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Sandra Lorenzano

07/08/2022 - 12:03 am

Haciendo serpentinas

Me gustaría detenerme un momento en esas cartas que retoman la entrañable costumbre de la correspondencia entre mujeres que se admiran y se respetan.

“De pronto sentí que esas redes solidarias de mujeres se extendían hasta esta tierra nuestra que tanto las necesita. ¿Estoy exagerando? No lo sé”. Foto: Especial.

Hace un par de meses estuve en la ciudad de Puebla y fui, por supuesto, a una de mis librerías favoritas: Profética. Sobre la mesa de novedades había un libro que me llamó la atención, se trataba de Ay William, de Elizabeth Strout. Tengo que confesar que nunca había escuchado hablar de ella, pero el texto de la contraportada hizo que se me antojara leerla. El libro era breve, perfecto para leer sentada ahí en el delicioso patio de Profética, y terminarlo esa misma tarde en la terraza del Museo Amparo, viendo caer el sol sobre las cúpulas poblanas. A partir de ese momento me volví fanática de Elizabeth Strout. O tal vez debería decir que me volví fanática de Lucy Barton, el alter ego, que ha creado la escritora. A Lucy le pasan las mismas cosas que me pasan a mí y que quizás les pasen a ustedes; cosas que nos pasan a quienes queremos escribir, pero también a quienes se dedican a cualquier otra cosa pero que, como ustedes y yo, tienen parejas y ex parejas, hijas, hijos o hijes, obligaciones, deseos, compromisos, trabajos. Devoré Ay William, después Todo es posible y cerré con Me llamo Lucy Barton. Las tres esconden bajo una prosa “ligera”, en el mejor sentido del término (ése que nos descubrió Kundera en su “insoportable levedad del ser”), los claroscuros de la vida cotidiana, tantas veces más oscuros que claros. Y no se pierdan, por favor, su Olive Kitteridge (Premio Pulitzer 2009). Una joya irónica, dulce e impiadosa de la que, por cierto, hay adaptación en Netflix, protagonizada por esa diosa de la actuación que es Frances McDormand.

Sigo con la historia que quiero contarles: una amiga me mandó hace algunas semanas el suplemento “Babelia” del diario español El País en que se publicaba un intercambio epistolar entre Elizabeth Strout y Elena Ferrante. La estadounidense le declaraba allí a Ferrante su amor por las páginas que ha escrito, incluidas las de su libro más reciente: En los márgenes. Un libro que también corrí a comprar y que está formado por las lecciones magistrales que impartió la misteriosa escritora italiana en la Universidad de Bolonia.

Me gustaría detenerme un momento en esas cartas que retoman la entrañable costumbre de la correspondencia entre mujeres que se admiran y se respetan. En realidad, en esta parte del artículo yo debería darle la palabra a mi querida amiga, la historiadora Carmen de la Guardia, una de las principales especialistas sobre el tema de la importancia de las escrituras del yo para el estudio de las redes de amistad / amor / trabajo / apoyo entre mujeres. Ella lo estudia sobre todo con respecto a las mujeres vinculadas a la República y a la Guerra Civil Española, pero todas nosotras –ustedes y yo– sabemos que redes similares a ésas nos han acompañado y salvado a todas a lo largo de la vida.

En estas cartas Strout comienza dándole las gracias por su trabajo. “Soy una gran fan, y he leído todos sus libros, y el leerlos me ha permitido asumir nuevos riesgos con mi trabajo. Así que gracias también por eso.” Y le hace una serie de preguntas sobre la escritura, sobre los diversos “yos” de una escritora, sobre la transformación de una escritura que se mantiene “dentro de los márgenes”, a una escritura que es “casi en un acto de convulsión”. Quiénes son ellas detrás de sus textos, es uno de los núcleos de la reflexión de ambas. Quién era Virginia Woolf cuando escribía, quien era Emily Dickinson al decir: ¡Soy Nadie! ¿Y tú quién eres? / ¿También tú eres Nadie? / ¡Entonces ya somos dos!

