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ENSAYO | La muerte es motor del acto poético y detona la consagración de su lenguaje y sus imágenes

sábado, noviembre 2nd, 2019

El alma del poeta busca su propia muerte como la avispa que desea el néctar de la orquídea, con la misma naturalidad y la misma soltura, se trata de un fenómeno dancístico de una suerte de malabar siniestro que fascina y aterroriza por igual.

El poeta es el único ser que se toma en serio la Nada, de otra manera, la humanidad no sería sino una granja de hormigas laboriosas y obedientes. El poeta da cuerpo a lo invisible y carne a lo imperceptible y para lograrlo ha de renunciar a todo.

Por José Miguel Lecumberri

Ciudad de México, 2 de noviembre (BarbasPoéticas).- Ningún placer, por suculento que sea, merece la pena ser vivido a costa de todo el sufrimiento que implica la existencia. En cada goce subsiste el fantasma del desastre. Hegesias de Cirene lo pensó así y llevó al suicidio a un gran número de sus seguidores.

La potencia de sus ideas sólo la podemos suponer gracias a Diógenes Laercio y algunos otros, pues todos sus escritos fueron incinerados por órdenes de Ptolomeo II. Se supone que para este discípulo del hedonismo “tradicional” de Aristipo, el placer no resulta lo suficientemente bueno para justificar cualquiera de las incontables penurias que nuestras existencias deben soportar de manera gratuita.

Muchos siglos después, un filósofo rumano, sintetiza el espíritu de la doctrina hegesíaca en un paradójico y revelador aforismo: “Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera. Sin la idea del suicidio, si no fuera por la posibilidad del suicidio, ya me habría matado”. El suicidio como tónico contra el mal de la muerte, la ironía como estimulante de la tolerancia existencial.

Diógenes Laercio: para este discípulo del hedonismo “tradicional”, el placer no resulta lo suficientemente bueno para justificar cualquiera de las incontables penurias de nuestra existencias. Foto: Especial

Es lugar común el hecho que el oficio poético conlleve la marca del infortunio. Muchos son los vates que han decidido levantar la mano contra sí-mismos para poner fin a sus días y a sus miserias. Lo que algunos podrían juzgar como un acto de cobardía y locura, es para el poeta, una consecuencia de la libertad más absoluta y sublime: la de no depender de criterios y directrices políticos, como lo asume la sociedad occidental desde Aristóteles, o quizás desde antes. El individuo se alza triunfante sobre los poderes del mundo y el orden social por medio de la autoaniquilación.

“Próximo está tu olvido de todo y próximo también el olvido de todo respecto a ti”, reza una máxima de Marco Aurelio, el olvido es pues el ingrediente sustantivo de la vida, pues no son los muertos quienes olvidan, sino los vivos, pues la Muerte representa un cambio radical de paradigmas, sea cual sea su insondable naturaleza.

El poeta no es el ser que piensa, sino el que da a pensar, lo cual es aún más relevante, según lo proponía Deleuze: El poeta crea afectos, a diferencia del filósofo que es un creador de conceptos.

Así, el poeta vive por y para lo desconocido, de ahí que el misticismo encuentre su única vía de expresión a través de la poesía, pues ni siquiera la más excelsa de las artes, la música, resulta eficiente para comunicar el vértigo y la oscuridad en su estado puro, como se lee en este fragmento del célebre poeta de Paul Celan, Fuga de Muerte:

Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía la muerte es un maestro de Alemania
te bebemos por la tarde y en la mañana bebemos y bebemos
la muerte es un maestro de Alemania su ojo es azul
te acierta con bala de plomo te acierta preciso
un hombre habita en la casa tu pelo dorado Margarete
atiza sus perros contra nosotros nos regala una tumba en el aire
juega con las serpientes y sueña la muerte es un maestro de Alemania

La Muerte, sea sueño o la realidad más poderosa de la existencia, es motor del acto poético y detonante de la consagración atemporal de su lenguaje y sus imágenes.

El alma del poeta busca su propia muerte como la avispa que desea el néctar de la orquídea, con la misma naturalidad y la misma soltura, se trata de un fenómeno dancístico de una suerte de malabar siniestro que fascina y aterroriza por igual.

Es, quizás, en los versos de Pizarnik donde el testimonio de este baile trágico queda descrito de una manera a la vez difusa y obvia:

Se fuga la isla.
Y la muchacha vuelve a escalar el viento
y a descubrir la muerte del pájaro profeta.
Ahora
es el fuego sometido.
Ahora
es la carne
..la hoja
..la piedra
perdidas en la fuente del tormento
como el navegante en el horror de la civilización
que purifica la caída de la noche.
Ahora
la muchacha halla la máscara del infinito
y rompe el muro de la poesía.

Para Jabés, el pensamiento y la poesía son siameses unidos por la cabeza; yo diría más bien, que son amantes separados por la cabeza. Todo sistema es la ruina de la expresión poética, como toda política es la ruina de la individualidad. El amor propio, en nuestros días, nace estigmatizado por una serie de convenciones sociales que castran al deseo y lo convierten en una teatralidad idiota, ya sea la de Edipo o la de Hollywood.

