Posts Tagged ‘Ricardo Benítez Garrido’

Encrucijadas | Católico por un taco

viernes, febrero 10th, 2017

“Sólo un taco he probado en dicho establecimiento —el árabe de bistec con queso—, pero basta para otorgarle la medalla dorada e incluso para cimbrar mi espiritualidad”, escribe en esta entrada Ricardo, sobre su taquería favorita El Tacuche Árabe.

Tratándose de gastronomía tiendo a dar una mayor importancia a los factores externos que a la experiencia meramente alimenticia. Por más especial que sea el restaurante o la ocasión, después de unos meses no logro recordar qué platillos ingerí. En cambio, siempre queda grabado en mi memoria, y con nitidez milimétrica, cada detalle del entorno físico y emocional que enmarcó el acontecimiento culinario. Hay, sin embargo, un lugar que rompe con esta constante, una excepción donde nada me importa más que el sabor resguardado por sus paredes. Se trata de El Tacuche Árabe, ubicado en la encrucijada de las calles cuatro y trece, en la colonia Espartaco, al sur de la Ciudad de México. No tengo la más mínima duda, esta es mi taquería favorita.

Sólo un taco he probado en dicho establecimiento —el árabe de bistec con queso—, pero basta para otorgarle la medalla dorada e incluso para cimbrar mi espiritualidad. Y es que no exagero cuando afirmo que apenas lo desdoblo y veo frente a mí la jugosa carne cortada en cuadritos, mezclada con queso Oaxaca derretido, y apenas percibo su intenso aroma, mi ateísmo se tambalea y comienzo a sospechar que me hallo ante una verdadera obra divina. Entonces, tras contemplarlo durante unos segundos con una devoción similar a la que los apóstoles tenían al observar a Jesucristo, agarro dos mitades de limón y las exprimo totalmente en su interior. Posteriormente asiento la fruta y me sorprendo al percatarme de que mi mano se ha manchado de verde cítrico, cual una Sábana Santa. El rito preliminar concluye cuando extraigo la cuchara metálica sumergida en la salsa roja y, como si fuera vino de consagrar, baño la que para entonces ya se ha convertido a mis ojos en una hostia-taco. Cabe añadir que, a pesar de la variedad ofrecida, la salsa roja es la única que siempre consumo, lo cual confirma un franco monoteísmo: un taco, una salsa, punto.

Al corroborar que, resistiendo el embate acuoso al que fue sometida, la tortilla milagrosamente ha conservado su consistencia, aparto los cubiertos que el mesero colocó a un costado. Decidida, mi mano izquierda sostiene el taco por la mitad, lo eleva en equilibro y yo inclino la cabeza para recibirlo. Eventualmente abro mis fauces y me dispongo a dar una buena mordida, no sin antes decir “Amén”. El primer contacto entre nosotros se caracteriza por una manifestación de la exquisitez de la tortilla, inmediatamente después se revela la perfecta suavidad de la carne y la elasticidad del queso. A partir de esa inicial y potente dosis de sagrado colesterol dejo de ofrecer cualquier resistencia atea y vuelvo a confiar ciegamente en que, a pesar de su necio y cruel mutismo, Dios nunca me ha desamparado.

Cada milésima de segundo transcurrida desde el primero hasta el último bocado, cada una por sí sola, hace que valgan la pena los cincuenta y tantos pesos que cuesta el taco. Por ello, al tragar su última partícula, agradecido miro al cielo. El techo del establecimiento es como la Capilla Sixtina: mis pecados han sido perdonados y se han abierto, misericordiosas, las puertas del paraíso. Esta sensación no acaba cuando el mesero prende la televisión en el canal Bandamax. Al fin y al cabo, quién nos asegura que el gusto del Señor no se ha desplazado, de los coros angelicales a Julión Álvarez. Además, en tal momento no puedo sentir decepción alguna provocada por las preferencias musicales del Creador, lo único que hay en mí es una desbordada alegría por haber sido readmitido en su rebaño.

Encrucijadas | La Gestalt en la pulquería La Paloma Azul

viernes, enero 27th, 2017

Ricardo visitó “La Paloma Azul”, una legendaria pulquería en la Ciudad de México, en donde encontró escenas que de haber sido capturadas con la cámara hubieran perdido su espontaneidad, por eso, las trae relatadas en este texto.

El lunes 23 de enero, alrededor de las cinco de la tarde, visité La Paloma Azul, pulquería ubicada en la encrucijada de Popocatépetl y Eje Central, en la colonia Portales, al sur de la Ciudad de México. Pagué treinta y ocho pesos por un riquísimo pulque de nuez y me senté cómodamente, decidido a registrar la actividad que se desarrollaba en el establecimiento y convencido de que no debía sacar la cámara fotográfica, pues ese acto arruinaría el encanto de la espontaneidad contemplada. No obstante, a continuación describo cuatro escenas hacia las que me hubiera gustado enfocar el lente.

 

  1. Entre una mesa cuadrada y una antigua sinfonola acomodada contra la pared, dos jóvenes ejecutan un rítmico paso de baile. Él lleva playera gris y jeans deslavados, ella blusa guinda sin mangas y diminuto short de mezclilla. A la izquierda de la pareja, un hombre calvo de unos cuarenta y cinco años, sonriente y trabajosamente de pie, simula tocar la guitarra al mismo tiempo que mira, sin avergonzarse de su descaro, las torneadas piernas de la muchacha. Arriba de la sinfonola se advierte un mural con los héroes de la Independencia y la Revolución acompañados de tarros de pulque. Por cierto, la canción que sale de las bocinas es “No se ha dado cuenta”, interpretada por Roberto Jordán.

 

  1. Un hombre canoso, de fuertes brazos y panza prominente, coloca cuidadosamente una ramita de pápalo en el taco de guacamole que unos segundos atrás se preparó junto al molcajete, éste último a disposición de todo aquel cliente deseoso de botanear. En otra mesa, a la derecha del personaje anterior, un anciano de cabello totalmente negro (sin duda teñido) aferra sus dedos al vaso de vidrio a medio llenar de pulque de piñón. El rostro alargado, arrugado pero intimidante, evidencia profundo dolor y/o lamentable borrachera. Sobre su cabeza vemos, colgado de la pared, un pequeño cuadro que representa la aparición de la Virgen de Guadalupe en el Cerro del Tepeyac.

 

  1. Debajo de un mural en el que destaca el hoy Alcalde Cuauhtémoc Blanco portando la playera del América, tres hombres mayores comparten una larga mesa con dos veinteañeros. Los primeros hablan entre sí y la cámara captura el momento en que el más alto de ellos lanza un violento ademán y afirma: “El puto gobierno nos cobra por nacer y por morirnos”. Mientras tanto, uno de los jóvenes, collar huichol al cuello y gorra en cuyo costado figura la palomita de Nike, agrega sal a su pulque natural. El otro, de barba tupida y con una pluma de ave en el sombrero, coloca llamativos lentes de sol en la parte superior de un guaje. Ambos parecen sumamente concentrados en sus respectivas tareas.

 

  1. Sentado en un banco y con la espalda recargada en la pared, uno de los encargados de la pulquería sostiene en su mano izquierda el Diario Pásala. La primera plana anuncia, entre otras noticias, lo siguiente: “Botanita de pitbull. Perro enloquece y se come a su dueño de 73 años, en La Merced”. El hombre, sin embargo, voltea hacia la televisión, donde es transmitido el programa “Cero en Conducta”. En el capítulo de hoy participa Chabelo. Yo, desde la cámara, me pregunto por qué siento una sorprendente familiaridad en este lugar, si cada escena está plagada de elementos que me resultan ajenos e incluso algunos de ellos francamente desagradables. Entonces la respuesta llega a mi cabeza: en La Paloma Azul se cumple a cabalidad eso de que “el todo es mayor que la suma de sus partes”.

