Archive for the ‘El Oasis de la Insignificancia’ Category

Nuestra irrealidad

lunes, enero 25th, 2021

Vivimos circunscritos en el espacio de la casa. Foto: Óscar de la Borbolla.

Un fantasma recorre el mundo, un virus imperceptible a simple vista que ha segado la vida de 2 millones de personas y que nos tiene a todos hundidos en el temor al contagio y con las esperanzas puestas en las vacunas que no sabemos, bien a bien, cuándo terminarán por devolvernos a la añorada y extraviada normalidad. Y hay algo más que también recorre el mundo y que va cobrando, en muchos de nosotros, carta de naturalidad: me refiero a una creciente vivencia de irrealidad, a la sensación de que las cosas no son deveras, contantes y sonantes, sino que estamos metidos en un sueño, aunque lo soñado sea una pesadilla.

El relativo aislamiento al que nos hemos sometido (estar la mayor parte del tiempo en casa solos o tratando con los más íntimos), la sustitución de lo presencial por lo virtual (el mundo dentro de una pantalla), la pérdida de la experiencia viva de encontrarnos de veras con los demás en los antiguos sitios de reunión, hacen que paulatinamente lo real se haya venido diluyendo. Los otros con su plena presencia corpórea, su tridimensionalidad material, su aroma, su textura, sus feromonas; los detalles que sólo en el contacto próximo podemos advertir, se han convertido en meras imágenes a las que sostienen infinidad de pixeles y, aunque sus voces sean reconocibles, no dejan de ser más que sonidos satelitales que han viajado cientos de kilómetros antes de salir por el auricular de nuestro teléfono o de nuestra tableta que hoy, por cierto, es nuestra principal ventana al mundo.

No hemos perdido del todo el contacto con los demás, pero “los demás” son hoy como los personajes del cine, la televisión o la radio: imágenes de pantalla o voces que salen de los auriculares y, aunque sepamos que son gente de carne y hueso, perfectamente reales, solo recibimos de ellos una parcialidad: su imagen y sus voces; características escasas que nos entregan una realidad desteñida, abstracta, una simulación y, por ello, la creciente sensación de que habitamos en la irrealidad.

Si ya de por sí el uso de las redes sociales había trasladado parte de nuestra vida a internet, ahora que la mayoría de las relaciones con el mundo son virtuales, se han atenuado las fronteras que nos permitían distinguir nuestra vida real de las vidas que observamos en las series de televisión: tenemos más familiaridad con los personajes de esas series que con nuestros amigos, estamos más al día de lo que ocurre con nuestros “amigos” virtuales que con los reales o, por lo menos, son tan parecidos: nombres, avatares, memes despersonalizados recorren las redes; fotografías de nosotros en otros tiempos y en escenarios que nos recuerdan otros tiempos.

Vivimos circunscritos en el espacio de la casa; salimos a la calle, algunos encapsulados en sus autos, pero todos detrás del cubrebocas o de viseras de acrílico y, principalmente, detrás del miedo a los demás, al virus que tal vez traigan los demás, y desde ahí, detrás del miedo, somos espectadores de un mundo distante del que sabemos por las noticias, porque hoy para todos, todo y todos son mensajes, información, imágenes virtuales de un mundo remoto. Esa irrealidad que nos rodea es la realidad actual y, frente a esto, no es extraño que nos sintamos seres igualmente irreales, y que nuestra vida se torne indistinguible del sueño. Somos fantasmas que recorren un mundo fantasmal.

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@oscardelaborbol

Lo imperativo y lo importante I

lunes, mayo 25th, 2020

En la historia de la ciencia y la filosofía, en general del pensamiento, ha habido muchísimas ideas que han cambiado el rumbo de la humanidad. Foto: Especial.

Dejemos por un momento la pandemia y los problemas humanos, “demasiado humanos” (como los llamó Nietzsche); esos que “hallan su acomodo en cualquier parte” (como dice El brindis del bohemio) y levantemos la cara hacia el amplio horizonte. Ya me cansé de chapalear en lo imperativo; quisiera dar un paso para restablecer la normalidad y eso se logra, al menos en mi caso, ocupándome de lo importante. Abordemos, pues, esos asuntos que no son noticia hoy, pero que han sido pensados y repensados durante siglos y que seguirán demandando la atención en el futuro, cuando este lamentable episodio se haya diluido y nadie lo recuerde.

En la historia de la ciencia y la filosofía, en general del pensamiento, ha habido muchísimas ideas que han cambiado el rumbo de la humanidad y hoy se me vinieron a la mente dos de ellas que, de veras, trastocaron la visión humana acerca del mundo y a mí me sacudieron las entendederas de manera violenta cuando las comprendí: una la puso en el mundo Einstein y la otra, Hegel. La primera tiene que ver con el espacio y la segunda con la praxis: con la acción propiamente humana:

Comencemos con Einstein: la noción de espacio que se tenía por válida en su época era la newtoniana (idea que hoy todavía comparte mucha gente): el espacio como algo neutro, preexistente, dado: como un contenedor, pero que en sí mismo no es nada: el llamado espacio absoluto. En ese espacio los cuerpos se presentaban y se movían sin que el espacio mismo contara y, sobre todo, sin que ocurriera nada con él. Con esa noción de espacio, Newton afirma que la Tierra, atraída por la fuerza gravitatoria del Sol, saldría disparada INSTANTÁNEAMENTE si el Sol desapareciera de súbito. La afirmación parece lógica, pues, si imaginamos la fuerza de gravedad como una larga cuerda que nos detiene, efectivamente, si desaparece lo que tira de esa cuerda, su ausencia la resentimos instantáneamente. A Einstein, sin embargo, le chocaba la instantaneidad, pues sabía que en el universo no existe nada más veloz que la luz y ésta tarda 8 minutos en viajar del Sol a la Tierra. Esta incongruencia sólo podía resolverse con una idea distinta de la gravedad. Diez años, dicen, le tomó a Einstein resolver el problema y, precisamente, lo logra con su Teoría General de la Relatividad, que es donde aparece una manera completamente diferente de entender el espacio: el espacio no es un contenedor neutro, sino que es algo y, además, algo que se deforma por la masa de los cuerpos que aparecen en él. Pasar del espacio absoluto al relativo; del espacio como aquello en lo que no hay nada y cualquier objeto puede caber, y llegar a concebirlo como un algo deformable, tan deformable que si el peso es suficientemente grande puede hacer que el espacio se combe tanto que se cierre, como ocurre con los hoyos negros, es una idea excepcionalmente genial. Gracias a ella, la gravedad se explica a partir de la curvatura del espacio.

Pasaron muchos años antes de que esta teoría tuviese su primera demostración empírica. Se diseñó un experimento, aprovechando la ocurrencia de un eclipse total de Sol y, como la cúpula celeste es la misma de noche (cuando el Sol no está enfrente deformando el espacio) que de día (cuando el Sol no solo nos impide ver las estrellas, sino que curva el espacio por su presencia) y se constató que las estrellas que se veían de día no estaban en el mismo lugar que por la noche. Lo que significaba no que las estrellas se hubiesen corrido sino que la luz se doblaba de acuerdo con la curvatura del espacio calculada por Einstein. Dicen que cuando se le informó de los resultados del experimento, Einstein no manifestó ninguna emoción y quien lo entrevistaba le preguntó: ¿No se asombra por el resultado? Y Einstein se limitó a responder: Lo que me habría asombrado es que no fuese así.

