Posts Tagged ‘Vladimir Nabokov’

Sue Lyon, actriz que dio vida a Lolita en el clásico de Stanley Kubrick, fallece a los 73 años

sábado, diciembre 28th, 2019

A pesar de que su papel más recordado sea el de “Lolita” en 1962, la actriz estuvo en activo desde 1959, cuando debutó en la serie ‘Letter to Loretta’, hasta 1980, momento en el que dejó la interpretación tras aparecer en el filme televisivo ‘Alligator: La bestia bajo el asfalto’.

Los Ángeles, 28 de diciembre (EuropaPress).- Sue Lyon, quien a los 14 años dio vida a Lolita en el filme homónimo de Stanley Kubrick, ha muerto a los 73 años en Los Angeles. Aunque la causa de su muerte no ha sido hecha pública, la salud de la actriz se había visto seriamente deteriorada durante los últimos años, tal y como ha revelado su amigo Phil Syracopoulos.

A pesar de que su papel más recordado sea el de “Lolita” en 1962, la actriz estuvo en activo desde 1959, cuando debutó en la serie ‘Letter to Loretta’, hasta 1980, momento en el que dejó la interpretación tras aparecer en el filme televisivo ‘Alligator: La bestia bajo el asfalto’.

Su gran papel llegó en 1962, después de pasar un exhaustivo casting al que se presentaron más de 800 actrices. El escritor de la novela original, Vladimir Nabokov tenía claro que ella era la única que podía interpretar a la joven en la gran pantalla. “La ninfa perfecta”, fue el apelativo que el autor utilizó para referirse a ella.

Nacida en Davenport, Iowa, Lyon comenzó a actuar casi tan pronto como tuvo uso de razón. Antes de Lolita solo había participado en producciones para la pequeña pantalla, como la serie original de ‘Daniel, el travieso’.

Tras su primera incursión en el cine, trabajó en ‘La noche de la iguana’, en 1964, bajo la dirección de John Huston, antes de volver al formato televisivo.

Además de participar en algunas series como ‘El virginiano’ de 1970 o ‘La isla de la fantasía’ de 1978, Lyon protagonizó algunas cintas de terror de bajo presupuesto. Entre ellas, cabe destacar ‘Crash!’ de 1976 y ‘El último día del mundo’ donde compartió planos con el icono del género, Christopher Lee.

Foto: Especial.

A lo largo de su carrera tan solo fue reconocida con un Globo de Oro en 1963 bajo la categoría de ‘actriz revelación más prometedora’.

¿Hace cuánto que no lees a Vladimir Nabokov? ¡Aquí los Cuentos Completos!

sábado, noviembre 17th, 2018

Tres escritores mundiales hablan de los cuentos de Vladimir Nabokov. “Uno de los conjuntos cuentísticos a la vez más clásicos e innovadores que pueda disfrutar un contemporáneo. Uno de los más coherentes y sin duda de los más arriesgados y ambiciosos” (Javier Marías); “Qué sorprendente belleza en las frases, giros del pensamiento, brillantes muestras de ingenio y hondura de sentimientos… El don de Nabokov consiste en recrear el paraíso allí donde posa la mirada” (John Updike); “La variedad, fuerza y riqueza de las intuiciones de Nabokov no tiene rival en la narrativa moderna” (Martin Amis).

Ciudad de México, 17 de noviembre (SinEmbargo).-Un hombre que está escribiendo en su despacho es interrumpido por un duende del bosque, un concertista de piano se dispone a poner fin a su carrera, un barbero afeita al hombre que lo torturó, un soñador tímido hace un pacto con el Diablo…

Los 68 relatos de Vladimir Nabokov que se incluyen en esta edición definitiva de su obra cuentística (Cuentos Completos), preparada por su hijo Dmitri, permiten disfrutar de su inconmensurable virtuosismo literario: de sus piruetas temáticas y formales, de sus inquietantes ambigüedades, de su elegante manejo del idioma, de la presencia de los temas –como el del doble– que lo fascinaban y de los muchos lugares que dejaron huella en él: la Rusia de su infancia, la Inglaterra de sus años de estudiante, la Alemania y la Francia del exilio y después esos Estados Unidos que siempre observó con sagaz y nada complaciente mirada de europeo.

La incorporación de este libro al catálogo de Anagrama permite añadir una pieza más al puzzle de la rica producción literaria de Nabokov, del que hemos publicado el grueso de su obra novelística. Y, como en las novelas, en estos cuentos brilla la inagotable inventiva de uno de los escritores auténticamente imprescindibles del siglo XX.

Los Cuentos Completos de Vladimir Nabokov. Foto: Anagrama

Fragmento de Cuentos Completos, de Vladimir Nabokov, con autorización de Anagrama

Yo trataba, pensativo, de encerrar entre mis trazos la silueta vacilante de la sombra circular del tintero. En un cuarto lejano un reloj dio la hora, mientras que yo, soñador como soy, me imaginé que alguien llamaba a mi puerta, suave al principio, luego más y más fuerte. Llamó doce veces y se detuvo expectante.

–Sí, aquí estoy, pase…

El pomo de la puerta crujió tímidamente, la llama de la vela ya gastada se ladeó un tanto y él entró a saltos desde un rectángulo de sombra, jorobado, gris, cubierto con el polen de la helada noche estrellada.

Conocía su rostro. ¡Lo conocía desde tanto tiempo atrás!

Su ojo derecho seguía en la sombra, pero el izquierdo me escrutaba temerosamente, alargado, verde humo. ¡La pupila brillaba como si estuviera oxidada… aquel mechón gris de musgo de su sien, la ceja de pálida plata apenas visible, la cómica arruga junto a su boca sin bigote –todo ello intrigaba y molestaba un punto a mi memoria!

Me levanté. Él dio un paso adelante.

Su abriguito raído estaba abotonado al revés, como los de las mujeres. En la mano llevaba una gorra, no, era un fardo mal atado de color oscuro, y no había la más mínima señal de una gorra…

Sí, claro que lo conocía, incluso le había tenido un cierto aprecio, pero sencillamente no conseguía recordar dónde ni cuándo nos habíamos conocido. Y debíamos de habernos visto con frecuencia, de otra manera no tendría aquel firme recuerdo de sus labios de arándano, de aquellas orejas puntiagudas, de aquella nuez tan divertida…

Con un murmullo de bienvenida estreché su fría mano, tan ligera, y luego la posé en el dorso de un sillón raído. Él se encaramó como un cuervo en el tocón de un árbol y empezó a hablar apresuradamente.

–Dan tanto miedo las calles. Por eso vine. Vine a visitarte. ¿Me reconoces? En otros tiempos tú y yo solíamos retozar y jugar juntos durante días enteros. En nuestro viejo país. ¿No me dirás que te has olvidado?

Su voz me cegó, literalmente. Me encontré turbado y aturdido: recordé la felicidad, la felicidad reverberante, interminable, irreemplazable…

No, no puede ser. Estoy solo… es tan solo un delirio antojadizo. Y sin embargo había alguien sentado junto a mí, un ser de carne y hueso totalmente inverosímil, con botines alemanes de largas vueltas, y su voz tintineaba, susurraba –dorada, voluptuosamente verde, familiar–, mientras que las palabras que pronunciaba eran tan sencillas, tan humanas…

–Ya, ya te acuerdas. Sí, soy un duende del bosque, un gnomo travieso. Y aquí estoy, me han obligado a huir, como a todos los demás.

Suspiró profundamente, y volvieron a mi mente visiones de agitados nimbos y también frondosas sierpes de arrogante follaje y vivos destellos de corteza de abedul como salpicaduras de espuma marina, contra el fondo de un dulce zumbido perpetuo… Se inclinó hacia mí y me miró con dulzura a los ojos. “¿Recuerdas nuestro bosque, los abetos tan negros, los abedules tan blancos? Lo han talado entero. El dolor fue insoportable, vi cómo caían crepitando mis queridos abedules ¿y qué podía hacer yo? Me empujaron a los pantanos. Lloré y aullé, troné como un avetoro, luego me fui corriendo a un bosque de pinos vecino.

“Y allí languidecía sin parar de sollozar. Apenas me había acostumbrado al mismo cuando se acabaron los pinos, ya solo quedaban cenizas azulencas. Me vi obligado a marchar. Me encontré un bosque, un bosque maravilloso, espeso, oscuro, aplaudía sin cesar, aterrorizaba a los paseantes. Tú te acuerdas bien, en una ocasión te perdiste en un oscuro escondrijo de mis bosques, tú y un vestidito blanco y yo me divertí anudando los senderos, dando vueltas a los troncos de los árboles, haciendo guiños en el follaje. Me pasé toda la noche disponiendo mis engaños. Pero todo lo que hacía era para divertirme, era un puro juego, por más que me maldijerais. Pero ahora tuve que volverme serio, porque mi nueva residencia no era un lugar divertido. Noche y día crepitaban en mi entorno todo tipo de cosas extrañas. Al principio pensé que otro duende se agazapaba por allí; lo llamé, escuché. Algo crepitaba junto a mí, algo había que retumbaba… Pero no, no eran los ruidos que nosotros hacemos. En una ocasión, a la caída de la tarde, salté hasta un claro del bosque ¿y qué vi allí? Gente por el suelo, algunos de espaldas, otros caídos de bruces. Bueno, pensé, los despertaré, ¡voy a ponerlos en movimiento! Y empecé a trabajar batiendo las ramas, bombardeándoles con piñas, ululando, susurrando… Trabajé así durante una hora entera, sin conseguir nada. Luego miré detenidamente y me quedé horrorizado. Un hombre tenía la cabeza separada del cuerpo y solo los unía un frágil hilo carmesí. Otro tenía una colonia de gusanos por estómago… No pude soportarlo. Di un aullido, salté por los aires, y empecé a correr.

