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Google homenajea con un doodle a Nicanor Parra por el 107 aniversario de su natalicio

domingo, septiembre 5th, 2021

El autor, que falleció en 2018 a los 103 años, es reconocido como uno de los grandes poetas latinoamericanos, escribió hasta el último de sus días e impartió clases hasta pasados los 100 años.

Santiago de Chile, 5 sep (EFE).- El célebre poeta chileno Nicanor Parra luce este domingo en el “doodle” del buscador Google, el más utilizado de Internet, como un homenaje por el 107 aniversario de su natalicio.

La imagen, en la que se observa al escritor frente al pizarrón, en su faceta de profesor universitario, fue ilustrada por la dibujante Olivia When, quien afirmó que la inspiración para el diseño provino del “trabajo de Parra y de la antipoesía como reflejo de la vida moderna”.

El autor, que falleció en 2018 a los 103 años, es reconocido como uno de los grandes poetas latinoamericanos, escribió hasta el último de sus días e impartió clases hasta pasados los 100 años.

De formación físico y nacido en una familia de músicos populares (es hermano mayor de la legendaria folclorista Violeta Parra), el autor abrazó a la lírica para crear la antipoesía, un estilo de verso rupturista, más directo, coloquial, que también usaron otros escritores chilenos como Pablo Neruda o Vicente Huidobro.

El poeta chileno Nicanor Parra. Foto: EFE

Su extensa trayectoria artística lo llevó a ser uno de los protagonistas del panorama cultural nacional a partir de la segunda mitad del siglo XX y posteriormente una reconocida figura literaria en todo el mundo.

La influencia de su trabajo y su propuesta estética lo hicieron merecedor de importantes reconocimientos a nivel local e internacional, tales como el Premio Cervantes (2011) -el máximo galardón de la literatura hispana-, el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2012) o el Premio Reina Sofía (2001).

Entre su repertorio de innumerables obras, traducidas a diversos idiomas, destacan “La cueca larga”, “Versos de salón”, “Artefactos”, “Hojas de Parra” y “Obras Públicas”.

Conocido por su carácter irreverente y audaz, Parra, que se postuló sin éxito al Premio Nobel cinco veces, cuestionó con su prosa y verso a la derecha y la izquierda chilena, además de poner en jaque a la Iglesia católica.

Admirado por Bob Dylan, Allen Ginsberg y Roberto Bolaño, el poeta fue un profundo devoto de clásicos como Cervantes, Shakespeare y Dante y, según confesó una vez a Efe, de Gonzalo de Berceo.

En el contexto de este homenaje, Carlos Peña, rector de la Universidad Diego Portales e integrante del directorio de la Fundación Nicanor Parra, sostuvo que “Parra sabía que la poesía es el esfuerzo por mostrar que lo que más importa, aquello que pugna por salir en el habla de todos los días, no podrá ser nunca dicho”.

“A veces el reconocimiento viene de afuera”, Gutiérrez Müller lee fragmento del poema “Epitafío”

viernes, julio 10th, 2020

La publicación del video en las redes sociales de la esposa del primer mandatario, donde da lectura a un fragmento de “Epitafio”, causó miles de reacciones de quienes interpretaron la lectura como un apoyo a su esposo.

Ciudad de México, 10 julio (SinEmbargo).- La escritora Beatriz Gutiérrez Müller  señaló que a veces el reconocimiento al trabajo viene de fuera, pero al final  termina siendo universal, luego de dar lectura a un extracto de la obra literaria “Epitafio” de Nicanor Parra, como parte de la Estrategia Nacional de Lectura del Gobierno federal.

La frase que se interpretó como un apoyo a su esposo, el Presidente Andrés Manuel López Obrador tras su visita a Estados Unidos para la celebración del nuevo Tratado Comercial (T-MEC).

En el fragmento leído, el poeta de Nicanor Parra quien hace referencia a la poeta chilena Gabriela Mistral, ganadora del Premio Nobel de Literatura, pero nunca obtuvo el premio municipal de su región.

“Las paradojas que tiene también la literatura, a veces se necesita triunfar fuera para ser reconocido dentro”, dijo la también historiadora al recordar a Lucila Alcayaga nombre real de Mistral.

La publicación del video en las redes sociales de la esposa del primer mandatario causó miles de reacciones de quienes interpretaron la lectura como un apoyo a su esposo.

“Muy cierto Señora Beatriz, los que vivimos fuera de México valoramos y apreciamos el gran trabajo que está haciendo su esposo con todo México, especialmente con los más necesitados. Ayer con su visita de Trump, el Presidente de México dio un ejemplo de diplomacia para el mundo”, se lee en uno de los comentarios.

Comentario que coincide con la lectura, del fragmento.

“Yo soy Lucila Alcayaga, alias Gabriela Mistral, primero me gané el Nobel y después el nacional, a pesar de que estoy muerta me sigo sintiendo mal, porque no me dieron nunca el premio municipal, leyó la escritora.

Alejandro Zambra: “Este libro es, sobre todo, un elogio de la lectura”

sábado, septiembre 22nd, 2018

La inconfundible voz de Alejandro Zambra se oye con fuerza y delicadeza en las páginas de este libro que, alentados por la paradoja del título, podemos comprender como un originalísimo elogio de la lectura.

Ciudad de México, 22 de septiembre (SinEmbargo).- Hacerle una entrevista a Alejandro Zambra es siempre intimidante. Lo conocemos desde hace muchos años, pero en las notas, a menudo trata con encontrar la palabra cierta, el término justo. Pero se presta. Ahora que tiene un nuevo libro reeditado, como esas cebollas que en un mercado tienen varias vidas, salió primero en Chile, luego en Argentina y ahora sale en todo el mundo por medio de la editorial Anagrama.

Yael Weiss decía en confianza en el Hay Festival que ese título No leer la ponía un poco en guardia, que era una especie de anti-ensayo, pero lo cierto es que al leerlo uno se mete como si leyera los libros de Franz Kafka o de Fiodor Dostoievski. Afuera nieva o llueve o matan a una golfista en un campo de los Estados Unidos, pero tú ahí pensando en si te gusta tanto Cesare Pavese como has dicho (al cabo leíste unos cuantos poemas, pero no leíste más), que es un poco lo que le pasa a Alejandro Zambra mientras va a su pueblo natal, Santo Stefano Belbo.

¿Los poemas de Roberto Bolaño son como sus personajes? ¿Y por qué a este cultor un poco de la literatura fragmentaria le gusta tanto Fabián Casas, que es el gran autor de la literatura de a poco, que conforme lo vas leyendo se vuelve un universo extraño? ¿Fabián Casas siempre empieza por el no, que es un poco lo que hace Zambra, ese chileno amigo y al mismo tiempo intimidante, que no sabe si le gusta tanto Pavese, aunque luego no y después sí?

–Poniéndome en plan de editor, me parece bien haber reeditado este libro…

–La historia tiene una prehistoria, que es lo que cuento en la introducción. Básicamente cuando trabajé como crítico literario en Las últimas noticias. Fue en el año 2002. Fue un tiempo divertido y formativo. Pensé en ese momento que todos los editores eran iguales, pero me enfrenté con una persona que absorbía la edición con tanta pasión. Que alguien leyera tan de cerca lo que escribía, me pareció gratificante, intimidante, impresionante, que me hiciera rehacer un párrafo. Esa situación ideal de escritura surgió. No se intentaba apropiar del texto ni cambiar tu opinión. Era amor a las palabras, que yo también sentía. Que apareciera alguien como Andrés Braithwaite que me llamara a la 1 de la mañana para sacar una coma y luego a la 1:30 para volver a ponerla, fue un aprendizaje muy grande. Yo creía que sabía hacerlo todo, luego caché que no sabía nada. Sin embargo, tuve mucha suerte de caer justo ahí. La prensa chilena es minúscula, en comparación con México. Hay tres o cuatro diarios, ser el crítico literario de uno de los diarios era bastante relevante para los 27 años que tenía yo. A Andrés no le importaban los antecedentes ni que había estudiado. Luego fue muy importante que leí mucha narrativa que no había leído.

