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LECTURAS | “El cazador de tatuajes”, por Juvenal Acosta

sábado, febrero 25th, 2017

Una obra que discurre entre la filosofía, la poesía y el erotismo. La narrativa de Acosta se destaca entre la temática mexicana, con un grado de erotismo muy filosófica y novelística.

Ciudad de México, 25 de febrero (SinEmbargo).- El lenguaje poético y la filosofía se ponen al servicio del apetito y la curiosidad sexual para narrar la historia de Julián Cáceres, un hombre con un pasado inclemente y una realidad en la que goza la levedad de la seducción. En el centro del mapa se descubre la conciencia del cuerpo como una fuente de placer y condena. La carne femenina de cuatro mujeres representa los puntos cardinales del deseo del protagonista y, al mismo tiempo, se convierte en la entrada de su propio infierno.

En palabras de Juan García Ponce, “El cazador de tatuajes es una novela para novelistas. Está en la mejor tradición de la literatura erótica y filosófica”.

Extracto del libro El cazador de tatuajes, de Juvenal Acosta, publicado en el sello Tusquets, 2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

El cazador de tatuajes, de Juvenal Acosta. Foto: Especial

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El tatuaje no es un signo impreso sobre la piel sino sobre la idea que uno tiene de sí mismo. Signo hecho de deseo, el tatuaje es una cicatriz producto del deseo. Esta es la década del tatuaje. He visto y tocado, besado, lamido, mordido, infinidad de tatuajes. Algunos de ellos en los lugares más insospechados del cuerpo. En mi archivo de signos y cicatrices guardo un tatuaje en forma de arabesco; la marca de una duda; una frase marchita al paso de los años; una luna en forma de signo de interrogación; una línea musical de Ponce; la pregunta sin respuesta de un laberinto; un signo de interrogación en forma de luna; un ojo que es un pene que es una vagina que es un gato; iniciales y números; alas de ángel en omóplatos; alas de Mercurio en tobillos puentes del verano; ramas doradas en tobillos puentes del Sur.

He besado tatuajes en senos, en el cuello, en el pubis, en la espalda, en las nalgas, en los muslos, alrededor del ombligo, en los brazos, en las muñecas, en la frente; tatuajes de luz y sombra en el tercer tercio de la mirada. Esta es la década del tatuaje porque es la década tribal. El resurgimiento de la tribu evidencia la descomposición de las naciones, el cansancio de la cultura occidental, el hartazgo honesto y el deseo legítimo en cada uno de nosotros de independencia erótica e intelectual.

El seductor contemporáneo es un cazador de tatuajes. No sé cuánto tiempo ha transcurrido. Fuera de esta conciencia de mi cuerpo inmóvil no siento nada. Las voces vienen y se van, como las imágenes que evoco para no morir. Recordar para sobrevivir. Morir para dejar de recordar, para dejar atrás las huellas, los gestos y los signos. Ya no quiero el olvido. En esta cama de hospital proyecto en la pantalla venosa de mis párpados cerrados el recuerdo glorioso de una superficie tersa, el arrepentimiento por lo que no hice a tiempo y la silueta perdida de aquellos cuerpos. No tengo, porque nunca tuve, un dios a quien acudir en esta hora de pánico ontológico, y no sé si lamento esa ausencia. Recuerdo para sobrevivir. Para darle firmeza de músculo a un nombre, a cuatro nombres de entre cientos. Me restan cuatro que corresponden a cuatro puntos cardinales y cuatro elementos; a las estaciones simultáneas de mi vida; pétalos complementarios de la rosa carnal del apetito. Cuatro puntas de una estrella que explotó en el momento mismo de su nacimiento. Cada nombre es una pregunta, pero no necesariamente una respuesta; cada nombre es todas las palabras y todos los silencios.

Cada nombre es Babel. En cada uno de estos nombres está la clave de un secreto que aún me está vedado (¿me estás vedada tú?). Es un secreto que intento descifrar antes de que esta lucidez afortunada me abandone. En la develación de ese secreto, en el proceso de desnudar cada circunstancia que me trajo hasta aquí, intentaré darle respuesta a las preguntas que nunca articulé porque estuve siempre demasiado ocupado alimentando mi apetito egoísta.

