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Memorias de un celular | 24 horas en Puebla

viernes, enero 26th, 2018

A dos horas del centro de la Ciudad de México se encuentra Puebla, un estado con nueve pueblos mágicos, que combinan la modernidad y su tradición con una arquitectura y gastronomía únicas.

Ciudad de México, 26 de enero (SinEmbargo).– Uno de los estados con mayor tradición en México, con todas sus iglesias, de las mejores gastronomías, sus dulces y atracciones, que además está muy cerca de la capital, por lo que es una buena opción para “una escapada”.

A menos de dos horas de la Ciudad de México está la Ex Hacienda de Chautla, un atractivo turístico que esta región ha sabido aprovechar, ahí se han grabado algunas telenovelas, sirve para hacer bodas y eventos especiales, pero también para que el público haga un recorrido de cooperación voluntaria por lo que ahora es uno de los hoteles de la cadena Misión, en el que se pueden ver algunas tradiciones poblanas como las ollas de barro y una fuente de Talavera.

San Pascual Baylón, el santo patrono de la cocina. Foto: Mundano, SinEmbargo

A los alrededores hay un bosque de eucaliptos, una tirolesa y el Castillo Gillow, el principal atractivo y dueño de las fotos de los visitantes, al cual se puede subir para disfrutar la vista del lugar.

El sope de Chautla. Foto: Mundano, SinEmbargo

Lo mejor, sin embargo, fueron los sopes del pueblo una vez fuera de la hacienda. Como parece tradición en México, el tamaño prometido por la señora que los hace fue mucho menor que el real. Fue una deliciosa sorpresa, estaba acompañado de nopales y cebollas asadas, bistec y un poco de requesón.

La siguiente parada: Puebla capital. En más o menos 50 minutos se llega al centro de Puebla de Zaragoza, con sus tiendas de talavera, sus iglesias, sus restaurantes, sus bares y su impresionante catedral.

El interior de la Catedral de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción . Foto: Mundano, SinEmbargo

Sedientos de recorrer la catedral, fuimos directo a “La Pasita”, un bar recomendado y que parece ser una parada necesaria para los turistas. Ahí se sirven caballitos a base de licor de frutas en distintas combinaciones por sólo 25 pesos. El clásico es el de licor de pasa con un cubo de queso.

Los shots de La Pasita. Foto: Mundano, SinEmbargo

Llegó la hora de comer y por supuesto buscábamos mole poblano que para nuestra sorpresa casi no gusta a los locales (tres personas que preguntamos dijeron que no les agradaba por ser muy dulce), como sea, encontramos un restaurante agradable cerca de El Parían, llamado “Qué chula es Puebla”, en donde servían enchiladas.

No se hace, pero me comí las enchiladas poblanas con crema. Foto: Mundano, SinEmbargo

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En la Calle 6 hay varias tiendas de antigüedades. Foto: Mundano, SinEmbargo

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Los chapulines casi tan grandes como su catedral. Foto: Mundano, SinEmbargo

El siguiente paso era Atlixco, en un viaje hacho en época navideña implicó visitar la Villa Iluminada tan promocionada últimamente por los medios. Al llegar ahí, ya de noche y después de caminar algunas cuadras obscuras y solitarias, encontramos lo que parecía más bien una feria de pueblo.

Había trenecitos que llevaban a la gente a dar todo el recorrido con comodidad, había puestos de micheladas, de hot cakes y algodones de azúcar y sí, varios focos encendidos, en un esfuerzo muy agradable por parte de este pequeño pueblo.

Los Reyes Magos en el zócalo de Atlixco. Foto: Mundano, SinEmbargo

Pero teníamos que llegar a Cholula, en donde pasaríamos la noche. Tuvimos la suerte de encontrar en Airbnb un restaurante-bar-hostal llamado Casa Sumerio por sólo 240 pesos por persona.

Para la mala suerte, el restaurante y el bar estaban cerrados por vacaciones, pero el encargado nos hizo la atenta invitación a llevar lo que quisiéramos tomar y disponer de la computadora y la bocina para poner música.

El restaurante-bar de Casa Sumerio. Foto: Mundano, SinEmbargo

Confiados, salimos a buscar vida nocturna que ‘alguien había dicho’, que habría en Cholula. No la hubo. La mayoría de los bares a la redonda cerraban a las 12 am, por lo que sólo alcanzamos a tomar un trago en la gloriosa Cervecería Chapultepec, originaria de Guadalajara y que tiene todo su menú en 18 pesos (para este año aumentó a 19 pesos).

La Iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, hasta arriba de la montaña. Foto: Mundano, SinEmbargo

Al otro día no había mucho qué hacer más que ir a visitar la Pirámide de Cholula, con su iglesia, su montaña y sus túneles. No lo hicimos. Había una gran fila para entrar y como prometimos regresar pronto (a la Cervecería Chapultepec) mejor fuimos a comer algo típico.

Paramos en La Tía Tere, un lugar con un menú muy variado que incluía pozole, ceviche, camarones y por supuesto, mole, cemitas, chanclas, chalupas y pelonas.

Después de escuchar la descripción de cada una de éstas, opté por una chancla. Un estilo de torta ahogada rellena de carne de res, que en lugar de estar bañada en salsa, lo estaba en la grasa que despedía la longaniza alrededor. Así como suena, lo mejor es que estaba muy buena y el exceso de grasa valió la pena.

La famosa Chancla poblana. Foto: Mundano, SinEmbargo

El paseo terminó con una michelada de más de un litro en la terraza del bar “1000 Amores Cholula”, con una buena vista hacia el centro de la ciudad y hacia la pirámide.

Memorias de un celular | Un mofongo y tostones en Puerto Rico

viernes, enero 6th, 2017

La capital de Puerto Rico a través de su gastronomía en fotos. Una cerveza, el malecón, el castillo, mariscos y muchos, muchos plátanos.

Ciudad de México, 6 de enero (SinEmbargo).– El malecón es la puerta de entrada a los cruceros, cientos de turistas desembarcan ahí cada día como una primera impresión de la capital boricua, la isleta de San Juan, en donde la arquitectura del siglo XVI y XVII y la inevitable influencia estadounidense se mezclan.

Su gastronomía tiene como base el mofongo y los tostones, o sea el plátano verde frito, acompañado de carnes, pero también hay lugares en los que se preparan pescados y mariscos deliciosos

Las calles de San Juan. Foto: Cortesía para SinEmbargo

Las calles de San Juan. Foto: Fernanda Ruiz/Cortesía para SinEmbargo

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El mofongo con churrasco. Foto: Cortesía para SinEmbargo

El mofongo con churrasco. Foto: Fernanda Ruiz/Cortesía para SinEmbargo

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Chicarrón de queso, por supuesto con plátanos. Foto: Cortesía para SinEmbargo

Chicharrón de queso, por supuesto con plátanos. Foto: Fernanda Ruiz/Cortesía para SinEmbargo

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Un bistec encebollado con platanitos fritos. Foto: Cortesía para SinEmbargo

Un bistec encebollado con platanitos fritos. Foto: Fernanda Ruiz/Cortesía para SinEmbargo

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Salmón en crema de ajos rostizados. Foto: Cortesía para SinEmbargo

Salmón en crema de ajos rostizados. Foto: Fernanda Ruiz/Cortesía para SinEmbargo

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Foto: Cortesía para SinEmbargo

Un atardecer desde el Castillo del Morro. Foto: Fernanda Ruiz/Cortesía para SinEmbargo

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Croquetas de yuca. Foto: Cortesía para SinEmbargo

Croquetas de yuca. Foto: Fernanda Ruiz/Cortesía para SinEmbargo

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La cerveza "Magna", hecha en la isla. Foto: Cortesía para SinEmbargo

La cerveza “Magna”, hecha en la isla. Foto: Fernanda Ruiz/Cortesía para SinEmbargo

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Dorado con mejillones, calamares y camarones en salsa criolla. Foto: Cortesía para SinEmbargo

Dorado con mejillones, calamares y camarones en salsa criolla. Foto: Fernanda Ruiz/Cortesía para SinEmbargo

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Foto: Cortesía para SinEmbargo

Un mapa del pequeño y viejo San Juan. Foto: Fernanda Ruiz/ Cortesía para Mundano

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Foto: Cortesía para SinEmbargo

En el Paseo del Morro se pude ver muchas personas ejercitándose día y noche. Foto: Fernanda Ruiz/Cortesía para Mundano

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La "sangriiia" contiene ron caribeño. Foto: Cortesía para SinEmbargo

La “sangriiia” contiene ron caribeño. Foto: Fernanda Ruiz/Cortesía para SinEmbargo

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Pan francés con coco. Foto: Cortesía para SinEmbargo

Pan francés con coco y piña para finalizar el viaje. Foto: Fernanda Ruiz/Cortesía para SinEmbargo

 

Encrucijadas | El inesperado vínculo entre el amor y el pan

viernes, noviembre 18th, 2016

Ricardo Benítez nos cuenta la historia de cuando pasó de ser un aprendiz del nombre de 50 panes dulces a enamorarse de toda una experta en el arte de la repostería. y aprovecha para recomendar algunas de sus panaderías favoritas.