Este libro tiene un gozo raro, porque son colaboraciones de prensa, que no tiene nada que ver con el texto literario. Foto: eldiario.es

–El libro se lee fácil. No tiene la coma y luego la y, un error tan popular en esta época poco gramaticales…

–(risas) Lo cierto es que no estaba tan interesado en las novedades literarias. Leía a muchos clásicos. Ocupaba un lugar de evaluador, tenía que bajar o subir el pulgar y esa no era mi vocación quién era bueno o malo.

–¿No era tu vocación ser crítico de libros?

–Me interesaba mucho escribir sobre literatura, pero no necesariamente ser un crítico de libros. Puesto a dictaminar lo que sí y lo que no, lo sufría un poco. Lo trataba de hacer bien, no era disolverlo todo en una especie de opinión compasiva. Sí trataba de que se hiciera visible la arbitrariedad. No quería crear la ilusión de objetividad.

–¿Te has arrepentido de algunos juicios del pasado?

–No sé. Caso a caso probablemente sí, uno cambia como lector. La mayor estafa de la apuesta crítica es que el crítico cambia y sin embargo queda su reseña como definitiva. Cuando hablas mal de un libro tiene mucha repercusión. El mundo del teatro o del cine la gente suele ver las obras de los demás, pero en literatura es demasiada la gente que habla sin haber leído los libros. Es muy difícil hablar de lo que te gusta, dar testimonio de la admiración es muy sospechoso.

–Estableces una referencia a Fabián Casas y me haces acordar mucho a él. Sobre todo cuando empieza con un no, cuando dice no me gustaba o le tenía miedo…

–No soy tan amigo de él, pero lo siento como un hermano. El placer por escribir y la obra de Fabián tiene esas veleidades, no se ha dedicado a la novela. Hay un vínculo con la poesía. Me interesa también Pedro Mairal, que ha ido por varios caminos simultáneos. A mí me pasa eso también. Cuando la escritura se vuelve obligatoria me incomoda muchísimo. Ahora hice otro libro con Andrés Braithwaite, que va a salir en Chile, ha sido muy placentero el reencuentro.

–¿Los textos para ti son siempre reeditables?

–Sí y eso es gozoso. Este libro tiene un gozo raro, porque son colaboraciones de prensa, que no tiene nada que ver con el texto literario. Las únicas condiciones de producción que respeto totalmente son las que no tienen compromiso, que no hay que entregarla a la hora del cierre. La novela está sumamente dispuesta a fracasar, pero escribes sabiendo que todo puede quedar en nada. Las colaboraciones de prensa son un trabajo y está muy interesante como formato. Es como escribir sonetos obligatoriamente. Como un juego, una camisa de fuerza que es interesante examinar. Se parece muy poco a la escritura literaria.

–Pero tú eres escritor

–Sí, es cierto, se va contaminando. Me pasó mucho que cuando escribía en prensa había cosas que terminaban en la ficción. Se generaban unos vasos comunicantes y se teñía todo con esa contingencia un poco voluntaria. Ese artículo de Pavese me acuerdo que me pidió un texto de viajes, iba a estar cerca del pueblo natal y justo en el momento de proponerlo era el centenario. Era una excusa para releerlo bien, pero se van contaminando las cosas. Es muy frustrante la escritura en medios, uno no queda conforme, la errata te queda ahí dando vueltas…

–Hablas de la poesía de Bolaño y dicen que son sus personajes…

–Yo quería entrar por ahí. Los poemas que escribirían los personajes de Bolaño, que nunca leemos sus poemas, él construye magistralmente la atmósfera de la poesía, pero no sus poemas. Creo que leyendo los poemas de Bolaño, hay una gran cercanía con los personajes. Cuando comenzamos a leer su poesía, allá por 1997, veíamos que era alguien que leía la poesía chilena con los mismos énfasis que nosotros. Era muy natural entender su mirada sobre la poesía chilena y él hablaba de Gonzalo Millán, que estaba para nosotros en un lugar relevante, pero sabíamos que no era tan conocido.

–A tu amigo Álvaro no le gusta Zurita, ¿a ti tampoco?

–No, me gusta muchísimo Fernando Zurita. No me interesaba tanto cuando tenía 18 años. Al final lo he tenido cerca, lo he conocido mucho y me parece que cada vez más conectada su poesía con su manera de pensar. Con el tiempo lo he ido entendiendo con una forma más amalgamada con su forma de ser.

–¿Cómo sientes este libro?

–Que es un libro escrito sin ninguna conciencia. Es imposible ponerse en la situación de escritura, porque junta tiempos muy disímiles. El movimiento editorial de una casa a la otra me resultó muy significativo y doloroso, que tiene que ver con un ensayo sobre Nicanor Parra, que lo reemplacé cuando murió. Es un motivo editorial a la vez que sentimental. Sentía el efecto fúnebre de cerrar un texto sobre Nicanor que es para mí alguien muy importante.

–El efecto fúnebre también se traslada a Bolaño, a Pedro Lemebel…

–Sí, el libro tiene ese efecto fúnebre, se cargó de muertos. Está Gonzalo Millán también. Disfruté de meter algunos textos como esos tres textos paródicos que están en el medio, sobre el Papa, sobre el horóscopo chino, escribí mucho sobre eso alguna vez. La guía de vinos que leo como si fuera un libro de poesía. Creo en la ilusión del libro nuevo, me tocó editarlo y tiene 100 páginas más que la última edición, me tocó editarlo mientras hacía Tema libre, un libro de ensayos y de crónicas más literarias, con una escritura fuera de la prensa, más cerca de la literatura en términos de producción. Los espejeo a los dos libros. Me interesa ese tipo de diferencias. Ahora estoy intentando terminar muchas cosas y viene tiempo de publicación.

Un libro para guardar en la mesa de luz. Foto: Especial

Fragmento de No leer. Crónicas y ensayos sobre literatura, de Alejandro Zambra. Edición de Andrés Braithwaite, con autorización de Anagrama

NOTA DEL AUTOR

En eso, mis amigos, consiste nuestro arte: en irse por las ramas, derecho a lo esencial. Raúl Ruiz

La idea de armar este libro fue de Andrés Braithwaite, que fue también quien aceptó mis primeros textos sobre literatura, a mediados de 2002, cuando empecé a escribir reseñas para el diario Las Últimas Noticias. En ese tiempo no estaba seguro de querer dedicarme a la crítica literaria. A decir verdad, no sé muy bien lo que entonces quería ser. Buscaba trabajo. Eso quería ser: alguien con trabajo. Y que mi trabajo consistiera en leer era una oportunidad simplemente maravillosa.

Recuerdo un pasaje de La tentación del fracaso en que Julio Ramón Ribeyro, en mitad de una crisis creativa, manifiesta el temor de convertirse en el crítico literario de su generación. De algún modo pensaba eso yo también. Estaba rodeado de amigos talentosos que leían mis poemas y me incluían en el grupo, pero tal vez ellos entendían que mi lugar era ese, el del crítico. Por lo demás yo daba indicios, pues había participado en un taller de crítica, con Bernardo Subercaseaux y Patricia Espinosa, en la Universidad de Chile.

Ponerlo así, en todo caso, como una lucha de vocaciones o de talentos, es mentir un poco. Mi lugar ya estaba establecido entonces, incluso desde antes, desde la adolescencia. Era el lugar del lector. Luego publiqué algunos libros y ahora me cuesta imaginarme la vida sin escribir. Pero escribir y leer son experiencias totalmente distintas. El placer de pasar la tarde leyendo fue, para mí, muy anterior al deseo de escribir. Y sigue siendo más pleno, más estable.