Encrucijadas | Una road movie para Lucía

viernes, enero 13th, 2017

Imaginar una película, un camino en automóvil para alejarse de la gran ciudad y que signifique un reencuentro con un amor. Ahora Ricardo fantasea sobre cómo se habría visto este idílico encuentro.

La cámara se halla estática a dos manzanas del mar, en la esquina noreste del cruce de las calles 25 y 62 de Puerto Progreso. Enfoca hacia el poniente, hacia un coche estacionado sobre la 25, paralela al malecón. Encuadrados por el parabrisas delantero, Lucía y yo charlamos en el interior. La toma, en blanco y negro, es lejana. Si bien el micrófono sólo captura el incisivo rumor del viento, a estas alturas el espectador puede asumir que las inaudibles palabras pronunciadas, así como las miradas cruzadas, aún conservan el sabor de un reencuentro. Porque aunque nos enamoramos hace ocho años, ella sólo volvió a aparecer físicamente en mi vida apenas un mes antes del viaje. A lo largo de una hora y cincuenta minutos en pantalla, tres días en tiempo real, hemos recorrido la distancia que ahora nos separa de la Ciudad de México. Sí, fue una road movie y esta es su escena final.

Despego mis manos del volante, abro la puerta y desciendo del lado de la acera. De pie junto a la llanta delantera izquierda espero a Lucía, quien se acerca a mí con un gesto de complicidad. Lleva puesto un hermoso vestido blanco y yo una ridícula bermuda y camisa de manga corta. Ambos usamos sandalias. La secuencia no requiere música que la acompañe, basta que los ojos de la audiencia sean testigos de la culminación de una travesía cuyo esbozo inicial fue trazado formalmente en la primera cita del reencuentro. Quizá unos segundos atrás, dentro del coche, confesé haber soñado ininterrumpidamente con este instante durante los ocho años de alejamiento. Posiblemente ella contestó que también lo hizo. O tal vez le supliqué que nunca más se fuera. Pero no, pensándolo bien ya no tenía caso hablar más del tema, mucho se ha dicho a lo largo de la película. Mejor será gozar la plenitud del atardecer y la clemencia del sol, la arena que llena la cuarteada banqueta y que cruje bajo nuestros pasos en cuanto comenzamos a caminar hacia a la cámara.

El equipo de filmación se desplaza cuidadosamente para el norte, Lucía y yo giramos en la 62 y tomamos la misma dirección, rumbo al malecón. La cámara continúa adelante de nosotros, grabándonos desde el otro lado de la calle, una calle que, a excepción de la pareja de ancianos meciéndose en sillas de madera bajo la ancha puerta de una casa, se halla vacía. Dos imágenes —la calle vacía y los viejos en el umbral— poco vistas en nuestro sobreurbanizado y congestionado, pero sin duda maravilloso, punto de partida. A pesar de todo, no dejo de ser orgullosamente chilango. Incluso pensé que la road movie podía desenvolverse en la Ciudad de México, al estilo de La ilusión viaja en tranvía, de Luis Buñuel, o de Güeros, de Alonso Ruizpalacios, bellísimas películas que plasman parte de la riqueza cultural capitalina de su época. Sin embargo no hubiera sido fiel a Lucía y a mí, nuestra cinta exigía algo distinto: una fuga. Ambos necesitábamos escapar de la ciudad con el fin de no ser completamente devorados por ella. Esa ciudad, mi monstruo encantador, albergue de insatisfactorios empleos y violentas relaciones amorosas en picada, era ya una prisión para nosotros.

El principio del fin del encarcelamiento citadino llegó cuando nos miramos por primera vez tras los susodichos ocho años. Poco después elegimos Progreso como nuestro destino final al caer en cuenta de que, a su manera, cada uno había añorado esa pequeña localidad. Además, interpretamos esta coincidencia como una señal que tornó innegociable cualquier modificación en la ruta. Ahora bien, todo lo anterior evidencia que el argumento de la película no es en absoluto innovador, pero tampoco pretende serlo. Poco nos importa la originalidad mientras caminamos en ese puerto. Y por ello, mejor regresemos a donde nos quedamos, al segundo en que al grave silbar del viento se suma el chabacano escándalo de una antiquísima moto transitando en el solitario malecón, volvamos al graznido de las gaviotas y a la agitación de las olas, al paneo horizontal de la cámara, que se detiene en la calle 21 y elegantemente gira a medida que la rebasamos. Y entonces reanuda su andar, persiguiéndonos, enfocándonos en diagonal, siempre desde la otra acera. Al fondo de la imagen ya figura, discreto, el océano. Miles de kilómetros atrás quedaron las confusas encrucijadas, frente a nosotros se extiende la gloria del infinito.

Atravesamos el malecón y entramos en la playa. El camarógrafo apresura su paso y se ubica con estabilidad detrás de nosotros, a unos tres metros. A partir de aquí no avanzará más, se limitará a observarnos a medida que nos acercamos al mar, que ruge retándonos a navegarlo. De pronto el cuadro se cubre de arena por una fracción mínima de tiempo cuando un niño con playera pirata de Messi patea de zurda un balón medio ponchado. Sin percatarnos de lo sucedido a nuestras espaldas, le digo a Lucía “Guárdame las letras” antes de continuar abrazados con dirección al agua.

Esto último es un homenaje a la escena final de Subida al cielo, otra road movie de Buñuel. Y al formularlo estoy asumiendo mi destino en la vida real, encarando el riesgo de un excesivo simbolismo, lamentando el hecho de que tal película concluya en San Jeronimito. Porque ahorita, mientras redacto el texto de mi columna quincenal, soy una copia casi exacta de San Jerónimo, del Padre de la Iglesia que las pinturas representan como un escritor solitario, acompañado únicamente por un león. Nada más me falta el león…. y la fe. En la realidad no he sabido de Lucía desde aquel día en que nos reencontramos y esbozamos el viaje. Sospecho que ha vuelto a disiparse. Quizá es un espíritu decidido a invadirme cada cierto tiempo, o un sueño que obliga a ser soñado eternamente. También es posible que haya decidido distanciarse de una vez por todas. De cualquier modo, sólo queda la esperanza de que reaparezca. Y si lo hace, estaré listo, con Progreso en la mira.

Por lo pronto permítaseme fantasear con el cierre de un hipotético filme. Quiero ser víctima de mi propio engaño, visualizar las huellas impresas en el espacio donde la arena está mojada, imaginar nuestros besos y el frío de la corriente de resaca cubriéndonos los tobillos. Quiero bajar mis párpados y sentir en sus labios el sabor simultáneo a sal marítima y a mermelada de mora, escuchar a los pelícanos que sobrevuelan cantándonos improvisadas y tiernas melodías. No me importa ser empalagoso. Si la cotidianidad jamás lo es, la película puede serlo. Así que, por única ocasión: hagamos un final feliz.

Encrucijadas | De acuerdo con George Clooney

viernes, diciembre 30th, 2016

Una película sobre viajes, la mejor idea para despejarse, derribar la hoja en blanco y olvidar por un momento los recuerdos que inevitablemente vienen a nosotros en estas fechas, ¿o no? Ricardo Benítez escribe sobre Up in the Air, el año nuevo y una relación que llegó a su fin.