Ritualismos plásticos que deviene en la necesidad de reclamar la propia vida a costa de ella misma. No se puede ser con base en la constante premisa de no ser uno mismo, sino una colectividad de pensamientos y emociones compartidas y enajenantes. Escribe Juan Eduardo Cirlot:

Nunca supe quién soy,
pero voy
a ser lo que tú quieres sólo siendo
en el sol absoluto donde ardiendo
mueres porque eres.

Para el poeta no hay amor ni compasión que valgan más que la vanidad y el egoísmo, pues el hombre es un ser escindido y múltiple al que se ha pretendido enclaustrar y clasificar como objeto de laboratorio en aras de un bien común inalcanzable que no justifica ningún crimen histórico o religioso.

El poeta no es un libertador ni un caudillo, es la esencia misma del virus del antialgoritmo, de aquello que repele incluso su propia codificación y fluye sin sentido. Esto resulta un verdadero inconveniente para el estatus quo que hoy día, hasta quiere sistematizar el suicidio, con leyes y normas eutanásicas, privándolo así de su salvajismo intrínseco y su convulsión axiomática.

El poeta es el único ser que se toma en serio la Nada, de otra manera, la humanidad no sería sino una granja de hormigas laboriosas y obedientes.

El poeta da cuerpo a lo invisible y carne a lo imperceptible y para lograrlo ha de renunciar a todo de forma irreversible. El suicidio es el único acto de alegría de los poetas.

ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE BARBAS POÉTICAS. VER ORIGINAL AQUÍ. PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN.

LECTURAS | “Por breve herida”, de Margo Glantz

sábado, marzo 18th, 2017

“Hoy, ¿de cuál hoy hablo?”, se cuestiona la narradora del libro que también se pregunta a lo largo de esta fascinante novela quién es el yo que habla. “La realidad es siempre circunstancial y esta verificación me tranquiliza: lo que cuento es una historia verdadera, pero sólo en la ficción”.

Ciudad de México, 18 de marzo (SinEmbargo).-Los dientes, las sesiones con el dentista, los puentes, el retraimiento de la encía, los postes que se colocan, Drácula, los incisivos de escritores y artistas, las muelas que se extraen y un inmenso inventario de términos, recuerdos y dispositivos odontológicos y vivenciales, fungen como centro neurálgico, como una febril obsesión de la que se desprende un maelstrom que en su vertiginoso andar y fatídico regresar, da cuenta de una existencia en indisoluble simbiosis con la palabra.

En esta novela total caben cuerpo, recuerdos y deseo; sudor, saliva y sangre; horror, belleza y silencio. Por breve herida restituye el fuego a las cenizas de los pasos andados por la autora, cuya irredenta vocación por la búsqueda se toca con el siguiente verso del poeta judío-rumano Paul Celan: “El camino de horas anduvo lo que dije. El camino de horas anduvo lo que callé. Anduvo y anduviste, por lo infinito anduviste, hacia adelante y hacia atrás, hacia ninguna parte, hacia la palabra, hacia allí”.

Por breve herida, dew Margo Glantz. Foto: Especial

Este capítulo se reproduce con autorización de Sexto Piso

Es difícil definir el horror. El gemido demente del terror. Los adjetivos deletrean el horror constelando la prosa de Bataille en el cielo urinario de Historia del ojo o flagelan una grieta para derruir La casa de Usher de Edgar Allan Poe. Pero en lugar de ahogar con su literalidad obsesiva el sentimiento brutal que se intenta convocar, se alcanza una abstracción casi matemática, gracias a la repetición de la palabra horror, de la misma manera en que la repetitiva imagen de la boca abierta y dentada de Inocencio X ,en la obra de Bacon, logra hacernos partícipes de esa desmesura, en apariencia imposible de abarcar y, más aún, de definir o siquiera de deletrear: su desmesura provoca un juego de correspondencias ilimitadas, ocultas en la repetición, como permanece escondida la evidente Carta robada de Poe. La insistencia, la aliteración —implícita en la misma pronunciación de la palabra horror— contradice su obviedad y subraya el sentimiento que se intenta convocar.

Subrayar la palabra con la exuberancia abusiva de su sonido podría ser simplemente cacofonía: en Poe, en cambio, se convierte bruscamente en la metáfora que el abuso mismo hace aflorar: la angustia, el miedo se convocan en la raíz que los engendra. La reiteración provoca la ambigüedad, por el mismo hecho de su repetición intencional. La organización de esta prosa —la de Poe, o de esa plástica, la de Bacon—, determina de entrada su eficacia: la excitación provocada por la repetición excede cualquier límite.

