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Trump exige retirar premios Pulitzer de 2018 al Washington Post y New York Times

lunes, octubre 4th, 2021

El 22 de septiembre Donald Trump demandó al diario The New York Times y a su sobrina, Mary Trump, por “conspirar” para obtener información de su familia y sus declaraciones de impuestos y exponerla en un reportaje publicado por el diario en 2018.

Nueva York, 3 oct (EFE).- El expresidente de EE.UU. Donald Trump exigió este domingo al consejo de los Premios Pulitzer que retire los premios otorgados al New York Times y al Washington Post en 2018 por “artículos falsos” relacionados con la supuesta conspiración del antiguo mandatario con autoridades rusas.

En un comunicado, Trump publicó una carta remitida al gerente interino de los prestigiosos galardones, Bud Kliment, en la que pide que el Pulitzer de Reportajes Nacionales otorgado a dos de los medios más importantes de EE.UU. sea anulado, porque los artículos publicados se “basan en información falsa sobre vínculos no existentes entre el Kremlin y la campaña [electoral] de Trump”.

“Como se ha publicado ampliamente, la cobertura no era más que una farsa con motivos políticos que trató de tejer una falsa narrativa de que mi campaña supuestamente había conspirado con Rusia pese a una completa falta de pruebas”, dijo Trump en la carta.

El expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, acusa al New York Times y al Washington Post de divulgar “artículos falsos” acerca de la participación del Kremlin en su campaña electoral. Foto: Chris Kleponis, Pool, EFE.

El antiguo mandatario ya pidió la retirada de este Pulitzer en marzo de 2019, pero esta vez ha apuntado a los cargos presentados el mes pasado por parte del fiscal especial John Durham contra Michael Sussmann, que fue representante de la campaña electoral de la excandidata a la presidencia Hillary Clinton.

Según Durham, que fue nombrado durante el Gobierno de Trump, Sussmann mintió al FBI cuando dio a la agencia información sobre posibles relaciones entre la campaña de Trump y Alfa Bank, vinculada al Kremlin.

Trump señaló en su carta que el consejo de los Pulitzer alabó la cantidad de fuentes con la que contaban los “implacables reportajes” del New York Times y el Washington Post sobre las conexiones del expresidente con Moscú, pero él afirma que la mayoría de estas fuentes eran anónimas.

“Los titulares eran extremadamente sensacionalistas y se apoyaban mucho en fuentes anónimas sin corroborar”, agregó.

El New York Times ha ganado más de 130 premios Pulitzer a lo largo de sus 170 años de historia y el Washington Post acumula casi 70, y ambos son dos de los medios de comunicación más prestigiosos e influyentes del mundo.

Crisis racial y COVID marcan el Pulitzer. AP y NYT, grandes ganadores

viernes, junio 11th, 2021

El premio a la fotografía de largometraje fue para el fotógrafo jefe de AP en España, Emilio Morenatti, quien capturó imágenes inquietantes de una pareja mayor abrazándose a través de una lámina de plástico.

Ciudad de México, 11 de junio (AP).– The Associated Press ganó dos premios Pulitzer de fotografía el viernes por su cobertura de las protestas por injusticia racial y el número de víctimas del coronavirus en los ancianos, mientras que The New York Times ganó el premio al servicio público por sus informes detallados pero accesibles sobre la pandemia.

Los honores se encuentran entre una serie otorgada por la cobertura de la pandemia y las protestas en 2020. El Star Tribune de Minneapolis ganó el premio de noticias de última hora por sus reportajes luego del asesinato de George Floyd, mientras que Darnella Frazier, la adolescente que filmó el asesinato de Floyd, recibió un premio.

El premio de Frazier tenía la intención de resaltar “el papel crucial de los ciudadanos en la búsqueda de la verdad y la justicia de los periodistas”, mientras que la junta calificó la cobertura ganadora del premio del Tribune como “urgente, autorizada y matizada”.

AP Y THE NEW YOK TIMES GANAN PREMIOS CADA UNO

El premio a la fotografía de largometraje fue para el fotógrafo jefe de AP en España, Emilio Morenatti, quien capturó imágenes inquietantes de una pareja mayor abrazándose a través de una lámina de plástico, trabajadores de la morgue con equipo de materiales peligrosos retirando cadáveres y personas que soportan la crisis en aislamiento.

Pareja mayor abrazándose. Foto: Emilio Morenatti, AP

El premio a las noticias de última hora por la cobertura de la protesta fue compartido por 10 fotógrafos de AP. Una fotografía ampliamente reproducida por Julio Cortez en la noche del 28 de mayo en Minneapolis devastada por los disturbios muestra a un manifestante solitario, de silueta, corriendo con una bandera estadounidense al revés frente a una licorería en llamas.

“Es un gran honor ganar no solo uno, sino dos premios Pulitzer de fotografía, y un verdadero testimonio del talento y la dedicación de los fotoperiodistas de AP”, dijo el presidente y director ejecutivo de AP, Gary Pruitt. “Estos fotógrafos contaron las historias del año a través de imágenes notables e inolvidables que resonaron en todo el mundo”.

El Star Tribune ganó por noticias de última hora por su cobertura del asesinato de Floyd el 25 de mayo de 2020 y los disturbios civiles resultantes que desgarraron la ciudad. Floyd, un hombre negro, murió cuando un oficial de policía blanco de Minneapolis lo inmovilizaba en el suelo.

El video del asesinato provocó una ola de protestas, primero en las Ciudades Gemelas y luego en todo el país.

Los periodistas de Star Tribune cubrieron la rabia en Minneapolis, donde los manifestantes quemaron edificios, incluida una estación de policía.

El oficial que se arrodilló sobre el cuello de Floyd durante 9 minutos y 29 segundos fue declarado culpable de asesinato.

El New York Times ganó su premio de servicio público por la cobertura de una pandemia que los jueces dijeron que fue “una cobertura valiente, profética y amplia” y “llenó el vacío de datos” para el público en general. Wesley Morris, del Times, ganó por sus críticas sobre la intersección de la raza y la cultura.

Un manifestante lleva una bandera estadounidense al revés, un signo de angustia, junto a un edificio en llamas, el 28 de mayo de 2020, en Minneapolis. Foto: Julio Cortez, AP

El Boston Globe recibió el Pulitzer de reportajes de investigación por una serie que demuestra cómo la mala supervisión del gobierno pone en peligro la seguridad vial.

El editor del Boston Globe, Brian McGrory, elogió la cobertura ganadora de su personal para el reportaje de investigación Pulitzer.

“Los periodistas de Globe que cubrían ese accidente mortal en un tramo aislado de la carretera en New Hampshire rápidamente descubrieron una cantidad espantosa de lapsos por parte de nuestro gobierno y no los dejaron pasar”, dijo McGrory. “Sacaron una enorme cantidad de datos vitales. Practicaron incansables informes de cuero de zapatos. Lo que produjeron ha creado reformas inmediatas, ha provocado que los conductores mortales se salgan de la carretera y seguramente ha salvado vidas “.

Brendan McCarthy, el editor de la serie, dijo que el Globe “rápidamente descubrió que este tipo de tragedia había estado sucediendo año tras año durante décadas. Los problemas estaban a la vista, pero nunca se habían abordado “.

El premio por reportajes explicativos fue compartido por dos destinatarios, incluido Reuters. Ed Yong, de The Atlantic, ganó por una serie de artículos accesibles y profundos sobre la pandemia.

Manhattan Beach, la novela que sumió en la duda a la pulitzer Jennifer Egan

miércoles, marzo 6th, 2019

“Realmente es la cosa más dura que he hecho, de lejos y sin lugar a dudas”, confiesa la autora en una entrevista con Efe en su casa de Brooklyn, un oasis de tranquilidad desde que en 2018 publicó el libro, ahora editado en español por Salamandra, tras la “larga pausa de siete años” que siguió al laureado A Visit From The Goon Squad (2010).

Por Nora Quintanilla

Nueva York, 6 de marzo (EFE).- Manhattan Beach es la quinta novela de la escritora estadounidense Jennifer Egan, una “carta de amor” al Nueva York de la era de los gánsteres que le supuso un trabajo tan duro como para preguntarse si el éxito la había “arruinado” tras alzarse con un premio Pulitzer de ficción en 2011.

“Realmente es la cosa más dura que he hecho, de lejos y sin lugar a dudas”, confiesa la autora en una entrevista con Efe en su casa de Brooklyn, un oasis de tranquilidad desde que en 2018 publicó el libro, ahora editado en español por Salamandra, tras la “larga pausa de siete años” que siguió al laureado A Visit From The Goon Squad (2010).

Ambientada entre la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, su última novela ya tenía a Egan investigando entre 2004 y 2010, a la vez que escribía la anterior, que “es como un día en el campo, en comparación” con Manhattan Beach, según aseguró jovial.

Junto a la Sociedad Histórica del carismático barrio neoyorquino donde vive, la escritora entrevistó a ancianos que habían trabajado en el Brooklyn Navy Yard, el astillero de la Marina estadounidense más importante de la época, que aportarían más adelante “texturas” de la memoria juvenil a los datos respaldados por expertos.

Sin embargo, el primer borrador “fue espantosamente malo” y se vio abrumada por el esfuerzo “que tenía por delante para darle una oportunidad, simplemente, de hacerlo trabajable”, algo a lo que “no ayudó” recibir entre medias un galardón que propulsaría su nombre fuera de las fronteras del país.

“Pensar que no publicaría (el libro), o que publicaría algo que todo el mundo pensara que era inferior, era intimidante. Puedes volverte loca y pensar: me he arruinado como escritora por el éxito”, relató la también periodista, que incluso abandonó sus reportajes durante ese periodo.

“No quiero sobredramatizar, pero no había sido publicada en España, por ejemplo, y en términos de audiencia internacional esto era un cambio radical. Pensé: ¿Y si soy una de esas personas que no funcionan en el punto de mira? Si esta atención hace que no pueda escribir otro libro, entonces es que no era lo mío”, agregó.

No fue hasta 2015 cuando enderezó la situación y logró “hacer suyo” el material: pese a usar diferentes estructuras en cada obra, la literatura de Egan combina “extremos” de emoción y acción que rozan “lo absurdo”, resultando humorísticos.

Al investigar sobre el puerto de Nueva York, le quedó claro que una de las “grandes historias” por contar era la de las mujeres, ya que la guerra las sacó “de sus situaciones ordinarias” y les permitió trabajar. Otra era la del crimen organizado, cuya recurrente presencia en sus relatos la fascinó.

Familiar de policías, Egan recordó que muchos entrevistados octogenarios, la mayoría ya fallecidos, hablaban de los gánsteres con naturalidad: “Yo no conozco gánsteres personalmente, excepto quizá nuestro Presidente (Donald Trump)”, bromeó.

Así, protagonizan esta historia ficticia pero “plausible” Anna Kerrigan, una singular buceadora empleada en el astillero de Brooklyn; su padre Eddie, estibador de origen irlandés metido en un sindicato corrupto; y Dexter, un capo al que Anna recuerda haber visto negociar con su padre antes de que éste desapareciera.

Anna, que sustenta a su madre y a su hermana discapacitada, sobresale en esta novela que ha enganchado a “nuevos lectores”, ha “conectado a gente con sus padres y con la época de guerra” y ha sido acogida por la ciudad “porque en cierta manera es una carta de amor a Nueva York”, sostuvo Egan.

“No habría podido escribirla si no hubiera sido periodista”, resolvió la neoyorquina de adopción -nacida en Chicago, se mudó a la Gran Manzana con 24 años-, firmante en las últimas dos décadas de amplios reportajes para medios como The New York Times y para quien el periodismo “complementa” su trabajo literario.

Como esta obra la forzó a “dejar de lado el periodismo” dice no considerarse ya reportera, pero sí mantiene la necesidad de “seguir teniendo nuevas experiencias”. “Me gusta que me digan: ve a este mundo extraño, a ver qué puedes sacar”, explicó Egan en un salón repleto de libros, dibujos y objetos que reflejan su inquietud.