No sé qué escribir. Nada pertinente llega a mi cabeza. En cambio, frente a la página en blanco siento acercarse, amenazante, la hora límite para enviar el texto de mi columna quincenal. Quizá deba optar por tratar algún tema coyuntural. ¿El Año Nuevo? Claro. Puedo redactar algo como “Las 10 cábalas para iniciar el 2017”, o “15 lugares para festejar en la Ciudad de México”, o “Los 5 secretos del recalentado”. Maldita sea, pero si detesto ese tipo de artículos. Además no estoy con ánimo de celebrar. El próximo Año Nuevo será el primero desde que Valeria y yo concluimos nuestra relación. Los siete anteriores habíamos cenado únicamente nosotros dos. Vino tinto y jugosos cortes de carne. Ensalada y tabla de quesos y carnes frías. Nos vestíamos el uno para el otro con nuestros mejores atuendos. Escuchábamos a Radiohead. A la mañana siguiente despertábamos abrazados y desnudos, seguros de que cincuenta y dos semanas después estaríamos juntos en la misma posición. Por eso hoy no quiero saber nada de las doce uvas ni de la cuenta regresiva ni de… no debo desviarme del tema. En lugar de hablar de Valeria necesito solucionar la encrucijada de la columna. Tal vez alguna película cuyo centro sea los viajes pueda desenredarme las manos y las ideas. O posiblemente sólo busco un pretexto para abrir Netflix. De cualquier modo, la aplicación ya está sugiriéndome Up in the Air.

De entrada pinta bien. El personaje interpretado por George Clooney es un tipo cuyo empleo le exige viajar ininterrumpidamente. De manera paralela imparte conferencias donde motiva a los asistentes a deshacerse de aquello que les impide moverse. Propone vaciar la “mochila”, llena de personas y objetos, que cada uno carga en la espalda. Vaciarla hasta de fotografías, pues dice que éstas son para quienes tienen mala memoria. Me identifico a medias con esto. Dejé de usar las cámaras cuando Valeria y yo cortamos. Las últimas imágenes capturadas en mi iPhone fueron las de nuestra pasada cena de Año Nuevo. Pero digo “a medias” porque no creo que las fotografías sean para quienes no pueden recordar. Si actualmente las evito es porque no deseo acordarme en exceso de lo que he vivido. Sin embargo respeto tu punto de vista, George. Comparto tu crudeza e inclusive se me ocurre una idea incorporable a tus charlas: ¡Deshagámonos de las notas periodísticas que enumeran cuestiones triviales! ¡Deshagámonos de…! Aguarda. Sospecho que me caería de lujo enlistar cualquier cosa en ese superfluo tenor, rescataría la columna y de paso evitaría seguir confesando aquí mi vida sentimental. También estaría de maravilla sacar de mi mochila el peso de Valeria. Ha pasado casi un año desde nuestro rompimiento y todavía me hallo inmóvil.

Evidentemente Up in the Air no está despejándome. Sigo pensando en Valeria, en nuestras cenas de Año Nuevo y en la crisis artística que me aqueja. Encima de todo, uno de los personajes principales se llama como realmente se llama Valeria. Vaya situación de mierda: hace doce meses planeábamos vivir juntos el resto de nuestros días y ahora modifico su nombre en cada ocasión que escribo sobre ella. No lo hago por voluntad propia, lo hago porque ella así me lo pidió. “Para no incomodar a mi actual pareja”, aseguró. En fin. Supongo que no debería escribir en el estado emocional y de dispersión en que me encuentro, pero ya no hay vuelta atrás. El deadline se aproxima y ni siquiera tengo tiempo de releer lo tecleado. Mientras tanto, en la otra pantalla, Clooney afirma que su meta es alcanzar 10 millones de millas de viajero frecuente en American Airlines. “The miles are the goal” ¿Por qué todos están embelesados con los números? Eso explica el triunfo de “Los 5 secretos del recalentado”. No obstante, estoy siendo hipócrita. Aunque está claro mi rechazo hacia esa clase de artículos, lo cierto es que también cedo a la tentación de leerlos. Además organizo mis asuntos a partir de números cerrados y me obsesiono con las cantidades. Mentiría si dijera que soy un sobreviviente de esta lamentable epidemia. Con un franco sonrojamiento reconozco que quisiera muchos más Likes en mi columna, por ejemplo. Al fin y al cabo todos perseguimos una cifra.

La película va prácticamente a la mitad. La joven que lleva el verdadero nombre de Valeria interroga a George acerca de la filosofía de vaciar la “mochila” y la consiguiente negativa al compromiso. Luego, sin éxito, intenta venderle los conceptos de familia y amor. El actor ríe con ironía, externa su escepticismo y agrega que no hemos de engañarnos: al final todos moriremos solos. Decepcionada, ella rompe en llanto y confiesa que acaba de terminar con su novio. Las oscuras ideas Clooneyanas no sirven de consuelo. Yo sí estoy contigo, George, definitivamente estoy contigo. Tras este tiempo sin Valeria confío más que nunca en tus palabras. En lo único que tú y yo no coincidimos es en aquello que comentaste hace unos minutos. No, el hotel Luxor de Las Vegas no es una basura. Ahí fue donde Valeria y yo nos hospedamos. Luxor es sinónimo de absoluta felicidad. Luxor y las cenas de Año Nuevo con Valeria. Luxor, las cenas de Año Nuevo con Valeria y la inspiración literaria. Luxor, las cenas de Año Nuevo con Valeria, la inspiración literaria y la desaparición de las notas que enumeran lo banal. Hoy no queda nada. Hoy soy la mochila vacía. Hoy creo que todos moriremos solos. De acuerdo, señor Clooney, pero le advierto que con Luxor no ha de volver a meterse.

¡Carajo, es hora de enviar el texto! No estoy cien por ciento convencido de lo que he dicho ni de haber sido congruente, sólo sé que debo anotar un punto final. Lo hecho, hecho está. Y quizá es lo más sano. Si continúo escribiendo corro el riesgo de convertirme en un spoiler que revela dos incógnitas: el macabro desenlace de toda relación amorosa y la trama de una buena película.

Encrucijadas | Taxqueña y Miramontes

viernes, diciembre 2nd, 2016

Si una vida se puede describir a través de las marcas de los productos que se usan durante ella, también un cruce de vías públicas puede hablar de sí según sus escaparates y empresas sobre su suelo.

Por Ricardo Benítez Garrido

Nota preliminar

El lunes pasado vi una fotografía, tomada en 1952, donde se evidencia que el cruce de las avenidas Taxqueña y Miramontes, al sur de la Ciudad de México, distaba muchísimo de ser el atestado y bullicioso sitio que actualmente es. Ese mismo día, tras leer el texto “Ser”, en el que Luis Britto García, escritor venezolano, narra una vida entera a partir de los productos que en ella se consumen, decidí describir el aspecto que hoy luce la susodicha encrucijada a través de la amplia gama de empresas, instituciones, mercancías, etc., que ahí se hallan o anuncian. Para recopilar esta información partí del punto donde ambas calzadas se encuentran y me detuve aproximadamente cincuenta metros más adelante en cada dirección. El acomodo final fue dejado al azar. He aquí el resultado.

