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Evelio Rosero baja al infierno de “Toño Ciruelo”, un monstruo trastornado

sábado, diciembre 9th, 2017

El autor de Los ejércitos y La carroza de Bolívar vuelve a su aventura literaria contando la historia de un David Copperfield al revés, como si fuera Charles Dickens pero desdibujado por la narrativa del mal. Eri Salgado relata las caras que va adoptando el asesino y con ello va llevando al lector como si fuera una víctima de Toño Ciruelo.

Ciudad de México, 9 de diciembre (SinEmbargo).-Evelio Rosero dice que ha retratado el mal con Toño Ciruelo, un monstruo trastornado que es fruto de su imaginación, tal vez evocación de un hombre que conoció en la escuela y que en la adultez vio como delincuente y asesino en el periódico.

¿Qué habrá pasado con ese hombre?, se pregunta el autor colombiano, que en su reciente libro indaga desde la raíz, la infancia y juventud, el colegio y la universidad, el trabajo, los hechos nimios y complejos que configuran el rostro del asesino, un descenso al centro del mal que absorbe al lector y lo involucra ineludiblemente.

Evelio Rosero es un escritor colombiano que en 2006 obtuvo el Premio Nacional de Literatura, otorgado por el Ministerio de Cultura de Colombia. En 2007, con su novela Los ejércitos, ganadora del II Premio Tusquets Editores de Novela, cuando Evelio Rosero alcanzó resonancia internacional. Su novela se ha traducido a doce idiomas y se ha alzado con el prestigioso Independent Foreign Fiction Prize (2009) en Reino Unido y el ALOA Prize (2011), en Dinamarca. Tras recuperar en 2009 su novela Los almuerzos, Tusquets Editores publicó La carroza de Bolívar, recibida como su obra más ambiciosa y desmitificadora y Plegaria por un Papa envenenado, acerca del fallecimiento del Papa Juan Pablo I, Albino Luciani, cuyo pontificado duró sólo treinta y tres días.

–¿Toño Ciruelo es un personaje de novela o lo conociste?

–Lo conocí en un sentido amplio. No a Toño Ciruelo, sino a un amigo, muy cercano, él se fue a otra ciudad, a Barranquilla y terminó convirtiéndose en un asesino. Después de muchos años lo vi en un periódico y fue una sorpresa mayor, un gran impacto para mí. Nunca pretendí acercarme literariamente a él, pero pasaron muchos años y por fin me acerqué al tema en esta novela, pero no tiene que ver con su vida ni con lo que pasó. Solamente el impacto humano que recibí, esa dimensión de saber que alguien que estudió conmigo se convirtió en un asesino.

–Es una novela de como el hombre se va convirtiendo en un asesino

–Así es. Es la evolución, una investigación, un ahondamiento en su infancia, no pretendiendo encontrar causas, para mí una causa directa puede ser la sociedad, pero él no viene de una familia mísera, es hijo de un senador, pero avisa desde la infancia ciertos comportamientos que van a desembocar donde desemboca la novela. Una serie ininterrumpida de crímenes, de acercamientos al mal.

Una novela sobre el mal. Foto: Especial

–Este hombre que cuenta la historia, Eri Salgado, es amigo de él, pero a veces trata de alejarse de él…

–Es una especie de alter ego mío, que se parece al autor, pero no deja de ser al mismo tiempo un personaje. No es el mismo Evelio Rosero que escribió Los ejércitos, tiene muchos problemas y sin embargo su mayor angustia es sentir admiración por alguien que es malo. Toño Ciruelo es representativo del mal, sin embargo lo admira, lo sigue, digamos que es en cierto modo pasivo, sumiso frente a su presencia.

–También siente un poco de desprecio

–Sí, a veces siente aversión total. ¿Cómo no? Eri es totalmente opuesto a Toño.

–¿Escribir esta novela tiene alguna aspiración social, política?

–Ese tipo de aspiraciones jamás me las propongo. Aparecen allí a medida que va transcurriendo el desenvolvimiento del argumento, pero no me propongo ese tipo de cosas. Como decía Stendhal es un espejo que va reflejando la realidad. ­­Y ahí está en Ciruelo, como en Los ejércitos, mi país, de una u otra manera. Cuando terminé esta novela, en octubre del año pasado, pasó un mes y hubo un asesinato por parte de alguien de la oligarquía, que mató a una niña indígena, la torturó, la violó y la mató. Ese asesinato conmocionó a toda la sociedad y me hizo pensar que la realidad, por lo menos en Colombia, estará por encima de la ficción. Siempre asombrará más.

–Hay algún personaje de la literatura que te haya inspirado. Pensé mucho en Dostoievski, al leer Toño Ciruelo

–No lo sé. ¿En qué novela de Dostoievski pensaste?

–En Los demonios

–Sí, claro, tienes razón. Siempre dije que Dostoievski y los rusos del siglo XIX son los autores que más admiro y releo. Claro que con un personaje tan malo, creo que me iría a Yago, de Shakespeare, ese personaje malísimo que origina toda la tragedia. Me parece un personaje pérfido, aunque es otro tipo de maldad.

–Me pareció también un anti-David Copperfield, contrastando a Charles Dickens…

–Sí, puede ser. Por supuesto, lo leí de adolescente, tengo vagos recuerdos de Dickens, pero leí con mayor interés a Conan Doyle, los misterios de Sherlock Holmes. Lo leo y lo releo, creo que uno despierta su interés por una obra cuando la relee.

El autor de Los ejércitos y La carroza de Bolívar vuelve a su aventura literaria contando la historia de un David Copperfield al revés, Foto: SinEmbargo

–¿Te planteaste con Toño Ciruelo seguir una línea moral mientras contabas la historia?

–No, voluntariamente no; esos planteamientos no me los hago, los descubren los lectores. A veces tengo mis propios argumentos, pero termino haciendo todo lo contrario. En el caso de Toño Ciruelo, esos cuadernos que aparecen al final de la obra, esos paisajes que él describe, tantos íntimos como geográficos, son otro mundo completamente distinto a lo que venía relatando Eri. Para mí ese momento fue muy difícil porque tuve que encontrar otra voz, que era la voz de Toño Ciruelo y convencer con esa voz, ese egoísmo que identifica a cualquier asesino, ese narcisismo, se creen superiores a la humanidad y hacen el daño posible, si no dan la vida –como dice él- dan la muerte.

–¿Te saliste ya de Toño Ciruelo?

–Sí, cuando puse el punto final, no más sueños con Toño Ciruelo, pero quedé vacío, con una sensación, de zozobra, de frío total. No he escrito nada en todo el año, pero estoy dedicado a la alegría de poder leer y releer libros que me gustaron, viajar, en fin, ya aparecerá tarde o temprano otra novela. Estoy promoviendo esta novela y en general estoy contento, cuando me encuentro con la gente que leyó la novela. En general los periodistas leen la contratapa, el resumen que hace el editor y ya está. Eso es un poco triste para mí, es difícil, pero ya estoy acostumbrado.

–¿Qué dirías de esta novela en relación con tus otras narraciones?

–No sé si es porque esta es la última novela, más allá de mi trayectoria como novelista, estoy muy contento con el resultado porque me acerqué a lo que yo me proponía y es en ese caso lo más alto a lo que he llegado.

Los 10 libros que tienes que leer después del sismo

sábado, octubre 7th, 2017

Algunos deben de estar sacando esos libros pendientes, esos volúmenes kilométricos que dijeron “cuando tenga tiempo lo voy a terminar de leer”. Otros quieren absorber un libro por día, para que cuando llegue el próximo terremoto no lo agarren “desleídos”. Lo cierto es que ahora son épocas de volver a sentirnos bien, de completarnos en ese estímulo vital que sólo concluye con la última respiración.

Ciudad de México, 7 de octubre (SinEmbargo).- Ya pasaron 15 días de ese 19 de septiembre, cuando la tierra se abrió en México, dejándonos a todos heridos y mirando para el cielo.

Claro, a muchos de nosotros nos fue relativamente bien: una fisura en la pared del comedor, el susto de ese movimiento por medio del cual ves a tus compañeros como si estuvieras borracha, pensar en todos aquellos seres queridos que no están contigo.

En otras zonas las cosas fueron de mal para peor. Los que perdieron su departamento están hoy contentos porque salvaron su vida. Los que perdieron su existencia, un velo de silencio para recordarlos.

La labor de reconstrucción empieza dentro de poco. Unos cuantos millones para retirar los rezagos y luego comenzar a edificar con mayor precisión, con mejor seguridad.

La reconstrucción de uno mismo llevará también el mismo tiempo. No estará en las estadísticas, pero poco a poco iremos entendiendo que la vida es plena y que nosotros estamos en ella.

La lectura es una buena acompañante. ¿Qué libro leerías después de esos días siniestros?

Aquí elegimos 10, pensando que algunos son de autoayuda, pero serios y que pueden ayudarte a ponerte en el centro. Otros tienen historias edificantes, la de un perro, la una memoria con la madre, la de la visión del futuro, la de una canción como elemento sustancial. Hoy más que nunca necesitamos esas letras que nos ayuden a mirar lo que viene.

Libros para leer acompañado o solo. Foto: Especial

Apegos feroces, de Vivian Gornick (Sexto Piso)

Gornick, una mujer madura, camina con su madre, ya anciana, por las calles de Manhattan y en el transcurso de esos paseos llenos de reproches, de recuerdos y complicidades, va desgranando el relato de la lucha de una hija por encontrar su propio lugar en el mundo. Desde muy temprano, Gornick se ve influenciada por dos modelos femeninos muy distintos: uno, el de su madre; el otro, el de Nettie. Ambas, figuras protagónicas en el mundo plagado de mujeres que es su entorno, representan modelos que la joven Gornick ansía y detesta encarnar y que determinarán su relación con los hombres, el trabajo y otras mujeres durante el resto de su vida.

La razón de estar contigo, de W.Bruce Cameron (rocaeditorial)

Chico es un buen perro. Tras la búsqueda de sus propósitos de vida a través de distintas reencarnaciones, está seguro de haber encontrado una nueva vida que le llena del todo.

Mientras observa con curiosidad a la pequeña Clarity —una bebé que siempre está haciendo peligrosas travesuras—, Chico está convencido de que es la niña ideal para pasar con ella esta nueva etapa.

Cuando Chico reencarna de nuevo, descubre que tiene un nuevo destino. Es feliz por que vuelve a ser adoptado por Clarity ahora una enérgica pero problemática adolescente. Pero cuando de pronto los separan, Chico se preguntará quién se encargará de cuidarla.

The Power, de Naomi Alderman (rocaeditorial)

Un chico en Nigeria filma a una mujer que está siendo atacada en un supermercado. La hija de un criminal del este de Londres ve cómo su madre es asesinada. Una senadora en Nueva Inglaterra se esfuerza por proteger a su hija. Cuatro personajes que sufren las tensiones construidas a través de siglos de desequilibrio y están dispuestos a llegar lejos para establecer un nuevo orden mundial. Cuatro chicas descubren su capacidad de electrocutar con un simple movimiento de sus manos y causar un dolor agonizante, incluso la muerte. Su nuevo poder cambiará el rumbo del mundo. ¿Y si el poder estuviera en manos de las mujeres?

Nos vemos en el cosmos, de Jack Cheng (Nube de Tinta)

Alex es un enamorado del cosmos y de las naves espaciales. Con solo once años, su sueño es emular a Carl Sagan y mandar su iPod al espacio, como su héroe mandó los discos de oro Sonidos de la Tierra a bordo de las naves Voyager en 1977.

De Colorado a Nuevo México y de Las Vegas a L.A., Alex hará grabaciones de la Tierra, su tierra. En su viaje, sin rumbo fijo, se encontrará con gente perdida, divertida y excepcional que de alguna manera lo preparará para enfrentarse a la verdad sobre la muerte de su padre. Alex aprenderá que, a pesar de tener una madre problemática y un hermano casi siempre ausente, su familia está ahí para él, más de lo que pensaba.

El objetivo de Alex era alcanzar el cosmos, pero su destino final será él mismo.

La reconstrucción de uno mismo llevará también el mismo tiempo. Foto: Especial

Esperanza sin optimismo, de Terry Eagleton (Taurus)

En un virtuoso ejercicio de seriedad, humor y síntesis, Terry Eagleton distingue la esperanza del ingenuo y ensimismado optimismo, de la jovialidad, del deseo, del idealismo o de la adhesión a la doctrina del progreso. La industria del pensamiento ha substituido la idea de esperanza por un término menos intrigante y más sencillo de manejar: el optimismo. Un optimismo que no solo aparece en la autoayuda y en la alta filosofía sino que es, para Eagleton, el nervio de la religión dominante en Europa: el cristianismo.

Eagleton propone, en cambio un enfoque de la esperanza que requiere reflexión y compromiso, que surge de la lúcida racionalidad, que debe ser cultivado mediante la práctica y la autodisciplina y que reconoce el fracaso y la derrota pero se niega a capitular ante estos. La esperanza auténtica es indudablemente trágica, “una especie de revolución permanente cuyos enemigos son tanto la complacencia política como la desesperación metafísica”.

El arte de respirar, de Danny Penman (Paidós)

El prestigioso doctor Danny Penman, coautor del éxito internacional Mindfulness, nos ofrece la guía definitiva que nos ayudará a conseguir vivir el mindfulness día a día, liberarnos de las cargas innecesarias y encontrar la paz en un mundo frenético. Solo hay que encontrar un momento para respirar.

Deshágase de la ansiedad, el estrés y la tristeza, amplíe los límites de su mente y dé rienda suelta a su creatividad con unos sencillos ejercicios. Lo único que necesitará es una silla, su cuerpo, algo de aire y su mente. Eso es todo. Con cada pequeño momento mindfulness descubrirá una versión más feliz y sosegada de sí mismo.

¿Los efectos secundarios? Sonreirá más. Se preocupará menos. Vivir será un placer.

Mi concepción del mundo, de Erwin Schrödinger (Tusquets)

Este libro recoge las concepciones filosóficas de uno de los mayores científicos del siglo XX, el creador de la mecánica ondulatoria y uno de los grandes polemistas contra los postulados de la física cuántica. En sus páginas, Schrödinger comenta qué queda de la metafísica tradicional tras la revolución científica occidental y explica de forma accesible sus convicciones acerca de perennes temas filosóficos como la dualidad cuerpo/mente, el problema de la conciencia, la comprensibilidad del mundo por parte del sujeto, la multiplicidad o no de los objetos de la realidad externa y los enigmas que se derivan de la ley moral. Completa este volumen «Mi vida», texto autobiográfico que Schrödinger terminó dos meses antes de morir y que, más que un perfil de su historia, recoge los hechos más determinantes de una existencia dedicada a la ciencia y la comprensión del mundo.

4321, de Paul Auster (Seix Barral)

El único hecho inmutable en la vida de Ferguson es que nació el 3 de marzo de 1947 en Newark, Nueva Jersey. A partir de ese momento, varios caminos se abren ante él y le llevarán a vivir cuatro vidas completamente distintas, a crecer y a explorar de formas diferentes el amor, la amistad, la familia, el arte, la política e incluso la muerte, con algunos de los acontecimientos que han marcado la segunda mitad del siglo xx americano como telón de fondo.

“Siento que he estado preparándome toda la vida para escribir este libro”, reconocía el autor de La trilogía de Nueva York en una entrevista con el director de cine Wim Wenders. Acogida por los medios como “la mejor novela de Auster” (Harper’s Magazine), estamos ante un ejercicio soberbio de precisión narrativa e imaginación, llamado a coronar la carrera literaria de uno de los grandes escritores de nuestra época.

Los libros que nos acompañan en todo momento. Foto: Especial

2023, de The Justified Ancients of Mu Mu (Malpaso Editorial)

2023 no admite clasificaciones, si acaso es un drama costumbrista rayando en lo utópico, ambientado en un futuro no muy lejano, pero concebido y dictado en un pasado cercano.

2023 es un artefacto que se plantea inicialmente como una novela al uso, pero que acaba convirtiéndose en un divertimento que transciende lo narrativo y se torna en una celebración de las andanzas de los dos sociópatas más añorados del indie pop británico. Nos referimos a Bill Drummond y Jimmy Cauty, más conocidos como The KLF o The Justified Ancients of Mu Mu, un duo inefable que decidió desaparecer de la faz de la tierra hará exactamente 23 años el 23 de agosto de 2017.

2023 retrata un mundo que resulta familiar por su pavorosa proximidad y por cuanto tiene, a su vez, de tributo al Orwell más distópico.

Está canción me recuerda a mí, de Joe Pernice (Blackie Books)

Cuando has perdido casi todo, es cuando más encuentras. Incluso lo que no buscabas. Cuando ya ni te reconoces, una canción te recuerda a ti.

Esta novela es una canción de pop perfecta: triste, sentimental, divertida y tremendamente pegadiza. La gran apuesta de ficción de Blackie Books para esta temporada.

Pernice, figura clave del pop independiente estadounidense, ha liderado grupos venerados como Pernice Brothers y colaborado con músicos tan prestigiosos como Norman Blake, de The Teenage Fanclub, a lo largo de sus 25 años de carrera.

Almudena Grandes presenta la novela “Los pacientes del doctor García”

sábado, septiembre 30th, 2017

“España tiene una relación indigna con su pasado”, ha asegurado la escritora Almudena Grandes, que ha considerado que la batalla “por la memoria” se terminará ganando y ha destacado la “enorme deuda” que tiene el país con sus “resistentes” que mantuvieron la lucha contra el franquismo 37 años.