La maravilla de Hegel la expondré la próxima semana (Continuará).

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@oscardelaborbol

La cura contra la locura

lunes, mayo 18th, 2020

El encierro ha provocado que abandonemos muchas de las rutinas que nos mantenían estables, contenidos. Foto: Óscar de la Borbolla.

Si existiera un termómetro para medir la estabilidad mental de las personas y, con solo echar un ojo a la temperatura marcada, supiéramos cómo andan, hoy, seguramente, el reactivo nos revelaría un elevado nivel de trastorno social. El encierro ha provocado que abandonemos muchas de las rutinas que nos mantenían estables, contenidos. Y si a esto sumamos el permanente temor al contagio y, sobre todo, haber suplantado la realidad por lo que aparece en una pantalla, resulta que el tradicional equilibrio que nos mantenía dentro de una conducta civilizada se ha roto. Creo que hoy, mínimamente, todos estamos un poco más locos.

Nadie deserta del mundo real impunemente. Nadie se encierra durante semanas en su casa sin pagar las consecuencias de la exclusión y más, cuando el encierro nos encara a una ventana de pixeles que nos sobreinforma.  Porque no sólo están trastocados los horarios haciendo que despertemos a la una de la tarde, o los hábitos de higiene que nos invitaban de modo espontáneo a acicalarnos, sino que ciertas habilidades, como el trato personal con los demás, o algo tan simple como escoger uno mismo la fruta que consume, han quedado en desuso. Y, por el otro lado, hacia adentro de nuestras casas, la convivencia ininterrumpida con nuestros familiares, la encerrona con quienes comparten nuestro techo, ha permitido que nos enteremos de facetas de ellos y de nosotros que desconocíamos. Qué laberíntico es el espacio de una casa, por muy grande o chica que sea cuando, por más que lo recorramos una y otra vez, no encontramos un sitio donde haya eso que se llamaba aire fresco.

Este encierro no sólo implica un “quedarnos en casa” y ya, sino un quedarnos con la taladrante conciencia de que podemos contagiarnos y morir: todas las tardes asistimos a la suma creciente de los muertos, al avance de la pandemia por el mundo y, por ello, los efectos en nuestro equilibrio emocional son fuertes y nuestro desbalance pronunciado.

Hay, sin embargo, un feliz componente que siempre nos ha dado oxígeno como pueblo, que es un factor decisivo de nuestra idiosincrasia: el desmadre. Este elemento, tan negativo en muchos aspectos, pues es el fondo de nuestro ahi-se-va, de nuestro ni-modo, de nuestro qué-tanto-es-tantito, puede ser hoy el antídoto contra la locura. El no tomarnos las cosas tan en serio puede ser la cura contra la locura.

Hoy estamos encerrados, sí. Pero saldremos de este encierro y de esta situación desquiciante, que he intentado bosquejar. Veo con optimismo el mañana, pues, mis esperanzas están  puestas en “la vida no vale nada”, en “si me han de matar mañana que me maten de una vez” y en algo que merecería un monumento: la manera en la que siempre nos hemos referido a la muerte hasta volverla una caricatura.

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@oscardelaborbol

Reconciliación con la finitud

lunes, mayo 11th, 2020

Es nuestra finitud la que da sentido a la vida: vivimos (en el sentido más pleno de este término) porque -qué paradójico- algún día tendremos que morir. Foto: Óscar de la Borbolla.

No podía darse mejor momento para reflexionar sobre la eternidad que la actual circunstancia de encierro. Es tan claro que el tiempo no fluye, que el presente se ha estacionado, que no se mueve, que no se quita, que está ahí. Y, por ello, se me ocurre que la exasperación que muchos experimentamos es el contexto indicado para acometer un concepto que, normalmente, carece de un referente claro. Porque la eternidad es esto: el presente estacionado.

A la luz de esta vivencia se vuelven pueriles las visiones escatológicas del más allá. Es un hecho que no soportamos el presente, es decir, la permanencia de lo mismo, la indistinción del lunes y del martes. En el actual encierro, los días de la semana se han vuelto intercambiables, aunque, en el fondo, todos los días tienen el clima amodorrado del domingo. Un domingo perpetuo es la eternidad y, por ello, bien visto, cualquier más allá, sea de dicha permanente o de martirio ininterrumpido, resulta insoportable. Las visiones religiosas en las que figura un más allá de la existencia, un sitio (bueno o malo) después de la muerte me parecen utopías mal cuajadas, sobre las que no se pensó lo suficiente.

Y no crean que olvido La divina comedia de Dante, que es no sólo una joya literaria de arquitectura perfecta, sino un compendio teológico fundamental y, pese a ello, hay un problema que no se resuelve: el asunto de la eternidad. Esa eternidad que hoy empezamos a comprender con solo unas cuantas semanas de encierro. ¿Se imaginan un año, 10 años, mil años de lo mismo?, ¿una eternidad, o sea, un presente estático constante? ¿Qué placer extático o que castigo terrible se podrían seguir gozando o sufriendo permanentemente? Casi me atrevería a decir que, al margen del premio o del castigo contenidos en el más allá, la sola eternidad de lo que fuese sería absolutamente inaguantable. Y esta afirmación es clarísima hoy que palpamos en toda su extensión el presente.

¿Qué se hace con la eternidad? Esta pregunta, al parecer, tampoco se la formularon los existencialistas. El sinsentido o el absurdo del que hablan da la impresión que nace del desconsuelo del que el más allá no existe. La vida perdió sentido en aquellas propuestas porque no se trascendía a ninguna parte. Si hubieran pensado a fondo en la eternidad que habían perdido se habrían alegrado, pues no era una ventaja existir para siempre. Y es claro que la eternidad se hizo para pasarla muertos y que en eso, precisamente, radica el extraordinario valor de la vida: en que se acaba. La finitud tensa el tiempo y nos llena de prisa, prisa por vivir, prisa al hacer, prisa porque el presente se acaba y no alcanza para coronar nuestros propósitos. Es nuestra finitud la que da sentido a la vida: vivimos (en el sentido más pleno de este término) porque -qué paradójico- algún día tendremos que morir.

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Yo pego un grito en el cielo

lunes, mayo 4th, 2020

El futuro no será ya como lo habíamos imaginado. Foto: Óscar de la Borbolla.