“No nos interesa tener un nombre, hacernos un nombre; nos interesa dar nombre, nos interesa que nuestra escritura excave sus propios caminos y de verdad nos pertenezca”, le responde Ferrante. Y el tema del nombre, al que vuelve de manera recurrente, se vincula con la elección que ha hecho de mantenerse oculta tras un seudónimo. “Quien escribe no tiene nombre. Es pura sensibilidad que se alimenta de alfabeto y produce alfabeto en un flujo incontenible”.

Nada ha puesto más nerviosos a los detractores de su literatura que esta opción por el anonimato. Uno de los puntos más álgidos de los ataques de los que ha sido objeto vinieron del crítico Claudio Gatti, quien en su artículo “Ecco La Vera Identità”, publicado en 2016, y con el pretexto de hacerle un “servicio” a los lectores ferrantianos, “revela” que la verdadera Ferrante es Anita Raja, escritora y traductora, y da a entender que habría también colaboración de parte de su marido, el conocido escritor napolitano Domenico Starnone. ¡Por supuesto! ¿Qué mujer llegaría al éxito sin la ayuda de un hombre, verdad?

Fueron sus amigas escritoras quienes rápidamente salieron en defensa de Ferrante. A la propia Strout, sumo a la genial Jhumpa Lahiri, otra estadounidense, en este caso de origen bengalí, ganadora también del Pulitzer y cuyas obras me fascinan; en especial por su decisión de abandonar su lengua, el inglés, en la que había escrito su primer y arrollador éxito, para sumergirse en el estudio del italiano, idioma del que se enamoró a través de Dante. Se puso a prueba como escritora, se fue a vivir a Roma y, después de un enorme esfuerzo -según su propio relato-, hoy escribe en ese idioma, con gran respuesta de crítica y lectores. Sumo a este dúo -y sólo para referirme a las más conocidas- a la británica Jeannette Winterson, autora del inolvidable relato autobiográfico Para qué ser feliz cuando puedes ser normal. Título que cita de manera textual la respuesta que le dio la madre cuando ella le confesó que era muy feliz porque se había enamorado de una mujer. ¿Feliz? ¿Y para qué quieres ser feliz cuando puedes ser normal? Hay madres y madres.

¿Por qué tanto ensañamiento con la italiana?

“Porque en el fondo de esta supuesta investigación sobre la identidad de Ferrante -escribe Winterson- hay un ultraje obsesivo por el éxito de una escritora -mujer- que decidió escribir, publicar y promocionar sus libros en sus propios términos.”

Según los críticos más acérrimos, el anonimato -el más fuerte de esos “propios términos”- sería sólo un engaño para vender. Pero estoy segura de que si ustedes les preguntaran a las millones de lectoras de Ferrante por qué la leen, ninguna pondría esa razón en primer lugar; tal vez ni siquiera la mencionarían. Hablarían de cómo se identifican con sus protagonistas, del modo en que presenta las angustias ligadas a la maternidad, del deseo de sus personajes de romper con las expectativas sociales, de las parejas que aparecen, del cuerpo que envejece y de tantísimas otras cosas, pero el dato del anonimato no pasaría de ser anecdótico.

Ante la obligación contemporánea de cualquier artista (y no artista) de mostrarse permanentemente, de exponerse, de ocupar espacios, de estar en redes sociales, de opinar sobre el tema que sea, de hacer de lo privado un asunto público, que alguien decida “desaparecer” en el mejor sentido del término, ocultarse y dejar que sea su obra la que hable, es un gesto absolutamente provocador y revulsivo.

Siguiendo con los hilos del azar que me vincularon a este grupo de escritoras, les cuento que hace un par de semanas me invitaron a ser jurado en la defensa de una tesis de doctorado de la Escuela Italiana de Middlebury College sobre… ¡sí, adivinaron: Elena Ferrante! La estudiante que la escribió, Laura Ponziani, se centró sobre todo en lo que se conoce en Estados Unidos como la “Ferrante fever”.

