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Violeta Vázquez-Rojas Maldonado

28/03/2022 - 12:04 am

Disculpas

Los filósofos del lenguaje ordinario sostienen que muchos de nuestros embrollos intelectuales derivan de no atender el uso común de las palabras.

En mi edificio el espacio de estacionamiento no abunda, así que algunos estacionamos nuestro coche detrás del de algún vecino. Aunque ellos suelen salir más temprano que yo, el jueves pasado el coche de mis vecinos estaba frente al mío. Como hacemos en esos casos, los llamé por teléfono para que bajaran a moverlo. Pero esta vez no contestaron. Toqué su puerta: tampoco. Insistí, puerta, timbre, teléfono: nada. Finalmente dieron las 6:45 de la mañana y por todos los medios era demasiado tarde para llevar a mis hijas a la escuela.

El mismo día en la noche los vecinos tocaron a mi puerta. Me pidieron disculpas, esta vez en persona -pues ya se habían disculpado por mensaje cuando los enteré de las consecuencias de su desconsideración-. Me entregaron una bolsa de pan dulce, me explicaron por qué no escucharon el timbre ni el teléfono y me prometieron que no volverá a pasar. Asunto perdonado.

No cuento esto con afán de hablar de mi vida privada y las tribulaciones insulsas de mi semana, sino porque en todo este intercambio hay algo que, no por cotidiano, es menos interesante: el acto de pedir (u ofrecer) disculpas. ¿Qué consideramos y qué no consideramos una disculpa? ¿Quién pide (u ofrece) disculpas y cuándo? ¿Es la disculpa un acto unitario o está compuesto de varios otros actos? (Aclaro, antes de que se desvíe la atención en este detalle gramatical que los hablantes de español usamos indistintamente las expresiones “pedir disculpas” y “ofrecer disculpas” para describir mismo acto, que es el de solicitar perdón por parte de alguien a quien se ha agraviado).

Los filósofos del lenguaje ordinario sostienen que muchos de nuestros embrollos intelectuales derivan de no atender el uso común de las palabras. De este modo, ciertas empresas filosóficas, como -pongamos por ejemplo- la indagación sobre la naturaleza de la bondad, se contestan mejor si, en lugar de preguntarnos “¿qué es la bondad?” preguntamos “¿cuándo decimos de alguien o algo que es bueno?”.

Al analizar el uso de las palabras y los enunciados, nos damos cuenta, como lo hicieron en su tiempo John L. Austin o John Searle, de que al hablar no sólo nos referimos a las cosas, sino que también hacemos cosas. Hay actos que requieren de una expresión verbal para consumarse; incluso hay instituciones que se fundan en actos verbales. Por ejemplo, que dos personas pasen del estado civil “soltero(a)” a “casada” o “casado” requiere que un juez haya proferido ciertas palabras, como “los declaro unidos en legítimo matrimonio” o su equivalente.

Las disculpas son también un acto que requiere una enunciación verbal, pero no se limitan a proferir un enunciado. Si analizamos cualquier caso aceptable de disculpa, como el que puse en el ejemplo de mis vecinos, reconocemos varios componentes. Primero, la enunciación de una fórmula apologética: “perdón”, “venimos a pedirte disculpas”, “estamos muy apenados”, etc. Otro componente es el reconocimiento de la responsabilidad. Este puede ser explícito (“perdón por no contestarte el teléfono”) o implícito, recuperable del contexto (cuando los interlocutores saben de qué hecho se está hablando). Un tercer componente, no necesariamente presente en todos los actos de este tipo, pero que suele presentarse dependiendo de la magnitud del daño, es el de la intención de reparar. En el ejemplo que puse, los vecinos -que algo me saben- consideraron como un acto reparatorio entregarme una bolsa de pan. Esta reparación suele ser simbólica, y a menudo sólo queda en la intención, como cuando alguien ofrece pagarle la tintorería a otra persona después de derramar accidentalmente sopa sobre su saco. Un cuarto componente es la excusa o la justificación: el perpetrador de la ofensa explica por qué cometió el acto (tal vez no fue su voluntad, o lo hizo porque no pensó en las consecuencias, o lo hizo deliberadamente pero se siente arrepentido, etc.). Y por último, las disculpas suelen acompañarse de una garantía de no repetición: “no volverá a pasar”. Las disculpas suelen ser más o menos elaboradas en cada uno de estos componentes dependiendo de la gravedad del daño.