Cuando empecé a trabajar en Las Últimas Noticias quise actuar fundamentalmente como un lector que, por azares de la vida, debía a veces dar cuenta de obras que en otras circunstancias hubiera dejado pasar alegremente. Las reglas eran claras: la pauta obedecía a las novedades literarias y estaba referida sobre todo a las novelas chilenas que fueran apareciendo. Necesitaba ponerme al día, leer los libros anteriores de los autores que me tocaba reseñar. Y quería ser riguroso, por lo que con frecuencia leía dos veces novelas que en un mundo perfecto hubiera abandonado en el primer párrafo.

Supongo que por eso algunas de mis reseñas eran muy duras. Inevitablemente acababa vengándome por el tiempo malgastado. Procuraba siempre, sin embargo, dejar ver una cierta arbitrariedad: que se notara el punto de vista, que fuera perceptible que yo adhería a otra clase de literatura, aunque, desde luego, precisar esas adhesiones era para mí difícil y lo sigue siendo. De más está decir que gracias a ese trabajo descubrí autores que admiro y cuyos libros he seguido leyendo. Y a decir verdad mis comentarios solían ser favorables a las obras que reseñaba, pero el ruido que provocaban las críticas negativas era, por supuesto, mucho mayor.

Nunca pensé que mi oficio apelara a los autores y por eso me sorprendía cuando reclamaban o directamente me enfrentaban si se daba la triste ocasión de encontrármelos en algún bar. Duré tres años en ese trabajo y si lo abandoné fue en parte porque estaba cansado de esa clase de incomodidades.

Ser crítico literario es uno de los oficios que más respeto. Pero definitivamente no quería ocupar ese lugar de autoridad. Cuando dejé Las Últimas Noticias supe que extrañaría mucho a Andrés Braithwaite, a esas alturas uno de mis mejores amigos. Extrañaría esa amistad, sometida a prueba semana tras semana, pues él miraba mis textos como si en ello se le fuera la vida. Y extrañaría también la seguridad que me daba saber, al escribir, que Andrés sinceramente trataría de mejorar mis a menudo peregrinas primeras versiones.

Al poco tiempo empecé a publicar crónicas y ensayos breves en El Mercurio y luego en La Tercera y en algunas revistas, experiencias todas muy favorables. Hablar sobre libros que quería leer, sobre autores que admiraba o sobre temas que realmente me interesaban era el trabajo ideal. A veces, sin embargo, en especial cuando algún artículo no acababa de convencerme, surgía el inquietante recuerdo de Braithwaite: lo imaginaba fumando y tomando un cargadísimo café mientras leía un texto mío. Me aterraba pensar que afilaba pacientemente el lápiz antes de tachar, sin el menor asomo de piedad, cada una de mis frases.

La vocación de invisibilidad de Andrés Braithwaite –imprescindible, por cierto, en un buen editor– lo ha hecho insistir en que quite su nombre de esta nota. Pero es necesario mencionarlo, darle las gracias. Me tranquiliza saber que en este libro solamente comparecen las páginas que Braithwaite seleccionó y editó de entre un corpus numeroso y a veces caótico. De aquel tiempo en Las Últimas Noticias, de hecho, quedó muy poco, dos o tres textos nada más, porque la idea no era hacer un libro de reseñas.

Cuando dejé la crítica literaria semanal sentí muchas veces el placer de no leer algunos libros. En parte es esa la razón del título de este volumen, tomado de una de las crónicas que escribí para La Tercera. En rigor el título alude a varios de los temas presentes en esta serie: a las imposturas del mundo literario, a la tiranía de las novedades, a las desconcertantes listas de lecturas obligatorias, a la insólita pero arraigada costumbre de hablar de libros sin haberlos leído, y también, en cierto modo, a la dificultad de encontrar un título. Pero es verdad que este libro es, sobre todo, un elogio de la lectura.

Me gusta, sin embargo, esa ambigüedad. No descubro nada si digo que vivimos en un tiempo en que la gente lee poco. Y son todavía menos las personas que buscan, en la lectura, algo más que información. Este libro, entonces, se resigna cortésmente al estado de las cosas, y formula las dos invitaciones: a leerlo y a no leerlo. La última frase es, quizás, una broma.

Santiago, junio de 2010

Aunque la selección actual es más abundante y algunos artículos han sido retocados, continuados, completados, sustituidos y sobre todo corregidos (lo que por supuesto no garantiza que hayan quedado “buenos”), este libro es en esencia el mismo que se publicó por primera vez hace ocho años. Confieso, eso sí, que a última hora, y a sus espaldas, decidí incluir dos o tres textos explícitamente rechazados por Andrés Braithwaite. Espero que nadie le vaya con el cuento.

Ciudad de México, mayo de 2018

LECTURAS OBLIGATORIAS

Aún recuerdo la tarde en que la profesora de castellano se volvió a la pizarra y escribió las palabras prueba, próximo, viernes, madame, Bovary, Gustave, Flaubert, francés. Con cada palabra crecía el silencio y al final solamente se oía el triste chirrido de la tiza. Por entonces ya habíamos leído novelas largas, casi tan largas como Madame Bovary, pero esta vez el plazo era imposible: teníamos apenas una semana para enfrentar una novela de cuatrocientas páginas. Comenzábamos a acostumbrarnos, sin embargo, a esas sorpresas: acabábamos de entrar al Instituto Nacional, teníamos doce o trece años y ya sabíamos que en adelante todos los libros serían largos.

Así nos enseñaron a leer: a palos. Todavía pienso que los profesores no querían entusiasmarnos sino disuadirnos, alejarnos para siempre de los libros. No gastaban saliva hablando sobre el placer de la lectura, tal vez porque ellos habían perdido ese placer o nunca lo habían experimentado realmente: se supone que eran buenos profesores, pero en ese tiempo ser bueno era poco más que saberse los manuales.

Como en el poema de Nicanor Parra, los profesores nos volvían locos con preguntas que no iban al caso. Pero al poco tiempo ya conocíamos sus trucos o teníamos trucos propios. En todas las pruebas, por ejemplo, había un ítem de identificación de personajes, que incluía puros personajes secundarios: cuanto más secundario fuera el personaje mayor era la posibilidad de que nos preguntaran por él, así que memorizábamos los nombres con resignación y también con la alegría de cultivar un puntaje seguro.

Había cierta belleza en el gesto, pues entonces éramos justamente eso, personajes secundarios, centenares de niños que cruzaban la ciudad equilibrando apenas las mochilas de mezclilla. Los vecinos del barrio tomaban el peso y hacían siempre la misma broma: parece que llevaras piedras en la mochila. El centro de Santiago nos recibía con bombas lacrimógenas, pero no llevábamos piedras sino ladrillos de Baldor o de Villee o de Flaubert.

Madame Bovary era una de las pocas novelas que había en mi casa, así que esa misma noche comencé a leerla, siguiendo el método de urgencia que me había enseñado mi padre: leer las dos primeras páginas y enseguida las dos últimas, y solo entonces, solo después de saber el comienzo y el final de la novela, seguir leyendo de corrido. Si no alcanzas a terminar, al menos ya sabes quién es el asesino, decía mi padre, que al parecer solamente había leído libros en que había un asesino.

La verdad es que no avancé mucho más en la lectura. Me gustaba leer, pero la prosa de Flaubert me hacía cabecear. Por suerte encontré, el día anterior a la prueba, una copia de la película en un videoclub de Maipú. Mi mamá intentó oponerse a que la viera, pues pensaba que no era adecuada para mi edad, y yo también pensaba o más bien esperaba eso, pues Madame Bovary me sonaba a porno, todo lo francés me sonaba a porno. La película era, en este sentido, decepcionante, pero la vi dos veces y llené las hojas de oficio por lado y lado. Me saqué un rojo, sin embargo, de manera que durante bastante tiempo asocié Madame Bovary a ese rojo y al nombre del director de la película, que la profesora escribió entre signos de exclamación junto a la mala nota: ¡Vincente Minnelli!