***

Thomas de Quincey, el comedor de opio más famoso de la historia, confesaba que recurrió a la tintura de láudano con el objeto de aliviar el más terrible dolor que existe, aun más terrible que los dolores de parto. Dolor lancinante, atroz, horrendo, desesperante, insoportable, ni más ni menos que el dolor de dientes: Eso y solamente eso me impulsó a recurrir al opio, explicaba, comparando su adicción con la de otro opiómano célebre, el poeta Samuel Taylor Coleridge: La obsesión que me persiguió con furia y de manera intermitente toda la vida fue el reumatismo facial, combinado con el dolor de muelas. Dolores hereditarios que quizá, pensaba, hubiesen podido paliarse usando remedios más simples para mejorar la circulación, reducir el dolor, la rigidez y los espasmos musculares, remedios que quizá le hubiesen impedido caer en la adicción. ¿Podría afirmarse que las confesiones de un opiómano son una elegía entonada para celebrar los efectos bienhechores del opio, en su intento por aliviar las torturas causadas por el dolor de muelas? Nadie en Europa está a salvo de ese dolor, afirma De Quincey. Piensa, sin embargo, que es difícil que pueda ocasionar la muerte. Lo desmiento, esa enfermedad puede extenderse a todo el cuerpo, atacar el corazón y provocar la muerte, como bien puede leerse en la obra de Thomas Mann, quien a su vez hace morir a su elegante protagonista —llamado asimismo Thomas— de una septicemia provocada por la infección de una muela, dolencia que aqueja igualmente a Hanno, el único hijo de Thomas y Gerda Buddenbrook, como si la decadencia de la familia y sus miembros se metaforizara en los dientes. (Y Ramsés II, quien reinó en Egipto durante más de sesenta años, murió de una septicemia provocada por los abscesos que tenía en los dientes).

El comedor de opio, libro autobiográfico, escrito para desmentir una calumnia de Coleridge, fue concebido en realidad, insiste su autor, no para ensalzar el poder del opio y sus efectos sobre la enfermedad y el dolor, sino para intensificar el poderoso y sombrío mundo de los sueños. En suma, el opio como inductor de sueños y alucinaciones. El opio parece poseer una virtud específica, no sólo para exaltar los colores del escenario soñado, sino para ahondar sus sombras y sobre todo para fortalecer el significado de sus terribles realidades, declara De Quincey en Suspiria de profundis, donde relata su tercera y más irreducta caída en la opiomanía. El opio en la Inglaterra de su tiempo se vendía en las farmacias y era muy barato, se usaba universalmente por todas las clases sociales. Las damas de compañía y las nanas les daban gotas de láudano a los ancianos y a los niños para adormecerlos.

Los juegos de infancia de los Brontë fueron intelectuales desde muy temprano. Existen numerosas pruebas de su precocidad: sus obsesiones, presentes en las novelas de las tres hermanas, ya se revelaban en los cuadernillos que escribieron cuando eran niñas. En ellos destaca la figura diabólica y vampiresca de Lord Byron. Branwell, considerado como el más dotado de los hermanos, y cuyo desastroso final es típicamente romántico y literario, muere de tuberculosis. Al igual que sus famosos contemporáneos, era adicto al opio, distribuido en forma de gotas o de píldoras económicas que el joven compraba a seis peniques la caja en una farmacia que visité cuando estuve en Haworth, pueblecito inglés cuyo cementerio está situado frente a la casa donde vivieron, murieron y escribieron Ann, Charlotte y Emily. En el establecimiento donde Branwell compraba sus remesas de láudano, se venden ahora manitas de jabón color de rosa que de manera extraña simulan muñones.

***

Cuando era estudiante en París, comíamos en un enorme restorán universitario. Consignas de orden y prohibiciones de todo tipo se leían en la puerta de entrada. Recuerdo una en especial: no entrar con sombrero en el recinto. Si alguien osaba violar esa norma, los estudiantes, sentados en largas y toscas mesas, golpeaban con los cubiertos sus escudillas. Recuerdo una ocasión en que estábamos haciendo fila, detrás de un francés y un africano, este último proveniente de alguna de esas regiones conocidas entonces como la France d’Outre Mer. De repente, discuten, vociferan, se golpean. El estudiante africano le arranca de un mordisco un pedazo de oreja al francés que lo insultó. Los dientes convertidos en fangs. Con furor y, de inmediato, los estudiantes golpean con sus cubiertos las escudillas repletas de un guiso repugnante. El alboroto y la sangre se confunden. Pocos meses antes había comenzado la guerra de Algeria. Albert Camus recibió en 1957 el premio Nobel. Sartre lo rechazaría pocos años después.