Casi nada me desespera tanto como un músico que solamente habla de música. Aparentemente mi profesor de flauta dulce en quinto de primaria compartía esta opinión y por eso revisaba todo tipo de tareas en lugar de enseñarnos solfeo con propiedad. Su descarrilamiento alcanzó la cúspide al encargarnos investigar cincuenta nombres de panes. Este trabajo, sin embargo, resultó más que atractivo y para cumplirlo me esforcé como nunca lo hice resolviendo multiplicaciones y divisiones en la clase de matemáticas. La lista del uno al cincuenta pronto estuvo completa y a partir de ese día me consideré un profesional en el asunto panadero. Dieciséis años después conocí a Cecilia y supe que todo ese tiempo no había pasado de ser un inocente amateur. Mi simple antojo no podía compararse con su absoluta obsesión.

Ya en nuestra primera cita quedó clara la urgencia de expandir el diámetro de mi círculo de acción; si deseaba seguir el ritmo de esa mujer precisaba ir más allá de los cincuenta panes que conocía y de las panaderías que frecuentaba. Desde ese momento también entendí que sería menos complicado conquistarla si forjaba una alianza con los derivados de la harina, y debido a esto, en nuestro segundo encuentro aparecí con un Totoro de Marukoshi Bakery, la famosa panadería japonesa de la colonia Portales. En términos estrictamente románticos esa noche fue un desastre, y sospecho que Cecilia y yo actualmente somos pareja gracias al indudable efecto seductor del regordete y tierno panecillo. Por otro lado, aquel martes que nos vimos por segunda vez terminó siendo profético, pues ahora es ese el día de la semana dedicado a nuestra ruta del pan, ruta conformada por establecimientos, prácticamente todos coyoacanenses, que conocimos juntos y donde puede adquirirse mercancía de calidad.

El "Turbante" de La Ruta de la Seda. Foto: Facebook (utadelaseda)

El “Turbante” de La Ruta de la Seda. Foto: Facebook (utadelaseda)

El paseo comienza en las últimas horas de la tarde, cuando nos reunimos en la Biblioteca Central de la UNAM. Un cariñoso saludo precede el abordaje del coche guinda cuyo interior pronto estará lleno de migajas. Veinte minutos después llegamos a la Ruta de la Seda. En mi caso, la primera visita a esta cafetería fue como arribar a un país desconocido. Esta impresión se debió, en primer lugar, a que allí el pan reposa detrás de un vidrio, rompiendo la venerable tradición del autoservicio con charola y pinzas; en segundo, a que yo no hablaba el idioma apropiado del sitio (cuando pedí “ese panquecito”, el empleado al otro lado del mostrador respondió que “ese panquecito” era un Turbante de té verde constituido por una masa de brioche laminado). Para redondear mi novatez, el precio del Amandier me pareció desorbitado y opuse resistencia a pagarlo hasta que, risueña y conciliadora, Cecilia me aclaró que el costo se debía a que era un producto hecho a base de ingredientes muy diferentes de los que mi paladar acostumbraba.

Ella, en cambio, se mueve rebosante de confianza en cualquier panadería, sin importar si es la primera o la enésima ocasión que la examina. Esto es evidente en Cocoa, la segunda parada del itinerario. Adentro de esta acogedora y triangular construcción puede verse a Cecilia usando las pinzas con una habilidad equivalente a la que Messi tiene con el balón. La intuición emana de sus ojos a tal grado que su mirada parece palpar la superficie y el interior de cada chocolatín. Escasos segundos invierte en esta evaluación antes de colocar a los elegidos en la charola, dejando a los demás en una especie de condena, a la espera de clientes menos exigentes. Tras tomar meticulosamente estas decisiones con respecto al pan dulce, en Cocoa siempre pedimos un trozo de quiche de huitlacoche con queso de cabra y revisamos los libros disponibles para ser intercambiados por uno nuestro. El quiche es devorado en el coche mientras recorremos las pocas cuadras que nos separan del tercer punto, La Casita del Pan; los libros son leídos en casa.

Localizada en la esquina de Avenida México y Ayuntamiento, La Casita del Pan aporta, como mínimo, una lechuza y una torzada a nuestro paquete. En este espacio, Cecilia, quien tiene dotes innatos de investigadora, se impacienta cuando bromeo diciendo que en lugar de entrevistar a panaderos callejeros para hacer mi tarea escolar, en esa época debí haberme limitado a tomar una foto de la lista con nombres de panes que luce enmarcada a un costado de la entrada. Sin embargo, esta “molestia” desaparece apenas atravesamos dos calles y encontramos Délika, donde los martes y sábados venden pretzels estilo alemán. Entonces la situación se torna interesante. Y es que la ascendencia alemana de Cecilia la convierte en una autoridad dispuesta a emitir un juicio carente de compasión, juicio cuyo resultado siempre ha sido positivo. Cuando salimos del lugar, la noche ya ha comenzado a adueñarse de la ciudad, las calles se hallan pintadas de luces rojas que indican lo estático de los automóviles. Indiferentes a ese tráfico nos incorporamos a él, encaminándonos hacia la Portales.

Con frecuencia permanecemos charlando en el coche estacionado antes de entrar a Marukoshi Bakery. Eventualmente quitamos los seguros y salimos rumbo al diminuto local. A la mitad del camino me detengo cuando mis pensamientos empiezan a recrear vertiginosamente los meses transcurridos, desde aquella noche en que compré el Totoro, hasta hoy en que nuestra especialidad consiste en arrasar con todos los panes de queso disponibles en el establecimiento. Frente a mí, Cecilia se aproxima lentamente al umbral del número 24 de la calle Tokio, pisando con cadencia el húmedo asfalto. Buscándome gira la cabeza y al mismo tiempo abre la crujiente puerta de madera, en cuya parte superior está situada una campanita. El instrumento se balancea produciendo un sonido que mis oídos traducen como felicidad en el instante en que Cecilia me invita a pasar. Nuestra ruta del pan termina así en las coordenadas donde cierta noche de enero todo inició. No cabe duda de que a partir de esa fecha, la campanita jamás ha interrumpido su vaivén.

Memorias de celular | Holbox, el “hoyo negro” en el Caribe

viernes, noviembre 11th, 2016

Estas son algunas de las memorias fotográficas que es posible guardar de Holbox, una isla en el Caribe mexicano, con experiencias, paisajes y personas inigualables.

Ciudad de México, 4 de noviembre (SinEmbargo).– Las islas suenan de por sí paradisiacas y aquellas semi vírgenes enclavadas en el mar Caribe tienen que serlo. Conocer Holbox (cuyo significado es “hoyo negro”) es conocer un pueblo con magia -que no mágico-, es hablar a diario con los nativos y también con aquellos turistas que de las ciudades y de los países más lejanos llegaron hace años para quedarse ahí.

Es tener que confiar en las personas y en las embarcaciones. Que experimentar y creer de verdad que hay experiencias que por naturaleza no son posibles capturar con una cámara. Es atascar una bicicleta en el fango y quedarse sin dinero porque los cajeros sirven para nada.

Es comer una langosta al mojo de ajo o pescar para que el capitán pueda preparar el ceviche más fresco que has probado, “si no no comes”. Es caminar sobre bancos de arena, observar a los flamingos mientras danzan para comer.

Es hundirse en un ojo de agua y ver los distintos tonos de azul en el mar.

Son las micheladas de Maggy, es Nancy, es “El Zopi” y los meseros de la Hot Corner. La espera en El Colibrí y la calma de Aldo. Los miles de mosquitos (afortunadamente sin zika) y la arena suave. Los chistes contra chilangos y las ofrendas mayas. Su acento que suena más a Yucatán que a Quintana Roo.

Es pensar “aquí sí me quedaría”.