“Durante mucho tiempo estuve vagando por diferentes bosques, pero no encontraba la paz. O bien era la inmovilidad completa, pura desolación, mortal aburrimiento o un horror tal que es mejor ni pensar en ello. Finalmente me decidí a transformarme en un rústico, un mendigo con su mochila y me fui para siempre. ¡Adiós, Rusia! Y entonces un espíritu amigo, el duende de las aguas, me ayudó. El pobre tipo también andaba huyendo. No salía de su asombro, no hacía sino decir: “¡Qué tiempos nos han tocado vivir, qué calamidad!” Porque, aunque en los viejos se divirtió tendiendo trampas a las gentes, seduciéndolas hasta sus profundidades de agua (¡y vaya que si era hospitalario!), cuando las tenía allí abajo las mimaba y consentía en el fondo dorado del río. ¡Qué maravillosas canciones les cantaba para embrujarles! Ahora, dice, solo llegan por el agua hombres muertos, flotando en grupos, muchos, y el agua del río es como la sangre, espesa, caliente, pegajosa y ya no puede respirar… Por eso me llevó consigo.

“Fue a llamar a la puerta de un mar lejano, y me asentó en una costa nubosa. “Vete, hermano, búscate una espesura amiga.” Pero no encontré nada, y acabé en esta espantosa ciudad de piedra extranjera. Y así fue como me convertí en humano, con el atuendo completo, cuello duro y botines, e incluso he aprendido a hablar como vosotros…”

Se quedó en silencio. Sus ojos relucían como hojas húmedas, tenía los brazos cruzados, y a la luz vacilante de la vela que se ahogaba, le brillaban unos mechones pálidos peinados a la izquierda.

“Sé que también tú languideces –su voz rielaba de nuevo–, pero tu nostalgia, comparada con la mía, tempestuosa, turbulenta, no es sino la respiración acompasada de quien duerme tranquilo. Piensa en eso: no queda nadie de nuestra tribu en Rusia. Algunos de nosotros nos fuimos en remolinos como espirales de niebla, otros se dispersaron por el mundo. Nuestros ríos maternos están melancólicos, ya no hay manos retozonas que jueguen a chapotear con los rayos de luna. Las campánulas que el azar ha querido conservar, las que han logrado escapar a la guadaña, están silenciosas, los gusli azul pálido que en tiempos servían a mi rival, el duende de los campos, para sus canciones, también permanecen en silencio. El duende del hogar, desaliñado y cariñoso, ha abandonado con lágrimas en los ojos tu casa humillada y envilecida y los bosquecillos se han marchitado, aquellas arboledas patéticamente luminosas, mágicamente sombrías…

“Rusia, nosotros éramos Rusia, ¡tu inspiración, tu belleza insondable, tu magia secular! Y nos hemos ido todos, desaparecidos, empujados al exilio por un agrimensor loco.

“Amigo mío, moriré pronto, dime algo, dime que me quieres, a mí, un fantasma sin hogar, ven, siéntate a mi lado, dame la mano”…

La vela chisporroteó y se apagó. Unos dedos fríos me tocaron la mano. Oí la vieja risotada de melancolía, tan conocida, que repicó una vez antes de callarse.

Cuando encendí la luz no había nadie en el sillón… ¡Nadie!… No quedaba nada en el cuarto sino un aroma maravillosamente sutil de abedul, de húmedo musgo…

LA PALABRA

Barrido del valle de la noche por el genio de un viento onírico, me encontré al borde de un camino, bajo un cielo de oro puro y claro, en una tierra montañosa de extraordinaria naturaleza. Sin necesidad de mirar, sentía el brillo, los ángulos y las múltiples facetas de aquellos inmensos mosaicos que constituían las rocas, de los precipicios deslumbrantes, y el destello de innumerables lagos que me miraban como espejos en algún lugar abajo en el valle, tras de mí. Mi alma se vio embargada por un sentido de iridiscencia celestial, de libertad, de grandiosidad: supe que estaba en el Paraíso. Y sin embargo, dentro de esta mi alma terrenal, surgió un único pensamiento mortal como una llama que me traspasara –y con qué celo, con qué tristeza lo preservé del aura de aquella gigantesca belleza que me rodeaba–. Ese único pensamiento, esa llama desnuda de sufrimiento puro, no era sino el pensamiento de mi tierra mortal. Descalzo y sin dinero, al borde de aquel camino de montaña, esperé a los amables y luminosos habitantes del cielo, mientras el viento, como la anticipación de un milagro, jugaba con mi pelo, llenaba las gargantas con un zumbido de cristal, y agitaba las sedas fabulosas de los árboles que florecían entre las rocas que bordeaban el camino. Largos filamentos de todo tipo de hierbas lamían los troncos de los árboles como si fueran lenguas de fuego; grandes flores se rompían abiertas en las ramas brillantes y, como copas volantes que rezumaran luz del sol, planeaban por el aire, exhalando en sus jadeos unos pétalos convexos y translúcidos. Su aroma dulce y húmedo me recordaba todas las cosas maravillosas que había experimentado a lo largo de mi vida.

De repente, cuando me encontraba cegado y sin aliento ante aquel resplandor, el camino se llenó de una tempestad de alas. Escapándose de las cegadoras profundidades llegaron en enjambre los ángeles que yo estaba esperando, con sus alas recogidas apuntando a las alturas. Se movían con pasos etéreos; eran como nubes de colores en movimiento, y sus rostros transparentes permanecían inmóviles a excepción de un leve temblor extasiado en sus pestañas radiantes. Unos pájaros turquesa volaban entre ellos con risas felices como de adolescentes, y unos animales color naranja deambulaban ágiles, en una fantasía de manchas negras. Las criaturas se enrollaban como ovillos en el aire, estirando sus piernas de satén en silencio para atrapar las flores volantes que circulaban y se elevaban, apretándose ante mí con ojos brillantes.

¡Alas! ¡Más alas! ¡Por todas partes, alas! ¿Cómo describir sus circunvoluciones y colores? Eran suaves y también poderosas leonadas, violetas, azul profundo, negro aterciopelado, con un polvillo arrebolado en las puntas redondeadas de las plumas curvas. Eran como nubes escarpadas fijas en la espalda luminosa de los ángeles, suspendidas en arrogante equilibrio; de tanto en tanto, un ángel, en una especie de trance maravilloso, como si le fuera imposible contener por más tiempo su felicidad, en un efímero segundo, abría sin previo aviso esa su belleza alada y era como un estallido de sol, como una burbuja de millones de ojos. Pasaban en enjambres, mirando al cielo. Sus ojos eran simas jubilosas, y en sus miradas acerté a ver el vértigo del vuelo. Se acercaban con pasos deslizantes, bajo una lluvia de flores. Las flores derramaban su brillo húmedo en el vuelo; los esbeltos y elegantes animales jugaban, sin dejar de ascender en remolinos; los pájaros tañían de felicidad, remontando el vuelo para luego caer en picado. Y yo, un mendigo cegado y azogado, seguía parado al borde del camino, con un mismo y único pensamiento que apenas lograba balbucear dentro de mi alma de mendigo: Llámales, diles… oh, diles que en esa la más espléndida de las estrellas de Dios hay una tierra, mi tierra… que se muere en la más absoluta y acongojada oscuridad. Tuve la sensación de que si tan solo hubiera podido agarrar con la mano aquel tornasol resplandeciente, hubiera podido traer a mi tierra una alegría tal que las almas de los humanos se hubieran visto iluminadas al instante y hubieran comenzado a girar alrededor…

Alcé mis manos trémulas y esforzándome por impedir el camino de los ángeles traté de agarrar el dobladillo de sus casullas brillantes, de tocar los bordes, los extremos tórridos y ondulantes de sus alas curvadas que se deslizaban entre mis dedos como flores con pelusa. Yo corría y me precipitaba de uno a otro, implorando como en un delirio su indulgencia, pero los ángeles seguían su camino sin detenerse, ajenos a mí, con sus rostros cincelados mirando a las alturas. Era una hueste que ascendía hacia una fiesta celestial, hacia un claro de un bosque de un resplandor insoportable, donde tronaba y respiraba una divinidad en la que no me atrevía ni a pensar. Vi telarañas de fuego, manchas de colores, dibujos y diseños de carmesí gigante, rojos, alas violetas, y sobre todo y sobre mí, el suave susurro de una ola vellosa que ascendía. Los pájaros coronados con un arco iris turquesa picoteaban, las flores se desprendían de las brillantes ramas y flotaban. ¡Esperad un minuto, escuchadme!, les gritaba, tratando de abrazarme a las piernas de algún ángel vaporoso, pero sus pies, impalpables, inalcanzables, se me escurrían de las manos, y los extremos de aquellas alas grandes se limitaban a quemarme los labios a su paso. En la distancia, una tormenta incipiente amenazaba con descargar en un claro dorado abierto entre rocas vívidas, los ángeles se retiraban, los pájaros cesaron en sus agudas risas agitadas; las flores ya no volaban desde los árboles; sentí una cierta debilidad, fui enmudeciendo…

Y entonces ocurrió un milagro. Uno de los últimos ángeles se quedó rezagado, se volvió y en silencio se acercó a mí. Divisé sus ojos cavernosos de diamante fijos en mí desde el arco imponente de su ceño. En las nervaduras de sus alas extendidas relucía algo que parecía hielo. Las propias alas eran grises, un tono inefable de gris, y cada pluma acababa en una hoz de plata. Su rostro, la silueta levemente risueña de sus labios y su frente limpia y despejada me recordaron otros rasgos que conocía y había visto en la tierra. Las curvas, el destello, el encanto de todos los rostros que yo había amado en vida… parecieron fundirse en un semblante maravilloso. Todos los sonidos familiares que habían llegado discretos y nítidos a mis oídos parecían ahora fundirse en una única y perfecta melodía.

Se acercó hasta mí. Sonrió. Yo no pude devolverle la mirada. Pero observando sus piernas, noté una red de venas azules en sus pies y también una pálida marca de nacimiento. Y deduje, a partir de esas venas, de aquel lunar diminuto, que todavía no había acabado de abandonar la tierra por completo, que quizá pudiera entender mi plegaria.