Esta muerte lenta no puede ser sino el producto del siglo veinte de mi ansia de consumo. Comenzó como un juego. Después, palabras que nunca tuvieron ningún significado especial para mí comenzaron a tenerlo. Palabras como uña, pantera y terciopelo. El significado vino del descubrimiento del dolor y del placer mezclados; cosas que suceden y comienzan a tejerse alrededor de uno; te atrapan en una telaraña hecha de intereses satisfechos solamente a medias y de una curiosidad insaciable. Por eso ahora estoy aquí, atrapado en mi cuerpo —heredero roto de esa curiosidad. Escucho cómo hablan de mí como si yo fuese un objeto más en esta habitación, recluido en su condición afásica, entubada. Sin embargo, el objeto paradójico que soy piensa con su resto minúsculo de conciencia que la vida no es irónica sino justa, puesto que después de haber usado como objetos del placer a muchas de las mujeres que me amaron, o que sin amarme estuvieron conmigo, nos hemos convertido finalmente —yo y mi cuerpo— en el objeto verdadero, el objeto por excelencia, recluidos, yo en mi silencio y en mi conciencia, él, sitiado verdaderamente en su epidermis, sin escape posible.

Comenzó como un juego, y era al principio un juego inocente. El juego de la vida: ritos de pasaje de la infancia a la adolescencia, de la juventud a la vida adulta. Rito de sobrevivencia dictado por la biología, las hormonas, la costumbre. Pero algo sucedió en algún momento. Recuerdo con precisión engañosa lo que pasó, y también que pasó hace casi veinte años. Fue un accidente idiota que no tendría que haber pasado, como todos los otros accidentes que ocurren sin razón. Una motocicleta y aceite en el asfalto —me lo repetí hasta convencerme. El resultado menor fue una cicatriz grande que me dejó marcado el pecho para siempre, una cicatriz con forma de signo de interrogación. El mayor, el de grave consecuencia, tiene que ver con la pregunta que intentaré formular ahora, antes de que esta lucidez que se me escapa termine de servirme. Comenzó como un juego, pero en algún momento perdió toda inocencia. Ahora el juego continúa de esta manera: sobre una mesa imaginaria extiendo un mapa y con los ojos cerrados señalo un punto cardinal (¿cardenal?) en su superficie. Es un mapa sexual. Es decir, un mapa invisible de emociones y ansiedades. Mapa de carne suave y líquidos ambarinos que escurren en entrepiernas idas. Mapa de mujeres dulces, inteligentes, generosas, fuertes. Grafía carnal de gestos y de signos.

Pero este es también un mapa de contradicciones y deslealtad; de dolores profundos como la conciencia del cuerpo de la mujer; profundos como el sueño absoluto o la sospecha de la muerte. Si tengo que rescatar una a una a todas las mujeres que llegaron a mi vida, tengo que escoger, discriminar, pasar por el filtro del placer nombres, ojos, sonrisas, caderas, vellos púbicos, palabras. Hacer que pasen por el filtro de la memoria nuestros momentos de dicha y de tristeza. No sé si voy a salir completamente recuperado de esto. No sé si voy a morir o si mi cuerpo quedará inservible para siempre. Deduzco, por los comentarios descuidados de las enfermeras, que esas son posibilidades reales. Pero si mi ruina es consecuencia de mi apetito desmedido y este se convierte en la causa de mi muerte, tengo entonces que volver a ellas, recuperarlas, devolverles su rostro en mi memoria, su dignidad humana, su prestigio de mujeres en la vida de alguien que solamente pudo ofrecerles palabras (como estas que ahora pienso y que tarde o temprano la muerte, la gran chingona, borrará).

