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Contra el patriarcado: 10 libros feministas

sábado, diciembre 29th, 2018

Leer sobre el patriarcado es informarse. No es acabar con sus dictámenes antiguos y que cada vez más se golpean contra una realidad en donde la mujer dice: Hasta aquí, Esta soy yo. Estos libros, estos textos, nos aclaran la cabeza y nos hacen soñar con un 2019 mejor y mucho más justo.

Ciudad de México, 29 de diciembre (SinEmbargo).- En este año ha sonado muchísimo el discurso feminista y si bien no podemos saber un balance real verdadero, muchas de las cosas que antes se quedaban guardadas o en secreto, hoy cobran luz para poner al hombre, ese ser desorientado y sin el poder de antes, en el tapete.

Uno dice patriarcado, que es el reino de lo masculino, lo que dice el varón es lo que está bien, lo que establece la sociedad formada por un “jefe de familia” y todos los que están a su alrededor, el hombre como centro, pero no sabe exactamente cuándo se originó y hacia dónde va.

En ese sentido, el primer libro que se ha leído mucho sobre el tema es La creación del patriarcado, de Gerda Lerner (1920-2013). Es como una especie de manual que uno debería llevar en la bolsa en forma permanente.

Gerda Lerner dice: “Los hombres se apropiaban del producto de ese valor de cambio dado a las mujeres: el precio de la novia, el precio de venta y los niños. Puede perfectamente ser la primera acumulación de propiedad privada. La reducción a la esclavitud de las mujeres de tribus conquistadas no sólo se convirtió en un símbolo de estatus para los nobles y los guerreros, sino que realmente permitía a los conquistadores adquirir riquezas tangibles gracias a la venta o el comercio del producto del trabajo de las esclavas y su producto reproductivo: niños en esclavitud.”, dando un carácter histórico al patriarcado.

¿Qué es el patriarcado?, de Gerda Lerner. Foto: Especial

Aunque también aclara: “El sistema patriarcal solo puede funcionar gracias a la cooperación de las mujeres. Esta cooperación le viene avalada de varias maneras: la inculcación de los géneros; la privación de la enseñanza; la prohibición a las mujeres a que conozcan su propia historia; la división entre ellas al definir la “respetabilidad” y la “desviación” a partir de sus actividades sexuales; mediante la represión y la coerción total; por medio de la discriminación en el acceso a los recursos económicos y el poder político; y al recompensar con privilegios de clase a las mujeres que se conforman”.

Ave Barrera, la escritora que este año ha ganado el Premio Lipp La Brasserie 2018, por una novela que leeremos en 2019, da algunos libros que son orientación en el feminismo, como algo además que le ha hecho mella, en esta lucha que va más allá de la igualdad entre hombres y mujeres, en un país donde cada día nueve mujeres son asesinadas en México, según denunció la ONU Mujeres.

Ave se refiere al diálogo que establecieron en la FIL del Zócalo las feministas y pensadoras Silvia Federici y Silvia Rivera Cusicanqui.

“Mi querida Lola Horner me había platicado acerca de los planteamientos que hace Federici a partir de la caza de brujas, y de cómo el patriarcado ha declarado una verdadera guerra en contra de las mujeres, las ha relegado no solo al espacio doméstico sino a una forma de esclavitud asimilada como cosa normal. Escuchar a este par de grandes pronunciarse desde una perspectiva teórica y hermosamente argumentada acerca de los conflictos que nos atañen a nosotras, a nuestras abuelas, a nuestras madres, a nuestros pueblos y a nuestra especie fue tremendamente refrescante, vitamínico y estimulante”, dice Barrera.

De Silvia Federici (Parma, Italia, 1942), que tiene muchos libros, podemos citar dos que son los que vino a presentar a la FIL Zócalo.

Críticas feministas al marxismo. Foto: Especial

El patriarcado del salario, una crítica al marxismo desde el feminismo: Marx entendió el capitalismo como una etapa necesaria para llegar a una sociedad sin clases en un mundo sin escasez. Fascinado por la potencia productiva del capitalismo industrial que tan ferozmente combatía, dejó de lado la explotación del trabajo no asalariado, el trabajo no pagado de las mujeres dedicado a la reproducción de la mano de obra; un trabajo que consideraba natural y arcaico. Estas dos limitaciones del trabajo teórico de Marx marcaron en enorme medida el desarrollo de las teorías y luchas marxistas, centradas desde entonces en la fábrica y casi siempre magnetizadas por el fetichismo tecnológico.

Silvia Federici y otras feministas de los ‘70, tomando a Marx pero siempre más allá de Marx, partieron de su idea de que “el capitalismo debe producir el más valioso medio de producción, el trabajador mismo”. A fin de explotar esta producción se estableció el patriarcado del salario. La exclusión de las mujeres del salario otorga un inmenso poder de control y disciplina a los varones a la vez que invisibiliza su trabajo. Esta invisibilización no solo es útil para explotar el gigantesco ámbito de la reproducción de la fuerza de trabajo. Al mismo tiempo, y al igual que la desvalorización de otras muchas figuras (esclavos, colonizados, migrantes), sirve al capitalismo en su principal objetivo: construir un entramado de desigualdades en el cuerpo del proletariado mundial que le permita reproducirse.

Silvia Federici, una pensadora que ha dejado huella en México. Foto: Especial

Calibán y la bruja: Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, de Silvia Federici: “De la emancipación de la servidumbre a las herejías subversivas, un hilo rojo recorre la historia de la transición del feudalismo al capitalismo. Todavía hoy expurgado de la gran mayoría de los manuales de historia, la imposición de los poderes del Estado y el nacimiento de esa formación social que acabaría por tomar el nombre de capitalismo no se produjeron sin el recurso a la violencia extrema. La acumulación originaria exigió la derrota de los movimientos urbanos y campesinos, que normalmente bajo la forma de herejía religiosa reivindicaron y pusieron en práctica diversos experimentos de vida comunal y reparto de riqueza. Su aniquilación abrió el camino a la formación del Estado moderno, la expropiación y cercado de las tierras comunes, la conquista y el expolio de América, la apertura del comercio de esclavos a gran escala y una guerra contra las formas de vida y las culturas populares que tomó a las mujeres como su principal objetivo. Al analizar la quema de brujas, Federici no sólo desentraña uno de los episodios más inefables de la historia moderna, sino el corazón de una poderosa dinámica de expropiación social dirigida sobre el cuerpo, los saberes y la reproducción de las mujeres. Esta obra es también el registro de unas voces imprevistas (las de los subalternos: Calibán y la bruja) que todavía hoy resuenan con fuerza en las luchas que resisten a la continua actualización de la violencia originaria. Silvia Federici es profesora en la Hofstra University de Nueva York. Militante feminista desde 1960, fue una de las principales animadoras de los debates internacionales sobre la condición y la remuneración del trabajo doméstico. Durante la década de 1980 trabajó varios años como profesora en Nigeria, donde fue testigo de la nueva oleada de ataques contra los bienes comunes. Ambas trayectorias confluyen en esta obra”, dice El traficante de sueños.

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Silvia Rivera Cusicanqui es una socióloga, activista, teórica contemporánea e historiadora boliviana, nacida en La Paz en 1949. En la FIL Zócalo pudimos conocer el libro Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos desde un presente en crisis, donde entre otras cosas dice que: “Dentro de nuestro pequeño mundo de la cocina se produce filosofía y se produce cuidado de la vida. Como nunca, creo que la crisis hoy alude a una crisis epistémica, a una crisis ética, de sentido. Ya no podemos hablar solo de una crisis económica, sino de significado, que nos hace descubrir cuan falsa pudo haber sido esa idea de que el capitalismo es humanista, progresista, que esa etapa es necesaria. ¡Todo eso quedó atrás! Porque el planeta está siendo destruido. Y en ese sentido, la ética del cuidado, de la reproducción, de la capacidad de solidarizarnos con hermanas y hermanos de comunidades indígenas en todo el mundo es algo que nos puede permitir valorar el sentido más abstracto, la propuesta más altamente filosófica de la lucha de las mujeres. Es decir que lo de las mujeres no es una cosa de mujeres, ni vamos a hablar de cosas de mujeres, sino que vamos a hablar de cosas del mundo, de cosas del planeta, de nuestras responsabilidades como especie humana”.

Como nunca, creo que la crisis hoy alude a una crisis epistémica, a una crisis ética, de sentido. Foto: Especial

Ave Barrera habla también de La historia de todos mis kilos, de María del Mar Ramón, una nota que se hizo viral y que retrató como las mujeres nos hemos muerto de hambre, cómo hemos aprendido a odiar la comida y cómo siempre hemos tratado de cumplir con ese ideal de belleza instituido por los hombres.

“Si yo hubiera sido flaca esa señora no habría opinado sobre mi decisión de comer o no. Entiendo, no entonces pero sí después, que caer en esa categoría social del sobrepeso parece habilitar un diálogo en el que está bien que cualquier persona, hasta la señora de la tienda, cuestione un ejercicio tan íntimo y personal como comerse un arequipito. Se siente como perder poder y autonomía total sobre el cuerpo, como si el cuerpo propio fuera un bien público sobre el que todos pueden opinar”, dice María del Mar.

Un texto que se ha hecho viral de María del Mar Ramón. Foto: Shutterstock

“Aprendo que la delgadez tiene un poder de impunidad, nadie te cuestiona si estás flaca. Nadie siente pena por lo que pudiste haber sido pero no eres, por tu belleza potencial, por esa cara tan linda y lo hermosa que serías con varios kilos menos, por la soledad a la que estás condenada de no adelgazar, por tu salud futura. El poder de la flacura implica libertad. Esa libertad tiene el costo de todos los panes, azúcares y harinas blancas de la tierra, pero no parece un precio caro a pagar”, prosigue. Una nota muy especial que ojalá decantara en un libro, para que todos los leamos con atención y sinceridad.

Ave Barrera, como tantos otros en la literatura, elogió la salida del libro La historia secreta del cuento mexicano (UANL), escrito por Liliana Pedroza, algo que cuestiona nuestro patriarcado literario y que nos ha hecho pensar que el canon hay que empezarlo desde cero.

“El catálogo de mujeres cuentistas, del que da testimonio el acucioso trabajo de investigación de Liliana Pedroza, resulta asombroso primero por dar cuenta la existencia de tantas buenas escritoras, pero todavía más por la ausencia, la borradura, de muchos de estos nombres en el canon literario pasado y no tan pasado. Lo bonito del trabajo de Liliana, es su intención de sumar, de descubrir nuevas voces, antes ignoradas, que enriquecen de forma importantísima y muy necesaria el panorama de la literatura mexicana”, dice Ave Barrera.

Liliana Pedroza se consagró con su excelente libro Historia secreta del cuento mexicano. Foto: FIL en Guadalajara

“De 2003 a 2005 realicé un viaje intermitente por los 31 estados del territorio mexicano. Sin saber que ése sería sólo el inicio de un largo periplo, mi propósito fue realizar una investigación de campo para la elaboración de un catálogo de cuento en México y sumar al trabajo de Luis Leal con su Bibliografía del cuento mexicano de 1958, de Emmanuel Carballo con Bibliografía del cuento mexicano del siglo XX de 1988 y de Russell M. Cluff con Panorama crítico-bibliográfico del cuento mexicano (1950-1995) de 1997. Sólo que mi búsqueda ponía el acento en dos aspectos: cuentos escritos por mujeres y ediciones de distribución limitada”, cuenta Liliana Pedroza.