Ciudad de México, 30 de septiembre (SinEmbargo).-  Almudena Grandes (Madrid, 1960), ha presentado Los pacientes del doctor García, editada por Tusquets, la cuarta entrega del proyecto narrativo de seis Episodios de una guerra interminable que la autora inició en 2010 y que aborda la lucha contra el franquismo que se llevó a cabo desde la diplomacia.

Una novela de espías cuando la vía diplomática era el último recurso de los republicanos en el exilio para intentar que los aliados se acordaran de que seguían existiendo, pero al final, dice, “son los verdaderos malos” porque “les gustó más” Franco que los republicanos españoles, que se quedaron “solos en mitad de la nada”.

Un fascinante thriller y novela de espías. La historia más internacional y trepidante de Almudena Grandes. Foto: Especial

LA HISTORIA DE CLARA STAUFFER

Cuando Almudena Grandes descubrió en un libro que en el número 14 de la madrileña calle Galileo había operado durante la posguerra una red de evasión de criminales de guerra nazis dirigida por una mujer alemana y española, nazi y falangista, llamada Clara Stauffer, la historia la “secuestró”, ha explicado.

Una red clandestina, nunca reconocida por Franco pero con la que los nazis evadidos, más de 800, se sintieron en España “como en casa” porque estuvieron protegidos por el aparato del Estado a través de Stauffer, la única mujer que integraba la última lista de las 104 personas reclamadas por Naciones Unidas relacionadas con el nazismo y España nunca la entregó, recuerda la autora.

En esta ocasión, reivindica con su relato una clase que ha sido “exterminada” en la literatura de la posguerra, la burguesía de izquierdas.

Y es que Almudena Grandes sigue las enseñanzas de “Don Benito”, como llama a Benito Pérez Galdós que en sus Episodios Nacionales cuenta las historias “desde abajo, con gente corriente”.

Personajes históricos y ficticios se mezclan en esta novela basada en hechos reales, un tipo de libro en el que “es necesario un compromiso entre libertad y lealtad”, asegura Grandes, que reconoce que ella ha dado “un paso más” al introducir figuras como la del expresidente republicano Juan Negrín y hacerles hablar, pero explica que ha tratado de hacerlo verosímil.

NORMAN BETHUNE, SIN UNA CALLE QUE LLEVE SU NOMBRE

Aparte de la red de evasión de nazis, ha recuperado otro episodio como es la llegada a Madrid del médico canadiense Norman Bethune con su método para la transfusión de sangre refrigerada que “resucitó” a muchos soldados en la Guerra Civil, una persona que “ni siquiera” hay una calle que lleve su nombre en Madrid, ha criticado Almudena Grandes.

También aventura la presencia de soldados españoles provenientes de la División Azul en unidades flamencas y valonas que participaron en masacres en campos de concentración.

Los escenarios de la novela son múltiples pero son dos ciudades las principales, Madrid y Buenos Aires, destino de muchos de los nazis que salvó la red de Clara Stauffer.

Allí transcurren también otras vidas que Grandes cree son muy tristes como las de aquellos republicanos que emigraron a Argentina y cuando iban a jubilarse, llegó la dictadura y tuvieron que volver a España “de nuevo con las manos vacías”.

Por otra parte, la autora ha expresado hoy su sorpresa por las reacciones que ha despertado un artículo que publicó en El País el pasado día 9 en el que aseguraba que la presidenta del Parlamento catalán, Carme Forcadell, era la primera personalidad desde el 23-F que se atrevía a suspender la legalidad vigente para asumir poderes extraordinarios.

“Al atropellar los derechos de la oposición, incumplir el reglamento e instalarse en la ilegalidad, ella le ha dado a Rajoy, uno de los principales culpables de la fractura de la sociedad catalana, la oportunidad de quedar como un hombre de Estado, generoso y mesurado”, decía el artículo.

“Me parecía una obviedad. No lo escribí con ánimo ofensivo”, ha señalado Grandes, que ha destacado que los políticos españoles dejan bastante que desear y lo que ocurre en Cataluña tiene que ver con su “calidad”, aunque cree que Mariano Rajoy es más culpable que Carles Puigdemont, porque el “más grande tiene más culpa que el más pequeño”.

Imanol Caneyada escribe una novela negra, psicológica y ¡que no es negra!

sábado, agosto 12th, 2017

El escritor vasco publica La fiesta de los niños desnudos, una novela que explora la relación del padre con el hijo, la falta de vocación en una vida absolutamente mediocre y cómo las cosas que hace el protagonista siempre lo vuelven a la mediocridad. Dice Imanol que no es una novela negra o al menos no es una novela negra como las acostumbradas.

Ciudad de México, 12 de agosto (SinEmbargo).- Gregorio odia a su padre, ese viejo músico pedante y engreído. Lo odia y desea su muerte. Pero también odia su propia mediocridad, así que cuando el anciano finalmente fallece –casualidad o milagro- el hijo abandona su vida de apariencias y se autoexilia en el inframundo de los mendigos y los vagabundos, los invisibles, los menos que nada.

Con esta novela psicológica y con un instinto que mueve la familia hacia una nada absurda, Imanol Caneyada publica La fiesta de los niños desnudos, en donde se hace eco de una mediocridad que no cesa, ni siquiera en sus aventuras más terribles.

En el mundo paralelo, también se ejerce la ley del meritorio y los que quieren vivir cómodos no tienen gran aceptación. Éxito y fracaso son testimonios diferentes en un sistema donde la supervivencia juega un papel central. Sin embargo, a Goyo nada le conmoverá. Su mediocridad puede más que todos.

La novela negra es lo que caracteriza a Imanol Caneyada y esta es en esencia una novela negra. No quiera que hagamos debate con el género, porque entonces tendrá que decir ama el policial como pocos y que no cree que escribir más allá del género da otra categoría. A eso vamos, con la entrevista.

Editó Tusquets la nueva novela de Imanol Caneyada. Foto: Especial

–La fiesta de los niños desnudos da dos vidas al protagonista

­–La novela plantea eso al personaje narrador. Una prisión de convenciones sociales, en la que como individuo te exigen ser de una manera y al final vas construyendo una personalidad como para mirarte en el espejo y no salir corriendo. Pero muchas veces no es satisfactorio esto, puede ser aterrador, angustiante y generar una serie de fobias reprimidas. Está esta otra alternativa, en donde la marginalidad de esta normalidad de la que hablas aplica. Pero al final siempre hay una especie de regla que en el caso de la marginalidad también se cumple. Digamos que son anti-reglas, que permiten construir una especie de anti-sociedad.

–Este individuo se siente totalmente preso de su padre, de su esposa, de su hija, pero también cuando va a la marginalidad se siente presa de Brisa, de Dionisio

­–Es que es un hombre que está huyendo pero que no encuentra nunca la puerta de salida y eso mismo desata ciertos rasgos sociópatas. Fíjate que preguntó mucho si era sociópata o psicópata y me quedé con sociópata. Al final construye una gran prisión imaginaria para poder justificar su existencia.

­–La muerte del padre es circunstancial, no va a morir nunca

–Dice Freud que para poder madurar tienes que matar al padre, simbólicamente. En el caso de este personaje, está presente el fantasma, el padre nunca muere. Creo que la tensión del personaje es esa. Este deseo de encontrarse y su incapacidad para escapar de estas estructuras patriarcales, que le permiten ser, de la otra manera se paraliza, de ejercer el libre albedrío.

–¿El tendría antes del piano alguna vocación?

­–No le permiten tener otro interés. Es muy tierno, a los 8 años, empieza la preparación para el futuro, hacia el gran concertista que el padre quería que fuera. Como padres, en nombres de la prolongación, de la inmortalidad, destrozamos vidas. Perpetuamos estos esquemas. Sí lo hubiese salvado tener otra vocación. Fernando Savater decía en Ética para Amador que el gran problema del ser humano es que tiene que ser útil para algo, las bestias no tienen ese problema. Los animales no necesitan ser útiles para alguien.

–¿Por qué no tiene ninguna relación con su hija?

–Yo sí creo que puede haber individuos que no sientan nada con sus hijos. Este es un individuo que tiene rasgos sociópatas que le dificultan mucho la empatía. No tiene la capacidad para ponerse en los zapatos del otro. Cuando su padre está en el hospital, actúa por convención social, el hijo que tiene que ir a velarlo, porque su padre está en coma. Este determinismo que nos va orillando a responder a cuestiones sociales, nos impide pensar en que hay gente que no siente nada por sus hijos. Tiene hijos porque había que tenerlos.

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–¿Cómo es la vida con tus padres?

–Ahora tengo una buena relación con mi madre, tuve padres muy permisivos. Hay un aspecto, analizando la novela, que tiene que ver cómo la autoridad puede neutralizar la decisión de un individuo. En mi caso, no tanto fue la autoridad paterna, sino la autoridad de los curas en el colegio, me tocaron los últimos años del Franquismo y tuve experiencias muy brutales con esta autoridad patriarcal, que anula la voluntad. Sí experimenté ese tipo de autoridad que plantea la novela.

–¿Cómo tomaron ellos que te vinieras a vivir a México?

­–Siempre me apoyaron. Salí a los 19 años, lo que veía en San Sebastián no tenía nada para mí. Tengo dos hermanas mayores que me apoyaron mucho. Estoy muy agradecida con mi familia, porque jamás hubo un reproche. De pronto vienen a visitarme y lo disfrutan; yo voy a verlos y lo disfruto mucho.

–¿Cómo era el país México cuando llegaste? Si yo pudiera irme a San Sebastián ahora, me iría

­–Llegué en 1989 y el México del 2017, sé lo que lo que voy a decir puede sonar muy loco, pero yo prefiero este México. Con todo lo que estamos viviendo, que es brutal. Lo prefiero porque es un México donde ha habido muchas conquistas. La sociedad era menos combativa, terriblemente mocha, la censura estaba muy presente en los medios de comunicación, el rol de la mujer era diminuto, la reivindicación de la gente de LGTB era menor, no existía simplemente. Si todo eso lo comparamos con 2017, vivimos en un país mucho más libre, los derechos de las minorías son cada vez más respetados, pero también tiene un costo alto como sociedad, de hacer visibles a los invisibles.

–Bueno, la Guerra del Narco hace un poco de cortina de humo. No nos permite ver el país como está, ni positiva ni negativamente

–Sí, de acuerdo. El narco es un gran negocio, que tiene un costo altísimo de sangre y que lo estamos pagando de manera estúpida e irracional.

–¿Hay mayor indagación psicológica en esta novela?

­–Es una novela más personal. Hay ciertos temas que están en otros trabajos míos, pero esta novela es más introspectiva. Me costó escribirla. La primera versión no, pero sí varias reescrituras.

–No es una novela negra ortodoxa, ¿esto es ir un poco más allá?

–Ay, no lo sé. Te voy a decir porque no diré nada, es que si digo algo pongo en desprecio a la novela negra, que yo respeto mucho y que no la considero menor en nada. Es un estigma que sufrimos en el mundo hispanohablante, en el mundo anglosajón no existe eso.

Frida Kahlo fue la mujer que vivió como Jesucristo: David Martín del Campo

sábado, junio 3rd, 2017

Muy lejos de la “fridomanía”, David Martín del Campo ensaya en La niña Frida (Tusquets) el perfil de una pintora notable y la revelación de una mujer que se redime por el arte.

Ciudad de México, 3 de junio (SinEmbargo).- David Martín del Campo es autor de más de 20 novelas mexicanas, la última de las cuales hace centro en Frida Kahlo y todas las emociones que despierta su figura a lo largo de la historia.

Dice que antes era la mujer de Diego Rivera, hoy es el hombre de los murales el que acompañaba a esta mujer que obliga al autor a hacer una labor de teoría plástica, además de un thriller donde se suicida un niño y una jovencita que entra en éxtasis para convertirse en la gran pintora mexicana.

La niña Frida (Planeta) es una novela llena de secretos, el mayor de los cuales es una pintura que funciona como el santo grial de la pintura local y la concreción de Frida en un “mártir cristiano” por todo lo que sufrió, tan lejos de esta “fridomanía” con que hoy se la quiere recordar.

“Lo fundamental con La niña Frida es que yo retomo el género negro. Es una novela policíaca, es un género muy atractivo porque permite tratar a los personajes por medio de los detectives, cuyo trabajo es indagar. Y eso resulta para los seres humanos una labor esencial, porque siempre estamos dispuestos a saber, a revelar, a descubrir”, dice David Martín del Campo a Puntos y Comas.

Frida Kahlo nació en 1907 y murió en 1954, un año en el que comenzó a ser leyenda e ir superando la imagen que tenía de sí la gente, el gran público. Para el novelista, la pintora es el fiel reflejo de la vida de Jesucristo. “Es una vida de gran sufrimiento y durante toda su existencia tuvo que luchar con su vía crucis, redimiéndose por el arte”, dice Del Campo.

“Es una mujer de rebeldía permanente, milita en el Partido Comunista y es una artista notable que con el tiempo –es curioso- cambiaron las sombras. Antiguamente se decía que Frida era la mujer del famoso pintor llamado Diego Rivera, con el tiempo se habla de ella como la pintora, que tenía un marido que hacía murales”, añade.

Un ladrón de arte,  una niña obsesionada  con la intensa vida de Frida Kahlo,  un político en busca de venganza, una escuela de Legionarios bajo sospecha y un cuadro de Miguel Covarrubias que nadie ha visto y es leyenda en el mundo del arte, “el santo grial de la plástica mexicana” son los hilos narrativos que Martín del Campo los entremezcla.

“Me dio mucho gusto hacer esta novela porque me gusta mucho la pintura y pude hacer con ella una teoría de la plástica. Me permite soltar algunas ideas y hablar del mito de Frida Kahlo desde su juventud, famoso por el accidente y hablar también de esta mitología que existe alrededor de ella. ¿Cuántas niñas Frida no existen en México a causa de ella?”, se pregunta el escritor.

La niña Frida, una de las veinte novelas del autor. Foto: Especial

“La niña Frida es un poco eso y también referirme al cuadro de Miguel Covarrubias que pinta con Frida y que desaparece en la mitad de la novela. Hay tres niñas Frida, una de las cuales es Frida Negrín que ha leído el libro que escribió su madre, una biografía famosa, casi tan importante como la que había escrito Raquel Tibol, y la niña por momentos se siente la pintora, en algunos arranques tiene momentos de alucinación y se vuelve Kahlo”, dice David.

“Y eso me pasa porque yo vivía en Coyoacán, una noche de madrugada vi a una niña, que me pareció que me pedía que hablara de ella. Tenía además la historia del niño suicida que venía cargando desde hace varios años y ahí nació la novela”, admite.

La niña Frida es un novela policiaca que nos lleva a diferentes mundos que se van solapando unos con otros. Hay una especie de ensayo donde el personaje se mete a la plástica con los pintores de la época y también hay un aspecto místico y religioso y de la fe”, expresa.

“Me preocupé porque fuera una novela muy divertida. Muchas situaciones difíciles se salvan con el humor. El protagonista es un antihéroe, no es alguien bueno, es un hombre taciturno, muy dolido por la vida, muy golpeado, con un pretérito de corrupción y de alcoholismo, que sin embargo busca remediar y descubrir las cosas para la gente que no puede remediar ni descubrir para sí”, concluye David Martín del Campo.

LECTURAS | “De qué hablo cuando hablo de escribir”, de Haruki Murakami

sábado, abril 29th, 2017

Un delicioso paseo por la literatura y el universo de uno de los autores más leídos de nuestro tiempo. Haruki Murakami en un ensayo imperdible.

Ciudad de México, 29 de abril (SinEmbargo).- Haruki Murakami encarna el prototipo de escritor solitario y reservado; se considera extremadamente tímido y siempre ha subrayado que le incomoda hablar de sí mismo, de su vida privada y de su visión del mundo. Sin embargo, el autor ha roto ese silencio para compartir con sus lectores su experiencia como escritor y como lector.

A partir de autores como Kafka, Chandler, Dostoievski o Hemingway, Murakami reflexiona sobre la literatura, sobre la imaginación, sobre los premios literarios y sobre la en ocasiones controvertida figura del escritor. Además, aporta ideas y sugerencias para todos los que se han enfrentado en alguna ocasión al reto de escribir: ¿sobre qué escribir?, ¿cómo preparar una trama?, ¿qué hábitos y rituales sigue él mismo?

En este texto cercano, lleno de frescura, delicioso y personalísimo, los lectores descubrirán, por encima de todo, cómo es Haruki Murakami: el hombre, la persona, y tendrán un acceso privilegiado al “taller” de uno de los escritores más leídos de nuestro tiempo.

Fragmento del libro De qué hablo cuando hablo de escribir  (Tusquets), © 2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

El nuevo libro de Haruki Murakami. Foto: Especial

Si dijera que me dispongo a hablar sobre novelas podría dar la impresión, ya desde el principio, de que abordo un tema demasiado amplio, por lo que será mejor que empiece por los escritores. Se trata de algo mucho más concreto, fácil de entender a la primera, y creo, por tanto, que el tema de fondo fluirá con relativa naturalidad.