Taxqueña y Miramontes

Nescafé. Ballet Folklórico de México de Amalia Hernández. Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Notaría 198. Coca–Cola. Expedia. Zorro. Urrea. Compuinglés. Clínica Dental Sonría. Multifon. Ornelas. Movistar. Guess. Nacional Monte de Piedad. Librería Argonautas. Helen School. Kínder Acuático Americano. Laboratorio Médico del Chopo. Raiders de Oakland. Resistol. Migo. Scotiabank. American Express. Optimus. Quinzaños. Papelería Lety. Grupo Constelación. Abrasivos Sesa. Desenfriol D. Farmacia Benavides. Superlotto Millonario. Sista. Diego Trejo. Le’Delice. Seat. Phillips. Metro Taxqueña. Instituto Fleming. Derma. Pronósticos. Centro Educativo ECA. Visa. Paysafecard. Gran Forum. Fox+ Premium. CDMX. Nido. Bachoco. Estrella de Oro. Pullman de Morelos. Corona. Dragones Cárdenas. Farmacias Similares. Sky. Marco Beteta. Telmex. Grupo Niche. Fitness. Papalote Museo del Niño. Ladatel. Osiris. Mordisko. Stérimar. Edificamex. Tortanic’s. El Globo. General Electric. Escuela Superior de Intérpretes-Traductores e Idiomas. Esto. El Universal. Kotex. Asociación de Taxistas Regulares del D. F. Advil. Appleton Estate. Los Bybys. IUSA. Kabulaz. Fundación Teletón. RedNatura. Credifiel. Robin Revilla y Los Papis. Indio. Gas Natural. Jafra. Los Askis. Oxxo. Mohamed. Vitamédica. Histiacil. Mastel. Productos Conesa. Boing. El Sol de México. Excelo. Centro Universitario Conversa. Megacable. Iave. Salón Tropicaliente. Tequila Maestro Dobel Diamante. Lic. Flores. Licenciada Paulina Venegas. Bonafont. El Rey de la Cumbia Sonidera Alberto Pedraza. Celta. Chispazo. XX Ámbar. Farmacia Iris. Arely. Sol. Totalplay. La Razón. Costalitas. MasterCard. Comisión Federal de Electricidad. Grupo G. Caribe Cooler. Baktun. Sotano’s. Kipling. Lotería Nacional. Perfume con Aroma de Mujer. Envía. Los Yaguaru de Ángel Venegas. Concord. León Dorado. GanaGol. Panoto-S. Infonavit. Infinitum. Nortech Medical. Mayaska. Sin Apuro. Vicky Form. Supermultiplicador. Tris. B&D. La Misma Vaca. E-pura. Ómnibus de Mexico. Alerta Amber. Fundación Best. Vitacilina. Dame 5. Motorola. Mitel. Zahori Tropical. Sound Entertainment. Alfa 91.3. Grupo Jalado de Oscar Bakano. Consorcio Visual Empresarial. Pemex. Diario Monitor. Nestlé. Unión de Vendedores de Revistas y Publicaciones Atrasadas de la República Méxicana A. C. Stanley. Estética Unisex Sol. Nerium. Logitel. Johnson & Johnson. Banorte. Antiflu-Des. Jehovah Witnesses. Apoquel. Boost. Huggies. Langlish Point. Kellogg’s. Centro de Aprendizaje y Desarrollo Integral Engels. Lava Tap. DIF. Belleza Inesperada. Maxcom. Royer. VeTV. Melate. Parking Tip. Izzi. Pepsi. Ska Core Killers. Pela Pop. No Moral. Dogo. Polyform. Fundación Edith Mera Sicardo. Unefón. Centro Dental. Floratil. Volkswagen. Yale. Distribuidora Grammi. Next. Antiguo Colegio de San Ildefonso. Lock. La República. Dentista de Niños. Progol. Reforma. Foy Tools. Gatorade. Teledata. Fester. Nan Optipro. Rotoplas. Gynomunal. Kurado. Instituto Nacional Electoral. Delegación Coyoacán. MediAccess. Contimex. Elías (gato extraviado). Dental Pro. Buzón Expresso. Lavandería Estrella. Liverpool. Nextel. Verónica Gil e Inevitables. Centro de Terapia y Rehabilitación Física. Salón París. Terminal Central del Sur. Austromex. Axtel. El Financiero. Zaz Pollos y Más. Barritas Marinela. Sae Corporativo. +Kota. Clínica de Belleza Permanente. Aeroméxico. La Internacional Sonora Dinamita. Maskatesta. Comex. xGarufas. Axa. Cinépolis. Inmobiliaria Vinte. Truper. Abogados Zavala, Pérez-Gala y Asociados. Tania. El Rincón Poblano. Sears. Dish. Vick VapoRub. Mixea Tu Loko. Puppi Spa. Holanda. Paynet. Telcel. Montepío Luz Saviñón. Fontástiko. Casa de Moneda de México. General de Salud. Old Navy.

Encrucijadas | El inesperado vínculo entre el amor y el pan

viernes, noviembre 18th, 2016

Ricardo Benítez nos cuenta la historia de cuando pasó de ser un aprendiz del nombre de 50 panes dulces a enamorarse de toda una experta en el arte de la repostería. y aprovecha para recomendar algunas de sus panaderías favoritas.

Casi nada me desespera tanto como un músico que solamente habla de música. Aparentemente mi profesor de flauta dulce en quinto de primaria compartía esta opinión y por eso revisaba todo tipo de tareas en lugar de enseñarnos solfeo con propiedad. Su descarrilamiento alcanzó la cúspide al encargarnos investigar cincuenta nombres de panes. Este trabajo, sin embargo, resultó más que atractivo y para cumplirlo me esforcé como nunca lo hice resolviendo multiplicaciones y divisiones en la clase de matemáticas. La lista del uno al cincuenta pronto estuvo completa y a partir de ese día me consideré un profesional en el asunto panadero. Dieciséis años después conocí a Cecilia y supe que todo ese tiempo no había pasado de ser un inocente amateur. Mi simple antojo no podía compararse con su absoluta obsesión.

Ya en nuestra primera cita quedó clara la urgencia de expandir el diámetro de mi círculo de acción; si deseaba seguir el ritmo de esa mujer precisaba ir más allá de los cincuenta panes que conocía y de las panaderías que frecuentaba. Desde ese momento también entendí que sería menos complicado conquistarla si forjaba una alianza con los derivados de la harina, y debido a esto, en nuestro segundo encuentro aparecí con un Totoro de Marukoshi Bakery, la famosa panadería japonesa de la colonia Portales. En términos estrictamente románticos esa noche fue un desastre, y sospecho que Cecilia y yo actualmente somos pareja gracias al indudable efecto seductor del regordete y tierno panecillo. Por otro lado, aquel martes que nos vimos por segunda vez terminó siendo profético, pues ahora es ese el día de la semana dedicado a nuestra ruta del pan, ruta conformada por establecimientos, prácticamente todos coyoacanenses, que conocimos juntos y donde puede adquirirse mercancía de calidad.

El "Turbante" de La Ruta de la Seda. Foto: Facebook (utadelaseda)

El “Turbante” de La Ruta de la Seda. Foto: Facebook (utadelaseda)

El paseo comienza en las últimas horas de la tarde, cuando nos reunimos en la Biblioteca Central de la UNAM. Un cariñoso saludo precede el abordaje del coche guinda cuyo interior pronto estará lleno de migajas. Veinte minutos después llegamos a la Ruta de la Seda. En mi caso, la primera visita a esta cafetería fue como arribar a un país desconocido. Esta impresión se debió, en primer lugar, a que allí el pan reposa detrás de un vidrio, rompiendo la venerable tradición del autoservicio con charola y pinzas; en segundo, a que yo no hablaba el idioma apropiado del sitio (cuando pedí “ese panquecito”, el empleado al otro lado del mostrador respondió que “ese panquecito” era un Turbante de té verde constituido por una masa de brioche laminado). Para redondear mi novatez, el precio del Amandier me pareció desorbitado y opuse resistencia a pagarlo hasta que, risueña y conciliadora, Cecilia me aclaró que el costo se debía a que era un producto hecho a base de ingredientes muy diferentes de los que mi paladar acostumbraba.