“Afortunada” de que “las cosas le fueran bien” a Manhattan Beach, recientemente premiada con la medalla Andrew Carnegie a la excelencia en el campo de la ficción, Egan confesó haber sentido un “gran alivio” al darse cuenta de que A visit from the Goon Squad no iba a ser su “último libro”.

Antes de despedirse, la autora comenta, con la liviandad propia de quien se ha librado de una gran “presión”, que precisamente está trabajando en un proyecto que verá la luz a finales de 2019 y será un “compañero” de la novela que le valió el Pulitzer.

El misterio y la juventud eterna de “Las vírgenes suicidas”

sábado, mayo 12th, 2018

Se cumplen 25 años de la novela de Jeffrey Eugenides, una dramática historia sobre varias adolescentes que acabaron suicidándose sin que nadie llegara a comprender los motivos.

Por Mina López, para eldiario.es

Ciudad de México, 12 de mayo (SinEmbargo/eldiario.es).- Nadie llegó a saber nunca por qué se suicidaron las cinco hermanas Lisbon, porque ellas nunca contaron su historia. El relato de la progresión de sus historias desde el suicidio de Cecilia, la más pequeña y la primera en quitarse la vida, hasta el adiós del resto, lo desarrolla un grupo de chicos adolescentes obsesionados con ellas. Las vírgenes suicidas (1993) fue la primera novela de Jeffrey Eugenides y, aunque el Pulitzer le llegó con la siguiente, Middlesex (2002), su fama despegó con su obra debut, que ahora cumple 25 años.

El apellido Lisbon hizo aparición por primera vez en el mundo literario en el número 117 de la revista The Paris Review en 1990. La firma del novel Eugenides iba acompañada por nombres como los de Margaret Atwood, Daniel Stern o Ruth Tarson. Él se hizo con el premio Aga Khan a la mejor ficción en 1991 y con su prestigio las hermanas ganaron páginas.

Son las hijas de uno de los profesores del instituto y su estricta esposa, que las habían concebido en cadena. Cecilia (13 años), Lux (14), Bonnie (15), Mary (16) y Therese (17), todas ellas rubias e hipnóticas, al menos para cinco chicos de un barrio residencial estadounidense en los 70. Las hermanas se quitan la vida antes de cumplir la mayoría de edad, prácticamente a la vez, y dejan obsesionados a los jóvenes.

La novela fue publicada por Anagrama. Foto: Especial

Dos décadas después de lo sucedido, con menos pelo y más barriga, cuentan en primera persona del plural lo que sucedió ese año, intentando atar cabos con las pruebas reunidas a lo largo del tiempo para obtener una respuesta. Nunca dan con ella, porque es imposible.

“Está claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años”. Esa frase, ya mítica, que Cecilia le espeta al confundido psicólogo después de su intento de suicidio, resume la esmirriada conclusión a la que llegan los personajes (fascinó tanto, que los jóvenes de los 90 la apuntaron en libretas y ahora la comparten en formato GIF en las redes sociales).

Pero más allá de la incomprensión del suicidio, el tema de la novela es la decadencia de la clase media americana en los años 60, que ve como la bonanza y la paz de la posguerra se empieza a desvanecer como un espejismo.

El propio escritor creció en un suburbio de Detroit en esa época, y plasmó en su libro aquella atmósfera que influyó en la psique colectiva de los adolescentes de su generación, representada en las hermanas. De hecho, Eugenides explicó en una entrevista a Dazed que había concebido a las Lisbon como una entidad con varias cabezas: “Como una hidra, pero no monstruosa. Una hidra agradable”.

La enfermedad holandesa del olmo que acaba progresivamente con los árboles del barrio, la plaga de mosca de la fruta que cubre la ciudad de cadáveres de insectos o la fiesta de la asfixia. Todo son muestras del declive de la comunidad. “Las hermanas Lisbon pasaron a convertirse en todo lo que funcionaba mal en el país, de los males que este infligía hasta en sus ciudadanos más inocentes”. Ellas atisbaron cómo sería el futuro y decidieron convertirse en un mito como también lo fue el sueño americano.

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LA MÍSTICA DE LA ADOLESCENCIA ANGUSTIADA

Las vírgenes suicidas es una novela que marcó obras posteriores, pero que también bebe, inevitablemente, de algunas predecesoras. The New York Times señaló como referente inmediato Aquella noche (1987) de Alice McDermott: “No solo ambos libros comparten tema, sino también estructuras y métodos narrativos. Ambas novelas se centran en eventos que fracturan la conciencia de una comunidad entera en un antes y un después”.

Por supuesto, no podía faltar el título por excelencia del adolescente aturdido, El guardián entre el centeno (J.D. Salinger, 1951) y las jóvenes confusas y con gusto por los ansiolíticos de El valle de las muñecas (Jacqueline Susann, 1966) también podrían apuntarse a esta pandilla disfuncional.

Sin quitarle mérito alguno a Eugenides, la huella que su historia ha dejado en la generación que la leyó por primera vez y a las sucesivas, se debe en gran parte a la adaptación que Sofia Coppola hizo para la gran pantalla. La directora se adelantó décadas a Instagram y con el filtro amarillento de la película y la pegajosa banda sonora que el grupo francés Air consiguió reproducir a la perfección el clima asfixiante que destilan las páginas del libro.

De hecho, y mal que les pese a los defensores de “el libro siempre es mejor que la película”, los primeros resultados que salen al teclear el título en el buscador de Internet son sobre el filme. Fue su primer largo y uno de sus trabajos más célebres, aunque el Oscar le llegó con su segunda película, Lost in Traslation (2003). Las rubias suicidas supusieron el inicio de dos de las carreras más exitosas del mundo de la cultura.

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Aún está por ver si la futura película basada en Las chicas (Anagrama, 2016) supera el éxito fulgurante de la novela en la que está inspirada como ocurrió con “las vírgenes” de Eugenides. Su autora es Emma Cline y los derechos del libro ya están vendidos desde hace años al productor cinematográfico Scott Rudin por dos millones de dólares, la misma cantidad que Penguin Random House le pagó a la escritora por su manuscrito.

Aunque su libro está basado en la historia de Charles Manson y su familia de jóvenes abducidas, la angustia de una adolescente que vive en una zona acomodada de Estados Unidos en los años 60 es la misma que la que se respira en el barrio de las Lisbon. Y la atracción que genera un grupo de muchachas también: “Volví la mirada por las risas, y seguí mirando por las chicas”, dice la protagonista al empezar. El ansia por resolver un misterio puede convertirse en obsesión y pocas cosas pueden ser más indescifrables que la mente de una persona de 13 años.

ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE eldiario.es. Ver ORIGINAL aquí. Prohibida su reproducción.

Fragmento de la novela Las vírgenes suicidas, de Jeffrey Eugenides, con autorización de Anagrama

1

La mañana en que a la última hija de los Lisbon le tocó el turno de suicidarse –esta vez fue Mary y con somníferos, como Therese–, los dos sanitarios llegaron a su casa sabiendo exactamente dónde estaba el cajón de los cuchillos y el horno de gas y dónde la viga del sótano en la que podía atarse una cuerda. A nosotros nos pareció que, como siempre, salían demasiado lentamente de la ambulancia, mientras el gordo decía en voz baja:

–Que no es la tele, tíos, aquí no hay que correr.

Cargado con el pesado respirador y la unidad cardíaca, pasó entre los arbustos, que habían crecido monstruosamente, y cruzó el descuidado césped que trece meses atrás, cuando empezó todo, estaba pulcro e inmaculado.

Cecilia, la pequeña –no tenía más que trece años–, fue la primera en hacer el viaje: se cortó las venas, como los estoicos, mientras tomaba un baño, y cuando la encontraron flotando en el agua teñida de color de rosa, con los ojos amarillos de los posesos y aquel cuerpecito que exhalaba olor a mujer madura, los sanitarios se llevaron un susto tan grande al verla en aquel estado de sosiego, que se quedaron clavados en el sitio, como mesmerizados. Pero de pronto irrumpió la señora Lisbon dando gritos y la realidad de la habitación se hizo patente: sangre en la estera del baño, la navaja de afeitar del señor Lisbon en el lavabo, jaspeando el agua. Los sanitarios sacaron el cuerpo de Cecilia del agua caliente, que acelera la hemorragia, y le aplicaron un torniquete en los brazos. El cabello mojado le colgaba por la espalda y ya tenía las extremidades azules. No dijo ni una palabra pero, cuando le separaron las manos, encontraron una estampa plastificada de la Virgen María apretada contra los pimpollos de sus pechos.

Esto ocurría en junio, en la época de la mosca del pescado, cuando, como todos los años, la ciudad se cubre de tan efímeros insectos. Se levantan entonces nubes de moscas de las algas que cubren el lago contaminado, y oscurecen las ventanas, cubren los coches y las farolas, cubren las dársenas municipales y cuelgan como guirnaldas de las jarcias de los veleros, siempre con la misma parda ubicuidad de la escoria voladora. La señora Scheer, que vive calle abajo, nos dijo que había visto a Cecilia el día anterior al intento de suicidio. Estaba junto al bordillo, con el antiguo traje de novia del que había cortado el dobladillo y que nunca se quitaba de encima, observando un Thunderbird envuelto en moscas del pescado.

–Sería mejor que tomaras la escoba, cariño –le aconsejó la señora Scheer.

Pero Cecilia le dirigió una mirada mística y dijo:

–Están muertas, sólo viven veinticuatro horas. Salen del huevo, se reproducen y la palman. Ni siquiera comen. –Y tras estas palabras metió la mano en la espumosa capa de bichos y trazó sus iniciales: C.L.

Queríamos disponer las fotos cronológicamente, pero habían pasado tantos años que resultaba difícil. Algunas están borrosas, y aun así son reveladoras. El documento número uno muestra la casa de los Lisbon poco antes del intento de suicidio de Cecilia. La hizo una agente inmobiliaria, Carmina D’Angelo, a la que el señor Lisbon había acudido para que se encargara de vender aquella casa que se había quedado pequeña para su numerosa familia. Tal como dejaba ver la instantánea, el tejado de pizarra todavía no había empezado a dejar la ripia al descubierto, el porche era aún visible por encima de los arbustos y las ventanas todavía no estaban sujetas con tiras de cinta adhesiva. Era una confortable casa suburbana. En la ventana superior derecha del segundo piso se ve un contorno borroso que la señora Lisbon identificó como Mary Lisbon.

–Solía cepillarse mucho el pelo porque creía que lo tenía débil –diría años más tarde, recordando cómo había sido su hija durante su breve estancia en la tierra.

En la fotografía Mary aparece sorprendida en el momento de secarse el cabello con el secador y parece que le salgan llamas de la cabeza, aunque se trata solamente de un efecto de luz. Era el 13 de junio, veintiocho grados en la calle y sol en el cielo.

Cuando los sanitarios tuvieron la satisfacción de conseguir que la hemorragia se redujese a un goteo, pusieron a Cecilia en una camilla y la sacaron de la casa para meterla en la ambulancia que esperaba en la carretera. Parecía una Cleopatra pequeñita en una litera imperial. El primero en salir fue el sanitario delgaducho que lucía un bigote a lo Wyatt Earp –a quien llamamos el sheriff cuando ya lo conocimos mejor después de tantas tragedias domésticas–, y luego apareció el gordo, que sostenía la camilla por detrás y caminaba melindrosamente por el césped, mirándose los zapatos reglamentarios de policía como si tratara de no pisar mierda de perro, aunque con el tiempo, cuando estuvimos más familiarizados con los aparatos, supimos que vigilaba la presión sanguínea. Sudorosos y moviéndose torpemente, los hombres se dirigieron a la ambulancia, que continuaba estremeciéndose y emitiendo destellos de luz. El gordo tropezó con un aro de croquet y, como venganza, le pegó un puntapié. El aro se desprendió, levantó una nube de polvo y cayó con un sonido metálico sobre el sendero de entrada. Mientras tanto la señora Lisbon irrumpió en el porche llevando a rastras la bata de franela de Cecilia, y profirió un largo gemido con el que detuvo el tiempo. Bajo los árboles ondulantes y sobre la hierba restallante y agostada las cuatro figuras posaron como en un cuadro: dos esclavos ofrecían la víctima al altar (levantaban la camilla para meterla en la ambulancia), la sacerdotisa blandía la antorcha (agitaba la bata de franela) y la virgen, narcotizada, se incorporaba apoyándose en los codos con una sonrisa ultraterrena en los descoloridos labios.