Y entonces, inclinando la cabeza, tapándome los ojos medio ciegos con las palmas de las manos, sucias de barro, comencé a enumerar mis penas. Quería explicarle lo maravillosa que era mi tierra, y lo terrible de su síncope negro, pero no encontré las palabras que necesitaba. A borbotones, repitiéndome, balbuceé una serie de trivialidades, le hablé de una casa quemada en la que hubo un tiempo en el que el brillo que el sol dejaba en el parqué se reflejaba en un espejo inclinado. Parloteé de viejos libros y tilos viejos, de pequeñeces, de mis primeros poemas escritos en un cuaderno escolar color cobalto, de un gran peñasco gris, cubierto de frambuesas salvajes en medio de un campo lleno de mariposas y escabiosas… pero no pude, no acerté a expresar lo más importante. Me confundía, me trastabillaba, me quedaba callado, comenzaba de nuevo, una y otra vez, en un hablar confuso que no llevaba a ninguna parte, y le hablé de habitaciones en una casa de campo fría y llena de ecos, le hablé de tilos, de mi primer amor, de abejorros durmiendo entre las escabiosas. Me parecía que en cualquier momento, en cualquier momento, me vendrían las palabras para decir aquello que quería, lo más importante, que llegaría a poder contarle todo el dolor de mi tierra. Pero por alguna extraña razón solo me acordaba de minucias, de pequeñeces y detalles mundanos que no acertaban a decir ni a llorar aquellas lágrimas corpulentas de fuego que yo quería contar sin acertar a hacerlo…

Me quedé callado y alcé la cabeza. El ángel esbozó una sonrisa atenta, silenciosa, contemplándome con celo desde sus ojos alargados de diamante. Y supe entonces que me entendía.

–Perdóname –exclamé y besé con humildad aquel pálido pie con su marca de nacimiento–. Disculpa que no sepa hablar sino de lo efímero, de trivialidades. Y sin embargo, tú, mi ángel gris, de corazón amable, me entiendes. Contéstame, ayúdame, dime, dime, ¿qué es lo que puede salvar a mi tierra?

Me tomó por los hombros un instante en un abrazo de sus alas de paloma y pronunció una sola palabra, y en su voz reconocí todas aquellas voces silenciadas y adoradas. La palabra que pronunció era tan maravillosa que, con un suspiro, cerré los ojos e incliné aún más la cabeza. La fragancia y la melodía de la voz se extendieron por mis venas, y se alzaron como el sol en mi mente: las innumerables cavidades que habitaban mi conciencia se prendieron en ella y repitieron aquella canción edénica y brillante. Estaba lleno de ella. Con la tensión de un nudo bien lazado, me golpeaba en las sienes, su humedad temblaba en mis pestañas, su dulce hielo abanicaba mis cabellos, y era una lluvia de calor celeste sobre mi corazón.

Le grité, me deleité en cada una de sus sílabas, alcé mis ojos con violencia, rebosantes de arcos iris radiantes de lágrimas de alegría…

Dios mío… el amanecer de invierno brilla verdoso ya en la ventana y no consigo recordar aquella palabra de mi grito.

Vladimir Nabokov (1899-1977) es uno de los más extraordinarios escritores del siglo XX. En Anagrama se le ha dedicado una “Biblioteca Nabokov” que recoge una amplísima muestra de su talento narrativo. En “Compactos» se han publicado los siguientes títulos: Mashenka, Rey, Dama, Valet, La defensa, El ojo, Risa en la oscuridad, Desesperación, El hechicero, La verdadera vida de Sebastian Knight, Lolita, Pnin, Pálido fuego, Habla, memoria Ada o el ardor, mientras que La dádiva, Cosas transparentes, Una belleza rusa, El original de Laura y Gloria pueden encontrarse en “Panorama de narrativas”. Opiniones contundentes fue publicado en “Argumentos”.

LECTURAS | La aventura tragicómica de “La librería”, de Penelope Fitzgerald

sábado, marzo 10th, 2018

Novela finalista del Booker Prize, La librería es una delicada aventura tragicómica, una obra maestra de la entomología librera. Florence Green vive en un minúsculo pueblo costero de Suffolk que en 1959 está literalmente apartado del mundo y que se caracteriza justamente por “lo que no tiene”.

Ciudad de México, 10 de marzo (SinEmbargo).- Florence decide abrir una pequeña librería, que será la primera del pueblo. Adquiere así un edificio que lleva años abandonado, comido por la humedad y que incluso tiene su propio y caprichoso poltergeist. Pero pronto se topará con la resistencia muda de las fuerzas vivas del pueblo que, de un modo cortés pero implacable, empezarán a acorralarla. Florence se verá obligada entonces a contratar como ayudante a una niña de diez años, de hecho la única que no sueña con sabotear su negocio. Cuando alguien le sugiere que ponga a la venta la polémica edición de Olympia Press de Lolita, de Nabokov, se desencadena en el pueblo un terremoto sutil pero devastador.

Sobre esta novela, Isabel Coixet hizo su premiada película. Foto: Especial

Fragmento de la novela La librería, de Penelope Fitzgerald, traducción de Ana Bustelo, con autorización de Impedimenta.

1

En 1959 Florence Green de vez en cuando pasaba una noche en la que no estaba segura de si había dormido o no. Era por la preocupación que tenía sobre si comprar Old House, una pequeña propiedad con su propio cobertizo en primera línea de playa, para abrir la única librería de Hardborough. Probablemente era la incertidumbre lo que la mantenía despierta. Una vez había visto volar por encima del estuario a una garza que intentaba, mientras estaba en el aire, tragarse una anguila que acababa de pescar. La anguila, a su vez, luchaba por escapar del gaznate de la garza y se le veía un cuarto, la mitad o a veces tres cuartos del cuerpo colgando. La indecisión que expresaban ambas criaturas era lastimosa. Se habían propuesto demasiado. Florence tenía la sensación de que si no había dormido nada —y la gente a menudo dice esto cuando quiere decir algo muy diferente— debía de haber sido por pensar en aquella garza.

Florence tenía buen corazón, aunque eso sirve de bien poco cuando de lo que se trata es de sobrevivir. Durante más de ocho años, a lo largo de media vida, había subsistido en Hardborough con la pequeña cantidad de dinero que su marido le había dejado al morir y últimamente se había empezado a preguntar si no tendría la obligación de demostrarse a sí misma, y posiblemente a los demás, que ella existía por derecho propio. La supervivencia a menudo se consideraba lo único que se podía exigir en el frío y claro aire del este de Inglaterra. Muerte o curación, pensaban sus vecinos, una vida longeva o el envío inmediato a la tierra salina del cementerio.

Era pequeña de aspecto, delgada y huesuda, un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás. No se hablaba mucho de ella, ni siquiera en Hardborough, donde los amplios espacios permitían ver a todos los que se acercaban, y donde todo lo que se veía era objeto de comentario. Hacía pocos cambios estacionales en su atuendo. Todo el mundo conocía su abrigo de invierno, que era de esos que quizás estuvieran pensados para durar siempre un año más.

En Hardborough, en 1959, uno no podía tomarse una ración de Fish and Chips, ni había tintorería, ni siquiera cine, excepto un sábado por la noche de cada dos. En cierto modo se sentía la necesidad de todas estas cosas, pero a nadie se le había ocurrido —y desde luego nadie pensó que a la señora Green se le hubiera ocurrido tampoco— abrir una librería en el pueblo.

—Claro que no puedo comprometerme de una forma definitiva en nombre del banco en este momento (la decisión no está en mis manos), pero creo que puedo aventurarme a decir que no habrá ninguna objeción, en principio, para un préstamo. La consigna del gobierno hasta ahora ha sido que se restrinja el crédito a los clientes privados, pero hay señales evidentes de relajación y no es que yo esté desvelando ningún secreto de Estado. Claro que tendría poca competencia. O ninguna (alguna novela que otra, que me han dicho que prestan en la tienda de lanas Busy Bee). Nada que merezca destacarse. Y usted me asegura que tiene una experiencia considerable en el ramo.

Mientras se preparaba para explicar por tercera vez lo que quería decir con eso, Florence se vio a sí misma y a su amiga, veinticinco años atrás: dos jóvenes ayudantes en Müller’s en la calle Wigmore, con el pelo ondulado al estilo Eugene, y los lápices colgándoles del cuello con una cadena. El inventario era lo que mejor recordaba, cuando el señor Müller, después de pedir silencio, leía con una calma calculada la lista de jovencitas y sus compañeros, elegidos por sorteo, para que se encargaran de la revisión del día. Era 1934 y no había suficientes chicos, pero ella tuvo la suerte de que la emparejaran con Charlie Green, el comprador de poesía.

—Aprendí todo lo que hay que saber sobre el negocio cuando era una niña —dijo—. No creo que lo fundamental haya cambiado mucho desde entonces.

—Pero nunca ha desempeñado un puesto de gestión. Bueno, hay dos o tres cosas que quizás merezca la pena señalar. Digamos que se trata más bien de un consejo.

Había muy pocos negocios en Hardborough, y la idea de tener uno más, igual que la brisa marina que llega tierra adentro, movía ligeramente la pesada atmósfera del banco.

—No me gustaría robarle tiempo, señor Keble.

—Ah, deje que sea yo quien juzgue eso. Creo que se lo plantearé de esta manera. Cuando se vea a sí misma abriendo una librería, pregúntese cuál es su verdadero objetivo. Ésa es la primera pregunta que uno debe hacerse antes de embarcar en cualquier tipo de negocio. ¿Espera dar a nuestro pequeño pueblo un servicio necesario? ¿Espera obtener unos beneficios considerables? ¿O quizás, señora Green, va usted a remolque, sin comprender del todo el mundo completamente distinto al que conocemos que los años 1960 pueden tener preparado para nosotros? A menudo pienso que es una pena que no haya unos estudios homologados para el pequeño empresario o empresaria…

Evidentemente, había estudios homologados para directores de banco. Inmerso como estaba el señor Keble en una corriente que dominaba, su voz adquirió ritmo, amparada por la experiencia de muchas navegaciones previas. Se explayó entonces sobre la necesidad de llevar la contabilidad de una forma profesional, sobre sistemas de préstamo y pago, sobre posibles descuentos.