Una visita de la que disfrutamos en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara fue de la italiana Dacia Maraini (Fiesoli, 1936), quien dejó un libro Pasos apresurados (Abismos Casa Editorial).

El libro nace de una serie de testimonios reales sobre el tema de la violencia contra las mujeres. El texto se compone por ocho historias de mujeres de diferentes países, con diferentes religiones y estilos de vida, que sin embargo comparten una triste realidad, la de ser víctimas de la violencia, a veces ciega y sin sentido.

“En general, podemos decir que el costo de la emancipación femenina es más agresividad masculina. Y a menudo son las parejas y los maridos los que golpean, en especial después de separaciones conflictivas”, dice Lily Gruber en el prefacio.

Un libro estremecedor de Dacia Maraini. Foto: Especial

“Hay una aldea en Jordania donde, a diario, les pegan a las mujeres. Es normal que las apaleen, que las amarren a un poste en el establo o, si tienen bonito cabello largo, que lo corten a la fuerza. Bocas inútiles que alimentar, cuando al nacer no son asfixiadas con una zalea, las niñas sueñan con el matrimonio para recibir como regalo el primer par de zapatos. A los catorce años, Aisha cree que el chico guapo que vive enfrente será su esposo y se deja poseer. Luego el tipo desaparece y la deja embarazada. Rociada con gasolina y quemada por decisión de su familia, sobrevive gracias a la ayuda del único médico que tiene el valor de socorrerla: una mujer francesa. En lugar de dos ojos le quedan dos agujeros y la boca torcida, pero sigue viva”, cuenta Lily.

Ese es uno de los casos que Dacia cuenta en Pasos apresurados, donde también cuenta la violación sufrida por un acreedor de su hermano, una madre violada por unos soldados que parecían aliados, una mujer que se fue del Tibet, al ejército chino, la forzaron cinco militares y luego la apresaron por denunciar la violación de sus compañeros.

En estos días, varias entrevistas a Rita Segato (Buenos Aires, 1951) han puesto a su figura en las redes, más allá de Argentina, donde ha nacido y es bastante popular. “Basta de llanto. No queremos solamente consolar a una víctima que llora. El punto es cómo educamos a la sociedad para entender el problema de la violencia sexual como un problema político y no moral. Cómo mostramos el orden patriarcal, que es un orden político escondido por detrás de una moralidad. El problema es que está siendo mostrado en términos de moralidad. Y es insuficiente mostrarlo así por varias razones”, añadió.

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Uno de sus libros, publicado en 2017, es La guerra contra las mujeres (Traficante de sueños): Las últimas décadas, periodo de neoliberalismo y de giro autoritario de las formas de gobierno, han venido igualmente marcadas por una creciente violencia contra las mujeres. Los asesinatos sistemáticos de Ciudad Juárez se han convertido en un ensayo a escala planetaria, desbordándose allí donde el Estado se ha descompuesto en sus tradicionales funciones soberanas. El capitalismo exacerbado, producto de una modernidad-colonialidad nunca superada, se descarga ahora en las nuevas guerras contra las mujeres, destruyendo la sociedad al tiempo que sus cuerpos. Comprender este nuevo giro violento del patriarcado, que Segato considera acertadamente la primera estructura de dominación en la historia de la humanidad, implica desplazarlo «del borde al centro». De acuerdo con la autora, sólo a partir de una revitalización de la comunidad y de una repolitización de lo doméstico será posible detener el femigenocidio hoy en marcha. Se juega en ello nada menos que el futuro de la humanidad.

Las últimas décadas, periodo de neoliberalismo y de giro autoritario de las formas de gobierno, han venido igualmente marcadas por una creciente violencia contra las mujeres. Los asesinatos sistemáticos de Ciudad Juárez se han convertido en un ensayo a escala planetaria, desbordándose allí donde el Estado se ha descompuesto en sus tradicionales funciones soberanas. El capitalismo exacerbado, producto de una modernidad-colonialidad nunca superada, se descarga ahora en las nuevas guerras contra las mujeres, destruyendo la sociedad al tiempo que sus cuerpos. Comprender este nuevo giro violento del patriarcado, que Segato considera acertadamente la primera estructura de dominación en la historia de la humanidad, implica desplazarlo “del borde al centro”. De acuerdo con la autora, sólo a partir de una revitalización de la comunidad y de una repolitización de lo doméstico será posible detener el femigenocidio hoy en marcha. Se juega en ello nada menos que el futuro de la humanidad.

Rita Segato y su libro La guerra contra las mujeres. Foto: Especial

Uno de los libros a finales de año es Tsunami (Sexto Piso) y está entre los más vendidos en las librerías. Se trata de un trabajo de la escritora Gabriela Jáuregui, quien ha dicho en entrevista con Puntos y Comas: “Sentía y era un diálogo que habíamos tenido un montón de veces con Diego y Eduardo Rabasa que hacía falta mujeres que hablaran del acoso, de la violencia de género y ellos fueron los que me dijeron que tenía que hacer algo. Voy a invitar a mujeres que leo y que admiro y vamos a darles el espacio y el tiempo, como la carta blanca de hacer lo que quisieran. No había un juego obligatorio, podría ser un cuento, una fábula, un ensayo personal, poema y buscaba yo a mujeres que vinieran de experiencia distintas, de lugares muy distintas. Todas trabajamos con la palabra, pero no todas somos escritoras con E mayúscula. Yasnaya es lingüista mixe, Daniela Rea es una gran periodista y Verónica Gerber es artista visual, así que hizo una pieza más visual, como que el chiste de la invitación era que ellas se sintieran con la libertad de hacer lo que quisieran”.

Tsunami, la fuerza interior de Gabriela Jáuregui. Foto: Especial

En el libro hay muchas mujeres que citan libros y pensadoras en torno al feminismo, entre ellas está Margo Glanz quien habla de Acoso ¿Denuncia legítima o victimización?, escrito por Marta Lamas y publicado recientemente (2018) por el Fondo de Cultura Económica.

Es un libro polémico, que ha levantado muchas críticas, entre ellas la de Nosotras, la Red mexicana de Feministas Diversas, quienes manifiestan su preocupación por el aumento de los casos de diferentes formas de violencia contra las mujeres en nuestro país. “En este sentido, y reconociendo nuestra pluralidad, condenamos las nuevas formas de justificación, normalización, naturalización y perpetuación de acoso, hostigamiento, violación sexual y feminicidios, que son legitimadas en el contenido del libro”, afirman.

El libro polémico de Marta Lamas. Foto: Especial

Marta Lamas realiza una profunda reflexión ante la urgencia ética para enfrentar el acoso de las diferentes corrientes teóricas del feminismo, así como de las actitudes sociales en relación a éste. La autora busca, para ello, abrir el debate para definir aquellos actos que pueden ser considerados como acoso, de otros que no lo son y que encaminan, por otro lado, a la persecución y la difamación. En este proceso de crear una sociedad más justa e igualitaria, es necesario reflexionar críticamente entorno a aquellas prácticas que resultan emancipadoras, así como aquellas otras que son más bien, un tropiezo. Un tratado sobre el Me Too.

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Ser mujer y escritora en el 8 de marzo: Las creadoras opinan

sábado, marzo 3rd, 2018

La semana que viene se cumplirá otro día en honor de las damas. A veces cuesta mirar esta fecha con solidaridad y con paciencia. ¿Quiere decir que los otros 364 días son de los hombres? Sin embargo, los feminicidios y las grandes diferencias que hay en los trabajos de unos y de otras, nos obligan a ver este mundo como del patriarcado, tan odiado. Falta mucho tiempo para ser consideradas iguales y otro tanto de años para que el mundo se asemeje a nuestro ideal. Así que sigamos festejando y reflexionando.

Ciudad de México, 3 de marzo (SinEmbargo).- Nunca nos ponemos a pensar: soy mujer y por tanto me va a pasar esto o aquello. Sin embargo, hay tantas cosas que hoy sabemos y por todo lo que hay que luchar para conseguir un espacio, una opinión, un reconocimiento, que ser mujer nos obliga a reflexionar sobre esa circunstancia que hoy nos permite marcar una diferencia.

Ser mujer y ser escritora en el mundo del patriarcado (leer El origen del patriarcado: Gerda Lerner, aquí mismo) nos hace pensar que las mujeres escriben para un mundo de lectoras y que suele negársele los premios, las lecturas públicas, los reconocimientos. Hay que empezar a dar las cartas de nuevo, en un juego que siempre nos tiene que tener como protagonistas. Estas son las opiniones.

Su novela “Ojos llenos de sombra” ganó el premio Gran Angular 2012. Foto: Facebook

Raquel Castro, México

Ser mujer escritora no debería ser distinto que ser hombre escritor. Sin embargo… todavía nos falta mucho para llegar a eso: las mujeres que escribimos todavía somos una minoría (a pesar de que la mitad de la población del mundo es femenina, sí). Eso significa que cada texto se va a leer como si lo escribiéramos a nombre de todas las mujeres, y si mi texto es sensiblero, cursi, agresivo, irónico o de plano mal escrito, no va a faltar quien diga que las mujeres (¡todas!) son (¡somos!) sensibleras, cursis, agresivas, irónicas o malas escritoras. Pero la opción no puede ser paralizarnos o tratar de escribir de modo que demos gusto a todos o que se nos considere un buen ejemplo. Al contrario, tenemos que perserverar y luchar por nuestro derecho de ser sensibleras, cursis, agresivas, irónicas o malas escritoras sin que eso se convierta en una generalización. Escribir con entusiasmo o tortuosamente, como sea que escriba cada una de nosotras, para que más mujeres se animen a escribir y dejemos de ser tratadas como una minoría en el medio editorial. Mientras tanto, no está de más reflexionar en el privilegio y la responsabilidad de ser portavoces del 50% de la población, incluso si no lo pedimos.

Irma es también periodista cultural. Foto: Facebook

Irma Gallo, México

Desde que era una niña, las historias me han salvado: de mis cambios de humor, de los muchos momentos de soledad en la primaria, cuando sentía que nomás no encajaba y después en la prepa. Me las inventaba en la cabeza, también para poder dormir, pero nunca las ponía en papel. En esos primeros años me las inventaba quizá como una manera de evadirme de la realidad, porque, aunque tenía (y tengo) una familia maravillosa, siempre me sentía insatisfecha.

Hacia los 15 o 16 años empecé a ponerlas por escrito; la mayoría eran historias fantásticas que tenían que ver con romper las barreras del tiempo y el espacio, no con temas estrictamente de mujeres, o de mi ser mujer. Creo que en ese momento no tenía muy introyectada la idea de que esto significara en algún modo una condición especial.

Crecí, me enamoré del teatro, me rechazaron, llegué al periodismo y este se convirtió en mi tabla de salvación. Y luego, al empezar la vida laboral, y después, al convertirme en madre de una niña, comencé a escribir sobre las cosas que me preocupaban: cómo compaginar la maternidad con la vida laboral, cómo decirle a mi hija que vive en una época y en un país particularmente peligrosos para las mujeres, y más aún, para las menores de edad, cómo muchas mujeres han salido adelante en circunstancias de violencia, discriminación o inequidad, negándose a quedarse en el papel de víctimas.