La señora Lisbon viajó en la ambulancia, pero el señor Lisbon la siguió con la furgoneta, aunque respetando el límite de velocidad. Dos de las hermanas Lisbon no estaban en casa: Therese se encontraba en Pittsburgh, asistiendo a un congreso científico, y Bonnie en un campamento musical, intentando aprender a tocar la flauta después de haber abandonado el piano (tenía las manos demasiado pequeñas), el violín (le dolía la barbilla), la guitarra (le sangraban los dedos) y la trompeta (se le deformaba el labio inferior). Al oír la sirena, Mary y Lux habían salido corriendo de la clase de canto, que tomaban en casa del señor Jessup, al otro lado de la calle. Al entrar en el cuarto de baño atestado de gente y ver a Cecilia, con los antebrazos ensangrentados y aquella pagana desnudez, se llevaron un susto tan grande como el de sus padres. Ya fuera, se detuvieron sobre una pequeña extensión de césped que Butch, el chico musculoso que venía a cortarlo todos los sábados, se había olvidado de segar y se abrazaron muy fuerte. Al otro lado de la calle había un camión del Departamento de Parques con unos hombres que atendían algunos de nuestros olmos moribundos. La sirena lanzó un alarido y tanto el botánico como su equipo pararon las bombas de insecticida para observar la ambulancia, que se ponía en marcha. Perdida ya de vista, volvieron a su labor. Hace mucho tiempo que el majestuoso olmo que aparece en primer plano en el documento número uno sucumbió al hongo del escarabajo holandés y hubo que cortarlo.

Los sanitarios llevaron a Cecilia al hospital del Bon Secours, en Kercheval y Maumee. En la sala de urgencias Cecilia contemplaba, con un distanciamiento no exento de pavor, los intentos que hacían por salvarle la vida. Sus ojos amarillos no parpadearon ni tampoco se arredró cuando le clavaron la aguja en el brazo. El doctor Armonson le cosió los cortes de las muñecas y a los cinco minutos de la transfusión la declaró fuera de peligro. Tras acariciarle la barbilla, le dijo:

–¿Qué haces aquí, guapa? Si todavía no tienes edad para saber lo mala que es la vida…

Fue entonces cuando Cecilia dijo en voz alta lo que habría podido considerarse su nota póstuma, aunque en este caso totalmente inútil puesto que seguía con vida.

–Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años –dijo.

Las hermanas Lisbon tenían trece años (Cecilia), catorce (Lux), quince (Bonnie), dieciséis (Mary) y diecisiete (Therese). Eran bajas, de nalgas rotundas bajo el tejido de algodón y con unas mejillas redondas que recordaban la morbidez dorsal anteriormente citada. A primera vista, sus rostros parecían impúdicos, como si quien las contemplaba tuviese la costumbre de ver mujeres cubiertas con velo. Nadie entendía que el señor y la señora Lisbon hubiesen engendrado unas hijas tan guapas. El señor Lisbon, que enseñaba matemáticas en el instituto, era delgado, de aspecto juvenil, y parecía sorprendido por su propio cabello gris. Su voz era atiplada, y cuando Joe Larson nos explicó que el señor Lisbon había llorado cuando trasladaron a Lux al hospital tras su intento de suicidio, no nos resultó difícil imaginar el tono de su llanto afeminado.

Cuando uno observaba a la señora Lisbon, en vano buscaba en ella algún signo de la belleza que pudo constituir uno de sus atributos. Sus brazos regordetes, su cabello semejante a alambre de acero mal cortado y sus gafas de bibliotecaria frustraban el menor intento. La veíamos raras veces, por las mañanas, vestida elegantemente antes de que saliera el sol, asomándose a la puerta para recoger los cartones de leche cubiertos de rocío, o los domingos, cuando toda la familia salía en la furgoneta camino de la iglesia católica de San Pablo, a orillas del lago. En esas ocasiones la señora Lisbon adoptaba una frialdad regia. Con el bolso fuertemente agarrado en la mano, comprobaba que ninguna de sus hijas llevara ni sombra de pintura en la cara antes de dejarlas subir al coche, y no era raro que ordenara a Lux que volviera a meterse dentro y se pusiera otra blusa menos llamativa. Como nosotros no íbamos a la iglesia, teníamos tiempo de sobra para observarlos: los padres lixiviados, como negativos fotográficos, y las cinco despampanantes hijas luciendo sus esplendorosas carnes, con aquellos vestidos de confección casera, cargados de puntillas y volantes.

Sólo un chico había entrado en la casa: Peter Sissen, que había ayudado al señor Lisbon a instalar la maqueta del sistema solar en la clase, a cambio de lo cual una noche fue invitado a cenar. Peter contó que las muchachas le habían estado pegando continuamente puntapiés por debajo de la mesa y que, como éstos le llegaban de todas direcciones, le habría sido imposible decir quién se los propinaba. Lo escrutaban con sus ojos azules y enfebrecidos y le sonreían con aquellos dientes suyos tan juntos, que constituían el único rasgo de las niñas Lisbon que no alcanzaba la perfección total. Bonnie fire la única que no dedicó a Peter Sissen miradas furtivas ni puntapiés. Se limitó a bendecir la mesa y a comer en silencio, sumida en el religioso fervor de los quince años. Al levantarse de la mesa, Peter Sissen pidió permiso para ir al cuarto de baño y como Therese y Mary estaban en el de la planta baja y de él salían risitas y comentarios en voz baja, tuvo que ir al de la planta superior. Después nos contaría que los dormitorios estaban llenos de bragas arrugadas, de animales de peluche apañuscados por los apasionados abrazos de las chicas; nos dijo también que había visto un crucifijo del que colgaba un sostén, habitaciones brumosas y camas con dosel, y que había percibido los efluvios de tantas chicas juntas en trance de convertirse en mujeres confinadas en un espacio exiguo. Ya en el cuarto de baño, mientras dejaba correr el agua del grifo para enmascarar los ruidos de su registro, Peter Sissen dio con el secreto escondrijo en el que Mary Lisbon guardaba sus cosméticos, metidos en un calcetín atado debajo del lavabo: barras de carmín y aquella segunda piel que constituían el colorete y los polvos, aparte de la cera para depilar, que sirvió para informarnos de que la chica tenía bozo aunque nunca se lo hubiéramos visto. En realidad, ignoramos a quién pertenecían los cosméticos que vio Peter Sissen hasta que dos semanas más tarde encontramos a Mary Lisbon en el malecón con los labios con una tonalidad carmesí que encajaba exactamente con la que nos había descrito Peter.

El muchacho hizo un inventario de desodorantes, perfumes y esponjas ásperas para eliminar pieles muertas, pero lo que más nos sorprendió fue que no descubriera ninguna ducha en toda la casa, porque nos figurábamos que las chicas se duchaban todas las noches, con la misma regularidad con que alguien se lava los dientes. Con todo, nos recuperamos en seguida de nuestra decepción cuando Sissen nos habló de un descubrimiento que había hecho y que superaba con creces nuestras más locas fantasías. En la papelera había encontrado un Tampax manchado con los jugos interiores todavía frescos de alguna de las hermanas Lisbon. Sissen añadió que casi había estado tentado de traérnoslo, que no era una cosa asquerosa sino bella, que había que verlo porque parecía una pintura moderna o algo así, e incluso dijo que había contado doce cajas de Tampax en el armario. Pero en aquel momento Lux llamó a la puerta y preguntó que si se había muerto o qué y entonces él había tenido que ir corriendo a abrirle. Los cabellos de Lux, que durante la cena llevaba recogidos con un pasador, le caían ahora sueltos sobre los hombros. Pero la chica no entró en seguida en el cuarto de baño, sino que miró a Peter a los ojos, después se echó a reír con su risa de hiena y pasó junto a él diciendo:

–¿Tienes acaparado el baño o qué? Necesito una cosa. –Fue directamente al armario, pero se paró en seguida y enlazó las manos a la espalda–. En privado, si no te importa –le dijo, mientras Peter Sissen bajaba a toda prisa los escalones, rojo como un pimiento y, después de dar las gracias al señor y a la señora Lisbon, se lanzaba corriendo a la calle para poder contarnos en seguida que a Lux Lisbon le estaba saliendo sangre de entre las piernas en aquel mismísimo momento. Era cuando las moscas del pescado cubrían el cielo y ya se estaban encendiendo las farolas.

Cuando Paul Baldino oyó lo que contó Peter Sissen, juró que se metería en casa de los Lisbon y vería cosas aún más impensables que las que había visto Sissen.

–Veré a las chicas duchándose –aseguró.

A los catorce años, Paul Baldino ya tenía las agallas de un gángster y la pinta de matón de su padre, Sammy el Tiburón Baldino, y de todos los que entraban y salían de la enorme casa de Baldino, con sus dos leones esculpidos en piedra a ambos lados de la escalera de entrada. Se movía con el contoneo indolente de los depredadores urbanos que huelen a colonia y se hacen la manicura. Le teníamos miedo, a él y a sus ricos e imponentes primos, Rico Manollo y Vince Fusilli, no sólo porque su casa aparecía a menudo en los periódicos, o por las limusinas negras blindadas que se deslizaban por el camino circular de entrada bordeado de laureles importados de Italia, sino también por aquellos círculos oscuros que tenía debajo de los ojos, por sus flancos de mamut y por aquellos relucientes zapatos negros que no se quitaba ni siquiera para jugar a béisbol. Ya había metido la nariz en sitios prohibidos y, aunque no siempre era fiable lo que contaba después, no por ello dejaba de impresionarnos la osadía de sus exploraciones. En sexto, el día que llevaron a todas las niñas al auditorio para que vieran una película sólo para chicas, Paul Baldino se coló en la sala y se escondió en la antigua cabina de las votaciones para poder contarnos de qué iba la cosa. Lo esperamos en el patio, jugando a pegar puntapiés a la grava para matar el tiempo hasta que apareció mascando un palillo y jugando con el anillo de oro que llevaba en el dedo. Estábamos sobre ascuas.

–He visto la peli –dijo– y sé de qué va la cosa. Escuchad, a eso de los doce años o así, a las chicas… –se inclinó hacia nosotros– les sale sangre de las tetas.

Pese a que ya estábamos mejor informados, Paul Baldino seguía inspirándonos miedo y respeto. Se le habían puesto flancos de rinoceronte y aquellos círculos que tenía debajo de los ojos ahora tenían un color ceniciento que hacía pensar en la muerte. Fue en esa época cuando comenzaron a correr los rumores acerca del túnel. Una mañana, hacía ya algunos años, había aparecido un grupo de trabajadores en el jardín de su casa, detrás de la valla coronada de púas y guardada por dos perros pastores alemanes blancos idénticos. Para ocultar lo que se llevaban entre manos colgaron unas telas de hule de unas escaleras de mano y, tres días después, cuando las quitaron, en medio del césped había aparecido un tronco de árbol artificial. Era de cemento, con la corteza y los nudos del tronco pintados e incluso con dos ramas podadas que apuntaban al cielo con el fervor de muflones amputados. En medio del tronco una cuña abierta con una sierra de cadena contenía una parrilla metálica.

Paul Baldino dijo que era una barbacoa y nos lo creímos. Pero iba pasando el tiempo y vimos que no la utilizaba nadie. Según los periódicos, la barbacoa había costado cincuenta mil dólares, si bien en ella jamás se asó una hamburguesa, ni siquiera un perrito caliente. No tardó en circular el rumor de que el tronco era la entrada de un túnel para poder escapar y que conducía a un escondrijo junto al río donde Sammy el Tiburón tenía una lancha rápida, y que los trabajadores habían colgado hules para que nadie viese que estaban excavando. Pocos meses después de que empezaran a circular los rumores, Paul Baldino comenzó a aparecer en los sótanos de diferentes casas, a los que llegaba a través de las cloacas. Apareció un día en casa de Chase Buell, cubierto de un polvillo grisáceo que olía claramente a mierda; se metió como con calzador en la bodega de Danny Zinn, y esta vez se presentó con una linterna, un bate de béisbol y una bolsa con dos ratas muertas; finalmente asomó al otro lado de la caldera de Tom Faheem, a la que pegó tres golpes.