—… me gustaría insistir en un punto, señora Green, que lo más probable es que a usted se le haya pasado y que, sin embargo, es muy evidente para quienes estamos en una posición desde la que podemos disfrutar de una perspectiva más amplia. La cuestión es ésta: Si durante un determinado período de tiempo los ingresos no son equiparables a los gastos, se puede predecir con bastante tino que las dificultades monetarias no se harán esperar.

Florence sabía esto desde el día en que recibió su primera paga, cuando a los dieciséis años había empezado a ganarse la vida por sí misma. Contuvo el impulso de responder de forma grosera. ¿Qué había sido de los buenos propósitos que se había hecho mientras cruzaba por el mercado hasta el edificio del banco, cuyos sólidos ladrillos rojos desafiaban la persistencia del viento, de ser prudente y obrar con tacto?

—En cuanto a los fondos, señor Keble, ya sabe que se me ha brindado la oportunidad de comprar prácticamente todo lo que necesito a Müller’s, ahora que van a cerrar. —Logró decir esto con seguridad, aunque, en realidad, se había tomado el cierre de Müller’s como un ataque personal a sus recuerdos—. No tengo una estimación al respecto todavía. Y, en lo que se refiere a las instalaciones, usted estaba de acuerdo en que 3500 libras era un precio más que justo por Old House y por el cobertizo de ostras.

Para su sorpresa, el director vaciló.

[youtube WFyhdSDTeEA]

—La propiedad lleva vacía mucho tiempo. Por supuesto que es una cuestión entre su agente inmobiliario y su abogado… Thornton ¿no? —Esto era una floritura artística, una especie de debilidad, ya que sólo había dos abogados en Hardborough—. Pero yo hubiera pensado que el precio habría bajado algo más… La casa seguirá ahí si decide esperar un poco… Ya sabe, el deterioro… La humedad…

—El banco es el único edificio en Hardborough que no tiene humedades —respondió Florence—. Quizás trabajar aquí todo el día le haya hecho a usted demasiado exigente.

—… y he oído hablar de la posibilidad… Creo que puedo decir que se ha mencionado la posibilidad de que la casa se destine a otros menesteres. Aunque, claro, siempre se puede realizar una reventa.

—Naturalmente, mi intención es reducir los gastos al mínimo. El director se preparó para sonreír comprensivo, pero se ahorró el esfuerzo cuando Florence continuó de manera tajante:

—No tengo la más mínima intención de revender —dijo—. Es un tanto peculiar dar un paso así a mi edad, pero una vez hecho, no tengo intención de dar marcha atrás. ¿Para qué otras cosas se cree la gente que se puede utilizar Old House? ¿Por qué nadie ha hecho nada al respecto en los últimos siete años? Los grajos habían anidado en la casa, se habían caído la mitad de las tejas, olía a rata. ¿No es mejor que sea un sitio donde la gente pueda dedicarse a hojear libros?

—¿Está usted hablando de cultura? —dijo el director, con una voz a medio camino entre la pena y el respeto.

—La cultura es para aficionados. No puedo permitirme llevar una tienda que tenga pérdidas. ¡Shakespeare era un profesional!

Hizo falta menos de lo que debería para alterar a Florence, pero, al menos, tenía la suerte de contar con algo que le importaba de verdad. El director respondió suavemente que leer requería de una cantidad enorme de tiempo.

—Me gustaría contar con más tiempo para mí. La gente se equivoca, ¿sabe?, acerca de los horarios que tenemos en los bancos. Personalmente, dispongo de muy poco tiempo por las tardes para dedicarme a mis propios intereses. Pero no me malinterprete, encuentro que un buen libro de cabecera tiene un valor incalculable. Cuando por fin puedo retirarme, no hago más que leer unas cuantas páginas y me entra un sueño incontrolable.

Florence calculó que, a ese ritmo, un buen libro le duraría al director más de un año. El precio medio de un libro era de doce chelines y seis peniques. Suspiró.

No conocía bien al señor Keble. De hecho, poca gente en Hardborough le conocía realmente. Aunque la prensa y la radio no parasen de proclamar que eran años de gran prosperidad para Gran Bretaña, en Hardborough casi todos seguían pasando apuros y, si podían, evitaban al director por principios. La pesca del arenque había disminuido, la demanda de marineros estaba en uno de sus momentos más bajos y había muchas personas retiradas que vivían de un único ingreso fijo. Personas que no le devolvían la sonrisa al señor Keble, ni el saludo desde la ventanilla bajada a toda velocidad de su Austin Cambridge. Quizás por eso habló tanto rato con Florence, aunque ciertamente la conversación fue muy poco profesional. Es más, había llegado, en opinión de él, a un nivel personal totalmente inaceptable.

Se podía decir que Florence Green, al igual que el señor Keble, era de natural solitaria, pero esto no les hacía personas excepcionales en Hardborough, donde muchos de sus habitantes lo eran también. Los naturalistas locales, el encargado de cortar los juncos, el cartero, el señor Raven, el hombre de los pantanos, iban en bicicleta solos, inclinándose contra el viento, observados por los observadores, que podían saber qué hora era por su aparición sobre el horizonte. Algunos de estos seres solitarios no se dejaban ver siquiera. El señor Brundish, descendiente de una de las familias más antiguas de Suffolk, vivía tan encerrado en su casa como un tejón en su guarida. Cuando salía en verano, con su atuendo de tweed de un color entre verde oscuro y gris, parecía un matojo andante entre los tojos, o tierra entre el aluvión. En otoño se ponía a cubierto. Su mala educación molestaba de la misma forma que lo hace el tiempo, cuando empieza despejado por la mañana, para nublarse después, rompiendo las promesas que parecía traer consigo.

El propio pueblo era una isla entre el mar y el río, que murmuraba y se plegaba sobre sí mismo en cuanto sentía que llegaban los fríos otoñales. Cada cincuenta años o así perdía, como por un descuido o por indiferencia hacia semejantes asuntos, otro medio de comunicación. En 1850 el Laze había dejado de ser navegable, y los muelles y los ferrys se habían ido pudriendo hasta desaparecer. El puente colgante había caído en 1910, y desde entonces había que hacer diez millas más por Saxford para cruzar el río. En 1920 cerró el viejo ferrocarril. Casi ningún niño de Hardborough, todos excelentes nadadores y buceadores, había subido a un tren. Miraban la desierta estación de la LNER con una admiración supersticiosa. En ella, unas placas de acero oxidadas, con anuncios de Fry’s Cocoa y Iron Jelloids, colgaban al viento.

Las inundaciones de 1953 llegaron hasta el muro de contención y lo derribaron, de modo que era peligroso cruzar la boca del puerto, excepto cuando la marea estaba muy baja. Un bote de remos era ahora la única forma de cruzar el Laze. El hombre del ferry escribía el horario del día con una tiza en la puerta de su cabaña, pero ésta quedaba en la otra orilla, así que nadie en Harborough podía estar seguro de las horas a las que podrían cruzar.

Después de su entrevista en el banco y resignada a la idea de que todo el mundo en el pueblo supiera que había estado allí, Florence se dispuso a dar un paseo. Cruzó pisando los tablones de madera que atravesaban los diques, precedida por crujidos y chapoteos de pequeñas criaturas, no sabía de qué tipo, que se lanzaban al agua a su paso. Sobre su cabeza, las gaviotas y los grajos navegaban seguros de sí mismos sobre las mareas del aire. El viento había cambiado súbitamente y ahora soplaba hacia el interior.

Por encima de los pantanos se divisaba la cima del basurero y luego empezaban los ásperos prados, ni siquiera lo suficientemente buenos para que los granjeros los vallaran. Oyó que gritaban su nombre, o más bien lo vio, porque las palabras se las llevó el viento al instante. El hombre de los pantanos le estaba pidiendo que se acercara.

—Buenos días, señor Raven.

Esto tampoco se pudo oír.

Raven hacía las veces, cuando no había otro tipo de ayuda a mano, de veterinario supernumerario. En aquellos momentos estaba en el prado que pertenecía al Consejo, donde cualquiera podría dejar pastar su ganado por cinco chelines a la semana, y en el extremo opuesto había un viejo caballo castrado de color castaño, un Suffolk Punch, cuyas orejas se le movían como clavijas sobre la frente en dirección hacia cualquier humano que se adentrara en su territorio. Se había quedado clavado, con las patas tiesas, contra la valla.

Cuando estuvo a unos cinco metros de Raven, Florence entendió que le estaba pidiendo que le prestara la gabardina. Su propia ropa estaba rígida, una capa sobre otra y no le iba a resultar fácil quitársela rápidamente.

Raven nunca pedía nada a no ser que fuera absolutamente necesario. Aceptó el abrigo con un movimiento de la cabeza y mientras ella se quedaba de pie intentando abrigarse al socaire del seto de espino, él cruzó tranquilamente el prado hacia la bestia que lo observaba todo con ansiedad. El caballo siguió cada uno de los movimientos del hombre con las aletas de la nariz bien abiertas y, satisfecho de que Raven no llevara consigo un ronzal, pareció negarse a intentar entender nada más de lo que allí sucedía. Al final tuvo que decidir si entender o no, y un escalofrío profundo acompañado de un suspiro le atravesó el cuerpo desde la nariz hasta la cola. Entonces dejó la cabeza colgando y Raven le puso una de las mangas de la gabardina alrededor del cuello. Con un último gesto de independencia, volvió la cabeza hacia un lado e hizo como si buscara hierba nueva en una parte húmeda bajo la valla. No había nada, así que siguió al hombre de los pantanos torpemente por el prado, lejos del ganado indiferente, hacia donde estaba Florence.

—¿Qué le pasa, señor Raven?

—Come, pero no le saca provecho a la hierba. No tiene los dientes afilados, ésa es la razón. Rompe la hierba, pero no la mastica.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó ella con amable disposición.