El futuro siempre se burla de nosotros. Así ha ocurrido con todos aquellos que se han aventurado a prefigurarlo, ya sea con visiones idílicas: utopías, o con escenarios apocalípticos: distopías. Hoy las utopías sociales que cimentaban la esperanza en el control de la producción por parte del Estado y en la idea roussoniana del buen salvaje fracasaron estrepitosamente con la caída del bloque socialista. Parece mentira, pero no comprendieron un asunto básico que toda la historia se ha encargado de comprobar: la mala levadura de que están hechos los seres humanos. Y hoy también, quienes apostaron por la felicidad vía el desarrollo científico, esos utópicos que creyeron que el saber científico y tecnológico “ampliaría el reinado del hombre sobre el universo”, despertaron en medio de una guerra que concluyó con dos bombas atómicas y que sigue mostrando su dislate cotidiano con la destrucción del equilibrio ecológico: la esperanza fundada en el conocimiento mostró su rostro amargo. Los filósofos fallaron y también los novelistas visionarios, pues ni Orwell ni Huxley ni Bradbury sospecharon siquiera lo que realmente iba a venir a trastornar el mundo volviéndolo irreconocible: la internet.

Y hoy, cuando todavía no nos aclimatábamos a la era de la súper realidad virtual ni asimilábamos su impacto en todas las prácticas sociales, llega, por el ángulo menos temido (pues ningún país estaba preparado) un virus que trastoca el porvenir. El futuro no será ya como lo habíamos imaginado. Y no se necesita siquiera de los potentes telescopios de la filosofía política o de la imaginación desaforada de los novelistas para concebirlo: el futuro es hoy una ecuación muy simple: obvia: el individuo de las sociedades pospandémicas va a vivir en un panóptico, cada movimiento será controlado por la supervisión absoluta del Estado. Y no es que vaya a suceder, ya está pasando.

Una masa inmensa de lo que antes hacíamos en la calle tenemos que hacerlo por la Web: clases, compras, ventas, etc., o sea, todo eso deja un registro recuperable para saber qué decimos, a dónde vamos, cuánto ganamos, cuánto gastamos… y si a esto todavía se pone en nuestros celulares una aplicación para rastrear nuestro transitar por el mundo: a dónde vamos, con quién nos encontramos (para determinar la red de los contagios), entonces cada movimiento y hasta cada uno de nuestros latidos serán un reporte para fiscalizarnos.

En este futuro que ya es presente no estaremos en el modesto presidio donde cada preso era constantemente observado, como lo concibió Jeremy Bentham, sino que el mundo entero será un panóptico. Saber no sólo será poder, sino, peor aún, control.

Los medios tecnológicos para vigilarnos ya existían. Sólo faltaba un buen pretexto para aplicarlos, y hoy nuestro miedo al contagio regala ese pretexto. La intimidad y la privacidad son cosa pública.

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El criterio más pobre

lunes, abril 27th, 2020

Cuando salgamos de la cuarentena, el mundo —temo— será como una mala película de la época del blanco y negro. Foto: Óscar de la Borbolla.

El criterio más pobre nos lo brindan las series de contrarios que la naturaleza muestra: noche y día, frío y caliente, seco y húmedo… y también las grandes generalizaciones, que en pares de contrarios, adoptamos de nuestra cultura: bueno y malo, justo e injusto, bello y feo… El criterio sirve para discernir, pero, cuando solo se distinguen los extremos, el mundo que captamos es poco inteligente, ya que su vasta variedad queda reducida a blanco y negro.

Aprender a deslindar matices, a apreciar tonalidades, a ser capaces de identificar distancias cada vez más finas en una gama determinada es lo que nos permite vivir propiamente como seres humanos. Este esfuerzo de construirnos un criterio, de ampliar la raquítica polaridad del blanco o negro, es lo que nos construye como personas. La cultura no es lo que está en las bibliotecas, en los museos o en las cinetecas… ahí están los bienes culturales; la cultura es lo que está en nosotros por habernos cultivado, lo que resulta de haber entrado en un contacto íntimo y cuidadoso con esos bienes, pues no se trata de pasar las páginas de un libro para informarse, ni de pasar las salas de un museo para ver… sino de saborear cuidadosamente esos bienes, porque quien sabe no es aquel que tiene un dato, sino (exprimamos la etimología) el que saborea: el sabio. Así, el sabio no es quien tiene muchos datos, sino quien tiene un criterio extraordinariamente detallado para apreciar cada tono de gris ahí donde los demás sólo ven blanco o negro.

Se entenderá fácilmente por qué el sabio no sólo es comprensivo, sino tolerante y, también, por qué es ajeno al dogmatismo: afirmar fanáticamente una idea solo es posible cuando es la única idea que se tiene en la cabeza, o cuando no se han pensado detalladamente muchas ideas y, en consecuencia, descubierto muchos matices; en pocas palabras, cuando no se tiene criterio. Repudiar en bloque o aplaudir sin reservas equivale a no tener criterio o a contar tan solo con el criterio más pobre.

A la pauperización del criterio contribuye la estructura misma de las redes sociales, el espacio que permiten y la capacidad de atención de los interlocutores obliga al esquematismo, a la afirmación escueta. Los mensajes, que por millones atraviesan esas redes, no pueden matizar ni ponderar, por fuerza tienen que ser lacónicas y, además fulminantes, si el mensajito no es contundente, a raja tabla es recibido como una opinión desmayada y pasa inadvertido. Este énfasis y su necesaria brevedad acaban con los matices y van debilitando, si es que se tiene, un criterio rico con muchos gradientes.

Hoy asistimos a una gota más en la simiesca polarización. A la lista de contrarios que muestran la escasez de criterio: ricos-pobres, derecha-izquierda, mujeres-hombres… se agrega una oposición más: la de viejos versus jóvenes. Cuando salgamos de la cuarentena, el mundo —temo— será como una mala película de la época del blanco y negro.

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Soy mi cuerpo

lunes, abril 20th, 2020

Pero ahora, la intensa preocupación por mantener la vida nos permite ver de manera evidente que somos cuerpo, estrictamente nuestro cuerpo. Foto: Óscar de la Borbolla.

En nuestra cultura suele darse una muy peregrina relación con nuestros cuerpos: todos pensamos que tenemos cuerpo (“tener” expresa una distancia entre el poseedor y la posesión: no son lo mismo) y por ello concebimos nuestro cuerpo como un accesorio, muy nuestro, pero, al fin y al cabo un accesorio. Nos sentimos diferentes de nuestro cuerpo; de una naturaleza distinta e incluso superior. Cuando nos referimos a nosotros mismos hablamos más bien de un yo, de una mente, de un alma o de un espíritu. Nuestra conciencia es con la que realmente nos identificamos. Sin embargo, la actual contingencia sanitaria ha puesto de manifiesto la soez certeza de que somos nuestro cuerpo, no algo distinto, sino simple y sencillamente nuestro cuerpo.

Platón y Descartes fomentaron con sus dualismos alma-cuerpo y su res cogitans-res extensa esta manera de entendernos. Pero ahora, la intensa preocupación por mantener la vida nos permite ver de manera evidente que somos cuerpo, estrictamente nuestro cuerpo. Un cuerpo, sin duda, complejísimo, capaz de producir la autoconciencia o la imaginación (por solo citar dos de las funciones que me son más queridas); pero somos nuestro cuerpo, un organismo con reacciones químicas, eléctricas, mecánicas, etc., y el sueño idílico en el que nos concebíamos como seres especiales llega a su fin en mitad de esta pandemia: el miedo a que el virus, ese material microscópico sin vida, que necesita de nuestras células para reproducirse e infectarnos a nosotros -aquí sí admitimos que “nosotros” somos nuestro cuerpo- deja en claro que en la práctica aceptamos el monismo, que somos un organismo con innumerables reacciones químicas de todo tipo.