Nunca volví a confiar en las versiones cinematográficas y desde entonces creo que el cine miente y la literatura no (pero no tengo cómo demostrar eso, por supuesto). Leí la novela de Flaubert mucho tiempo después y suelo releerla más o menos a la altura de la primera gripe del año. No es misterioso el cambio de gustos, pues cosas similares suceden en la vida de cualquier lector. Pero es un milagro que hayamos sobrevivido a esos profesores, que hicieron todo lo posible para demostrarnos que leer era la cosa más aburrida del mundo.

Mayo, 2009

QUE VUELVA CORTÁZAR

A veces pienso que lo único que hicimos durante el colegio fue leer a Julio Cortázar. Recuerdo haber dado pruebas sobre “La noche boca arriba” en segundo, tercero y cuarto medio, y son innumerables las veces que leímos “Axolotl” y “Continuidad de los parques”, dos relatos breves que los profesores creían ideales para rellenar la hora y media de clases. No es una queja, pues éramos felices leyendo a Cortázar: recitábamos con automática alegría las propiedades del género fantástico y repetíamos en coro que para Cortázar el cuento debía ganar por nocaut y la novela por puntos y que había un lector macho y un lector hembra y todo eso.

En los cuentos de Cortázar se formó el gusto de mi generación y ni siquiera el roneo de las pruebas coeficiente dos le quitó a su literatura ese aire de permanente actualidad. Recuerdo que a los dieciséis años convencí a mi papá de que me diera los seis mil pesos que costaba Rayuela explicándole que el libro era “varios libros pero sobre todo dos libros”, por lo que comprarlo era como comprar dos novelas a tres mil pesos e incluso cuatro a mil quinientos pesos cada una. Recuerdo también al empleado de la librería Atenea que, cuando yo buscaba La vuelta al día en ochenta mundos, me aclaró con paciencia, muchas veces, que el libro se llamaba La vuelta al mundo en ochenta días y que el autor era Julio Verne y no Julio Cortázar.

Luego, en la universidad, Cortázar era el único escritor indiscutible. Por los prados de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile circulaban decenas de Oliveiras y Magas, mientras algunos profesores se esforzaban por adoptar en sus clases la distancia especulativa de Morelli. Casi todas las escenas de seducción comenzaban, penosamente, con el capítulo 7 de Rayuela (“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca…”), que en esa época era considerado un texto estupendo y había tanta gente hablando en glíglico (“amalando el noema”, como quien dice) que era difícil darse a entender en español.

Nunca me gustaron los cuentos de Historias de cronopios y de famas o Un tal Lucas: en el aliento corto de esas prosas juguetonas faltaba, para mí, humor verdadero. Pero no creo que sea debatible, en cambio, la grandeza de relatos como “Casa tomada”, “Queremos tanto a Glenda”, “El perseguidor” y otros veinte o treinta cuentos de Cortázar. Rayuela, en tanto, sigue siendo una novela asombrosa, aunque es cierto que a veces nos asombramos de que nos haya asombrado, porque hay pasajes que hoy suenan antiguos y efectistas. Pero también persisten en la novela momentos muy bellos.

En un ensayo reciente, el escritor argentino Fabián Casas recuerda su primera lectura de Rayuela (“todo era críptico, prometedor, maravilloso”) y su posterior decepción (“el libro me empezó a parecer ingenuo, esnob e insoportable”). Es la experiencia de mi generación: más temprano que tarde acabamos matando al padre, a pesar de que era un padre liberador y bastante permisivo. Y resulta que ahora lo echamos de menos, como dice Casas, al final de su ensayo, en un feliz arranque sentimental: “Quiero que vuelva. Que volvamos a tener escritores como él: certeros, comprometidos, hermosos, siempre jóvenes, cultos, generosos, bocones.”

Yo estoy de acuerdo: que vuelva Cortázar. Es misterioso el mecanismo por el cual un escritor admirado se convierte, de pronto, en una leyenda desechable. Pero las modas literarias casi nunca se sostienen en lecturas o relecturas reales. Tal vez ahora, cuando cualquiera barre el suelo con su memoria, nos arrepentimos de haberlo negado tres veces. Tal vez recién ahora estamos listos para leer, de verdad, a Cortázar.

Febrero, 2009

ELOGIO DE LA FOTOCOPIA

Ensayos de Roland Barthes rayados con destacadores fosforescentes, poemas corcheteados de Carlos de Rokha o de Enrique Lihn, novelas anilladas o precariamente empastadas de Witold Gombrowicz, de Clarice Lispector: es bueno recordar que aprendimos a leer con esas fotocopias que esperábamos impacientes, fumando, al otro lado de la ventanilla. Unas máquinas enormes e incansables nos daban, por pocos pesos, la literatura que queríamos. Leíamos esos tibios legajos y luego los guardábamos en las repisas como si fueran libros. Porque eso eran para nosotros: libros. Libros queridos y escasos. Libros importantes.

Recuerdo a un compañero que fotocopió La guerra y la paz a razón de treinta páginas por semana, y a una amiga que compraba resmas de papel celeste, pues, según ella, así la impresión quedaba mejor. Por mi parte, la mayor joya bibliográfica que tengo es un peregrino ejemplar de La nueva novela, el inimitable libro-objeto de Juan Luis Martínez. Lo fabricamos entre varios, convertidos de nuevo en esforzados alumnos de técnicas manuales. El resultado fue una mesa bastante coja, pero nunca voy a olvidar lo bien que lo pasamos esas semanas de tijeras, anzuelos y fotocopias.

Las campañas contra la fotocopia de libros de mediados de los noventa fueron para nosotros, en este sentido, una especie de agresión: querían quitarnos el único medio que teníamos para leer lo que verdaderamente queríamos leer. Decían que la fotocopia mataba al libro, pero nosotros sabíamos que la literatura sobrevivía en esos papeles manchados, tal como ahora sobrevive en las pantallas, porque los libros siguen siendo escandalosamente caros.

La discusión sobre el libro digital, a todo esto, se vuelve por momentos demasiado sofisticada: los defensores del libro convencional apelan a imágenes románticas sobre la lectura (que yo suscribo plenamente), y la propaganda electrónica insiste en la comodidad de llevar la biblioteca en el bolsillo o en la maravilla de interconectar los textos ilimitadamente. Pero no se trata tanto de costumbres como de costos. ¿Vamos a esperar que un estudiante gaste veinte mil pesos en un libro? ¿No es bastante razonable que lo baje de internet?

Hoy muchos lectores tienen bibliotecas virtuales de primer nivel sin necesidad de recurrir a una tarjeta de crédito ni de comprar el dispositivo de moda. Es difícil estar en contra de ese milagro. Los editores, los libreros, los distribuidores y los autores se unen de vez en cuando para combatir las prácticas que arruinan el negocio, pero los libros se han convertido en objetos de lujo y absolutamente nada permite pensar que eso vaya a cambiar. Sobre todo en países como el nuestro, los libros son, desde hace ya demasiados años, asunto de coleccionistas.

Yo mismo me convertí, con el tiempo, en un coleccionista, porque no me atrevería a vivir sin mis libros, pero en mi caso se trata más bien de un atavismo, de una anacrónica y un poco absurda inclinación a dormir en medio de una biblioteca. Recuerdo a un amigo que siempre me ofrecía una bodega para que guardara mis libros, pues no podía entender que yo renunciara a buena parte del espacio para montar esas repisas que además eran, según él, peligrosas: para el próximo terremoto se te van a caer encima y morirás por culpa de tus enciclopedias, me decía, aunque yo nunca he tenido enciclopedias.

Tampoco me he animado a tirar los antiguos anillados, incluso cuando se trata de textos que luego conseguí en ediciones originales. Ahora que las fotocopias van en retirada, no puedo evitar una dosis de nostalgia, pues aún conservo esos papeles; todavía repaso, cada tanto, esos libros de mentira que alguna vez provocaron un asombro genuino y duradero.

Julio, 2009

BIBLIOTECAS

Conocí la biblioteca de mi amigo Álvaro hace cinco años, y fue decepcionante, porque estaba llena de libros malos. Por entonces hablábamos casi solamente de libros y nuestros diálogos tenían ese encanto de lo tentativo, de lo incompleto. No era necesario ir demasiado lejos para entendernos: decíamos que una novela era buena o aburrida pero no elaborábamos los juicios, simplemente disfrutábamos de la complicidad.

