Óscar de la Borbolla
19/08/2019 - 12:04 am
¿Resignarse o indignarse?
La condición humana es muy extraña. Su criterio para admitir como normales las desgracias (resignarse) no es, por lo visto, la reiteración inveterada: la mera repetición, aunque sea eterna e incesante, no nos acostumbra a cualquier cosa.
La condición humana hace que ciertas desgracias sean tomadas con resignación y otras, en cambio, con indignación. No nos indignamos ante la enfermedad: nos ocurre y, aunque podamos maldecir momentáneamente nuestra suerte, no nos mantenemos mucho tiempo en la rabia, más bien, pasado el exabrupto inicial, aceptamos nuestro estado, nos hacemos a la idea y buscamos algún remedio, nos apaciguamos y de alguna manera nuestro descanso contribuye a que la curación sea lo más expedita posible.
La enfermedad ha aquejado a todos los seres humanos desde siempre y sea como fuere la hemos admitido; la violencia, en cambio, aunque sea tan universal como la enfermedad, pues no ha habido una sola época en la historia humana en la que no esté omnipresente, nos despierta indignación y (afortunadamente) no terminamos de acostumbrarnos a ella y vivirla con la conformidad que vivimos nuestros malestares físicos.
Sería lógico (pero lo lógico no siempre es real) que aquello que ocurre siempre terminara por parecernos natural y, en ese sentido, lo normalizáramos y lo tomáramos como una costumbre, es decir, como algo que por consabido ya no sorprende, ya no indigna. Sin embargo, aunque la violencia ha mantenido su tétrica presencia a lo largo de toda la historia humana, sin excepción ninguna, no nos parece normal como el hecho (también persistente) de que el Sol salga todas las mañanas.
Nos acostumbramos a recibir un mal salario, a ser tratados con desdén por alguno de nuestros superiores (despotricamos sí, pero ahí seguimos); nos acostumbramos a la lluvia, al calor, al frío, al leve dolor que da el hambre (cuando no es perra, claro), a respirar, a quedarnos dormidos por la noche, en una palabra, nos acostumbramos a todo lo que nos ocurre todos los días; pero no a la violencia o, al menos, no mientras conservamos un rasgo de humanidad.
Entre esas desgracias consuetudinarias está también la muerte. Nada es más común y corriente que el hecho de que los otros mueran, de que mueran tan universalmente, que nadie del pasado remoto (120 años) se ha salvado y sigue con nosotros; sin embargo, la muerte -ya lo he dicho- es la costumbre que siempre sorprende. Me refiero, por supuesto, a la muerte de un prójimo próximo, no a la muerte estadística que es una mera cifra que ya a nadie importa.
La condición humana es muy extraña. Su criterio para admitir como normales las desgracias (resignarse) no es, por lo visto, la reiteración inveterada: la mera repetición, aunque sea eterna e incesante, no nos acostumbra a cualquier cosa. Nos acostumbramos a lo bueno; para lo bueno basta con que pase una segunda vez para que ya lo consideremos como nuestro derecho y nos dispongamos a esperarlo. Decía Joseph Roth que «no hay nada a lo que más fácilmente se acostumbre un hombre que a los milagros, sobre todo cuando le han sucedido una, dos o tres veces”. Con las desgracias tenemos, en cambio, una conducta extraña: nuestra capacidad de acostumbrarnos es arbitraria. Nos acostumbramos con dificultad a las pérdidas, a las ausencias, pero terminamos acomodándonos en el hueco que nos deja el que nos falta. No nos acostumbramos a los asesinatos, a la sangre que ha manchado toda la historia humana.
@oscardelaborbol
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