Pero como no es fácil deshacernos de una costumbre milenaria, todavía hoy, para entender y comunicar el funcionamiento de nuestro cuerpo recurrimos a metáforas, a imágenes en las que la conciencia, el alma, etc., es la rectora. Así nos representamos nuestro sistema inmunológico como una ejército con un mando central, alguien encargado de detectar lo extraño y atacarlo; y hablamos de vitaminas y alimentos con buenos nutrientes que sirven para fortalecer la capacidad defensiva de nuestro ejército inmunológico a las órdenes de un capitán… 

Ese capitán es nuestro ADN, un tipo de información que literalmente informa a nuestras células, les da forma y las organiza sin que el famoso Yo tenga ninguna injerencia en el asunto, pues así ha funcionado el cuerpo humano desde antes de que la ciencia descubriera el ADN y desde antes incluso de que nuestros ancestros descubrieran el fuego. El cuerpo humano, ese organismo con innumerables reacciones que ocurren sin que nuestra conciencia se percate, sin que nuestro espíritu decida, haga o deshaga. Y nuestro yo, conciencia, alma, o como se llame, no es más que una función de ese cuerpo. Nosotros somos ese cuerpo, ese extraño, ese desconocido que la ciencia ha ido aclarando. Y ese yo que habíamos creído ser es una ilusión forjada por nuestro cuerpo, por esa materia organizada que funciona en la oscuridad de la materia mediante reacciones que ni siquiera sospechamos: una reacción química es la que me hace escribir esta idea, otra reacción la que me provoca este estado de ánimo. 

Me asomo a mis recuerdos, a la galería de mis paisajes sentimentales, al almacén de mis deseos, al inventario de mis ilusiones y lo único que descubro son las impresiones que mi cuerpo ha forjado y, la más grande de todas, este yo que creo ser. Y mientras mi supuesto Yo se bate con estas ideas, lo que verdaderamente soy procesa con cada respiración, con cada función metabólica los elementos con los que libra su batalla por mantenerse en pie un minuto más, un mes más, unos años más, de él dependo, he dependido siempre, soy eso.

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El miedo y la nostalgia

lunes, abril 13th, 2020

El miedo y el temor, que son primos hermanos, acompañan a quienes se aventuran por calles estrechas a pasear a sus perros y a quienes se quedan guardados. Foto: Óscar de la Borbolla.

Y además de todo, hay una epidemia de sentimientos, de emociones yuxtapuestas que atenazan a quienes habitamos este país averiado. Las calles ciertamente están semi desiertas y por todas las ventanas de los edificios salta como un suicida el miedo; yo lo he visto pasar en bicicleta, en autos veloces que atraviesan las avenidas con las ventanillas cerradas. El miedo y el temor, que son primos hermanos, acompañan a quienes se aventuran por calles estrechas a pasear a sus perros y a quienes se quedan guardados. Se siente lo espeso de este miedo en la soledad de las calles, franqueadas tan solo por aquellos que, muertos de miedo, le temen más al hambre y se arriesgan a salir de sus casa porque no les queda más remedio o porque mantienen una tenue esperanza de vender algo; pero no hay nadie o hay muy pocos afuera.

El hartazgo también está presente adentro, mordaz, recrudecido, feroz y hasta sanguinario… Y ahí puede apreciarse otro miedo, un miedo, que no es nuevo, pero que era esporádico, que tenía sus horas, que podía esquivarse gracias a la ausencia, al respiro que daban la calle, la escuela, el trabajo: a lo que existía afuera. Porque el violento se oreaba, se iba. Hoy se quedó ahí detrás de muchas puertas con su amenaza persistente.

El miedo ha cundido más que el virus; es otro virus igualmente mortal o quizá más. Y uno respira, cuenta hasta 100, se tranquiliza, piensa que está sobreinformado, que es un efecto secundario de un peligro real y toma un libro, ve una película, se asoma por la ventana y el vacío de las calles lo regresa a uno, al mayor de todos los encierros: estar con uno mismo, y uno se recorre, se revisa, visita sus recuerdos: en el pasado hay mucho, mucho que repasar, que sopesar. La vida se extiende con facilidad enorme hacia el pasado, pues el futuro está como las calles, está como las estadísticas de los países que nos aventajan en el número de contagios y de muertos. Y el presente es esto: estar encerrado en uno mismo, aislado en uno mismo.

Y es aquí donde me entra como un forajido la nostalgia, la nostalgia por la libertad perdida, por lo que antes era posible, viable, normal. Y sopeso cuánta libertad he perdido. Todos la han perdido. ¿Dónde están esas calles en las que uno podía jugar o darse el lujo de ser un empedernido noctámbulo?, ¿dónde, esos restoranes, bares y cafés en los que, con un cigarro cómodamente sentado, se hacía la sobremesa?, ¿dónde esas calles en las que el humor, la sátira o la ironía eran entendidos y no los prohibía la chata y castrante regla de lo políticamente correcto?, ¿dónde está ese país que el miedo fue angostando hasta encerrarnos, poco a poco y ahora de manera literal, dentro de nosotros? ¿Y, cuando todo esto acabe, a qué clase de calles habremos de volver?, ¿con qué clase de transeúntes sonámbulos habremos de encontrarnos?

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Por un valemadrismo equilibrado

lunes, abril 6th, 2020

Hoy seguimos sin saber cuándo será nuestra muerte, pero la campaña mediática (necesaria, sin duda para prevenir los contagios) ha incrementado, con el miedo al virus y a la crisis económica, nuestra conciencia de muerte. Foto: Óscar de la Borbolla.

Cada uno de nosotros está en el centro de un bombardeo de información y de desinformación. Hoy como nunca las redes sociales han terminado por suplantar lo real, pues como ya no tenemos más que contactos virtuales, quiero decir, no hay manera de vernos las caras unos enfrente de los otros en un lugar público para sentarnos a platicar, sino que lo hacemos por teléfono, por WhatsApp, por Instagram, por Facebook… nuestro mundo es un coctel de memes y mensajes que ya no podemos atemperar con el trato presencial con los demás. La realidad es para cada uno de nosotros esa fantasmagoría y ahí, en esa representación, de modo omnipresente, aparece un virus mortal, el Covid 19. Y, por supuesto, todos tenemos miedo.

¿Miedo a qué? Básicamente a dos formas de morir: por la infección o por la falta de dinero, por asfixia o por inanición. Miedo a morir uno o a que mueran las personas que queremos ya sea por el virus o por la desgracia económica. Sin embargo, el miedo a morir, hoy reforzado por cada uno de los mensajes que construyen nuestra “realidad” no produce en nosotros una conciencia como la del condenado a muerte: aquel que sabe el día y la hora precisa en la que será ejecutado, es tan sólo una conciencia de muerte reforzada pero igual de difusa como la que hemos tenido siempre: Mors certa, hora incerta. La incertidumbre normal de sabernos mortales es hoy mayor, pero no llega a ser la certidumbre del sentenciado.