—Puedo arriesgarme a afilárselos —respondió el hombre de los pantanos.

Sacó un ronzal del bolsillo y le devolvió la gabardina. Ella se puso de cara al viento para poder abotonársela con más facilidad. Raven guió al viejo caballo hacia adelante.

—Ahora, señora Green, si pudiera usted sujetarle la lengua. No se lo pediría a cualquiera, pero sé que usted no se asusta.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó ella.

—Dicen por ahí que está usted a punto de abrir una librería. Eso significa que no le importa enfrentarse a cosas inverosímiles.

Metió el dedo bajo la carne suelta, horriblemente arrugada, por encima de la quijada del animal, y la boca se le abrió gradualmente en un bostezo extravagante. Quedaron expuestos unos imponentes dientes amarillentos. Florence agarró con las dos manos la lengua oscura y resbaladiza, suave por arriba, rugosa por debajo y, como un viejo ballenero, la sujetó de forma que no le cubriera los dientes. Ahora el caballo estaba quieto y sudaba copiosamente, a la espera de que llegara el final de su tormento. Sólo movía las orejas de forma espasmódica en señal de protesta por lo que la vida había permitido que le ocurriera. Raven empezó a raspar con una lima grande las coronas de los dientes de un lado.

—Aguante, señora Green. No se relaje. Es más resbaladiza que un pecado, lo sé.

La lengua se retorcía como si fuera un ser independiente. El caballo fue pateando el suelo con una pezuña detrás de otra, como si quisiera asegurarse de que todavía tenía las cuatro patas plantadas sobre tierra firme.

—No puede dar coces hacia delante, ¿verdad, señor Raven?

—Puede, si quiere. Recordó que un Suffolk Punch es capaz de hacer cualquier cosa, menos galopar.

—¿Por qué cree que abrir una librería es inverosímil? —le gritó al viento—. ¿La gente de Hardborough no quiere comprar libros?

—Han perdido el deseo por las cosas raras —dijo Raven mientras seguía limando—. Se venden más arenques ahumados, por ejemplo, que truchas que están medio ahumadas y tienen un sabor más delicado. Y no me diga usted que los libros no constituyen una rareza en sí mismos.

Una vez le soltaron, el caballo dejó escapar un suspiro cavernoso y se quedó mirándoles como si estuviera tremendamente desilusionado. De las profundidades de su noble tripa llegó una nota cínica, que sonó más como una trompeta que como un cuerno, y que fue desapareciendo hasta convertirse en una risita. Salieron nubes de polvo de su cuerpo, igual que de un felpudo cuando se sacude. Luego, abandonando por completo todo el asunto, trotó a una distancia segura y bajó la cabeza para pastar. Al instante vio un trozo muy verde de angélica y empezó a comer como un poseso.

Raven afirmó que el viejo animal no se daría cuenta, pero que sin duda se encontraría mejor a partir de entonces. Florence, honestamente, no podía decir lo propio de sí misma, pero alguien había confiado en ella, y eso no era algo que ocurriera todos los días en Hardborough.

Penelope Fitzgerald es la autora. Foto: Especial

Penelope Fitzgerald, de soltera Knox, nació en 1916. Era la hija del editor de Punch, Edmund Knox, y sobrina del teólogo y novelista Ronald Knox, del criptógrafo Dilly Knox y del estudioso de la Biblia Wilfred Knox.

Cómo ser lectora en Irán: Azar Nafisi

sábado, diciembre 2nd, 2017

La literatura vista como una forma de esperanza. Los libros como catalizadores de reflexión, pero también como instrumentos de libertad. Lectores del mundo, unidos, fue el slogan de la escritora en Guadalajara

Ciudad de México, 2 de diciembre (SinEmbargo).- La escritora iraní Azar Nafisi (Teherán, 1948), autora de Leer Lolita en Teherán y La República de la imaginación, es profesora de estética, cultura y literatura y directora ejecutiva de Conversaciones Culturales en la Universidad John Hopkins en Washington D.C. Es especialista en literatura inglesa.

Creció en el seno de una familia dedicada a la política. Su madre fue la primera parlamentaria de Irán en los ‘70 y su padre fue diplomático y alcalde de Teherán.

Fue expulsada como profesora de la Universidad de Teherán en 1981 al negarse a usar el velo islámico. Leer Lolita en Teherán es un retrato compasivo y desgarrador de la revolución islámica en Irán. En el libro narra cómo, luego de ser expulsada de la universidad, reunió en su casa a siete de sus alumnas para leer y comentar algunas de las novelas occidentales prohibidas por el régimen de los ayatolás.

Obras de Jane Austen, Henry James, Scott Fitzgerald y, por supuesto, de Vladimir Nabokov, el autor de Lolita, se van leyendo, mientras las jóvenes  poco a poco se dan cuenta cómo sus propias vidas se van transformando y mezclando con la trama de las obras a las que se entregan, en un libro que permaneció 17 semanas primero en ventas en los Estados Unidos.

Azar Nafisi, con una humildad apasionada, fue distinguida con el Premio Internacional FCG Pensamiento y Humanidades 2011 por su decidida y valiente defensa de los valores humanos en Irán y su labor de crear conciencia a través de la literatura sobre la situación de la mujer en la sociedad islámica.

La poesía, la literatura y la pintura son los base de los ideales que defiende Azar Nafisi “como las mejores armas para la comunicación entre las culturas y como lucha para conseguir la democracia. Escribo para conectarme con el mundo”, dijo.

“Antes de llegar a esta Feria pensé que los libros te conectan con las personas a través de la pasión”, dijo Nasifi. Foto: FIL

“No quiero presentar a la mujer como víctima. Evidentemente, no nos gusta que haya lapidaciones, que nos traten como prostitutas, que los hombres puedan tener cuatro esposas, porque eso no es la cultura de Irán ni de Egipto, es solo una ideología determinada. Las mujeres que han decidido quitarse el velo son unas heroínas, pero no porque tengan un interés político, sino por lo que significa de dignidad”, argumentó.

Azar Nafisi es una escritora que entiende el viaje como una experiencia de vida, un viaje que en muchos momentos ha ocurrido de manera obligatoria. Desde Irán, su país de origen, hasta Estados Unidos e Inglaterra, estas vivencias de viaje le han otorgado una visión más completa de lo que ocurre a su alrededor.

“Antes de llegar a esta Feria pensé que los libros te conectan con las personas a través de la pasión” y en una evocación a la obra de Octavio Paz, en particular al poema “Piedra del sol”, Nafisi expresó la admiración que siente por el escritor mexicano y agregó que los libros han significado, de muchas maneras, una forma de salvación.

“Llevo conmigo los libros cuando viajo”, dijo y añadió que en su país natal no podía sentirse segura: el régimen de Irán cambió leyes que tienen consecuencias terribles para la mujer. “La edad para casarse pasó de los 18 a los nueve años de edad”.

“Nos sentimos ofendidas cuando nos obligan a usar un velo, pero también los hombres deberían sentirse ofendidos por esta manera de quitarnos la libertad”, agregó.

Muchas mujeres escucharon su conferencia. Foto: FIL

“Los dictadores tienen miedo a la imaginación. Tienen miedo porque les gusta mentir. Por este motivo recurren a la censura”, dijo, al señalar que quizá los libros no eviten una ejecución, pero dan la sensación de dignidad.

Fiel admiradora de Frida Kahlo, a quien describió como una mujer que amó siempre la libertad,  la escritora no dejó la oportunidad de recalcar que los libros significan esperanza y, aunque  admitió que no le gustan los eslóganes, terminó con la frase: “Lectores del mundo, unidos”.

Literatura breve de disparos, lo nuevo de Jorge Fernández Granados

sábado, noviembre 18th, 2017

El poeta mexicano habla de Vertebral, una colección de aforismos que concentra significados inmediatos según la acelerada dinámica de la sociedad actual

Ciudad de México, 18 de noviembre (SinEmbargo).-Vertebral es el nombre de una obra en la que el lector, inicialmente puede pensar de inmediato en el sentido de la palabra y hacer la imagen mental de una columna vertebral, tal como el dibujo que aparece dentro de la solapa de la contraportada del libro publicado por la editorial Almadía.

Desde luego, una vez que se termina de leer, el lector puede elucubrar el sentido metafórico del título. Una columna vertebral ejerce la función de sostener; de la misma manera que Jorge Fernández Granados emplea esta idea para darle cuerpo a su reciente libro. Las concentraciones verbales contenidas en cada apartado están sostenidas por la columna vertebral del discurso.

“Pensé que esto [el libro] sería como mi columna vertebral, lo que sostiene las ideas, los puntos, las reflexiones centrales sobre varios temas que son la naturaleza, la vida, el amor, la relación con la conciencia, con el tiempo, incluso con la divinidad”, señaló el autor.

La más reciente obra del poeta es una recolección de decenas de aforismos que permiten al lector encontrarse con significados de gran profundidad durante su lectura sobre diversos temas. El autor asegura que se trata de una serie de destellos de inspiración que había acumulado ya durante 20 años que decidió acuñarles con el término de “breverías”.

“Es una literatura breve de disparos, de pequeñas piedras de pequeños cristales que intentan buscar la atención breve del lector”, agregó.

Vertebral, editado por Almadía. Foto: Especial

De acuerdo a la opinión del escritor, el género al que pertenece el libro, es quizá un género que a muchas personas se les dificulta ubicar o clasificar, de manera que incluso la clasificación del género aforístico es casi controversial en el mundo de la academia; pero el género existe mucho más allá de que sea reconocido o no.

Los aforismos, en efecto, tienen una gran tradición universal que abarca nombres como Georg Christoph Lichtenberg, Vladimir Nabokov, Thomas Mann, Julio Torri, Juan José Arreola, Emil Cioran, Antonio Porchia, Roberto Juarroz, por mencionar algunos ejemplos.