Desde una perspectiva puramente personal y con total franqueza, me parece que la mayoría de los escritores —no todos, obviamente— no destacan por ser personas con un punto de vista imparcial sobre las cosas y por tener un carácter apacible. Quizá no convenga decirlo en voz muy alta, pero pocos poseen algo realmente digno de admiración, y, de hecho, muchos tienen hábitos o comportamientos ciertamente extraños. La mayoría de los escritores (calculo que alrededor del noventa y dos por ciento), y me incluyo a mí mismo, pensamos: “Lo que yo hago o escribo es lo correcto. Salvo unas pocas excepciones, los demás se equivocan, ya sea en mayor o menor medida”. Vivimos condicionados por ese pensamiento por mucho que no nos atrevamos a decirlo en voz alta. Aunque nos expresemos con cierta modestia, dudo que a mucha gente le gustara tener como amigo o como vecino a alguien así.

De vez en cuando llegan a mis oídos historias de amistad entre escritores. Entonces no puedo evitar pensar que solo se trata de cuentos chinos. Tal vez ocurra durante un tiempo, pero no creo que una amistad verdadera entre personas así pueda durar mucho tiempo. En esencia, los escritores somos seres egoístas, generalmente orgullosos y competitivos. Una fuerte rivalidad nos espolea día y noche. Si se reúne un grupo de escritores, seguro que se dan más casos de antipatía que de lo contrario. He vivido varias experiencias en ese sentido.

Hay un ejemplo muy conocido. En el año 1922 coincidieron en París en una cena Marcel Proust y James Joyce. A pesar de estar sentados muy cerca el uno del otro, no se dirigieron la palabra durante toda la velada. A su alrededor los demás los observaban conteniendo la respiración, sin dejar de preguntarse de qué podrían hablar aquellos dos gigantes de las letras del siglo XX. La velada tocó a su fin sin que ninguno de los dos se dignase dirigir la palabra al otro. Imagino que fue el orgullo lo que frustró una simple charla y eso es algo muy frecuente.

Si, por el contrario, hablo de la exclusividad en el campo profesional —dicho más claro, sobre la conciencia del territorio que ocupa cada uno—, creo que no hay nadie tan generoso y con un corazón más grande que los escritores de ficción. Siempre me ha parecido que es una de las pocas virtudes que tenemos en común.

Trataré de concretar para que se entienda bien lo que quiero decir.

Pongamos por caso que un escritor al que se le da bien cantar se aventura en el mundo de la música. Quizá no tenga talento para la canción pero sí para la pintura, y a partir de cierto momento empiece a exponer su obra. Sin duda, se enfrentará a todo tipo de críticas, reticencias y burlas. El comentario más frecuente será: “Es un diletante. Debería dedicarse a lo suyo”. También: “Un pobre amateur sin talento ni técnica”. Los pintores o cantantes profesionales se limitarán a tratarle con frialdad. Incluso le pondrán alguna que otra zancadilla en cuanto surja la ocasión. Dudo mucho que tenga una buena acogida, y, en todo caso, sería por un tiempo y en un espacio limitados.

Durante los treinta años que llevo escribiendo novelas también me he dedicado con mucho ahínco a traducir novelas angloamericanas. Al principio (tal vez siga siendo así) me exponía a críticas muy severas. “La traducción no es algo sencillo”, decían, “no es para un amateur.” También: “Es una auténtica contrariedad que un escritor se dedique a traducir”.

Cuando publiqué Underground, me llovió todo tipo de críticas despiadadas por parte de los escritores que se dedican a la no ficción: “Desconoce los fundamentos básicos de la no ficción”, decían algunos. “Ha escrito un dramón propio de un sentimental de tres al cuarto.” También: “Un simple pasatiempo”.

Mi idea era escribir una obra de no ficción sin seguir el dictado de determinados fundamentos o reglas, sino como yo entendía que debía ser. El resultado fue que pisé la cola de los tigres que vigilaban el territorio sagrado de la no ficción. Al principio estaba muy desconcertado. No sospechaba la existencia de ese ambiente y tampoco había caído en la cuenta de que hubiera determinadas reglas para la no ficción y que tuvieran que respetarse con tanto celo.

Cuando uno se aventura fuera de su territorio, de su especialidad, quienes se dedican profesionalmente a ello no ponen buena cara. De hecho, intentan cerrar todas las puertas y accesos como los leucocitos de la sangre cuando se afanan por eliminar cuerpos extraños. Si, a pesar de todo, uno insiste, poco a poco empezarán a perder terreno hasta permitirle tácitamente ocupar determinado lugar. A pesar de todo, las críticas de bienvenida serán implacables. Cuanto más estrecho y específico sea el campo en el que uno se aventura, el orgullo y el sentimiento de exclusividad serán mayores, lo mismo que las reticencias a las que deberá enfrentarse el recién llegado.

En el caso contrario, cuando es un cantante, un pintor o incluso un traductor o un autor de no ficción quien se la juega en el territorio de la novela, ¿acaso el gremio de escritores torcerá el gesto ante la intromisión? En mi opinión, no. No son pocos los casos en los que las novelas escritas por ese tipo de personas han recibido una buena acogida. Nunca he oído que un escritor se enfadara por el hecho de que un amateur haya escrito una novela, y encima sin su venia. Que yo sepa, no suele suceder que un escritor critique a alguien que haga eso, que se burle de él o se dedique a ponerle la zancadilla. Más bien al contrario. Me parece que a los escritores profesionales esos recién llegados nos despiertan una curiosidad sincera, ganas de charlar con ellos sobre literatura, incluso de darles ánimos movidos por esa especie de extrañeza que nos provoca alguien llegado de fuera de nuestra especialidad.

Habrá quien hable mal de la obra en cuestión a espaldas de su autor, pero eso es algo habitual entre los escritores y no tiene que ver con el intrusismo suscitado por un extraño. Los escritores tenemos muchos defectos, pero al parecer somos generosos y tolerantes con quienes vienen de fuera.

Me pregunto por qué y creo que la respuesta es clara. Una novela pasatiempo, aunque este calificativo resulte un tanto hosco, puede escribirla casi cualquiera que se lo proponga. Para ser pianista o bailarín, por el contrario, se necesita pasar por un duro proceso de formación desde muy niño. Para ser pintor, otro tanto: una técnica de base, conocimientos, comprar materiales para pintar. Si uno quiere convertirse en alpinista, necesitará coraje, técnica y moldear con el tiempo un físico determinado.

Si se trata de escribir una novela, en cambio, se puede lograr sin entrenamiento específico. Basta con saber redactar correctamente (y en el caso de los japoneses opino que la mayoría son perfectamente capaces), un bolígrafo, un cuaderno y cierta imaginación para inventar una historia. Con eso se puede crear, bien o mal, una novela. No hace falta estudiar en ninguna universidad concreta, ni se precisan unos conocimientos específicos para ello.

Una persona con un poco de talento escribirá una buena obra al primer intento. Me da cierto reparo hablar de mi caso concreto, pero yo nunca hice ningún tipo de trabajo previo para escribir novelas. Estudié en la Facultad de Filosofía y Letras, en el Departamento de Artes Escénicas, pero por las circunstancias de la época apenas hinqué los codos y básicamente me dediqué a vagabundear por allí con mi pelo largo, la barba sin afeitar y un aspecto general más bien desaliñado. No tenía especial interés en ser escritor, no escribía nada a modo de entrenamiento y, sin embargo, un buen día me dio por escribir mi primera novela (o algo parecido), a la que titulé Escucha la canción del viento. Con ella gané un premio para autores noveles concedido por una revista literaria. Después, sin saber muy bien cómo, me convertí en escritor profesional. Muchas veces me pregunté si de verdad aquello era tan sencillo, porque lo cierto es que todo me resultaba demasiado fácil.

Si lo cuento así, tal vez haya quien se moleste por considerar que me tomo la literatura demasiado a la ligera, pero solo hablo de hechos, no de literatura. La novela, como género, es una forma de expresión muy amplia. En función de cada cual y de su modo de pensar, esa amplitud intrínseca se puede convertir en una de las razones fundamentales de donde nace su potencia, su vigor y, al mismo tiempo, su simplicidad. Desde mi punto de vista, el hecho de que cualquiera pueda escribir una novela no constituye una infamia para el género, sino más bien una alabanza.

El género de la novela es, digámoslo en estos términos, una lucha libre abierta a cualquiera que quiera participar. Entre las cuerdas que definen el cuadrilátero hay suficiente espacio para todo el mundo y, además, es muy fácil acceder a él. Es un ring considerablemente amplio. El árbitro no es demasiado estricto y nadie se dedica a vigilar quién puede participar. Los luchadores en activo —en el caso que nos ocupa, los escritores— están resignados desde el principio y no se preocupan en exceso por quién puede entrar o no. Convengamos que es un lugar de fácil acceso, y que siempre está bien ventilado. En una palabra: un lugar bastante indeterminado. Sin embargo, a pesar de que resulta fácil subir al ring, no lo es tanto permanecer en él durante mucho tiempo. Eso es algo que los escritores saben bien. Escribir una o dos novelas buenas no es tan difícil, pero escribir novelas durante mucho tiempo, vivir de ello, sobrevivir como escritor, es extremadamente difícil. Me atrevo a decir que casi resulta imposible para una persona normal. No sé cómo explicarlo de forma precisa, pero para lograrlo hace falta algo especial. Obviamente se requiere talento, brío y la fortuna de tu lado, como en muchas otras facetas de la vida, pero por encima de todo se necesita determinada predisposición. Esa predisposición se tiene o no se tiene. Hay quienes nacen con ella y otros la adquieren a base de esfuerzo.

Respecto a la predisposición, todavía no se sabe gran cosa de por qué existe, y tampoco se habla mucho de ello al no tratarse de algo que se pueda visualizar o verbalizar. Sea como fuere, la experiencia nos enseña a los escritores lo duro que es seguir siendo escritor.

Me parece que esa es la razón de que seamos generosos y tolerantes con los recién llegados, con quienes se atreven a saltar la cuerda del ring para lanzarse al terreno de la escritura. La actitud de la mayoría suele ser: “¡Vamos, ven si eso es lo que quieres!”. Pero hay otros que, por el contrario, no prestan demasiada atención a los recién llegados. Si estos terminan por besar la lona al poco de llegar o se marchan por su propio pie (en la mayoría de los casos suele ser una de estas dos razones), lo sentimos de verdad por ellos y les deseamos lo mejor, pero cuando alguien se esfuerza por mantenerse en el cuadrilátero, suscita un respeto inmediato, tan imparcial como justo (o al menos eso es lo que me gustaría que sucediera).

Tal vez tenga que ver con el hecho de que en el mundo literario no se da lo de «borrón y cuenta nueva», es decir, que aunque aparezca un nuevo escritor, nunca (o casi nunca) sucede que uno ya establecido pierda el trabajo por su culpa y tenga que volver a empezar de cero. Al menos no ocurre de una manera clara. Algo completamente distinto a lo que sucede en el mundo del deporte profesional. En el mundo literario casi nunca se da el caso de que la irrupción de un novato suponga el fin de un nombre consagrado, o de que alguien en camino de consagrarse acabe malogrado. Tampoco ocurre que una novela que vende cien mil ejemplares le reste potencial de ventas a otra semejante. De hecho, un autor novel que vende muchos ejemplares suele revitalizar el mundo literario, dinamizar su actividad y la industria editorial en su conjunto termina por beneficiarse.

Si tomamos en consideración un periodo de tiempo extenso, parece darse una especie de selección natural. Por muy amplio que sea el ring, puede que exista un número idóneo de luchadores. Al menos eso me parece al observar a mi alrededor.

En mi caso particular, me dedico profesionalmente a escribir novelas desde hace ya más de treinta y cinco años. O sea, llevo más de tres décadas en el ring del mundo literario y, sirviéndome de una vieja expresión japonesa, puedo decir que vivo gracias al pincel de caligrafía. Desde una perspectiva estrecha, puedo considerarlo un logro.

En todo este tiempo he visto a muchas personas estrenarse como escritores. Gran parte de ellas recibieron en su momento elogios y críticas positivas, una acogida considerable: loas de los críticos, premios literarios, la atención del público y buenas ventas. Tenían por delante un futuro prometedor. Es decir, cuando saltaron al ring lo hicieron con el foco de la atención pública centrado en ellos, acompañado de música de fanfarria.

Si, por el contrario, me pregunto cuántos de los que se estrenaron hace veinte o treinta años siguen dedicándose a esto, compruebo que no son demasiados. Más bien muy pocos. La mayoría de los escritores noveles desaparecieron en algún momento sin que se sepa exactamente cuándo ni cómo ocurrió. Tal vez —diría que casi todos— se cansaron de escribir novelas, les superó el esfuerzo que supone hacerlo y terminaron por dedicarse a otra cosa. En la actualidad, una gran cantidad de sus obras —por mucho que llamaran la atención en determinado momento— son muy difíciles de encontrar en una librería cualquiera. El número de escritores no tiene límite, pero sí el espacio en las librerías.

Haruki Murakami. Foto: efe

Haruki Murakami (Kioto, 1949) es uno de los pocos autores japoneses que han dado el salto de escritor de prestigio a autor con grandes ventas en todo el mundo. Ha recibido numerosos premios, entre ellos el Noma, el Tanizaki, el Yomiuri, el Franz Kafka o el Jerusalem Prize, y su nombre suena reiteradamente como candidato al Nobel de Literatura. En España, ha merecido el Premio Arcebispo Juan de San Clemente, la Orden de las Artes y las Letras, concedida por el Gobierno español, y el Premi Internacional Catalunya 2011. Tusquets Editores ha publicado dieciocho de sus obras: doce novelas —entre ellas la aclamada Tokio blues. Norwegian Wood y Los años de peregrinación del chico sin color—, y las personalísimas obras De qué hablo cuando hablo de correr, Underground, y De qué hablo cuando hablo de escribir, así como cuatro volúmenes de relatos: Sauce ciego, mujer dormida, Después del terremoto, Hombres sin mujeres y El elefante desaparece.

ENTREVISTA | El crimen del cardenal Posadas, inicio de la violencia en México: Diego Petersen Farah

sábado, abril 29th, 2017

La muerte del Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, a más de veinte años de ocurrida, continúa sin esclarecerse. Al respecto, muchas han sido las hipótesis, sin embargo ninguna ha dado con el verdadero asesino. Tomando como base este hecho, el periodista y escritor desarrolla su nueva novela Casquillos negros, publicada en el sello Tusquets.

Ciudad de México, 29 de abril (SinEmbargo).- Fue en el año 1993. Han pasado muchos años pero el crimen sigue sin esclarecerse y dividiendo la opinión de Guadalajara, donde tuvo lugar el crimen de Juan Jesús Posadas Ocampo, cardenal de la iglesia católica y uno de los tres asesinatos (junto con el de Luis Donaldo Colosio y el de José Francisco Ruiz Massieu) que iniciaron la violencia en México.

El crimen del cardenal en el aeropuerto de Guadalajara es la muestra de cómo el Estado hace alianza con el narcotráfico y son esos cabos sueltos y contradictorios, el periodista y escritor Diego Petersen Farah construye la novela negra Casquillos negros, editada por Tusquets.

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Beto Zaragoza, personaje principal de la novela, vive de relatar la muerte, pero sus días como reportero de nota roja dan un vuelco cuando recibe unas reveladoras fotografías, ocultas hasta entonces, sobre los implicados en el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas.

Con ellas pasa de investigar los anodinos crímenes pasionales de costumbre a involucrarse en una intriga de complicidades donde están envueltas las más altas autoridades militares y de gobierno, los cárteles del narcotráfico y hasta los grandes jerarcas de la Iglesia católica.

El crimen del cardenal en el aeropuerto de Guadalajara es la muestra de cómo el Estado hace alianza con el narcotráfico . Foto: Crisanto Rodríguez, SinEmbargo

Según la versión oficial, el religioso habría sido ejecutado por sicarios de los Arellano Félix que lo confundieron con el Chapo Guzmán en el aeropuerto de Guadalajara. Con la ayuda del Tripa Fernández, viejo amigo y ex policía político, de varios informantes y de un sinfín de pistas de sucesos aparentemente inconexos, Zaragoza irá descubriendo que esa versión no es la única y tampoco la verdadera.

En esta entrevista con Puntos y Comas, Diego Petersen Farah analiza cómo ha ido minando el crimen de Posadas en la sociedad de Guadalajara y cómo desde entonces narcotráfico y estado son a veces la misma cosa.

Habla de su sentir periodístico y de su futuro como escritor, teniendo en cuenta que esta es su segunda novela en dos años y que cree en eso llamado “evolución”.

“Cuando saqué mi primera novela tenía mucho miedo y ahora entiendo más a mis personajes, tiene más juego”, dice sin decirnos cuál será su tercer trabajo, basado como hace su periodista Beto Zaragoza en un hecho real.

Una novela negra sobre el crimen no esclarecido de Juan Jesús Posadas. Foto: Especial

¿Quién es Diego Petersen? Ha dedicado su vida al periodismo como reportero, columnista y directivo de medios. Fue fundador y subdirector del diario Siglo 21, además de fundador y director del diario Público de Guadalajara. Participó como directivo en la creación de los diarios Milenio de la Ciudad de México, de Colima y León. Actualmente es coordinador de edición del diario El Informador de Guadalajara. Su columna En Tres Patadas se publica en diversos periódicos y sitios web en todo el país y es autor de la novela Los que habitan el abismo (Planeta, 2014)

LECTURAS | “El monstruo pentápodo”, de Liliana Blum

sábado, marzo 11th, 2017

Un relato que no se toca el corazón para llevar al lector frente a la bestia con piel de ángel que se esconde a plena luz del día. La narradora Liliana Blum vuelve a la perturbación narrativa con herramientas doradas.