Ella, en cambio, se mueve rebosante de confianza en cualquier panadería, sin importar si es la primera o la enésima ocasión que la examina. Esto es evidente en Cocoa, la segunda parada del itinerario. Adentro de esta acogedora y triangular construcción puede verse a Cecilia usando las pinzas con una habilidad equivalente a la que Messi tiene con el balón. La intuición emana de sus ojos a tal grado que su mirada parece palpar la superficie y el interior de cada chocolatín. Escasos segundos invierte en esta evaluación antes de colocar a los elegidos en la charola, dejando a los demás en una especie de condena, a la espera de clientes menos exigentes. Tras tomar meticulosamente estas decisiones con respecto al pan dulce, en Cocoa siempre pedimos un trozo de quiche de huitlacoche con queso de cabra y revisamos los libros disponibles para ser intercambiados por uno nuestro. El quiche es devorado en el coche mientras recorremos las pocas cuadras que nos separan del tercer punto, La Casita del Pan; los libros son leídos en casa.

Localizada en la esquina de Avenida México y Ayuntamiento, La Casita del Pan aporta, como mínimo, una lechuza y una torzada a nuestro paquete. En este espacio, Cecilia, quien tiene dotes innatos de investigadora, se impacienta cuando bromeo diciendo que en lugar de entrevistar a panaderos callejeros para hacer mi tarea escolar, en esa época debí haberme limitado a tomar una foto de la lista con nombres de panes que luce enmarcada a un costado de la entrada. Sin embargo, esta “molestia” desaparece apenas atravesamos dos calles y encontramos Délika, donde los martes y sábados venden pretzels estilo alemán. Entonces la situación se torna interesante. Y es que la ascendencia alemana de Cecilia la convierte en una autoridad dispuesta a emitir un juicio carente de compasión, juicio cuyo resultado siempre ha sido positivo. Cuando salimos del lugar, la noche ya ha comenzado a adueñarse de la ciudad, las calles se hallan pintadas de luces rojas que indican lo estático de los automóviles. Indiferentes a ese tráfico nos incorporamos a él, encaminándonos hacia la Portales.

Con frecuencia permanecemos charlando en el coche estacionado antes de entrar a Marukoshi Bakery. Eventualmente quitamos los seguros y salimos rumbo al diminuto local. A la mitad del camino me detengo cuando mis pensamientos empiezan a recrear vertiginosamente los meses transcurridos, desde aquella noche en que compré el Totoro, hasta hoy en que nuestra especialidad consiste en arrasar con todos los panes de queso disponibles en el establecimiento. Frente a mí, Cecilia se aproxima lentamente al umbral del número 24 de la calle Tokio, pisando con cadencia el húmedo asfalto. Buscándome gira la cabeza y al mismo tiempo abre la crujiente puerta de madera, en cuya parte superior está situada una campanita. El instrumento se balancea produciendo un sonido que mis oídos traducen como felicidad en el instante en que Cecilia me invita a pasar. Nuestra ruta del pan termina así en las coordenadas donde cierta noche de enero todo inició. No cabe duda de que a partir de esa fecha, la campanita jamás ha interrumpido su vaivén.

Encrucijadas | Nueva York, jazz y dos pelirrojas

viernes, noviembre 4th, 2016

I

 

Con el dedo índice de mi mano izquierda enlazaba las pecas y lunares en los senos de Helen, que subían y bajaban al ritmo de una lenta respiración. Suponía un número en cada punto y completaba siluetas irregulares; cambiaba las cifras asignadas para obtener figuras diferentes. Simultáneamente usaba la mano derecha a manera de peine, desenredando su cabello rojo y extendiéndolo sobre la almohada. Era la quinta mañana consecutiva que amanecíamos juntos. El silencio en la cama no sugería que nos encontrábamos en pleno Manhattan.

El hechizo terminó cuando vibró su teléfono celular. Adormilada activó el modo altavoz y dejó el aparato a un costado de su ombligo. La voz de Judy, la hermana gemela que se hallaba en la habitación contigua, poseía dulzura. “Nos vemos afuera de las regaderas en diez minutos”, dijo en inglés. Con los ojos cerrados Helen respondió “OK” y en seguida recapitularon brevemente el itinerario del día; en éste sobresalía un concierto de Hank Jones y Joe Lovano en Dizzy’s Club. Mientras tanto yo me deslicé debajo de las sábanas que aún le cubrían la cintura y las piernas e, imaginando que ella era Judy, le besé el pubis y mordí cariñosamente su cadera. Gozoso percibí el aroma que despedía, una mezcla de sexo y perfume Flower.

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Tras siete amaneceres en una Gran Manzana que ya lucía un aspecto decididamente otoñal seguía pareciéndome imposible discernir quién era Helen y quién era Judy. No dejé de observarlas detenidamente a partir de que las vi por primera vez, cuando los tres esperábamos una regadera libre en un hostal cuyos cuartos eran privados pero los baños compartidos. Sin embargo, nunca pude rastrear ninguna distinción física ni de personalidad. Cada mañana me aclaraban su identidad y el resto de la jornada las diferenciaba solamente por la vestimenta. Cada noche imaginaba que era Judy y no Helen quien se encerraba conmigo en mi habitación. Al principio este detalle nocturno me resultó indiferente y pasajero, fue en Dizzy’s Club donde cobró una súbita importancia. Esa noche Helen llevaba jeans azul oscuro y blusa guinda, Judy una falda negra encima de mallones también negros y un suéter gris de cuello de tortuga. Las dos usaban zapatos bajos y las dos dejaron un corto abrigo en el respaldo de la silla.

En la espera del primer set de jazz los tres hablamos lo suficiente para terminar de conocernos lo necesario. La noche transcurría con fluidez entre vasos de cerveza y la voz de Billie Holiday. Frente a mí, Judy hablaba empleando ligeros ademanes y balanceaba los hombros al ritmo de la música. Helen recargaba su mejilla izquierda en mi hombro derecho y eventualmente tarareaba algunas líneas melódicas de las canciones proyectadas por las bocinas. El ambiente se mantuvo en calma hasta que, en un lance repentino, Helen acercó su silla a la mía y discreta pero firmemente comenzó a palpar la frontera de mi muslo derecho y mi entrepierna. A continuación perdí el hilo de la charla pues imaginaba que eran los dedos de Judy los que me tocaban.

Una noche en el Dizzy's Club. Foto: Facebook (DizzysClubCocaCola)

Una noche en el Dizzy’s Club. Foto: Facebook (DizzysClubCocaCola)

Entre el público figuraba el cantante Jon Hendricks, y notarlo fue la única distracción que tuve. En mi cabeza sólo se articulaban estrategias mediante las cuales Judy y yo podríamos escabullirnos a la cocina del club. Ahí, rodeados de sartenes, cucharones y platillos esperando servirse, besaría delicadamente sus pezones marcados en la blusa y desabotonaría su falda. Ella me ordenaría que la penetrara y yo obedecería. Regresaríamos a la mesa después de ambos tener un orgasmo. Sin embargo, detuve esta ola de pensamientos al percatarme de que ese tipo de situaciones sólo las había visto en escenas pornográficas o en comedias románticas hollywoodenses. Avergonzado intenté serenarme concentrándome en el panorama detrás de los ventanales y en la carta de vinos que no sé cuándo apareció en la mesa. Eran absurdamente caros y me resigné a pedir otra cerveza.

