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Fabrizio Mejía Madrid

28/07/2022 - 12:05 am

Jueces

La decisión de un juez puede ser conforme a la letra de las normas pero, aún así, estar en contra del interés general.

Permítame un recuerdo. Era 9 de octubre de 1996 y por la televisión se vio en directo a los agentes de la entonces Procuraduría General de la República excavando en un jardín, propiedad de Raúl, hermano del ex presidente Carlos Salinas de Gortari. El director de comunicación de aquel entonces, hermano de Margarita Zavala, enseñó a las cámaras una calavera. El fiscal Pablo Chapa Bezanilla gritó: “¡Es Muñoz Rocha!”

De esa manera se “resolvía” el asesinato del 28 de septiembre de 1994 del cuñado de Raúl Salinas, José Francisco Ruiz Massieu, ocurrido a plena luz del día, en el centro de la ciudad de México, a unas cuadras de la sede nacional del PRI. Desde el inicio, Ernesto Zedillo había nombrado a un miembro de Acción Nacional como procurador de justicia del país, Antonio Lozano Gracia, para resolver los asesinatos que se habían acumulado en el último año de Salinas de Gortari. En el caso de Ruiz Massieu, la procuraduría había pintado con brocha gorda una acusación que rayaba en el delirio. Su fiscal, Pablo Chapa Bezanilla, había sostenido que Raúl Salinas era el autor intelectual del homicidio y que un diputado por Tamaulipas, Manuel Muñoz Rocha, le había pagado al autor material, Daniel Aguilar Treviño, unos 50 mil pesos por el encargo. Después de aparecer en el funeral de Ruiz Massieu, Muñoz Rocha desapareció de la faz de la tierra. Lo buscaba la PGR, Interpol, los medios. Pero no apareció. Así que, ese 9 de octubre de 1996 se desenterró una calavera y unos huesos y se decretó, ante las cámaras de televisión, que eran los restos del desaparecido Muñoz Rocha, asesinado, a su vez, por el mismo Raúl Salinas con un bat de beisol. Pronto se supo que quien había enterrado ahí la calavera era una vidente y consejera espiritual de los Salinas, Francisca Zetina, “La Paca”. Ella misma le había dado la ubicación a la fiscalía a cambio de 4 millones de pesos. Los huesos no eran de Muñoz Rocha sino de su consuegro.

Traigo a cuento ese recuerdo de hace 25 años porque creo que ese día la justicia mexicana nos enseñó su verdadero rostro. Delante de una opinión pública azorada, un fiscal exhibía una calavera sembrada por una adivina en un jardín, y daba por concluída la averiguación del homicidio del ex gobernador de Guerrero y líder del PRI, José Francisco Ruiz Massieu. Han pasado dos décadas y media del hecho y creo ver el mismo método en los montajes que Genaro García Luna manufacturó con Carlos Loret, durante el sexenio de Felipe Calderón. Pero lo recordé justo esta semana porque algunos jueces han dado muestras de ser de la tradición del fiscal y la vidente de 1996. Cuento a tres: Victor Hugo Alejo Guerrero de Nuevo León; Juan Pablo Gómez Fierro, juez de competencia económica; y los magistrados del Tribunal Electoral.

El primero, Victor Hugo Alejo Guerrero, se ha consagrado a dar amparos a políticos en desgracia alegando “tortura moral”. Ésta está definida en la ley como infligir dolor a alguien para obtener información o castigarlo físicamente por un delito. En marzo de este año, este juez de Nuevo León decidió que la detención de Jaime Rodríguez “El Bronco” era equivalente a la tortura, los azotes, la deportación o el exilio, que son los rasgos de la “tortura moral” en nuestras leyes. Y le otorgó un amparo para que no estuviera “incomunicado”. En días pasados volvió a amparar a alguien por la misma razón jurídica, esta vez, a “Alito” Moreno, el dirigente del PRI. Equiparó con la tortura a los audios que cada martes daba a conocer la gobernadora de Campeche y, de alguna manera, él mismo martirizó a la ley para obtener un amparo que, a todas luces, va contra el derecho a saber del resto de la población. Alito fue amparado contra la difusión de sus audios como si estos constituyeran azotes.