Pensaba encontrar en las estanterías de su casa libros que yo también amaba, o los desconocidos nombres de unos escritores sorprendentes, y en cambio me topé con puros autores que conocía y que me interesaban menos que poco. No es que inspeccionara la biblioteca realmente, eso siempre me ha parecido de mala educación. Es cierto, el hecho de que los libros estén en el living nos autoriza a mirarlos, pero es mejor empezar de reojo, con prudencia, sin ansiedad.

Dos semanas después Álvaro me invitó de nuevo y esta vez me mostró una pieza muy pequeña en el patio, que era el estudio donde él se encerraba a leer y a escribir. Calculé que en las repisas había unos sesenta u ochenta libros, que por supuesto eran los que le importaban. Me sentí orgulloso de ver mis escasas novelas y hasta mi antiguo libro de poesía colmando la letra zeta (inexplicablemente a mi amigo no le gustan ni Raúl Zurita ni Stefan Zweig).

Luego supe que en otros rincones de la casa también había libros, y que de todos esos puntos el peor, literariamente hablando, era el living. Se supone que lo que pones en el living te representa, le dije, y la respuesta de Álvaro fue maravillosamente vaga: ahhhh. Pero después entendí que había pensado largo en el asunto. Le desagradaba la costumbre de poner los libros en el living, pero no tenía más espacio disponible, y después de ensayar varias opciones había llegado a esa, que entre otros méritos tenía el de favorecer los préstamos, porque no tenía problemas en prestar esos libros; los demás, los que estaban en su pequeño estudio o en su cuarto, no quería compartirlos con nadie.

Mi amigo todavía sigue con ese sistema, que con el tiempo se ha vuelto bastante más complejo: a tono con los cambios en los gustos o en el humor de su propietario, un título puede pasar del estudio a la pieza, y luego de la pieza al living, y de ahí a la calle, porque cada tanto se deshace de un montón de libros. Lo que me parece más extraño es que discrimina incluso en el interior de una misma obra, por lo que las novelas de alguien pueden estar en el estudio, sus poemas en el dormitorio y los ensayos en el living. La división no es por género literario, en todo caso, como prueba el hecho, por lo demás natural, de que haya novelas de César Aira distribuidas por toda la casa.

Cuando voy donde Álvaro me invade el fatalismo y pienso que voy perdiendo terreno, que mis días en el estudio están contados. Al descubrir que sigo solitario en la letra zeta me invade una cierta felicidad, que sin embargo dura poco, porque entonces viene el miedo de que todo sea una farsa, y la verdad es que imagino perfectamente a mi amigo cambiando apresurado mis libros de lugar cada vez que toco el timbre.

Mayo, 2012

COLUMNISTA INVITADO | “Siete adioses a Nicanor Parra”, de Felipe Ríos Baeza

sábado, febrero 3rd, 2018

La semana pasada dijo adiós a este mundo el gran poeta chileno. A los 103 años, demasiado joven para morir y dejarnos así tan huérfanos. Nuestro escritor, que compartía patria y poesía con Nicanor Parra, ha escrito estos adioses. Para leerlo.

Ciudad de México, 3 de febrero (SinEmbargo).- Desde la publicación de sus reconocidos Poemas y antipoemas (1954), Nicanor Parra (San Fabián de Alico, 1914 – Las Cruces, 2018) resultó siempre una presencia extraña e incómoda en el panorama literario chileno. A pesar de los distintos saludos a la bandera que prodigaron las instituciones (fue director honorario de la escuela de literatura de una importante universidad y sus trabajos plásticos han sido exhibidos en los patios de La Moneda, el palacio de gobierno), Parra pertenece a esa fauna de escritores difíciles de asir y que tienen al incordio como principal arma estética.

No contento con martillar el basamento de las estatuas de los poetas más afamados (Huidobro, Neruda y De Rokha, principalmente), frente al elogio que el conquistador Alonso de Ercilla hiciera de esas tierras sureñas (“Chile, fértil provincia y señalada en la región Antártica famosa”, se enseña a declamar en nuestras escuelitas), Parra abrió una herida que el establishment no asimila, no entiende y no acepta: “Creemos ser país/ y la verdad es que somos apenas paisaje”. Un paisaje, que, además, se define mejor con el discurso de las periferias: “Los cuatro grandes poetas de Chile/ Son tres/ Alonso de Ercilla y Rubén Darío”.

Estos versos de poemas sueltos provocan hilaridad. Pero la consecuencia final es una risa extendida, que cala hondo.

Es la larga risa de todos estos años, que no va a extinguirse con su deceso.

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En 1983, Rodolfo Fogwill publicó un largo cuento llamado “La larga risa de todos estos años”, en la línea de otros relatos suyos, como “Help a él” y “Muchacha punk”. Es decir, un cuento violento, polémico, cáustico; un cuento donde la risa aludida en el título es casi imperceptible cuando se llega a niveles narrativos más profundos: dos lesbianas tratando de sobrevivir durante la dictadura argentina, prostituyéndose, dando clases de artes marciales, auto-engañándose. “No éramos tan felices”, dice la narradora al comienzo, “pero si en las reuniones de los sábados alguien hubiese preguntado si éramos felices, ella habría respondido ‘seguro sí’”. Sin embargo, casi al final del relato sentencia: “Pregunto cómo no pudimos seguir siendo felices».

Algo parecido ocurre al leer retrospectivamente, y sin el acoso mediático que se ha desatado desde su fallecimiento, el 23 de enero, la poesía de Nicanor Parra. La risa que sobreviene tras la revisión de Versos de salón, Sermones y prédicas del Cristo del Elqui y, por supuesto, Poemas y antipoemas es una risa que se ubica en un nivel primario de los versos. Pero asumir a Parra sólo por el lado del humor, o del coloquialismo, es deformarlo prejuiciosamente. Cuando se profundiza en su poesía, empleando cualquier metodología –cualquiera: la poesía de Parra resiste desde un macabro análisis descompositivo-estructural hasta una interpretación como artefacto exquisito para los estudios culturales–, la risa en realidad pasa a ser un gesto de invitación, una llave que abre las puertas de algo más amargo y conmovedor.

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Un modo más justo de asumir a Parra en el campo literario latinoamericano sería fijarse en cómo un poeta de provincias –tanto de temática como de procedencia, pensemos en Cancionero sin nombre, de 1937, ese intento de “romancero gitano” a la chilena– aprende pronto la consigna primordial de las vanguardias: el humor es un señuelo para atraer a lectores; pero una vez dentro del texto, hay que golpearlos con un guante blanco. O negro. Lo que equivale a decir: exponer desnudamente el procedimiento de creación literaria. Por eso y para eso, Parra despoja al lenguaje poético de cualquier ornato o añadidura, y va en contra de una forma de escribir poesía.

En lugar de un hermetismo y experimentación estéril, como el llevado a cabo por el colectivo surrealista chileno “La Mandrágora” (encabezado por Teófilo Cid y Braulio Arenas), Parra apostó por la legibilidad y el humor para introducirnos de la manera más rápida y violenta al terreno donde mejor sabía hacer las cosas: aquél en el que desmenuza, con sarcasmo, tanto al material con el que se hace literatura (el lenguaje) como al oficio mismo y todo cuanto le rodea (el poeta y la poesía).

Ése es el disparadero principal de la antipoesía: constituirse en un arte ensimismado.

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Dice Álvaro Bisama, en un artículo que se titula, precisamente, “La risa”: “[La de Parra es] una literatura que se resiste a sus propios clichés y sabotea, una y otra vez, cualquier idea preconcebida que se tenga de ella. Quizás porque quien la redacta es un pedagogo discontinuo, cuya lección es enfatizar justamente la contradicción entre la condición inasible de cualquier conocimiento y la claridad de la lengua con que se enuncia dicho problema. Ahí, todo humor, toda transparencia, es una trampa. Porque la literatura de Parra es tristísima y desde hace un rato es imposible verla como otra cosa que no sea una meditación sobre cómo funciona el lenguaje y hasta dónde es posible tensarlo y destruirlo”.