El primer atardecer. Foto: Mundano, SinEmbargo

El primer atardecer. Foto: Mundano, SinEmbargo

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La bici, transporte necesario, barato y a veces medio complicado. Foto: Mundano, SinEmbargo

La bici, transporte necesario, barato y a veces medio complicado. Foto: Mundano, SinEmbargo

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Un ceviche sobre la playa. Foto: Mundano, SinEmbargo

Un ceviche sobre la playa. Foto: Mundano, SinEmbargo

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¿Ya me morí? Foto: Mundano, SinEmbargo

¿Ya me morí? Foto: Mundano, SinEmbargo

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Los necesarios carritos de golf. Foto: Mundano, SinEmbargo

Los necesarios carritos de golf. Foto: Mundano, SinEmbargo

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Las miches de La Anémona. Foto: Mundano, SinEmbargo

Las miches de La Anémona. Foto: Mundano, SinEmbargo

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El muelle del Tiburón ballena. Foto: Mundano, SinEmbargo

El muelle del Tiburón ballena. Foto: Mundano, SinEmbargo

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Una vista cualquiera en Holbox. Foto: Mundano, SinEmbargo

Una vista cualquiera en Holbox. Foto: Mundano, SinEmbargo

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El arte urbano tiene también lugar privilegiado. Foto: Mundano, SinEmbargo

El arte urbano tiene también lugar privilegiado. Foto: Mundano, SinEmbargo

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Colas de langostas al mojo de ajo. Foto: Mundano, SinEmbargo

Colas de langostas al mojo de ajo. Foto: Mundano, SinEmbargo

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El atardecer desde el muelle. Foto: Mundano, SinEmbargo

El atardecer desde el muelle. Foto: Mundano, SinEmbargo

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Recomendación: las tostadas de pescado al chipotle de la Hot Corner. Foto: Mundano, SinEmbargo

Recomendación: las tostadas de pescado al chipotle de la Hot Corner. Foto: Mundano, SinEmbargo

Encrucijadas | Nueva York, jazz y dos pelirrojas

viernes, noviembre 4th, 2016

I

 

Con el dedo índice de mi mano izquierda enlazaba las pecas y lunares en los senos de Helen, que subían y bajaban al ritmo de una lenta respiración. Suponía un número en cada punto y completaba siluetas irregulares; cambiaba las cifras asignadas para obtener figuras diferentes. Simultáneamente usaba la mano derecha a manera de peine, desenredando su cabello rojo y extendiéndolo sobre la almohada. Era la quinta mañana consecutiva que amanecíamos juntos. El silencio en la cama no sugería que nos encontrábamos en pleno Manhattan.

El hechizo terminó cuando vibró su teléfono celular. Adormilada activó el modo altavoz y dejó el aparato a un costado de su ombligo. La voz de Judy, la hermana gemela que se hallaba en la habitación contigua, poseía dulzura. “Nos vemos afuera de las regaderas en diez minutos”, dijo en inglés. Con los ojos cerrados Helen respondió “OK” y en seguida recapitularon brevemente el itinerario del día; en éste sobresalía un concierto de Hank Jones y Joe Lovano en Dizzy’s Club. Mientras tanto yo me deslicé debajo de las sábanas que aún le cubrían la cintura y las piernas e, imaginando que ella era Judy, le besé el pubis y mordí cariñosamente su cadera. Gozoso percibí el aroma que despedía, una mezcla de sexo y perfume Flower.

[youtube YebOyztBhwA]

Tras siete amaneceres en una Gran Manzana que ya lucía un aspecto decididamente otoñal seguía pareciéndome imposible discernir quién era Helen y quién era Judy. No dejé de observarlas detenidamente a partir de que las vi por primera vez, cuando los tres esperábamos una regadera libre en un hostal cuyos cuartos eran privados pero los baños compartidos. Sin embargo, nunca pude rastrear ninguna distinción física ni de personalidad. Cada mañana me aclaraban su identidad y el resto de la jornada las diferenciaba solamente por la vestimenta. Cada noche imaginaba que era Judy y no Helen quien se encerraba conmigo en mi habitación. Al principio este detalle nocturno me resultó indiferente y pasajero, fue en Dizzy’s Club donde cobró una súbita importancia. Esa noche Helen llevaba jeans azul oscuro y blusa guinda, Judy una falda negra encima de mallones también negros y un suéter gris de cuello de tortuga. Las dos usaban zapatos bajos y las dos dejaron un corto abrigo en el respaldo de la silla.

En la espera del primer set de jazz los tres hablamos lo suficiente para terminar de conocernos lo necesario. La noche transcurría con fluidez entre vasos de cerveza y la voz de Billie Holiday. Frente a mí, Judy hablaba empleando ligeros ademanes y balanceaba los hombros al ritmo de la música. Helen recargaba su mejilla izquierda en mi hombro derecho y eventualmente tarareaba algunas líneas melódicas de las canciones proyectadas por las bocinas. El ambiente se mantuvo en calma hasta que, en un lance repentino, Helen acercó su silla a la mía y discreta pero firmemente comenzó a palpar la frontera de mi muslo derecho y mi entrepierna. A continuación perdí el hilo de la charla pues imaginaba que eran los dedos de Judy los que me tocaban.

Una noche en el Dizzy's Club. Foto: Facebook (DizzysClubCocaCola)

Una noche en el Dizzy’s Club. Foto: Facebook (DizzysClubCocaCola)

Entre el público figuraba el cantante Jon Hendricks, y notarlo fue la única distracción que tuve. En mi cabeza sólo se articulaban estrategias mediante las cuales Judy y yo podríamos escabullirnos a la cocina del club. Ahí, rodeados de sartenes, cucharones y platillos esperando servirse, besaría delicadamente sus pezones marcados en la blusa y desabotonaría su falda. Ella me ordenaría que la penetrara y yo obedecería. Regresaríamos a la mesa después de ambos tener un orgasmo. Sin embargo, detuve esta ola de pensamientos al percatarme de que ese tipo de situaciones sólo las había visto en escenas pornográficas o en comedias románticas hollywoodenses. Avergonzado intenté serenarme concentrándome en el panorama detrás de los ventanales y en la carta de vinos que no sé cuándo apareció en la mesa. Eran absurdamente caros y me resigné a pedir otra cerveza.

La música dejó de sonar y el bullicio se transformó en murmullos cargados de expectativa. Un calor insoportable me brotaba de los poros y era incapaz de mantenerme quieto durante diez segundos. La gota que derramó el hirviente vaso y cambió mi perspectiva cayó cuando Helen me susurró al oído las posiciones que deseaba experimentar conmigo esa noche. Lo hizo con tacto, justo en el momento en que sonoros aplausos anunciaban la salida de Hank Jones y Joe Lovano al escenario. Entonces fue frustrante saber que esa madrugada sería idéntica a las anteriores. Helen y yo entraríamos en mi habitación, encenderíamos la lámpara del buró y nos recostaríamos en la cama. Tras unos minutos de conversación y jugueteo nos desnudaríamos mutuamente y en seguida bajaría mis párpados y sentiría sus labios humedeciéndome. Desde el exterior llegaría el sonido de las ambulancias y coloridas luces intermitentes. Hinchado entraría en Helen pensando en la mujer del cuarto contiguo, en su idéntica gemela. Quizá nos desvelaríamos repitiendo la secuencia, o tal vez no.

En el recital nunca dejé de maquinar escenarios en torno a Judy e hipótesis sobre por qué la deseaba más a ella que a su hermana. De regreso al hostal procuré convencerme de que las gemelas eran copias exactas y de que esa noche el placer llegaría a manos de Helen y no mediante una fantasía con Judy, como hasta ese momento había ocurrido. Al entrar en el edificio de West 63rd Street me hallaba confiado en haber asimilado exitosamente la cuestión. Sin embargo, minutos más tarde, ya en mi habitación, todo fue exactamente como lo presupuesté en Dizzy’s Club.

 

II

 

Con el dedo índice de mi mano izquierda enlazaba las pecas y lunares en los senos de Helen, que subían y bajaban al ritmo de una lenta respiración. Suponía un número en cada punto y completaba siluetas irregulares; cambiaba las cifras asignadas para obtener figuras diferentes. Simultáneamente usaba la mano derecha a manera de peine, desenredando su cabello rojo y extendiéndolo sobre la almohada. Era la quinta mañana consecutiva que amanecíamos juntos. El silencio en la cama no sugería que nos encontrábamos en pleno Manhattan.

El hechizo terminó cuando noté un menor número de lunares y pecas de los que claramente recordaba. ¿Era realmente Helen o era Judy la que estaba frente a mí? Cómo saberlo si nunca fui capaz de diferenciarlas por mí mismo. Había confiado en su palabra y ahora descubría que una de ellas tenía menos puntos en la piel. En ese instante, como si supiera lo que acababa de representarse ante mis ojos, la pelirroja despertó desconcertada. La interrogué con premeditada cautela, pero se limitó a mirar el techo y a morderse una uña. Segundos después dejó la cama sin decir una palabra y se puso una playera sin mangas y pantalones de pijama. Usando el teléfono de la habitación marcó a la de su hermana y tranquilamente dijo: “Nos vemos afuera de las regaderas en diez minutos”.