“Me parece que ninguna literatura puede ser sentenciosa ni decir una verdad, sino que toda la literatura debe ser una pregunta, una provocación, un juego; por eso no me acerco a la idea del aforismo, prefiero hablar de una literatura discreta porque se concentra en estas sentencias”, ahondó el también miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Los aforismos, aclaró, son sentencias depuradas por la historia, sentencias doctrinales cuyo carácter es solemne, sabio y profundo. La propuesta que hace Fernández Granados es la de una literatura de significados inmediatos; una literatura discreta, concentrada, sencilla y directa, y en sus palabras, “una literatura que toca un filón de verdad”.

Fernández habló sobre la influencia que las nuevas tecnologías y los medios electrónicos ejercen sobre la creación literaria y de cómo hacen que ésta tienda a ser cada vez más breve. La manera en la que viven las generaciones más jóvenes resulta en un fenómeno en el que la sociedad busca que aquello que consuma, sea breve y concreto.

“Pienso que esto ha creado la tendencia a que la literatura de nuestro tiempo y el futuro sea cada vez más fractal, breve y atomizada, debido al tiempo que el lector esté dispuesto a dar. Esa es la propuesta de este libro. El libro debe ser poliédrico, que se pueda leer, que uno pueda recorrerlo como venga. No exigir más tiempo [en la lectura], atención sí pero no tiempo”, puntualizó.

Vertebral es un reflejo de la más íntima cosmovisión del autor, un diálogo interior, pero aún más, una densa amalgama compuesta de ideas, momentos, diálogos que provienen de la dimensión de lo onírico, lecturas, circunstancias y estados de ánimo que precisan sobre temas como la existencia, naturaleza, conciencia, arte, tiempo, entre otros; y cuya heterogeneidad de temáticas le brindan al lector la oportunidad de hacer una lectura más libre, dinámica pero sobre todo de gran hondura.

Jorge Fernández Granados es poeta, ensayista y narrador originario de la Ciudad de México; ganador del Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines (1995), Premio Nacional de Poesía Aguascalientes (2000) y Premio Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer (2008); y su obra ha sido traducida al inglés, francés y chino.

RESEÑA | “Opiniones contundentes”, clásicos de la mano de Vladimir Nabokov

sábado, septiembre 16th, 2017

“Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño”. Así comienza Nabokov el prefacio a este volumen, que recoge entrevistas, cartas al director y más de una docena de artículos (secciones, estas dos últimas, inéditas hasta hoy en castellano).

Por Ricardo Martínez

Ciudad de México, 16 de septiembre (SinEmbargo).-  A veces pareciera como si la literatura rebasase su función; o bien fuese, de alguna manera, noticia de sí misma. Algo que suele proceder de una circunstancia extraordinaria, como pudiera serlo la ‘versatilidad’ de un genio quien, tomando como representación su obra y la de los demás, aplica una lógica contundente en sus juicios, utiliza un lenguaje directo, heterodoxo en las formas contra lo que pudiera ser el canon establecido de las buenas maneras como ortodoxia diplomática, o, sencillamente, defendiendo posiciones y teorías que resultan, en algún modo sorprendentes, por no decir escandalosas.

Para ello ha de darse una premisa esencial: que quien adopta tal postura de protagonismo tenga la condición de genio o le haya sido reconocida por una u otra razón. Y éste es el caso de Nabokov, cuya obra continúa vigente, en calidad literaria y en innovación expresiva, después del fallecimiento de su autor. Él mismo, tal vez, había de ser el primero en reconocer su condición de ‘extraordinario’, lo cual le llevó a declarar, en una de las sustanciosas entrevistas recogidas en este sorprendente y recomendable libro: “El escritor creador debe estudiar cuidadosamente las obras de sus rivales, incluido el Todopoderoso”, donde la condición de todopoderoso no parece considerarla como ajena en cuanto a valoración.

Èste es el caso de Nabokov, cuya obra continúa vigente, en calidad literaria y en innovación expresiva, después del fallecimiento de su autor. Foto: Anagrama

De lo mucho (y es mucho) que se pueda desgranar como aprendizaje literario de estas páginas, una de las lúcidas curiosidades sería cuando, en ocasiones, se está tentado (sonrisa mediante) en considerar si la ‘ofensa’ recibida por  parte de un escritor de tan preclara inteligencia, se recibe el golpe no ya de lo duro de su discurso sino de la meridiana transparencia con la que se expresa (y en ello expone a su enemigo). Leamos: “No diré gran cosa del párrafo que el señor Wilson dedica a mis notas sobre prosodia. Simplemente no vale la pena. Le ha echado un vistazo a mi ‘tedioso e interminable Apéndice’ y no ha comprendido las cuatro cosas que ha conseguido espigar” Se ha dicho siempre que un buen enemigo honra, de algún modo, a quien le tiene como tal, salvo, habría que decir, que la calidad sea tal que le obligue a un largo ocultamiento dada la rotundidad del ataque recibido; mejor no asomar por si le vuelven a zurrar. Con fundamento, con argumentación.

El caso es que este libro, sería injusto no señalarlo, rezuma amor por la literatura, juicios inteligentes y oportunos sobre su naturaleza intrínseca (poesía, ritmo, el valor de las palabras), todo lo que, al fin, sirve para resaltar una vez más aquello en lo que Nabokov ha insistido tanto a lo largo de su carrera de escritor: la importancia del detalle. Y detalle, puestos  a considerar armoniosamente el texto, lo es todo.

No sería difícil, no, estimar el marchamo de autodefinición que el propio escritor ha acuñado para sí: “Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño” Leer para creer.

ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE Culturamas. Ver ORIGINAL aquí. Prohibida su reproducción.

LECTURAS Una niña adorada marca el territorio de lo cruel: Ana Clavel

sábado, septiembre 9th, 2017

Todo objeto de deseo se vuelve, en la fantasía, fetiche y uno de los más fascinantes fetiches de nuestra época es precisamente Lolita. ¿No es acaso la esencia de Lolita una encarnación o sucedáneo del objeto amoroso perdido, de ese inefable placer que nunca se ha de alcanzar?

Ciudad de México, 9 de septiembre (SinEmbargo).-Ana Clavel explora tales territorios en busca de los secretos y misterios de esas chiquillas dulces, pero también terribles, según la fuerza del deseo que desanudan.

Este ensayo sobre las nínfulas se estructura a partir de cuatro núcleos temáticos. En el primero, “Lolita: fundación de un mito”, se tratan algunas peculiaridades en torno al personaje creado en 1955 por Vladimir Nabokov.

En el segundo se indagan los antecedentes del arquetipo, con especial atención en Alice Liddell (no tanto la niña en quien se basó el personaje de Alicia en el País de las Maravillas, sino a quien Lewis Carroll fotografió con fascinación) y en Caperucita roja.

La tercera sección explora un territorio todavía virgen en la arqueología de las Lolitas: la interioridad de la nínfula.

La cuarta sección analiza algunas de las más destacadas creaciones de nínfulas en artes como la pintura, la fotografía y el cine, en busca del fulgor de la pequeña diosa más allá del estereotipo.

Un libro polémico. Foto: Especial

Fragmento del libro Territorio Lolita, de Ana Clavel, publicado con autorización de Alfaguara

Lolita: del arquetipo al estereotipo

Señala Mauricio Molina en “Las nínfulas extra- ñas”, un estupendo ensayo sobre el tema:

Lewis Carroll, Vladimir Nabokov y Balthus dieron forma a uno de los arquetipos femeninos más inquietantes de la cartografía imaginaria de la literatura y el arte modernos. Carroll, al destruir los desnudos en sepia de aquellas niñas dio origen al Mito; Vladimir Nabokov le dio nombre y lenguaje en su ya clásica novela, y Balthus, finalmente, lo puso en escena.

A decir de R. H. Moreno Durán, hay dos clases de muchachas que caen en los “límites temporales” de Nabokov para definir a una nínfula: “a) la bobby-soxer, es decir, la niña hasta los trece años; y b) la teen-ager, que va de los trece a los diecinueve años. Lolita (y la mayor parte de las nínfulas nabokovianas) es una bobby-soxer, apelativo que viene de bobby-sox, o sea media tobillera”.

Guardo, sin embargo, algunas diferencias. Yo nunca pensaría en Lolita como sólo una niña. Para mí es un ser que coletea entre dos aguas: la niñez y la adolescencia núbil. Un ente anfibio, ambiguo, que se resiste a las definiciones, escurridizo por naturaleza. En cambio, sin lugar a dudas, la Alicia de Carroll sí es una niña. Por ningún motivo diría que es una Lolita, sino su hermana menor. Máxime que Lolita, además de su edad fronteriza, es una suerte de enfant fatale según queda sugerido con su actuación seductora y deliberada frente al deseo de Humbert Humbert a lo largo de la novela, que, no hay que olvidar, está narrada desde el punto de vista del deseo masculino. Por otro lado, la fascinación de Carroll por la pequeña Alicia, a quien trata de complacer con la historia del País de las Maravillas y retrata como modelo sui géneris, nos habla más del reverendo Dodgson, alias Lewis Carroll, con su fascinación por la inocencia edénica, que de la niña Alice Liddell. Mucho se ha hablado de Carroll como pederasta pero, hasta donde sabemos, él sólo contempló, se fascinó y fotografió a muchas niñas, incluida la protagonista de su libro. Y habría que tener cuidado con semejante declaración: fantasías y deseos no convierten a alguien en un abusador. Habría que recordar cuántos de nosotros no hemos deseado alguna vez la muerte de alguien, pero eso no nos convierte en asesinos… Por su parte, el deseo del personaje Humbert Humbert, que es un ninfolepto declarado, nos sugiere los caprichos y apetencias de la propia Lolita, así sea desde la visión de un ego libidinal y erotizado, que es el punto de vista narrativo del propio Humbert. En un caso, estaríamos ante la contemplación unidireccional de un objeto del deseo (Alicia) más abiertamente del lado de lo  que provoca en el sujeto deseante (Carroll); en el otro caso, nos encontramos en la interacción en doble dirección de un objeto de deseo (Lolita) que se vuelve sujeto y, a su modo —inexperto, puro, cruel, siempre tamizado por la mirada anhelante que la describe—, convierte al anterior sujeto deseante (Humbert) en su juguete.