Ciudad de México, 11 de marzo (SinEmbargo).- Raymundo Betancourt es el ciudadano modelo: profesionista honesto y responsable, solidario y comprometido con el bienestar de su comunidad. Pero como la vida no sólo es trabajo, también se permite dos sencillos placeres cotidianos: los chicles de canela y las niñas que mantiene secuestradas en su sótano.

El monstruo pentápodo nos enfrenta sin ambages ni eufemismos con la mente oscura del asesino, del psicópata adorable y manipulador ante cuyos encantos sucumbió Aimeé –otra “pequeña”, pero a su modo- hasta el punto de volverse cómplice a cambio de un poco de amor.

Liliana Blum es tan hábil como despiadada. No se toca el corazón para empujar al lector al foso donde habita esa bestia con piel de ángel que se esconde a plena luz y que podría ser tu vecino, o el mío, o el de cualquiera.

Fragmento del libro El monstruo pentápodo, de Liliana Blum, Tusquets 2017, publicado con autorización de Editorial Planeta México.

Una novela perturbada de Liliana Blum. Foto: Especial

Capricho Durango se convirtió en otra ciudad desde que Raymundo vio a la niña por primera vez. Un hombre diferente caminaba ahora por sus calles. Así es la vida: nunca se sabe cuándo será el día. Iba de la construcción en la que trabajaba a encontrarse para comer en el centro con un arquitecto que buscaba empleo. En cierto momento, sin saber por qué, decidió desviarse y pasar cerca de un colegio: el Teresa de Ávila, de monjas, sólo para señoritas. ¿Fue la intuición o un regalo del destino? Él conocía todas las escuelas públicas y privadas de la ciudad, con sus diferentes horarios de salida. A veces elegía una al azar y se estacionaba cerca de los patios donde los alumnos salían a recreo. Se bajaba de la camioneta, abría el cofre, hacía como que revisaba el motor y se rascaba la cabeza. Luego caminaba con preocupación sobre la banqueta unos metros hacia un lado y desandaba el camino mientras fingía hacer una llamada. Así podía ver a los niños sin peligro. Decir niños sería generalizar, porque sólo se fijaba en las niñas. Le gustaba ver cómo corrían persiguiéndose unas a otras, con las piernitas delgadas al aire, las faldas levantándose con la velocidad. Las más de las veces estaban sentadas en grupos pequeños, conspirando seguramente contra sus compañeras, con sus hermosas caritas malignas y sus risas crueles. Porque las niñas son crueles: te enamoran, saben lo que sientes, pero no les importa y se van. Después de un rato prudente, lo que seguía era subirse de nuevo a la camioneta e intentar encender el motor que, por supuesto, funcionaría a la perfección. El momento de irse. No estaba de más ser cuidadoso con estas cosas, como cambiar de escuela para no volverse una figura recurrente y llamar la atención de algún guardián de la moral, casi siempre alguna abuela malpensada o una señora entrometida. En otras ocasiones, en lugar de estacionarse a la hora del recreo, pasaba a la hora de la salida, manejando muy despacio, lo preciso para mirar como si buscara a su propio hijo en la escuela. El tráfico que enloquece a todos los padres que quieren salir pronto de allí, los claxonazos, el caos, eran sus aliados. Satisfecho, volvía al trabajo con suficientes imágenes de niñas que usaría en cuanto tuviera un momento de calma y soledad.

Pero ese día, Raymundo varió su método por primera vez en años. Se estacionó a unas cuatro cuadras del colegio y caminó hasta allá como si nada. Ya muchas madres bloqueaban la calle estacionadas en doble fila, y una cantidad considerable de tutores autorizados para recoger a los niños (abuelos y choferes de transporte escolar compartido) se apiñaban contra la reja principal. La campana de la salida sonó al fin. Un minuto más tarde, las niñas comenzaron a brotar por las puertas de los salones, inundando los pasillos. Pensó en un programa de televisión en el que las termitas fluían iracundas al ver derribados sus termiteros. Las más pequeñas fueron las primeras en llegar hasta los barrotes para formarse en grupos amorfos, buscando con la vista a quien venía por ellas. Raymundo esperó. No le gustaban demasiado jóvenes: aún eran cabezonas y de extremidades gruesas y suaves, como si no terminaran de superar la etapa de bebés. Larvas. No estaban listas todavía. Tampoco le apetecían las entradas en la pubertad. Les empezaba a cambiar el contorno del cuerpo y no existía nada más repugnante que esos pezones con forma de cono que se levantaban debajo de sus blusas. Su tipo eran las niñas delgadas, atléticas, de facciones finas, ni muy blancas ni muy morenas. Las prefería en el rango de los cinco a los nueve años: niñas auténticas, no bebés grandes ni mujercitas en proceso.

Si Durango le había regalado a los mortales a la mujer más bella del mundo, Dolores del Río, era lógico que de esta tierra salieran frutos similares. Iba a regresarse para no llegar tarde a la cita con el arquitecto, pero de pronto apareció aquella criatura hermosa. La que había visto en la escuela de natación. Ella, el oasis en su vida. Su nueva razón. ¿Era esto una casualidad? Que este colegio resultara justamente el suyo y que una intuición de Raymundo lo guiara a ese lugar no era fortuito. No podía serlo. Era más bien como si alguien lo hubiera conducido hasta ella. El destino. Porque resultaba tan apegada a sus gustos, como si la hubiese mandado pedir por catálogo.

Había una compañía japonesa que fabricaba muñecas simulando nenas menores de cinco años, sobre pedido, para hombres como él. La idea era “evitar crímenes” reales apelando a un sustituto al cual no se le podía hacer daño, y en caso de que así fuera, bastaba con ordenar un reemplazo. Pero nunca sería lo mismo. Ella, en cambio, era de carne y hueso. ¿Cómo podía ser posible tanta belleza? Totalmente su tipo, con todas las especificaciones según su necesidad, igual que la maquinaria para construcción. La siguió con la mirada y luego con los pasos. No fue una decisión pensada: fue parecido a comprar algo en oferta por impulso.

Se detuvo cuando una mujer con el cabello teñido de rojo la recibió en la puerta. Intercambiaron algunas palabras que él no pudo escuchar, cargó la mochila de la nena y tomándola de la mano la encaminó hasta un carro color plata que estaba estacionado bloqueando el paso a otros. No supo cómo reaccionar. ¿Qué hace un oso que se topa con un salmón gigante? Cazarlo, claro. Salivar e intentar hacerlo suyo. Pero no estaba loco. Se obligó a regresar hasta donde había estacionado su camioneta: en lugar de caminar, sentía que flotaba sobre la banqueta. A pesar de que no podía hacer nada más, iba feliz. Se subió, prendió la radio y tarareó una de las canciones de moda, golpeteando el volante con los dedos. Se encaminó hasta el restaurante de la cita. Bajó la ventanilla, encendió un cigarro y se prometió seguir ese carro plateado al día siguiente. Antes de que terminara la semana, ya sabía la dirección de la casa, había confirmado los horarios de la clase de natación y algunas actividades que todavía no estaba seguro si eran esporádicas o frecuentes. ¿A quién podía causarle molestia si se daba una vuelta únicamente para mirar?

Liliana Blum, una novelista mexicana. Foto: Especial

¿Quién es Liliana Blum? Durango, México, 1974 Es autora de la novela Pandora (Tusquets Editores, 2015), de la novela breve Residuos de espanto (2013) y de los libros de cuentos No me pases de largo (2013), Yo sé cuando expira la leche(2011), El libro perdido de Heinrich Böll (2008), The Curse of Eve and Other Stories (2008), Vidas de catálogo (2007), ¿En qué se nos fue la mañana? (2007), y La maldición de Eva (2002). Sus escritos son parte de las antologías Atrapadas en la madre (2006), El espejo de Beatriz (2009), El crimen como una de las bellas artes (2002), Óyeme con los ojos: de Sor Juana al siglo XXI (2010), y Three Messages and a Warning: Contemporary Mexican Short Stories of the Fantastic (2012). Es coeditora de la antología.

LECTURAS | “El cazador de tatuajes”, por Juvenal Acosta

sábado, febrero 25th, 2017

Una obra que discurre entre la filosofía, la poesía y el erotismo. La narrativa de Acosta se destaca entre la temática mexicana, con un grado de erotismo muy filosófica y novelística.

Ciudad de México, 25 de febrero (SinEmbargo).- El lenguaje poético y la filosofía se ponen al servicio del apetito y la curiosidad sexual para narrar la historia de Julián Cáceres, un hombre con un pasado inclemente y una realidad en la que goza la levedad de la seducción. En el centro del mapa se descubre la conciencia del cuerpo como una fuente de placer y condena. La carne femenina de cuatro mujeres representa los puntos cardinales del deseo del protagonista y, al mismo tiempo, se convierte en la entrada de su propio infierno.

En palabras de Juan García Ponce, “El cazador de tatuajes es una novela para novelistas. Está en la mejor tradición de la literatura erótica y filosófica”.

Extracto del libro El cazador de tatuajes, de Juvenal Acosta, publicado en el sello Tusquets, 2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

El cazador de tatuajes, de Juvenal Acosta. Foto: Especial

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El tatuaje no es un signo impreso sobre la piel sino sobre la idea que uno tiene de sí mismo. Signo hecho de deseo, el tatuaje es una cicatriz producto del deseo. Esta es la década del tatuaje. He visto y tocado, besado, lamido, mordido, infinidad de tatuajes. Algunos de ellos en los lugares más insospechados del cuerpo. En mi archivo de signos y cicatrices guardo un tatuaje en forma de arabesco; la marca de una duda; una frase marchita al paso de los años; una luna en forma de signo de interrogación; una línea musical de Ponce; la pregunta sin respuesta de un laberinto; un signo de interrogación en forma de luna; un ojo que es un pene que es una vagina que es un gato; iniciales y números; alas de ángel en omóplatos; alas de Mercurio en tobillos puentes del verano; ramas doradas en tobillos puentes del Sur.

He besado tatuajes en senos, en el cuello, en el pubis, en la espalda, en las nalgas, en los muslos, alrededor del ombligo, en los brazos, en las muñecas, en la frente; tatuajes de luz y sombra en el tercer tercio de la mirada. Esta es la década del tatuaje porque es la década tribal. El resurgimiento de la tribu evidencia la descomposición de las naciones, el cansancio de la cultura occidental, el hartazgo honesto y el deseo legítimo en cada uno de nosotros de independencia erótica e intelectual.

El seductor contemporáneo es un cazador de tatuajes. No sé cuánto tiempo ha transcurrido. Fuera de esta conciencia de mi cuerpo inmóvil no siento nada. Las voces vienen y se van, como las imágenes que evoco para no morir. Recordar para sobrevivir. Morir para dejar de recordar, para dejar atrás las huellas, los gestos y los signos. Ya no quiero el olvido. En esta cama de hospital proyecto en la pantalla venosa de mis párpados cerrados el recuerdo glorioso de una superficie tersa, el arrepentimiento por lo que no hice a tiempo y la silueta perdida de aquellos cuerpos. No tengo, porque nunca tuve, un dios a quien acudir en esta hora de pánico ontológico, y no sé si lamento esa ausencia. Recuerdo para sobrevivir. Para darle firmeza de músculo a un nombre, a cuatro nombres de entre cientos. Me restan cuatro que corresponden a cuatro puntos cardinales y cuatro elementos; a las estaciones simultáneas de mi vida; pétalos complementarios de la rosa carnal del apetito. Cuatro puntas de una estrella que explotó en el momento mismo de su nacimiento. Cada nombre es una pregunta, pero no necesariamente una respuesta; cada nombre es todas las palabras y todos los silencios.

Cada nombre es Babel. En cada uno de estos nombres está la clave de un secreto que aún me está vedado (¿me estás vedada tú?). Es un secreto que intento descifrar antes de que esta lucidez afortunada me abandone. En la develación de ese secreto, en el proceso de desnudar cada circunstancia que me trajo hasta aquí, intentaré darle respuesta a las preguntas que nunca articulé porque estuve siempre demasiado ocupado alimentando mi apetito egoísta.

Esta muerte lenta no puede ser sino el producto del siglo veinte de mi ansia de consumo. Comenzó como un juego. Después, palabras que nunca tuvieron ningún significado especial para mí comenzaron a tenerlo. Palabras como uña, pantera y terciopelo. El significado vino del descubrimiento del dolor y del placer mezclados; cosas que suceden y comienzan a tejerse alrededor de uno; te atrapan en una telaraña hecha de intereses satisfechos solamente a medias y de una curiosidad insaciable. Por eso ahora estoy aquí, atrapado en mi cuerpo —heredero roto de esa curiosidad. Escucho cómo hablan de mí como si yo fuese un objeto más en esta habitación, recluido en su condición afásica, entubada. Sin embargo, el objeto paradójico que soy piensa con su resto minúsculo de conciencia que la vida no es irónica sino justa, puesto que después de haber usado como objetos del placer a muchas de las mujeres que me amaron, o que sin amarme estuvieron conmigo, nos hemos convertido finalmente —yo y mi cuerpo— en el objeto verdadero, el objeto por excelencia, recluidos, yo en mi silencio y en mi conciencia, él, sitiado verdaderamente en su epidermis, sin escape posible.

Comenzó como un juego, y era al principio un juego inocente. El juego de la vida: ritos de pasaje de la infancia a la adolescencia, de la juventud a la vida adulta. Rito de sobrevivencia dictado por la biología, las hormonas, la costumbre. Pero algo sucedió en algún momento. Recuerdo con precisión engañosa lo que pasó, y también que pasó hace casi veinte años. Fue un accidente idiota que no tendría que haber pasado, como todos los otros accidentes que ocurren sin razón. Una motocicleta y aceite en el asfalto —me lo repetí hasta convencerme. El resultado menor fue una cicatriz grande que me dejó marcado el pecho para siempre, una cicatriz con forma de signo de interrogación. El mayor, el de grave consecuencia, tiene que ver con la pregunta que intentaré formular ahora, antes de que esta lucidez que se me escapa termine de servirme. Comenzó como un juego, pero en algún momento perdió toda inocencia. Ahora el juego continúa de esta manera: sobre una mesa imaginaria extiendo un mapa y con los ojos cerrados señalo un punto cardinal (¿cardenal?) en su superficie. Es un mapa sexual. Es decir, un mapa invisible de emociones y ansiedades. Mapa de carne suave y líquidos ambarinos que escurren en entrepiernas idas. Mapa de mujeres dulces, inteligentes, generosas, fuertes. Grafía carnal de gestos y de signos.

Pero este es también un mapa de contradicciones y deslealtad; de dolores profundos como la conciencia del cuerpo de la mujer; profundos como el sueño absoluto o la sospecha de la muerte. Si tengo que rescatar una a una a todas las mujeres que llegaron a mi vida, tengo que escoger, discriminar, pasar por el filtro del placer nombres, ojos, sonrisas, caderas, vellos púbicos, palabras. Hacer que pasen por el filtro de la memoria nuestros momentos de dicha y de tristeza. No sé si voy a salir completamente recuperado de esto. No sé si voy a morir o si mi cuerpo quedará inservible para siempre. Deduzco, por los comentarios descuidados de las enfermeras, que esas son posibilidades reales. Pero si mi ruina es consecuencia de mi apetito desmedido y este se convierte en la causa de mi muerte, tengo entonces que volver a ellas, recuperarlas, devolverles su rostro en mi memoria, su dignidad humana, su prestigio de mujeres en la vida de alguien que solamente pudo ofrecerles palabras (como estas que ahora pienso y que tarde o temprano la muerte, la gran chingona, borrará).

Como profesor de literatura con dos o tres lecturas, siempre asumí que la seducción no pertenecía a ese orden que la naturaleza impone en la vida: un orden cósmico, equilibrado, causal. La seducción, entendí, es un signo ritual que pertenece al mundo engañoso del artificio. Es un código que inventamos y construimos desde tiempos inmemoriales con señales falsas que enviamos y recibimos de acuerdo a nuestros deseos.

A la naturaleza la rige un orden que está determinado por las leyes de la sobrevivencia. Al orden que mueve el mecanismo de la seducción lo rigen las leyes del simulacro. ¿Qué pasa cuando la sobrevivencia se funda en el simulacro? Yo decidí —si es que algo así se elige— ser un hombre de mis tiempos. Un ciudadano en el sentido estricto de la palabra. Es decir, alguien que pertenece a una ciudad. Un ser urbano que encuentra seguridad y paz de espíritu en el sonido de los autos y el del metro, en el ronroneo del disco duro de su computadora, en el humo que despiden los autos y la vista de las plazas con sus cafés y su gente, los otros ciudadanos, mis hermanos y hermanas. Mis hermanas.

El orden de la ciudad es estricto y debe ser respetado para no alterar su ritmo interior. La seducción, desorden íntimo del orden superficial de la ciudad, requiere del conocimiento de las reglas que la organizan y evitan su colapso. El citadino auténtico, la criatura original de la Polis, conoce intuitivamente cada una de esas reglas. De tanto repetirse de manera eficaz y esquizofrénica, el orden desquiciado de la urbe se convierte en un orden necesario y normal, puesto que está tan metido en nuestra sangre que el hábitat de concreto y hierro que ocupamos se convierte finalmente para nosotros en lo que un bosque es para un venado o un tigre. Únicamente en la ciudad, que es producto ejemplar del artificio, ese otro artificio, el de la seducción, sucede de una manera natural. Este es uno de los primeros elementos de la trampa: solamente en la ciudad el simulacro —el artificio— es natural.

