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Cuando escribes de lo que no te deja vivir, comienzas a vivir: Héctor Abad Faciolince

viernes, marzo 13th, 2020

El escritor colombiano publica Lo que fue presente, una colección de diarios íntimos que van de 1985 a 2006 -escritos en alrededor de 35 libretas. El autor dejó en 600 páginas casi un total de mil 200 hojas originales.

El lector no tendrá oportunidad de conocer las partes felices de su vida, sino que se asomarán a una “alcantarilla” donde ha echado lo “peor”, “lo insoportable” de su existencia.

Por Pilar Martín

Madrid, 12 de marzo (EFE).- Que la escritura es una suerte de ansiolítico lo sabe muy bien el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, al menos así lo considera con motivo de la publicación de sus diarios íntimos porque escribirlos le sirvieron para llevar una vida “más normal, para no ser un loco”.

Fue un 30 de diciembre, en Florencia, cuando con 27 años decidió arrancar esta escritura “tal vez” para darse cuenta de la “infame medida” de sus pensamientos. Toda una declaración de sinceridad consigo mismo que inconscientemente el autor del aclamado El olvido que seremos comenzó, según cuenta a Efe, porque cuando pones por escrito lo que no te está dejando vivir “empiezas a vivir”.

Por eso en estos diarios que van de 1985 a 2006 -escritos en alrededor de 35 libretas- el lector no tendrá la oportunidad de conocer las partes felices de su vida, sino que se asomarán a una “alcantarilla” donde ha echado lo “peor”, “lo insoportable” de su existencia.

“Sí que nos damos cuenta de cuándo somos felices, pero no lo escribimos porque estaríamos perdiendo minutos de vida para ser feliz. La infelicidad se vive en soledad”, apunta.

Y aunque podamos considerar que se ha tratado de un ejercicio de valentía, sobre todo en estos tiempos donde mostrar las miserias parece estar prohibido, para Abad Faciolince (Medellín, Colombia,, 1958) no lo es tal porque siempre se ha considerado “muy cobarde”.

No se siente así cuando escribe, porque este ejercicio de enfrentarse al folio en blanco le convierte en alguien “casi temerario”: “Concibo la escritura como un ejercicio de verdad, y si no es así me parece inútil. También la ficción, pero en ella hay una voluntad de estilo”.

Justo lo que no hay en este libro, porque los diarios están escritos “con hipo”, ya que tienen saltos temporales, y el lector verá cómo no todos los días escribía sobre sus pensamientos.

Sobre ese “joven” que quería ser escritor, ese joven que se debatía entre tener o no hijos, ese hombre que reflexiona sobre la política de su país (aunque no es un tema en el que se detenga mucho), sobre la literatura o sobre su relación con al tabaco, un vicio que considera una “traición a si mismo”.

Aunque en estas más de 600 páginas, cuando avanzamos en su vida, nos enfrentamos a un Abad Faciolince que reflexiona en la intimidad sobre la pareja perfecta de la que no sabes por qué pero te alejas o de la imperfecta a la que te quedas enganchado. Es decir, habla de su relación con las mujeres a las que ha amado, deseado, o las dos cosas a la vez.

Ésta fue la “peor” parte de escribir al sentir que estaba “exponiendo” su intimidad. Así que para rebajar el peso del cargo de conciencia, y de alguna demanda, les consultó -no así a sus ex esposas- que iba a publicar estos diarios.

“Les di tres opciones, dejar su nombre tal cual, cambiar su nombre y rastros personales o sacarlas del libro. Las respuestas fueron de todo tipo”, recuerda con una sonrisa cómplice.

Según explica el escritor, la única edición que han tenido estos diarios ha sido la de sacar el “machete” para dejar en 600 páginas casi un total de 1.200, y esa reducción se ha llevado a cabo eliminando únicamente las partes más repetitivas, que no son otras que las de “cuando estaba enamorado”, acepta entre risas.

Algo menos “complejo” de escribir, confiesa, a lo que le sucedió a la hora de contárselo a sus hijos, de los que habla con “gran amor” en estas páginas. “Era complicado que mi hijos supieran lo que hice sufrir a su madre, pero me dieron permiso”, afirma.

En la actualidad Abad Faciolince sigue escribiendo en pequeñas libretas de tapa negra, pero ya no son diarios, sino que tienen un carácter laboral.

“Ya no estoy tan interesado en mi mismo, ya estoy más tranquilo”, dice. Pero desde que llegó ayer a Madrid tiene ganas de escribir un “diario de la peste” ante la crisis generada por el coronavirus, una situación que también trastocará la promoción de este “purgatorio”.