La música dejó de sonar y el bullicio se transformó en murmullos cargados de expectativa. Un calor insoportable me brotaba de los poros y era incapaz de mantenerme quieto durante diez segundos. La gota que derramó el hirviente vaso y cambió mi perspectiva cayó cuando Helen me susurró al oído las posiciones que deseaba experimentar conmigo esa noche. Lo hizo con tacto, justo en el momento en que sonoros aplausos anunciaban la salida de Hank Jones y Joe Lovano al escenario. Entonces fue frustrante saber que esa madrugada sería idéntica a las anteriores. Helen y yo entraríamos en mi habitación, encenderíamos la lámpara del buró y nos recostaríamos en la cama. Tras unos minutos de conversación y jugueteo nos desnudaríamos mutuamente y en seguida bajaría mis párpados y sentiría sus labios humedeciéndome. Desde el exterior llegaría el sonido de las ambulancias y coloridas luces intermitentes. Hinchado entraría en Helen pensando en la mujer del cuarto contiguo, en su idéntica gemela. Quizá nos desvelaríamos repitiendo la secuencia, o tal vez no.

En el recital nunca dejé de maquinar escenarios en torno a Judy e hipótesis sobre por qué la deseaba más a ella que a su hermana. De regreso al hostal procuré convencerme de que las gemelas eran copias exactas y de que esa noche el placer llegaría a manos de Helen y no mediante una fantasía con Judy, como hasta ese momento había ocurrido. Al entrar en el edificio de West 63rd Street me hallaba confiado en haber asimilado exitosamente la cuestión. Sin embargo, minutos más tarde, ya en mi habitación, todo fue exactamente como lo presupuesté en Dizzy’s Club.

 

II

 

Con el dedo índice de mi mano izquierda enlazaba las pecas y lunares en los senos de Helen, que subían y bajaban al ritmo de una lenta respiración. Suponía un número en cada punto y completaba siluetas irregulares; cambiaba las cifras asignadas para obtener figuras diferentes. Simultáneamente usaba la mano derecha a manera de peine, desenredando su cabello rojo y extendiéndolo sobre la almohada. Era la quinta mañana consecutiva que amanecíamos juntos. El silencio en la cama no sugería que nos encontrábamos en pleno Manhattan.

El hechizo terminó cuando noté un menor número de lunares y pecas de los que claramente recordaba. ¿Era realmente Helen o era Judy la que estaba frente a mí? Cómo saberlo si nunca fui capaz de diferenciarlas por mí mismo. Había confiado en su palabra y ahora descubría que una de ellas tenía menos puntos en la piel. En ese instante, como si supiera lo que acababa de representarse ante mis ojos, la pelirroja despertó desconcertada. La interrogué con premeditada cautela, pero se limitó a mirar el techo y a morderse una uña. Segundos después dejó la cama sin decir una palabra y se puso una playera sin mangas y pantalones de pijama. Usando el teléfono de la habitación marcó a la de su hermana y tranquilamente dijo: “Nos vemos afuera de las regaderas en diez minutos”.

La otra gemela llegó vistiendo únicamente una sudadera de Joy Division que cubría su cuerpo hasta la mitad de los muslos. Casi mecánicamente le adjudiqué el nombre de Judy y mi corazón aceleró su palpitar. No tardé mucho en darme cuenta de lo absurdo de esto y de lo confuso de la situación. Entonces, sin preámbulo, las hermanas hablaron. Carentes del más mínimo titubeo confesaron que desde el inicio habían alternado su identidad, tanto en las calles como en mi habitación. Una de ellas interpretaba a Helen y la otra a Judy, al día siguiente intercambiaban papeles. Agregaron que ya en la niñez habían advertido que el parecido era tal que podían darse el lujo de usarlo ingeniosamente. Divertidas y orgullosas de su puesta en escena presumieron que sólo en dos ocasiones habían sido descubiertas. No supe qué responder y acepté sus aparentemente sinceras disculpas. En seguida entraron a una regadera que se había desocupado. Aguardando alguna otra medité el asunto: había pasado las noches deseando a la gemela que no estaba presente, permanentemente había fantaseado con las dos Judy al encontrarme con las dos Helen.

El Carnegie Hall. Foto: Wikimedia Commons

El Carnegie Hall. Foto: Wikimedia Commons

A pesar de todo, ese día seguimos recorriendo las calles de Nueva York. Era el último que pasaría completo en la ciudad y ellas aceptaron mi propuesta de enfocarlo particularmente a sitios musicales. Al principio parecía que nada había cambiado entre nosotros, seguíamos bromeando y charlando como siempre. En la mañana visitamos el Carnegie Hall, donde compré un disco que anhelaba: la grabación del concierto que Benny Goodman ofreció en el recinto en 1938. A continuación comimos shish kebab en un carrito callejero atendido por un egipcio que hablaba un inglés indescifrable para mí (también yo le resulté incomprensible y nunca logramos una conversación decente). En la tarde encontramos el Teatro Apollo y la esquina donde originalmente funcionaba el legendario Cotton Club en Harlem. Para esas horas nuestro ánimo ya se había distorsionado considerablemente. Las hermanas parecían fastidiadas y el cansancio me estaba derrumbando. Seriamente les dije que prefería regresar al hostal mientras visitaban la parte norte del Central Park. Pactamos reunirnos en el lobby a una hora que nos permitiera llegar puntuales al club de jazz Village Vanguard.

En la habitación me recosté confundido. A partir del incidente matutino no había preguntado quién era quién y ellas tampoco lo habían aclarado. Además, mi propio piso se volvió resbaladizo, faltaba una base firme donde pudiera apoyarme. El problema no era si deseaba o no a la que siempre actuó de Helen, claro que lo hacía; el problema era que siempre deseaba más, mucho más, a la que actuaba de Judy. Pensar en esto me provocó dudas sobre la existencia de alguien o algo que yo deseara genuinamente y también acerca de mi propia identidad. Reflexioné el asunto pero gradualmente me sentí peor. Exhausto terminé activando la calefacción, dispuesto a quedarme dormido.

Tocaron a mi puerta quince minutos antes de la hora a la que habíamos acordado reunirnos en el lobby. Sonrientes, Helen y Judy me saludaron. Vestían exactamente igual: jeans deslavados y blusas entalladas color blanco con líneas verticales púrpura. Sus peinados también eran idénticos. No pregunté nada a pesar de que no tenía ni la más remota idea de quién era Judy y quién era Helen. No me importaba descifrar el juego. Lo único que hice fue dejarlas pasar entendiendo que ya no iríamos a ningún lado. Seguras y en silencio, las gemelas se acomodaron en la cama. Lamenté que fuera mi última noche en Nueva York, no conocería el club de jazz que más deseaba conocer. Para compensar esta falta abrí mi lap top y reproduje las grabaciones hechas en el Village Vanguard por Bill Evans, Scott LaFaro y Paul Motian. Piano, contrabajo y batería. El sonido del trío no asemejaba nada que hubiera escuchado. Cada elemento anticipaba intuitivamente los movimientos de los otros dos en una conjunción magistral de acuerdo e improvisación. Juntos concebían bellísimos y elaborados matices y dinámicas, juntos proyectaban sonidos que avanzaban en un mismo sentido, si bien por distintos caminos. Entonces ya nada me preocupó, todo estaba perfectamente enlazado, cada nota ocupaba dignamente su lugar.

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Encrucijadas | Escala (Houston, tenemos un problema)

viernes, octubre 21st, 2016

El autor cuenta lo que seguramente muchos han sentido: el tedio de la escala de un viaje. Sentirse en el limbo entre el lugar de salida y el sitio que nos espera. La impaciencia por contar lo vivido durante un viaje increíble y mucho más, por ver a aquellas personas que hacen sentir como en casa.