Como profesor de literatura con dos o tres lecturas, siempre asumí que la seducción no pertenecía a ese orden que la naturaleza impone en la vida: un orden cósmico, equilibrado, causal. La seducción, entendí, es un signo ritual que pertenece al mundo engañoso del artificio. Es un código que inventamos y construimos desde tiempos inmemoriales con señales falsas que enviamos y recibimos de acuerdo a nuestros deseos.

A la naturaleza la rige un orden que está determinado por las leyes de la sobrevivencia. Al orden que mueve el mecanismo de la seducción lo rigen las leyes del simulacro. ¿Qué pasa cuando la sobrevivencia se funda en el simulacro? Yo decidí —si es que algo así se elige— ser un hombre de mis tiempos. Un ciudadano en el sentido estricto de la palabra. Es decir, alguien que pertenece a una ciudad. Un ser urbano que encuentra seguridad y paz de espíritu en el sonido de los autos y el del metro, en el ronroneo del disco duro de su computadora, en el humo que despiden los autos y la vista de las plazas con sus cafés y su gente, los otros ciudadanos, mis hermanos y hermanas. Mis hermanas.

El orden de la ciudad es estricto y debe ser respetado para no alterar su ritmo interior. La seducción, desorden íntimo del orden superficial de la ciudad, requiere del conocimiento de las reglas que la organizan y evitan su colapso. El citadino auténtico, la criatura original de la Polis, conoce intuitivamente cada una de esas reglas. De tanto repetirse de manera eficaz y esquizofrénica, el orden desquiciado de la urbe se convierte en un orden necesario y normal, puesto que está tan metido en nuestra sangre que el hábitat de concreto y hierro que ocupamos se convierte finalmente para nosotros en lo que un bosque es para un venado o un tigre. Únicamente en la ciudad, que es producto ejemplar del artificio, ese otro artificio, el de la seducción, sucede de una manera natural. Este es uno de los primeros elementos de la trampa: solamente en la ciudad el simulacro —el artificio— es natural.

Un autor mexicano, Juvenal Acosta. Foto: Especial

¿Quién es Juvenal Acosta? Es autor de las novelas El cazador de tatuajes y Terciopelo violento, publicadas por Joaquín Mortiz. Es Doctor en Letras por la Universidad de California y profesor de Literatura en California College of the Arts, en Oakland y San Francisco.

LECTURAS | “Terciopelo violento”, de Juvenal Acosta

sábado, febrero 18th, 2017

Terciopelo violento narra la historia de dos personajes unidos por el deseo convertido en amor. Terciopelo violento es la segunda parte de la novela El cazador de tatuajes, de Juvenal Acosta, ambas parte de la trilogía titulada “Vidas menores”. Los dos relatos son considerados los más sensuales de las letras mexicanas y emblemas de una nueva literatura.

Ciudad de México, 18 de febrero (SinEmbargo).- Una historia que transporta sutil y perturbadoramente a un universo sensual donde el sexo se convierte en la manera de acceder a lugares desconocidos de nosotros mismos. Con poesía y brutalidad, Juvenal Acosta cuenta la historia de un seductor: Julián Cáceres. Tras encontrar su auto abandonado en el puente Golden Gate de San Francisco, se sospecha que el donjuán ha muerto. Sus amantes intentarán investigar qué le sucedió y qué papel juega en su desaparición la enigmática Condesa, una mujer entre vampiresa y femme fatale.

Extracto del libro Terciopelo violento, de Juvenal Acosta, publicado en el sello Tusquets, 2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Terciopelo violento narra la historia de dos personajes unidos por el deseo convertido en amor. Foto: Especial