Siempre daba la misma explicación: que estaba explorando las cloacas debajo de su casa y que se había perdido. Pero empezamos a sospechar que lo que estaba explorando en realidad era el túnel que su padre había mandado construir. Cuando había fanfarroneado diciendo que vería a las chicas Lisbon mientras se duchaban todos creímos que iba a entrar en la casa de los Lisbon igual que había entrado en las otras. Nunca llegamos a saber exactamente qué había ocurrido, pero la policía lo estuvo interrogando más de una hora. El les dijo que se había metido a gatas en el conducto de la cloaca de su casa y que después había seguido avanzando poco a poco; les describió las enormes dimensiones de los conductos, les dijo que había encontrado tazas de café y colillas dejadas por los trabajadores y dibujos al carbón de mujeres desnudas en las paredes, similares a pinturas rupestres. Dijo que se había metido en las cloacas al azar y que al pasar por debajo de las casas olía incluso lo que estaban cocinando en aquel momento. Por fin se había metido en el sótano de los Lisbon pasando a través de la reja de la cloaca. Después de sacudirse bien la ropa, había subido a la planta baja para ver si había alguien, pero la casa estaba vacía. Había dado voces y recorrido las habitaciones. Después habla subido a la planta superior. En el rellano había oído correr agua y se había acercado a la puerta del cuarto de baño. Paul Baldino insistió en que había llamado con los nudillos a la puerta y que, al entrar, había encontrado a Cecilia desnuda, con las muñecas rezumando sangre y que lo primero que hizo tan pronto como se hubo recuperado del susto fue llamar a la policía, porque su padre le había enseñado que eso es lo que hay que hacer siempre.

Por supuesto, quienes primero vieron la estampa plastificada fueron los sanitarios, y el gordo, agobiado con las prisas, se la guardó en el bolsillo. Ya en el hospital se acordó de la estampa y de que quería dársela al señor y a la señora Lisbon. Cecilia ya estaba fuera de peligro y sus padres aguardaban sentados en la sala de espera, aliviados pero confusos. El señor Lisbon dio las gracias al sanitario por haber salvado la vida de su hija. Después dio vuelta a la estampa y leyó las palabras impresas en el dorso:

La Virgen María se ha aparecido en nuestra ciudad y ha traído su mensaje de paz a un mundo que se está desmoronando. Como en Lourdes y Fátima. Nuestra Señora ha premiado con su presencia a personas como tú. Para más información llamar al 555-MARY.

El señor Lisbon lo leyó tres veces y después, con voz de desaliento, dijo:

–La bautizamos, la confirmamos y ahora cree en esta mierda.

Fue su única blasfemia durante aquella dura prueba. La señora Lisbon reaccionó arrugando la estampa en el puño (pero sobrevivió, tenemos una fotocopia). El periódico local no se dignó publicar ningún artículo sobre el intento de suicidio porque el editor, el señor Baubee, estimaba que una noticia tan deprimente como aquélla no encajaría muy bien entre el artículo sobre la Exposición Floral de la Asociación Juvenil y las fotografías de novias sonrientes publicadas en la última página. El único artículo interesante de aquel día hacía referencia a la huelga de los empleados del cementerio (se acumulaban los cadáveres, no había acuerdo a la vista), pero estaba en la página cuatro, debajo de los resultados de las ligas menores de béisbol.

Al volver a casa, el señor y la señora Lisbon se encerraron con las niñas y no hablaron ni una sola palabra sobre lo ocurrido. Sólo cuando la señora Scheer la presionó lo suficiente, la señora Lisbon hizo referencia al «accidente de Cecilia», y habló del asunto como si la niña se hubiera cortado al caer. Sin embargo, Paul Baldino, perturbado por la visión de la sangre, nos describió con precisión y objetividad lo que había visto y no dejó lugar a dudas sobre que Cecilia había perpetrado un acto de violencia contra sí misma.

La señora Buck encontraba extraño que la navaja hubiera ido a parar al lavabo.

–Si uno se corta las muñecas en la bañera, ¿no dejará la navaja junto a ella? –decía.

Esto llevó a preguntarse si Cecilia se habría hecho los cortes en la muñeca mientras estaba metida en la bañera o cuando estaba de pie en la alfombrilla, ya que en ésta había manchas de sangre. Para Paul Baldino no había duda:

–Lo hizo en el lavabo y después se metió en la bañera –explicaba–. ¡Por eso lo dejó todo perdido!

Cecilia estuvo bajo observación una semana. La ficha del hospital indica que la arteria de la muñeca derecha estaba totalmente seccionada porque la niña era zurda, pero que la herida de la muñeca izquierda no había sido tan profunda y había dejado intacta la parte inferior de la arteria. Tuvieron que darle veinticuatro puntos en cada muñeca.

Cuando volvió, todavía llevaba puesto el traje de novia. La señora Patz, cuya hermana era enfermera del Bon Secours, dijo que Cecilia se había negado a ponerse la bata del hospital y que había pedido su vestido de novia. El doctor Hornicker, psiquiatra, estimó que lo mejor sería complacerla. El día que Cecilia volvió a casa se desencadenó una tormenta. Estábamos en casa de Joe Larson, que vivía al otro lado de la calle, cuando se oyó el primer trueno. La madre de Joe gritó desde abajo que cerrásemos todas las ventanas y después saliéramos corriendo hacia nuestra casa. En la calle, un profundo vacío había aquietado el aire. Una ráfaga de viento agitó una bolsa de papel, la levantó, la hizo girar unas cuantas veces, la llevó volando entre las ramas bajas de los árboles. Mientras aquel vacío del aire se disolvía de pronto en aguacero y el cielo se volvía negro, la furgoneta de los Lisbon trataba de abrirse camino en medio de la oscuridad.

Llamamos a la madre de Joe para que subiera a mirar y a los pocos segundos oímos que se acercaba rápidamente por la escalera alfombrada y se reunía con nosotros junto a la ventana. Era martes y la madre de Joe olía a pulimento para muebles. Vimos que la señora Lisbon abría la puerta del coche con el pie y salía trabajosamente cubriéndose la cabeza con el bolso para no mojarse. Encorvada y ceñuda, abrió la puerta de atrás. Llovía a cántaros y la señora Lisbon tenía el pelo empapado pegado a la cara. Por fin asomó la cabecita de Cecilia, borrosa a causa de la lluvia, moviéndose con extrañas sacudidas debido al doble cabestrillo que le sujetaba los brazos. Le costó trabajo coger impulso suficiente para tenerse en pie. Cuando por fin lo consiguió, levantó los dos cabestrillos como sendas alas de tela mientras la señora Lisbon la cogía por el codo izquierdo y la conducía a casa. Para entonces llovía a cántaros y no alcanzábamos a distinguir el otro lado de la calle.

Los días siguientes vimos a menudo a Cecilia. Se sentaba en los peldaños de entrada, cogía bayas rojas de los arbustos y se las comía o se ensuciaba con el jugo las palmas de las manos. Seguía vistiendo el traje de novia, iba descalza y llevaba sucios los pies. Por la tarde, cuando daba el sol en el jardincito del frente, observaba las hormigas apelotonándose en las grietas de la acera o se tumbaba boca arriba en la hierba abonada y contemplaba las nubes. Siempre estaba acompañada por alguna de sus hermanas. Therese se llevaba los libros científicos a los peldaños de la escalera, estudiaba las fotografías del espacio interplanetario y levantaba los ojos cada vez que Cecilia se alejaba hasta el extremo del jardín. Lux extendía toallas de playa en el suelo y se bronceaba al sol mientras Cecilia se arañaba la pierna con un palo trazando arabescos en ellas. Otras veces Cecilia se acercaba a su guardiana, le echaba los brazos al cuello y le murmuraba unas palabras al oído.

Todo el mundo tenía su teoría acerca de por qué había tratado de matarse. La señora Buell decía que la culpa era de los padres. –La niña no quería morirse, lo que quería era irse de su casa –nos dijo. –Quería cambiar de decorado –añadió la señora Scheer. El día que Cecilia volvió del hospital, las dos mujeres le trajeron un pastel como muestra de cariño, pero la señora Lisbon se negó a reconocer que hubiera ocurrido ninguna calamidad. Encontramos mucho más vieja y enormemente gorda a la señora Buell, que aún dormía en una habitación separada de la de su marido, adepto a la Ciencia Cristiana. Se recostaba en la cama, llevaba gafas reflectantes nacaradas durante el día y agitaba ruidosamente cubitos de hielo en vasos altos que, según aseguraba, sólo contenían agua, pero toda ella emanaba ahora un nuevo olor a indolencia vespertina, un perfume a telenovela.

–Tan pronto como Lily y yo le dimos el pastel, la mujer dijo a las niñas que fueran arriba. Todavía está caliente, le dijimos, podríamos comernos un trocito. Pero ella lo cogió y lo metió en la nevera. Delante de nuestras narices.

La señora Scheer lo contaba de otra manera.

–Lamento decirlo, pero Joan hace años que está mal de la cabeza. La verdad es que la señora Lisbon nos dio las gracias muy amablemente y allí todo parecía de lo más normal. Hasta empecé a preguntarme si no sería verdad que la niña se hizo los cortes al caer. La señora Lisbon nos invitó a entrar en el solárium y nos dio un trozo de pastel. Joan se marchó intempestivamente, quizá a su casa a tomarse otro latigazo. No me extrañaría nada.

Encontramos al señor Buell abajo, en el dormitorio que no compartía con su mujer y que había decorado con motivos deportivos. Tenía en un estante una fotografía de su primera esposa, a la que amaba desde que se habían divorciado, y cuando se levantó de su escritorio para saludarnos todavía iba encorvado a causa de aquella herida en el hombro que la fe no había conseguido curar del todo.

–Fue una consecuencia más de esta lamentable sociedad en la que vivimos –nos dijo–. No estaban en afinidad con Dios.

Cuando le recordamos lo de la estampa de la Virgen María, dijo:

–La única estampa que debería haber llevado era la de Jesús. A través de las arrugas y de las indóciles cejas blancas todavía descubrimos el rostro afable del hombre que hacía muchos años nos había enseñado a pasar la pelota de fútbol. El señor Buell había sido piloto durante la Segunda Guerra Mundial y, tras ser derribado en Birmania, salvó a sus hombres recorriendo cien millas a través de la jungla. Después de aquello ya no volvió a tomar ningún medicamento, ni siquiera una aspirina. Un invierno se rompió el hombro esquiando y lo máximo que se consiguió de él fue que se dejara hacer una radiografía, nada más. Desde entonces daba un respingo cada vez que tratábamos de hacerle un placaje, rastrillaba las hojas secas con una sola mano y ya no preparaba las malditas tortitas los domingos por la mañana. Por lo demás, seguía perseverando y siempre nos corregía amablemente cuando tomábamos el nombre de Dios en vano. Metido allí en su dormitorio, aquel hombro se había transformado en una simpática joroba.

–¡Qué triste lo de esas chicas! –dijo–. ¡Qué desperdicio de vida!

La teoría más extendida era que la culpa de todo la tenía Dominic Palazzolo. Dominic era hijo de inmigrantes y vivía con unos parientes hasta que su familia se instaló en Nuevo México. Fue el primer chico del vecindario que llevó gafas de sol y, a la semana de llegar, ya se enamoró. El objeto de sus deseos no era Cecilia sino Diana Porter, una jovencita de cabellos castaños y cara caballuna, aunque guapa, que vivía en una casa con las paredes cubiertas de hiedra, junto al lago. Por desgracia, no advirtió a Dominic atisbando por la cerca mientras ella jugaba entusiasmada a tenis en la pista de cemento de su casa, ni tampoco cuando se echaba en la tumbona, sudando néctar, junto a la piscina. Para los del grupo, Dominic Palazzolo no contaba porque no se sumaba a nuestras conversaciones sobre béisbol o coches, ya que apenas sabía unas pocas palabras de inglés, lo que no impedía que de vez en cuando echara la cabeza hacia atrás y, con el cielo reflejado en las gafas de sol, dijese:

–La amo.