La otra gemela llegó vistiendo únicamente una sudadera de Joy Division que cubría su cuerpo hasta la mitad de los muslos. Casi mecánicamente le adjudiqué el nombre de Judy y mi corazón aceleró su palpitar. No tardé mucho en darme cuenta de lo absurdo de esto y de lo confuso de la situación. Entonces, sin preámbulo, las hermanas hablaron. Carentes del más mínimo titubeo confesaron que desde el inicio habían alternado su identidad, tanto en las calles como en mi habitación. Una de ellas interpretaba a Helen y la otra a Judy, al día siguiente intercambiaban papeles. Agregaron que ya en la niñez habían advertido que el parecido era tal que podían darse el lujo de usarlo ingeniosamente. Divertidas y orgullosas de su puesta en escena presumieron que sólo en dos ocasiones habían sido descubiertas. No supe qué responder y acepté sus aparentemente sinceras disculpas. En seguida entraron a una regadera que se había desocupado. Aguardando alguna otra medité el asunto: había pasado las noches deseando a la gemela que no estaba presente, permanentemente había fantaseado con las dos Judy al encontrarme con las dos Helen.

El Carnegie Hall. Foto: Wikimedia Commons

El Carnegie Hall. Foto: Wikimedia Commons

A pesar de todo, ese día seguimos recorriendo las calles de Nueva York. Era el último que pasaría completo en la ciudad y ellas aceptaron mi propuesta de enfocarlo particularmente a sitios musicales. Al principio parecía que nada había cambiado entre nosotros, seguíamos bromeando y charlando como siempre. En la mañana visitamos el Carnegie Hall, donde compré un disco que anhelaba: la grabación del concierto que Benny Goodman ofreció en el recinto en 1938. A continuación comimos shish kebab en un carrito callejero atendido por un egipcio que hablaba un inglés indescifrable para mí (también yo le resulté incomprensible y nunca logramos una conversación decente). En la tarde encontramos el Teatro Apollo y la esquina donde originalmente funcionaba el legendario Cotton Club en Harlem. Para esas horas nuestro ánimo ya se había distorsionado considerablemente. Las hermanas parecían fastidiadas y el cansancio me estaba derrumbando. Seriamente les dije que prefería regresar al hostal mientras visitaban la parte norte del Central Park. Pactamos reunirnos en el lobby a una hora que nos permitiera llegar puntuales al club de jazz Village Vanguard.

En la habitación me recosté confundido. A partir del incidente matutino no había preguntado quién era quién y ellas tampoco lo habían aclarado. Además, mi propio piso se volvió resbaladizo, faltaba una base firme donde pudiera apoyarme. El problema no era si deseaba o no a la que siempre actuó de Helen, claro que lo hacía; el problema era que siempre deseaba más, mucho más, a la que actuaba de Judy. Pensar en esto me provocó dudas sobre la existencia de alguien o algo que yo deseara genuinamente y también acerca de mi propia identidad. Reflexioné el asunto pero gradualmente me sentí peor. Exhausto terminé activando la calefacción, dispuesto a quedarme dormido.

Tocaron a mi puerta quince minutos antes de la hora a la que habíamos acordado reunirnos en el lobby. Sonrientes, Helen y Judy me saludaron. Vestían exactamente igual: jeans deslavados y blusas entalladas color blanco con líneas verticales púrpura. Sus peinados también eran idénticos. No pregunté nada a pesar de que no tenía ni la más remota idea de quién era Judy y quién era Helen. No me importaba descifrar el juego. Lo único que hice fue dejarlas pasar entendiendo que ya no iríamos a ningún lado. Seguras y en silencio, las gemelas se acomodaron en la cama. Lamenté que fuera mi última noche en Nueva York, no conocería el club de jazz que más deseaba conocer. Para compensar esta falta abrí mi lap top y reproduje las grabaciones hechas en el Village Vanguard por Bill Evans, Scott LaFaro y Paul Motian. Piano, contrabajo y batería. El sonido del trío no asemejaba nada que hubiera escuchado. Cada elemento anticipaba intuitivamente los movimientos de los otros dos en una conjunción magistral de acuerdo e improvisación. Juntos concebían bellísimos y elaborados matices y dinámicas, juntos proyectaban sonidos que avanzaban en un mismo sentido, si bien por distintos caminos. Entonces ya nada me preocupó, todo estaba perfectamente enlazado, cada nota ocupaba dignamente su lugar.

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Oktoberfest y Halloween bajo las palmeras de Dubái

viernes, octubre 28th, 2016

Cerveza, monstruos, mucha música. Estas fechas se celebran con todo en la ciudad más famosa de los Emiratos Árabes Unidos, empiezan con la adaptación de la festividad alemana y se siguen de largo con el festejo de los muertos.

Por Larissa Loges (dpa)

Ciudad de México, 28 de octubre (SinEmbargo/DPA).–  Rosquillas saladas, chucrut, vestidos tradicionales bávaros, pantalones de cuero y palmeras. Está claro que aquí algo no está bien. Y es que las palmeras y unas temperaturas de 31 grados no encajan lógicamente con la Oktoberfest, la gran fiesta alemana de la cerveza. Sin embargo, esto les importa poco al gran número de personas que se balancean rítmicamente cogidas del brazo sentadas en las largas mesas en el jardín del “Sheraton Jumeirah Beach Resort”.

Músicos traídos especialmente desde Alemania tocan sus instrumentos. Han venido unos 700 visitantes, entre ellos también el padre de este evento: Engelbert Gamsriegler, o como él mismo se presenta: el chef Engelbert. Este hombre introdujo hace varios años en el “Sheraton” la Oktoberfest. “Porque yo estaba loco”, dice el alemán de 67 años. ¿Asado de cerdo y codillo en un país islámico? “Significa mucho trabajo. No es fácil conseguir todo”, relata este cocinero jubilado, que trabajó durante más de 50 años en la hotelería.

Durante la celebración de las fiestas de octubre. Foto: Facebook (sheraton.jumeirah)

Durante la celebración de las fiestas de octubre. Foto: Facebook (sheraton.jumeirah)

Su equipo de empleados va volando entre las palmeras y la piscina cargando jarras de un litro, vajillas e incontables vasos de aguardiente alemán. Todos visten, al igual que la mayoría de los visitantes, trajes tradicionales de Baviera. “Los saludamos, queridos amigos”, gritan los músicos. La mayoría de los amigos no entienden nada, pero esto no impide que levanten las jarras.

“Actualmente, el 70 por ciento de los visitantes es gente que ha venido antes, entre ellos muchos ingleses y rusos”, dice Engelbert. “No solo turistas, sino también empleados de empresas, entre ellos muchos alemanes, austriacos y suizos que viven en Dubái”.

El éxtasis es contagioso. Al igual que en las grandes carpas instaladas en una pradera en Múnich, los visitantes de la Oktoberfest en el emirato árabe cantan y ríen subidos a los bancos de madera. Definitivamente, el sol que sale después de una noche de fiesta en Dubái es más deslumbrante que en otros lugares.

Y LUEGO: HALLOWEEN

Foto: Facebook (NasimiBeach)

Foto: Facebook (NasimiBeach)

Y al día siguiente ya viene otra fiesta: Halloween. Las ojeras de la noche anterior parecer formar parte del disfraz. En taxi nos dirigimos al lugar del evento, “Nasimi on Elm Street”, Halloween en la playa, con el mundialmente famoso hotel de lujo “Atlantis The Palm” como parte del escenario.

Quien espera un ambiente de horror con laberintos de terror y otras atracciones típicas se lleva una decepción. En medio de una música con alto volumen y luces láser, los visitantes se celebran sobre todo a sí mismos y se hacen “selfies” con personas completamente desconocidas que probablemente se difunden en cuestión de segundos por las redes sociales de Arabia y Asia.

El vecino en la barra lleva alrededor del cuello diez dedos cortados y sin duda ha bebido al menos igual número de copas de aguardiente. “Fotoooooo”, susurra con una mirada achispada. Su aliento es capaz de despertar a los muertos vivientes, pero los zombies deben ser solidarios entre ellos. Una sonrisa y clic. Cuando amanece, también los visitantes vestidos de forma más decente parecen auténticos zombies.

Oktoberfest: se celebra cada año en octubre en varios hoteles de Dubái, entre otros en el “Sheraton Jumeirah”, el “Grand Hyatt Hotel” y el “JW Marriott”.

Halloween: el 1st Annual Halloween Yacht Party se celebra el 28 de octubre a partir de las 20:00 horas en el yate “The Dessert Rose”, en el muelle número 7 de Dubai Marina.

Encrucijadas | Escala (Houston, tenemos un problema)

viernes, octubre 21st, 2016

El autor cuenta lo que seguramente muchos han sentido: el tedio de la escala de un viaje. Sentirse en el limbo entre el lugar de salida y el sitio que nos espera. La impaciencia por contar lo vivido durante un viaje increíble y mucho más, por ver a aquellas personas que hacen sentir como en casa.