“Los pastores evangélicos son una especie de nuevos mafiosos del siglo XXI”: Santiago Gamboa

miércoles, febrero 26th, 2020

El escritor colombiano platicó acerca de nu novela Será larga la noche (Alfaguara). Las FARC son una sombra que recorre cada página, pero aquí las protagonistas son las iglesias evangélicas.

Gamboa utiliza el género negro para construir un relato sobre la paz entre los guerrilleros y el Gobierno de Juan Manuel Santos, y sobre el poder y la influencia que ejercen estas iglesias en un “país de huérfanos”.

Por Matías de Diego

Ciudad de México, 26 de febrero (ElDiario).- La segunda vez que Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) entró en un estadio de fútbol fue para ver jugar a Leo Messi. “Estaba en Bilbao presentando la novela y me enteré de que esa misma tarde iba a jugar el Barcelona, así que compré una entrada. ¿Has visto jugar alguna vez a Messi? Es algo de otro mundo”. Fue el 7 de febrero de 2020. Casi veinticuatro horas después de que el Barcelona fuera eliminado de la Copa del Rey, el escritor colombiano está sentado en el salón de un hotel de la Gran Vía de Madrid para charlar sobre Será larga la noche (Alfaguara), su última novela.

“Ahora prácticamente soy del Athletic de Bilbao”, bromea mientras apura una botella de agua con gas, recuerda la emoción del partido en San Mamés y reconoce que el fútbol no es lo suyo. “Aunque vivirlo en un estadio lo cambia todo”. Gamboa está de paso por España para presentar la novela, una historia sobre un país que trata de coserse las heridas tras más de cincuenta años de guerra: Colombia.

En Será larga la noche no hay futbolistas, aunque el escritor ha aprendido que el deporte puede ser una forma de reconciliación nacional. “He conocido a gente de las FARC y, lo más sorprendente, es que son colombianos como yo que, cuando juega la selección, se ponen la camiseta y celebran cada victoria”.

Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia son una sombra que recorre cada página, pero aquí las protagonistas son las iglesias evangélicas. Gamboa utiliza el género negro para construir un relato sobre la paz entre los guerrilleros y el Gobierno de Juan Manuel Santos, y sobre el poder y la influencia que ejercen estas iglesias en un “país de huérfanos”.

—¿Se puede contar la historia de un país a través de una ficción?

—Depende de las ficciones. Fíjate que estas pueden contar cosas importantes porque, a pesar de que no hayan sucedido, se alimentan de situaciones cotidianas y de personajes que son el espejo de personas reales. Hoy podemos comprender muchísimo mejor la sociedad rusa de la segunda mitad del XIX leyendo las novelas de Tolstoi o las de Dostoyevski y los cuentos de Chéjov que leyendo a los historiadores rusos. Seguramente, Anna Karenina no existió, pero es el reflejo de lo que fueron ciertas mujeres de la nobleza de entonces y de cómo actuaban. Si lees a Balzac, que hizo un retrato absolutamente perfecto de lo que era la vida cotidiana en Francia, sabrás cuánto valía poner una demanda, cuánto costaba un apartamento, cuánto era la mensualidad del alquiler o cuántas miles de toneladas de trigo se producían en el departamento de La Garonne.

La novela trae consigo una verdad muy poderosa: la mirada de la realidad a través de una individualidad, a través de los ojos de un escritor, de un artista. La literatura es un arte, y el escritor es un artista que ve la realidad a través de sus obsesiones, de sus carencias y de sus deseos. La España de la transición, por ejemplo, está muchísimo mejor dibujada en las novelas de Vázquez Montalbán que en muchos libros historiográficos o sociológicos.

—Aunque no trata directamente el proceso de paz en Colombia, la sombra de la guerra y la presencia de las FARC atraviesan toda su novela.

—Desde un punto de vista ciudadano, que las FARC empiecen a formar parte de la vida cotidiana del país es muy importante. Tras firmar el acuerdo de paz, el expresidente Juan Manuel Santos hizo un llamamiento a que todos los colombianos se involucraran contratando a exguerrilleros en sus empresas o en sus haciendas agrícolas. Yo no tengo ni una cosa ni la otra, pero pensé que incorporar a alguien de las FARC como protagonista en una de mis novelas sería una forma de participar en la reconciliación nacional y de ayudar a normalizar la situación.