En 2020, este mismo juez le concedió un amparo a un asesino confeso, Roberto Santos, que había reconocido en un mensaje por Facebook el haber matado a su suegra y, además, amenazado a todo aquel que se “interpusiera en su camino”. Era un junior de San Pedro Garza García que mató a golpes a su ex suegra, una enfermera jubilada, Lucila Reyes Villanueva. Pero el juez decidió que la cárcel no era su lugar, sino la custodia de sus padres, no obstante que los propios sicólogos de la fiscalía estatal recomendaron lo contrario.

Permítame, ahora, un razonamiento. La corrupción no es sólo no cumplir con las leyes formales. De hecho, la decisión de un juez puede ser conforme a la letra de las normas pero, aún así, estar en contra del interés general. El juez no está aislado en su decisión, no sólo porque se tiene que apegar a un marco jurídico, sino porque de su decisión dependen muchas otras cosas de orden colectivo, lo que incluye la relación simbólica y moral que el resto de la sociedad tiene con la idea de justicia. O, dicho de otra forma, sus decisiones gubernamentales no coinciden siempre con las necesidades públicas; y, aún cuando todo sea legal, puede ser que sea percibido como inmoral, como una violación al interés general. Por ejemplo, dejar que salga a la calle un delincuente confeso, sea el asesino de Facebook o el líder del PRI.

El siguiente juez, Juan Pablo Gómez Fierro, cree que sólo existen las empresas y no el interés general. Lo digo porque es el juez que, amparando a las empresas eléctricas extranjeras contra la ley propuesta por López Obrador, también lo hizo extensivo a todo el ramo, es decir, a las demás empresas que ni siquiera habían solicitado amparos. Es como si un discapacitado pide que el semáforo para cruzar su calle esté en verde cuando él lo necesite, y el juez le conceda al resto de los peatones el mismo derecho. Nunca habría altos. Ya nadie podría circular por esa calle en automóvil y lo mejor sería eliminar los semáforos. Así el juez Gómez Fierro. Al proteger el improbable “derecho a competir”, que por más que busco en la lista de derechos humanos, no lo encuentro, el juez se carga al resto de la población que verá incrementarse los precios de la luz y seguirá pagándoles a las empresas del autoabasto como FEMSA lo que no pagan por la transmisión de la electricidad. El juez Gómez Fierro también se opuso a que los celulares tuvieran un padrón de usuarios, propuesto por la secretaría de seguridad ciudadana; debido a que el delito de extorsión se realiza desde celulares anónimos. El juez salió a defender la privacidad de los usuarios frente al Estado, aunque nunca se preocupó de que las empresas de celulares trafican con los datos personales y biométricos sin mayor restricción.

La semana pasada Gómez Fierro decidió amparar, también, a una serie de empresas francesas, belgas y españolas que no quieren que la importación de gas se de sólo vía la CFE y Pemex. Una vez más, no tomó en cuenta el interés general, el precio del gas para la población que impacta, además, el de la misma luz de los hogares. Con estas decisiones conserva el espacio de intercambio clandestino entre justicia y compañías extranjeras; les da una influencia que, de otra forma, no tendrían en las decisiones políticas; y termina por beneficiarlas en lo económico de una manera que resulta sospechosa y hasta indignante para nosotros, que lo tenemos como juez. Cuando se le cuestionó a Arturo Zaldívar, de la Suprema Corte, sobre el juez Gómez Fierro, dijo que no encontró “nada irregular”. No creo que el ministro Zaldívar ignore que los jueces deben de cumplir con algo más que la aplicación de las leyes, y que se deben a una comunidad que depositó en ellos nada menos que la responsabilidad, que no sólo es jurídica sino también moral, de administrar la justicia en los conflictos por los que atraviesa la nación. Antes de su furibunda defensa de la competencia de los extranjeros en petróleo, luz y datos personales, Gómez Fierro era conocido por haber amparado a Juan Collado, el abogado de los salinistas. En septiembre de 2019 cerró la información bancaria del abogado, hoy preso, para evitar una investigación por lavado de dinero y evasión fiscal. Después de todo, parece que a Gómez Fierro no le interesa tanto competir como ganar.