Hasta ahora sólo mi segundo libro, #yonomásdigo, es de ficción (aunque inspirado en mi hija), y de los dos proyectos que estoy desarrollando ahora son uno de no ficción y otro de ficción, pero tienen una cosa en común: son historias de cómo ser mujer, ahora, en este país bañado de sangre e inequidad, pero profundamente amado.

Recientemente ha publicado Territorio Lolita. Foto: Facebook

Ana Clavel, México

Ser escritora siempre ha significado para mí, por sobre todas las cosas, libertad creadora. Y así la he ejercido por más de treinta años y en más de diez libros publicados con temas transgresores pero, sobre todo, en los que la imaginación y la indagación en el deseo me permiten esa tarea de colocarme en los pies, en la cabeza, en el cuerpo y en la sensibilidad de otros. Es por eso que he llegado a decir a manera de juego, pero también como seña de identidad y responsabilidad con mi oficio: “Yo no soy mujer… soy escritora”. Creo fervientemente que uno de los pocos espacios de libertad íntima y auténtica, así como de ritualización del deseo, son la escritura y el arte. Y al menos a mí, en mi trabajo, me interesa hacerles lugar, a trasmano de estos tiempos neopuritanos, militancias y posiciones de corrección ortopédica y política. Una forma de ser mujer libre en México “sin morir en el intento”, precisamente ahora que la realidad encarna con brutal literalidad la sutileza y el placer de las metáforas y que las guillotinas de las redes sociales buscan erigirse en hidra moral.

Su poemario Eros una vez ganó el premio Mario Benedetti. Foto: facebook

Julia Santibáñez, México

Cuando me siento a escribir o cuando voy haciéndolo en mi cabeza (aunque no tenga una pantalla o un papel enfrente) nunca me planteo “soy escritora”, igual que no pienso “soy mexicana” o “soy mamá”. Esas condiciones las llevo entretejidas y forman parte de mi manera de habitar el mundo, sin que deba esforzarme por plasmarlas al crear. Ni me emociona ni me molesta que un lector piense, al tomar un libro mío, que está leyendo a una mujer. En ese sentido, igual que a un autor masculino no se le pregunta si hace “literatura para hombres”, quiero que mi trabajo sea “literatura”, sin mayor etiqueta.

Acaba de escribir la novela El otro Tom. Foto: Facebook

Laura Santullo, Uruguay

Creo que la identidad de una persona, y por lo tanto la identidad de un creador, de un escritor, se conforma por decenas de asuntos esenciales: tu historia personal y la historia colectiva a la que perteneces, tu nacionalidad, tu religión, tu ideología, tus miedos, tus fobias, y sí, también el género. Siendo así, no ubico el hecho de ser mujer como el asunto que me define como escritora, sino como uno entre varios hilos que atraviesan lo que hago y de manera bastante inconsciente debo decir. La idea de una “mirada femenina” o de una “literatura de mujeres” me resulta un tanto inquietante, porque implica una reducción y muchas veces oculta una visión condescendiente. A mi parecer las mujeres tanto como los hombres, cobijamos un universo inmenso de posibilidades en nuestras escrituras; ángeles y demonios, horrores y delicias, el arma asesina y un campo en flor. Creo que escribir es barajar los naipes completos de la experiencia humana, con la mayor libertad que te sea posible.

Verónica Ortiz acaba de publicar La niña en el jardín. Foto: Facebook

Verónica Ortiz, Ciudad de México

Vivo y escribo desde la complejidad de ser mujer. Si las formas culturales han sido masculinas, la profundidad de esas formas es femenina. Ahí adentro, desde los sentimientos y las emociones construyo mis razones para escribir.

Betina Keizman publicará este año Recurso de amparo, un policial. Foto: Especial

Betina Keizman, Argentina

¿Qué significa ser mujer escritora? El mundo de los escritores no se diferencia de otros ámbitos, también progresa bajo la atenta vigilancia de clanes de hombres poco dispuestos a deponer privilegios. Mientras tanto, en demasiadas latitudes seguimos peleando contra el acoso, los feminicidios, el derecho al aborto o, de modo más general, por recuperar la propiedad sobre nuestros cuerpos e ideas. Es terrible, sobre todo si no reconocemos que en esas luchas se juega algo positivo, una fuerza comunitaria que las voces negras declaran extinguidas porque, ya se sabe, esta es la época en que cada cual o cada cuala se ocupa de su propio ombligo. Pero también, ser mujer escritora es otorgarse un derecho amplio, librarse de la obligación de escribir el tema femenino, de hablar desde nosotras, de dar el punto de vista de la mujer. Podemos hacerlo, pero un derecho no es una imposición. En definitiva, mi deseo es que algún día esta pregunta resulte, no irrelevante, absurda, incluso incomprensible. ¿Qué significará ser hombre escritor? ¿O escritor chino? ¿O escritor diabético? ¿O escritora hermafrodita? ¿O escritor indígena? ¿O escritor oligarca? ¿Escritor mamífero o lagartija? ¿Escritor migrante? Me gustaría saberlo.

Publicó Lo que Facebook se llevó. Es directora de la revista Dorsia. Foto: Facebook

Alejandra Macchia, México

Para ser escritora (en México) se necesita una gran tolerancia a la frustración. Cuando comencé a escribir y después de publicar mi primer libro, me di cuenta que el mundillo literario sigue siendo un club de amigos. Un club bastante mezquino, por cierto. Creo que sólo abandonando las pretensiones de gloria se logra trabajar más genuinamente y sin tantos compromisos. Mi único compromiso al escribir es con los lectores y con mis personajes. Ya no escribo para que un editor “me haga el favor” de incluirme en el catálogo de una gran editorial. Escribo para comprobar que el mundo no es plano ni está sostenido por tortugas. Cuando escribo ficción es porque la realidad me parece abyecta. Leo para caer en los abismos más profundos; escribir me expulsa del vacío. A veces escribo más como escritor que como escritora, aunque realmente cuando me siento a escribir no pienso en mi sexo.

En 2016 publicó el poemario Fricciones. Foto: Facebook

Maricela Guerrero, México

¿Qué significa ser mujer escritora? En mi contexto significa muchas cosas: acordarme de que lo más tranquilo y liberador que le ha pasado a las mujeres de mi casa es aprender a leer y a escribir; que mis abuelas, mi madre, sus hermanas y mis primas, cada una a su manera, ha disentido sobre diversas expectativas acerca de ser mujer de clase trabajadora. En lo más personal, me ha significado hacer malabares entre ser madre de Eliseo y Sofía, tener un trabajo con un salario adecuado para cubrir mi sustento y la mitad del de mis hijos, compartir la vida literaria y amistosa con personas talentosas, compartir la vida amorosa con Yolanda, hacerme cargo de mis chipotes emocionales y escribir a escondidas en la oficina: esto último lo aprendí desde que la maestra Carmelita nos enseñó a leer y a escribir de contrabando en el kínder.

Ser mujer que escribe también es transformar el coraje de que nuestro trabajo sea invisibilizado o menorizado a veces, en acciones antisolemnes, como la #RopaSucia que armamos Paula Abramo, @paulicantropa, Sisi Rodríguez @pollitaconpapos y tu @papelcontante junto con muchas otras colegas que pusieron sobre el tendedero lo que significa ser mujer en un medio tan misógino, vertical, racista y clasista como el nuestro. También significa reconocer que las razones por las que una se cae de la cama emocional, laboral y profesional no son individuales sino que responden a condiciones sistemáticas contra las que disentimos en lo personal y en lo colectivo.

Es la organizadora del encuentro Enclave. Foto: Facebook

Rocío Cerón, México

Perspectivas. Creo que hay otras perspectivas desde la escritura de una autora. También implica un esfuerzo sostenido por no dejarse amilanar por una escena literaria muy machista y jerárquica. Y, ante todo, escribir siendo mujer implica también otras velocidades, otras formas de ver el mundo.

Es poeta y tiene una editorial en Mexicali, Pinos Alados. Foto: Facebook

Rosa Espinoza, México

Me siento privilegiada porque siempre he tenido la libertad de hacer lo que he querido, como escribir. Pero estoy consciente de que es, sin lugar a dudas, cuestión de suerte, porque reconozco que muchas mujeres no corren con esa misma fortuna. En ese sentido y en virtud de las ventajas que disfruto, mi voz debe aludir al compromiso que conlleva tener un espacio para ejercer el oficio. No digo que no haya dejado a un lado muchas cosas, como el tiempo para mis hijos, pero me siento afortunada y atesoro el lugar que tengo.

Acaba de publicar un compilado para Cal y Arena: Dejar huella. Foto: Especial

Anamari Gomís, México

Trato de reproducir un mundo, un mundo hecho de puras palabras, para intentar  comprender éste que vivimos en una mínima parte, como en la Caverna de Platón. No encuentro diferencias entre un escritor y una escritora. Tanto unos como otras nos enfrentamos a los mismos retos durante la escritura.

Es presidente del Pen México. Foto: Facebook

Magali Tercero, México

Tu pregunta es compleja y tiene muchas capas. A los 18 años me impuse el mandamiento de no ser cursi en la escritura. ¿De dónde pudo venir eso? Con cuatro amigos, todos hombres dos o tres años mayores que yo, hacíamos una revista literaria. Pero no, el temor no vino de ahí. ¿Quería acotar mis emociones? ¿Me disgustaban algunas lecturas universitarias? Seguí adelante y hacia 1995 la industria editorial mexicana creó un boom de mujeres escritoras. Entonces yo escribía el reportaje dominical para El País en su edición mexicana. Me sugirieron el tema y en una semana leí best-sellers hasta quedar empachada y prohibiéndome imitar ese tipo de escritura comercial.

Es curioso pues nunca me sentí como una mujer escritora. No, yo era y soy una persona que escribe. No recuerdo haber sido discriminada, quizá porque fui afortunada y caí en redacciones igualitarias. O sí lo fui y no me di cuenta. Tuve un jefe, qepd, que durante la primera semana de trabajo me dio los buenos días besando apenas mi boca. Dejó de hacerlo porque empecé a girarme velozmente para que su saludo desembocara en la parte izquierda de mi cabeza. Había algo cómico en aquel performance de su ego masculino. En fin, está visto que los blancos y negros no dominan la existencia: ese mismo señor respetó e impulsó consistentemente mi escritura.

¿Se escribe como hombre o como mujer? En 2010 hice un experimento de lectura durante un ciclo de literatura femenina. Cinco autoras compartíamos el estrado y decidí leer fragmentos de una crónica escrita por una personalidad del pequeño mundo de la crónica latinoamericana. Luego pregunté: ¿Quién escribe? ¿Un hombre o una mujer? Unas 25 personas, la mitad del público, atribuyeron el texto a un hombre. Los demás dijeron que era mujer. No he vuelto a jugar ese juego pero creo que muchos se sorprendieron cuando mencioné a Leila Guerriero.