Un autor mexicano, Juvenal Acosta. Foto: Especial

¿Quién es Juvenal Acosta? Es autor de las novelas El cazador de tatuajes y Terciopelo violento, publicadas por Joaquín Mortiz. Es Doctor en Letras por la Universidad de California y profesor de Literatura en California College of the Arts, en Oakland y San Francisco.

LECTURAS | “Terciopelo violento”, de Juvenal Acosta

sábado, febrero 18th, 2017

Terciopelo violento narra la historia de dos personajes unidos por el deseo convertido en amor. Terciopelo violento es la segunda parte de la novela El cazador de tatuajes, de Juvenal Acosta, ambas parte de la trilogía titulada “Vidas menores”. Los dos relatos son considerados los más sensuales de las letras mexicanas y emblemas de una nueva literatura.

Ciudad de México, 18 de febrero (SinEmbargo).- Una historia que transporta sutil y perturbadoramente a un universo sensual donde el sexo se convierte en la manera de acceder a lugares desconocidos de nosotros mismos. Con poesía y brutalidad, Juvenal Acosta cuenta la historia de un seductor: Julián Cáceres. Tras encontrar su auto abandonado en el puente Golden Gate de San Francisco, se sospecha que el donjuán ha muerto. Sus amantes intentarán investigar qué le sucedió y qué papel juega en su desaparición la enigmática Condesa, una mujer entre vampiresa y femme fatale.

Extracto del libro Terciopelo violento, de Juvenal Acosta, publicado en el sello Tusquets, 2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Terciopelo violento narra la historia de dos personajes unidos por el deseo convertido en amor. Foto: Especial

¿En qué idioma? ¿En qué lenguaje? ¿En qué idioma que el tiempo o los poetas aún no han articulado? ¿O en qué lenguaje ido, muerto, mutilado? Lenguaje sustantivo de uñas avaras hundiéndose en la piel. Lenguaje goloso de gerundios floreciendo como lenguas insaciables en la acción simultánea de los cuerpos. Uñas y seda. Terciopelo negro. Fragmentos apenas reconocibles de una historia. Astillas carnales del naufragio. ¿Quién va a relatar fielmente los hechos? ¿Un hombre roto? ¿Esa mujer cuyo cuerpo desea ser dominado por algo o alguien más que su propio apetito? En un momento de honestidad anacrónica una poeta suicida dijo que toda mujer desea la bota del bruto en el cuello —¿o lo dijo alguien dentro de ella, como alguien oculto dentro de cada persona reclama su derecho a tener voz, a tener piel, a descubrir de qué materiales prohibidos del espíritu está hecha su propia esquizofrenia? ¿Cuántas personas, cuántas historias en cada individuo? ¿Cuántos idiomas? ¿En qué lugar vedado del lenguaje, en qué península remota del deseo, en qué Patagonia seca o enmarañada Amazonas del alma encuentra uno la prosodia exacta de su historia?

Lengrafía: lenguaje y geografía. Lenguaje y lugar lunar. Terra incógnita. Silencio. Terra incógnita. Lenguaje silencioso del cuerpo. El espacio inexplorado del placer; tercer tercio de la faena, el de la procuración de la muerte, territorio donde no se clavan banderillas o espada sino uñas y dientes. Terreno terso, difícil, que se cubre y descubre como un cuerpo se cubre y descubre de brocados de color violeta. Texturas que son cicatrices sembradas en la tela, cicatrices de terciopelo negro y seda. Lencería de encaje de champaña, extensión tocable de la piel, delicada alcahueta de la revelación, madrota del látigo que fustiga los ojos cuando surge atrás de ella el relámpago violento de la piel desnuda.

Piel tatuada, bordada con signos; legible para el braille de la lengua. Piel texto y pretexto del deseo. Textil navegable de versos subcutáneos tintos. Textil de vasos capilares donde abreva la diosa del poema que es la misma diosa del rechazo. Textura de moléculas visibles, expuesta, explorable, extranjera. Texto exquisito, encrucijada del beso y del castigo. Piel pudrible, como el arte o la literatura, como cada signo o como cada beso, como el silencio de los tatuajes desteñidos. Texto de placer y redención. Pero, ¿en qué puto lenguaje? ¿Con qué uña? ¿Con qué tinta? ¿Con qué boca?

Esta es la historia del cazador de tatuajes y la Condesa tal como la leyó en el manuscrito, pero es también la suya, tal y como ella, Marianne, la recuerda, tal y como ella, a su vez, se la contó a Constancia. Dudó tanto antes de llamarla a la Ciudad de México desde San Francisco, que cuando finalmente se decidió a hacerlo y el teléfono comenzó a sonar al otro lado de la línea casi cuelga y se olvida del asunto para siempre. Pero no se habría quedado tranquila. En algún momento habría comenzado a reprocharse su falta de valor. Después de todo en esta historia había un examante desaparecido en circunstancias no nada más imprecisas sino dudosas, y a quien se presumía muerto, una mujer misteriosa de quien únicamente quedaba una fotografía y que seguramente (suponía Marianne) tenía muchas de las respuestas que ella necesitaba; otra mujer que volvió a su ciudad natal en Sudamérica para no volver jamás, y ahora esta que había contestado el teléfono en español y que después de una breve conversación en inglés había ofrecido incluso recogerla en el aeropuerto de la Ciudad de México la semana siguiente para buscar juntas alguna clave sobre los días divididos de aquel hombre que se esfumó hace unos meses.

Un hombre que todas ellas tenían en común y que de vez en cuando les dolía, como únicamente duelen aquellos que se fueron después de ocupar un lugar importante en la idea de un futuro que quedó truncado. De aquel hombre quedaba casi nada: recuerdos personales que se desvanecerían, tres cartas donde anunciaba el suicidio y lo explicaba mal y un manuscrito en inglés plagado de mentiras. Marianne voló a México sin la mínima certeza de que el misterio podría resolverse por el solo hecho de cotejar datos con Constancia. Llevó consigo una copia fotostática del manuscrito que la policía de San Francisco encontró sobre el escritorio de Julián Cáceres. No quiso arriesgarse a perder el original y lo dejó en su propia casa bajo llave. Llevó también consigo una fotografía de una mujer desnuda, un par de cartas manoseadas y el dejo de tristeza que llevan en sus ojos quienes cargan con el peso amargo de un amante traidor. En el aeropuerto de la Ciudad de México Marianne y Constancia se reconocieron de inmediato. No dejó de sorprenderles que no hubiese un solo instante de duda en ese reconocimiento espontáneo. Como si fuesen hermanas que se reencontrasen después de un largo tiempo, o gemelas que hubiesen sido separadas al nacer y que estuviesen de pronto una frente a la otra, ambas respondieron al llamado de un origen común. De alguna manera esto era cierto, tenían en común tatuajes profundos en la piel y en el alma, y esos tatuajes eran el origen mismo de su encuentro.

“Constancia”, fue lo único que Marianne acertó a decir antes de abrazarla instintivamente. La hermosa mujer que la esperaba la abrazó atendiendo honestamente a su propio impulso, la retuvo entre sus brazos unos cuantos segundos y acercándose al oído de su nueva hermana susurró: “gracias por haberme llamado, Marianne, gracias por haber venido”.

Marianne se hospedaría en el hotel Bristol, en donde, pensando en esa ventana desde donde se podía ver la escultura del Ángel del Paseo de la Reforma, reservó una habitación días antes de dejar San Francisco. Gracias a una anotación en uno de los diarios de Julián Cáceres sabía que ese hotel había sido el territorio de sus encuentros sexuales con Constancia. Cuando Marianne mencionó el nombre del hotel, Constancia no dijo nada por unos segundos. Luego la miró con un gesto que era a su vez una pregunta que demandaba una respuesta inmediata. —Sí —explicó Marianne—, ya sé que ese es el hotel donde estuvieron juntos; por eso quise quedarme allí. Constancia la miró sorprendida, y sin decir nada más al respecto tomó el Viaducto rumbo al centro de la ciudad. Media hora después la dejó en la puerta del hotel y le dijo que volvería en la noche para llevarla a cenar. —¿Me podrías llevar al Café La Gloria? —dijo Marianne, insegura de la reacción que tendría Constancia, puesto que la mención del restaurante confirmaba que sabía todavía más sobre la mexicana y Julián. —Sí —respondió Constancia—, ya reservé una mesa. Y se fue sonriendo.

El empleado de la administración le entregó a Marianne la tarjeta electrónica de la habitación 316. Ella la sostuvo por un par de segundos en su mano derecha observándola como si no entendiese algo. “Is everything alright Madame?” “Oh, yeah. Everything is quite alright”. ¿Qué podría estar mal ahora? Acababa de llegar a uno de los cuatro puntos cardinales del mapa erótico y sentimental descrito en las páginas del manuscrito; un mapa que apenas comenzaba a tomar forma como tal en la vida real, ya no en el escrito dudoso del mexicano.

Mientras se abrían las puertas del ascensor recordó que de acuerdo con el manuscrito cada una de las cuatro mujeres en la vida de Julián Cáceres representaba un punto cardinal y se preguntó cuál de esos puntos cardinales ocuparía ella si ella misma tuviese que trazar el mapa, cuál elegiría. El botones la miraba con curiosidad amable. No hablaba inglés. Marianne se percató de que el botones era la primera persona en la Ciudad de México con quien no había hablado en inglés desde que se bajó del avión. Los dos pisos que tuvieron que subir y los escasos tres minutos que él le hizo compañía le parecieron eternos en ese espacio distorsionado por la ventana empañada de los idiomas diferentes. Cuando el hombre terminó de mostrarle la habitación, Marianne le dio un par de dólares y cerró la puerta. Finalmente estaba en la misma habitación donde la boca de Constancia fue un vaso simultáneo de vino portugués y saliva limpia para la infinita sed de aquel hombre cicatrizado. Tal vez porque leyó una y otra vez de manera obsesiva la descripción minuciosa de cómo se amaron (Constancia sentada a horcajadas sobre él, él bebiendo vino de sus pechos duros), sintió que estaba en un espacio conocido.

Cerró las cortinas. Se ocuparía después del Ángel. Por unos instantes no supo qué hacer. La primera vez que leyó el manuscrito sintió celos. La primera vez que tuvo entre sus manos las casi doscientas páginas que contenían la explicación detallada de las últimas aventuras eróticas de Julián Cáceres, así como la explicación de sus miedos y su curiosidad insaciable, Marianne lloró ante la belleza que se escondía en algún lugar de esas páginas amargas. Le dolió como si fuese propio el dolor del hombre que amó brevemente. Pero también resintió el engaño. Después de unos días de tristeza acabó por aceptar las mentiras de Julián como algo inevitable. Especuló con la posibilidad de que mucho de lo escrito en esas páginas fuese producto de la fantasía de aquel hombre ambiguo. Pero la gravedad de cada herida descrita y la sangre metafísica que goteaba de cada renglón la obligaron a aceptar como ciertas cada una de esas líneas.

Sacó de su bolso de viaje el manuscrito y lo puso sobre el tocador. El autor había escrito el título a mano y con tinta negra en la primera del legajo de hojas impecablemente mecanografiadas en inglés: “El Cazador de Tatuajes”. Marianne creía que la historia que Julián escribió era autobiográfica —después de todo, por algo Julián había redactado la historia en primera persona. La fidelidad con que su examante describió su relación con ella la hizo pensar que lo escrito sobre las otras tres mujeres era igualmente cierto. A pesar de que Julián exageró un poco algunas cosas y omitió otras que hicieron juntos, los hechos estaban narrados con honestidad. Y si bien era cierto que su propia versión de lo sucedido podría ser diferente, Marianne entendió que la de Julián fuese así, distinta, incluso excéntrica. Después de todo ella era una fotógrafa que cuestionaba con sus fotos la apariencia misma de la realidad. Marianne estaba consciente de que quien escribió esas páginas era un profesor de literatura, profesión que Julián ejercía en San Francisco, y no un escritor. Como lectora, Marianne intuía que todas las referencias teóricas y eruditas en el manuscrito constituían el tipo de información que un novelista generalmente no incluye en sus obras. Sin embargo, era posible que Julián hubiese sido un escritor y no nada más un académico.

Un escritor que daba clases de literatura; un escritor encerrado en el clóset. Las universidades del mundo, pensó, deben estar llenas de escritores frustrados. Pero, ¿a qué se debía entonces su insistencia en hablar casi siempre de teoría literaria, de filósofos, historia del arte, arquitectos y compositores? ¿Por qué, en las conversaciones que ella recordaba, Julián hablaba únicamente de su trabajo de investigación como crítico literario? ¿Cómo explicar su pasión de lector y estudioso de la obra de Juan García Ponce?, un escritor mexicano a quien ella jamás leyó y sobre quien Julián estaba escribiendo un libro.

Al menos en un par de ocasiones le escuchó hablar de algunos de los escritores que él conocía en Amé­rica Latina y en Estados Unidos con un gran escepticismo, casi con desconfianza. Recordó también que cuando se conocieron en Nueva York, Julián le dijo que estaba allí para participar en un congreso de literatura, a lo que ella respondió preguntándole si era escritor. Su respuesta le pareció pedante y barroca: “Ni lo mande Dios, yo leo como si me bebiese la sangre de minotauros sacrificados”.

Cuando Marianne se mostró aún más curiosa, él agregó que aquellos escritores que valían la pena de ser leídos eran mitad bestia, mitad seres humanos, todos encarcelables. Marianne sospechó entonces que Julián hablaba de sí mismo. A Marianne le molestaba terriblemente no tener todas las respuestas. La carta que él le escribió como mediocre testamento amoroso antes de su supuesto suicidio no alcanzaba a explicar aquellos días que ella vivió como protagonista parcial de esa historia.

La carta no explicaba su partida voluntaria, ni explicaba más que su ansiedad urbana, finisecular. La necesidad de entender cada aspecto de aquella relación fue exacerbada después por la lectura del manuscrito. Pero esa lectura dio origen a otras preguntas: ¿se trataba de una novela? ¿Acaso una recopilación de fragmentos y meditaciones, de historias desvinculadas, recuentos y descripciones de encuentros eróticos, cartas y semiensayos podía ser considerada una novela?

Marianne era una lectora curiosa pero no se consideraba una experta, y temía llevarle el texto a alguien desconocido para obtener una segunda opinión. El manuscrito/novela estaba escrito en un inglés bastante bueno si se consideraba que él no llegó a San Francisco sino hasta después de los veinte años y, según él, no habló el idioma hasta que llegó a California. ¿Tal vez alguien le ayudó a escribirlo? ¿Era una traducción? Demasiadas preguntas. Marianne no estaba segura de lo que en ese momento estaba haciendo en esa ciudad irrespirable y repleta de autos, horriblemente contaminada, en un hotel donde su examante se acostó con otra mujer mientras sostenía relaciones con ella que lo esperaba en otro país y, para colmo, con un libro inédito que detallaba esos encuentros. ¿Por qué estaba allí? Quizá porque quería encontrar en esa ciudad desconocida alguna clave sobre su propia conducta aparentemente incomprensible. En el fondo, se confesó en ese momento, no lo sabía. Abrió el libro en la página donde él (¿él?, en ninguna página aparecía su nombre) relataba su decisión de irse a México a pasar unos días. El protagonista sin nombre del relato decía sentirse atrapado en San Francisco, dividido entre ella y una chica argentina, Sabine, a quien conoció mientras ella, Marianne, viajaba por cuestiones de trabajo. Contaba también cómo en una cena había conocido a una pintora mexicana, Constancia.

Según él, esa misma noche hicieron el amor en la misma habitación donde ella está ahora releyendo esas páginas. La habitación había sido descrita fielmente. Allí estaban el tocador, el banquillo, el espejo. Poco a poco se comenzaban a ordenar las piezas del rompecabezas. Con mano tímida, Marianne tocó el forro del asiento del banquillo donde Julián y Constancia hicieron el amor bebiendo vino tinto. Buscó alguna mancha de vino. Nada. Tal vez fue recubierto, especuló. Tal vez sus cuerpos se bebieron cada gota minúscula de ese vino portugués del que él hablaba en el texto y ninguna gota alcanzó a derramarse sobre el forro del mueble donde cogieron bebiéndose ese vino, bebiéndose mutuamente.

Había preguntas que no le podría hacer a Constancia. La cama de la habitación era amplia. Su propio cuerpo, no el de Constancia, dormiría en ella esa noche. ¿Cuántos meses transcurrieron desde el principio de la historia? Los suficientes para que Marianne pudiese confiar en que la memoria de quienes habían sido protagonistas de ese drama todavía retuviese información valiosa para armar el rompecabezas oscuro. Se desnudó para ducharse pero no pudo contener el impulso de tirarse sobre la cama. Sabiendo lo imposible de su propósito, Marianne buscó en las sábanas algún rastro del olor de Julián que el cloro de la lavandería del hotel y otros cuerpos seguramente eliminaron el mismo día de su partida. Su desnudez le hizo recordar la desnudez de su examante. Su solitaria desnudez en la cama del Bristol hizo que su memoria regresara a la cama lejana del hotel de Washington Square en Manhattan, donde también ellos hicieron el amor la primera noche del día en que se conocieron. Esa era parte de la magia de su conexión inmediata con Constancia. No solamente las dos se acostaron con Julián la primera noche que lo conocieron, sino que a través de su llegada…

Un autor mexicano, Juvenal Acosta. Foto: Especial

¿Quién es Juvenal Acosta? Es autor de las novelas El cazador de tatuajes y Terciopelo violento, publicadas por Joaquín Mortiz. Es Doctor en Letras por la Universidad de California y profesor de Literatura en California College of the Arts, en Oakland y San Francisco.