***

Hoy (¿hoy?) ha caído en mis manos un folleto de una exposición de Francis Bacon en el Museo Aristide Maillol, mayo de 2004; una reproducción a color muestra al Papa Inocencio X aprisionado en su trono, lleva ropas talares y una corona. Bien abierta, su boca lanza un grito [inmenso]. Los dientes, muñones excavados por la luz. Once años más tarde, en junio de 2015, voy a la Fundación Vuitton. Enormes espacios coronados por estructuras de vidrio transparente le dan el aspecto de un barco de velas, descripción que acepto y reitero después de haber releído con fruición Juventud, una de las más hermosas narraciones marítimas de Joseph Conrad, donde habla de uno de los últimos barcos impulsados por velas de la marina mercante inglesa. Describe con minucia prodigiosa y absorbente el destino fatal que persigue al capitán, acorralado entre el fuego y el agua. ¡Una exposición y un libro maravillosos! Destaca la primera sala; se han reunido varios cuadros. Estudio para un retrato de Bacon, 1949, representa a un hombre encerrado en una caja de cristal; sirvió quizá de modelo para otro cuadro situado enfrente, el retrato de Jean Genet de Alberto Giacometti, realizado entre 1953 y 1954. Ambos personajes pintados en colores sombríos y enmarcados por esa vitrina de cristal, abierta en Giacometti y, en Bacon, encerrando al personaje, quien coloca con desesperación sus manos sobre los brazos de un sillón casi inexistente (me vienen a la mente esos instrumentos de tortura, donde sometidos a una fuerte descarga eléctrica, los condenados a muerte en los Estados Unidos se asían con fuerza inhumana al brazo del sillón): el hombre grita, su boca desmesurada y negra deja entrever su dentadura. Fuera de la cárcel de vidrio —un simple cuadrado transparente— una sombra azul poco delineada, lindando con lo humano, acecha. Imagen reiterativa en Bacon: la serie de más de cuarenta retratos del Papa Inocencio X, preso en su sillón y cuidadosamente enmarcado o protegido —en o por— una caja; algunos críticos pretenden que este cuadro evoca también el juicio de Eichmann en Jerusalén, separado del público y de sus jueces gracias a un recinto de cristal transparente, mientras espera la sentencia del tribunal israelí que lo condenará a la horca. Al fondo y en el centro de esta hermosa sala, aislado, ocupando un lugar especial, el famoso cuadro de Munch, llamado justamente así, El grito. Con las manos en la cara, el personaje grita, más bien aúlla, su boca es un agujero blanco: no tiene dientes. Detrás, en colores estridentes y con pinceladas vertiginosas, el paisaje grita también. Me conmocionó la serie de tres autorretratos de Helene Schjerfbeck, muy poco conocida fuera de Finlandia, exhibidos también en esa magnífica sala. Acuarela, tempera, óleo en tonalidades mortecinas para dibujar sin compasión un personaje en distintas fases de su enfermedad. Aprieta con fuerza sus mandíbulas (asocio de inmediato: de manera inconsciente: mientras duermo en las noches presiono tan fuertemente ambas mandíbulas, una contra la otra, que mis dientes se han desgastado. Para remediarlo, el dentista me fabricó una guarda a la medida. Guarda ya inútil, después de que una caries devastó una de mis muelas: en ella se apoyaba la prótesis perfecta con la que el dentista había logrado transformar la apariencia pasada de mi boca).

Acudo a la hipérbole —se neutraliza a sí misma— para intentar expresar el impacto que en mí produjo esa visita. Impacto reiterado cuando hace unas semanas visité asimismo la exposición de Francisco Toledo en el Museo de Arte Moderno de esta ciudad, intitulada Duelo. Prodigiosa cerámica coloreada a menudo de un rojo estridente; en algunas de las piezas, los dientes se convierten en metáfora de la desesperación y en símbolo del duelo, como antes lo fueran en Bacon, en Poussin y en Eisenstein, las famosas escaleras de Odesa de su película El acorazado Potemkin. Oigo el Réquiem de Mozart, las voces agudas, interpretadas por niños.

***

Un cuento o una novela repetitivos al grado de la náusea: te miden, te ponen moldes, te liman, te vuelven a medir, te sacan con pinzas el puente provisional, te quedan los muñones puntiagudos, unos hilitos de dientes parecidos a los de los tiburones. En mi boca sólo unos cuantos, roídos como los del personaje de nacionalidad incierta a quien conocí hace años, probablemente en un antro en Caracas, amigo de otro personaje al que he designado como Orestes en mi diario —¿o será Jerjes?— y del cual apenas me acordaba —o no me acordaba en absoluto—, a pesar de que en mis apuntes era definitivo en mi vida. De lo que sí me acuerdo claramente era de sus dientes —no de los del poeta, sino de los del pintor—: él dejaba al descubierto sus muñones; los míos, recubiertos por una prótesis: nunca los exhibo, como él exhibía con obscenidad los suyos. Y la mujer del artista le servía de modelo, idéntica en mi imaginario a Berenice, la protagonista de un cuento de Edgar Allan Poe. Berenice, ya enferma, pálida, demacrada, casi exangüe, de la cual dice Egeo, cuando la ve aparecer en su estudio: ¡Los dientes! ¡Estaban aquí, allá, por doquier, visibles y palpables delante de mí, largos, angostos y excesivamente blancos…! Se trata quizá de la sesión número doscientos.