¿Qué significa ser mujer escritora? No sé qué decir. Si hubiera igualdad real tal vez no habría necesidad de pensarlo o, por ejemplo, de organizar congresos de mujeres. Recuerdo haber dicho a la brillante psicoanalista María Celia Jáuregui, ya fallecida, que con frecuencia me sumergía en una especie de androginia mental al escribir, que mi lado racional emergía con fuerza y matizaba la emoción, lo cual me gustaba mucho. Ella mencionó dos palabras inglesas: sword (espada) y word (palabra) y terminó diciendo “Esgrimir la pluma es esgrimir la espada”. ¿O dijo empuñar? Aquella sesión me dejó muy alegre. Según Mircea Eliade, los pueblos primitivos encarnaban, al actuar ritualmente el mito de la androginia, la mayor de las potencias, el encuentro de los contrarios, un estado primordial de libertad. ¿Por qué no escribir de manera andrógina? La escritura lo quiere todo.

Es columnista del diario La Razón y trabaja en la revista UNAM. Foto: Facebook

Claudia Guillén, México

En mi caso el ejercicio de la escritura formó parte de mi cotidianidad desde que era niña. Tanto mi padre, como mis abuelos, fueron escritores lo que me llevó a vivir entre libros y conversaciones sobre literatura. Recuerdo, por ejemplo, que al ir a la escuela primaria cuando cada uno de mis compañeros contaban qué hacían sus padres yo tenía que explicar muchas veces que mi padre era escritor. No era un oficio tan importante, para aquellos niños que éramos, como ser ingeniero o abogado. Es decir, para mí ser escritora ha significado seguir una tradición que para mi familia era común pero que para otros era ajena.

Acaba de publicar la novela Jamás nadie. Foto: Facebook

Beatriz Rivas, México

Me cuesta trabajo esa definición de “mujer-escritora”. Soy mujer y me dedico a escribir. Probablemente es una de las profesiones en que ser mujer no es una desventaja. Al menos, yo nunca he sentido alguna injusticia hacia mí o hacia mi obra por el simple hecho de ser mujer. Escribo para superarme a mí misma, a mi libro anterior. No trato de competir con otros escritores, ni mujeres ni hombres. Intento que mis novelas sean de calidad literaria, trato de dar lo mejor de mí misma en cada párrafo… y supongo que haría lo mismo si fuera hombre. Tal vez mi condición de mujer en lo que se refleja no es en cómo digo las cosas (la forma) sino en los personajes a los que he elegido: casi todos mujeres. Mujeres fuertes, independientes, libres, luchadoras, inteligentes. Mujeres que han aportado algo al mundo, a la historia. Mujeres que han abierto caminos. Mujeres a las que admiro. Pero también tengo otras novelas, otros personajes, otros temas.

Publicó Las noches habitadas. Foto: Facebook

Alma Delia Murillo, México

Ser mujer y escritora significa lo mismo que ser hombre y escritor, con la diferencia de que nosotras debemos correr un maratón completo cuando ellos corren sólo la mitad para al final coronarnos con la misma euforia, la misma deshidratación y un flamante medallero de demonios personales. Nocierto sícierto. Sí es cierto.

Recientemente ha publicado el cuento infantil Rodrigo y el gran elefante. Foto: Facebook

Magali Velasco, México

Es un oficio de equilibrista. Rosa Montero en su libro La loca de la casa escribió que cómo le gustaría estar casada con otra mujer para gozar de los beneficios del escritor a quien no se le perturba con lo cotidiano. A mí me cuesta mucho ser escritora, me siento a veces como Le Pendu, ese personaje del Tarot que simboliza la suspensión entre el cielo y la tierra, la incapacidad de hacer las cosas por las mismas cosas de la vida. Una escritora debe luchar no sólo contra su propio proceso creativo, debe luchar contra todo aquello que no le permite entrar y encerrarse en su habitación propia. Si decidió ser madre, si decidió o no tuvo opción de ganarse la vida en tal o cual trabajo, si de ella dependen más familiares económica y emocionalmente, si está o no con pareja, si tiene libertad de movimiento para promocionar su trabajo… la escritora, estoy convencida, lucha más que un escritor y no es cuestión de talento, es una cuestión de desigualdad de roles de género. Sé de mujeres que abandonaron no la escritura, sino todo el proceso y la energía que implica publicar porque se vieron obligadas a atender otros aspectos personales que las demandaron. Esto, rara vez, ocurre con los hombres. Como directora de una Feria Internacional del Libro, constaté en cada año de elaboración del programa, lo difícil que es para una escritora viajar y presentar su libro. Habrá hijos, nietos, cuestiones laborales, algún padre enfermo que no les permite moverse. Por otro lado, se suma el tema del prejuicio. Jamás olvidaré una conversación hace unos años en una comida en la FIL de Guadalajara: un alto mando de Tusquets España diciendo que Tusquets México se había excedido publicando a mujeres y que qué bueno que eso ya iba a terminarse. He sido testigo de curadurías de encuentros o festivales literarios donde “procuran” cubrir cuota de género, una manera irrespetuosa de entender la equidad. Mi respeto y reconocimiento siempre a todas mis colegas.

Recientemente ha publicado la novela Fuego 20. Foto: Facebook

Ana García Bergua, México

Yo quisiera que ser mujer escritora significara lo mismo que ser hombre escritor o caballo o leona escritora, es decir, que lo importante fuera lo escrito y no el género de quien lo escribe. Eso es lo que siempre he pensado, tanto en la época en que ser escritora podía ser una desventaja como ahora en que se nos lee muchas veces para apoyar nuestras luchas. A mí lo que me interesa es la literatura y creo que eso trasciende los géneros, las épocas y otras cosas.

Pronto publicará su novela Miedo. Foto: Facebook

Sandra Lorenzano, Argentina

Pensar en ser mujer escritora me remite a dos cosas básicamente, me parece. La que más me interesa no es en este momento de mi vida ni la relación con el mercado ni la relación con otros colegas que no son mujeres escritoras. Lo que más me interesa me lleva a una reflexión que retoma una frase clásica de Simone de Beauvoir: La mujer no nace, se hace.

La escritora no nace, se hace.

¿Qué significa esto?

Significa muchas cosas que también tienen que ver con lo dado, lo biológico, con lo cultural. La reflexión de Simone de Beauvoir tiene que ver con lo cultural, evidentemente. No importa si venimos en un cuerpo femenino, la construcción de ser mujer es eso, una construcción. Una construcción social y cultural.

Algo similar sucede con el ser escritora. Cuando una asume la palabra literaria como parte de la propia búsqueda, hay también una decisión y una construcción.

Para mí, en ambos casos y a esta altura de la vida, creo que la respuesta a esas dos preguntas que no son sino una, a esa construcción que no es sino una, pasa por un proceso de introspección absoluto y de búsqueda de la propia voz.

Cuando digo voz, digo también cuerpo. Digo también piel. Digo deseo. Compañía. Erotismo.

La reflexión tiene que ir más allá del canon femenino, tiene que ver de esta introspección que para mí pasa por un proceso de escucha interior, de reconocer el propio deseo y en mi caso el deseo de escritura poética en el sentido más profundo del término, esa poesía que sale con tu propia sangre, con tus entrañas, con esa voz de la que hablamos, es inseparable de mi propio deseo vinculado a la sexualidad.

El deseo es un devenir.

Ser mujer también es un devenir.

Recientemente ha publicado la novela El sello de la libélula. Foto: Facebook

Kyra Galván, México

Para mí, ser escritora y mujer, significa, primero, un placer poder dedicarme a lo que me apasiona desde hace muchos años: ser artesana de la palabra.

Pero, por supuesto, también implica un honor y una responsabilidad. Un honor seguir la brecha que en el pasado abrieron extraordinarias y valientes mujeres como Mary Wollstonecraft, George Sand, Mary Shelley, Virginia Wolf, Sylvia Plath, Rosario Castellanos y Elena Garro, solo por citar algunas.

Una responsabilidad  porque es importante honrar el coraje y la lucha y la calidad que lograron tantas mujeres antes que nosotros en tiempos aún más oscuros que éstos.

Y debo decir, por último,  que continúa siendo un reto el ser mujer-escritora en una sociedad patriarcal que se empeña en despreciar e invisibilizar el trabajo de las mujeres dando por hecho, en primera instancia, que es inferior al de los varones.

Recientemente publicó La mano que mece el silencio. Foto: Facebook

Rose Mary Salum, México

Ser mujer escritora significa lo mismo que ser hombre escritor. Las ideas, la creatividad, la inspiración provienen de las mismas fuentes. El trabajo, las revisiones y el nivel último del texto será igual siempre y cuando la dedicación necesaria  sea la misma. Quizá lo diferente sean nuestros prejuicios y cómo los enfrentamos.  Ni el talento se adquiere por tener a un hombre al lado, ni de ellos dependen nuestros logros. Todo es cuestión de enfoques y cada uno tendremos que ajustarlos para sacudirnos estas ideas preeexistentes y tan reforzadas en ambos niveles: el personal y el internacional … aunque eso se tenga que traducirse en resistencia.

LECTURAS | El origen del patriarcado: Gerda Lerner

sábado, febrero 17th, 2018

El patriarcado es una creación histórica elaborada por hombres y mujeres en un proceso que tardó casi 2.500 años en completarse. La primera forma del patriarcado apareció en el estado arcaico. La unidad básica de su organización era la familia patriarcal, que expresaba y generaba constantemente sus normas y valores. Hemos visto de qué manera tan profunda influyeron las definiciones del género en la formación del estado. Ahora demos un breve repaso de la forma en que se creó, definió e implantó el género.

Ciudad de México, 17 de febrero (SinEmbargo/Culturamas).- Las funciones y la conducta que se consideraba que eran las apropiadas a cada sexo venían expresadas en los valores, las costumbres, las leyes y los papeles sociales. También se hallaban representadas, y esto es muy importante, en las principales metáforas que entraron a formar parte de la construcción cultural y el sistema explicativo.

La sexualidad de las mujeres, es decir, sus capacidades y servicios sexuales y reproductivos, se convirtió en una mercancía antes incluso de la creación de la civilización occidental. El desarrollo de la agricultura durante el periodo neolítico impulsó el “intercambio de mujeres” entre tribus, no sólo como una manera de evitar guerras incesantes mediante la consolidación de alianzas matrimoniales, sino también porque las sociedades con mas mujeres podían reproducir más niños. A diferencia de las necesidades económicas en las sociedades cazadoras y recolectoras, los agricultores podían emplear mano de obra infantil para incrementar la producción y estimular excedentes. El colectivo masculino tenía unos derechos sobre las mujeres que el colectivo femenino no tenía sobre los hombres. Las mismas mujeres se convirtieron en un recurso que los hombres adquirían igual que se adueñaban de las tierras. Las mujeres eran intercambiadas o compradas en matrimonio en provecho de su familia; más tarde se las conquistaría o compraría como esclavas, con lo que las prestaciones sexuales entrarían a formar parte de su trabajo y sus hijos serían propiedad de sus amos. En cualquier sociedad conocida los primeros esclavos fueron las mujeres de grupos conquistados, mientras que a los varones se les mataba. Sólo después que los hombres hubieran aprendido a esclavizar a las mujeres de grupos catalogados como extraños supieron cómo reducir a la esclavitud a los hombres de esos grupos y, posteriormente, a los subordinados de su propia sociedad.