¿En qué idioma? ¿En qué lenguaje? ¿En qué idioma que el tiempo o los poetas aún no han articulado? ¿O en qué lenguaje ido, muerto, mutilado? Lenguaje sustantivo de uñas avaras hundiéndose en la piel. Lenguaje goloso de gerundios floreciendo como lenguas insaciables en la acción simultánea de los cuerpos. Uñas y seda. Terciopelo negro. Fragmentos apenas reconocibles de una historia. Astillas carnales del naufragio. ¿Quién va a relatar fielmente los hechos? ¿Un hombre roto? ¿Esa mujer cuyo cuerpo desea ser dominado por algo o alguien más que su propio apetito? En un momento de honestidad anacrónica una poeta suicida dijo que toda mujer desea la bota del bruto en el cuello —¿o lo dijo alguien dentro de ella, como alguien oculto dentro de cada persona reclama su derecho a tener voz, a tener piel, a descubrir de qué materiales prohibidos del espíritu está hecha su propia esquizofrenia? ¿Cuántas personas, cuántas historias en cada individuo? ¿Cuántos idiomas? ¿En qué lugar vedado del lenguaje, en qué península remota del deseo, en qué Patagonia seca o enmarañada Amazonas del alma encuentra uno la prosodia exacta de su historia?

Lengrafía: lenguaje y geografía. Lenguaje y lugar lunar. Terra incógnita. Silencio. Terra incógnita. Lenguaje silencioso del cuerpo. El espacio inexplorado del placer; tercer tercio de la faena, el de la procuración de la muerte, territorio donde no se clavan banderillas o espada sino uñas y dientes. Terreno terso, difícil, que se cubre y descubre como un cuerpo se cubre y descubre de brocados de color violeta. Texturas que son cicatrices sembradas en la tela, cicatrices de terciopelo negro y seda. Lencería de encaje de champaña, extensión tocable de la piel, delicada alcahueta de la revelación, madrota del látigo que fustiga los ojos cuando surge atrás de ella el relámpago violento de la piel desnuda.

Piel tatuada, bordada con signos; legible para el braille de la lengua. Piel texto y pretexto del deseo. Textil navegable de versos subcutáneos tintos. Textil de vasos capilares donde abreva la diosa del poema que es la misma diosa del rechazo. Textura de moléculas visibles, expuesta, explorable, extranjera. Texto exquisito, encrucijada del beso y del castigo. Piel pudrible, como el arte o la literatura, como cada signo o como cada beso, como el silencio de los tatuajes desteñidos. Texto de placer y redención. Pero, ¿en qué puto lenguaje? ¿Con qué uña? ¿Con qué tinta? ¿Con qué boca?

Esta es la historia del cazador de tatuajes y la Condesa tal como la leyó en el manuscrito, pero es también la suya, tal y como ella, Marianne, la recuerda, tal y como ella, a su vez, se la contó a Constancia. Dudó tanto antes de llamarla a la Ciudad de México desde San Francisco, que cuando finalmente se decidió a hacerlo y el teléfono comenzó a sonar al otro lado de la línea casi cuelga y se olvida del asunto para siempre. Pero no se habría quedado tranquila. En algún momento habría comenzado a reprocharse su falta de valor. Después de todo en esta historia había un examante desaparecido en circunstancias no nada más imprecisas sino dudosas, y a quien se presumía muerto, una mujer misteriosa de quien únicamente quedaba una fotografía y que seguramente (suponía Marianne) tenía muchas de las respuestas que ella necesitaba; otra mujer que volvió a su ciudad natal en Sudamérica para no volver jamás, y ahora esta que había contestado el teléfono en español y que después de una breve conversación en inglés había ofrecido incluso recogerla en el aeropuerto de la Ciudad de México la semana siguiente para buscar juntas alguna clave sobre los días divididos de aquel hombre que se esfumó hace unos meses.