Jeffrey Eugenides. Foto: Anagrama

En julio sale el nuevo libro de Jeffrey Eugenides (Detroit, 1960), por Anagrama: Denuncia inmediata: Un joven viaja por el mundo en busca de iluminación y se enfrenta a todo tipo de experiencias, no siempre agradables; una estudiante de origen indio seduce a un profesor buscando una salida desesperada a la situación de su familia; un poeta fracasado que ha encontrado trabajo en la editorial de un antiguo pornógrafo acaba dejándose arrastrar por la tentación del dinero y la América del pelotazo; un sexólogo tiene un perturbador encuentro sexual en una selva remota; un matrimonio que empezó por conveniencia acaba en desastre; un músico que toca el clavicordio se enfrenta a la dificultad de combinar su arte con su condición de esposo y padre y termina perseguido por unos cobradores de morosos; una chica decide quedarse embarazada sea como sea; una mujer visita a una vieja amiga a la que le están haciendo pruebas para saber si padece alzhéimer y le regala un libro que ambas adoraban en su juventud… Jeffrey Eugenides, que ha demostrado en tres novelas excepcionales –Las vírgenes suicidas, Middlesex La trama nupcial– su capacidad para ahondar en la complejidad de las relaciones humanas, continúa su exploración en esta envolvente colección de cuentos. Nos encontramos aquí una vez más con hombres y mujeres que se enfrentan a sus miedos, toman decisiones drásticas y se adentran en territorios desconocidos. En dos de los cuentos reaparecen personajes de sus novelas, que, al igual que los nuevos, son seres humanos desamparados que el autor retrata con perspicacia y humanidad, plasmando sus anhelos y contradicciones. Elegante, sutil, a ratos irónico y en otros momentos hondo y conmovedor, Eugenides traza aquí un poderoso mapa de las emociones humanas.

Cómo un Pulitzer ha marcado para siempre el movimiento feminista

sábado, abril 28th, 2018

Hablamos con varias activistas y periodistas sobre cómo el Pulitzer reconoce una labor que ha trascendido la propia investigación. “Todo el que se dedica a este sector se pregunta si lo que hace cambia algo. En este caso transforma de manera radical, pero es un ejemplo para que podamos aspirar a que nuestra propia presencia ayude”, explica Elvira Lindo

Por Belén Remacha, para eldiario.es

28 de abril (SinEmbargo/eldiario.es).-El jurado de los Pulitzer argumentaba el galardón al servicio público para Jodi Kantor, Megan Twohey y Ronan Farrow por destapar el “caso Weinstein” con que su trabajo había servido de “estímulo” para la sociedad. Esa breve descripción del fallo resume un efecto dominó: tras las investigaciones publicadas en The New York Times y The New Yorker, un goteo de testimonios de décadas de abusos (hasta 80, de Rose McGowan a Salma Hayek o Eva Green) hizo caer en desgracia a Harvey Weinstein, el magnate de Hollywood.

Por los mismos motivos fueron detrás de él muchos otros famosos y poderosos. Finalmente, miles de mujeres muy lejos de Los Ángeles rompieron su silencio en torno al movimiento #metoo, #amítambién o cualquiera de sus variantes –con su correspondiente catarsis, el pasado 8 de marzo–.

Para la escritora Elvira Lindo, este “es un caso que ocurre una vez cada mucho tiempo”. “Todo el que se dedica a escribir siempre se pregunta si lo que hace cambia algo, qué importancia tiene. En este caso algo se transforma, obviamente, de manera radical, pero es un ejemplo para que podamos aspirar a que nuestra propia presencia cambie las cosas, a que tengamos una vocación crítica, de servicio público”, explica a eldiario.es.

Una consigna contestataria. Foto: eldiario.es

“El hecho de que un periódico de referencia como es The New York Times destapara un caso tan correoso es más difícil para las periodistas de lo que podemos pensar desde España. Sobre todo porque Weinstein es una persona con mucho poder y con vínculos con el Partido Demócrata”. La también escritora y periodista Lucía Lijtmaer apunta que cuando el NYT se congratuló de la exclusiva, Sharon Waxman salió a explicar que cuando trabajaba en el diario en 2004 le pararon un reportaje sobre el magnate. “La cultura puede que haya cambiado, pero el periodismo-marca no”, valora.

Anna Pacheco espera no ser “demasiado” optimista, pero sí cree que “algo ha cambiado para siempre”. Para la reportera de PlayGround, lo valioso de este germen fue haber introducido un tema en agenda “que lo dinamita todo”. “Durante meses hemos leído escándalos en la vida política, en empresas grandes, en startups, en el cine, en redacciones, en la gastronomía. En absolutamente todos los ámbitos”. Una sucesión de hechos que ha marcado la conversación real y virtual con “consecuencias políticas y sociales”.

Pero el caldo de cultivo estaba ahí. La abogada e investigadora en Derechos Humanos Violeta Assiego, recuerda que 2017 venía precedido, en EEUU, por el escándalo de Bill Cosby, la Women’s March y las declaraciones y agresiones conocidas de Trump: “Quien hace que ese reportaje se convierta en viral son las mujeres que al leerlo tienen el valor y la valentía de decir ‘a mí también”.

“Este reportaje, sin la fuerza del movimiento feminista, no hubiese sido posible; pero a su vez, el movimiento, sin este reportaje, no hubiese hecho llegar tan lejos las denuncias que se vienen haciendo desde hace años”. Para Assiego la investigación tiene mérito porque constituye una función de servicio público “que con el tiempo se había ocultado un poco”.

LA CUARTA OLA

La politóloga Mariam Martínez Bascuñán escribió en marzo en El País una columna llamada La cuarta ola. “Hay un momento en el que todo explota, como ocurrió en la Primavera Árabe. Lo que veo aquí es la importancia de destapar una práctica que no es anecdótica sino sistémica, que implica la punta del iceberg”.

Bascuñán ha investigado el origen de la viralización del #metoo, un lema que aunque impulsó el famoso tuit de Alyssa Milano a raíz del reportaje del NYT, ya se veía en sus diferentes versiones desde hace décadas en las movilizaciones, sobre todo de feministas negras.

Imagen icónica de la Women’s March, meses antes del reportaje. EFE

También ella cita otros casos, como el de Anita Hill –abogada que en 1991 denunció a un candidato a juez de la Corte Suprema, proceso a partir del cual se popularizó el término ‘acoso sexual’–. “Esto no se puede entender sin la historia, pero hay una inflexión, una revolución. El feminismo deja ahora de pensarse a sí mismo y mira al poder de frente”.

De revolución habla la diputada de En Marea y filósofa feminista Ángela Rodríguez Pam. “Por un lado, la última crisis ha vinculado para siempre la desigualdad de las mujeres con la desigualdad económica”. Y por otro, “lo que ha sucedido con todos los relatos, el #metoo, el #yotecreo, el #juanaestáenmicasa” ponen sobre la mesa, en su opinión, además del régimen de la verdad –”particularmente cuestionada para las mujeres”–, la solidaridad, sororidad y comprensión “en una sociedad desprendida de ciertos valores”.

La revista Times nombró ‘person of the year’ a “las que rompieron el silencio” y, aunque hay quien pueda pensar que lo justo es reconocerlas siempre a ellas, para Rodríguez “el cómo se ha contado es lo que ha dado el giro definitivo. Se entiende leyendo a Nerea Barjona en su libro sobre el crimen de Alcàsser: una forma de abrir una grieta en el patriarcado es precisamente cómo se cuentan las cosas”. En ese enfoque sobre los derechos de las mujeres, coinciden muchas, está lo merecido del Pulitzer. Y lo conecta con el 8M en España: “Cuando las periodistas han decidido implicarse, el desarrollo de la huelga dio un vuelco”.

“UNA SENSACIÓN DE RED”

La reportera Lucía Mbomio expresa sus sentimientos contradictorios ante tanto revuelo. Recuerda aquel día que su mejor amiga, blanca, lloró porque a ella no le dejaron entrar en una discoteca por ser negra. “Yo no me sorprendí, estaba acostumbrada. Me sorprendió que ella llorara”, recuerda. “Esto es igual, me sorprende que sorprenda, cuando es algo que se ha dado de forma muy usual en redacciones, en platós. Lamentablemente. Es la sorpresa de los varones”.

Mbomio cuestiona además que sea tan mundial: “Global, tristemente, casi siempre quiere decir ‘norte político’. No tengo tan claro que estas historias alcancen a todo el planeta, por cosas tan básicas como el acceso Internet”. Es importante replantearnos “qué significa global, y sobre todo, de qué maneras podemos llegar. Y pensar incluso en incidir en sociedades a las que sí llega, pero no tiene las mismas consecuencias que para nosotros”. También sobre inclusividad, según siente la escritora Alana Portero, este 8M lo fue algo más para las mujeres trans. “Quizá sea un primer paso para que el feminismo sea públicamente mucho más transversal, aunque para esto hace falta mucho más”, opina.

En España no ha llegado a replicarse el reportaje en una especie de ‘Weinstein’ patrio pero sí muchas, como Portero, definen el “anclaje mediático al que agarrarse” creado, “una narrativa simbólica, una pertenencia o sensación de red”. Quizá tenga que ver con ello los testimonios que han surgido en todos los ámbitos, impredecibles hace apenas pocos meses. Uno fue el de Leticia Dolera, otro el de Ruth Toledano, ambos en eldiario.es.

A Toledano, lo que le empujó a hacerlo fue, más allá del #metoo, la reacción social al juicio a la superviviente de La Manada, que tantas entroncan en la narración del boom del movimiento en España. “Ya no te sientes sola, ya no tienes vergüenza, ni piensas que no va a servir de nada exponerte”, explica sobre este ya no callarse más. “Sirve a todas, así que te sirve a ti misma y, en definitiva, sirve a toda la sociedad y a la historia”.

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Racismo, machismo, epidemia de drogas: otros Pulitzer también dibujan al EU de la era Trump

jueves, abril 19th, 2018

El monumental trabajo de desentrañar las relaciones entre Rusia y la campaña de Trump ha sido distinguido con el premio a la mejor cobertura nacional compartido entre el New York Times y el Washington Post, pero es en el resto de categorías en las que mejor se ven las fuerzas que han llevado a Trump a la Casa Blanca o las que ha desatado desde allí. El racismo, el machismo o la epidemia de drogas que aterroriza a los blancos del Medio Oeste.

Por Carlos Hernández-Echevarría

Ciudad de México/Madrid, 19 de abril (Eldiario.es/SinEmbargo).- “Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos”, escribió Charles Dickens sin saber que esta frase es la definición perfecta de la situación que vive el periodismo estadounidense en la era Trump. Los grandes periódicos contratan periodistas en vez de despedir a sus veteranos y los canales de noticias viven una edad de oro en la que el público, lejos de huir de la política, demanda más y mejor información. Y al mismo tiempo, la confianza en los medios de comunicación está en mínimos y el acoso del poder es más intenso que nunca. Desde los premios Pulitzer del año pasado, Trump ha tuiteado el término “fake news” (noticias falsas) nada menos que 146 veces.

Observar el listado de los premios Pulitzer de 2018, los Nobel del periodismo estadounidense, es observar el país abierto en canal: sus glorias, sus miserias, sus esperanzas. El monumental trabajo de desentrañar las relaciones entre Rusia y la campaña de Trump ha sido distinguido con el premio a la mejor cobertura nacional compartido entre el New York Times y el Washington Post, pero es en el resto de categorías en las que mejor se ven las fuerzas que han llevado a Trump a la Casa Blanca o las que ha desatado desde allí. El racismo, el machismo o la epidemia de drogas que aterroriza a los blancos del Medio Oeste. No es tanto Trump, como el Estados Unidos de Trump.