Un libro imprescindible. Foto: Especial

De esta manera la esclavitud de las mujeres, que combina racismo y sexismo a la vez, precedió a la formación y a la opresión de clases. Las diferencias de clase estaban en sus comienzos expresadas y constituidas en función de las relaciones patriarcales. La clase no es una construcción aparte del género, sino que más bien la clase se expresa en términos de género.

Hacia el segundo milenio a.C. en las sociedades mesopotámicas las hijas de los pobres eran vendidas en matrimonio o para prostituirlas a fin de aumentar las posibilidades económicas de su familia. Las hijas de hombres acaudalados podían exigir un precio de la novia, que era pagado a su familia por la del novio, y que frecuentemente permitía a la familia de ella concertar matrimonios financieramente ventajosos a los hijos varones, lo que mejoraba la posición económica de la familia. Si un marido o un padre no podían devolver una deuda, podían dejar en fianza a su esposa e hijos que se convertían en esclavos por deudas del acreedor. Estas condiciones estaban tan firmemente establecidas hacia 1750 a.C. que la legislación hammurábica realizó una mejora decisiva en la suerte de losesclavos por deudas al limitar su prestación de servicios a tres años, mientras que hasta entonces había sido de por vida.

Los hombres se apropiaban del producto de ese valor de cambio dado a las mujeres: el precio de la novia, el precio de venta y los niños. Puede perfectamente ser la primera acumulación de propiedad privada. La reducción a la esclavitud de las mujeres de tribus conquistadas no sólo se convirtió en un símbolo de estatus para los nobles y los guerreros, sino que realmente permitía a los conquistadores adquirir riquezas tangibles gracias a la venta o el comercio del producto del trabajo de las esclavas y su producto reproductivo: niños en esclavitud.

La esclavitud de las mujeres, que combina racismo y sexismo a la vez, precedió a la formación y a la opresión de clase. Foto: Shutterstock

Claude Lévi-Strauss, a quien debemos el concepto de “el intercambio de mujeres”, habla de la cosificación de las mujeres que se produjo a consecuencia de lo primero. Pero lo que se cosifica y lo que se convierte en una mercancía no son las mujeres. Lo que se trata así es su sexualidad y su capacidad reproductiva. La distinción es importante. Las mujeres nunca se convirtieron en “cosas” ni se las veía de esa manera.

Las mujeres, y no importa cuán explotadas o cuánto se haya abusado de ellas, conservaban su poder de actuación y de elección en el mismo grado, aunque más limitado, que los hombres de su grupo. Pero ellas, desde siempre y hasta nuestros días, tuvieron menos libertad que los hombres. Puesto que su sexualidad, uno de los aspectos de su cuerpo, estaba controlada por otros, las mujeres, además de estar en desventaja física, eran reprimidas psicológicamente de una manera muy especial. Para ellas, al igual que para los hombres de grupos subordinados y oprimidos, la historia consistió en la lucha por la emancipación y en la liberación de la situación de necesidad. Pero las mujeres lucharon contra otras formas de opresión y dominación distintas que las de los hombres, y su lucha, hasta la actualidad, ha quedado por detrás de ellos.

El primer papel social de las mujeres definido según el género fue ser las que eran intercambiadas en transacciones matrimoniales. El papel genérico anverso para los hombres fue el de ser los que hacían el intercambio o que definían sus términos. Otro papel femenino definido según el género fue el de esposa “suplente”, que se creó e institucionalizó para las mujeres de la élite. Este papel les confería un poder y unos privilegios considerables pero dependía de que estuvieran unidas a hombres de la élite como mínimo, en que cuando les prestaran servicios sexuales y reproductivos lo hicieran de forma satisfactoria. Si una mujer no cumplía esto que se pedía de ella, era rápidamente sustituida, por lo que perdía todos sus privilegios y posición.

El papel de guerrero, definido según el género, hizo que los hombres lograran tener poder sobre los hombres y las mujeres de las tribus conquistadas. Estas conquistas motivadas por las guerras generalmente ocurrían con gentes que se distinguían de los vencedores por la raza, por la etnia o simplemente diferencias de tribu. En un principio, la “diferencia” como señal de distinción entre los conquistados y los conquistadores estaba basada en la primera diferencia clara observable, la existente entre sexos. Los hombres habían aprendido a vindicar y ejercer el poder sobre personas algo distintas a ellos con el intercambio primero de mujeres. Al hacerlo obtuvieron los conocimientos necesarios para elevar cualquier clase de “diferencia” a criterio de dominación.

Desde sus inicios en la esclavitud, la dominación de clases adoptó formas distintas en los hombres y las mujeres esclavizados: los hombres eran explotados principalmente como trabajadores; las mujeres fueron siempre explotadas como trabajadoras, como prestadoras de servicios sexuales y como reproductoras. Los testimonios históricos de cualquier sociedad esclavista nos aportan pruebas de esta generalización. Se puede observar la explotación sexual de las mujeres de clase inferior por hombres de la clase alta en la antigüedad, durante el feudalismo, en las familias burguesas de los siglos XIX y XX en Europa y en las complejas relaciones de sexo/raza entre las mujeres de los países colonizados y los colonizadores: es universal y penetra hasta lo más hondo. La explotación sexual es la verdadera marca de la explotación de clase en las mujeres.

 

La explotación sexual es la verdadera marca de la explotación de clase en las mujeres. Foto: Shutterstock  

En cualquier momento de la historia cada “clase” ha estado compuesta por otras dos clases distintas: los hombres y las mujeres. La posición de clase de las mujeres se consolida y tiene una realidad a través de sus relaciones sexuales. Siempre estuvo expresada por grados de falta de libertad en una escala que va desde la esclava, con cuyos servicios sexuales y reproductivos se comercia del mismo modo que con su persona; a la concubina esclava, cuya prestación sexual podía suponerle subir de estatus o el de sus hijos; y finalmente la esposa “libre”, cuyos servicios sexuales y reproductivos a un hombre de la clase superior la ‘autorizaba’ a tener propiedades y derechos legales. Aunque cada uno de estos grupos tenga obligaciones y privilegios muy diferente en lo que respecta a la propiedad, la ley y los recursos económicos, comparten la falta de libertad que supone estar sexual y reproductivamente controladas por hombres.

Podemos expresar mejor la complejidad de los diferentes niveles de dependencia y libertad femeninos si comparamos a cada mujer con su hermano y pensamos en como difieren las vidas y oportunidades de una y otro.

Entre los hombres, la clase estaba y está basada en su relación con los medios de producción: aquellos que poseían los medios de producción podían dominar a quienes no los poseían. Los propietarios de los medios de producción adquirían también la mercancía de cambio de los servicios sexuales femeninos, tanto de mujeres de su misma clase como de las de clases subordinadas. En la antigua Mesopotamia, en la antigüedad clásica y en las sociedades esclavistas, los hombres dominantes adquirían también, en concepto de propiedad, el producto de las capacidades reproductivas de las mujeres subordinadas: niños, que harían trabajar, con los que comerciarían, a los que casarían o venderían como esclavos, según viniera al caso. Respecto a las mujeres, la clase está mediatizada por sus lazos sexuales con un hombre. A través de un hombre las mujeres podían acceder o se les negaba el acceso a los medios de producción y los recursos. A través de su conducta sexual se produce su pertenencia a una clase. Las mujeres “respetables” pueden acceder a una clase gracias a sus padres y maridos, pero romper con las normas sexuales puede hacer que pierdan de repente la categoría social. La definición por género de “desviación” sexual distingue a una mujer como “no respetable”, lo que de hecho la asigna al estatus más bajo posible. Las mujeres que no prestan servicios heterosexuales (como las solteras, las monjas o las lesbianas) están vinculadas a un hombre dominante de su familia de origen y a través de él pueden acceder a los recursos. O, de lo contrario, pierden su categoría social. En algunos períodos históricos, los conventos y otros enclaves para solteras crearon un cierto espacio de refugio en el cual esas mujeres podían actuar y conservar su respetabilidad. Pero la amplia mayoría de las mujeres solteras están, por definición, al margen y dependen de la protección de sus parientes varones. Es cierto en toda la historia hasta la mitad del siglo XX en el mundo occidental, y hoy día todavía lo es en muchos de los países subdesarrollados. El grupo de mujeres independientes y que se mantienen a sí mismas que existe en cada sociedad es muy pequeño y, por lo general, muy vulnerable a los desastres económicos.

El grupo de mujeres independientes y que se mantienen a sí mismas que existe en cada sociedad es muy pequeño y, por lo general, muy vulnerable a los desastres económicos. Foto: Shutterstock

La opresión y la explotación económicas están tan basadas en dar un valor de mercancía a la sexualidad femenina y en la apropiación por parte de los hombres de la mano de obra de la mujer y su poder reproductivo, como en la adquisición directa de recursos y personas.

El estado arcaico del antiguo Próximo Oriente surgió en el segundo milenio a.C. de las dos raíces hermanas del dominio sexual de los hombres sobre las mujeres y de la explotación de unos hombres por otros. Desde su comienzo el estado arcaico estuvo organizado de tal manera que la dependencia del cabeza de familia del rey o de la burocracia estatal se veía compensada por la dominación que ejercía sobre su familia. Los cabezas de familia distribuían los recursos de la sociedad entre su familia de la misma manera que el estado les repartía a ellos los recursos de la sociedad. El control de los cabeza de familia sobre sus parientes femeninas y sus hijos menores era tan vital para la existencia del estado como el control del rey sobre sus soldados. Ello esta reflejado en las diversas recopilaciones jurídicas mesopotámicas, especialmente en el gran numero de leyes dedicadas a la regulación de la sexualidad femenina.

Desde el segundo milenio a.C. en adelante el control de la conducta sexual de los ciudadanos ha sido una de las grandes medidas de control social en cualquier sociedad estatal. A la inversa, dentro de la familia la dominación sexual recrea constantemente la jerarquía de clases. Independientemente de cual sea el sistema político o económico, el tipo de personalidad que puede funcionar en un sistema jerárquico está creado y nutrido en el seno de la familia patriarcal.

La familia patriarcal ha sido extraordinariamente flexible y ha variado según la época y los lugares. El patriarcado oriental incluía la poligamia y la reclusión de las mujeres en harenes. El patriarcado en la antigüedad clásica y en su evolución europea esta basado en la monogamia, pero en cualquiera de sus formas formaba parte del sistema el doble estándar sexual que iba en detrimento de la mujer. En los modernos estados industriales, como por ejemplo los Estados Unidos, las relaciones de propiedad en el interior de la familia se desarrollan dentro de una línea mas igualitaria que en aquellos donde el padre posee una autoridad absoluta y, sin embargo, las relaciones de poder económicas y sexuales dentro de la familia no cambian necesariamente. En algunos casos, las relaciones sexuales son mas igualitarias aunque las económicas sigan siendo patriarcales; en otros, se produce la tendencia inversa. En todos ellos, no obstante, estos cambios dentro de la familia no alteran el predominio masculino sobre la esfera pública, las instituciones y el gobierno.