Un hombre que todas ellas tenían en común y que de vez en cuando les dolía, como únicamente duelen aquellos que se fueron después de ocupar un lugar importante en la idea de un futuro que quedó truncado. De aquel hombre quedaba casi nada: recuerdos personales que se desvanecerían, tres cartas donde anunciaba el suicidio y lo explicaba mal y un manuscrito en inglés plagado de mentiras. Marianne voló a México sin la mínima certeza de que el misterio podría resolverse por el solo hecho de cotejar datos con Constancia. Llevó consigo una copia fotostática del manuscrito que la policía de San Francisco encontró sobre el escritorio de Julián Cáceres. No quiso arriesgarse a perder el original y lo dejó en su propia casa bajo llave. Llevó también consigo una fotografía de una mujer desnuda, un par de cartas manoseadas y el dejo de tristeza que llevan en sus ojos quienes cargan con el peso amargo de un amante traidor. En el aeropuerto de la Ciudad de México Marianne y Constancia se reconocieron de inmediato. No dejó de sorprenderles que no hubiese un solo instante de duda en ese reconocimiento espontáneo. Como si fuesen hermanas que se reencontrasen después de un largo tiempo, o gemelas que hubiesen sido separadas al nacer y que estuviesen de pronto una frente a la otra, ambas respondieron al llamado de un origen común. De alguna manera esto era cierto, tenían en común tatuajes profundos en la piel y en el alma, y esos tatuajes eran el origen mismo de su encuentro.

“Constancia”, fue lo único que Marianne acertó a decir antes de abrazarla instintivamente. La hermosa mujer que la esperaba la abrazó atendiendo honestamente a su propio impulso, la retuvo entre sus brazos unos cuantos segundos y acercándose al oído de su nueva hermana susurró: “gracias por haberme llamado, Marianne, gracias por haber venido”.

Marianne se hospedaría en el hotel Bristol, en donde, pensando en esa ventana desde donde se podía ver la escultura del Ángel del Paseo de la Reforma, reservó una habitación días antes de dejar San Francisco. Gracias a una anotación en uno de los diarios de Julián Cáceres sabía que ese hotel había sido el territorio de sus encuentros sexuales con Constancia. Cuando Marianne mencionó el nombre del hotel, Constancia no dijo nada por unos segundos. Luego la miró con un gesto que era a su vez una pregunta que demandaba una respuesta inmediata. —Sí —explicó Marianne—, ya sé que ese es el hotel donde estuvieron juntos; por eso quise quedarme allí. Constancia la miró sorprendida, y sin decir nada más al respecto tomó el Viaducto rumbo al centro de la ciudad. Media hora después la dejó en la puerta del hotel y le dijo que volvería en la noche para llevarla a cenar. —¿Me podrías llevar al Café La Gloria? —dijo Marianne, insegura de la reacción que tendría Constancia, puesto que la mención del restaurante confirmaba que sabía todavía más sobre la mexicana y Julián. —Sí —respondió Constancia—, ya reservé una mesa. Y se fue sonriendo.

El empleado de la administración le entregó a Marianne la tarjeta electrónica de la habitación 316. Ella la sostuvo por un par de segundos en su mano derecha observándola como si no entendiese algo. “Is everything alright Madame?” “Oh, yeah. Everything is quite alright”. ¿Qué podría estar mal ahora? Acababa de llegar a uno de los cuatro puntos cardinales del mapa erótico y sentimental descrito en las páginas del manuscrito; un mapa que apenas comenzaba a tomar forma como tal en la vida real, ya no en el escrito dudoso del mexicano.

Mientras se abrían las puertas del ascensor recordó que de acuerdo con el manuscrito cada una de las cuatro mujeres en la vida de Julián Cáceres representaba un punto cardinal y se preguntó cuál de esos puntos cardinales ocuparía ella si ella misma tuviese que trazar el mapa, cuál elegiría. El botones la miraba con curiosidad amable. No hablaba inglés. Marianne se percató de que el botones era la primera persona en la Ciudad de México con quien no había hablado en inglés desde que se bajó del avión. Los dos pisos que tuvieron que subir y los escasos tres minutos que él le hizo compañía le parecieron eternos en ese espacio distorsionado por la ventana empañada de los idiomas diferentes. Cuando el hombre terminó de mostrarle la habitación, Marianne le dio un par de dólares y cerró la puerta. Finalmente estaba en la misma habitación donde la boca de Constancia fue un vaso simultáneo de vino portugués y saliva limpia para la infinita sed de aquel hombre cicatrizado. Tal vez porque leyó una y otra vez de manera obsesiva la descripción minuciosa de cómo se amaron (Constancia sentada a horcajadas sobre él, él bebiendo vino de sus pechos duros), sintió que estaba en un espacio conocido.