Los 10 libros favoritos de la escritora Liliana Blum

sábado, febrero 4th, 2017

La autora de Pandora (Tusquets) elige de forma aleatoria pero apasionada los libros que significaron para ella algo en la vida. Claro, tiene muchos más que 10 libros preferidos, pero se prestó al juego.

Ciudad de México, 4 de febrero (SinEmbargo).- Es difícil pensar en diez libros favoritos sin sentirse como un Peña Nieto titubeante; en mi caso no por falta de lecturas, sino por haber leído muchos libros maravillosos. Resultaría más sencillo pensar en mis diez autores favoritos. Curiosamente, entre los diez libros que aquí enlisto no están representados los autores que me gustan más. Los he elegido no sólo por los temas o la calidad literaria, sino por lo que significaron para mí en ciertos momentos de mi vida o porque aluden a ciertas cosas que me apasionan. El orden es aleatorio; no significa que el primero me guste más que el último.

1984, de George Orwell

Fue la primera distopía que leí. Fue durante la preparatoria, una época muy complicada en mi vida. La idea de la reescritura de la historia (el empleo de Winston Smith, el protagonista) jamás se me había ocurrido hasta entonces. Un libro que me abrió los ojos y me dejó profundamente impresionada.

El exorcista, de William Blatty

También fue una lectura que hice durante la preparatoria, cuando me escondía durante los periodos libres en la biblioteca. Leí este libro mucho antes de ver la película. Me aterró y me mantuvo en vilo durante varios días. Aunque esto me haga quedar como una seguidora de Pazuzu, debo admitir que me enamoré del padre Karras.

El nombre de la rosa, de Umberto Eco

Esta novela la leí más o menos a los catorce años, también antes de siquiera saber que existía una película. Para mí es la novela perfecta: histórica, pero de detectives forenses. Creo que tras terminar el libro de Eco me deprimí seriamente (por primera vez) ante la realidad de que la historia que tanto me había absorbido se había acabado.

La familia Moskat, de Isaac Bashevis Singer

Para mí Bashevis Singer es el mejor escritor del mundo. Esta novela fue la primera que escribió en inglés (y en ese idioma la leí). Al igual que Nabokov, impresiona la maestría sobre un lenguaje que no es el materno. Aunque en apariencia este libro relata la vida del patriarca Moskat, en realidad se trata de un retrato de toda la generación de judíos de Europa del Este que fueron obliterados durante el Holocausto. Una lectura hermosa, pero que apabulla emocionalmente.

Looking for Mr. Goodbar, de Judith Rossner

Esta novela la leí durante mis días de universitaria. Fue escrita más o menos en la fecha en la que yo nací y narra la doble vida de Theresa, una maestra que por las noches levanta hombres en los bares para puros one-night-stands. Hasta que algo sale terriblemente mal…

Macbeth, de William Shakespeare

Esta obra es de esas cosas que nunca dejan de ser vigentes: una tragedia sobre la ambición, el poder y mujeres que atosigan a sus maridos para que ganen más dinero. La leí durante la prepa, en una clase de literatura en inglés. Me gustó tanto que incluso llegué a aprenderme pasajes enteros de memoria. Is this a dagger which I see before me…?

Adam resurrected, de Yoram Kaniuk

Leí a Kaniuk porque alguien en Israel me recomendó su libro. Me parece que es una de las mejores ficciones sobre el Holocausto que he leído. Trata sobre Adam, un payaso que tenía que entretener a los prisioneros que marchaban hacia su muerte en los campos de concentración. Muchos años más tarde se encuentra en un asilo para sobrevivientes de la Shoa, en el desierto del Négev, debatiéndose entre la sanidad mental y la locura que se deriva del horror.

Extremely close, incredibly loud, de Jonathan Safran Foer

Esta es una de las novelas más poderosas que he leído. Es hermosa, desde el punto de vista de un niño que ha perdido a su padre en el ataque terrorista del 9/11 y que se lanza a la aventura de descubrir el misterio de una llave que encontró en el clóset de su padre. Es también una novela estrujante, demoledora, de esas que dejan con la garganta hecha un nudo gordiano. Jonathan Safran Foer es un genio y un maestro del lenguaje.

My best friend’s exorcism, de Grady Hendrix

Esta novela es al mismo tiempo juvenil, de terror, un thriller y un viaje maravilloso a los ochentas. Excelentemente escrita, es uno de esos libros que no puedes dejar de leer, que tiene el suficiente humor para hacerte reír, pero también el elemento terrorífico que te hace angustiarte por el futuro de sus personajes como si fueran amigos cercanos. Sin duda de las novelas más divertidas que he leído.

The anatomy of evil, de Michael Stone

La naturaleza humana y sus patologías siempre me han llamado la atención. Este libro es uno de mis libros de cabecera, por decirlo de algún modo. Stone es un experto que tras años de estudiar a cientos de criminales violentos clasifica la maldad en 22 niveles y los ilustra con detallados ejemplos de crímenes reales. Algo parecido a los círculos del infierno de Dante. Un libro interesante y aterrador al mismo tiempo.

Liliana Blum, una novelista mexicana. Foto: Especial

¿Quién es Liliana Blum? Es autora de la novela Pandora (Tusquets Editores, 2015), de la novela breve Residuos de espanto (2013) y de los libros de cuentos No me pases de largo (2013), Yo sé cuando expira la leche(2011), El libro perdido de Heinrich Böll (2008), The Curse of Eve and Other Stories (2008), Vidas de catálogo (2007), ¿En qué se nos fue la mañana? (2007), y La maldición de Eva (2002). Sus escritos son parte de las antologías Atrapadas en la madre (2006), El espejo de Beatriz (2009), El crimen como una de las bellas artes (2002), Óyeme con los ojos: de Sor Juana al siglo XXI (2010), y Three Messages and a Warning: Contemporary Mexican Short Stories of the Fantastic (2012). Es coeditora de la antología Perros de agua: nuevas voces en el sur de Tamaulipas (2006).

LECTURAS | “Bioygrafía. Vida y obra de Adolfo Bioy Casares”, de Silvia Renée Arias

sábado, diciembre 17th, 2016

La autora -que ha publicado dos libros sobre Bioy Casares y mantuvo con él una amistad entrañable- construye esta Bioygrafía a partir de la lectura detenida de textos autobiográficos y entrevistas, la obra de Bioy y sus recuerdos personales. El resultado es un libro apasionante sobre uno de los más importantes escritores del siglo XX en lengua hispana

Ciudad de México, 17 de diciembre (SinEmbargo).- «Un biógrafo es una especie de detective», dice Silvia Renée Arias en la introducción de esta obra. Pues ella, tras una exhaustiva investigación, dio con el material necesario para escribir sobre el origen y la historia familiar de Adolfo Bioy Casares; los miedos y deseos de la niñez; su pasión por los caballos y los perros; los desafíos de la juventud; los primeros textos, la amistad con Jorge Luis Borges y los trabajos en colaboración; la vida entre el campo y la ciudad; su afición por los deportes; las lecturas, los amigos, las mujeres; el vínculo con otros escritores y el amor con Silvina Ocampo; el romance con Elena Garro; los hijos, las pérdidas afectivas y los triunfos literarios.

Extracto del libro Bioygrafía. Vida y obra de Adolfo Bioy Casares, de Silvia Renée Arias, publicado en el sello Tusquets, 2016. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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Una biografía completa del gran autor argentino. Foto: Especial

Una biografía completa del gran autor argentino. Foto: Especial

BIOYGRAFÍA

Capítulo I (1914-1926) Historia de la familia: el niño astrólogo Verano de 1914. El Dr. Bioy —abogado, nacido el 27 de julio de 1882, jefe de Gabinete del Ministerio de Relaciones Exteriores— viaja a Europa con Marta Casares, su flamante esposa. Según cuenta en «Recuerdos del siglo», tercer tomo inacabado de sus Memorias, en Italia pasean por Florencia y Venecia, y en Francia por París y Biarritz.1 En febrero están en Lisboa, Portugal, listos para embarcarse en el Amazon con destino a Buenos Aires. Mientras almuerzan con un amigo en el Hotel Palace, Marta se excusa y se retira a su cuarto. Varios minutos después, alarmado por una ausencia que se hace larga, su esposo acude a ver qué le ha sucedido. La encuentra desvanecida en el piso de la habitación. Desesperado, llama a un médico. Este, tras hacerla volver en sí y examinarla, dictamina que va a ser madre. Pero cada comienzo presupone un final, y viceversa. El Dr. Adolfo Bioy concluye Años de mocedad, segundo tomo de sus Memorias, con estas palabras: «Debo poner fin a este relato de recuerdos. En los tiempos que sucedieron a los últimos aquí escritos, ocurrieron hechos, uno de gran felicidad para mí, otro de tremendo dolor, que modificaron mi vida». Aquella «gran felicidad» a la se refiere el Dr. Bioy tuvo lugar a las cinco de la tarde del lunes 15 de septiembre de 1914. Adolfo Vicente Bioy llegó al mundo en una Argentina que vivía un período de gran bonanza. Era el más europeo de los países latinoamericanos: refinado, culto y democrático. Lo poblaban casi ocho millones de habitantes. El progreso del mundo comercial se reflejaba en la presencia de un espléndido palacio (se lo conocería, de hecho, como «El Palacio de la Elegancia»): el Harrods, de Londres. Su más suntuosa sucursal —un magno edificio de siete pisos con estacionamiento subterráneo— abría sus puertas en la más aristocrática de las calles porteñas, Florida, entre Córdoba y Paraguay. En el Empire Theatre se confiaba a los artistas eminentes la interpretación mímica de grandes obras literarias, como el drama social titulado La Vendetta, a cargo de la actriz de la Ópera Cómica Mlle. Regina Badet. El Presidente era el doctor Victorino de la Plaza. Acababa de inaugurarse —el sábado 13 de septiembre— el monumento al doctor Pellegrini, ubicado en la plazoleta de las calles Libertad y Avenida Alvear. Y el sonido del Victrola, su compás perfecto, animaba los bailes y ejecutaba a los más grandes maestros del mundo, que se reproducían en los discos Víctor.

En Europa, apenas iniciadas las hostilidades, el gobierno de Gran Bretaña reclutaba hasta cinco mil voluntarios por día para reforzar el efectivo del ejército expedicionario, que había partido para el continente a prestar su apoyo a las fuerzas franco-belgas. Y en las calles de París —que en el futuro serían el escenario de algunas de las más gratas aventuras del recién nacido—, las mujeres, las hermanas y las madres de los reservistas acompañaban a la estación a los hombres que iban a luchar y tal vez a morir. De Europa provenían los Bioy, apellido que, según la leyenda, es una contracción de beroy, que en «patois» del Béarn, Francia, significa «bonito». El primero en hacerlo, de Oloron-Sainte-Marie, cerca de Pau, en la región del Béarn, fue Antoine, bisabuelo de Adolfito. Después de construir una parte de una casa en un campo ubicado en el partido de Las Flores, provincia de Buenos Aires, regresó a Francia —donde era un próspero comerciante ferretero—; alrededor de quince años más tarde volvió e instaló la proveeduría «El sauce». Pero fue su hijo Juan Bautista Bioy quien en aquella estancia hizo colocar el primer alambrado de la zona: En aquella época se llamó «El alambrado» a la estancia y como en esta se formaba una pequeña rinconada y, tres o cuatro años después se hizo otra, a una distancia de diez o doce cuadras, la segunda rinconada fue llamada «Rincón Nuevo» y, en consecuencia, la que estaba al lado de las casas tomó nombre de «Rincón Viejo», con el que se designó desde entonces la estancia.2

Juan Bautista Bioy fue también comandante militar y alcalde del cuartel VII del partido de Las Flores. Casado con Luisa Domecq —llegada desde Jasses, un pueblo cercano a Oloron-Sainte-Marie, y perteneciente a una familia de la pequeña burguesía venida a menos—, tuvo nueve hijos: siete varones (uno de los cuales murió a poco de nacer) y dos mujeres. Pero el más destacado de sus hijos sería el Dr. Bioy, padre de Adolfito. Viajero entusiasta, en su época de estudiante y con veintitrés años, ya había viajado desde Pau hasta Oloron durante su primer viaje a Europa, que hizo con sus amigos Santiago Bengolea, Germán Elizalde y Ángel Sánchez Elía. Vivió y estudió dos años en Europa, en Alemania y en París. Sin embargo, por sobre todas las cosas, el Dr. Bioy era un hombre de campo, que amaba la tierra y los caballos, que había sido feliz acompañando a su padre en su infancia a las otras estancias de la familia: Los Manantiales, en el partido de Tapalqué; Las Casillas de Bioy y Fortín Brandsen, en Olavarría, y El Gallo, en el partido de Azul. En Pardo, de mayor importancia por su extensión, tenía su residencia principal y concentraba la administración de sus bienes. Era allí donde llevaba a Adolfito, desde muy pequeño, sentado delante de él en su caballo negro llamado el Cuervo, costumbre sobre la cual su hijo escribiría: «Mi padre parecía mirar, desde abajo del ala del chambergo campero, a lo lejos, al horizonte pampeano, un destino ancho tal vez, del que había desplazado sus esperanzas personales con las de otro».3 Nacido pues en el seno de esta tradicional familia de la clase alta, Adolfito tenía tres años cuando lo inscribieron en el Club KDT, adonde iba también Enrique Drago Mitre, nacido seis días antes que él y que vivía en Belgrano. Adolfito y Drago asistían allí con sus niñeras, Visitación y Pilar, quienes de tanto verse se hicieron amigas. Según recordaría muchos años después Bioy, para poder conversar tranquilas, los ponían a jugar juntos en una plaza lindera llamada «Las hamacas». También frecuentaba este club el niño Toto Rocha, que con un tal Picardo eran enemigos de Drago, a quien «Visi» debía proteger de sus infantiles ataques. Pero no era el caso de Pilar porque, aunque a Adolfito también lo molestaban, él no les tenía miedo o, por lo menos, siguiendo el consejo de sus padres, no dejaba traslucir lo que sentía. Entre los recuerdos que Bioy evocaría se cuenta un perro, un Pomerania lanudo de color té con leche que se llamaba Gabriel y al que ganó en una rifa en el Grand Splendid. Pero al día siguiente Gabriel ya no estaba en la casa y, cuando preguntó por él, sus padres le dijeron que había sido un sueño.

Acaso el hecho de que esta anécdota persistiera en su memoria —incluso a Emilio Gauna, el protagonista de El sueño de los héroes, le atribuye un perro que lleva como nombre Gabriel— se deba a que fue entonces cuando se estableció en su vida un límite difuso entre la realidad y los sueños, tal y como abunda en sus primeros escritos. El sueño del niño, cuando estaba en Buenos Aires, era volver a Pardo. No había nada más real que esa hermosa arboleda que llevaba al casco de Rincón Viejo. La casa —grande y baja, en forma de U, con el techo de tejas a dos aguas— estaba rodeada por muchos galpones y las habitaciones del personal. En otros tiempos, había habido en el comedor una panadería con su horno, y en un cuarto, al anochecer, la bisabuela de Adolfito reunía a miembros de la familia, vecinos, amigos de Buenos Aires, empleados y peones, para rezar el Rosario ante las imágenes de la Inmaculada Concepción y de San Juan Bautista Niño. Pero seguían allí el patio florido, el aljibe, las ventanas con rejas de hierro, los cuartos de paredes blanqueadas, los cuadros de vidrios cóncavos, una sala con piano, un gran espejo con marco dorado, mesas negras de madera talladas con rosas en relieve, sillones y sillas de ébano tapizados en crin negra con rosas esculpidas en el respaldo y asientos de esterilla. Pero lo que más le gustaba a Adolfito era el cielo de Pardo. E incluso más que el sol, la luna, porque —al igual que su inseparable bolón de vidrio que contenía un diminuto hombre a caballo, de yeso— estaba convencido de que también la luna cobijaba, en su interior, un hombre a caballo. Le gustaba mirar, tendido en el pasto, el lento paso de las nubes por la luna. Un día, en compañía de los hijos de Enrique Larreta, mayores que él, se transformó en el niño astrólogo, el que anunciaba que la luna iba a aparecer y a continuación pronosticaba que desaparecería. Entonces sus amigos, a quienes él creía sorprendidos (le hicieron saber que les parecía admirable su poder de adivinación, según consta en uno de sus primeros cuentos), aplaudieron. Y él se sintió profundamente satisfecho de su arte, maravillado con su don de adivinar. Otra imagen que quedaría para siempre grabada en su memoria fue la de la muerte, o, dicho de otro modo, «el tremendo dolor» al que alude su padre en Años de mocedad.