La familia es el mero reflejo del orden imperante en el estado y educa a sus hijos para que lo sigan, con lo que crea y refuerza constantemente ese orden. Hay que señalar que cuando hablamos de las mejoras relativas en el estatus femenino dentro de una sociedad determinada, frecuentemente ello tan sólo significa que presenciamos unas mejoras de grado, ya que su situación les ofrece la oportunidad de ejercer cierta influencia sobre el sistema patriarcal. En aquellos lugares en que las mujeres cuentan relativamente con un mayor poder económico, pueden tener algún control más sobre sus vidas que en aquellas sociedades donde no lo tienen. Asimismo, la existencia de grupos femeninos, asociaciones o redes económicas sirve para incrementar la capacidad de las mujeres para contrarrestar los dictámenes de su sistema patriarcal concreto. Algunos antropólogos e historiadores han llamado “libertad” femenina a esta relativa mejora. Dicha denominación es ilusoria e injustificada. Las reformas y los cambios legales, aunque mejoren la condición de las mujeres y sean parte fundamental de su proceso de emancipación, no van cambiar de raíz el patriarcado. Hay que integrar estas reformas dentro de una vasta revolución cultural a in de transformar el patriarcado y abolirlo.

El sistema patriarcal solo puede funcionar gracias a la cooperación de las mujeres. Esta cooperación le viene avalada de varias maneras: la inculcación de los géneros; la privación de la enseñanza; la prohibición a las mujeres a que conozcan su propia historia; la división entre ellas al definir la “respetabilidad” y la “desviación” a partir de sus actividades sexuales; mediante la represión y la coerción total; por medio de la discriminación en el acceso a los recursos económicos y el poder político; y al recompensar con privilegios de clase a las mujeres que se conforman.

La familia es el mero reflejo del orden imperante en el estado y educa a sus hijos para que lo sigan. Foto: Shutterstock

Durante casi cuatro mil años las mujeres han desarrollado sus vidas y han actuado a la sombra del patriarcado, concretamente de una forma de patriarcado que podría definirse mejor como dominación paternalista. El término describe la relación entre un grupo dominante, al que se considera superior, y un grupo subordinado, al que se considera inferior, en la que la dominación queda mitigada por las obligaciones mutuas y los deberes recíprocos. El dominado cambia sumisión por protección, trabajo no remunerado manutención. En la familia patriarcal, las responsabilidades y las obligaciones no están distribuidas por un igual entre aquellos a quienes se protege: la subordinación de los hijos varones a la dominación paterna es temporal; dura hasta que ellos mismos pasan a ser cabezas de familia. La subordinación de las hijas y de la esposa es para toda la vida. Las hijas únicamente podrán escapar a ella si se convierten en esposas bajo el dominio/la protección de otro hombre. La base del paternalismo es un contrato de intercambio no consignado por escrito: soporte económico y protección que da el varón a cambio de la subordinación en cualquier aspecto, los servicios sexuales y el trabajo doméstico no remunerado de la mujer. Con frecuencia la relación continúa, de hecho y por derecho, incluso cuando la parte masculina ha incumplido sus obligaciones.

Fue una elección racional por parte de las mujeres, en las condiciones de inexistencia de un poder público y de dependencia económica, el escoger protectores fuertes para si y sus hijos. Las mujeres siempre compartieron los privilegios clasistas de los hombres de la misma clase mientras se encontraran bajo la protección de alguno. Para aquellas que no pertenecían a la clase baja, el “acuerdo mutuo” funcionaba del siguiente modo: a cambio de vuestra subordinación sexual, económica, política e intelectual a los hombres, podréis compartir el poder con los de vuestra clase para explotar a los hombres y las mujeres de clase inferior. Dentro de una sociedad de clases es difícil que las personas que poseen cierto poder, por muy limitado y restringido que este sea, se vean a si mismas privadas de algo y subordinadas. Los privilegios clasistas y raciales sirven para minar la capacidad de las mujeres para sentirse parte de un colectivo con una coherencia, algo que en verdad no son, pues de entre todos los grupos oprimidos únicamente las mujeres están presentes en todos los estratos de la sociedad. La formación de una conciencia femenina colectiva debe desarrollarse por otras vías. Esta es la razón por la cual las formulaciones teóricas que han sido de ayuda a otros grupos oprimidos sean tan inadecuadas para explicar y conceptuar la subordinación de las mujeres.

Las mujeres han participado durante milenios en el proceso de su propia subordinación porque se las ha moldeado psicológicamente para que interioricen la idea de su propia inferioridad. La ignorancia de su misma historia de luchas y logros ha sido una de las principales formas de mantenerlas subordinadas. La estrecha conexión de las mujeres con las estructuras familiares hizo que cualquier intento de solidaridad femenina y cohesión de grupo resultara extremadamente problemático. Toda mujer estaba vinculada a los parientes masculinos de su familia de origen a través de unos lazos que conllevaban unas obligaciones específicas. Su adoctrinamiento, desde la primera infancia en adelante, subrayaba sus obligaciones no sólo de hacer una contribución económica a sus parientes y allegados, sino también de aceptar un compañero para casarse acorde con los intereses familiares. Otra manera de explicarlo es decir que el control sexual de la mujer estaba ligado a la protección paternalista y que, en las diferentes etapas de su vida, ella cambiaba de protectores masculinos sin superar nunca la etapa infantil de estar subordinada y protegida.

Las condiciones reales de su estatus de subordinación impulsaron a otras clases y a otros grupos oprimidos a crear una conciencia colectiva. El esclavo y la esclava podían trazar claramente una línea entre los intereses y los lazos con su familia y los ligámenes de servidumbre/protección que le vinculaban a su amo. En realidad, la protección de los padres esclavos de su familia frente al amo fue una de las causas más importantes de la resistencia esclavista. Por otro lado, las mujeres “libres” aprendieron pronto que sus parientes las expulsarían si alguna vez se rebelaban contra su dominio.

En las sociedades campesinas tradicionales se han registrado muchos casos en los que miembros femeninos de una familia toleraban o incluso participan en el castigo, las torturas, inclusive la muerte, de una joven que ha transgredido el “honor” familiar. En tiempos bíblicos, la comunidad entera se reunía para lapidar a la adúltera hasta matarla. Prácticas similares prevalecieron en Sicilia, Grecia, Albania hasta entrado el siglo XX. Los padres y maridos de Bangladesh expulsaron a sus hijas y esposas que habían sido violadas por los soldados invasores, arrojándolas a la prostitución. Así pues, a menudo las mujeres se vieron forzadas a huir de un “protector” por otro, y su “libertad” frecuentemente se definía sólo por su habilidad para manipular a dichos protectores. El impedimento más importante al desarrollo de una conciencia colectiva entre las mujeres fue la carencia de una tradición que reafirmase su independencia y su autonomía en alguna época pasada. Por lo que nosotras sabemos, nunca ha existido una mujer o un grupo de mujeres que hayan vivido sin la protección masculina.

Nunca ha habido un grupo de personas como ellas que hubiera hecho algo importante por sí mismas. Las mujeres no tenían historia, eso se les dijo y eso creyeron. Por tanto, en última instancia, la hegemonía masculina dentro del sistema de símbolos fue lo que situó de forma decisiva a las mujeres en una posición desventajosa.

La hegemonía masculina en el sistema de símbolos adoptó dos formas: la privación de educación a las mujeres y el monopolio masculino de las definiciones. Lo primero sucedió de forma inadvertida, más como una consecuencia de la dominación de clases y de la llegada al poder de las élites militares. Durante toda la historia han existido siempre vías de escape para las mujeres de las clases elitistas, cuyo acceso a la educación fue uno de los principales aspectos de sus privilegios de clase. Pero el dominio masculino de las definiciones ha sido deliberado y generalizado, y la existencia de unas mujeres muy instruidas y creativas apenas ha dejado huella después de cuatro mil años.

Hemos presenciado cómo los hombres se apropiaron y luego transformaron los principales símbolos de poder femeninos: el poder de la diosa-madre y el de las diosas de la fertilidad. Hemos visto que los hombres elaboraban teologías basadas en la metáfora irreal del poder de procreación masculino y que redefinieron la existencia femenina de una forma estricta y de dependencia sexual. Por último, hemos visto cómo las metáforas del género han representado al varón como la norma y a la mujer como la desviación; el varón como un ser completo y con poderes, la mujer como ser inacabado, mutilado y sin autonomía. Conforme a estas construcciones simbólicas, fijadas en la filosofía griega, las teologías judeocristianas y la tradición jurídica sobre las que se levanta la civilización occidental, los hombres han explicado el mundo con sus propios términos y han definido cuales eran las cuestiones de importancia para convertirse así en el centro del discurso.

Al hacer que el término “hombre” incluya el de “mujer” y de este modo se arrogue la representación de la humanidad, los hombres han dado origen en su pensamiento a un error conceptual de vastas proporciones. Al tomar la mitad por el todo, no sólo han perdido la esencia de lo que estaban describiendo, sino que lo han distorsionado de tal manera que no pueden verlo con corrección. Mientras los hombres creyeron que la tierra era plana no pudieron entender su realidad, su función y la verdadera relación con los otros cuerpos celestes. Mientras los hombres crean que sus experiencias, su punto de vista y sus ideas representan toda la experiencia y todo el pensamiento humanos, no sólo serán incapaces de definir correctamente lo abstracto, sino que no podrán ver la realidad tal y como es.

En las sociedades campesinas tradicionales se han registrado muchos casos en los que miembros femeninos de una familia toleraban o incluso participan en el castigo, las torturas, inclusive la muerte, de una joven que ha transgredido el “honor” familiar. Foto: Shutterstock

La falacia androcéntrica, elaborada en todas las construcciones mentales de la civilización occidental, no puede ser rectificada “añadiendo” simplemente a las mujeres. Para corregirla es necesaria una reestructuración radical del pensamiento y el análisis, que de una vez por todas acepte el hecho de que la humanidad esta formada hombres y mujeres a partes iguales, y que las experiencias, los pensamientos y las ideas de ambos sexos han de estar representados en cada una de las generalizaciones que se haga sobre los seres humanos.

El desarrollo histórico ha creado hoy por primera vez las condiciones necesarias gracias a las cuales grandes grupos de mujeres, finalmente todas ellas, podrán emanciparse de la subordinación. Puesto que el pensamiento femenino ha estado aprisionado dentro de un marco patriarcal estrecho y erróneo, un prerrequisito necesario para cambiar es transformar la conciencia que las mujeres tenemos de nosotras mismas y de nuestro pensamiento.

Hemos iniciado este libro con una discusión de la importancia que tiene la historia en la concienciación y el bienestar psíquico humanos. La historia da sentido a la vida humana y conecta cada existencia con la inmortalidad; pero la historia tiene todavía otra función. Al conservar el pasado colectivo y reinterpretarlo para el presente, los seres humanos definen su potencial y exploran los limites de sus posibilidades.

Aprendemos del pasado no sólo lo que la gente que vivió antes que nosotros hizo, pensó y tuvo la intención de hacer, sino que también en qué se equivocaron y en qué fallaron. Desde los días de las listas de monarcas babilonios en adelante, el registro del pasado ha sido escrito e interpretado por hombres y se ha centrado principalmente en los actos, las acciones e intenciones de los varones. Con la aparición de la escritura, el conocimiento humano empezó a avanzar a grandes saltos y a un ritmo más rápido que antes. A pesar de que, como hemos observado, las mujeres habían participado en el mantenimiento de la tradición oral y las funciones religiosas y rituales durante el periodo preliterario hasta casi un milenio después, la privación de educación y su arrinconamiento de los símbolos tuvieron un profundo efecto en su futuro desarrollo.