Cerró las cortinas. Se ocuparía después del Ángel. Por unos instantes no supo qué hacer. La primera vez que leyó el manuscrito sintió celos. La primera vez que tuvo entre sus manos las casi doscientas páginas que contenían la explicación detallada de las últimas aventuras eróticas de Julián Cáceres, así como la explicación de sus miedos y su curiosidad insaciable, Marianne lloró ante la belleza que se escondía en algún lugar de esas páginas amargas. Le dolió como si fuese propio el dolor del hombre que amó brevemente. Pero también resintió el engaño. Después de unos días de tristeza acabó por aceptar las mentiras de Julián como algo inevitable. Especuló con la posibilidad de que mucho de lo escrito en esas páginas fuese producto de la fantasía de aquel hombre ambiguo. Pero la gravedad de cada herida descrita y la sangre metafísica que goteaba de cada renglón la obligaron a aceptar como ciertas cada una de esas líneas.

Sacó de su bolso de viaje el manuscrito y lo puso sobre el tocador. El autor había escrito el título a mano y con tinta negra en la primera del legajo de hojas impecablemente mecanografiadas en inglés: “El Cazador de Tatuajes”. Marianne creía que la historia que Julián escribió era autobiográfica —después de todo, por algo Julián había redactado la historia en primera persona. La fidelidad con que su examante describió su relación con ella la hizo pensar que lo escrito sobre las otras tres mujeres era igualmente cierto. A pesar de que Julián exageró un poco algunas cosas y omitió otras que hicieron juntos, los hechos estaban narrados con honestidad. Y si bien era cierto que su propia versión de lo sucedido podría ser diferente, Marianne entendió que la de Julián fuese así, distinta, incluso excéntrica. Después de todo ella era una fotógrafa que cuestionaba con sus fotos la apariencia misma de la realidad. Marianne estaba consciente de que quien escribió esas páginas era un profesor de literatura, profesión que Julián ejercía en San Francisco, y no un escritor. Como lectora, Marianne intuía que todas las referencias teóricas y eruditas en el manuscrito constituían el tipo de información que un novelista generalmente no incluye en sus obras. Sin embargo, era posible que Julián hubiese sido un escritor y no nada más un académico.

Un escritor que daba clases de literatura; un escritor encerrado en el clóset. Las universidades del mundo, pensó, deben estar llenas de escritores frustrados. Pero, ¿a qué se debía entonces su insistencia en hablar casi siempre de teoría literaria, de filósofos, historia del arte, arquitectos y compositores? ¿Por qué, en las conversaciones que ella recordaba, Julián hablaba únicamente de su trabajo de investigación como crítico literario? ¿Cómo explicar su pasión de lector y estudioso de la obra de Juan García Ponce?, un escritor mexicano a quien ella jamás leyó y sobre quien Julián estaba escribiendo un libro.

Al menos en un par de ocasiones le escuchó hablar de algunos de los escritores que él conocía en Amé­rica Latina y en Estados Unidos con un gran escepticismo, casi con desconfianza. Recordó también que cuando se conocieron en Nueva York, Julián le dijo que estaba allí para participar en un congreso de literatura, a lo que ella respondió preguntándole si era escritor. Su respuesta le pareció pedante y barroca: “Ni lo mande Dios, yo leo como si me bebiese la sangre de minotauros sacrificados”.

Cuando Marianne se mostró aún más curiosa, él agregó que aquellos escritores que valían la pena de ser leídos eran mitad bestia, mitad seres humanos, todos encarcelables. Marianne sospechó entonces que Julián hablaba de sí mismo. A Marianne le molestaba terriblemente no tener todas las respuestas. La carta que él le escribió como mediocre testamento amoroso antes de su supuesto suicidio no alcanzaba a explicar aquellos días que ella vivió como protagonista parcial de esa historia.