PERIODISMO CONTRA EL RACISMO DEL “AMÉRICA PRIMERO”

Solamente el resurgir del racismo se ha llevado cuatro premios. La foto del año es la que captura el momento en que un extremista blanco embistió con su coche a una marcha antirracista en Charlottesville, matando a una mujer. Trump condenó entonces el “mal en los dos bandos” que se manifestaban aquel día. El Pulitzer al mejor artículo del año ha sido para una periodista, hija de un ghanés y una estadounidense, que hizo un helador perfil de Dylan Roof, el chico de 22 años que entró armado en una iglesia y asesinó a 9 afroamericanos. Ella pasó varios meses recorriendo Alabama, hablando con gente, hasta escribir 9 mil palabras que llevaban por título: “El terrorista más americano”.

El Pulitzer al mejor artículo explicativo (genial categoría) ha sido para un espectacular interactivo sobre el muro que Trump quiere construir en la frontera con México. 30 periodistas del USA Today usaron texto, vídeo, audio y realidad virtual para poder trasladarnos a cualquier punto de los 3 mil 200 kilómetros de frontera y analizar cuánto costaría, cómo podría hacerse y si serviría de algo. Y el Pulitzer de la categoría de humor gráfico ha ido a una serie del New York Times en la que se narraba la adaptación de una familia de refugiados sirios a la vida en Estados Unidos. Una historia que va camino de convertirse en ciencia ficción, ya que aunque los jueces han impedido a Trump cerrar la puerta por decreto a los refugiados, su gobierno está retrasando tanto el proceso de acogida que es prácticamente imposible lograr asilo.

EL PRESIDENTE MACHISTA Y EL #METOO

Trump fue elegido a pesar de que en plena campaña le escuchamos presumir de acosador en una grabación. Ya saben, eso de “cuando eres una estrella te dejan hacer de todo, agarrarlas por el coño”. Y sin embargo durante su primer año de mandato se ha dado toda una revolución contra el abuso sexual por parte de los poderosos. El Pulitzer más prestigioso, el de la categoría de Servicio Público, ha sido para los periodistas que destaparon las décadas de acoso machista protagonizado por Harvey Weinstein, uno de los cineastas más poderosos de Hollywood e influyente donante del Partido Demócrata. Después de años de escandaloso silencio sobre algo que “todo el mundo sabía”, las investigaciones del New York Times y el New Yorker acabaron con la carrera de Weinstein y encendieron una chispa que arrojado luz sobre los crímenes de hombres poderosos.

En el mismo sentido, pero en este caso con un político, trabajaron los periodistas que se han llevado el Pulitzer a la mejor investigación. El ultra Roy Moore era una apuesta segura para ser senador de Alabama hasta que el Washington Post desveló que tenía numerosas acusaciones de acoso sexual y abusos a menores de edad. Trump no le retiró su apoyo e hizo campaña por él, pero los votantes de un estado tan conservador y ‘trumpiano’ como Alabama le rechazaron y votaron por su rival demócrata.

ENTENDIENDO LA “AMÉRICA DE TRUMP”

Más allá de retratar ese racismo y ese machismo que parecían mucho menos vivos antes de las últimas elecciones, en los Pulitzer hay hueco para muchas otras historias que ayudan a entender la victoria de Trump. En Ohio, donde la noche electoral se esperaba muy reñida, Trump ganó comodísimamente haciendo campaña contra una “epidemia de sobredosis” de la que casi ningún medio nacional había oído hablar. El gran periódico de Cincinnati puso a trabajar a más de 60 periodistas, fotógrafos y videógrafos en “Siete días de heroína”, un espeluznante relato que ha ganado el Pulitzer en la categoría de periodismo local. 180 sobredosis y 18 muertes en una semana, además del impacto en las familias y la ciudad. Comienza con la frase: “es lo normal ahora, una semana como cualquier otra. Pero una semana terrible no es menos terrible por ser típica”.

Periodismo comprometido, con fundamento y con medios, para contar los grandes problemas, los de la Casa Blanca y los de las aceras de Cincinnati. Pese a Trump, o tal vez gracias a Trump, el periodismo estadounidense goza de una renovada buena salud. El Presidente debería aprender de su antecesor Thomas Jefferson, que se quejaba amargamente de “las mentiras de los periódicos”, pero que lo tenía bien claro: “entre tener un gobierno sin periódicos y tener periódicos sin gobierno, no dudó un momento en elegir esto último”.

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New York Times y The New Yorker ganan el Pulitzer por el escándalo Weinstein y por su cobertura de #MeToo

lunes, abril 16th, 2018

Una serie de artículos publicados en The New York Times y The Washington Post arrojaron luz sobre la interferencia rusa en los comicios presidenciales y sus vínculos con la campaña y la transición de Trump, que ahora son investigados por el fiscal especial Robert Mueller. El presidente describió las pesquisas como una “cacería de brujas”.

Nueva York, 16 de abril (AP).-  The New York Times y la revista The New Yorker ganaron el premio Pulitzer al servicio público por difundir el escándalo de Harvey Weinstein que originó el movimiento #MeToo (#AMíTambién) y atrajo la atención mundial a la conducta sexual indebida en los lugares de trabajo.

El Times y The Washington Post obtuvieron el Pulitzer de periodismo nacional por su cobertura de las investigaciones sobre la intromisión rusa en la contienda presidencial de 2016 en Estados Unidos y los posibles vínculos entre el equipo de campaña del mandatario Donald Trump y funcionarios rusos.

El diario The Press Democrat, de Santa Rosa, California, recibió el galardón a las noticias de última hora por su cobertura de los incendios forestales que afectaron el norte del estado a mediados del año pasado y dejaron 44 personas muertas y miles de viviendas destruidas.

The Washington Post también ganó el premio al periodismo de investigación por revelar las denuncias de conducta sexual inapropiada del candidato a senador Roy Moore, que se remontaban décadas. El ex juez republicano rechazó las acusaciones, pero finalmente influyeron en que el demócrata Doug Jones ganara la contienda.

Los Pulitzer, los premios más prestigiosos del periodismo de Estados Unidos, reflejaron un año de incesantes noticias y desafíos sin precedentes para la prensa del país, luego de que Trump criticó una y otra vez las historias como “noticias falsas” y calificó a los periodistas de “enemigo del pueblo”.

Al anunciar los premios, la administradora del Pulitzer, Dana Canedy, dijo que los ganadores “defienden el propósito más alto de una prensa libre e independiente, incluso en las épocas más difíciles”.

“Su trabajo es noticia verdadera al más alto nivel, ejecutado noblemente, como siempre ha sido la intención del periodismo, sin temores ni favores”, agregó.

Una serie de artículos publicados en The New York Times y The Washington Post arrojaron luz sobre la interferencia rusa en los comicios presidenciales y sus vínculos con la campaña y la transición de Trump, que ahora son investigados por el fiscal especial Robert Mueller. El presidente describió las pesquisas como una “cacería de brujas”.

Los jueces del Pulitzer elogiaron a los dos periódicos por su “cobertura implacable con fuentes profundas en interés del público”.

En artículos publicados con diferencia de días en octubre, The New York Times y The New Yorker informaron que el magnate cinematográfico Weinstein enfrentaba acusaciones de acoso y agresión sexual de numerosas mujeres de Hollywood que se remontaban a décadas y que había pagado en secreto para que guardaran silencio.

LECTURAS | ¿Qué tanto puede cambiar tu vida cuando eres capaz de superarte?: “Me llamo Lucy Barton”

sábado, julio 29th, 2017

“Así debe de ser como nos manejamos la mayoría de nosotros en el mundo, medio a sabiendas, medio sin saber, asaltados por recuerdos que no pueden ser ciertos. Hay mucho en la vida que parece pura especulación”. (Lucy Barton) Una historia única que queda en el alma

Ciudad de México, 29 de julio (SinEmbargo).- En una habitación de hospital en pleno centro de Manhattan, dos mujeres hablan sin descanso, durante cinco días y cinco noches, de la vida pasada, el futuro y algunos temas triviales. Dos mujeres que podrían ser desconocidas, ya que hace muchos años que no se ven, pero ahora que están juntas cada minuto es un alarde de sensibilidad. Son algo muy antiguo, peligroso e intenso: una madre y una hija, que aunque se aman profundamente, su poca relación las obliga a disfrutar del sonido de cada palabra, de cada sonrisa o del silencio incómodo durante este corto tiempo que la vida les vuelve a dar.

Lucy Barton es una joven de mediana edad, madre de dos pequeñas, convaleciente de una operación de apendicitis que se complicó, al grado de mantenerla en aquella habitación durante nueve semanas. Una mujer que a pesar de tener estudios, ser escritora y haber formado una familia, sufre de mucha soledad. Su esposo e hijas la visitan poco en el hospital y sus únicas distracciones son observar a la gente que pasa por la calle y disfrutar de la iluminación que cada noche ofrece el edificio Chrysler.

Hasta que un día recibe la inesperada visita de su madre, una mujer mayor, de pocas palabras, resignada a una vida dura y con muchas carencias. Una visita que servirá para sentarse a lado de la cama de su hija, sin dormir ni tener comodidades extras, sólo una visita de cinco días y nada más.

Y esta charla será la clave para que Lucy Barton narre su historia, sin ningún orden temporal; un poco de su pasado, un poco de su presente, algo sobre sus hermanos, sus vecinos, e incluso el médico que la atiende; los recuerdos buenos y malos de su infancia, su etapa de pobreza, el gusto por los estudios, y cómo se hizo escritora; el futuro que tendrá y lo que no pudo ser. Un abanico de historias relatadas en fragmentos breves, en los que Lucy reflejará que no puede escapar del pasado, y que para seguir adelante tiene que sanar sus heridas.

Elizabeth Strout, ganadora del premio Pulitzer en 2009, nos presenta una historia desbordante de ternura y reflexión, con personajes entrañables que en un segundo enamoran y al siguiente provocan repulsión. Una historia breve e intensa sobre las cotidianas imperfecciones de la vida y el amor.

Fragmento del libro Me llamo Lucy Barton, de Elizabeth Strout, publicado con autorización de Océano

Hubo una época, hace ya muchos años, en la que tuve que estar en el hospital durante casi nueve semanas. Era en Nueva York, y por la noche tenía desde mi cama una vista clara, justo enfrente, del edificio Chrysler, con su esplendor geométrico de luces. Durante el día la belleza del edificio se atenuaba, poco a poco se convertía simplemente en una gran estructura más recortada contra un cielo azul, y todos los edificios de la ciudad parecían distantes, silenciosos, remotos. Era mayo, pasó junio, y recuerdo que miraba la acera desde la ventana y observaba a las mujeres jóvenes –de mi edad– que habían salido a comer, con su ropa primaveral: veía sus cabezas moverse mientras hablaban, sus blusas ondeantes con la brisa. Pensé que cuando saliera del hospital no volvería a andar por la calle sin dar las gracias por ser una de aquellas personas, y lo hice durante muchos años, recordar la vista desde la ventana del hospital y alegrarme por la acera por la que andaba.

Al principio fue una cosa sencilla: ingresé en el hospital para que me extirparan el apéndice. Después de dos días empezaron a darme de comer, pero no podía retener nada. Y de repente se presentó la fiebre. No fueron capaces de aislar ninguna bacteria ni de explicarse qué había salido mal. Ni entonces ni nunca. Tomaba líquidos por una vía intravenosa y antibióticos por otra. Iban sujetas a un palo metálico con las ruedas flojas que podía arrastrar de un lado a otro, pero me cansaba en seguida. Fuera cual fuese el problema que se había adueñado de mí, desapareció a principios de julio, pero hasta entonces me encontraba en un estado muy raro –literalmente una espera febril– y angustiada de verdad. Tenía marido y dos hijas pequeñas en casa, echaba terriblemente de menos a las niñas y llegué a temer que la preocupación por ellas me pusiera más enferma. Cuando mi médico, por el que sentía un profundo afecto –era un judío de mofletes caídos que llevaba una delicada tristeza a sus espaldas, cuyos abuelos y tres de sus tías habían muerto en los campos de concentración, según le oí contarle a una enfermera, tenía una esposa y cuatro hijos mayores aquí, en Nueva York–, ese hombre tan encantador creo que sintió lástima por mí y se encargó de que mis niñas –tenían cinco y seis años– pudieran ir a verme si no tenían ninguna enfermedad. Las llevó a mi habitación una amiga de la familia y vi que tenían la carita sucia y también el pelo. Entré con ellas en la ducha, empujando el aparato de las vías, pero gritaron: “¡Qué flaca estás, mami!”. Estaban realmente asustadas. Se sentaron conmigo en la cama mientras les secaba el pelo con una toalla y después se pusieron a dibujar, pero con miedo, quiero decir, que no se interrumpían cada dos por tres para decir: “Mami, mami, ¿te gusta esto? ¡Mami, mira el vestido de mi princesa!”. Hablaron muy poco. Sobre todo la pequeña parecía incapaz de decir palabra y cuando la rodeé con mis brazos vi que sacaba el labio inferior y le temblaba la barbilla: era una criaturita que intentaba con todas sus fuerzas ser valiente. Cuando se marcharon no me asomé a la ventana para verlas andar por la calle con la amiga que las había traído y que no tenía hijos.