La terminal en cuestión, testigo de la escala de miles de viajeros. Foto: Wikimedia

La terminal en cuestión, testigo de la escala de miles de viajeros. Foto: Wikimedia

Unos conversaban en la sala de espera 19 de la terminal C del Aeropuerto Internacional George Bush en Houston, Texas, otros consultaban modernos teléfonos o computadoras y muy pocos dormían —o mejor dicho, intentaban dormir— acostados —o mejor dicho, desparramados— en las incómodas sillas. A través de los altavoces se informaba que pronto terminaría el abordaje de un avión con destino a Washington. Un tal Morgan perdería el vuelo en caso de no presentarse inmediatamente. Afuera, la decreciente luz del sol rebotaba contra el verde opaco de la vegetación en torno a los hangares. Mi itinerario indicaba una prolongada escala antes de volver a la Ciudad de México, por lo tanto, el tiempo no apremiaba. El problema era que ella no estaba donde acordamos que estaría. Sin embargo, sospeché que se hallaba comprando en cualquiera de las múltiples tiendas, así que decidí sentarme y aguardar.

En el aeropuerto todo parecía simultáneamente propio y ajeno, conocido y anónimo, perpetuo y pasajero. A mi alrededor deambulaban extraños a los que ansiaba narrarles las dos fantásticas semanas que tuve en Chicago, decirles que ahora buscaba a cierta persona y que pronto ambos estaríamos de vuelta en casa. A pesar de que también planeaba interrogarlos sobre sus viajes y vidas, la verdad es que no tenía ningún sincero interés en conocer a nadie, únicamente pretendía distraerme. Al final de cuentas no ideé nada para iniciar una charla con originalidad y preferí comprar una lata de té verde y esperar pegado a los ventanales. Ante mis ojos resplandecía una pista llena de vehículos transportando maletas y mecánicos trabajando en el mantenimiento de los aviones. La escena poseía encanto, no cabía la menor duda.

Después de diez minutos empecé a sentirme perdido. Después de veinte la sensación de extravío se apoderó totalmente de mí. La conmoción fue reforzada por el hecho de hallarme haciendo escala. Era perturbador tomar conciencia de que no estaba ni en casa ni en Chicago, esa ciudad que ya sentía familiar después de pasear quince días en sus calles. Pendía en un incómodo limbo carente de línea telefónica y equipado de una muy inestable señal de WiFi. (Mucho después, gracias a la conferencia “El etnólogo y el turista” que Marc Augé impartió en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, entendí que el único momento que dejé mi hogar fue precisamente en Houston. Previamente respiraba tranquilo en un confort físico y psicológico, había atravesado fronteras geográficas sin realmente salir de casa. Asimismo, transcurrieron varios años hasta que asimilé las ventajas de la escala como metáfora. Se trata de una posición a medio camino entre el hogar y lo desconocido, un lugar estratégico desde donde uno puede observarse a sí mismo a la misma distancia que observa a los otros.)

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Me puse de pie al sentir hormigueos en las piernas. Había permanecido en la misma posición durante casi media hora. Para recuperarme caminé a lo largo de los amplios pasillos hasta llegar a la terminal E. Ahí pensé que al volver a la sala diecinueve ella estaría esperándome. Insistiría en que todo el tiempo estuvo en dicho sitio y yo, confundido, le creería. Inexplicablemente estaba seguro de que las cosas sucederían de esa forma, así que comencé a planear lo que haríamos a continuación. Comeríamos en el restaurante giratorio del hotel Marriott ubicado en el aeropuerto. Ahí nos recibiría una hermosa hostess mexicana que nos ofrecería el guardarropa para nuestro equipaje. Elegiríamos una mesa cercana a la ventana para ver aterrizar a los aviones mientras comemos hamburguesas y papas a la francesa. Recapitularíamos las vacaciones cuando los platos estuvieran vacíos y sólo nos quedaran las cervezas. Al salir, la bella mexicana nos diría adiós y yo lamentaría que nunca la vería de nuevo.

Terminé de fantasear y entré a la primera librería que se me cruzó. Hojeé una revista empresarial cuya portada incluía una cita de Camilo José Cela. Las palabras hacían referencia a la disparidad entre la verdad de los escritores y la de “quienes reparten el oro”. Reflexioné sobre dicha cuestión no más de treinta segundos (supongo), después de los cuales devolví la revista a la estantería y encaminé mis pasos de vuelta a la sala. En la diecinueve ella seguía ausente. Entonces reanudé la caminata sin saber hacia dónde hasta que no sé qué motivo me frenó a un costado de una pizzería. Mirando las pizzas exhibidas en el mostrador, con los ojos ya enrojecidos, recordé cómo ella cerraba los suyos tratando de dormir en el metro de Chicago, a las siete horas de ese mismo día. En Jefferson Park despertó y quiso saber cuántas estaciones nos separaban de O’Hare, donde se localiza el aeropuerto. Esa mañana decidimos llegar juntos a pesar de que su vuelo saldría tres horas antes que el mío. La acompañé a la puerta de abordaje correspondiente, convenimos el lugar para reunirnos en Houston —ciudad desde la que volaríamos en el mismo avión hacia la Ciudad de México— y después quemé minutos contemplando los escaparates plagados de souvenirs y rememorando cada detalle de esas vacaciones a punto de terminar.

Cloud Gate en el Millennium Park de Chicago. Foto: Shutterstock.

Cloud Gate en el Millennium Park de Chicago. Foto: Shutterstock.

En ese momento caí en cuenta de que había pasado muchísimo tiempo desde la última vez que compartimos un viaje. Es más, a últimas fechas nos habíamos distanciado el uno del otro. Seguramente por eso me sorprendió ver su rostro reflejado en el Cloud Gate, la famosa obra de Anish Kapoor asentada en el Millenium Park. La imagen era muy diferente de la que yo tenía en la cabeza. Sus facciones se habían endurecido. Sin embargo, como lo demuestra la primera foto que tomé en Chicago, esta dureza no cancelaba una genuina felicidad: enmarcada por el letrero luminoso del hotel Allerton y la extravagante arquitectura de la tienda Burberry, ella sonríe frente a uno de los caballos que adornan Michigan Avenue, todavía arrastrando su maleta y con una backpack en la espalda. Nunca he sabido por qué le gusta posar junto a esculturas de animales, si bien casi siempre he sido el fotógrafo de esos encuentros.

Cada sitio que visitamos en Chicago había exhumado recuerdos. Las oficinas de la UNAM con las que casualmente tropezamos en West Erie Street nos transportaron a los días en que la recogía en el Centro de Enseñanza Para Extranjeros de Ciudad Universitaria, donde ella trabajaba; la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvôrak interpretada en el Jay Pritzker Pavillion revivió en nosotros los ensayos abiertos de la OFUNAM que tanto frecuentábamos anteriormente; el jam de poesía en el Green Mill —el bar donde Al Capone escondía barriles de alcohol— trajo a nuestra memoria los breves e inocentes poemas que le dedicaba casi dos décadas atrás; las sillas voladoras de Navy Pier nos condujeron hasta aquellos sábados cuando invertíamos horas y horas en Six Flags de la Ciudad de México. En fin. En Chicago me di cuenta de cómo en los últimos años había olvidado lo que se siente saberse a salvo. Por esto, en Houston no podía creer que la noche previa estábamos ovacionando a los Medias Blancas mientras estos recibían una paliza a mano de los Yankees en el U.S. Cellular Field. No podía creer que ahora caminaba solo en la fría atmósfera propia de todo aeropuerto.

Habían transcurrido poco más de cincuenta minutos desde que la busqué por primera vez en la sala diecinueve. Cuando los altavoces anunciaron que ella se encontraba esperándome en el área de reclamo de equipaje, yo estaba siendo interrogado por los responsables de un módulo de ayuda. Entonces me despedí de ellos, desafortunadamente empleando menos delicadeza de la que ameritaba el trato recibido. Recorrí largos corredores hasta que vi un letrero con las palabras “Baggage claim” acompañadas de una flecha señalando hacia una escalera eléctrica. Mientras descendía la vi a unos quince metros haciendo señas para atraer mi atención. Rodeada de bandas giratorias ya vacías, sonreía igual que en la foto con el caballo de Michigan Avenue. En la mano derecha tenía su anticuado teléfono celular y en la izquierda el asa de la maleta. Detuve mi marcha aproximadamente a cinco metros de ella y observé todo a nuestro alrededor. Las bandas de equipaje y los viajeros habían desaparecido, las paredes se tornaron blancas y el techo se alejó del suelo. Frente a mis ojos se asentaba un comedor de madera oscura, a mi derecha tres sillones color durazno. Unos metros atrás, en la cocina, ella me llamaba abriendo los brazos, agachada para que estuviéramos a la misma altura. Impaciente me liberé de la mochila llena de cuadernos escolares y avancé lo más rápido que pude. Nos abrazamos. En ese momento, al sentir su beso en mi mejilla y sus brazos envolviéndome, supe que no corría ningún peligro ahí donde todo es propio y ajeno, conocido y anónimo, perpetuo y pasajero.