Esta conciencia de muerte reforzada, sin llegar a convertirse en certeza, es lo que explica, al menos en mi caso, la falta de ánimo como para entregarme a la confección de algo que realmente valga la pena. Porque uno puede proponerse una obra valiosa cuando el futuro es indefinido, y uno cree que será profundo, o cuando uno sabe con precisión la aciaga fecha y frenéticamente dedica la víspera a poner en orden sus asuntos (como dicen que ocurrió al matemático Francois Galois, quien la noche anterior al duelo en el que perdió la vida puso en limpio su contribución para resolver las ecuaciones cuadráticas).

Hoy seguimos sin saber cuándo será nuestra muerte, pero la campaña mediática (necesaria, sin duda para prevenir los contagios) ha incrementado, con el miedo al virus y a la crisis económica, nuestra conciencia de muerte. No sólo sabemos que moriremos, sino que sabemos-sabemos que moriremos.

Esto produce un peligroso tono social parecido al que se presenta en la guerra; el mundo está ahí, pero nuestra representación del mundo tiene un tinte amenazante: afuera está el mal, el mal puede entrar por la puerta traído por nuestros zapatos, en los objetos comestibles que vienen del exterior y que necesitamos para sobrevivir… el mal asecha.

Cuando el miedo nos invade no podemos pensar y como nuestro enemigo es invisible: el virus no se ve, lo vemos en todos lados: estamos paranoicos y aunque puede que sea con razón, eso no nos quita lo paranoicos.

Ante esta situación invoco al valemadrismo, a esa actitud tan mexicana como sana. Tenemos como pueblo una virtud que nos ha envalentonado ante la muerte y que es la clave, ha sido la clave de nuestra alegría pese a que, desde que tengo memoria, hemos vivido siempre instalados en la adversidad. Pero necesitamos un valemadrismo equilibrado: tomar con rigor todas las indicaciones que nos dicen: no salir, lavarnos las manos, desinfectar todo lo que entre en nuestros domicilios y, ya hecho eso, olvidarnos, echar desmadre, burlarnos de la muerte y de la vida: recuperar el humor, que seguramente sirve para mejorar nuestro sistema inmunológico. Porque una cosa sí es cierta y ya la han dicho: un día nos vamos a morir, pero todos los demás días no. Cuidémonos pero cuidemos también nuestra salud mental.

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@oscardelaborbol

De acuerdo, nos guardamos y ¿luego?

lunes, marzo 30th, 2020

El gran asunto es definir el punto de mejor equilibrio entre morir de coronavirus o morir de hambre, pues el imperativo de la salud choca con el imperativo económico. Foto: Óscar de la Borbolla.

¿Hasta cuándo va a durar la cuarentena?, ¿40 días?, ¿dos meses?, ¿12 semanas?, ¿un año? ¿Esta epidemia es como el huracán que una vez que pasa ya podemos salir?, ¿es un virus estacional?, ¿nos guardamos la primavera y ya?, ¿pasa el tiempo y ya? Parece que no, hasta donde entiendo resulta que no; los científicos hablan de que la solución depende de hallar una vacuna y las más optimistas visiones dicen que en el caso de encontrarla, producirla, distribuirla y que nos sea aplicada falta, en el mejor de los escenarios, un año. ¿Vamos a estar aislados un año? No parece económicamente posible, pues, si ya de por sí la vida, como se había venido desenvolviendo no resultaba lo suficientemente productiva para que todos comiéramos, menos lo será si nos mantenemos guardados-improductivos.

La cuarentena para controlar los contagios, por fuerza será transitoria para que el número de casos positivos no desborde la capacidad del sistema de salud y podamos ser atendidos. Suena lógico, incluso, prudente que de manera gradual vayamos enfermando y aplazando lo más posible que se dé un brote incontrolable; pero, si esto depende del aislamiento y de cumplir con rigor espartano la serie de recomendaciones de higiene que todos sabemos, la pregunta es, ¿hasta cuándo? O dicho de manera más clara: el gran asunto es definir el punto de mejor equilibrio entre morir de coronavirus o morir de hambre, pues el imperativo de la salud choca con el imperativo económico.

Y, además, hay otro choque que es urgente entender (y por ningún motivo azuzar): nuestra visión de particulares se enfrenta a la visión de Estado. Cada uno de nosotros, individuos concretos, tenemos nuestros intereses particulares: a mí me importo yo y me importan mi familia, mis amigos y, luego, los demás, ese abstracto llamado la sociedad y más allá, lejísimos, la humanidad. Desde las perspectivas del yo el panorama del mundo aparece con un chipote: los míos: veo todo pero a los míos los veo amplificados como si aparecieran bajo una lupa. En cambio, desde el Estado, la visión —se supone— no es la que privilegia el interés de unos, sino del interés general, el interés de la mayoría. Y por ello, en momentos como éste se agudiza la contradicción entre el imperativo de la salud y el imperativo económico. En términos muy sencillos el miedo válido que sentimos los particulares (porque, obviamente, no queremos enfermar)  nos hace desear medidas de contención inmediatas y extremas y esto choca con el cálculo del Estado que también considera, entre otros factores, el económico. Creo que aquí conviene entender que ninguna decisión que se tome será una solución mágica con la que todo se arregle, sino que se tratará, en el caso ideal, de la mejor estrategia, o sea, un conjunto de acciones cuyas consecuencias nos dejen a todos el menor daño posible.

Todo esto más o menos lo entiendo. Por eso mi pregunta es: nos guardamos, muy bien, ¿y luego? Me interesa cómo va a ser ese luego, pues es claro que no podremos mantenernos escondidos indefinidamente y si salimos, ¿volverá o no a amenazarnos el contagio?, ¿volveremos o no a estar ante el peligro de un brote incontrolable que nos fuerce a aislarnos de nuevo? Yo, honestamente, no imagino las estrategias que van a seguir los distintos países para ese momento en el que, por razones económicas, se tenga que invitar a la gente a salir de sus casas para reanudar la vida.

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Encierro entre espejos y retratos

lunes, marzo 23rd, 2020

Parece que, pese a todo, lo mejor es que mantengamos la calma, que hagamos lo que tenemos que hacer. Foto: Óscar de la Borbolla.

“Empleaba tanto tiempo en ir y venir por la ciudad, tenía retacada la agenda con infinidad de compromisos, trabajos, reuniones… que ahora, que de pronto estoy en mi casa, metido en un espacio no de kilómetros, sino de metros, siento que a mi vida le falta sustancia. Y claro que me ocupo, leo, platico por teléfono, me informo, navego en Internet, restaño los desperfectos domésticos, cocino, hago el aseo; vuelvo a leer, recibo una llamada telefónica, emprendo un viaje hasta la alacena, paso de un cuarto a otro, escucho música, vuelvo a meterme a Internet, escribo, pienso, leo. Miro por la ventana y descubro lo obvio: el encierro no me gusta.”