Mi marido, desde luego, estaba muy liado entre llevar la casa y hacer su trabajo y no solía tener la oportunidad de venir a verme. Cuando nos conocimos me dijo que detestaba los hospitales –su padre había muerto en el hospital cuando él tenía catorce años–, y empecé a comprender que lo decía en serio. En la primera habitación que me asignaron había una anciana moribunda a mi lado que no paraba de gritar pidiendo ayuda. Me impresionó la indiferencia de las enfermeras mientras la mujer gritaba que se estaba muriendo. Mi marido no podía soportarlo –quiero decir que no soportaba ir a verme allí– y consiguió que me trasladaran a una habitación individual. Nuestro seguro médico no cubría semejante lujo, y cada día de hospitalización era una sangría para nuestros ahorros. Agradecí no volver a oír los gritos de aquella pobre mujer, pero me habría dado vergüenza que alguien hubiera sabido hasta qué punto llegaba mi soledad. Siempre que venía una enfermera a tomarme la temperatura, yo intentaba que se quedara unos minutos, pero las enfermeras tenían mucho que hacer y no podían perder el tiempo hablando.

Una tarde, unas tres semanas después de que me ingresaran, al apartar la mirada de la ventana vi a mi madre sentada en una silla al pie de la cama.

–Mamá –dije.

–Hola, Lucy –dijo ella, en un tono de voz tímido pero imperioso. Se inclinó hacia delante y me apretó un pie por encima de la sábana–. Hola, Pispajo –dijo.

Llevaba años sin ver a mi madre y no podía dejar de mirarla. No sabía por qué parecía tan distinta.

–¿Cómo has llegado hasta aquí, mamá? –le pregunté.

–Pues en avión. –Movió los dedos, y comprendí que eran demasiadas emociones para nosotras, así que yo también la saludé con la mano, sin incorporarme–. Creo que te pondrás bien –añadió, con el mismo tono tímido e imperioso a la vez–. No he tenido sueños.

Que estuviera allí y me hubiera llamado por mi mote, que no oía desde hacía siglos, me dio una sensación cálida, como de estar llena de líquido, como si toda mi tensión hubiera sido algo sólido y ya no. Solía despertarme a medianoche y después dormitaba a ratos o miraba con los ojos como platos las luces de la ciudad. Pero aquella noche dormí sin despertarme y por la mañana mi madre seguía sentada en el mismo sitio que el día anterior.

–No importa –dijo cuando le pregunté–. Ya sabes que no soy de mucho dormir.

Las enfermeras se ofrecieron a llevarle una cama plegable, pero ella negó con la cabeza. Cada vez que una enfermera le ofrecía una cama, ella negaba con la cabeza. Dejaron de preguntarle pasado un tiempo. Mi madre se quedó conmigo cinco noches y no durmió sino en la silla.

El primer día entero que pasamos juntas mi madre y yo hablamos a ratos; creo que ninguna de las dos sabía qué hacer. Me hizo varias preguntas sobre mis niñas y yo le contesté notando calor en la cara.

–Son increíbles –dije–. Increíbles, de verdad. No me preguntó por mi marido, aunque, como me contó él por teléfono, había sido él quien la había llamado para pedirle que viniera a quedarse conmigo, quien le había pagado el billete de avión, quien se había ofrecido a recogerla en el aeropuerto, a mi madre, que hasta entonces nunca había subido a un avión. A pesar de que mi madre dijo que tomaría un taxi, a pesar de que se negó a verlo cara a cara, mi marido le dio indicaciones y dinero para que viniera a verme. En aquellos momentos, sentada en una silla al pie de mi cama, mi madre tampoco dijo nada de mi padre y yo tampoco dije nada sobre él. Deseaba que dijera “tu padre espera que te mejores”, pero no lo hizo.

–Mamá, ¿te dio miedo subirte a un taxi?

Vaciló y me dio la impresión de ver el terror que debió de invadirla al bajar del avión, pero contestó:

–Tengo boca y para algo tenía que servirme.

Pasados unos momentos dije:

–Me alegro mucho de que estés aquí.

Sonrió brevemente y miró hacia la ventana.

Era a mediados de los ochenta, antes de los teléfonos móviles y cuando sonaba el teléfono beis de al lado de mi cama y era mi marido –estoy segura de que mi madre se daba cuenta, por mi tono lastimero al decir “hola”, como si fuera a echarme a llorar–, se levantaba silenciosamente de la silla y salía de la habitación. Supongo que en esos intervalos iba a la cafetería a comer o llamaba a mi padre desde un teléfono público del vestíbulo, porque nunca la vi comer y porque me imaginaba que mi padre se preocupaba por su seguridad –que yo supiera, no había ningún problema entre ellos– y después de hablar con las niñas por separado y de besar una docena de veces el micrófono del teléfono, recostarme sobre la almohada y cerrar los ojos, ella debía de volver a la habitación sin hacer ruido, porque cuando abría los ojos ya estaba allí.

Aquel primer día hablamos de mi hermano, el mayor de los tres, que seguía soltero y vivía en casa de mis padres, a pesar de tener treinta y seis años, y de mi hermana, también mayor que yo, que tenía treinta y cuatro y vivía a quince kilómetros de mis padres, con su marido y sus cinco hijos. Pregunté si mi hermano tenía trabajo.

–No tiene trabajo –contestó mi madre–. Pasa la noche con cualquier animal que vayan a matar al día siguiente.

Le pregunté qué había dicho y repitió lo que había dicho:

–Pasa la noche con cualquier animal que vayan a matar al día siguiente. –Y añadió–: Va al establo de los Pederson y duerme al lado de los cerdos que van a llevar al matadero.

Me sorprendió escuchar esto y se lo dije. Mi madre se encogió de hombros.

Después hablamos de las enfermeras y mi madre les puso motes inmediatamente: Galletita a la delgadita que era seca de sentimientos, Dolor de Muelas a la angustiada, mayor que Galletita y Niña Seria a la mujer india que nos caía bien a las dos.

Pero como yo estaba cansada, mi madre se puso a contarme historias de personas que había conocido tiempo atrás. Hablaba de una manera que yo no recordaba, como si hace muchos años le hubieran embutido un montón de sentimientos, observaciones y palabras y con una voz susurrante y sin afectación. Yo me quedaba adormilada a ratos y cuando me despertaba le pedía que volviera a hablar, pero ella decía:

–Vamos, Pispajo, tienes que descansar.

–¡Si estoy descansando! Por favor, mamá, cuéntame algo. Cuéntame cualquier cosa. Háblame de Kathie Nicely. Siempre me encantó ese nombre.

–Ah, sí. Kathie Nicely. Madre mía, qué mal acabó.

Éramos raros, los de nuestra familia, incluso en aquel pueblecito minúsculo de Illinois, Amgash, donde había otras casas destartaladas y que necesitaban una mano de pintura o unos postigos o un jardín, sin ninguna belleza en la que reposar la mirada. Las casas estaban agrupadas en lo que era el pueblo, pero la nuestra no estaba junto a ellas. Aunque se diga que los niños aceptan sus circunstancias como algo normal, Vicky y yo comprendíamos que nosotros éramos diferentes. Los demás niños nos decían en el patio de recreo: “Vuestra familia da asco” y echaban a correr apretándose la nariz con los dedos. A mi hermana le dijo su maestra de segundo –delante de toda la clase– que ser pobre no era excusa para llevar porquería detrás de las orejas, que nadie era demasiado pobre para comprarse una pastilla de jabón. Mi padre trabajaba con maquinaria agrícola, pero lo despedían con frecuencia por desavenencias con el jefe y después lo contrataban otra vez, supongo que porque era bueno en su trabajo y volvían a necesitarlo. Mi madre cosía en casa; un letrero pintado a mano donde el largo camino de entrada de nuestra casa se cruzaba con la carretera anunciaba: COSTURA Y ARREGLOS. Y aunque cuando mi padre rezaba con nosotros por la noche nos hacía dar gracias a Dios por tener suficiente para comer, la verdad es que muchas veces yo estaba muerta de hambre y lo que cenábamos muchas noches era pan con melaza. Decir una mentira y desperdiciar comida siempre eran cosas que se castigaban. Por otra parte, en ocasiones y sin venir a cuento, mis padres –por lo general mi madre y por lo general en presencia de mi padre– nos pegaban impulsiva y vigorosamente, como creo que debían de sospechar algunas personas por las manchas de nuestra piel y nuestro carácter huraño.

Y el aislamiento.

Vivíamos en la zona de Sauk Valley, por donde puedes andar largo rato sin ver más que un par de viviendas rodeadas de sembrados y como ya he dicho, no teníamos casas cerca. Vivíamos con maizales y sembrados de soja que se extendían hasta el horizonte y más allá del horizonte estaba la granja porcina de los Pederson. En medio de los maizales había un solo árbol, de una desnudez impresionante. Pensé durante muchos años que aquel árbol era mi amigo; y era mi amigo. Nuestra casa estaba al borde de un camino de tierra muy largo, no lejos del río Rock, cerca de unos árboles que servían para proteger los maizales del viento, así que no teníamos vecinos. Y en casa tampoco teníamos televisión, ni periódicos, ni revistas ni libros. El primer año de casada mi madre trabajó en la biblioteca del pueblo y por lo visto –según me contó mi hermano más adelante– le encantaban los libros. Pero de repente en la biblioteca le dijeron a mi madre que habían cambiado las normas y que sólo podían contratar a una persona con la formación adecuada. Mi madre nunca les creyó. Dejó de leer y pasaron muchos años hasta que fue a otra biblioteca de otro pueblo y volvió a sacar libros para llevarlos a casa. Cuento esto por la cuestión de cómo toman conciencia los niños de lo que es el mundo y de cómo actuar en él.

Por ejemplo, ¿cómo aprendes que es de mala educación preguntarle a una pareja por qué no tiene hijos? ¿Cómo se pone la mesa? ¿Cómo sabes que estás masticando con la boca abierta si nunca te lo ha dicho nadie? Aún más: ¿cómo sabes qué aspecto tienes cuando el único espejo de la casa es uno minúsculo muy por encima del fregadero o si nadie te ha dicho nunca que eres guapa, pero tu madre sí te dice, cuando tus pechos empiezan a desarrollarse, que cada día te pareces más a una vaca de las del establo de los Pederson?

Hoy sigo sin saber cómo se las arregló Vicky. No estábamos tan unidas como podría pensarse. A las dos nos faltaban amigos y nos sobraban burlas, y nos mirábamos mutuamente con el mismo recelo que mirábamos al resto del mundo. A pesar de que mi vida ha cambiado por completo, al recordar ahora aquellos primeros años, a veces me da por pensar que no estaba tan mal. Quizá no. Pero otras veces, inesperadamente, cuando voy andando por una calle al sol o contemplo la copa de un árbol doblándose con el viento, o veo un cielo de noviembre encapotarse sobre el East River, me invade de repente un conocimiento de la oscuridad tan profundo que puede escapárseme algún sonido de la boca, y entro en la tienda de ropa más próxima para hablar con cualquier desconocida sobre la hechura de los jerséis recién llegados. Así debe de ser como nos manejamos la mayoría de nosotros en el mundo, medio a sabiendas, medio sin saber, asaltados por recuerdos que no pueden ser ciertos. Pero cuando veo a los demás andando con seguridad por la calle, como si estuvieran completamente libres del terror, me doy cuenta de que no sé cómo son los demás. Hay mucho en la vida que parece pura especulación.