En un interesante ensayo “De Lolitas y otros males”, Meritxell Torrent Lozano busca rastrear esos antecedentes en estudios ya canónicos sobre arquetipos femeninos, sin encontrar muchos resultados:

Los arquetipos de la femme fatale han sido estudiados exhaustivamente desde el siglo pasado hasta nuestros días, de forma que las mujeres-fiera (esfinges, sirenas, arpías…), las mujeres diabólicas (vampiras, brujas, súcubos…) y las modernas mujeres mecánicas nos son a todos conocidas. Y sin embargo, al profundizar en las ya célebres tipologías de Bram Dijkstra (Idols of Perversity), Mario Praz (La carne, la muerte y el diablo), Erika Bornay (Las hijas de Lilith) y Pilar Pedraza (Las últimas ogresas: histéricas, vampiras y muñecas) se echa de menos la nínfula, ese “pequo demonio mortífero”, como diría Humbert Humbert.

La ensayista ve en el personaje de Salomé, ampliamente tratado por la literatura (Wilde, Flaubert, Laforgue) y el arte (Toudouze, Beardsley), un antecedente bíblico de Lolita, aduciendo que en realidad se trataba de una niña, como al parecer es considerada por Patrick Bade en su estudio Femme Fatale. Images of Evil and Fascinating Women (1979) y por otros autores. Sin embargo, habría que precisar que la creación de Lolita como un mito, si bien tiene antecedentes en la literatura de otras épocas, obedece a un contexto particular, con circunstancias que hasta entonces impedían entronizar a la “niña-hembra” como un nuevo arquetipo. Dentro de esas condiciones se encontraba específicamente una mirada suficientemente atenta como para establecer el concepto y los límites temporales de la niñez y la pubertad frente a la adolescencia y la adultez, en épocas en que ni siquiera era clara su presencia en términos sociológicos. ¿Era en realidad Salomé una niña, una púber o más bien una adolescente cercana a convertirse en una joven adulta de veinte años? Y es que el criterio de la edad es importante para definir a la nínfula, ese ser en tránsito que en la descripción de Nabokov-Humbert oscila entre los nueve y los catorce años, antes de que la magia letal se disipe y se convierta “en una ‘jovencita’ y después en una ‘muchacha’, ese colmo de horrores”.

No es que no se tenga noticia de la pasión amorosa de ciertos hombres por algunas pequeñas, pero al menos en los casos de Dante y Petrarca sólo se conserva registro de un amor platónico e idealizado, muy acorde con el dolce stil nuovo. De hecho, en el caso de Dante, que “se enamoró de Beatriz cuando ella tenía nueve años”, según refiere Humbert en la novela de Nabokov a manera de justificación, no se aclara que el poeta florentino, como lo refiere él mismo en el comienzo de la Vita Nuova, tenía también nueve años, época en que todavía no soñaba ni con convertirse en poeta:

Nueve veces ya, desde mi nacimiento, el cielo de la luz había vuelto a un mismo punto, en lo que concierne a su propio movimiento giratorio, cuando ante mi vista apareció por vez primera la gloriosa dueña de mi intelecto, que fue llamada Beatriz por muchos que no sabían cómo se llamaba. Ella había estado en esta vida tanto tiempo como emplea el estrellado cielo en moverse hacia oriente una de las doce partes de un grado, y así, casi al principio de su noveno año apareció ante mí, y yo la vi casi al final de mi noveno.

Conocido es el caso del poeta Edgar Allan Poe, quien, al parecer, casó con su prima Virginia Clemm cuando ella tenía trece años de edad —aunque el acta matrimonial decía que tenía veintiuno—. Fue una relación idealizada, aquejada por los fantasmas de la libido atormentada del escritor, quien dedicaría el poema Annabel Lee a la memoria de su prima-esposa, fallecida a los veinticuatro
años de edad.

No tan célebre como el caso Virginia Clemm y Edgar Allan Poe es el de Helena de Esparta, codiciada y raptada de niña por Teseo, según nos refiere Calasso en Las bodas de Cadmo y Harmonía:

Un día Pirítoo se sintió solo, hacía poco que había muerto su esposa Hipodamía. Pensó en visitar a su amigo Teseo, en Atenas. Y el viudo encontró a otro viudo: Fedra se había ahorcado. Como tantas otras veces, hablaron largo y tendido, y no tardaron en proyectar nuevas hazañas. Hay una niña en Esparta, decía Pirítoo, tiene diez años y es más hermosa que cualquier otra mujer. Se llama Helena. ¿Por qué no raptarla? Cuando se hubieron apoderado de Helena, se la jugaron a los dados. Venció Teseo.

Se trata de la famosa Helena, hija de Zeus y Leda, hermana de los dioscuros Cástor y Pólux, según la mitología, mucho antes de casarse con Menelao y provocar la guerra de Troya, tras su huida con Paris. Criada en Esparta, solía participar en juegos corporales muy a la usanza de las costumbres de su entorno, cuando fue vista por Teseo y despertó su pasión:

Al igual que las jóvenes espartanas, jugaba fuera de casa con los varones, “en carreras y ejercicios de palestra, con los muslos desnudos y los cabellos sueltos”. Un día, un extranjero de Atenas, acompañado de un amigo, se paró a mirarla. “Así que con razón se inflamó Teseo, que lo conocía todo, y pareciste una digna rapiña [digna rapiña] a un hombre tan grande, mientras jugabas reluciente de aceite en la palestra, según los usos de tu gente, hembra desnuda mezclada con varones desnudos.”  Helena encontró entonces a su primer hombre: tenía doce años y Teseo cincuenta. Teseo la sodomizó y la encerró en la roca de Afidna. Allí estaba la madre de Teseo, Etra, y a ella fue confiada Helena, porque Teseo estaba impaciente por otras hazañas con Pirítoo. Esta vez descenderían al Hades. Furiosos, los dos gemelos Cástor y Pólux siguieron la pista de la hermana. Llegaron a Afidna cuando Teseo ya se había ido. Asediaron la roca y reconquistaron a Helena.

También tenemos noticia del amor idealizado del maduro príncipe Genji por la pequeña Murasaki de nueve años de edad en la primera novela japonesa, Genji monogatari, del siglo XI. No obstante, como señala Mauricio Molina, fue Nabokov el primero en dar una dimensión mitológica a un deseo no por callado menos poderoso y presente: la fascinación por las niñas —y por extensión, niños— púberes.

Pero si se quiere hablar del “paraíso infernal” al que se enfrenta un ninfulómano consumado habría que esperar esa bomba de tiempo que fue la etapa victoriana para que de las cenizas de la represión surgiera la pequeña diosa, inconsciente de su “fantástico poder”, primero en esas manifestaciones precursoras de la Salomé vista precisamente por creadores decimonónicos (Wilde, Flaubert, Laforgue, Toudouze, Beardsley), o esas otras hermanas menores de Lolita: las “josefinas” austríacas del XIX y la propia Alice Liddell, retratada por el reverendo Dodgson, otro caballero victoriano. Antes de la bomba de tiempo que en terrenos de dispositivo de represión moral y sexual significó la etapa victoriana, la vida en las aldeas y villorrios era más permisiva y hasta celebratoria. Basta ver un par de cuadros como La boda campesina (c. 1566-1569) o Los proverbios flamencos (1559) del pintor Brueghel el Viejo para corroborarlo. Echemos un vistazo a la historia de la sexualidad según San Foucault, quien documentó una tolerancia respecto a las prácticas “ilícitas” a comienzos del siglo XVII:

Los códigos de lo grosero, de lo obsceno y de lo indecente, si se los compara con los del siglo XIX, eran muy laxos. Gestos directos, discursos sin vergüenza, trasgresiones visibles, anatomías exhibidas y fácilmente entremezcladas, niños desvergonzados vagabundeando sin molestia ni escándalo entre las risas de los adultos: los cuerpos se pavoneaban.

A ese deleite de puertas abiertas había seguido la monotonía y la oscuridad generada por la doble
moral de puertas cerradas correspondiente a la burguesía victoriana. Se impone un riguroso y represor silencio en torno al sexo. Y al reprimirlo y silenciarlo, se niega su existencia. Y si en caso extremo hay que hacerle lugar a las sexualidades ilegítimas, será en espacios proscritos por la ley o condenados a una oculta intimidad:

El burdel y el manicomio serán esos lugares de tolerancia: la prostituta, el cliente y el rufián, el psiquiatra y su histérico —esos “otros victorianos”, diría Stephen Marcus— parecen haber hecho pasar subrepticiamente el placer que no se menciona al orden de las cosas que se contabilizan; las palabras y los gestos, autorizados entonces en sordina, se intercambian al precio fuerte. Únicamente allí el sexo salvaje tendría derecho a formas de lo real, pero fuertemente insularizadas, y a tipos de discursos clandestinos, circunscritos, cifrados. En todos los demás lugares el puritanismo moderno habría impuesto su triple decreto de prohibición, inexistencia y mutismo.

Recordemos entonces: en el caso de Alice Liddell, la pequeña que inspirara el célebre personaje y que fuera fotografiada por Carroll en un grado de fascinación que la convierte en un antecedente de Lolita, con el parentesco absoluto de una hermana menor, nos hallamos en plena época victoriana, una era de susurros y secretos. Qué tanto esa etapa de doble moral sigue presente en nuestros días neopuritanos, políticamente correctos, de poluciones y pasiones asépticas, es evidente en una sociedad que tolera el abuso hipercapitalista, incluido el sexual en todos los ámbitos, y que al mismo tiempo cuestiona y censura una exposición fotográfica como la retrospectiva Controversias. Una historia ética y jurídica de la fotografía (2008) en el Museo Fotográfico del Elíseo de Lausana, Suiza, que incluía los polémicos desnudos de una pequeña Brooke Shields, captada por la lente de Garry Gross.