Tal es el título también del documental dirigido en 2017 por Giacomo Durzi, y que conocí gracias a Ponziani. Con testimonios de la traductora al inglés de Ferrante, Ann Goldstein, de los editores, de lectoras fanáticas como Hillary Clinton, de escritoras y escritores como Roberto Saviano y Jonathan Franzen, entre otros, intenta desentrañar los secretos de la popularidad de la novelista.

Hace unos años una amiga muy querida me recomendó la novela Los días del abandono; la leí como posesa en unas horas. Mi amiga había sufrido una ruptura amorosa el año anterior y alguien le había pasado ese libro. Yo llegaba a nuestro encuentro anual de trabajo en Vermont destruida a mi vez porque ahora era yo la abandonada. Esas páginas me llegaron en el momento justo y me hicieron sentir que la escritora me conocía, que sabía qué me estaba pasando y que me contaba una historia similar para que yo me sintiera quizás menos sola.

En estos días he vuelto a pensar en la dificultad de la academia para entender la pasión de las y los lectores, en este caso y en muchos otros. Todo el mundo no académico me hablaba con entusiasmo de las novelas de la Ferrante, mientras las profesionales de la literatura me decían que no valía la pena perder tiempo leyéndola.

¿Qué hay detrás de ese éxito?, se pregunta mucha gente. Si hubiera una fórmula, ninguna obra fracasaría. Lo que queda claro es que quienes la leen encuentran en sus obras algo que –sin saberlo– estaban buscando; tal vez modos diferentes de pensarse a sí mismas, de conocerse y reconocerse.

Hoy ese éxito se refleja también en el que acompaña la serie de Netflix, La amica geniale, o la película The lost daughter, basada en la novela breve La hija perdida; debut como directora de Maggie Gyllenhaal, protagonizado por la genial Olivia Colman (otra de las diosas de la actuación), que ha recibido importantes reconocimientos en el Festival de Cine de Venecia, en los Oscar y en el BAFTA, entre otros.

La película The lost daughter, basada en la novela breve La hija perdida. Foto: Especial.

Cierro estas líneas deshiladas pero entusiastas (y viceversa) con una nota curiosa que vincula a Elena Ferrante con México: tanto en esta última novela como en la película, se hace referencia a un poema, que se convierte en juego para las hijas de la protagonista.

“Haz la serpiente, mamá, me decía Bianca, e insistía: pela la manzana haciendo la serpiente, por favor. ‘Haciendo serpentinas’, leí hace poco en un poema de María Guerra que me gusta mucho.”

¿María Guerra? ¿De qué María Guerra habla? Parece increíble pero sí, se refiere a nuestra poeta, activista, militante de izquierda, feminista, profesora; la cuñada y amiga de Rosario Castellanos, la creadora de versos dolorosos como aquellos dedicados a la memoria de su madre: A qué sabrá la tierra / sobre tu boca / Y el agua / qué fría será / sobre tu cuerpo / Tendrás frío / estarás triste / con tus ojos cerrados…

Y así, la narradora italiana, nos redescubre a una entrañable poeta mexicana, a la que se recuerda poco y se lee menos. ¿Cómo llegó a manos de Ferrante el poema de María Guerra? Me encantaría saberlo. De quién fue la mano generosa que le acercó un libro en español, o la voz generosa que se lo tradujo.

De pronto sentí que esas redes solidarias de mujeres se extendían hasta esta tierra nuestra que tanto las necesita. ¿Estoy exagerando? No lo sé. Pero sí sé que tenía muchas ganas de compartir con ustedes esta historia, que me ha llevado de una vecindad napolitana a un patio poblano, pasando por una fiebre neoyorquina, para llegar conmovida a los versos serpentinos de una poeta dulce y comunista.

Son cosas que pueden pasar cuando una escribe un artículo un domingo por la tarde.

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).
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