“Siempre decía que me gustaría estar con mis hijos, mi esposo, mi familia. Pasar tiempo con ellos, poder realmente convivir. Pero ahora que están aquí, y yo con ellos, descubro que la distancia de antes era la ideal: cuando cada quien estaba metido en sus asuntos y en su vida. Eso nos daba la dosis perfecta de vida familiar, esos ratos esporádicos que nos permitían incluso extrañarnos. Hoy me siento sobrepasada, invadida y, la verdad, ya no me aguanto. No me gusta el encierro.”

“¿Hasta cuando va a durar este maldito cautiverio? Déjenme en paz. Mi papá, todo el santo día, está encima de mí corrigiéndome, mi mamá no para de encargarme esto y lo otro; que no tire, que no ensucie, que le baje a la música, que apague el celular, que me va a hacer daño tanto Internet; que me ponga a hacer algo de provecho… y luego, ¿a quién se le ocurre que entre todos armemos un rompecabezas gigante…?, ¿en qué cabeza cabe algo así? Estoy harto. No me gusta el encierro.”

Los anteriores monólogos son tan sólo un escueto ejemplo de lo que la gente anda pensando, en todos los lugares, aquejada por la actual pandemia. Faltan, por supuesto, los monólogos de inconformidad, las ásperas críticas a las medidas políticas de aislamiento, y muy especialmente los pensamientos de zozobra y angustia de quienes por vivir al día no pueden darse el lujo quedarse “tranquilos” en el hacinamiento doméstico, sino que están desesperados, ya que, aun saliendo a la calle no consiguen prácticamente ingresos. Y falta también, no los olvidemos, los monólogos de tristeza de los amantes clandestinos que, además del hartazgo general, padecen las mordidas de la nostalgia y la añoranza.

Esto apenas comienza. Cada quien tendrá que lidiar con su malestar, sortear las horas muertas con el recurso que sea: la lectura, las series televisivas, la música, las actividades de convivencia virtual… y con su miedo. Ese miedo a lo invisible, ese miedo que puede hacer que cualquier estornudo se traduzca en pánico. Parece que, pese a todo, lo mejor es que mantengamos la calma, que hagamos lo que tenemos que hacer: cooperar; cooperar y olvidarnos; entender el problema y distraernos. No contar las horas. Dejar que los días pasen. Ojalá que pudiésemos hibernar toda la primavera.

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@oscardelaborbol

Ya pasamos el punto de inflexión

lunes, marzo 16th, 2020

En el presente, en nuestro país ha estallado un conflicto que me da la impresión de que está llegando al peligroso punto de inflexión. Foto: Óscar de la Borbolla.

Todos los procesos presentan un punto de inflexión a partir del cual no hay marcha atrás: metafóricamente es la gota que derrama el vaso o el grosor de la grieta o un número definido de fibras que todavía sostienen y cuando una más se rompe, la cuerda ya no aguanta y termina por reventar indefectiblemente. ¿Cómo saber en los procesos o conflictos sociales que ya se llegó al límite? Supongo que depende de un enorme complejo de variables. Sin embargo, hay un indicio que me parece de enorme importancia: cuando en un conflicto resulta imposible la comunicación. Y no me refiero al hecho obvio de que, literalmente, se suspenda el diálogo, porque para cuando esto ocurre es que ya antes se ha rebasado el punto de inflexión.

Porque, en efecto, hay un momento en el que la comunicación está rota aunque las partes sigan hablando y, es más, seguir hablando, precisamente, es el catalizador que como gasolina aviva el incendio. ¿Por qué las palabras, que son supuestamente el puente para comunicarnos, en vez de acercarnos nos divorcian? ¿Por qué fracasa el lenguaje? Debido a que sólo pueden comunicarse quienes hablan de lo mismo. Pero entiéndaseme: no me refiero a aquellos cofrades que frente a un problema tienen la misma idea, sino a quienes a pesar de emplear las mismas palabras tienen distintos referentes; a aquellos que no hablan de lo mismo, pues aunque en el conflicto los bandos encontrados usen la palabra “calle” unos se refieren a un lugar donde matan y otros a un paseo lleno de árboles donde los niños juegan. Sí, no se tomé a broma, los seres humanos no se entienden porque no hablan de lo mismo. Hablar de lo mismo no significa que estén de acuerdo, significa tan sólo que tienen algo en común, que discuten acerca de lo mismo.

En el presente, en nuestro país ha estallado un conflicto que me da la impresión de que está llegando al peligroso punto de inflexión. El Movimiento Feminista cuyas demandas a mí también me parecen inobjetables y, por lo tanto, me hacen suponer que deberían ser respaldadas de manera unánime, tropieza con un grupo que, en lugar de detenerse a considerar la gravedad de los feminicidios, de las violaciones, del acoso constante en el que viven las mujeres, centra su atención en las pintas a los monumentos o en los destrozos provocados por grupos minoritarios de provocadoras y provocadores y, en muchos casos, todavía, hacen escarnio de las mujeres (no dudo que también entre las opiniones que circulan muchas sean producidas por provocadores en lo medios, pero, me consta, que muchas son emitidas por personas que así piensan, que así ven).

Y aquí es donde conviene detenerse a pensar a fondo el problema de la comunicación. Porque he dicho que para que ésta exista es necesario que quienes se enfrentan tengan algo en común y parecería que el mundo objetivo sería ese algo en común; pero “el mundo” es una construcción donde interviene de manera decisiva la cosmovisión en la que uno está inserto. Uno ve no el mundo en común que existe para todos, sino que uno ve un mundo construido por una determinada manera de pensar, de sentir, de valorar, de juzgar. Y ese mundo que ve, obviamente, le parece obvio. La comunicación se rompe cuando los bandos en conflicto viven en diferentes mundos, cuando sus maneras de ver y de defender lo que les parece obvio no es obvio para el otro bando. He aquí el encontronazo de dos visiones: la machista que ha permeado de un lado al otro nuestra historia y la feminista que quiere -y qué bueno- darle un giro a esa historia.

Estamos ante uno de los cambios más hondos de la historia humana, aquel en el que una mitad de la humanidad, tradicionalmente subordinada, quiere, necesita que la construcción de la idea de mundo cambie. Hace falta, por supuesto, que ningún delito quede impune y que las leyes sean más severas, pero lo que falta es la larga tarea que la educación y la cultura tienen que dar para que cambie el mundo, nuestra manera de construirlo.

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@oscardelaborbol

El 9 nadie se mueve

lunes, marzo 9th, 2020

Mujeres interpretan “Un violador en tu camino” en Chiapas. Foto: Isabel Mateos, Cuartoscuro.

Escribo estas palabras el jueves 5 de marzo por la mañana. Marco la fecha porque desconozco lo que habrá ocurrido ayer, domingo, y hoy lunes estoy a la expectativa de lo que vaya sucediendo. He seguido, como cualquiera, el curso que ha ido tomando el Movimiento Feminista y, en principio, me he declarado simpatizante. Creo que son inobjetables algunos de sus lemas: “ni una menos”, por ejemplo, y creo también (lo he escrito en este mismo espacio) que son perfectamente comprensibles ciertos excesos (pintas y destrozos) usados por una buena parte de la prensa para opacar la legitimidad del Movimiento y volver invisibles las incuestionables demandas: un país en el que ninguna mujer sea acosada ni muerta por el hecho mismo de ser mujer.