Quizás por eso los datos de aprecio por la justicia no son los mejores en México. Según las estimaciones, el 75 por ciento de los delitos cometidos que no llegan al conocimiento de la autoridad. En otras palabras, 3 de 4 delitos no se denuncian. Esto se debe a que no hay confianza en la justicia. Del 25 por ciento de delitos que sí son denunciados solamente se concluye la investigación ministerial en el 4 por ciento, pero se pone a alguna persona a disposición de los jueces solamente en el 1.6 por ciento del total de delitos cometidos. Es decir, de cada 100 delitos solamente 1.6 llega ante el conocimiento de un juez; un 80 por ciento de los sentenciados nunca vio al que lo juzgó; las condenas judiciales alcanzan una cifra del 1 por ciento, lo que significa que la impunidad alcanza una vergonzosa cifra del 99 por ciento. Según un ensayo de Miguel Carbonel del Instituto de Jurídicas de la UNAM, el 48 por ciento de los encarcelados declaró haber sido detenido en la primera hora después de cometer el delito. Otro 25 por ciento fue detenido entre la segunda hora y el resto de ese mismo día. Es decir, el 73 por ciento de los detenidos son casi en flagrancia, por lo que el investigador infiere que hay negociaciones con los agentes seguridad que les permiten no ser detenidos. Es decir, sobornos. Para completar el cuadro, un 70% de la población encuestada para ese ensayo de la UNAM dice que no confía en la Suprema Corte de Justicia.

Nuestro último juez es el Tribunal Electoral. Hay que recordar que el magistrado que lo preside, Reyes Rodríguez Mondragón, en su cuenta de twitter, le deseó la muerte al Presidente de la República cuando se enfermó por primera vez de COVID. Él argumentó el consabido “es que me hakearon”, pero esta semana la Sala concluyó que la senadora Antares Vázquez, de Morena, cometió violencia política de género, precisamente por un twit, emitido el 20 de abril, en el que utilizó la frase “muñequitas de sololoy”. La senadora se estaba refiriendo a la fragilidad de la oposición que confunde cualquier crítica con una agresión. Pero el Tribunal Electoral decidió que “muñequitas de sololoy” es: “una expresión que constituye un estereotipo de género, al equiparar a las mujeres como “muñecas”, con la intención de atribuirles un carácter decorativo”. Por supuesto que todos sabemos que eso no es así, incluídos los magistrados, pero una vez más, se da una decisión partidista en un órgano que debiera velar por el interés general, en este caso, la intención verbal de la senadora, dado el contexto de su discurso. El Tribunal Electoral manda a que la senadora sea inscrita como “infractora” en el Registro Nacional de Personas Sancionadas en Materia Política contra las Mujeres en Razón de Género de esa nueva Inquisición que es el Instituto Nacional Electoral. Todo por referirise a una expresión sobre la fragilidad de unos juguetes hechos de celuloide.

Permítame, por último, tratar de concluir. He hablado de tres jueces que ignoran que la responsabilidad pública de sus decisiones no sólo es jurídica, sino que afecta la vida de muchos más que los que están contenidos en las carpetas de investigación. Los jueces tienen deberes morales que no vienen en los códigos de leyes y que son exigibles por los ciudadanos, la opinión pública, los electores. Si lo vemos de cerca, es el poder judicial uno de los poderes —junto con el mediático, el académico, y el partidista—, que se niega a reconocer que viven en un país que reclama con intensidad, con urgencia, la moralización de las decisiones de los de arriba.

Los griegos, inventores de la democracia, no tenían por jueces a los más versados en derecho ni a los más duchos en sustentar una sentencia. Al contrario, los jueces eran sorteados, debían su cargo al azar, decididos por la suerte de entre los ciudadanos de la polis. Este método se debía a una convicción: que la impartición de justicia, la idea de lo que es justo e injusto, está en todos nosotros, es consustancial a todo ser un humano. Pero esta semana me demostró que estamos muy lejos de Grecia y más cerca, todavía, del fiscal y la vidente en el jardín del mal.

Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.
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