El reconocimiento de la responsabilidad en el acto que ocasionó el agravio es fundamental para que se consume el acto de pedir disculpas. Como dijimos, las disculpas pueden acompañarse de una justificación o excusa, pero siempre se asume que quien pide ser disculpado hizo algo (deliberadamente o no) que causó un daño (en mayor o menor grado) a alguien más, a quien se le pide la exención de la culpa (se le piden disculpas). Por eso es un acto anómalo, inadecuado o, como dirían los filósofos de los actos de habla, “infeliz”, pedir disculpas por un hecho que no aconteció o en el que no tuvimos responsabilidad.

Para ilustrar: yo puedo pedirle a alguien disculpas por un acto que cometen mis hijas (por ejemplo, porque le rompieron una ventana), pero no puedo pedirle disculpas a nadie por los actos que cometa un funcionario de Pemex con el que no tengo ninguna relación. Sería anómalo que cualquiera de nosotros pidiera disculpas a la fiscalía o al pueblo de México por los sobornos que recibió Emilio Lozoya, por ejemplo.

Del mismo modo, pedir disculpas por un acto en el que no reconocemos tener responsabilidad es anómalo o infeliz: si mis vecinos se hubieran presentado con una bolsa de pan, pidieran disculpas y al mismo tiempo me dijeran que ellos no ocasionaron perjuicio alguno, pensaríamos que el acto es inadecuado, que eso no constituye una disculpa cabal.

La alcaldesa de Cuauhtémoc, Sandra Cuevas, fue acusada de robo y abuso de autoridad contra tres policías. Los ejemplos que hemos puesto hasta aquí son nimios frente la gravedad de los cargos imputados a ella. En un intento de deshacerse de la acusación y regresar a sus funciones, de las que se encontraba suspendida, Cuevas declaró ante los medios: “Me disculpo, pero no reconozco los hechos. Me disculpo y me disculpo de corazón con la ciudadanía, con mis partidos, por este trago amargo, y me disculpo también de corazón con Eduardo, con Faustino y con Marco. Si ellos consideran que les hice yo un daño, les ofrezco una disculpa. Sin reconocer, insisto, que haya hecho yo un daño a los compañeros”.

No hace falta ser experto en derecho penal para saber que ese acto no constituye una disculpa. Basta ser competentes en las diferentes situaciones de comunicación en las que usamos nuestro lenguaje ordinario para reconocer que a este intento de disculpa le falta un componente fundamental. Al decir “no reconozco que haya hecho yo un daño”, Cuevas suprime explícitamente de la disculpa una de sus partes cruciales, que es la aceptación de la responsabilidad. Cualquiera de nosotros sabe que un caso así no lo aceptaríamos como disculpa pública y por eso la alcaldesa sigue estando en falta.

Lo que resta es saber si legalmente se pueden aceptar casos anómalos como este por el simple hecho de que las leyes no contemplen una definición de los componentes necesarios de una disculpa. Creo, con los filósofos del lenguaje ordinario, que en analizar nuestras interacciones verbales cotidianas está la sabiduría que se necesita para resolverlo.

Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
Doctora en lingüística por la Universidad de Nueva York y profesora-investigadora en El Colegio de México. Se especializa en el estudio del significado en lenguas naturales como el español y el purépecha. Además de su investigación académica, ha publicado en diversos medios textos de divulgación y de opinión sobre lenguaje, ideología y política.
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