Bisama expone algunos puntos que son esenciales: El humor, pero como trampa; la intención de llevar al lenguaje a querer decir algo más hondo, pero privándose deliberadamente de figuras retóricas enrevesadas. Y la idea, muy puntual y original, de que Parra, antes que poeta, es un pedagogo. Es decir, un profesor de liceo, un docente que, asumiendo el principio general de la profesión, tiene que hacerse entender, controlar la polisemia de los signos por intrincada que sea la materia que esté impartiendo en el salón de clases.

Es lo que puede visualizarse en el conocido “Autorretrato”, de Poemas y antipoemas: “Soy profesor de un liceo obscuro/ he perdido la voz haciendo clases […]./ Por el exceso de trabajo, a veces/veo formas extrañas en el aire/oigo carreras locas,/risas, conversaciones criminales […]./Aquí me tienen hoy/ detrás de este mesón inconfortable/embrutecido por el sonsonete/de las quinientas horas semanales”.

La posición del profesor extenuado, mohíno, cadavérico, se vuelve, entonces, el lugar de enunciación primordial que dará paso a un movimiento pendular muy reconocible en la antipoesía: aquél que va de la descripción del entorno referencial inmediato (la vestimenta, la condición mísera de maestro de liceo, etcétera) a la descripción de un entorno onírico, caótico, imaginativo; todo con un tono opacamente coloquial.

En el fondo, el pedagogo se ha sabido explicar tanto en la tierra como en el cielo: Parra va de lo referencial inmediato al delirio y la alucinación. Sólo en la extenuación de esa voz, perdida y gastada, es posible generar un nuevo acontecer poético: el del hombre común, de la calle (“Durante largos años estuve condenado a adorar a una mujer despreciable”, se lee en “La víbora”), pero también el del hombre imaginario (recordemos esos conocidos versos, incluidos en Hojas de Parra: “El hombre imaginario/vive en una mansión imaginaria/rodeada de árboles imaginarios/a la orilla de un río imaginario”).

La propuesta de Parra implicará, pues, tensar el lenguaje para que en él quepa no sólo el patio de tierra y la plaza pública, sino la ensoñación de un sujeto que percibe que no hay nada fuera de su cabeza.

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La antipoesía tiene la virtud de advertir la negatividad de cierto lenguaje poético. A saber: existe un tipo de discurso que en lugar de desautomatizar, como pretendía la teoría literaria de hace un siglo, en realidad obstruye la transferencia del sentido. Contra esto se revuelve su poesía, desde los Poemas y antipoemas en adelante. No parece azaroso que en 1954, su hermana Violeta comience a escribir sus décimas. Dice Bisama, en otro ensayo: “[E]s posible ver en ambos libros una misma ansia, la de hablar el lenguaje de la calle, la de extinguir cualquier clase de solemnidad lírica”.

Durante largos años, estuvimos condenados a adorar al lirismo arrollador de la mencionada “guerrilla literaria”, con imitadores claros de Rabelais, vociferantes andinos y paracaidistas metafísicos. Sí, el hábito había generado esos monjes. Hasta que de pronto, con la irrupción del modesto profesor de “un liceo oscuro” que había “perdido la voz haciendo clases”, aprendimos que era posible quebrar el falsete de los antiguos poetas demiurgos: “Nosotros conversamos/en el lenguaje de todos los días/no creemos en signos cabalísticos”, puede leerse en el “Manifiesto” antipoético, otra ironía más cercana a la patafísica jarryana que a la vanguardia trasnochada de La Mandrágora. “Todos estos señores […]/deben ser procesados y juzgados/por construir castillos en el aire/por malgastar el espacio y el tiempo/redactando sonetos a la luna/por agrupar palabras al azar/a la última moda de París”.

Como Violeta, Nicanor Parra encontró en las calles (y en algunas expresiones populares, como la cueca y la huaracha) la métrica que le permitiría salir de los alejandrinos impostados y las redondillas infantiles. Y esto es un aporte que no hay premios Cervantes o posibles Nobeles injustamente negados que lo puedan dimensionar: desbarrancar creacionismos y cantos generales con formas poéticas propiamente locales, chilenas, reflejadas tanto en el plano de la expresión como en el plano del contenido.

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Esto, que estaba latente en Poemas y antipoemas, logra toda su medida en La cueca larga, volumen de 1958: “Voy a cantarme una cueca/más larga que sentimiento/para que mi negra vea/que a mí no me cuentan cuentos”. Aquí Parra inicia con una declaración de principios en donde podría traducirse que, sin dejarse engañar por las reglas canónicas del oficio, abrazará un ars poética popular. “Los bailarines dicen/por armar boche/que si cantan, bailan/toda la noche./Toda la noche, sí/flor de zapallo/en la cancha es adonde/se ven los gallos”.

Cueca o copla, soneto o antipoema, Parra no pierde oportunidad para insistir sobre un mismo contenido: la manera en que se debiera, desde ese proyecto verdaderamente rupturista, escribir poesía. Por tanto es posible afirmar, llegados a este punto, que la antipoesía procura y elabora para sí misma no sólo una textualidad, sino un estatuto orgánico: “Mi posición es ésta”, señalará luego en “Cambios de nombre”, de Versos de salón: “El poeta no cumple su palabra/si no cambia los nombres de las cosas”; y la autorreferencialidad llega a su máxima expresión en “La montaña rusa”, texto del mismo libro: “Durante medio siglo/la poesía fue/el paraíso del tonto solemne./Hasta que vine yo/y me instalé con mi montaña rusa./Suban si les parece/claro que yo no respondo si bajan/echando sangre por boca y narices”.

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La propuesta de Parra puede entenderse también desde su extensa obra plástica. En Artefactos se incluye una tarjeta postal con una máxima que resulta decidora para comprender lo anteriormente comentado: “El pensamiento muere en la boca”. Eso que se ha dado a llamar antipoesía se asume, entonces, como la denuncia de que la poesía ha sido arrebatada a los hombres para alimentar a unos dioses onanistas; una reclamación de que el lenguaje poético está dormido en el lenguaje cotidiano y basta despertarlo para que comience a nombrar.

Es lo que le reconocen, entre otros, Harold Bloom, quien lo apuntaló alguna vez para el premio Nobel, aunque con escepticismo: “No se lo darán, porque Mistral y Neruda lo tuvieron. No creo que premien a un tercer poeta chileno. Pero sí, él se lo merece. Su poesía es vibrante e interesante. Pero no se lo darán”. Era la opinión del propio Parra: al ser interrogado sobre su posible candidatura, respondió con una carcajada: “Le tengo más fe a ganarme el Kino (lotería chilena)”.

Y es cierto. Tan cierto después de los Mo Yans, los Herta Müllers, los Patrick Modianos que desfilan delante de sus narices con la medalla. Y tan cierto como cuando hace hablar a Gabriela Mistral y alude otra vez a eso que, a falta de mejor nombre, se llama igual que uno de sus artefactos: “El pago de Chile”: “Yo soy Lucila Alcayaga/ alias Gabriela Mistral/ primero me gané el Nobel/ y después el Nacional”.

Premios culposos de más, becas de hambre de menos, nada importa a la hora de leer a Parra. Las oscuras golondrinas que volverán a los ojos de algún lector atento, algún lector que sabrá mejor que nosotros sacudir la poesía con antipoesía, serán esos poemas alevosos que sacan lágrimas de risa. “Se me pegó la lengua al paladar”, no tiene parangón; “Test” es una delicia que explica la antipoesía con una claridad que aquí –ay– usted ya no encontrará, y cada uno de los Artefactos resulta iluminador (atención a “La última cena” y “¿Aló, con la casa de cultura?”).