Enrique Bioy y los caballos negros Enrique Bioy, tío de Adolfito, nacido en 1879, treinta y dos meses mayor que el Dr. Bioy, también era abogado y había asociado a su hermano en su estudio del segundo piso de una casa ubicada en Avenida de Mayo y Piedras. Enrique era muy apreciado en los círculos sociales que frecuentaba, incluso entre sus contrarios políticos en las filas de la Unión Cívica. El padre de Adolfito, que cariñosamente lo llamaba «el gaucho de a pie», lo admiraba y quería más que a nadie en el mundo. Muy apreciado por su don de gentes y su cultura, en el panegírico el día de su entierro se iba a recordar «la delicadeza de su espíritu, el empeño y la actividad inteligente que, a buen seguro, le hubieran valido una posición envidiable», de no haber sido por las circunstancias que se deploraban… Un trágico suceso que tuvo lugar la tarde del lunes 26 de noviembre de 1917. Contaba Bioy que ese día sus padres debían viajar a Pardo con Enrique, quien a último momento dijo que se quedaría: había olvidado por completo que tenía un compromiso; prometió que al día siguiente se uniría a ellos en la estancia. Eran tiempos de muchas reuniones sociales. Esa misma noche, la señorita Magdalena Ortiz Basualdo iba a recibir a numerosas amistades que acudirían a saludarla con motivo de su reciente compromiso matrimonial. Una reunión a la que estaba invitada, entre muchas otras damas, Juana Sáenz Valiente, que al cabo de dos años se casaría con otro tío de Adolfito, Miguel Casares. Y asistiría sin dudas otra señorita de noble apellido, Udaondo, que hacía poco había roto su relación con Enrique. Para Enrique, el mujeriego, todas las mujeres del mundo no eran más que tres o cuatro; él sostenía que imaginamos que hay muchas personas, porque hay muchas caras, y aconsejaba tener cuidado con ellas. Para él, según le hizo saber a su sobrino a través de una carta que le dejó, «son todas el disfraz de un solo buitre, cariñoso y enorme, que vive para devorar a los hombres».4 La cuestión es que, al parecer muy afectado por esa ruptura sentimental y agobiado por algunos negocios que le hicieron perder mucho dinero, Enrique nunca llegó a la estancia. Los padres de Adolfito recibieron un telegrama en el que se les anunciaba que estaba muy mal. La verdad era que, a sus treinta y ocho años, se había pegado un tiro. Y su hermano Pedro Antonio lo imitaría años más tarde, al parecer como consecuencia de la quiebra —producida por el mal manejo de un gerente— del Banco de Azul, del que era presidente.

Poco después de la tragedia de Enrique, Adolfito divisó el brío del trote de los caballos negros de un coche fúnebre. Estaba volviendo con Pilar de un paseo por Plaza Francia. Le atrajo el pelo brilloso de esos animales, la redondez de las ancas. Quiso acercarse, acariciarlos. Pilar, tal vez enterada de que a él le gustaban tanto los caballos que hasta había llegado, jugando en la estancia, a comer pasto, aunque más probablemente aterrorizada por la impresión que un cortejo podía causar en un niño, lo tomó del brazo, lo apartó del lugar y le ordenó que no mirara. Y después, en su casa, vio llorar a su padre. Relacionó pues la idea de la muerte con un llanto insólito y la necesidad de huir. A esta experiencia, se sumarían otras similares, alrededor de sus cinco años. Un día «los solemnes cloc, cloc de las herraduras sobre el asfalto», como escribió en «Caído del catre», anunciaron el paso de un entierro.5 Había muerto Pelagio Belindo Luna, político perteneciente a la Unión Cívica Radical, vicepresidente de la Nación. Y menos de un mes después de su cumpleaños, Adolfito vio las cabezas de los caballotes negros pintados, otro coche fúnebre, una cruz negra sobre una bóveda brillosa de pompa y negrura. Había muerto el ex presidente Victorino de la Plaza. En la calle se había formado una compacta y silenciosa columna. Adolfito oyó el clarín que daba el toque de atención, todos querían ocupar el cordón de la acera y presenciar desde cerca la llegada del cortejo. Según la crónica de la época, abrían la marcha carrozas llenas de coronas. La banda del cuerpo de granaderos inició los acordes de una marcha fúnebre al tiempo que sonaron las primeras salvas de artillería. Seguían a las carrozas el coche fúnebre, tirado por cuatro caballos Orloff, y la cureña, sobre la cual Adolfito vio el ataúd cubierto por la bandera nacional. Varios hombres, entre ellos Julio A. Roca, y un grupo de señoras y señoritas de la sociedad, llevaban los cordones del féretro. El cortejo desfiló por la avenida y se detuvo en el sitio donde se ensanchaba, formando un amplio círculo. Bioy nunca olvidaría la congoja que sintió.

La Martona y un caballito de madera

Pasar tiempo con sus amigos Drago Mitre, Julito y Charly Menditeguy, hundía todo miedo en el provisorio olvido. Algunos de los juegos de infancia consistían en tirar los dados y avanzar sobre un papel desplegado sobre la mesa una especie de «automovilito». En realidad, no eran sino lápices con una muesca que representaba el asiento, y la mitad inferior cortada para que se mantuvieran quietos. Después de un rato se iban a correr con autitos de pedales de madera. Jugaban a volcar, sobre todo con los Menditeguy, porque «Drago el prudente» sólo los observaba, y en cambio Julito y Charlie y él se desplazaban a toda velocidad, volcaban con todas las fuerzas, caían de costado, pesadamente pero felices. Jugaban también a que navegaban en cajones que llegaban a casa de Adolfito desde Europa: «Nos metíamos dentro de ellos y nos quedábamos ahí, sin movernos…»6 Como él mismo decía, la infancia no está presente en los libros de Bioy posteriores a los «mamarrachos» de sus primeros años. No creía que su evocación produjera, en general, buena literatura. Aunque así fuera, nunca escribirá que en brazos de su madre sentía la suavidad de su ternura: entre esos brazos, que podemos imaginar cubiertos por una blusa de voile blanco, ella le leía poemas de Mitre, y Bioy recordaba que le contaba historias de animales que se alejaban de la madriguera y corrían peligros, y que, tras muchas aventuras, regresaban a la seguridad de la cueva. Tenía para sí que fue de este modo como nació en él la fascinación por los peligros y la posibilidad de volver al lugar seguro. Una «leve ansiedad» que relacionará con la que le despertó Cervantes cuando leyó el primer capítulo de El Quijote, donde el héroe se aleja de su aldea y de los suyos para salir en busca de aventuras. Un montón de aventuras que a él lo esperaban en los campos de la familia.

La estancia de Vicente Casares había sido propiedad de su abuelo materno, Vicente L. Casares —hijo de don Vicente Eladio Casares y doña María Ignacia Martínez de Hoz—, muerto en 1910. Productor agropecuario, fue uno de los primeros importadores de Shorthorn y luego de vacunos holandeses, y tuvo a su cargo organizar la cría de hacienda holando-argentina con una modernísima tecnología europea. Fue también el primer exportador de trigo y el precursor de los molinos (su campo tenía dieciocho) de la provincia de Buenos Aires. Como político, se destacó como presidente del Banco de La Nación. En homenaje a su hija Marta, madre de Adolfito, creó una industria de la leche llamada La Martona, que vendía, además de chocolates y variedades de té importados, dulce de leche según una receta de su bisabuela misia María Ignacia Martínez de Casares, madre de Vicente, y de Dalmacia Sáenz Valiente, que consistía en cien litros de leche, veinticinco kilogramos de azúcar y cuarenta gramos de bicarbonato. La Martona tenía por entonces trescientos cincuenta negocios en Buenos Aires y era un modelo de higiene: mostrador de mármol blanco, personal vestido con delantales también blancos… Pero, a pesar de que Vicente había vivido con su familia en la Avenida Alvear y Rodríguez Peña, Bioy contaba que a su muerte se descubrió que, como casi siempre en la historia de los Casares, al esplendor le había seguido la ruina. Lo importante es que para Adolfito esa casa de campo era el grato olor de la tela quemada en el cuarto de plancha, y las planchas de hierro en braseros de tres pies. Mientras le preparaban el baño y oía el ruido que producían los borbotones del agua, su padre —gran lector y dueño de una pluma bastante ágil y desenvuelta, que se había revelado en las clases de literatura del bachillerato— le recitaba: «¡Ah Rosas! No se puede reverenciar a Mayo/ sin arrojarte eterna, terrible maldición…» Y también: «Pero, ¿qué es la gloria? Nada;/ es el humo de un cigarro».

En sus Memorias, Bioy resalta cómo le gustaban «ese tono de sabio desencanto», los cigarros y «ese instrumento metálico con el que los recortaban y el gris azulado de las cenizas». Un atardecer de enero, en la estancia de San Martín, Adolfito fue testigo de un hecho al que podemos considerar, acaso más que como la pérdida de la inocencia (de lo que también se trata), una de las primeras manifestaciones de las enseñanzas aprendidas de su madre acerca de la capacidad de dominar la mente. Adolfito solía jugar en ese campo con uno de sus primos. A excepción de Enrique, Vicente y Gustavo Grondona, con los que se llevaba bien, sus primos hacían alarde de una rudeza de la que él no podía presumir, y para colmo era el menor de todos. Pero conseguía, también con ellos, como con Toto Rocha, no ser su víctima, lo que le requería el esfuerzo continuo de permanecer siempre en estado de alerta. No obstante, aquel atardecer de verano estaban en paz y muy contentos porque se venía la Nochebuena y 31 llegaría el Niño Jesús, que traía regalos. Él le había pedido un caballito de madera. Después de jugar, Bioy se fue a su cuarto, y pronto oyó un rumor de ruedas y de caballos. Se acercó a la ventana y vio que llegaba el vagoncito de la estancia que, como era habitual, venía de la estación cargado de las provisiones, la correspondencia y las encomiendas provenientes de Vicente Casares. Pero ¿qué era eso que veía entre los bultos? Entre el barrilito de yerba Napoleón y una bolsa de galletas, vio «la cabeza tiesa, el cuello muy erguido, a medio envolver, de un caballito de madera».7 Bioy contaba que, a pesar de sentirse perturbado, no habló con nadie y, decidido a no perder la credulidad, esperó con impaciencia que el Niño Jesús le dejara esa noche el regalo que le había pedido.

Su infancia se vio poblada también —como en sus tempranos cuentos— de disfraces, antifaces y arlequines… Los ojos no le alcanzaban para admirar las máscaras, aunque temblara al hacerlo. Sin embargo —o por eso mismo—, ¡con cuánta fuerza deseaba ver un fantasma! Y teniendo en cuenta que le fascinaba provocar miedo a los otros, cierta vez lo disfrazaron con un percal colorado que tenía una cola del mismo color, y le pintaron cejas y bigotes con un corcho quemado. Muy orgulloso, se dirigió a causar pánico a todos, pero lo único que consiguió fue que la gente se riera. Comprendió así que los poderes mágicos no lo alcanzaban y corrió a mirarse en el espejo: se parecía más a sí mismo que a un diablo. Casi al borde del llanto, se quitó el ridículo disfraz.

Un miedo muy profundo

Después de vivir un tiempo con sus padres en casa de su abuela, en Uruguay 1490 —desde cuyo balcón Adolfito le tiraba monedas al Negro Raúl, un personaje que gesticulaba y bailaba en la calle—, los Bioy se mudaron a otra, ubicada en la que supo ser la Calle Larga, la que conducía al cementerio, que era, en realidad, una huerta del antiguo convento del Miserere que dio nombre al camposanto y ahora se llamaba del Norte, de la Recoleta. Empedrada desde 1835, esa vía se había convertido en un aristocrático bulevar denominado avenida Quintana. Allí, en el 174, los Bioy establecieron su domicilio, junto a las familias Menditeguy, Balcarce, Saavedra Lamas, Navarro Viola, Elizalde y Bermejo, entre otras.

En sus Memorias, Bioy cuenta que en aquellos tiempos, debido a que cerca de allí se había instalado un tambo, por la calle Quintana pasaba, «seguida de boyero y ternero, una vaca que recorría el barrio para que la ordeñaran si alguien pedía leche fresca». La casa de los Bioy —actual sede de la Fundación Navarro Viola— imita a los viejos pabellones de caza franceses. Tiene tres pisos —el tercero en buhardilla—, con techo de pizarra. Al frente, en el jardín, supieron florecer una magnolia y dos vigorosas plantas de palta que siguen allí (su madre le hacía comer a Adolfito una todos los días, a las once de la mañana), y al fondo un jacarandá muy alto. Sobre el techo del garaje, estaba edificado el cuarto de los juguetes, en el futuro su cuarto de estudio. Una de las puertas laterales, del siglo XVI, fue traída por sus padres de Francia. La chimenea del pequeño hall era obra del escultor argentino César Sforza, y en el vestíbulo los elementos decorativos eran simples. Con un amplio comedor, desde uno de los rincones de la sala se tenía una perspectiva de la biblioteca, que a Adolfito le gustaba mucho, ubicada en una especie de sobrepiso. Los muros estaban cubiertos de libros. En su interior, armonizaban «lo antiguo y lo moderno, en buena medida fruto del gusto y la imaginación creadora» de Marta Casares, y cada pieza artística (una pintura, un bronce, un gobelino) contribuía «a la composición de una atmósfera serena que respondía a su sensibilidad».8

Pero a raíz de las asiduas reuniones y bailes que sus padres organizaban en esta casa, y que consistían en una mesa de buffet con tulipanes rojos combinados con piezas de plata, muchas veces Adolfito se encontraba solo en su cuarto, en camisón, asustado por los ecos de la música que ejecutaba una orquesta y de las muchas risas de las señoras invitadas. Entonces se acostaba y se tapaba hasta la coronilla. Y aparecían las preguntas. ¿Qué era el universo, qué forma tenía? ¿Qué había más allá? ¿A dónde iban a parar las estrellas? ¿El espacio tenía fin? Muchas veces, cuando iban visitas a la casa, personas grandes o chicos, y él estaba en su cuarto y lo llamaban para que se presentara, sentía que debía vencer una especie de temor. Pero había todavía otro miedo, más profundo. Cuando a sus trece años le preguntaban a Marcel Proust cuál le parecía el colmo de la desgracia, contestaba que estar separado de su madre. Adolfito podía suscribir a estas palabras. Sus padres salían…

Silvia Renée Arias, una autora que mantuvo una amistad entrañable con Bioy. Foto: Facebook

Silvia Renée Arias, una autora que mantuvo una amistad entrañable con Bioy. Foto: Facebook

¿Quién es Silvia Renée Arias? Nació en Tres Arroyos, Buenos Aires, en 1963. A los diecisiete años escribió sus primeros artículos para La Voz del Pueblo y en 1984 se trasladó a la ciudad de Buenos Aires para estudiar periodismo. Fue redactora y secretaria de redacción en Editorial Perfil y colaboró, además, en revistas deportivas y culturales. Trabajó como traductora de francés, y actualmente escribe, entre otros medios, en el suplemento cultural del diario Perfil. En 1988 Lázara Grupo Editor publicó su primer libro, Bioy en privado, que reúne las conversaciones que mantuvo con Adolfo Bioy Casares. Los Bioy, que narra las vivencias de Jovita Iglesias de Montes, ama de llaves de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, fue finalista del XIV Premio Comillas de Biografía, Autobiografía y Memorias 2001 y fue publicado por Tusquets en 2002. Varios de los cuentos de la autora, que formó parte del taller literario de Abelardo Castillo, fueron premiados y publicados en distintos medios periodísticos y antologías, como El impulso nocturno y Mujeres que alzan la voz, 2009. En la actualidad, Silvia Renée Arias alterna su residencia entre España y la Argentina.

El regreso de Annie Proulx, con “El bosque infinito”

sábado, octubre 8th, 2016

La autora de la exitosas Brokeback Mountain y  Atando cabos, ganadora del premio Pulitzer, entre otros galardones, regresa con una nueva novela,  tras 15 años sin publicar.

Ciudad de México, 8 de octubre (SinEmbargo).- El bosque infinito, publicado por Tusquets, es un monumental libro de más de 850 páginas, en el que Annie Proulx relata una epopeya que recorre tres siglos de aventuras, amores, odios y traiciones para contar la historia de la explotación maderera en América, en medio de una historia de sagas y luchas por la supervivencia que se desarrollan en múltiples siglos y escenarios.

Un relato que demuestra desde la lucha del ser humano por domar la naturaleza hasta las más inesperadas pasiones.

Proulx (Connecticut, 1935) irrumpió en el mundo literario con Postcards, una obra que publicó en 1992, cuando tenía 57 años, y alcanzó rápidamente un gran prestigio, recuerdan sus editores.

Su figura también se ha convertido en un revulsivo de la moral americana y los prejuicios del sistema: “Soy de esas personas de las que, en una fiesta, puedes adivinar que es escritor porque está siempre recostado en la pared mirando cómo se divierten los demás”, dice Proulx.

Lo histórico y lo novelesco se combinan de una forma natural en esta obra, donde la ficción nunca entrará en conflicto con la realidad. El crítico de The Washington Post aseguró que Proulx ha escrito en esta nueva novela “la historia del capitalismo estadounidense y su rapaz destrucción de la Tierra”.

Annie Proulx pública su esperada nueva novela, "El bosque infinito" . EFE/Archivo

Annie Proulx pública su esperada nueva novela, “El bosque infinito”
. EFE/Archivo

SINOPSIS DE EL BOSQUE INFINITO

A finales del siglo XVII, René Sel y Charles Duquet, peones contratados para cortar madera, desembarcan en Canadá, conocido entonces como Nueva Francia, con un magro contrato para trabajar en durísimas condiciones en las tierras de un déspota colono francés.