El lado oscuro de Las Vegas

viernes, octubre 14th, 2016

Ciudad de México, 14 de octubre (SinEmbargo).– Nunca pongo música a bordo de un avión. Tampoco leo ni escribo. Converso si estoy acompañado; contemplo el letargo de pasajeros y tripulación cuando viajo solo. Sin embargo, en el vuelo con destino al Aeropuerto Internacional McCarran de Las Vegas escuché una y otra vez el Concierto para Mandolina en Do Mayor de Vivaldi. Sin proponérmelo, durante las últimas semanas había memorizado cada compás de dicha obra y aquel día estuvo en mi cabeza mientras esperaba ser entrevistado en la aduana, mientras esperaba mi equipaje junto a la banda número cuatro y mientras esperaba a Paul en el área de llegadas. Cuando Paul apareció lo reconocí gracias a las fotografías que Cecilia me había mostrado.

En Cactus Avenue, Paul comenzó a preguntarme por Cecilia. Más tarde, ya en su casa de Badger Ravine Street y con varias cervezas Kona Longboard encima, confesó su miedo a ser abandonado. Me contó que ella viajó a México justo después de que él fue despedido del hotel y casino Luxor, donde era croupier. Desde hacía casi un mes Cecilia respondía lo mismo: “Quiero estar más tiempo con mi familia.” Comenté que ella jamás dejó entrever ninguna intención de no regresar a Las Vegas. Enfrentando una mirada incisiva aseguré: “Sólo hablamos de hospedaje. Me ofreció quedarme contigo durante sus vacaciones en la Ciudad de México”. Esta frase dio pie a un prolongado silencio que finalmente rompí agregando algo que él ya sabía: “Cecilia y yo somos vecinos desde la infancia”.

El tema era incómodo y preferí cambiar la conversación. No sé por qué mentí diciendo que ya me sabía de pies a cabeza The Strip, Fremont Street y todo lo que generalmente se visita en Las Vegas y alrededores. Entusiasmado Paul respondió: “Ahora conocerás el lado oscuro de la ciudad. Todavía no estoy trabajando y puedo ser tu guía”. Dudé unos segundos, pero terminé admitiendo que sonaba como un plan atractivo para los cinco días siguientes y acepté la oferta.

Al principio fue decepcionante. El supuesto lado oscuro no tenía la sordidez que yo esperaba. Comprar productos mexicanos en El Gordito, tienda ubicada en West Tropicana Avenue, y preparar chilaquiles para desayunar no era precisamente lo que había imaginado. Después todo cobró lógica. Y es que necesariamente algunas cosas aparecen invertidas en una urbe bautizada como “La Ciudad del Pecado” y donde el aeropuerto lleva el nombre de quien inspiró la caracterización de Pat Geary, aquel senador corrupto de la película El Padrino. El lado oscuro de una metrópolis usualmente involucra alcohol, drogas, juego, mafia y prostitución, pero en Las Vegas todo esto se encuentra iluminado por los aparatosos hoteles y casinos. De ahí que Paul identificara como “el lado oscuro” simplemente a los lugares donde transcurría su vida. Y si bien podía recriminarle que me llevara a correr dos horas al Exploration Peak Park, lo cierto es que se tornó sumamente interesante observar las actividades cotidianas de un veguense común y corriente.

Es así que mientras en el hotel Bellagio se presentaba el espectáculo “O” del Cirque du Soleil, yo me encontraba en el estadio Cashman gozando la victoria de los 51 de Las Vegas sobre los Grizzlies de Fresno. (No está de más mencionar aquí dos curiosidades: 1) El nombre del equipo local y su mascota —un extraterrestre— se deben a la cercanía de la ciudad con el Área 51, la famosa base militar; 2) Paul festejaba cada hit con una euforia que yo solamente conocería si la selección mexicana de futbol ganara un mundial.) De igual manera, si antes del viaje había fantaseado con las hamburguesas de BurGR, el restaurante del afamado chef Gordon Ramsay, en la realidad terminé enamorándome de Fukuburger, un food-truck aparcado en una explanada donde los empleados del estudio de tatuajes contiguo organizaban competencias de Go-Karts.

¿Para qué hacer fila en BurGR si está Fukuburger? Foto: caesars.com

¿Para qué hacer fila en BurGR si está Fukuburger? Foto: caesars.com

Fue sorpresivo lo rápido que hallé el encanto en esa dinámica. La verdad es que me fascinaba deambular en calles donde el tráfico es prácticamente nulo y los peatones inexistentes, donde los vecindarios y las noches tienen la misma monotonía que la arena del desierto en el que está enclavada la ciudad. Para mí todo estaba rodeado por un aura extrañamente conmovedora, tanto aquella pareja comiendo hamburguesas con tintes de cocina japonesa en Bachi Burger (la mirada de ambos revelaba desconsuelo, como si sospecharan que esa cena sería la última que compartirían después de casi siete años de relación), como los apostadores amateur que especulaban sobre el próximo ganador del Super Bowl en el nada glamouroso casino South Point, e inclusive los profesionales que comían tranquilamente en Musashi Japanese Steakhouse antes de volver a The Strip y a la tensión de las partidas millonarias de blackjack.

El tiempo avanzó con agilidad. En el anochecer previo a nuestra despedida, Paul y yo devoramos un paquete de donas en Winchell’s y entramos al Guitar Center situado en el acogedor centro comercial Town Square. Allí, mientras yo me agasajaba tocando un bajo Rickenbacker, él consultaba los precios de las mandolinas. Al salir del establecimiento dijo que pronto compraría una nueva para Cecilia. “La que actualmente usa fue construida en el siglo XVIII. El instrumento está en mi casa pero desde hace dos semanas ella ansía regresarlo a México pues sus padres han decidido donarlo a un museo.” Tragó saliva y agregó: “De ninguna manera quiere que la envíe por paquetería, prefiere que te la dé a ti para que llegué sana y salva. Espero que eso no te cause muchas molestias.” Respondí que lo haría con gusto. Tembloroso, Paul comenzó a sollozar inmediatamente y reiteró su temor a que Cecilia lo abandonara. “Es la única persona cercana a mí, hace años que no hablo con nadie de mi familia”, susurró.

A la mañana siguiente Paul me dejó en la terminal de autobuses Greyhound. Afuera de ésta nos despedimos con un cálido abrazo. Adentro una mujer con la ropa hecha pedazos dormía en el piso, un hombre vestido de Robin Hood buscaba comida en la basura y otro sin pantalones caminaba con los zapatos volteados de manera que las suelas miraban hacia arriba. Seguramente mi aspecto —con una backpack y un estuche de mandolina— también era de viajero extravagante. Quizá por eso una joven se acercó a mí únicamente para decirme que siempre debo fijarme en los niños, pues en ellos está la verdadera esencia de una comunidad. No estuve de acuerdo pero me entretuvo su forma de hablar, una mezcla de hippie con profeta del antiguo testamento. A continuación de esta brevísima charla abordé un autobús con destino a Los Ángeles. Ahí permanecí dos días antes de regresar a México.

Cuando puse la mandolina en manos de Cecilia, ella ya le había dicho a Paul que jamás regresaría a Las Vegas. En adelante no buscamos ni recibimos más noticias hasta que, casi un año y medio después, Cecilia contestó una llamada proveniente de Sacramento, California. Tartamudeando Paul narró lo sucedido en los meses anteriores: no había conseguido empleo e hipotecó la casa con el fin de saldar sus deudas; perdió todo cuando no logró pagar el préstamo; fue internado en el hospital psiquiátrico Rawson-Neil de Las Vegas tras varias semanas de dormir en la calle; cuatro meses más tarde los médicos le entregaron un boleto de autobús Greyhound con dirección a Sacramento. Recibió instrucciones de dirigirse al hospital psiquiátrico de la capital californiana para continuar su tratamiento. No obstante, al llegar fue informado de que no existía ningún registro que lo identificara como paciente transferido y, por lo tanto, no podía ser aceptado. Entonces marcó el número de Cecilia usando un teléfono público.

Cierta madrugada posterior a esta llamada Cecilia y yo vimos el reportaje “One Way Ticket To Nowhere”, realizado por Dan Rather para la cadena AXS TV. Dicho periodista denuncia la práctica llevada a cabo por el hospital psiquiátrico Rawson-Neil que, a causa del sobrecupo, en 2008 empezó a deshacerse de algunos pacientes subiéndolos en autobuses Greyhound. A todos les prometían que su terapia se reanudaría en otros estados. Esto siempre resultaba falso. El verdadero futuro de aquellos hombres y mujeres era idéntico a lo narrado por Paul. Al final la mayoría se resignaba a vivir otra vez en las calles.