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Y, para terminar, está el hombre.

Recuerdo que cuando Parra cumplió 100 años, no quiso compartir el evento con demasiadas personas. La prensa indicó que estuvo todo el tiempo recluido en su cabaña de Las Cruces, pequeño balneario cercano a Valparaíso, reacio al tributo del Estado y a los fanáticos concupiscentes.

Fueron pocos los que lograron entrar en su refugio, hoy dotado de tanta leyenda como la alta torre donde Montaigne inventó el ensayo moderno, y que probablemente el gobierno de derechas actual convertirá en un museo. Los privilegiados afirman haber descubierto, en un pizarrón cerca de la cocina, la quintaesencia de la antipoesía: fórmulas de mecánica cuántica y sonetos de Shakespeare, escritos de puño y letra por él mismo. Aunque los fundamentos de la antipoesía tal vez no se encuentren dentro del inmueble, sino en la terraza. Desde allí puede observarse, de manera clara y en el horizonte, las tumbas de Vicente Huidobro y de Pablo Neruda.

Se ha advertido que Nicanor Parra fue el último caballero de las letras en Chile. Ha muerto Enrique Lihn. Ha muerto Teillier, han muerto Millán y Bolaño. Y tal vez el problema no sea ser un paisaje: lo complejo es que ese paisaje, poéticamente, va poco a poco decolorándose hasta volverse un borrón en la acuarela latinoamericana.

¿Qué es la antipoesía? Nicanor Parra y sus circunstancias.

Eso, y nada más.

Lamentablemente, la larga risa de todos estos años, advertida con sorna por él mismo, se está apagando. Releer a Parra es leer un proyecto poético que, por dejadez, por ignorancia o altanería, ya a nadie se le ocurre. No se trata de hacer snob apocalíptico de última hora, pero ahora que Parra se murió, tan-tan, colorín colorado, ya todo se acabó.

Adiós a Nicanor Parra: La antipoesía está de luto

sábado, enero 27th, 2018

El martes 23 de enero se fue, a los 103 años, el poeta chileno, un genio de la literatura que tiene la facilidad de convertir estupideces en genialidades.

Ciudad de México, 27 de enero (SinEmbargo).- Creíamos que Nicanor Parra era inmortal; sin embargo, ¿cómo habrá vivido en su casa de Las Cruces sus últimos años? Era un poeta, como suele decir su compatriota Hernán Lavín Cerda, “genio de la literatura que tiene la facilidad de convertir estupideces en genialidades”.

Como esta estupidez en Guadalajara. Cuando tenía 77, vino a recibir el Premio Juan Rulfo y anunció que con los billetes del galardón se iba a comprar una silla de ruedas. Luego se fue, a vivir “como descansan los millonarios” en su casa en Las Cruces, la localidad chilena donde se la pasaba mirando la CNN y llenando cuadernos con versos inéditos.

Como esa estupidez de haberse muerto a los 103 años, dejando a todos los amantes de la antipoesía y amantes suyos en la orfandad.

En la Catedral de Santiago de Chile un ataúd con sus restos. Sobre el cajón un cartel que dice “voy y vuelvo”. Suenan los compases de “Gracias a la vida”, de su hermana (muerta ya hace tiempo, suicidada en 1967) y de quien Nicanor ha escrito:

Dulce vecina de la verde selva

Huésped eterno del abril florido

Grande enemiga de la zarzamora

Violeta Parra.

Jardinera

lancera

costurera

Bailarina del agua transparente

Árbol lleno de pájaros cantores

Violeta Parra

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“De estatura mediana/ Con una voz ni delgada ni gruesa/ Hijo mayor de profesor primario Y de una modista de trastienda…”, los versos del poeta son leídos por su sobrino Cristóbal Ugarte. Mientras, aquí en México, todos lloran la ida para siempre de Nicanor. Que murió el mismo día que Pedro Lemebel (1952-2015), a quien Nicanor admiraba y quería, como a Roberto Bolaño (1950-2003), un  hijo suyo.

“El que sea valiente que siga a Parra. Sólo los jóvenes son valientes, sólo los jóvenes tienen el espíritu puro entre los puros. Pero Parra no escribe una poesía juvenil. Parra no escribe sobre la pureza. Sobre el dolor y la soledad sí que escribe; sobre los desafíos inútiles y necesarios; sobre las palabras condenadas a disgregarse así como también la tribu está condenada a disgregarse. Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado. El poeta mexicano Mario Santiago, hasta donde sé, fue el único que hizo una lectura lúcida de su obra. Los demás sólo hemos visto un meteorito oscuro. Primer requisito de una obra maestra: pasar inadvertida”, escribió Bolaño.

Y dijo más: “Un apunte político: Parra ha conseguido sobrevivir. No es gran cosa, pero algo es. No han podido con él ni la izquierda chilena de convicciones profundamente derechistas ni la derecha chilena neonazi y ahora desmemoriada. No han podido con él la izquierda latinoamericana neostalinista ni la derecha latinoamericana ahora globalizada y hasta hace poco cómplice silenciosa de la represión y el genocidio. No han podido con él ni los mediocres profesores latinoamericanos que pululan por los campus de las universidades norteamericanas ni los zombis que pasean por la aldea de Santiago. Ni siquiera los seguidores de Parra han podido con Parra. Es más, yo diría, llevado seguramente por el entusiasmo, que no sólo Parra, sino también sus hermanos, con Violeta a la cabeza, y sus rabelesianos padres, han llevado a la práctica una de las máximas ambiciones de la poesía de todos los tiempos: joderle la paciencia al público”.

¿Quién fue Nicanor Parra?

Había nacido en Chillán, en 1914. Vivió muchos años porque él se consideraba “arribista” y Violeta, su amada hermana, “abajista”. Fue matemático, físico y un gran poeta chileno que inició su labor literaria en 1937, con la publicación de Cancionero sin nombre.

De 1954 es Poemas y antipoemas, su obra fundamental, compuesta por tres partes: Cantos a lo humano, Poemas y Antipoemas.

La antipoesía planteaba una reacción contra la función metafísica de la poesía y su sacralización y se adhería a una línea fundamentalmente antirromántica, comprometida políticamente y desmitificadora. Fue para siempre “el antipoeta”.

Versos de salón (1962), Manifiesto (1963) y Deux Poèmes (1963), en edición bilingüe en francés y castellano. Canciones rusas (1967) hasta 1969, con la publicación de Obra gruesa, cuando obtuvo el Premio Nacional de Literatura.

Artefactos es de 1972, con un libro en forma de caja, que contiene decenas de postales en las que se establece una contraposición entre palabra e imagen.

La última fase de su poesía está representada sobre todo por Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977), seguida de Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1978).

Recibió muchos premios, el Prometeo de Poesía, el Municipal de Santiago, el Juan Said de la Sociedad de Escritores de Chile, el del Sindicato de Escritores de Chile, el Bicentenario y, en el 2001, el X Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.

Adiós, poeta. No, perdón: anti-poeta.

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“Nunca fui autor de nada”: el poeta chileno Nicanor Parra fallece a los 103 años

martes, enero 23rd, 2018

El deceso del autor de “Hojas de Parra” fue confirmado por el ministro chileno de Cultura, Ernesto Ottone.

Santiago de Chile, 23 enero (EFE).- El poeta chileno Nicanor Parra, creador de la antipoesía y ganador de numerosos galardones literarios, entre ellos el Premio Cervantes, murió hoy en Santiago, a los 103 años.

El deceso del autor de “Hojas de Parra”, “Poesía y Antipoesía”, y “Versos de Salón”, entre otras obras, ocurrió en la madrugada de este martes, según confirmó el ministro chileno de Cultura, Ernesto Ottone.

En tanto, el Ministerio de Educación difundió en su cuenta de Twitter “29 citas, frases y artefactos del gran antipoeta, Nicanor Parra. Hoy y siempre”.