***

Ya es hora de entrar en materia, me digo, mientras oigo a Sviatoslav Richter ejecutando con perfección un concierto de Liszt. Es quizá la vigésimoquinta sesión, una de mis tantas visitas rutinarias al consultorio de mi dentista de cabecera. Instalada eternamente en un sillón reclinable que cuando empecé a venir aquí era último modelo, espero en el cubículo número dos que me ha tocado en suerte (hay cuatro, es decir, cuatro habitaciones donde los pacientes nos recostamos en sillones reclinables). Espero a que el doctor examine mi boca e instruya a las técnicas dentales para que lleven a cabo esta operación interminable, definitivamente interminable. Para calmarme lanzo de cuando en cuando miradas de complicidad a mis zapatos. Me dan seguridad.  Las enfermeras van reclinando poco a poco el sillón, un poco más y el sillón se inclina, un poco más, un poco más, un poco más, hasta que el sillón me deje en posición horizontal, a merced de mi médico de cabecera y de las técnicas dentales. Ya estoy postrada con mi delantal de bebé sujeto al pecho por unas pinzas parecidas a las de la ropa colgada en mi jardín. El libro —siempre un libro diferente— descansa en mi regazo (he terminado varios), se trata esta vez de Experiencia, de Martin Amis; habla adecuadamente de los terribles momentos que ha vivido por sus problemas dentales (genes polarizados: su madre buenas encías = malos dientes, su padre, malas encías = buenos dientes); (¿y sus huesos, tendrá buenos huesos?). Más tarde mi implantólogo me explica que los de las mandíbulas superior izquierda y derecha son más blandos que los de la mandíbula inferior y más densos los dientes del centro de la boca. Aunque él no lo sepa, Martin Amis me acompaña en mis tribulaciones: lo imagino desesperado como yo en el consultorio de su dentista, la boca ensangrentada, en Nueva York o en Londres (¿seguirá yendo al dentista?). La semana pasada (¿cuál), en cambio, leía a Thomas Mann; admiro sin reservas su maravillosa prosa, relata con minucia asuntos desagradables: una obsesiva descripción de la decadencia. Acecha a los miembros de la familia Buddenbrook, su emblema son los dientes amarillentos y corroídos de Thomas, un representante de la familia de ese nombre y de la novela con la que obtuvo el Nobel cuando era aún muy joven, en 1928. Mi padre fue dentista durante un breve tiempo. Entre las numerosas actividades que ejerció: vendedor ambulante de pan, antropólogo, comerciante, restaurantero, burócrata. Una ocupación, la odontología, que no le gustaba en absoluto, pues, como él mismo decía, le daba horror la sangre. Mi padre era sobre todo un poeta y le costaba ganarse la vida. No le quedaba más remedio que buscar alguna ocupación lucrativa, tenía varias hijas y debía mantenerlas. Abrió un consultorio en el centro de la ciudad, en Vallarta número siete, o número cinco ¿qué importa a estas alturas?, donde mi hermana mayor y yo jugábamos a curarnos y a sacarnos los dientes, ocupábamos en alternancia un sillón reclinable blanco —ahora sería una reliquia— y sacábamos uno a uno los instrumentos almacenados en un armario de cromo con puertas y cajoncitos también blancos que luego pasó a ser propiedad de uno de mis sobrinos, quien también estudió odontología, con tan poca fortuna como mi padre.

Los dientes siempre han sido una especie de obsesión para mí, por esa profesión temprana de mi padre, y porque siempre he tenido mala dentadura, así que mi relación con los dentistas ha sido perpetua. Llevo más de quince años escribiendo este libro, ejemplo extremo de procrastinación memorable, y llevo también los mismos años publicando fragmentos, como si al publicarlos, uno tras otro, me arrancaran un premolar, una muela del juicio o un colmillo, en espera de que mi médico acabe de perfeccionar mi sonrisa y mi masticación, colocándome otra vez una prótesis perfecta, en caso de que los implantes adquiridos recientemente –sobre todo uno en el maxilar superior derecho— se consoliden. En el interior del campo blanco reina el caos: su repertorio de particularidades es muy extenso, fuera de los límites de la capacidad de clasificación de nuestros sentidos y, por ello, sólo al alcance de la imaginación y de las mentes matemáticas. Entropía le llaman: una medida del desperdicio residual de todos los procesos de trabajo; el inverso de la certeza, el paradójico resultado de la búsqueda universal del equilibrio que a su vez conlleva a una homogeneidad aburrida y progresiva que, tarde o temprano, acabará con todo. Eso dicta la segunda ley de la termodinámica. ¿Será válido para definir una escritura fragmentaria como la mía, este texto escrito por Ariel Guzik?

 ***

En el consultorio leo, siempre leo, es un ritual. Sigo leyendo los cuentos de Poe, en especial aquel en que habla de Berenice, enterrada viva y despojada brutalmente de sus dientes por Egeo, el protagonista del cuento. Y debo confesar mi atracción inmoderada por Drácula, muy especialmente la versión elaborada por Bram Stoker. Drácula es para mí la figura literaria que mayor relación tiene con los dientes y, claro, con mis visitas al dentista: I’ve already had my teeth filed into fangs, though. That’s going to be a nightmare to reverse. Traduzco, no literalmente: Mis dientes se han convertido en colmillos protuberantes, será una pesadilla revertir ese proceso. (En inglés fangs se refiere sobre todo a los colmillos de los mamíferos carnívoros que muerden y desgarran la carne de sus víctimas. Los murciélagos herbívoros están equipados con ellos también, como las serpientes que los utilizan para inyectar veneno). (Aun las arañas los tienen).