Mientras Duquet, astuto y taimado, cae enfermo y escapa de esa “esclavitud” para acabar dedicándose al comercio de pieles y, finalmente, de madera, René, sensible a su entorno, se queda en la plantación y sobrevive a su “amo”, unido a una india mayor que él.

Foto: Especial

Foto: Especial

Pese a que los destinos de ambos se anuncian trágicos, sus sucesores, a lo largo de tres siglos, seguirán ligados a lo que —cuando sus antepasados llegaron— eran unos bosques sin límites, aparentemente inagotables.

El bosque infinito sigue a los intrépidos descendientes de René y Charles hasta la actualidad, en un viaje a través de los Estados Unidos, Europa, China y Nueva Zelanda: una aventura llena de peligros, venganzas, aniquilación cultural y amor por las tradiciones indias, en una novela que explora no sólo las relaciones entre los pueblos (indios y colonos; franceses, ingleses y norteamericanos; Oriente y Occidente), sino también la implacable destrucción de la naturaleza por el hombre.

TRIVIA | Gana un ejemplar de “Un padre extranjero”, de Eduardo Berti

sábado, agosto 27th, 2016
El escritor argentino regresa con una historia enmarcada en la tradición de “la novela del padre”. Editó Tusquets.

El escritor argentino regresa con una historia enmarcada en la tradición de “la novela del padre”. Editó Tusquets.

El escritor argentino regresa con una historia enmarcada en la tradición de “la novela del padre”. Editó Tusquets.

Ciudad de México, 27 de agosto (SinEmbargo).- Dos padres y la relación silenciosa, casi ausente, con sus respectivos hijos: varones y únicos. Dos familias que intentan comprender el misterio del padre extranjero. Inmigrantes que deciden reinventarse lejos de la tierra natal, donde deben aprender otra lengua. Escritores que leen la obra de otros y, a partir de ella, buscan desentrañar algún misterio de sus propias vidas. Secretos guardados bajo llave y difíciles de compartir.

La ficción y el relato autorreferencial son los pilares de esta historia que se bifurca, de esta novelaque parece combinar resultado final con making of y que reinventa —en clave ingeniosamente literaria— la tradición de la «novela del padre».

Nada es casual ni arbitrario en Un padre extranjero, de Eduardo Berti: la trama —emotiva, divertida, compleja— muestra una combinación perfecta de detalles. La escritura se desliza con una exquisitez que el lector agradece.

¿Quién es Eduardo Berti?  (Buenos Aires, 1964) Ha publicado los libros de cuentos Los pájaros (1994, reeditado en 2003), La vida imposible (2002, Premio Libralire, reeditado en 2014) y Lo inolvidable (2010); los aforismos y miniprosas de Los pequeños espejos (2007) y las novelas Agua (1997), La mujer de Wakefield (1999, finalista del Premio Fémina), Todos los Funes (2005, finalista del Premio Herralde), La sombra del púgil (2008) y El país imaginado (2011), por la que obtuvo el Premio Las Américas y el Premio Emecé. Editó varias antologías como Galaxia Borges (con EdgardoCozarinsky, 2007) e Historias encontradas (2010) y tradujo a autores como Nathaniel Hawthorne, Henry James, Jane Austen y Gustave Flaubert. Como periodista cultural, publicó Rockología (1990, reeditado en 2012) y Spinetta, crónicas e iluminaciones (1989, reeditado en 2014). Obtuvo un premio Konex al Mérito en la disciplina “Novela: Periodo 2011-2013”.

Gana un ejemplar de Un padre extranjero, respondiendo la trivia y mandando las respuestas al correo [email protected] Hay tres ejemplares en juego para los lectores de Puntos y Comas.

1.¿Dónde nació Eduardo Berti?

2.¿Qué editorial publicó Un padre extranjero?

3.¿En qué tradición literaria se enmarca esta historia?

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NOVEDADES | “Avenida de los misterios”, de John Irving

sábado, agosto 13th, 2016
La nueva novela de John Irving. Foto: Especial

La nueva novela de John Irving. Foto: Especial

Vidas paralelas que mezclan y contrastan el pasado y el presente. La mezcla de historias que tocan el pasado y el presente permite también intentar, a veces con éxito, aventurarse a predecir el futuro. Editó Tusquets.

Ciudad de México, 13 de agosto (SinEmbargo).- Una infancia difícil, el abandono, los orfanatos, la marginalidad a que son reducidos algunos grupos, la vida en el circo, el despertar al sexo y los conflictos que pueden causar las creencias religiosas ante las definiciones de la identidad sexual son solo parte de los ingredientes que inciden en el destino y se apoderan de la memoria.

En esta novela, John Irving se acerca a algunos de los grupos en pobreza extrema en que están inmersos algunos pueblos de México y de América Latina en general, donde los niños se ven enfrentados a una realidad que deja profundas huellas y marca de manera indeleble su historia de vida.

[youtube Ktggzm-tB9U]

Avenida de los misterios, publicado por Tusquets Editores, relata el viaje de Juan Diego, un exitoso escritor de origen mexicano, hacia Filipinas. Trayecto en el que por diversas circunstancias su mente lo regresa a etapas de su infancia, cuando fue conocido como uno de los “niños de la basura” porque creció en un inmenso vertedero del empobrecido estado de Oaxaca.

“Lo que Juan Diego siempre sostenía era que, en su cabeza -en su memoria, desde luego, pero también en sus sueños-, vivía y revivía sus dos vidas en ‘caminos paralelos’”, explica el escritor a manera de presentación del protagonista.

Y es que aunque Juan Diego inició una nueva vida en Estados Unidos, las huellas que le dejó su infancia en México se quedaron de manera indeleble en su mente y en su corazón.

John Irving. Foto: efe

John Irving. Foto: efe

¿Quién es John Irving? (Exeter, New Hampshire, 1942). A lo largo de su trayectoria ha sido merecedor de múltiples reconocimientos, entre ellos los otorgados por la Fundación Rockefeller, por el National Endowment for the Arts y por la Fundación Guggenheim. Recibió el premio O’Henry Award y el National Book Award (del que ha estado postulado tres veces). En el 2000 obtuvo el Oscar por el guion para la película Las normas de la Casa de la Sidra (también publicado por Tusquets Editores), basado en su novela Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra y protagonizada por Michael Caine. Tusquets Editores ha publicado sus novelas El mundo según Garp; El hotel New Hampshire; Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra; La epopeya del bebedor de agua; Oración por Owen; Libertad para los osos; Un hijo del circo; Una mujer difícil; La cuarta mano; Hasta que te encuentre y Personas como yo, así como el libro de relatos La novia imaginaria, el volumen autobiográfico Mis líos con el cine y el cuento infantil “El ruido que hace alguien cuando no quiere hacer ruido”.

 

Los 10 libros entrañables del escritor Luis Panini

sábado, junio 11th, 2016
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Leer para merecer el paraíso. Foto: Shutterstock

Comenzó a leer para no morir en el infierno y desde entonces los libros son su eterno paraíso, aunque -a qué negarlo- ahora que es grande sabe que el tan mentado averno es en realidad una fiesta permanente. ¡Pero sigue leyendo!

Ciudad de México, 11 de junio (SinEmbargo).- Comencé a leer literatura a los 11 años porque entonces tenía la certeza de que terminaría en el infierno y me interesaba averiguar todo lo concerniente a ese recinto que durante esos años supuse espantoso, pero que ahora no me preocupa porque sé que el infierno será una fiesta.

Compré la Divina Comedia en un supermercado y leí los 33 cantos que Dante le dedicó a ese lugar. También tuve la oportunidad de leer pasajes sobre el tema en una Biblia ilustrada que mi abuela paterna conservaba en su habitación junto a otros libros de pasta dura y temáticas religiosas. Aquellas ilustraciones ejercieron un poder casi hipnótico.

A veces, el infierno estaba representado como una cueva envuelta en llamas y habitada por individuos agonizantes, otras veces como un enorme caldero dentro del cual un elenco de pecadores de gesto martirizado flotaba en un líquido burbujeante de color carmesí. Y recordaba esos rostros durante las noches, antes de quedarme dormido. Y cuando la oportunidad volvía a presentarse leía más al respecto.

Elegir mis 10 libros favoritos en casi tres décadas de lectura asidua es una de las tareas más difíciles que he confrontado, pero a continuación lo intento:

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Afortunadamente, es una de mis lecturas más tempranas. Tenía trece años cuando la leí por primera vez y de inmediato me provocó una reacción parecida a las que suceden en los vasos de precipitado, en donde dos elementos pueden unirse para transformarse en un tercero. Fue alquimia pura. Son bastante escasos los personajes que me resultan tan entrañables como Antoine Roquentin, ese viejo misántropo. Con tan pocos he logrado identificarme a niveles autobiográficos que casi veinticinco años después sigue incomodándome. Esta novela representó en aquel momento una ampliación en el Panorama de Todas las Cosas. Me hizo envejecer dos décadas en un par de días y asimilar mi entorno de una manera distinta y renovada. La escena de la mosca que descansa en el centro de una mancha circular de luz solar sobre un mantel de papel aún me estremece.

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Novela inequívocamente poliédrica. Uno de los textos más alucinantes, compuesto por fragmentos confesionales y herméticos, que busca ampliar los límites fronterizos y reumáticos de lo que puede ser una novela. En una misma página se dan cita cascajos surrealistas, hiperbólicos, oníricos, poéticos. Es un libro que peca de sagrado y obsceno a partes iguales. Una “antinovela” que, sospecho, fue confeccionada minuciosa y obsesivamente para ser leída por escritores.

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Una de las sátiras más divertidas que he tenido la fortuna de leer y que cuenta con paralelos suficientes para ser catalogada, aunque con cierta holgura debido a su peso alegórico, como una novela digna de la picaresca española más destacable. Resulta imposible ignorar la influencia quevedesca, y también la lazarilla, pero el texto va más allá de una simple imitación. La historia puede resumirse como el viaje que el diablo cojuelo y el estudiante don Cleofás realizan mientras vuelan encima de innumerables techumbres madrileñas para evidenciar las hipocresías de una sociedad podrida. Desconozco si en 1843 ya había sido traducida al inglés, pero no sería descabellado suponer que los fantasmas navideños de Dickens le deben algo al diablo cojuelo.

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Si bien es cierto que más de un siglo antes Cervantes llegó a favorecer algunos hilos metanarrativos en su escritura y Rabelais encumbró la fragmentación del absurdo, Sterne es el incuestionable Big Daddy y precursor de la literatura posmoderna. Se trata de una novela llena de trampas para los lectores: se cuestiona a sí misma y, de este modo, cuestiona la función de la narrativa; le hace promesas al lector que nunca cumplirá porque su trama se dobla y se desdobla constantemente, se le escapa a uno entre los dedos, como el mercurio; y, sobre todo, se anda por las ramas. Las digresiones que salpican con frecuencia desmedida a esta novela son la verdadera novela, no añadiduras irrelevantes. Un verdadero gozo literario.

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Después de Quevedo y Cela, Torrente Ballester es mi autor español favorito. Su facilidad para la ironía y la parodia es legítimamente envidiable. Off-side es un gran retablo novelesco casi exento de acotaciones narrativas. En su lugar, una serpiente huidiza de diálogos y monólogos se convierte en el pincel que captura a un repertorio de personajes entrecruzados. La novela tiene de todo: homosexuales retrógradas, prostitutas lesbianas, defraudadores plásticos, intelectuales pedantes, viudas avaras, políticos flemáticos y hasta una obra de Goya que pudo, o no, haber sido falsificada.

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Comparado con Osvaldo Lamborghini, el Marqués de Sade empalidece, es una señorita decimonónica y enguantada que con camafeo decora su cogote y prefiere el doble calzón para evitar las tentaciones del Gran Maligno. Se trata de una novela póstuma e inconclusa, pero no por ello debe menospreciarse (¿qué sería de Franz?). Su verdadero protagonista es el sexo anal o, más bien, la sodomía es una figura alegórica que hace las veces de vehículo para ilustrar, una y otra vez, las posturas innegociables entre subyugantes y subyugados que habitan La Comarca, una geografía imaginada. Tadeys es, también, la crueldad hecha palabra, no apta para débiles de corazón o, peor, para mamertos de buenas costumbres. Su lenguaje es pirotecnia sublime que alcanza cimas paralelas a las de su compatriota Néstor Sánchez.

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Alguna vez la autora estadounidense Susan Sontag estimó a Krasznahorkai como el maestro húngaro del apocalipsis. La intensidad de su prosa rebasa la de, prácticamente, todos los autores que he leído. Sus frases serpenteantes y maximalistas buscan empacar el universo entero antes de utilizar un punto. Imposible leer en voz alta, uno quedaría con los pulmones desinflados. La historia es la misma de siempre: la vida de los habitantes mezquinos de una villa olvidada por Dios y azotada por lo que parece ser un diluvio. Y envueltos en esta atmósfera tan desoladora, rica en putrefacción y otros miasmas, los habitantes esperan la llegada de un misterioso peregrino que se suponía muerto y que podría ser Satanás, si Satanás contara con la mala suerte de llegar hasta ese sitio.

LIBROS-ENTRANABLES_JUN11_08 LIBROS-ENTRANABLES_JUN11_08L

Muchos lectores prefieren La metamorfosis o El proceso, pero la mejor novela de Kafka, al menos en mi opinión, tiene que ser El castillo. Es una cumbre literaria como pocas. Cuenta con la peculiaridad de ser uno de los textos más aburridos y divertidos al mismo tiempo. Sólo alguien con el talento de Kafka puede conseguir ese tipo de proeza. K., el protagonista, visita una villa pero de inmediato confronta a un monstruo de mil cabezas que le niega albergue: la burocracia gubernamental. De principio a fin, K. intenta dialogar con las autoridades competentes, pero su ruta pronto semeja la de un laberinto infernal. La tuberculosis le impidió al autor terminar de escribir la novela, aunque existe un documento en que asegura no desear terminarla y por esta razón el texto carece de punto final, su última línea cuelga en un precipicio blanco: lo que queda de la página. El lector es quien decide el sino del protagonista. Quienes hemos leído a Kafka, estamos casi seguros de que K. nunca llegaría a conseguir su cometido.

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Cúpula del barroco español, a esta obra la componen cinco textos, todos ellos de manufactura exquisita: El sueño de las calaveras, El alguacil alguacilado, Las zahúrdas de Plutón, El mundo por de dentro y Visita de los chistes. Algunas ediciones incluyen La hora de todos y la fortuna con seso, pero no siempre es el caso, aunque esta última es una verdadera extensión de la socarronería quevedesca. Humor y pesimismo plagan las páginas de este volumen para evidenciar la corrupta condición humana y su imposible redención. Estos textos también delatan algunas peculiaridades del autor y su conservadurismo: misoginia, xenofobia, homofobia, antisemitismo, etc. Ataca credos, razas, nacionalidades, profesiones, vicios capitales y demás. Nadie se salva de las garras de Quevedo.

LIBROS-ENTRANABLES_JUN11_10 LIBROS-ENTRANABLES_JUN11_10L

De las tres novelas que David Foster Wallace escribió, siempre he considerado a La broma infinita como su obra capital. El rey pálido es un prodigio de la imaginación (y el tedio). Sin embargo, le guardo un cariño muy especial a La escoba del sistema, su primera novela, que anuncia y perfila desde una edad muy temprana al universo wallaceano: metaficción, abundantes pies de página, efervescencia lingüística, la destrucción de modelos narrativos lineales, el entretejimiento de diversos géneros para consolidar un préstamo literario constante que revigoriza a la novela y la rescata de las fauces de quienes durante tanto tiempo han proclamado su supuesta y absurda muerte, etc. Esta obra, publicada cuando el autor apenas tenía 25 años, fue un proyecto de tesis (¡a nivel licenciatura!) que escribió no sólo para demostrarle a sus profesores su inteligencia superior, sino para confirmar que incluso a esa edad era capaz de escribir una obra de mayor calidad a las que ellos habían escrito.

Quiso ser médico, se hizo arquitecto, pero sólo se siente escritor. Foto: Francisco Cañedo, SinEmbargo

Quiso ser médico, se hizo arquitecto, pero sólo se siente escritor. Foto: Francisco Cañedo, SinEmbargo

¿Quién es Luis Panini? Escritor y arquitecto. Su primer libro obtuvo el Premio Nuevo León de Literatura 2008. Es egresado de la licenciatura en Arquitectura de la Universidad Autónoma de Nuevo León y realizó estudios de posgrado en la Universidad de Kentucky y la Herbstakademie en Estados Unidos y Alemania, respectivamente. Textos suyos han aparecido en publicaciones periódicas del país y del extranjero: Luvina, La Tempestad, Arquitrave, Casa del Tiempo, Vice, Metrópolis, Pez Banana, HTMLGIANT, Posdata, Guardagujas, Shandy, [out of nothing], Construction. Ha publicado tres colecciones de ficción breve: Terrible anatómica (Conarte, 2009), Mala fe sensacional (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2010) y Función de repulsa (Libros Malaletra, 2015). También es autor de tres novelas: Esquirlas (27 editores/UANL, 2014), El uranista (Tusquets, 2014) y La hora mala (Tusquets, 2016).