Nacido en San Fabián de Alico el 5 de septiembre de 1914 y mayor de nueve hermanos, entre ellos la folclorista Violeta Parra, Nicanor Parra fue además profesor de Física, pero revolucionó a la poesía de Chile y el Mundo cuando proclamó, en 1954, que la poesía había sido “el paraíso del tonto solemne” en los últimos 50 años (“Poemas y Antipoemas”).

Entre los reconocimientos y premios que se adjudicó destacan el Premio Nacional de Literatura (1969), el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (1997) y el Premio Miguel de Cervantes (2011).

Los últimos veinte años de su vida, al menos, los pasó en su casa ubicada en el balneario Las Cruces, donde además celebró su centenario en el año 2014.

Hasta el momento se desconocen las causas de su deceso, así como también la ceremonia fúnebre y los eventuales honores que recibirá durante su velatorio y entierro.

Fotografía de archivo sin fechar del poeta chileno Nicanor Parra. Foto: EFE

ENTREVISTA | Fabienne Bradu y los textos en prosa de Gonzalo Rojas

miércoles, noviembre 11th, 2015
El poeta chileno fallecido en 2011 es uno de los más importantes de su generación. Foto: Facebook

El poeta chileno fallecido en 2011 es uno de los más importantes de su generación. Foto: Facebook

La intelectual francesa  reúne la obra ensayística del poeta chileno, una obra cuyo volumen es equiparable a su producción poética, dice la biógrafa del Premio Cervantes

Ciudad de México, 11 de noviembre (SinEmbargo).- “Un creador insustituible, un gran poeta, muy querido por sus lectores”, dice la crítica francesa Fabienne Bradu, directora de la Fundación Gonzalo Rojas de México, profunda investigadora de la vida y obra del vate chileno (1916-2011), un personaje central de la literatura en español y de quien la intelectual francesa, residente en México, desde 1978, escribe su biografía.

Rojas, que es noticia por su obra en prosa reunida, había nacido en la ciudad chilena de Lebu el 20 de diciembre de 1917 y fue un poeta perteneciente a la llamada “Generación de 1938”.

Su obra se enmarca en la tradición continuadora de las vanguardias literarias latinoamericanas del siglo XX. Ampliamente reconocido a nivel hispanoamericano, fue galardonado, entre otros, con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 1992, el Premio Nacional de Literatura de Chile 1992 y el Premio Cervantes 2003.

“En sus últimos años de vida, Gonzalo Rojas manifestó la voluntad de reunir sus escritos en prosa, pero su inquietud nunca logró concretarse por falta de tiempo, fuerzas y de ayuda oportuna”, con estas palabras la escritora Fabienne Bradu comienza la recopilación de la obra de Gonzalo Rojas y la edición del libro Todavía, una publicación del Fondo de Cultura Económica que reúne la prosa del escritor.

El libro recoge poemas, cuentos, prólogos, ensayos, reseñas, diarios de viaje, así como discursos de recepción de premios y páginas autobiográficas del poeta chileno.

Pocos casos en la historia de la literatura de tanta coherencia entre vida y obra. Foto: Facebook

Pocos casos en la historia de la literatura de tanta coherencia entre vida y obra. Foto: Facebook

“Así se completa el ciclo de publicación de la obra de Gonzalo Rojas, en el que Íntegra (2012) —también publicado por el Fondo— constituye el primer movimiento”, apunta Bradu en el prólogo de la obra.

LA RELEVANCIA DE UNA OBRA EN PARTE DESCONOCIDA

“Estos textos reunidos tienen el valor que tiene la obra en sí de Gonzalo Rojas, no hay una relevancia que yo le ponga extra. Además, se trata de la parte menos conocida de su trabajo y creo que toda la gente tenía más o menos la idea de que era únicamente un poeta. Sin embargo, su obra en prosa constituye un volumen equiparable al de la poesía”, afirma Fabienne Bradu en entrevista con SinEmbargo.

–¿Es una obra que no ha sido leída lo suficiente?

–Efectivamente. Para reunir su obra hubo que hacer una larga tarea de investigación y rescate en periódicos, en discursos que nunca habían sido publicado, hay mucho material nuevo, desconocido por el público. Hasta hay dos cuentos de juventud de los que nunca había hablado.

–¿Lo conoces mucho más ahora?

–Sí, sobre todo porque estoy terminando la biografía. Puedo decir que conozco tanto la vida como la obra del poeta.

–¿Qué significa para un intelectual dedicarse por entero a un solo autor?

–Es algo que se va dando sobre la marcha. Siempre me ha admirado en Gonzalo Rojas la no separación entre vida y obra. Hay pocos casos de gente coherente entre lo que escribe y lo que vive, así que alienta mucho escribir su biografía. Rescaté mucho, tanto del lado de la poesía como de la prosa y ahora tengo editada ya la obra completa.

–¿A qué te refieres cuando hablas de coherencia entre vida y obra?

–Me refiero, muchos de sus poemas, la gran mayoría, parten de experiencias vividas. No hay nada abstracto, lo que no significa que la vida de Gonzalo Rojas esté exenta de contradicciones, pero hay una fe en la apuesta poética, mirar siempre el mundo con los ojos de un poeta, que fue el caso en México de Octavio Paz. Más allá del contenido de sus pensamientos, nunca dejó de ver el mundo con sus ojos de poeta. Por eso tal vez Rojas calificaba a Paz de su hermano de horizonte y coincidieron mucho en no transformarse en especialista de nada

–A pesar de que tenían ideas políticas muy distintas, ¿verdad?

–Exactamente, pero el reconocimiento y el aprecio que hubo entre ellos, iba más allá de las divergencias políticas. Rojas tomó posiciones más a la izquierda que Octavio Paz. Sin embargo, pronto, igual que él, también se desilusionó cuando se exilió en los países del Este y vio que la realidad difería mucho de los sueños.

–¿Hay interés en la obra de Gonzalo Rojas en México?

–Sí, él tenía muchos lectores aquí. Hasta fanáticos, diría. Era más leído y apreciado en México que en Chile. Parece que es una ley de Chile, que Pablo Neruda sufrió los mismos vituperios, Gabriela Mistral ni se diga…en un país que reniega de sus poetas.

–En Chile parece primar un sistema literario caníbal

–Sí. Me niego por supuesto a entrar en esas querellas, pero cada vez que voy a Chile siento pesar sobre mí esa condena, la de ser del clan de Gonzalo Rojas y de entrar así inmediatamente en disputa con el clan de Nicanor Parra. Yo no tengo ninguna vela en ese entierro y poseo amigos en “ambos lados”. Inevitablemente uno cae, de todos modos, en esas clasificaciones que son muy hartantes. Cuando fui la última vez le pregunta a mis amigos chilenos por qué no podía haber dos figuras o más importantes en la poesía nacional en forma simultánea. La crítica Adriana Valdez me decía que el país es tan estrecho que todos tienen que caminar en fila india y por lo tanto hay que rebasar al rival, porque no se puede caminar de a dos. Parece ser que el corazón y el entendimiento de los chilenos es tan estrecho como el país.

–¿Cuál era la relación entre Nicanor Parra y Gonzalo Rojas?

–Fue una relación de amistad muy profunda al inicio, a pesar de que ya se delineaban ciertas diferencias poéticas entre ambos. Cuando salió Poemas y Antipoemas, de Nicanor Parra, Gonzalo Rojas escribió una nota elogiosa, pero advirtiendo sobre algunos riesgos, como la repetición fácil de ciertos efectos retóricos y de humor. Eso no le cayó nada bien a Parra. Luego hubo una historia que tiene que ver con el dinero. La avidez monetaria de Nicanor Parra. En los 60 Rojas organizaba bajo el alero de la Universidad de Concepción unos encuentros de escritores y Parra preguntó cuánto cobraría por Neruda por ir. La cifra era mayor que se le paga a los poetas de la generación siguiente y Nicanor dijo que si no se le pagaba lo mismo que a Neruda, no iba. Eso provocó la ruptura. Parra ha repetido esa actitud en su vida y sin embargo lo llaman poeta popular.