***

Una vez escribí lo siguiente, lo transcribo. Es una manera de empezar a contar: Voy a contar una historia verdadera, pero la voy a contar en forma de novela, como solamente yo puedo contarla. Sólo así la puedo contar, de verdad. Sí, así es, sólo vale la pena lo que se cuenta si lo que se cuenta es absolutamente personal y por tanto verdadero. Sólo se debe contar así, como yo lo cuento, no hay vuelta de hoja. Puedo asegurar que cualquier coincidencia con la realidad es sólo eso, pura coincidencia. La realidad es siempre circunstancial y esta verificación me tranquiliza: lo que cuento es una historia verdadera, pero sólo en la ficción. Voy a mis diarios, allí aparecen esbozadas las historias. Encuentro una primera dificultad: advierto que a alguien muy cercano le he puesto como pseudónimo Orestes y ya no sé a quién debería designar Orestes, tampoco quiénes son aquellos a los que designo con otros pseudónimos, Jerjes o Caín, no sé por qué pongo esos nombres tan ridículos, tan pedantes, ni por qué disfrazo de esa manera a gente muy cercana a mí, o que entonces, cuando escribía mis diarios, lo era. Me desconcierta y me causa problemas para seguir contando, es más, me detiene en seco. Advierto también que en mi correspondencia con mi mejor amigo, casi mi novio, hablo de otro novio posible (extranjero) del que me enamoro y en realidad no sé de quién estoy hablando, no sé quién es ese ser tan profundamente amado, tan cercano, no lo sé, ¿quién será? Deduzco por lo tanto que no debo de haber estado muy enamorada, pues de otra forma sabría de inmediato a quién me estaba refiriendo. ¿Es de Orestes o de otro de los que aparecen encubiertos con un sobrenombre de quien estaba yo tan perdidamente enamorada? Y ¿por qué se lo escribo a ese otro amigo tan querido que me ama tanto sin decírmelo y del cual tampoco recuerdo el nombre y ni siquiera la cara? Quizá sólo tomo en cuenta las obsesiones y la forma obsesiva en que se repiten: se repiten incansablemente las mismas cosas, pero incansablemente también se olvida que se tenía la obsesión de esas cosas que se han dejado de recordar. El cerebro parece quedar completamente vacío, las cosas se escriben, se cuentan y se vuelven a olvidar, se vuelven a escribir o, a lo sumo, en un punto lejano del cerebro reaparecen como fragmentos, como ruinas desarticuladas reconstruidas a medias, a la manera de las ruinas conservadas por los restauradores, dejando en blanco aquello de lo cual no ha quedado ningún vestigio. Me asombra, cuando las leo, la reiteración de ciertas cosas que se cuentan y cuentan una y otra vez y luego se olvidan por completo, aunque las haya ya contado y las recontaré luego también aquí y, lo peor, es que lo olvidado es una obsesión siempre presente en la escritura. Como si se estuviera allí sin moverse después de que, practicado un lavado de cerebro, o hasta una lobotomía, el cerebro hubiese dejado de funcionar al desatarse el mecanismo de la escritura y poner en movimiento la memoria más profunda, o como cuando una se levanta en la mañana después de soñar con un recuerdo en ese momento indeleble, pero enigmático, de lo que se ha soñado la noche anterior y nunca más podrá recordarse aunque fuese absolutamente visible unos minutos antes. Esa memoria de la cual parecería que no se hubiese registrado nada, muestra sin embargo las mismas obsesiones que sólo se recuerdan cuando se las compara con otros momentos de escritura en los que de manera obsesiva se pasa revista y se reescriben una y otra vez las mismas obsesiones, olvidadas en cuanto se cierra el cuaderno de notas o se apaga la computadora o se despierta de un sueño. Como si se caminase en redondo sin encontrar el camino y sin recordar en absoluto por qué camino se ha caminado. Un eterno girar o caminar para llegar siempre al mismo lugar. Es por eso que he empezado a escribir la novela del camino.

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(El camino de horas anduvo lo que dije. El camino de horas anduvo lo que callé. Anduvo y anduviste, por lo infinito anduviste, hacia adelante y hacia atrás, hacia ninguna parte, hacia la palabra, hacia allí. —Paul Celan).

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Lo pienso aquí en la sala de espera del consultorio del dentista (la novela del camino hacia el consultorio-laboratorio del dentista), mientras aguardo a que me pasen al verdadero despacho donde habrán de intervenir mi boca y donde iniciarán la sesión quitándome y volviéndome a poner un eterno puente provisional, ¿el que se tiñe de rojo cada vez que me pinto los labios porque han utilizado un material acrílico y no porcelana? Ese podría ser el principio de la novela. Pero se me ocurre otro: Estoy escribiendo una novela sobre los dientes donde ejerzo mi enorme capacidad para la procrastinación, oyendo la legendaria versión del concierto número 17 de Mozart, interpretado por Rudolf Serkin. Me gustaría llamar a la protagonista usando un nombre, un anagrama, aunque fuese imperfecto, de mi propio nombre (mi súper yo insiste en que no puede haber anagramas imperfectos). Esta novela se llamará De los caninos a los premolares (El camino hacia los premolares). O Lo que Francis Bacon y Edgar Allan Poe miraban, o ¿por qué no ponerle: Freud se orinó en la recámara de sus padres cuando tenía nueve años? Ya hace tres lustros en que he pensado en esos nombres y aún no me decido, por eso, y porque siempre es arduo elegir una opción entre varias, prefiero usar las tres.