La carta no explicaba su partida voluntaria, ni explicaba más que su ansiedad urbana, finisecular. La necesidad de entender cada aspecto de aquella relación fue exacerbada después por la lectura del manuscrito. Pero esa lectura dio origen a otras preguntas: ¿se trataba de una novela? ¿Acaso una recopilación de fragmentos y meditaciones, de historias desvinculadas, recuentos y descripciones de encuentros eróticos, cartas y semiensayos podía ser considerada una novela?

Marianne era una lectora curiosa pero no se consideraba una experta, y temía llevarle el texto a alguien desconocido para obtener una segunda opinión. El manuscrito/novela estaba escrito en un inglés bastante bueno si se consideraba que él no llegó a San Francisco sino hasta después de los veinte años y, según él, no habló el idioma hasta que llegó a California. ¿Tal vez alguien le ayudó a escribirlo? ¿Era una traducción? Demasiadas preguntas. Marianne no estaba segura de lo que en ese momento estaba haciendo en esa ciudad irrespirable y repleta de autos, horriblemente contaminada, en un hotel donde su examante se acostó con otra mujer mientras sostenía relaciones con ella que lo esperaba en otro país y, para colmo, con un libro inédito que detallaba esos encuentros. ¿Por qué estaba allí? Quizá porque quería encontrar en esa ciudad desconocida alguna clave sobre su propia conducta aparentemente incomprensible. En el fondo, se confesó en ese momento, no lo sabía. Abrió el libro en la página donde él (¿él?, en ninguna página aparecía su nombre) relataba su decisión de irse a México a pasar unos días. El protagonista sin nombre del relato decía sentirse atrapado en San Francisco, dividido entre ella y una chica argentina, Sabine, a quien conoció mientras ella, Marianne, viajaba por cuestiones de trabajo. Contaba también cómo en una cena había conocido a una pintora mexicana, Constancia.

Según él, esa misma noche hicieron el amor en la misma habitación donde ella está ahora releyendo esas páginas. La habitación había sido descrita fielmente. Allí estaban el tocador, el banquillo, el espejo. Poco a poco se comenzaban a ordenar las piezas del rompecabezas. Con mano tímida, Marianne tocó el forro del asiento del banquillo donde Julián y Constancia hicieron el amor bebiendo vino tinto. Buscó alguna mancha de vino. Nada. Tal vez fue recubierto, especuló. Tal vez sus cuerpos se bebieron cada gota minúscula de ese vino portugués del que él hablaba en el texto y ninguna gota alcanzó a derramarse sobre el forro del mueble donde cogieron bebiéndose ese vino, bebiéndose mutuamente.

Había preguntas que no le podría hacer a Constancia. La cama de la habitación era amplia. Su propio cuerpo, no el de Constancia, dormiría en ella esa noche. ¿Cuántos meses transcurrieron desde el principio de la historia? Los suficientes para que Marianne pudiese confiar en que la memoria de quienes habían sido protagonistas de ese drama todavía retuviese información valiosa para armar el rompecabezas oscuro. Se desnudó para ducharse pero no pudo contener el impulso de tirarse sobre la cama. Sabiendo lo imposible de su propósito, Marianne buscó en las sábanas algún rastro del olor de Julián que el cloro de la lavandería del hotel y otros cuerpos seguramente eliminaron el mismo día de su partida. Su desnudez le hizo recordar la desnudez de su examante. Su solitaria desnudez en la cama del Bristol hizo que su memoria regresara a la cama lejana del hotel de Washington Square en Manhattan, donde también ellos hicieron el amor la primera noche del día en que se conocieron. Esa era parte de la magia de su conexión inmediata con Constancia. No solamente las dos se acostaron con Julián la primera noche que lo conocieron, sino que a través de su llegada…

Un autor mexicano, Juvenal Acosta. Foto: Especial

¿Quién es Juvenal Acosta? Es autor de las novelas El cazador de tatuajes y Terciopelo violento, publicadas por Joaquín Mortiz. Es Doctor en Letras por la Universidad de California y profesor de Literatura en California College of the Arts, en Oakland y San Francisco.