Creo también que el movimiento está infiltrado sin que esto le reste, en lo más mínimo, su completa legitimidad, el que uno o muchos grupos de intereses se cuelen queriendo sacar provecho político de la indignación femenina no le quita a la protesta de las mujeres ni una micra de autenticidad. Tendríamos que estar ciegos para no ver el clima ominoso que viven, particularmente, las mujeres en este país y no hoy, que se ha vuelto totalmente visible, sino desde… me atrevería a decir, siempre. Una cosa es el fakefeminismo, como se ha llamado, y otra muy distinta los miles o millones de mujeres que no pueden vivir en paz como consecuencia de un machismo light, recalcitrante e incluso asesino.

Por esto, no me parece un Movimiento de coyuntura cuyas integrantes busquen desestabilizar al régimen, ni ninguna otra de las tonterías que he escuchado o leído, sino un Movimiento que señala unas causas reales y que revelan una gravísima injusticia y hacen de México un infierno. Distraer a la opinión pública porque pintan monumentos o existe el fakefeminismo me parecen visiones que no quieren ver lo evidente: el justificado miedo en el que vivimos todos en este país y PEOR las mujeres.

El agresor está en la casa, en la oficina, en las calles, en las escuelas, en los ministerios públicos, en los jueces… en todos y cada uno de los sitios donde hay hombres o mujeres contaminados de machismo; en los padres que agreden a sus hijas y alientan en sus hijos a ser “muy hombres,” y en las madres que no entienden que las canalladas de sus hijos son canalladas aunque sean cometidas por sus hijos. El problema está en todos lados: no sólo en el feminicida o en el violador. El problema está en cada acto que refrenda el machismo: el problema está en todos nosotros. En ti, en mí, en ustedes y en ellos y ellas. Porque la ideología, las costumbres, la moral, la religión, la política… han armado este clima o, si se prefiere: este infierno es responsabilidad de todos. Claro está que hay grados, pero nadie se salva.

Hace medio siglo participé en el Movimiento del 68, queríamos unas simplonadas en comparación con lo que ahora quiere el Movimiento Feminista. Nosotros buscábamos librarnos del monopartidismo; aspirábamos a que hubiera pluralidad, libertad política, una sociedad justa. Han transcurrido 52 años y algunas de las banderas por las que desfilé en el Paseo de la Reforma, y por las que huí, como pude, de Tlatelolco, se han conseguido a medias o de plano no se han conseguido de ningún modo. Hoy las mujeres luchan por una revolución de la conciencia, estas sí son palabras mayores, pues desde la Eva de la Biblia nacida de una costilla, o la Clitemnestra de Homero, el modelo machista ha imperado en nuestra civilización.

El remedio no es fácil, pues tendrán que descoyuntarse las costumbres y las inercias. Cambiar las ideas de una sociedad impregnada de machismo  en todos los órdenes, y entender que esa lucha será la más persistente y larga de cuantas se han emprendido, porque es fácil cambiar una ley, es fácil cambiar un régimen; pero cuando las armas son la educación y la cultura, que son las vías para cambiar al ser humano, la tarea es titánica. “El nueve nadie se mueve” me parece un buen arranque para que la gente comience a comprender.

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@oscardelaborbol

Los buenos proyectos

lunes, enero 6th, 2020

“Somos animales de ritos y tener proyectos en estos días es uno de ellos”. Foto: Especial

Por fin salimos del amodorramiento de diciembre, de la etapa de inmanencia casera; es comienzo de año y, además, para mayor estímulo, es lunes. Nos sentimos con ganas de lanzar hacia adelante (que es lo que etimológicamente significa pro-yecto); tenemos claro lo que queremos que sea nuestro futuro, no sé si los astros sean o no propicios, pero sí los ánimos, pues la vida se reanuda los lunes y más cuando se trata de un año nuevo: voy a hacer… (no importa qué) es la consigna que escuchamos en nosotros, y esa orden nos irriga fuerza.

Supongo que le pasa lo mismo a las jacarandas que también “proyectan” estallar en lilas para la primavera, y supongo que le pasa también a la Tierra que ahora se halla en el punto de su órbita más cercano al Sol (perihelio) y comienza a alejarse y a acelerarse huyendo del Sol elípticamente, y supongo que también les ocurre a todos los que sienten que terminó la hibernación doméstica.

Somos animales de ritos y tener proyectos en estos días es uno de ellos. ¿Qué sería de nosotros si no nos propusiéramos metas? Y, sobre todo, ¡qué sería de nosotros si todos las alcanzáramos al cien por ciento! Pero, por lo visto (y ya he visto mucho, créanme), el ímpetu dura, como todas las cosas, unos días, unas semanas, unos meses, y los proyectos necesitan de fuerza sostenida, de esfuerzo consuetudinario, a veces, décadas y, cuando son muy altos, toda la vida.

Tener es relativamente fácil; llegar a ser, pocos, casi nadie lo logra. Los proyectos son del tamaño de las ambiciones, de la magnitud de los deseos, y hay ambiciones pobres, deseos desmayados; pero también hay ambiciones que no se colman y deseos megalománicos que rayan por encima de lo imposible y aún ahí siguen con una sed de Tántalo.

Hoy, como decía, Marinetti, “lanzo mi reto a las estrellas”, comienzo como ferrocarril este año y me propongo no solo llenar miles de páginas, sino desentrañar de una vez por todas el misterio de la existencia y encontrar lo que se ha buscado desde el principio de los tiempos: el remedio que perdió Gilgamesh por quedarse dormido, probar la fruta del otro árbol del Paraíso o conseguir, por fin, aquello por lo que legiones de alquimistas se chamuscaron las manos y los rostros. Esto sí me parece un respetable proyecto.

Esto sí podría ofrecer una buena coartada para quedarme a medias en mis sueños, que no me vengan, pues, con que no pudieron dejar de endrogarse, mejorar de trabajo, conseguir pareja, aprender un idioma o bajar de peso. Habría que levantar la estatura de los sueños, al menos, para que nuestro fracaso no cause pena ajena. Suerte en esta carrera de moldear el futuro a nuestro gusto.

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Evidencia y certeza II

lunes, diciembre 2nd, 2019

“Resulta interesantísimo viajar porque uno descubre que las personas de otras geografías poseen certezas tan diferentes de las nuestras y tan infundadas como las nuestras”. Foto: Especial

La influencia determinante que tiene la evidencia (lo que vemos) para convencernos de que es cierta, de que es tal y como lo vemos, ha de ser puesta en duda si queremos hacer del pensar un medio eficaz no sólo para que el conocimiento avance, sino también para poner a salvo nuestra vida. Pensar, decíamos, es dudar de nuestras certezas y revisar nuestras evidencias.

