Market, en honor de la felicidad con la que acudía. No lo podía creer, acostumbrada toda su vida al mercado de la colonia del Valle, un supermercado con islas de tapas y mariscos y una variedad absurda de marcas de aceites de olivo y aguas embotelladas. Pasado el asombro vino el cuestionamiento, ¿es necesario todo este exceso en un país en el que hay un montón de personas yendo y viniendo kilómetros para poder llenar una cubeta de agua y vivir con eso una jornada completa? La gran virtud de mi madre es su enorme sentido de la otredad y su consciencia social. Pero jamás la he escuchado expresar resentimiento o envidia. Al contrario, goza el bien de los demás a cabalidad. A sus hijos, nietos, amigos, alumnos, nos hace felices compartiendo su sabiduría y capacidad de disfrutar su música, sus anécdotas, sus recuerdos llenos de vida, como si hubieran pasado ayer.

 No se parece a nada que pueda comprarse, es un estado en el que no hay juicios, ni culpas, no hay anhelos ni frustración, no existe arrepentimiento ni ansiedad por lo que no se tiene. Disfrutar en el momento el olor de las flores de su terraza, el sabor de un jugoso mango, la voz de Opolais cantando Madame Butterfly y ahogarse en llanto. Sus ideas son prístinas, salvo en el WhatsApp; todos los días debemos decodificar los mensajes de amor plagados de dedazos. Una vez descifrados, invariablemente revelan su alegría de vivir. ¿Cómo estas má? Fíjate que excelente, no me duele nada, estoy mejor que nunca…

“No entiendo por qué la gente tiene tanta obsesión con el dinero”, me dijo hace unos días. México siempre fue un país de pocos ricos y más bien de clase media y pobre. Y es cierto que ni los ricos eran demasiados ricos ni los pobres eran demasiado pobres, o así lo parecía. Mi mamá es sin duda una mujer de izquierda que sabe ver las injustas diferencias y siempre estará del lado de los necesitados, de los que no tienen. No puede creer que exista un enriquecimiento galopante en una sociedad en la que impera la injusticia. Eso sí la enoja.

El carnicero que era como un galán de esas películas de los hermanos Aldama, le fiaba el filete porque se negaba a que una mujer tan hermosa comiera bistecs, era la época de la minifalda y mi mamá la lucía como nadie. A su tendencia socialista hay que agregar que las minis, por estar de moda, se volvieron inaccesibles a su presupuesto. Entonces, vino el cambio de estilo acorde con sus ideas y su situación económica. Dejó las marcas importadas por el huipil oaxaqueño que, por cierto, con su físico entre mexicano y mediterráneo la hacían lucir espectacular.

A punto de cumplir 84, sigue activa dando clases con gran éxito. Durante la cuarentena ha tenido que parar por completo, pero no ha pasado un día sin que envíe recomendaciones de música a sus alumnas y mensajes de aliento a todos los de la familia. Con el miedo a los contagios los paseos al parque se trasladaron a la azotea, lo cual no impide que ella se apertreche (a lo Garbo), bajo un sombrero y lentes de sol como si caminara por la Riviera Francesa. Mientras otros se lamentan y maldicen lo que nos está pasando, mi madre mira el horizonte, tiene un comentario para cada edificio como si fueran flores de un jardín, se fascina con los infinitos matices del cielo y con lo poquito que se alcanza a ver de los volcanes.

www.susancrowley.com.mx

@Suscrowley.com

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.
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