La terminal en cuestión, testigo de la escala de miles de viajeros. Foto: Wikimedia

La terminal en cuestión, testigo de la escala de miles de viajeros. Foto: Wikimedia

Unos conversaban en la sala de espera 19 de la terminal C del Aeropuerto Internacional George Bush en Houston, Texas, otros consultaban modernos teléfonos o computadoras y muy pocos dormían —o mejor dicho, intentaban dormir— acostados —o mejor dicho, desparramados— en las incómodas sillas. A través de los altavoces se informaba que pronto terminaría el abordaje de un avión con destino a Washington. Un tal Morgan perdería el vuelo en caso de no presentarse inmediatamente. Afuera, la decreciente luz del sol rebotaba contra el verde opaco de la vegetación en torno a los hangares. Mi itinerario indicaba una prolongada escala antes de volver a la Ciudad de México, por lo tanto, el tiempo no apremiaba. El problema era que ella no estaba donde acordamos que estaría. Sin embargo, sospeché que se hallaba comprando en cualquiera de las múltiples tiendas, así que decidí sentarme y aguardar.

En el aeropuerto todo parecía simultáneamente propio y ajeno, conocido y anónimo, perpetuo y pasajero. A mi alrededor deambulaban extraños a los que ansiaba narrarles las dos fantásticas semanas que tuve en Chicago, decirles que ahora buscaba a cierta persona y que pronto ambos estaríamos de vuelta en casa. A pesar de que también planeaba interrogarlos sobre sus viajes y vidas, la verdad es que no tenía ningún sincero interés en conocer a nadie, únicamente pretendía distraerme. Al final de cuentas no ideé nada para iniciar una charla con originalidad y preferí comprar una lata de té verde y esperar pegado a los ventanales. Ante mis ojos resplandecía una pista llena de vehículos transportando maletas y mecánicos trabajando en el mantenimiento de los aviones. La escena poseía encanto, no cabía la menor duda.

Después de diez minutos empecé a sentirme perdido. Después de veinte la sensación de extravío se apoderó totalmente de mí. La conmoción fue reforzada por el hecho de hallarme haciendo escala. Era perturbador tomar conciencia de que no estaba ni en casa ni en Chicago, esa ciudad que ya sentía familiar después de pasear quince días en sus calles. Pendía en un incómodo limbo carente de línea telefónica y equipado de una muy inestable señal de WiFi. (Mucho después, gracias a la conferencia “El etnólogo y el turista” que Marc Augé impartió en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, entendí que el único momento que dejé mi hogar fue precisamente en Houston. Previamente respiraba tranquilo en un confort físico y psicológico, había atravesado fronteras geográficas sin realmente salir de casa. Asimismo, transcurrieron varios años hasta que asimilé las ventajas de la escala como metáfora. Se trata de una posición a medio camino entre el hogar y lo desconocido, un lugar estratégico desde donde uno puede observarse a sí mismo a la misma distancia que observa a los otros.)

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Me puse de pie al sentir hormigueos en las piernas. Había permanecido en la misma posición durante casi media hora. Para recuperarme caminé a lo largo de los amplios pasillos hasta llegar a la terminal E. Ahí pensé que al volver a la sala diecinueve ella estaría esperándome. Insistiría en que todo el tiempo estuvo en dicho sitio y yo, confundido, le creería. Inexplicablemente estaba seguro de que las cosas sucederían de esa forma, así que comencé a planear lo que haríamos a continuación. Comeríamos en el restaurante giratorio del hotel Marriott ubicado en el aeropuerto. Ahí nos recibiría una hermosa hostess mexicana que nos ofrecería el guardarropa para nuestro equipaje. Elegiríamos una mesa cercana a la ventana para ver aterrizar a los aviones mientras comemos hamburguesas y papas a la francesa. Recapitularíamos las vacaciones cuando los platos estuvieran vacíos y sólo nos quedaran las cervezas. Al salir, la bella mexicana nos diría adiós y yo lamentaría que nunca la vería de nuevo.

Terminé de fantasear y entré a la primera librería que se me cruzó. Hojeé una revista empresarial cuya portada incluía una cita de Camilo José Cela. Las palabras hacían referencia a la disparidad entre la verdad de los escritores y la de “quienes reparten el oro”. Reflexioné sobre dicha cuestión no más de treinta segundos (supongo), después de los cuales devolví la revista a la estantería y encaminé mis pasos de vuelta a la sala. En la diecinueve ella seguía ausente. Entonces reanudé la caminata sin saber hacia dónde hasta que no sé qué motivo me frenó a un costado de una pizzería. Mirando las pizzas exhibidas en el mostrador, con los ojos ya enrojecidos, recordé cómo ella cerraba los suyos tratando de dormir en el metro de Chicago, a las siete horas de ese mismo día. En Jefferson Park despertó y quiso saber cuántas estaciones nos separaban de O’Hare, donde se localiza el aeropuerto. Esa mañana decidimos llegar juntos a pesar de que su vuelo saldría tres horas antes que el mío. La acompañé a la puerta de abordaje correspondiente, convenimos el lugar para reunirnos en Houston —ciudad desde la que volaríamos en el mismo avión hacia la Ciudad de México— y después quemé minutos contemplando los escaparates plagados de souvenirs y rememorando cada detalle de esas vacaciones a punto de terminar.

Cloud Gate en el Millennium Park de Chicago. Foto: Shutterstock.

Cloud Gate en el Millennium Park de Chicago. Foto: Shutterstock.

En ese momento caí en cuenta de que había pasado muchísimo tiempo desde la última vez que compartimos un viaje. Es más, a últimas fechas nos habíamos distanciado el uno del otro. Seguramente por eso me sorprendió ver su rostro reflejado en el Cloud Gate, la famosa obra de Anish Kapoor asentada en el Millenium Park. La imagen era muy diferente de la que yo tenía en la cabeza. Sus facciones se habían endurecido. Sin embargo, como lo demuestra la primera foto que tomé en Chicago, esta dureza no cancelaba una genuina felicidad: enmarcada por el letrero luminoso del hotel Allerton y la extravagante arquitectura de la tienda Burberry, ella sonríe frente a uno de los caballos que adornan Michigan Avenue, todavía arrastrando su maleta y con una backpack en la espalda. Nunca he sabido por qué le gusta posar junto a esculturas de animales, si bien casi siempre he sido el fotógrafo de esos encuentros.

Cada sitio que visitamos en Chicago había exhumado recuerdos. Las oficinas de la UNAM con las que casualmente tropezamos en West Erie Street nos transportaron a los días en que la recogía en el Centro de Enseñanza Para Extranjeros de Ciudad Universitaria, donde ella trabajaba; la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvôrak interpretada en el Jay Pritzker Pavillion revivió en nosotros los ensayos abiertos de la OFUNAM que tanto frecuentábamos anteriormente; el jam de poesía en el Green Mill —el bar donde Al Capone escondía barriles de alcohol— trajo a nuestra memoria los breves e inocentes poemas que le dedicaba casi dos décadas atrás; las sillas voladoras de Navy Pier nos condujeron hasta aquellos sábados cuando invertíamos horas y horas en Six Flags de la Ciudad de México. En fin. En Chicago me di cuenta de cómo en los últimos años había olvidado lo que se siente saberse a salvo. Por esto, en Houston no podía creer que la noche previa estábamos ovacionando a los Medias Blancas mientras estos recibían una paliza a mano de los Yankees en el U.S. Cellular Field. No podía creer que ahora caminaba solo en la fría atmósfera propia de todo aeropuerto.