La brecha existente entre la experiencia de aquellos que podían o podrían (en el caso de los hombres de clase inferior) participar en la creación del sistema de símbolos y aquellas que meramente actuaban pero que no interpretaban se fue haciendo cada vez más grande.

En su brillante obra El segundo sexo, Simone de Beauvoir se centraba en el producto histórico final de este desarrollo. Describía al hombre como un ser autónomo y trascendente, a la mujer como inmanente. Cuando explicaba “por que las mujeres carecen de medios concretos para organizarse y formar una unidad” en defensa de sus intereses, declaraba con llaneza: “Ellas [las mujeres] no tienen pasado, ni historia, ni religión que puedan llamar suyos”. Beauvoir tiene razón cuando observa que las mujeres no han “trascendido”, si por trascendencia se entiende la definición e interpretación del saber humano. Pero se equivoca al pensar que por tanto la mujer no ha tenido una historia. Dos décadas de estudios sobre Historia de las mujeres han rebatido esta falacia al sacar a la luz una interminable lista de fuentes y desenterrar e interpretar la historia oculta de las mujeres. Este proceso de crear una historia de las mujeres está todavía en marcha y tendrá que continuar así durante mucho tiempo. Sólo ahora empezamos a comprender lo que implica.

El mito de que las mujeres quedan al margen de la creación histórica y de la civilización ha influido profundamente en la psicología femenina y masculina. Ha hecho que los hombres se formaran una opinión parcial y completamente errónea de cual es su lugar dentro de la sociedad humana y el universo. A las mujeres, como se evidencia en el caso de Simone de Beauvoir, que seguramente es una de las más instruidas de su generación, les parecía que durante milenios la historia solo había ofrecido lecciones negativas y ningún precedente de un acto importante, una heroicidad o un ejemplo liberador. Lo más difícil de todo era la aparente ausencia de una tradición que reafirmara la independencia y la autonomía femeninas. Era como si nunca hubiera existido una mujer o grupo de mujeres que hubieran vivido sin la protección masculina. Es significativo que todos los ejemplos de lo contrario fueran expresados a través de mitos y fábulas: las amazonas, las asesinas de dragones, mujeres con poderes mágicos. Pero en la vida real las mujeres no tenían historia: eso se les dijo y así lo creyeron. Y como no tenían historia, no tenían alternativas para el futuro. En cierto sentido, se puede describir la lucha de clases como una lucha por el control de los sistemas simbólicos de una sociedad concreta.

El grupo oprimido, que comparte y participa en los principales símbolos controlados por los dominadores, desarrolla también sus propios símbolos. En la época de un cambio revolucionario esto se convierte en una fuerza importante para la creación de alternativas. Otra forma de decirlo es que sólo se pueden generar ideas revolucionarias cuando los oprimidos poseen una alternativa al sistema de símbolos y significados de aquellos que les dominan. De este modo, los esclavos que vivían en un medio controlado por los amos y que físicamente estaban sujetos a su total control, pudieron conservar su humanidad y a veces fijar límites al poder de un amo gracias a la posibilidad de asirse a su propia “cultura”.

Dicha cultura la formaban los recuerdos colectivos, cuidadosamente mantenidos con vida, de una etapa previa de libertad y de alternativas a los ritos, símbolos y creencias de sus amos. Lo que resulta decisivo para el individuo era la posibilidad de que el o ella decidieran identificarse con un estado distinto al de esclavitud o subordinación. De esta manera, todos los varones, tanto si eran esclavos como si estaban económica o racialmente oprimidos, todavía podían identificarse con aquellos -otros varones- que mostraban cualidades trascendentes, aunque pertenecieran al sistema simbólico del amo. No importa cuanto se les hubiera degradado, todo esclavo campesino eran iguales al amo en su relación con Dios. No era así en el caso de las mujeres. Todo lo contrario; en la civilización occidental y hasta la Reforma protestante, ninguna mujer, y no importan su posición elevada ni sus privilegios, podía sentir que reforzaba y confirmaba su humanidad imaginándose a personas como ella -otras mujeres- en puestos con autoridad intelectual en relación directa con Dios.

Allí donde no existe un precedente no se pueden concebir alternativas a las condiciones existentes. Es esta característica de la hegemonía masculina lo, que ha resultado más perjudicial a las mujeres y ha asegurado su estatus de subordinación durante milenios. La negación a las mujeres de su propia historia ha reforzado que aceptasen la ideología del patriarcado y ha minado el sentimiento de autoestima de cada mujer. La versión masculina de la historia, legitimada en concepto de “verdad universal”, las ha presentado al margen de la civilización y como víctimas del proceso histórico. Verse presentada de esta manera y creérselo es casi peor que ser del todo olvidada. La imagen es completamente falsa por ambas partes, como ahora sabemos, pero el paso de las mujeres por la historia ha estado marcado por su lucha en contra de esta distorsión mutiladora.

Simone de Beauvoir se equivoca al pensar que por tanto la mujer no ha tenido una historia. Foto: Especial

Por otra parte, durante más de 2.500 años, las mujeres se han encontrado en una situación de desventaja educativa y se las ha privado de las condiciones para crear un pensamiento abstracto. Obviamente, esto no depende del sexo; la capacidad de pensar es inherente a la humanidad: puede alimentársela o desanimarla, pero no se la puede reprimir. Esto es cierto, sin duda alguna, en lo que respecta al pensamiento que genera la vida diaria y relacionado con ella, el

nivel de pensamiento en el que la mayoría de hombres y mujeres se mueven toda la vida. Pero la generación de un pensamiento abstracto y de nuevos modelos conceptuales -la formación de teorías- es otra cuestión.

Esta actividad depende de que el pensador haya sido educado en lo mejor de las tradiciones existentes y de que le acepten un grupo de personas instruidas que, con sus críticas y el intercambio de ideas, le darán un “espaldarazo cultural”. Depende de disponer de tiempo para uno. Por último, depende de que el pensador en cuestión sea capaz de absorber esos conocimientos y dar luego el salto creativo a un nuevo orden de ideas. Las mujeres, históricamente, no se han podido valer de ninguno de estos prerrequisitos necesarios. La discriminación en la enseñanza les ha impedido acceder a todos estos conocimientos; el “espaldarazo cultural”, institucionalizado en las cotas más altas de los sistemas religioso y académico, no estaba a su alcance. De manera universal, las mujeres de cualquier clase han dispuesto siempre de menos tiempo libre que los hombres y, debido a que tienen que criar a sus hijos además de sus funciones de atender a la familia, el tiempo libre que tenían por lo general no era para ellas. El tiempo que necesitan los pensadores para sus trabajos y sus horas de estudio ha sido respetado como algo privado desde los inicios de la filosofía griega. Igual que los esclavos de Aristóteles, las mujeres, “que con sus cuerpos atienden a las necesidades vitales”, han sufrido durante más de 2.500 años las desventajas de un tiempo fraccionado, constantemente interrumpido. Por último, el tipo de formación del carácter que hace que una mente sea capaz de dar nuevas conexiones y modelar un nuevo orden de abstracciones ha sido exactamente el contrario al que se exigía de las mujeres, educadas para aceptar su posición subordinada y destinadas a prestar servicios dentro de la sociedad.

No obstante, siempre ha existido una pequeña minoría de mujeres privilegiadas, por lo general pertenecientes a la élite dirigente, que han tenido acceso al mismo tipo de educación que sus hermanos. De entre sus filas han salido las intelectuales, las pensadoras, las escritoras, las artistas. Son ellas quienes en toda la historia nos han podido dar una perspectiva femenina, una alternativa al pensamiento androcéntrico. Han pagado un precio muy alto por ello y lo han hecho con enormes dificultades. Estas mujeres, que fueron admitidas en el centro de la actividad intelectual de su época y en especial de los últimos cien años, han tenido antes que aprender “a pensar como hombres”. Durante el proceso, muchas de ellas asumieron tanto esa enseñanza que perdieron la capacidad de concebir alternativas. La manera para pensar en abstracto es definir con exactitud, crear modelos mentales y generalizar a partir de ellos. Ese pensamiento, nos han enseñado los hombres, ha de partir de la eliminación de los sentimientos. Las mujeres, igual que los pobres, los subordinados, los marginados, tienen un profundo conocimiento de la ambigüedad, de sentimientos mezclados con ideas, de juicios de valor que colorean las abstracciones. Las mujeres han experimentado desde siempre la realidad del individuo y la comunidad, la han conocido y la han compartido. Sin embargo, al vivir en un mundo en el que no se las valora, su experiencia arrostra el estigma de carecer de importancia. Por consiguiente, han aprendido a dudar de sus experiencias y a devaluarlas. ¿Qué sabiduría hay en la menstruación? ¿Qué fuente de saber en unos pechos llenos de leche? ¿Qué alimento para la abstracción en la rutina de cocinar y limpiar? El pensamiento patriarcal ha relegado estas experiencias definidas por el género al reino de lo “natural”, de lo intrascendente.

El conocimiento femenino es mera intuición, la conversación entre mujeres, “cotilleo”. Las mujeres se ocupan de lo perpetuamente concreto: experimentan la realidad día a día, hora a hora, en sus funciones de servicios a otros (preparando la comida y quitando la suciedad); en su tiempo continuamente interrumpido; en su atención dividida. ¿Puede alguien generalizar cuando lo concreto le está tirando de la manga? Él es quien fabrica símbolos y explica el mundo y ella quien cuida de las necesidades físicas y vitales de él y sus hijos: el abismo que media entre ambos es enorme.

Históricamente, las pensadoras han tenido que escoger entre vivir una existencia de mujer, con sus alegrías, cotidianeidad e inmediatez, y vivir una existencia de hombre para así poder dedicarse a pensar. Durante generaciones esta elección ha sido cruel y muy costosa. Otras han optado deliberadamente por una existencia fuera del sistema sexo-género, viviendo solas o con otras mujeres. Muchos de los avances más importantes dentro del pensamiento femenino nos los dieron esas mujeres cuya lucha personal por un modo de vida alternativo les sirvió de inspiración para sus ideas. Pero esas mujeres, durante la mayor parte de la época histórica, se han visto obligadas a vivir al margen de la sociedad; se las consideraba “desviaciones” y por ello se hacia difícil generalizar a partir de sus experiencias y lograr influencia y aprobación. ¿Por qué no ha habido mujeres creadoras de sistemas? Porque no se puede pensar en lo universal cuando ya se está excluida de lo genérico.

Nunca se ha reconocido el costo social de la exclusión femenina de la empresa de crear el pensamiento abstracto. Podemos empezar a calcular lo que ha supuesto a las pensadoras si damos el nombre exacto a lo que se nos ha hecho y describimos, no importa lo doloroso que resulte, cómo hemos participado en dicha empresa. Hace tiempo que sabemos que la violación ha sido una forma de aterrorizarnos y mantenernos sujetas. Ahora sabemos también que hemos participado, aunque fuera inconscientemente, en la violación de nuestras mentes.