Cuando el suicidio resulta el último gesto literario

sábado, octubre 8th, 2016

La muerte voluntaria de Luis González de Alba (1944-2016), el domingo pasado, evocó el último acto, bestial y fanático, de Yukio Mishima (1925-1970). El suicidio siempre estuvo ligado a la literatura, pero hay casos, como los mencionados, que constituyen en sí mismos gestos poéticos definitivos.

Ciudad de México, 8 de octubre (SinEmbargo).- “La peripecia existencial y la obra literaria de Yukio Mishima fueron la preparación fundamentada de su propio sacrificio ritual, anticipado como un poema barroco”, dice la voz del locutor en un documental sobre la vida y muerte del artista japonés, elaborado por TVE.

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Se refiere al fatídico 25 de noviembre de 1970, cuando el autor de más de veinte novelas, decenas de piezas teatrales y numerosos cuentos, poemas, artículos y ensayos, acompañado de cuatro miembros de la Tatenokai, una milicia privada creada por el propio Mishima, se hizo el harakiri que terminó con su vida, a los 45 años de edad.

En realidad fue la ceremonia del seppuku, una muerte ritual muy dolorosa que se cierra con la decapitación a cargo de un asistente y con la que el candidato en varias oportunidades al Premio Nobel entró a la historia.

El suicidio y la literatura siempre han tenido, desafortunadamente, una relación estrecha, pero hay muertes voluntarias que constituyen gestos literarios definitivos, ceremonias teatrales destinadas a conmover un sistema social y público determinado.

Eso fue la muerte de Mishima y eso también fue, sin duda alguna, la partida del mexicano Luis González de Alba, el pasado domingo, en Guadalajara.

Al igual que en el caso de Mishima, el autor de Los días y los años construyó una obra literaria marcada por las ideas políticas y la militancia: la pluma como herramienta de protesta y transformación.

Con una pistola 22 en el pecho en su casa de Guadalajara, el líder del movimiento del ’68, un hecho por el que sufrió prisión en Lecumberri, cerró un ciclo de pensamiento al rojo vivo, que más allá de valoraciones intelectuales y políticas, pareció que lo iba condenando poco a poco a una prisión existencial caracterizada por el resentimiento y la amargura.

La muerte como último gesto de nobleza. Foto: Shutterstock

La muerte como último gesto de nobleza. Foto: Shutterstock

EL SUICIDIO, UN GESTO DE CONGRUENCIA

“Sí, quizá no era una persona entrañable. Sí, quizá era un misógino. Sí, sus columnas políticas eran incómodas, a  veces excesivas. Sí, eligió (y planeó hace meses) quitarse la vida en 2 de octubre, (y, cabrón como era, hasta logró ser trending topic, para rabia de sus detractores, que no son pocos). Sí, su columna de ayer domingo, su despedida rabiosa, cargada de rudeza por demás innecesaria da cuenta de quién era, letra a letra”, escribe en un pequeño ensayo a mano alzada a pocas horas del fallecimiento de Luis González de Alba la periodista Adriana Bernal.

“Su Twitter y su Facebook también dan cuenta de ello, pero, como todo en la vida, hay peros destacables: la literaturización de la autobiografía, incluso del auto-escarnio; su narrativa homosexual como encuentro consigo mismo; la poética homo erectus como un camino de dolor…. su afán, estudio y reflexión en temas científicos. En política: sus rabias, sus enconos. Su “pleito casado”, rabioso, dolido, enconado, hiriente, cargado de maldad hacia Elena Poniatowska que, en lo personal, a los años ya me parece rudeza innecesaria…Crueldad per sé…”, prosigue la titular de la página literaria que lleva su nombre (adrianabernal.mx).

“En medio de todos y cada uno de sus NO, sus Sí. Que son muchos. El último de ellos: yo me largo de esta vida el dos de octubre. De un balazo, con una .22 (porque es un arma pequeña, porque no pesa, porque tiene poco rebote) y no en los sesos, en el mero pecho, directo al corazón (o indirecto, a saber).  Y ahí, que no en “el valor para suicidarse”, sino en la elección decidida y planeada de quitarse la vida hay un tema, un gran tema. Una lección. Queramos aprenderla o no. Queramos verla o no. Pensarla o no”, desafía Bernal.

“También en su rabia, en sus posturas, hay un legado. Hay una historia. Hay camino para transitar hacia la reflexión”, concluye.

“Su muerte ha sido el acto último de su salvaje libertad”, opinó en su columna de Milenio el escritor Héctor Aguilar Camín, quien formó parte de los agradecimientos del último libro de González de Alba: El último tequila, editado por Cal y Arena y contó los últimos pasos dados por el escritor, anticipando su muerte voluntaria.

“Luis pasó las últimas semanas arreglando febrilmente con su editor de Cal y Arena, Rafael Pérez Gay, la cesión de todos sus derechos para la publicación de su obra, incluyendo dos libros ahora póstumos: su revisión cabal del 68 y una colección de artículos de divulgación científica.