Habían transcurrido poco más de cincuenta minutos desde que la busqué por primera vez en la sala diecinueve. Cuando los altavoces anunciaron que ella se encontraba esperándome en el área de reclamo de equipaje, yo estaba siendo interrogado por los responsables de un módulo de ayuda. Entonces me despedí de ellos, desafortunadamente empleando menos delicadeza de la que ameritaba el trato recibido. Recorrí largos corredores hasta que vi un letrero con las palabras “Baggage claim” acompañadas de una flecha señalando hacia una escalera eléctrica. Mientras descendía la vi a unos quince metros haciendo señas para atraer mi atención. Rodeada de bandas giratorias ya vacías, sonreía igual que en la foto con el caballo de Michigan Avenue. En la mano derecha tenía su anticuado teléfono celular y en la izquierda el asa de la maleta. Detuve mi marcha aproximadamente a cinco metros de ella y observé todo a nuestro alrededor. Las bandas de equipaje y los viajeros habían desaparecido, las paredes se tornaron blancas y el techo se alejó del suelo. Frente a mis ojos se asentaba un comedor de madera oscura, a mi derecha tres sillones color durazno. Unos metros atrás, en la cocina, ella me llamaba abriendo los brazos, agachada para que estuviéramos a la misma altura. Impaciente me liberé de la mochila llena de cuadernos escolares y avancé lo más rápido que pude. Nos abrazamos. En ese momento, al sentir su beso en mi mejilla y sus brazos envolviéndome, supe que no corría ningún peligro ahí donde todo es propio y ajeno, conocido y anónimo, perpetuo y pasajero.

POSTALES OLÍMPICAS | Los signos del amor en los autógrafos de Ana Gabriela Guevara

sábado, agosto 13th, 2016
La primera mujer en la historia de México en conquistar una medalla olímpica en los 400 metros lisos, Foto: efe

La primera mujer en la historia de México en conquistar una medalla olímpica en los 400 metros lisos, Foto: efe

En los Juegos de Atenas 2004, la velocista Ana Gabriela Guevara se convirtió en la primera mujer en la historia de México en conquistar una medalla olímpica en los 400 metros lisos, al conquistar el metal plateado con crono de 49.56 segundos, justo un año después de haberse proclamado campeona mundial. El 24 de agosto quedará marcado en la vida de la sonorense que se entregó al máximo, pero que no le alcanzó para derrotar a su acérrima rival del 2004, la bahamesa Tonique Williams, quien demostró llegar en una excelente forma física y mental, a la justa veraniega.

Por Ricardo Benítez Garrido

Ciudad de México, 13 de agosto (SinEmbargo).- Alonso Arreola, músico, escritor y especie de sensei personal, dice que las coincidencias ocurren pero los signos nos ocurren. Los aficionados a los deportes somos expertos en la cuestión, pues tendemos a interpretar la vida cotidiana como si ésta estuviera llena de signos que influyen en los resultados deportivos, así como a atribuir a marcadores y competencias un poder profético sobre los acontecimientos diarios.

El lunes 9 de agosto de 2004 comencé a estudiar el bachillerato. Un arranque de indecisión en las semanas previas me llevó a inscribirme en dos escuelas, el Tec de Monterrey y la Preparatoria 6 de la UNAM. Sin embargo, el primer día de clases tuve que elegir entre una de ellas y escogí el Tec, seguramente debido a la presión de mis padres, quienes aseguraban que mi futuro estaría a salvo en dicha institución. Esa mañana estuve lleno de melancolía pues el último año de secundaria me la pasé embobado con Isabel, una morenita que obtenía puro diez y que acababa de ingresar a la Prepa 6.

Isabel y yo comenzamos a hablarnos justo un año atrás cuando ambos llegamos al salón de clases presumiendo nuestros autógrafos de Ana Gabriela Guevara, entonces recientemente ganadora del oro en el Mundial de atletismo y en los Juegos Panamericanos. Me atrapó inmediatamente, pero mi ya legendaria inseguridad con las mujeres provocó que durante ese año sólo nos hiciéramos muy buenos amigos y que Ana Gabriela Guevara fuera el centro de la relación.

Gradual e inconscientemente nos dimos cuenta de que con la atleta el asunto era bilateral: por un lado, su éxito en los 400 metros planos garantizaba el bienestar de nuestra amistad, por otro, este bienestar aseguraba que el cronómetro se detuviera en un tiempo competitivo con miras a los Juegos Olímpicos de Atenas 2004.

Esto se confirmó en el primer semestre del año, cuando Isabel se fue a terminar la secundaria a Canadá. A pesar de que nos escribíamos correos electrónicos y hablábamos por teléfono frecuentemente, la distancia entre nosotros provocó que Ana Gabriela Guevara padeciera una grave lesión en el tendón de Aquiles que parecía poner en riesgo su rendimiento en los próximos Juegos Olímpicos.

A partir del martes 10 de agosto me invadió la sensación de que algo andaba mal. Durante muchos años, Ana Gabriela Guevara había sido la mejor del mundo en los 400 metros planos, pero necesitaba ganar la medalla de oro en Atenas para entrar literalmente en el Olimpo.

Del mismo modo, Isabel y yo sabíamos que nos faltaba coronar nuestra amistad con un primer beso y el posterior pero inmediato noviazgo. Nada de esto se lograría si yo permanecía en el Tec de Monterrey. No entendía muy bien las relaciones causales que estaban operando en ese momento, pero intuía que si no abandonaba esa escuela la relación con Isabel se volvería lejana y, por lo tanto, el noviazgo y la medalla de oro estarían en riesgo. No era una decisión sencilla, mis padres habían pagado ya la costosa colegiatura, así que esperé el signo que indicara que mis intuiciones eran correctas… y el signo llegó.

El viernes 13 de agosto de 2004 salí de mi clase de matemáticas lo más rápido que pude y llegué a la cafetería del Tec donde sabía que transmitirían la inauguración de los Juegos Olímpicos. Me senté en el único lugar disponible y cuando volteé hacia la televisión no pude creer lo que estaba sucediendo: la delegación de España aparecía en la pista del Estadio Olímpico de Atenas y su abanderada se llamaba Isabel Fernández Gutiérrez, exactamente igual que Isabel, mi Isabel.

En ese instante dejé de dudarlo, solicité mi baja definitiva del Tec y el lunes siguiente comencé a asistir a la Prepa 6, en la que aún estaba inscrito. El fin de semana no me importó devorarme horas de sermones familiares, estaba feliz porque sabía que dentro de pocos días Isabel y yo seríamos novios y la medalla áurea sería para Ana Gabriela Guevara.

Mis primeros días en la Prepa 6 fueron de tensa calma, pero en cuanto las pruebas de 400 metros planos en rama femenina comenzaron, Isabel y yo nos involucramos cada vez más. Ana Gabriela Guevara marcó 50.93 segundos en la primera eliminatoria e Isabel y yo comenzamos a caminar agarrados de la mano. 50.15 en la semifinal y vimos El Rey Arturo, abrazados en Cinemex de Plaza Loreto.

Todo se estaba acomodando para que nuestro primer beso llegara con la medalla de oro el martes 24 de agosto. Así que ese día faltamos a clases y fuimos a mi casa para ver la carrera con intimidad. Al salir a la recta final Ana Gabriela Guevara parecía estar cerrando con fuerza y nosotros nos apretamos contra el pecho del otro. Estábamos seguros de que era cuestión de segundos para que nuestros labios se besaran. Pero el apretón perdió fuerza a medida que la atleta perdía velocidad. Incrédulos vimos cómo la bahamesa Tonique Williams aceleró y ganó la prueba. Isabel y yo separamos nuestros cuerpos con la certeza de que nunca seríamos más que buenos amigos.

En las semanas siguientes ella se hizo novia de un alumno de nuestro salón y yo de una adolescente francesa. Sin embargo, nuestra relación con Ana Gabriela Guevara nunca desapareció, ya que durante los años posteriores, mientras Isabel y yo gradualmente perdíamos todo contacto, la atleta se alejaba de la pista de tartán y se acercaba a la peligrosa y más competitiva pista de la política. Las coincidencias ocurren, los signos nos ocurren.

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