Las mujeres creativas, las escritoras y las artistas, han luchado asimismo contra una realidad distorsionada. Un canon literario que se defina a partir de la Biblia, los clásicos griegos y Milton, ocultará necesariamente la importancia y el significado de los trabajos literarios femeninos, del mismo modo que los historiadores hicieron desaparecer las actividades de las mujeres. El esfuerzo por resucitar este significado y revalorar la obra literaria y la poesía feministas nos han adentrado en la lectura de una literatura femenina que muestra una visión del mundo oculta, deliberadamente tendenciosa y sin embargo intensa. Gracias a las reinterpretaciones que han realizado las críticas literarias feministas estamos descubriendo entre las escritoras de los siglos XVIII y XIX un lenguaje femenino repleto de metáforas, símbolos y mitos. Los temas son a menudo profundamente subversivos ante la tradición masculina. Presentan críticas interpretación bíblica de la caída de Adán; un rechazo a la dicotomía diosa/bruja; una proyección o miedo ante la división de la personalidad. El aspecto intenso de la creatividad masculina queda simbolizado en las heroínas dotadas con poderes mágicos de bondad o en mujeres fuertes a las que se destierra en sótanos o a vivir como “la loca del ático”.

Otras autoras escriben metáforas en las que se concede un alto valor al diminuto espacio doméstico, convirtiéndolo en un símbolo del mundo. Durante siglos encontramos en las obras literarias femeninas una búsqueda patética, casi desesperada, de una Historia de las mujeres mucho antes de que existieran esos estudios. Las escritoras decimonónicas leían con avidez los trabajos de las novelistas del siglo XVIII; releían una y otra vez las “vidas” de reinas, abadesas, poetisas, mujeres instruidas. Las primeras “compiladoras” indagaban en la Biblia y en todas las fuentes históricas a las que tenían acceso para crear tomos voluminosos repletos de heroínas femeninas.

Las voces literarias femeninas, que el sistema masculino dominante marginó y trivializó con éxito, sobrevivieron a pesar de todo. Las voces de mujeres anónimas estaban presentes, como una corriente sólida, en la tradición oral, las canciones populares y las canciones infantiles, en los cuentos que hablan de brujas poderosas y hadas buenas. A través del punto, el bordado y el tejido de colchas la creatividad artística femenina expresó una visión alternativa en las cartas, diarios, oraciones y canciones latía y pervivía la fuerza de la creatividad femenina para generar símbolos. Todo este trabajo será el tema de nuestra investigación en el próximo volumen.

Cómo se las arreglaron las mujeres para sobrevivir bajo la hegemonía cultural masculina; qué efecto e influencia tuvieron sobre el sistema de símbolos patriarcal; cómo y en qué condiciones lograron crear una visión alternativa, feminista, del mundo. Estas son las cuestiones que examinaremos para seguir los derroteros del surgimiento de la conciencia feminista como un fenómeno histórico.

Las mujeres y los hombres han ingresado en el proceso histórico en ocasiones diferentes y han pasado por el a un ritmo distinto. Si el registro, la definición y la interpretación del pasado señalan la entrada del hombre en la historia, ello ocurrió en el tercer milenio a.C. En el caso de las mujeres (y sólo de algunas) sucedió, salvo notables excepciones, en el siglo XIX. Hasta entonces toda la Historia era para las mujeres prehistoria.

La falta de conocimientos que tenemos de nuestra propia historia de luchas y logros ha sido una de las principales maneras de mantenernos subordinadas. Pero incluso a aquellas de nosotras que nos consideramos pensadoras feministas y que estamos inmersas en el proceso de criticar las ideas tradicionales, nos refrenan todavía los impedimentos cuya existencia no admitimos y que están en el fondo de nuestra psique. La nueva mujer afronta el reto de su definición de individuo.

La nueva mujer afronta el reto de su definición de individuo. Foto: Shutterstock

¿Cómo puede su osado pensamiento -que da un nombre a lo que hasta hace poco era innombrable, que pregunta cuestiones que todas las autoridades catalogan de “inexistentes”-, cómo puede ese pensamiento coexistir con su vida como mujer? Cuando sale de las construcciones patriarcales afronta, como señaló Mary Daly, la “nada existencial”. Y, de un modo más inmediato, ella teme la amenaza de una pérdida de comunicación, de la aprobación y del amor del hombre (o los hombres) de su vida. La renuncia al amor y catalogar de “pervertidas” a las pensadoras han sido, históricamente, los medios de desalentar el trabajo intelectual de las mujeres.

En el pasado y en el presente muchas mujeres nuevas han recurrido a otras como objeto de su amor y reforzadoras de la personalidad. Las feministas heterosexuales de cualquier época han sacado fuerzas de su amistad con mujeres, de su celibato voluntario o de la separación entre amor y sexo. Ningún pensador varón se ha visto amenazado en su persona y en su vida amorosa como precio a sus ideas. No deberíamos subestimar la importancia de este aspecto del control del género como una fuerza que impide a las mujeres participar de pleno en el proceso de creación de sistemas de pensamiento. Afortunadamente para esta generación de mujeres instruidas, la liberación ha supuesto la ruptura con ese dominio emocional y el refuerzo consciente de nuestras personalidades gracias al apoyo de otras mujeres.

Tampoco es este el fin de nuestras dificultades. Acorde con nuestros condicionamientos de género históricos, las mujeres han aspirado a agradar y han evitado por todos los medios la desaprobación. No es la preparación idónea para dar ese salto a lo desconocido que se exige a quienes elaboran sistemas nuevos. Por otra parte, cualquier mujer nueva ha sido educada dentro del pensamiento patriarcal.

Todas tenemos al menos un gran hombre en nuestra cabeza. La falta de conocimientos del pasado de las mujeres nos ha privado de heroínas femeninas, una situación que sólo recientemente ha empezado a corregirse con el desarrollo de la Historia de las mujeres. Por tanto, y durante largo tiempo, las pensadoras han renovado sistemas ideológicos creados por los hombres, entablando dialogo con las grandes mentes masculinas que ocupan sus cabezas. Elizabeth Cady Stanton lo hizo con la Biblia, los padres de la Iglesia; los fundadores de la república norteamericana; Kate Millet debatió con Freud, Norman Mailer y el mundo literario liberal; Simone De Beauvoir, con Sartre, Marx y Camus; todas las feministas marxistas dialogan con Marx y Engels y algo también con Freud. En este diálogo la mujer simplemente procura aceptar cualquier cosa que le sea útil del gran sistema del varón. Pero en estos sistemas la mujer -como concepto, entidad colectiva, individuo- esta marginada o se la incluye en ellos.

Al aceptar este diálogo, las pensadoras permanecen más tiempo del debido en los territorios o el planteamiento de cuestiones definidas por los “grandes hombres”. Y durante todo el tiempo en que lo hacen se secan las fuentes de nuevas ideas. El pensamiento revolucionario ha estado siempre basado en conceder un valor más alto a la experiencia de los oprimidos. El campesino tuvo que aprender a creerse la importancia de su experiencia laboral antes de que pudiera atreverse a desafiar a los señores feudales. El obrero industrial ha tenido que llegar a una “conciencia de clase” y los negros a una “conciencia racial” antes que la liberación pudiera concretarse en una teoría revolucionaria. Los oprimidos han creado y aprendido al mismo tiempo: el proceso de llegar a ser una persona o un grupo recién concienciado es en sí liberador. Lo mismo con las mujeres.

El cambio de conciencia que hemos de hacer nosotras se produce en dos pasos: hemos de poner en el centro, al menos por un tiempo, a las mujeres. Hemos de aparcar, en la medida de lo posible, el pensamiento patriarcal. Centrarse en las mujeres significa: al preguntar si las mujeres están en el centro de este argumento, ¿cómo lo definiríamos? Significa ignorar cualquier testimonio de marginación femenina porque, incluso cuando parece que las mujeres se hallan al margen, es consecuencia de la intervención del patriarcado; y por lo general también eso es mera apariencia. La asunción básica debería ser que es inconcebible que haya ocurrido algo en el mundo sin que las mujeres no estuvieran implicadas, a menos que por medio de la coerción o de la represión se les hubiera impedido expresamente participar.

Cuando se usen los métodos y los conceptos de los sistemas de pensamiento tradicionales, habrá que hacerlo desde el punto de vista de la centralidad de las mujeres. No se las puede colocar en los espacios vacíos del pensamiento y los sistemas patriarcales: al situarse en el centro transforman el sistema. Aparcar el sistema patriarcal significa: mostrarse escépticas ante cualquier sistema de pensamiento conocido; ser críticas ante cualquier supuesto, valor de orden y definición.

Verificar una aseveración fiándonos de nuestra propia experiencia femenina. Puesto que habitualmente se ha trivializado o hecho caso omiso de esa experiencia, significa superar la inculcada resistencia que hay en nosotras a aceptar nuestra valía y la validez de nuestros conocimientos. Significa desembarazarse del gran hombre que hay en nuestra cabeza y sustituirle por nosotras mismas, por nuestras hermanas, por nuestras anónimas antepasadas. Mostrarse críticas ante nuestro propio pensamiento que, después de todo, es un pensamiento formado dentro de la tradición patriarcal. Por último, significa buscar el coraje intelectual, el coraje para estar solas, el coraje para ir más allá de nuestra comprensión; el coraje para arriesgarse a fracasar. Puede que el mayor desafío para las pensadoras sea el de pasar del deseo de seguridad y aprobación a la cualidad “menos femenina” de todas: la arrogancia intelectual, el supremo orgullo que da derecho a reordenar el mundo. El orgullo de los creadores de Dios, el orgullo de los que levantaron el sistema masculino.

El sistema del patriarcado es una costumbre histórica; tuvo un comienzo y tendrá un final. Parece que su época ya toca fin; ya no es útil ni a hombres, ni a mujeres y con su vínculo inseparable con el militarismo, la jerarquía y el racismo, amenaza la existencia de vida sobre la tierra.

Qué es lo que le seguirá, qué tipo de estructura será la base a formas alternativas de organización social, todavía no lo podemos saber. Vivimos en una época de cambios sin precedentes. Estamos en el proceso de llegar a ser. Pero ahora al menos sabemos que la mente de la mujer, al fin libre de trabas después de tantos milenios, participará en dar una visión, un orden, soluciones. Las mujeres por fin están exigiendo, como lo hicieran los hombres en el Renacimiento, el derecho a explicar, el derecho a definir.

Las mujeres, cuando piensan fuera del patriarcado, añaden ideas que transforman el proceso de redefinición. Mientras que tanto hombres como mujeres consideren “natural” la subordinación de la mitad de la raza humana a la otra mitad, será imposible visionar una sociedad en la que las diferencias no connoten dominación o subordinación. La crítica feminista del edificio de conocimientos patriarcales está sentando las bases para un análisis correcto de la realidad, en el que al menos pueda distinguirse entre el todo y la parte.

La Historia de la mujeres, la herramienta imprescindible para crear una conciencia feminista entre las mujeres, está proporcionando el corpus de experiencias con el cual pueda verificarse una nueva teoría, y la base sobre la que se puede apoyar la visión femenina. Una visión feminista del mundo permitirá que mujeres y hombres liberen sus mentes del pensamiento patriarcal y finalmente construyan un mundo libre de dominaciones y jerarquías, un mundo que sea verdaderamente humano.

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