Hay, sin embargo, un tipo de certezas que ni siquiera están fundadas en una evidencia —y me atrevería a decir que éstas forman el mayor porcentaje—. Me refiero a que muchas de nuestras convicciones están exclusivamente respaldadas por lo que se da por bueno en nuestro entorno. Así, repetimos lo mismo “verdades” que hemos aprendido en la escuela o que hemos encontrado en los libros o que nos han dicho nuestros padres o nuestros amigos, o que nos dicen los políticos o que aparecen machaconamente en los medios. No tenemos ninguna evidencia más allá de haberlo escuchado o leído, es decir, a trasmano: las consideramos certezas por la confianza que le tenemos a las fuentes de las que las obtenemos.

Es universal repetir que el agua es H2O, pero nadie lo ha comprobado por sí mismo y, sin embargo, lo creemos a pie juntillas ( por cierto que entre los cuatrillones de cuatrillones de moléculas de agua que hay en una alberca no es imposible que alguna sea H3O, es decir, agua ionizada), y todavía más, ni siquiera los químicos que tienen la evidencia de que El agua es H2O cuentan con una evidencia absoluta, es decir, no han revisado todas y cada una de las moléculas del agua que contienen todos los mares y todos los ríos y todo el planeta: analizan unas cuantas gotas y dan un salto inductivo: brincan de la experiencia concreta de unos cuantos casos a un juicio universal. ¿De dónde sacan esa confianza para asegurar que si ocurre en unos ocurrirá en todos? Pues de un principio metafísico que, también sin prueba absoluta, asegura que el mundo es un orden.

Somos extraordinariamente crédulos. Tenemos como certezas cuestiones que no nos constan y, en algunos casos, que no le constan a nadie: una de esas certezas tiene que ver con el Más allá y todo lo que creemos al respecto. Damos por cierto lo que nos dicta nuestra fe y no sólo respecto del Más allá, sino también del Más acá: estamos convencidos sin evidencia ninguna de nuestros juicios políticos, morales, estéticos… y vivimos con-fiados, o sea, con fe.

Resulta interesantísimo viajar porque uno descubre que las personas de otras geografías poseen certezas tan diferentes de las nuestras y tan infundadas como las nuestras. Lo que aquí es obvio para todos en asuntos morales no es obvio allá: nuestra idea de monogamia no coincide con la idea que tienen los esquimales o los marroquíes;  ni los dioses de allá son los mismos que acá, ni nuestros juicios sobre la belleza o nuestra idea de lo que debe ser la vida… y, sin embargo, en lo que sí coincidimos todos es en estar ciegamente convencidos, es decir sin evidencias, de que lo propio es lo que es y lo que debe ser.

Y el viaje no necesariamente tiene que ser al extranjero, basta con visitar otro estado, otra delegación, cruzar a la acera de enfrente, salir de nuestro cuarto, encontrarnos con otro ser humano para comprobar que cada quien vive encerrado en su pequeño mundo de convicciones sin ninguna evidencia que las apoye.

Y mientras menor sea el número de evidencias en que se apoya una certeza mayor es la virulencia con la que se defiende. Pensar es también mostrar la falta de evidencia en que se apoyan las certezas.

¿Qué evidencias puede haber realmente cuando todo lo que vemos son representaciones en la conciencia? Representaciones que están segadas por el punto de vista, es decir, que dependen de nuestra edad, nuestro sexo, nuestra clase social, nuestra cultura o incultura, el idioma que hablamos, el puñado de palabras con las que hablamos o, dicho brevemente, por el individuo que somos.

Pensar es darse cuenta de la incurable relatividad de nuestras evidencias, y empleo “relatividad” deliberadamente, pues en un mundo de certezas tan encontradas, como en el que vivimos, parece sano que los distintos se relacionen, que se percaten del frágil apoyo de sus convicciones y admitan a los distintos, porque todos compartimos la misma falta de firmeza en nuestras evidencias. Pensar es desmoronar las certezas o, al menos, suprimir su violencia.

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¿Resignarse o indignarse?

lunes, agosto 19th, 2019

La condición humana es muy extraña. Foto: Óscar de la Borbolla.

La condición humana hace que ciertas desgracias sean tomadas con resignación y otras, en cambio, con indignación. No nos indignamos ante la enfermedad: nos ocurre y, aunque podamos maldecir momentáneamente nuestra suerte, no nos mantenemos mucho tiempo en la rabia, más bien, pasado el exabrupto inicial, aceptamos nuestro estado, nos hacemos a la idea y buscamos algún remedio, nos apaciguamos y de alguna manera nuestro descanso contribuye a que la curación sea lo más expedita posible.

La enfermedad ha aquejado a todos los seres humanos desde siempre y sea como fuere la hemos admitido; la violencia, en cambio, aunque sea tan universal como la enfermedad, pues no ha habido una sola época en la historia humana en la que no esté omnipresente, nos despierta indignación y (afortunadamente) no terminamos de acostumbrarnos a ella y vivirla con la conformidad que vivimos nuestros malestares físicos.

Sería lógico (pero lo lógico no siempre es real) que aquello que ocurre siempre terminara por parecernos natural y, en ese sentido, lo normalizáramos y lo tomáramos como una costumbre, es decir, como algo que por consabido ya no sorprende, ya no indigna. Sin embargo, aunque la violencia ha mantenido su tétrica presencia a lo largo de toda la historia humana, sin excepción ninguna, no nos parece normal como el hecho (también persistente) de que el Sol salga todas las mañanas.

Nos acostumbramos a recibir un mal salario, a ser tratados con desdén por alguno de nuestros superiores (despotricamos sí, pero ahí seguimos); nos acostumbramos a la lluvia, al calor, al frío, al leve dolor que da el hambre (cuando no es perra, claro), a respirar, a quedarnos dormidos por la noche, en una palabra, nos acostumbramos a todo lo que nos ocurre todos los días; pero no a la violencia o, al menos, no mientras conservamos un rasgo de humanidad.

Entre esas desgracias consuetudinarias está también la muerte. Nada es más común y corriente que el hecho de que los otros mueran, de que mueran tan universalmente, que nadie del pasado remoto (120 años) se ha salvado y sigue con nosotros; sin embargo, la muerte -ya lo he dicho- es la costumbre que siempre sorprende. Me refiero, por supuesto, a la muerte de un prójimo próximo, no a la muerte estadística que es una mera cifra que ya a nadie importa.

La condición humana es muy extraña. Su criterio para admitir como normales las desgracias (resignarse) no es, por lo visto, la reiteración inveterada: la mera repetición, aunque sea eterna e incesante, no nos acostumbra a cualquier cosa. Nos acostumbramos a lo bueno; para lo bueno basta con que pase una segunda vez para que ya lo consideremos como nuestro derecho y nos dispongamos a esperarlo. Decía Joseph Roth que “no hay nada a lo que más fácilmente se acostumbre un hombre que a los milagros, sobre todo cuando le han sucedido una, dos o tres veces”. Con las desgracias tenemos, en cambio, una conducta extraña: nuestra capacidad de acostumbrarnos es arbitraria. Nos acostumbramos con dificultad a las pérdidas, a las ausencias, pero terminamos acomodándonos en el hueco que nos deja el que nos falta. No nos acostumbramos a los asesinatos, a la sangre que ha manchado toda la historia humana.

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