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Víctima de traiciones, Paul padeció el verdadero lado oscuro de Las Vegas. No menos sombrío es el hecho de que la estrategia para recuperar la antiquísima mandolina funcionara a la perfección. Cecilia y yo consumamos una jugada maestra. Lo que no presupuestamos son las pesadillas que ahora tengo cada noche que ensaya el Concierto para Mandolina en Do Mayor de Vivaldi. En ellas Paul nos persigue en Sacramento. Cuando nos aseguramos de haber escapado de él también caemos en cuenta de que estamos extraviados en oscuras calles laberínticas de las que nunca salimos. Sudoroso despierto y observo a Cecilia, quien respira agitadamente acostada a mi lado. Procurando tranquilizarla acaricio su mejilla y simultáneamente pienso que no todo lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas.

Guanajuato, los callejones que parecen obras de arte

viernes, septiembre 9th, 2016

Las ciudades son mucho como las canciones o las películas, las puedes escuchar o ver una y otra vez y siempre será diferente. Guanajuato es más que un lugar al que van preparatorianos y universitarios una vez al año. Es un sitio lleno de arte, gastronomía y entretenimiento obligado para todo tipo de viajero.

Ciudad de México, 9 de septiembre (SinEmbargo).– Guanajuato es historia, arte, paisajes, el Cervantino, túneles y calles empedradas. Pero también es nieve de piña con chile, micheladas en la Alhóndiga, y nuevos amigos entre ¿mezcales? de 10 pesos.

Ahí, mi primera borrachera, un viaje familiar, un Cervantino, las mejores tostadas de tripa y la reafirmación constante de mi ciudad favorita –fuera de la CdMx, claro.

Guanajuato es de esos sitios a los que puedes regresar una y otra vez y aunque sus principales atracciones se recorren en un fin de semana, las posibilidades para comer, beber y conocer son variadas.

Foto: Mundano, SinEmbargo

¿A quién no le gusta Guanajuato?. Foto: Mundano, SinEmbargo

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Foto: Mundano, SinEmbargo

La vista desde el Hotel Meson de Juan Valle. Foto: Mundano, SinEmbargo

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Quizá un día puedas comer una “guacamaya” típica de León, que es una torta de chicharrón seco cubierta en picante salsa roja.

O puedas ir de compras al Mercado Hidalgo, visitar el Museo de las Momias de Guanajuato y entrar a la Alhóndiga de Granaditas.

Imperdible es subir al Monumento al Pípila, ubicado en la parte más alta de la ciudad, y desde donde se tiene la mejor vista de la misma. A sus alrededores hay tiendas de recuerditos, puestos de elotes, tacos y bares-terrazas con bebidas a muy buen precios.

Foto: Mundano, SinEmbargo

Somewhere. Foto: Mundano, SinEmbargo

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Foto: Mundano, SinEmbargo

Los tres niveles de la ciudad. Foto: Mundano, SinEmbargo

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Quizá otro cliché que vale la pena experimentar es unirse a una callejoneada, con leyendas, estudiantina y bebidas de dudosa procedencia en un porrón, incluidas. El recorrido terminará en el famoso Callejón del beso, ideal para dar muestras públicas de afecto en su tercer escalón.

Comer en los restaurantes de El Truco o los tacos de la Plaza Baratillo. Caminar hacia la Plaza de la Paz y ver la Basílica de Nuestra Señora de Guanajuato.

Visitar a Don Quijote y Sancho Panza en su monumento o en su Museo, y la clásica foto en las escaleras de la Universidad.

En la noche, colarte a los mariachis alrededor del kiosko del Jardín de la Unión o seguirla en las barecillos estudiantiles.

Jardines, plazas, museos… todo en un pueblo aparentemente tan pequeño.

Fotos: Mundano, Magazine

En el Museo de las Momias de Guanajuato. Fotos: Mundano, SinEmbargo

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Foto: Mundano, SinEmbargo

“Tacos El Chino”, en la Plazuela de los Ángeles. Foto: Mundano, SinEmbargo

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Foto: Mundano, SinEmbargo

La Universidad, de noche, en un día de Cervantino. Foto: Mundano, SinEmbargo

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Foto: Mundano, SinEmbargo

El emblemático Teatro Juárez. Foto: Mundano, SinEmbargo

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Anthony Bourdain no ha estado en Mérida ni conoce a mi mamá

viernes, agosto 26th, 2016

Ricardo Benítez nos lleva de paseo por la capital yucateca, en un viaje gastronómico imaginario junto al chef Anthony Bourdain. “Platillos voladores”, mondongo a la andaluza, guayas, relleno negro y papadzules. Beisbol, cerveza e historias familiares. Acompaña al autor en la recreación de uno de los días más bellos de su vida.

En algún momento quise dedicarme a la antropología social, no por un desbordado interés en los grupos étnicos del país —como sucede con casi todos los aspirantes a antropólogos—, ni por haber leído Los argonautas del Pacífico Occidental de Bronislaw Malinowski, ni tampoco por haber disfrutado de la bella prosa de Ruth Benedict. La verdad es que mi interés antropológico surgió después de ver todos los capítulos del programa televisivo No Reservations de Anthony Bourdain.

Hace una semana visité a mis papás en Mérida, Yucatán. La última noche, horas antes de abordar el avión de regreso a la Ciudad de México, mi mamá y yo cenamos en el carrito callejero del famoso Kalimán, a un lado de la glorieta con el monumento a Carrillo Puerto, en Paseo Montejo. El puesto estaba abarrotado. Taxistas llegaban uno tras otro y tranquilamente comían dos o tres hot dogs y “platillos voladores” antes de continuar su ronda nocturna. Al percatarme del entorno comenté que ese es el tipo de lugar que Anthony Bourdain suele disfrutar y que me parecía lamentable que nunca le haya dedicado un episodio a la gastronomía y vida yucateca. Mi mamá me miró súbitamente y me preguntó: “¿a dónde más llevarías a Anthony Bourdain aquí en Mérida?”. Sin dudarlo respondí: “a los mismos lugares a los que hoy me llevaste tú”. Entonces le narré el hipotético capítulo en el que yo sería guía del famoso chef norteamericano en la llamada “Ciudad Blanca”.

Por la mañana desayunaríamos huevos motuleños con Doña Evelia, en la planta alta del atestado mercado de Motul. Luego regresaríamos a Mérida e iríamos a conocer el céntrico barrio de San Cristóbal. Caminando hacia el sur por la calle 50 llegaríamos al número 559 A de la Funeraria Garrido, negocio familiar que a últimas fechas padece una crisis similar a la que padece el barrio entero. Entre las descuidadas casas de la manzana destacaría una, pues en ella creció mi mamá. Así que señalando la construcción que se ubica justo al lado de la funeraria le diría a Anthony Bourdain: “allí mi abuela tejía la ropa de cada uno de sus ocho hijos usando la tela de los costales de alimento para pollos Api-Aba. En sus cumpleaños compraba galletas de animalitos, todos juntos las envolvían una por una en papel y las metían en una piñata que, claro, también hacían con sus propias manos”. Me hubiera gustado que mi abuela le preparara al conductor el Mondongo a la Andaluza del que tanto habla mi mamá. Según ella nunca ha probado uno mejor. Al fin y al cabo, como el mismo Bourdain afirma en el capítulo que dedica a Puebla: “En México nadie cocina mejor que mamá”. El problema es que desde su infarto cerebral, mi abuela no hace ni recuerda mucho.

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A continuación visitaríamos los mercados San Benito y Lucas de Gálvez, donde mi abuelo trabajó como fletero durante décadas. Allí se colocaba en la calle con su camioneta a esperar clientes desde muy temprano. A mediodía terminaba su trabajo y se iba a tomar las cervezas suficientes para llegar a casa y golpear a sus seres queridos. Al escuchar esto Bourdain guardaría un silencio solidario y yo le ofrecería, para refrescarnos del calor y de la anécdota, una bolsa de guayas que habría comprado en un puesto al azar. Comiendo éstas enfilaríamos hacia La Chaya Maya, a un costado del parque de Santa Lucía. Ahí yo sugeriría el agua de limón con chaya y, en cuanto a la comida, pediríamos cada uno de los platillos yucatecos para que el neoyorkino los degustara sin limitaciones (Brazo de Reina, Relleno Negro, Mucbil Pollo, Tikin Xic, además de otros bien conocidos: cochinita, papadzules y panuchos). Podríamos darnos ese lujo, pues todo lo pagaría la CNN, cadena en la que se transmite su más reciente show, Parts Unknown.