Dejó la tarea de la edición de este último volumen en manos de Rogelio Villarreal, junto con las regalías correspondientes, en pago por su trabajo. Advirtió a Pérez Gay que su sobrino tenía el resto de los derechos y con él debía arreglarse”, cuenta el autor de La guerra de Galio.

“Estoy triste pero no estoy de luto. No creo estar frente a una desventura personal, sino frente a una muerte elegida, que fue para su autor una liberación, el último acto de una vida salvajemente dedicada a ser libre”, advierte Aguilar Camín.

LA MULTIPLICIDAD DE UN ÚLTIMO ACTO

Uno no se mata por una cuestión política ni para timonear un acto teatral en el límite; las causas de una muerte voluntaria son secretas y complejas. En el caso de Luis González de Alba, que era seropositivo, también sufría de vértigo, un trastorno espantoso que produce la sensación de movimiento cuando está todo quieto.

“En alguna comida en el ya extinto restaurante Tinto y Blanco, Luis me dijo que en el momento que se supo seropositivo le había caído un veinte: tenía que pensar de qué se quería morir. Tenía claro que de sida no y luchó y se cuidó todo lo necesario para nunca desarrollar la enfermedad. Le parecía horrible, dijo, morir de cáncer, así que había tomado la decisión que procurar el infarto: pidió un chuletón de cordero con harta grasa”, escribe Diego Petersen en su columna de El Informador.

Quién sabe si la enfermedad fue el principal motivo para quitarse la vida, pero eso no es lo importante aquí, donde lo que tratamos de dimensionar es precisamente lo que ese acto tiene de multiplicador al explotar fuera de la órbita de lo privado, resignificando una fecha o funcionando como un discurso opuesto a un estado de las cosas con las que no se está de acuerdo.

En los últimos tiempos, los pensamientos de Luis González de Alba eran cuando menos temerarios. Decía cosas indefendibles como que los padres de los 43 eran unos vividores o atacaba sistemáticamente a los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, en un ejercicio nada original de demonizar a las víctimas, tan extendido en nuestros días.

El que ayer lideraba un pensamiento contracultural, fue en la vejez cimentando un ideario muy ajustado al poder imperante que hoy predican y divulgan sus admiradores calificándolo como el “más lúcido de su generación”.

Sin embargo, el último acto está ahí, pretendiendo volar con alas amplias sobre los debates domésticos entre los que se quejan porque La Jornada “ninguneó su muerte” y aquellos que lo pintaron poco menos que como un proto-hombre incomprendido que entre muchos secretos hasta el de la vida parecía poseer.

Suicidarse un 2 de octubre parece haber sido para Luis González de Alba una ceremonia a lo Mishima, quien entre otras cosas pretendió reinstaurar el imperio en Japón y se destripó frente a las cámaras de televisión.

“El artista que llevaba dentro fue sin duda quien decidió cómo hacer el mejor uso de la muerte. Por muy horrible que nos parezca su muerte, tanto a nosotros como a sus compatriotas, no se puede negar que tuvo un toque de nobleza. Nadie dirá que fue obra de un loco, ni siquiera de un momento de locura”, escribió Henry Miller (1891-1980) en su hermoso ensayo Reflexiones sobre la muerte de Mishima.

“No lo veo meramente preocupado por restaurar la monarquía, ni siquiera por reconstruir un ejército japonés, sino más bien por despertar al pueblo japonés a la belleza y eficacia de su propio modo de vida tradicional”, agregaba el autor de Sexus.

A diferencia del escritor japonés, el mexicano de Charcas eligió un suicidio privado y en soledad absoluta.  Como cuando el poeta Paul Celan (1920-1970), cansado de escribir en la lengua de sus victimarios, se arrojó al Sena a la temprana edad de 50 años. Como cuando el cubano Reinaldo Arenas (1943-1990) entregó su voluntad final al deseo de una Cuba que pretendía libre de un Gobierno con el que no concordaba.

“Queridos amigos: debido al estado precario de mi salud y a la terrible depresión sentimental que siento al no poder seguir escribiendo y luchando por la libertad de Cuba, pongo fin a mi vida. En los últimos años, aunque me sentía muy enfermo, he podido terminar mi obra literaria, en la cual he trabajado por casi treinta años. Les dejo pues como legado todos mis terrores, pero también la esperanza de que pronto Cuba será libre”, escribió el autor de Antes que anochezca, quien tenía apenas 47 años cuando falleció, convencido de que Fidel Castro había sido el causante de todos sus padecimientos en el exilio en Nueva York.

Una breve recorrida por las redes sociales es muestra hoy de debates encendidos en torno a la figura de Luis González de Alba. Los que lo adoran deshonran a los que lo cuestionan y viceversa.

Su último gesto literario ha funcionado al parecer como combustible para las llamas enardecidas que arden junto a su cadáver todavía tibio.

Sin embargo, es esa autoinmolación lo que le permite trascender con una dignidad extraordinaria la mera taxonomía de la actualidad. Preso de la historia, se entregó en cuerpo y alma a la historia y como Mishima, su muerte tuvo un gran toque de nobleza. Y no, no estaba loco.