Pero también habría que tener presente que la llamada “era victoriana” horadó más profundamente las psiques por cuanto la represión ejercida en materia sexual, como vimos en la sección previa, provocó cuadros de ansiedad y culpa. En una primera modalidad, se situó la idealización de la infancia por caminos del deseo edénico y sublimado.

En una segunda opción, apareció la tendencia creciente de descargar en el objeto de deseo buena
parte de la responsabilidad de la pasión desatada. En este sentido, el concepto de “disposición perversa polimorfa” de la niñez, dado a conocer por Sigmund Freud en sus Tres ensayos de teoría sexual, vino muy pronto a abonar el terreno de una infancia precoz con tintes de “malignidad” tan común en la mirada convencional y estereotipada en el tema de las Lolitas. Pero si uno recuerda que Freud habla de “que bajo la influencia de la seducción el niño pueda convertirse en un perverso polimorfo, siendo descaminado a practicar todas las trasgresiones posibles”, esto se debe a que tales trasgresiones no encuentran demasiada resistencia, ya que el niño, precisamente por su edad, no ha incorporado todavía “los diques anímicos contra los excesos sexuales: la vergüenza, el asco y la moral”. De hecho, para el padre del psicoanálisis esa capacidad es “algo común a todos los seres humanos, algo que tiene sus orígenes en la uniforme disposición a todas las perversiones”. ¿Y qué es una perversión, en su sentido etimológico y literal, sino un desviarse de un cauce considerado como principal?

Más allá de la ansiedad y la culpa del deseo reprimido y luego desatado, más allá también de los
intereses comerciales y los poderes fácticos actuales que explotan el icono de una Lolita convertida en estereotipo de niña-fatal, qué difícil situar a la nínfula en ese campo minado, donde ni la inocencia absoluta ni la malignidad perversa sean los únicos caminos para explorar su interioridad más compleja, constelada de obsesiones, miedos, fantasías, cimas, abismos particulares, pero sobre todo su propio y legítimo deseo.

Atisbos a la interioridad de la nínfula

Si bien al publicar Lolita Vladimir Nabokov funda un mito, no es la primera vez que estos seres de “gracia letal”, como los definiría el escritor ruso en esa obra canónica, hacían su aparición en la tradición literaria. Aquí dos casos que vale la pena…

En 2013 ganó el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska. Foto: Especial

Ana Clavel (Ciudad de México, 1961). Es autora de los libros de cuentos: Fuera de escena, Amorosos de atar, Paraísos trémulos y el volumen de cuentos reunidos Amor y otros suicidios. Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 1991. Medalla de Plata 2004 de la Société Académique Arts-Sciences-Lettres de Francia. Los deseos y su sombra, novela traducida al inglés con el título Desire and Its Shadow (Aliform Publishing). Su novela Cuerpo náufrago (traducida al inglés con el título Shipwrecked Body bajo el sello Aliform Publishing en 2008). Las Violetas son flores del deseo(traducida al francés por Éditions Métailié en 2009 y al árabe por Dar-Al-Farabi en 2011) obtuvo el Premio de Novela Corta Juan Rulfo 2005 de Radio Francia Internacional. Su novela El dibujante de sombras ha sido traducida al francés con el título Le dessinateur d’ombres por Éditions Anne Carrière. En 2013 ganó el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska.

Famosos que también son psicólogos, físicos y doctores

domingo, noviembre 29th, 2015

Te presentamos una lista de algunos cantantes y actores famosos que también se dedican a otras cosas.

Ciudad de México, 29 de noviembre (SinEmbargo/TheHuffingtonPost).– El 101º aniversario del nacimiento de la actriz Hedy Lamarr ha inspirado a los diseñadores de Google para recordar en uno de sus doodles a la que fue calificada como la mujer más bella del mundo.

Pero también a la brillante inventora que creó un sofisticado sistema de salto de frecuencias de comunicaciones para torpedos en el que se inspira la tecnología móvil actual. Esta doble vida de Lamarr es un caso raro, pero no único.

Aunque el éxito en el mundo de la farándula suele eclipsar otras facetas de los artistas y cortar de raíz carreras prometedoras, algunas celebridades esconden una insólita formación científica e incluso en ciertos casos han aportado su granito de arena al progreso del conocimiento.

Hedy Lamarr (1914-2000)

Foto: istitutofemminile

Foto: istitutofemminile

Conocida por ser la actriz protagonista en Sansón y Dalila (1949).

También fue inventora de un sistema de comunicaciones para torpedos radiocontrolados.

Nacida en Viena (Austria) como Hedwig Eva Maria Kiesler, Hedy Lamarr comenzó su carrera como actriz en Europa. En 1937 emigró a Estados Unidos para escapar de su tiránico marido Friedrich Mandl, un empresario judío que vendía armas a los regímenes de Hitler y Mussolini. En Hollywood protagonizó más de 20 películas de la mano del productor y cofundador de la Metro Goldwyn Mayer, Louis B. Mayer, y en compañía de actores como Clark Gable, James Stewart o Spencer Tracy. A principios de los años 40 conoció al compositor George Antheil, con el que desarrolló un sistema de saltos de frecuencias de comunicación basado en el mecanismo de la pianola y que impedía que los torpedos radiocontrolados fueran interceptados por el enemigo. Aunque el invento, patentado en 1942, no fue apreciado de inmediato, hoy se considera precursor del WiFi y el Bluetooth.

Vladimir Nabokov (1899-1977)

Vladimir Nabokov

Conocido como escritor, autor de Lolita /1955)

También fue lepidopterólogo en la Universidad de Harvard.

El autor de la inmortal Lolita combinaba su trabajo literario con una pasión por las mariposas, hasta tal punto que en una ocasión dijo: “Los placeres y recompensas de la inspiración literaria no son nada frente al éxtasis de descubrir un nuevo órgano bajo el microscopio o una especie no descrita en una montaña de Irán o Perú”.

En los años 40 fue conservador de la colección de mariposas del Museo de Zoología Comparada de la Universidad de Harvard. Nabokov se opuso a la nueva corriente de clasificación de las mariposas basada en la genética, aferrándose al sistema clásico de observación de los genitales, una tarea a la que dedicaba horas sentado al microscopio. Su colección de genitales de mariposas hoy se conserva en el Museo de Historia Natural de Harvard.

Natalie Portman (1981)

Foto: EFE

Foto: EFE

Conocida por ser la actriz de Star Wars (1999-2005) y Cisne negro (2010).

También es psicóloga por la Universidad de Harvard.

El papel de Padmé Amidala en la trilogía-precuela de Star Wars lanzó al estrellato a la israelí-estadounidense Natalie Portman. Su carrera en la pantalla había arrancado en 1994 como Mathilda, la niña que le ablandaba el corazón al asesino profesional interpretado por Jean Reno en Léon. Aún era estudiante de instituto cuando rodóStar Wars I: La amenaza fantasma, pero su dedicación al cine no le impidió matricularse en 1999 en la Universidad de Harvard y compaginar sus estudios de psicología con el rodaje de la segunda parte de la trilogía.

“Prefiero ser inteligente que estrella de cine”, dijo en una ocasión. Se licenció en 2003, siendo ya coautora de un estudio (firmado con su nombre real, Natalie Hershlag) publicado en la revista NeuroImage bajo el título Activación del lóbulo frontal durante la permanencia de objetos: datos de espectroscopía infrarroja cercana. El trabajo correlacionaba la maduración del cerebro de los niños en la formación de imágenes mentales con la actividad de la corteza frontal del cerebro.

Brian May (1947)

Foto: EFE

Foto: EFE

Conocido como músico, guitarrista y compositor de Queen.

También es doctor en Astrofísica por el Imperial College London.

El de Brian May parecía un caso típico de estrella del rock que abandona los estudios. Nacido y criado en Londres, pasó del instituto al Imperial College London para licenciarse en Física. Al mismo tiempo, sus escarceos con la música le llevaban en 1970 a fundar Queen junto a Freddie Mercury, Roger Taylor y John Deacon. Ese año, May comenzaba un doctorado en Astrofísica dedicado a estudiar la luz zodiacal, una banda de resplandor nocturno causada por la dispersión luminosa de las partículas de polvo en el Sistema Solar.

Pero por entonces otra banda iba a acaparar toda su atención: tras el éxito de los dos primeros álbumes de Queen, en 1974 May dejó empantanado su doctorado habiendo publicado ya dos estudios sobre la luz zodiacal, el primero de ellos nada menos queen la revista Nature y el segundo en la también prestigiosa Monthly Notices of The Royal Astronomical Society. El autor de I want it all y We will rock you no retomaría sus estudios hasta 2006.

Por fin en 2007, 37 años después de haberla comenzado, leyó su tesis, Un estudio de las velocidades radiales en la nube de polvo zodiacal. Actualmente May compagina su actividad musical con sus investigaciones del polvo zodiacal, materia sobre la quesigue publicando.

Danica McKellar (1975)

Foto: EFE

Foto: EFE

Conocida por ser la actriz que interpreta a Amy Farrah Fowler en la serie The Big Bang Theory y anteriormente la protagonista de Blossom.

También es doctora en Neurociencia por la Universidad de California en Los Angeles.

En el caso de la californiana Mayim Bialik la ficción imita a la realidad: después de su incorporación a la serie The Big Bang Theory, que le ha devuelto la fama internacional, los guionistas decidieron que su personaje sería, como ella, neurocientífica.

Bialik ingresó en la Universidad de California en Los Ángeles para estudiar una licenciatura tras terminar el rodaje de Blossom. En 2007 leyó su tesis doctoral sobre la actividad cerebral en pacientes de una rara enfermedad genética: Regulación hipotalámica en relación a los comportamientos maladaptativos, obsesivo-compulsivos, afiliativos y de saciedad en el síndrome de Prader-Willi. Después de su doctorado, Bialik dejó la ciencia para centrarse en la interpretación y en su maternidad.

ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE THEHUFFINGTONPOST. Ver ORIGINAL aquí. Prohibida su reproducción