Después del postre (Caballero Pobre) iríamos a Progreso, puerto al que mi mamá siempre me lleva sabiendo que me encanta. En una de las mesas de playa del restaurante Eladio’s beberíamos varias cervezas acompañadas de unos codzitos. A esa hora las gaviotas estarían volando cerca del muelle, los dueños de los carritos de raspados y bolis invitarían a la gente a comprar y en las bocinas del interior del restaurante sonaría Willie Colón. Finalmente disfrutaríamos el atardecer caminando en el malecón hasta llegar a la altura de la casa conocida como “El Pastel” y regresaríamos a Mérida justo a tiempo para ir al béisbol.

Bourdain ya ha visitado México. Foto: Facebook (AnthonyBourdain)

Bourdain ya ha visitado México. Foto: Facebook (AnthonyBourdain)

Sé que Anthony Bourdain es aficionado a la pelota (así llaman al beisbol en Mérida), y particularmente a los Yankees de Nueva York. Debido a esto, y para que no extrañe demasiado a los Bombarderos del Bronx, iríamos al estadio Kukulcán a ver a los Leones de Yucatán. Allí la sorpresa nos esperaría pues la oferta gastronómica para los aficionados de los Leones es la mejor que he visto en cualquier estadio. En uno de los pasillos una señora conocida como “La Güera” vende kibis rellenos de queso de bola y “piedras”. Basta decir que, si Dios existe, éstas deben ser sus botanas diarias. (Dios podría darse ese gusto pues seguramente no tiene problemas de colesterol.) Asimismo pediríamos cervezas a cualquier vendedor que las ofreciera y en poco tiempo tendríamos que resignarnos a aparecer alcoholizados ante las cámaras. Si bien eso es algo a lo que el conductor está acostumbrado, yo intentaría mantener la cordura con una que otra “bomba” de por medio: “En la esquina de tu casa / hoy martes te volví a ver, / seré tonto linda hermosa / si hoy no te invito a comer”.

Al salir del estadio, después de la victoria de los Leones gracias a un jonrón del apodado “Cacao”, cuarto bat del equipo, iríamos a buscar el carrito de hot dogs y platillos voladores de Kalimán. Ahí estaría esperándonos mi mamá, quien sería feliz contándole a Bourdain muchísimas más anécdotas de su infancia, una infancia envuelta en precariedad material pero también en abundancia sensorial. Al despedirse, el chef neoyorkino abrazaría a mi mamá con empatía, pues recordaría la época en la que él mismo vivió marginalmente. Soy un sentimental y en ese instante no podría evitar que las lágrimas llenaran mis ojos. Sí, emocionado por haber sido guía de Anthony Bourdain en Mérida, pero sobre todo porque esto me había permitido recrear, paso por paso, uno de los días más bellos de mi vida.

It’s Vegas, baby o ¿por qué lo que pasa ahí, debe quedarse ahí?

viernes, julio 1st, 2016

A diferencia de la manera en la que las películas de Hollywood retratan a otras metrópolis del mundo, como Nueva York en medio de la destrucción por una enorme criatura que emerge del mar, o el Golden Gate invadido por mutantes, lo que la ficción dice de Las Vegas sí pasa –claro, dependiendo de tu presupuesto– y aún mejor, ahí se queda.

Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

Ciudad de México, 1 de julio (SinEmbargo).- Si algo ofrece esta ciudad son posibilidades. Es decir, oportunidades casi infinitas de diversión, esparcimiento, y también, ¿por qué no? de destrucción. Es decir, si tú quieres y te alcanza, puedes acceder a una de las vidas nocturnas más importantes del mundo. Puedes también pasar días y noches enteros en las slot machines a la espera de que te den la combinación correcta para multiplicar tu dinero o bien sentarte ahí a esperar a que pase una “coctelera” a ofrecerte una bebida premium gratis, claro, con su respectiva propina.

La vista desde el High Roller del hotel The LINQ. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

La vista desde el High Roller del hotel The LINQ. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

Las Vegas también es el lugar en el que cientos de personas a punto de casarse pasan sus últimos días de soltería. Donde otros más contraen matrimonio casi sin quererlo, y en donde hay por lo menos una persona cada 10 metros que reparte tarjetas con mujeres semidesnudas y un teléfono para contactarlas.

Por supuesto que no es Nueva York, ni Venecia ni París, pero es Las Vegas Blvd. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

Por supuesto que no es Nueva York, ni Venecia ni París, pero es Las Vegas Blvd. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

Es definitivamente, un lugar en el que las reglas se pueden romper. Donde no se ve mal desayunar piñas coladas (al fin tienen una cereza en un palillo), ni “cenar” un desayuno del McDonalds 24 horas.

¿Qué diría Dios de que "lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas"? Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

¿Qué diría Dios de que “lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas”? Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

Donde tienes la Torre Eiffel, el Empire State, los canales de Venecia, la esfinge de Giza y el Coliseo Romano en menos de siete kilómetros. Donde siempre hay luz en las calles pero no siempre están llenas.

El MGM, uno de los hoteles-casino más representativos de la ciudad. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

El MGM, uno de los hoteles-casino más representativos de la ciudad. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

En “la ciudad del pecado” conviven también ciudadanos y migrantes, ingleses y mexicanos, puertorriqueños y alemanes. Buffetes costosos al interior de los casinos y Denny’s sobre el Strip; una boutique Gucci y enfrente un Ross, dress for less.

¿Olvide mencionar a Britney, bitch? La cantante tiene residencia de conciertos en el hotel Planet Hollywood desde diciembre de 2013. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

¿Olvidé mencionar a Britney, bitch? La cantante tiene residencia de conciertos en el hotel Planet Hollywood desde diciembre de 2013. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

El año pasado la revista TIME señaló a esta ciudad de Nevada como el destino más barato para viajar dentro de Estados Unidos, y comparado con otras ciudades, Nueva York, por ejemplo, en las que un cuarto de dos metros cuadrados cuesta miles de pesos y un hot dog de carrito 20 dólares, disfrutar del entretenimiento lúdico de Las Vegas resulta hasta económico.

Algunos de los hoteles más famosos. Wynn y Encore, Mirage, Luxor y Bellagio. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

Algunos de los hoteles más famosos. Wynn y Encore, Mirage, Luxor y Bellagio. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

Pero no todo es comer-beber-apostar, la gran mayoría de los hoteles cuentan con shows artísticos y de entretenimiento, desde los legendarios Blue Man Group o los del Cirque du Soleil, hasta las residencias de cantantes y djs como Celine Dion, Britney Spears y Major Lazer.

Además, también hay espectáculos callejeros, como imitadores de Michael Jackson, bandas en la calle Fremont de Las Vegas Downtown, o las míticas fuentes danzantes del Bellagio.

El Heart Attack Grill, en Las Vegas viejas. Es EU, ¿por qué no hacer una alegoría a la obesidad? Aquí entras con una bata de hospital y sales con algunos kilos de más, y para comprobarlo, afuera hay una enorme báscula. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

El Heart Attack Grill, en Las Vegas viejas. Es EU, ¿por qué no hacer una alegoría a la obesidad? Aquí entras con una bata de hospital y sales con algunos kilos de más, y para comprobarlo, afuera hay una enorme báscula. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

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Mi mayor ganancia, que con el dólar casi en 20 pesos, fue una bendición. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

Mi mayor ganancia, que con el dólar casi en 20 pesos, fue una bendición. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

Conclusión: Al igual que todo en la vida, este destino se disfrutará en la medida en que cada quien esté dispuesto a hacerlo. Hay opciones para todos los gustos, pero también sabemos cuál es el perfil que mejor encaja en “la ciudad del pecado”.

El interior de XS, uno de los mejores "Night clubs" de LV. Actualmente ahí tienen residencia djs como Diplo, Zedd, David Guetta y Skrillex. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

El interior de XS, uno de los mejores “night clubs” de LV. Actualmente ahí tienen residencia djs como Diplo, Zedd, David Guetta y Skrillex. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

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– I hate to say this, but this place is getting to me. I think I’m getting the Fear.

– “Nonsense, we came here to find the american dream now were riding the vortex you wanna quit?”

Diálogo de Fear and Loathing in Las Vegas

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No todo es alcohol y apuestas, también hay arte. Aquí dos figuras de Jeff Koons, parte de la colección personal del empresario Steve Wynn. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

No todo es alcohol y apuestas, también hay arte. Aquí dos figuras de Jeff Koons, parte de la colección personal del empresario Steve Wynn. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

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"Love" el espectáculo del Cirque du Soleil basado en los Beatles opera en el hotel Mirage desde 2006. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo

“Love” el espectáculo del Cirque du Soleil basado en los Beatles opera en el hotel Mirage desde 2006. Foto: Daniela Medina, SinEmbargo