–Lo que le pasaba a Kathie –dijo mi madre–, lo que le pasaba a Kathie era que…

Se inclinó hacia delante en la silla y ladeó la cabeza con la barbilla apoyada en una mano. Fui dándome cuenta de que, durante los años en que apenas la había tratado, había engordado lo suficiente para que se le hubieran suavizado los rasgos. Ya no llevaba gafas de montura negra, sino beis y el pelo pegado a la cara se había vuelto un poco más apagado, pero no gris, de modo que parecía una versión ligeramente más borrosa de cuando era más joven.

–Lo que le pasaba a Kathie es que era simpática –dije.

–No sé –dijo mi madre–. No sé lo simpática que era.

Nos interrumpió Galletita, la enfermera, que entró en la habitación con su carpeta, me sujetó la muñeca para tomarme el pulso, mirando al infinito, con los ojos azules perdidos. Me tomó la temperatura, echó un vistazo al termómetro, apuntó algo en mi historia y salió de la habitación. Mi madre, que había estado observando a Galletita, se puso a mirar por la ventana.

–Kathie Nicely siempre quería más. Yo pensé muchas veces que la razón por la que era amiga mía… bueno, no sé si se podría decir que éramos amigas de verdad, porque yo cosía para ella y ella me pagaba, pero muchas veces he pensado que la razón por la que se quedaba en casa a hablar…, o sea, cuando le llegaron los problemas me hacía ir a su casa, pero lo que quiero decir es que siempre pensé que le gustaba que yo estuviera en unas circunstancias mucho peores que ella. A mí no tenía nada que envidiarme. Kathie siempre quería algo que no tenía. Tenía unas hijas preciosas, pero no era suficiente: quería un hijo. Tenía esa casa tan bonita en Hanston, pero no era lo bastante bonita: quería algo más cerca de una ciudad. ¿Qué ciudad? Ella era así. –Y después, arrancándose algo de la falda y entornando los ojos, añadió en voz más baja–: Era hija única y yo creo que eso tiene algo que ver, con lo egocéntricos que pueden ser.

Noté esa sensación entre fría y caliente de cuando te dan un tortazo de improviso: mi marido era hijo único y mi madre me había dicho hacía mucho tiempo que esa “condición”, como lo llamaba ella, al final sólo podía llevar al egoísmo.

Mi madre siguió hablando.

–Vamos, que tenía celos. No de mí, naturalmente, pero por ejemplo, quería viajar. Y su marido no era así. Quería que Kathie se conformase con quedarse en casa, viviendo del sueldo de él. Le iba bien, era el encargado de una granja de maíz para ganado. Llevaban una vida de lo más agradable, francamente. Cualquiera habría querido una vida así. ¡Pero si hasta iban a bailar a un club! Yo no he estado en un baile desde el colegio. Kathie venía a verme y yo le hacía un vestido nuevo solamente para ir a un baile. A veces llevaba a las niñas, tan monas y tan bien educadas. Nunca se me olvidará la primera vez que las trajo a casa. Kathie me dijo: “Te presento a las guapas chicas Nicely”. Y cuando yo empecé a decir: “Ah, desde luego, son preciosas”, Kathie dijo: “No, es que las llaman así en el colegio de Hanston, las Guapas Chicas Nicely”. Yo siempre he pensado en cómo se sentirá una, cuando te conocen como una Guapa Chica Nicely. Aunque una vez –añadió mi madre, con su tono imperioso– pillé a una de ellas diciéndoles al oído a sus hermanas algo sobre nuestra casa, que olía raro…

–Son cosas de niños, mamá –dije–. Los niños siempre piensan que las casas huelen raro.

Mi madre se quitó las gafas, echó el aliento enérgicamente en las lentes y las limpió con la falda. Pensé que su cara parecía muy desnuda. No podía dejar de mirar su cara, que parecía tan desnuda.

–Y un día los tiempos cambiaron. La gente se cree que todo el mundo se volvió loco en los años sesenta, pero en realidad no fue hasta los setenta. –Reaparecieron las gafas (reapareció su cara) y añadió–: O a lo mejor los cambios tardaron más en llegar a ese poblacho nuestro. Pero un día Kathie vino de visita y estaba muy rara, no paraba de reírse como una tonta… vamos, como una quinceañera. Tú ya te habías ido. A… –Mi madre levantó un brazo y movió los dedos. No dijo “al colegio” ni “a la universidad” y yo tampoco pronuncié esas palabras. Dijo–: “A Kathie le gustaba alguien que había conocido, yo lo tenía muy claro, pero ella no me lo soltó así. Tuve una visión… una aparición, para ser más exactos. Me vino allí mismo, mientras la miraba. Y al verlo, me dije: Uy, uy, Kathie se ha metido en un lío”.

–Y se había metido en un lío –dije.

–Y tanto.

Kathie Nicely se había enamorado de uno de los profesores de una de sus hijas –por entonces iban las tres al instituto– y empezó a ver a aquel hombre en secreto. Le dijo a su marido que tenía que realizarse más plenamente y que no podía hacerlo sujetada a las cadenas domésticas. De modo que se marchó, dejó a su marido, a sus hijas, su casa. Mi madre no se enteró de los detalles hasta que un día Kathie la llamó llorando. Mi madre fue a verla en coche. Kathie había alquilado un piso pequeño y estaba en un asiento relleno de bolitas de poliestireno, mucho más delgada de lo normal y le confesó a mi madre que se había enamorado, pero que en cuanto se marchó de su casa aquel tipo la dejó, le dijo que no podía continuar con lo que estaban haciendo. Al llegar a este punto de la historia mi madre enarcó las cejas, como si el asunto le causara gran perplejidad pero no le disgustara.

–El caso es que su marido se puso furioso y se sintió humillado y no dejó que volviera con él.

Su marido no la dejó volver. Se pasó más de diez años sin siquiera hablarle. Cuando se casó la chica mayor, Linda, recién acabado el instituto, Kathie invitó a mis padres a la boda, porque –según suponía mi madre– en la boda no tenía a nadie más que se hablara con ella.

–Esa chica se casó tan rápido –continuó mi madre, hablando apresuradamente– que la gente pensó que estaba embarazada, pero yo no me enteré de que llegara ningún niño y se divorció un año después y se fue a Beloit, según creo, a buscar un marido rico. Me han contado que lo encontró, creo. –Dijo que en la boda no paró de dar vueltas, toda nerviosa–. Daba tristeza verla. Evidentemente, nosotros no conocíamos a nadie, y saltaba a la vista que ella casi nos había contratado para que estuviéramos allí. Nos sentamos en las sillas… Recuerdo que en una pared de ese sitio, sí, el Club, un sitio de Hanston absurdo, muy fino, había un montón de puntas de flecha indias detrás de un cristal, y yo pensaba que por qué estarían allí, que a quién podían interesarle esas puntas de flecha…, y Kathie intentaba hablar con alguien pero en seguida volvía con nosotros. Es que ni siquiera Linda, toda peripuesta de blanco (y Kathie no me había pedido que le hiciera el vestido: la chica se lo compró ella), ni la novia le daba la hora a su madre. Kathie lleva viviendo en una casita a pocos kilómetros de la de su marido, su exmarido, casi quince años. Las chicas fueron leales a su padre. Cuando lo pienso, me sorprende que al menos le permitieron a Kathie ir a la boda. De todos modos él nunca ha estado con nadie más.

–Debería haber dejado que Kathie volviera con él –dije, con lágrimas en los ojos.

–Supongo que se sentiría herido en su orgullo. Mi madre se encogió de hombros.

–Al fin y al cabo, él está solo, ella está sola, y algún día se morirán.

–Es verdad –dijo mi madre. Aquel día acabé angustiándome, por el destino de Kathie Nicely, mientras mi madre seguía sentada al pie de mi cama. Al menos así lo recuerdo. Sé que le dije a mi madre, con un nudo en la garganta y escozor en los ojos, que el marido de Kathie debería haber aceptado que volviera con él. Estoy segura de que dije: “Lo lamentará. Te aseguro que lo lamentará”. Y mi madre dijo: –Me parece que es ella la que lo lamenta. Pero quizá no fuera eso lo que dijo mi madre.

Ganó el Pulitzer en 2009. Foto: Especial

Elizabeth Strout (1956) es una escritora estadounidense de ciencia ficción. Ganadora del premio Pulitzer en 2009 por su novela Olive Kitteridge. Hija de padres profesores, estudió un año en Oxford, Inglaterra, seguido de un año de estudios en leyes. Ha escrito varios libros y algunos cuentos publicados en algunas revistas literarias

TRIVIA | Gana un ejemplar de “El hijo”, de Philipp Meyer

sábado, octubre 8th, 2016

Por cortesía de Literatura Random House, llévate una historia considerada por la crítica “un clásico instantáneo”. “Una palabra: extraordinario. El hijo se afianza dentro del canon de las grandes novelas americanas. Un libro que realmente merece ser llamado obra maestra.” (Kate Atkinson)

Ciudad de México, 8 de octubre (SinEmbargo).- El hijo, de Philipp Meyer, editada en español por Literatura Random House, considerada una de las mejores novelas del año por la prensa y los lectores. Finalista del Pulitzer 2014. Éxito de ventas también en Europa: más de 45.000 ejemplares vendidos en Gran Bretaña y más de 70.000 en Francia.

Sinopsis: En El hijo, una novela de resonancias épicas y una historia de iniciación, Philipp Meyer explora la crueldad, el sacrificio y la ambición de un lugar y una época, el Lejano Oeste de Estados Unidos desde mediados del siglo XIX hasta los setenta del siglo pasado.

Una de las novelas finalistas del Premio Pulitzer en 2014. Foto: Especial

Una de las novelas finalistas del Premio Pulitzer en 2014. Foto: Especial

Eli McCullough es el primer varón nacido en la recién inaugurada República de Texas. Durante una fatídica noche de 1849, una banda de comanches asalta su hogar, asesinando brutalmente a su madre y a su hermana y tomándolo a él como prisionero. Con apenas trece años pero armado de valor e inteligencia, se verá obligado a vivir en el seno de la tribu y a adaptarse a sus costumbres bajo un nuevo nombre y como hijo adoptivo del jefe indio.

Cuando el hambre, las enfermedades y el avance del ejército americano acaban con los últimos poblados libres, Eli vuelve al mundo civilizado, donde acabará creando un imperio ganadero. Su hijo Peter cargará con el peso emocional de la campaña de su padre por el poder, mientras que Jeannie, su bisnieta, luchará para conservar el patrimonio de los McCullough en un mundo de hombres donde la ganadería ha dejado paso al petróleo.

La novela fue un éxito en el inglés original y ahora llega traducida a nuestro idioma. Foto: Especial

La novela fue un éxito en el inglés original y ahora llega traducida a nuestro idioma. Foto: Especial

¿Quién es Philipp Meyer? (Nueva York, 1974) es el autor de American Rust, una aclamada novela aplaudida por la crítica estadounidense y que ganó el premio Los Angeles Times Book Prize en 2009; fue el libro del año según The Economist; estuvo en el ranking del Washington Post de los diez mejores libros del año y The New York Times lo incluyó en su lista de “100 Notables Books of the Year”. Su autor se graduó en la Universidad de Cornell y obtuvo un master en la de Austin, Texas. Meyer es uno de los principales valores de la literatura estadounidense actual, y así lo demuestra su segunda novela, El hijo, uno de los tres finalistas del Pulitzer 2014 y que hasta la fecha se ha traducido a más de diez idiomas.

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1.¿Quién es el autor de El hijo?

2.¿Qué editorial publicó El hijo, de Philipp Meyer?

3.¿Dónde nació Philipp Meyer?