He conocido a gente de las FARC, personas que durante 50 años eran los enemigos del país, y lo más sorprendente es que son colombianos como yo, que tienen los mismos problemas que puedo tener yo y que, cuando juega la selección de fútbol, se ponen la camiseta amarilla y celebran como yo cada victoria. Tenemos que aprender a ser más tolerantes y esto, el incluir como protagonista de la novela a una exguerrillera, es para mí un ejercicio de tolerancia. Creo profundamente en la reconciliación, en la paz, en cerrar este capítulo y poder mirar hacia adelante.

—¿Fue su militancia por la paz lo que le hizo volver a Colombia?

—Volvía por razones familiares, pero el entusiasmo por la paz… La paz en Colombia es la defensa de toda una idea política. Participé activamente en las elecciones de 2014, las de la reelección de Santos, porque entendía que si él perdía la paz habría quedado en ruinas. Escribí columnas de opinión y un ensayo [La guerra y la paz] mirando el proceso de paz desde diferentes ángulos y tratando de desactivar los argumentos de los enemigos de esa paz, que entonces era la derecha. Uno nunca convence a nadie, pero quería darles argumentos a mis lectoras para que fueran capaces de desarmar o desactivar el argumentario del tío facha de las cenas familiares.

Podríamos decir que ese ha sido mi trabajo como intelectual: imaginar y pensar argumentos implacables para esparcirlos y que la gente pueda utilizarlos como propios. En el fondo, este debate ha sido un debate entre familias, entre amigos, entre gente que está o no está a favor del diálogo. Ha sido un debate de barra de bar. Y en este debate los argumentos de la derecha han sido muy sencillos, gracias a una frase muy contundente y mentirosa: “Le van a regalar el país a las FARC”. ¿Cómo se responde ante esto?

—¿De qué lado se posicionaron las iglesias evangélicas?

—La gran mayoría lo hicieron con la derecha y contra el proceso de paz. ¿Por qué? No consigo entenderlo. Yo no soy una persona creyente, pero conozco la vida de Jesús, y no soy capaz de entender cómo gente que se dice difusora de su palabra puede estar en contra de la paz. Supongo que tiene que ver con que estaban intentando chantajear a Santos porque estaba a punto de empezar a cobrarles impuestos. Y estas iglesias no son como las de la Iglesia católica, en las que se hacen donaciones voluntarias. Aquí captan muchísimo dinero cobrándole a la gente el 10% de sus salarios. Con ellos, si quieres ir a sus templos, primero tienes que pagar.

—¿Son un negocio?

—Y son un club. Tienen un datáfono para que la gente les pague lo que deben mientras ellos no pagan ni un solo peso en impuestos. Son empresas que se dedican a captar dinero y a vender un producto: la fe. En Colombia he visto avisos que dicen: “Se vende iglesia con 2.700 fieles?”. ¿Tú has visto alguna vez una iglesia en venta? Son empresas tremendamente conservadoras. El 80% de ellas se opuso al acuerdo de paz.

—¿Por qué?

—Porque en el acuerdo había cosas muy progresistas. Por ejemplo, incluía la consideración de la mujer como víctima especial porque en la guerra la mujer es doblemente víctima: puede ser asesinada y torturada, como un hombre, pero, al mismo tiempo, también puede ser violada. Esa consideración especial para las mujeres, también se quiso fijar para las comunidades LGTBi, que fueron objeto de continuas agresiones sexuales. Las iglesias evangélicas pegaron el grito al cielo por esta equiparación, así que todo esto se retiró del acuerdo de paz.

No se puede decir que todos actúen así, pero algunos fueron agarrados recibiendo dinero por unos secuestros. A mí me parecen todos unos bandidos, una especie de nuevos mafiosos del siglo XXI que andan por ahí en autos blindados y rodeados de guardaespaldas.

—Los huérfanos también atraviesan toda la novela.

—Colombia es un país de huérfanos. Los 50 años de guerra en el país han dejado muchas familias destrozadas y muchas infancias robadas, ese es el gran tema de la modernidad. Fíjate que uno de los grandes libros que se han publicado en Colombia, El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince, es la historia del asesinato de un padre. La orfandad es una de las señas de identidad más importantes de mi país, después de la guerra.

—¿En qué sentido?

—Mira, ser colombiano no te protege de nada. A ti, tu nacionalidad y tu país te protegen y funcionan como un gran padre protector: te educan en la educación pública, te dan salud a través de la sanidad pública y te darán un seguro de desempleo si llegaras a perder tu trabajo. En Colombia no existe nada de eso. Los muchachos que se quedan huérfanos viven una doble orfandad, la de padre y la de Estado. No tienen una gran nacionalidad que les proteja, y en esa intemperie social aparece una mano sobre sus cabezas que les dice que tienen un padre, un padre celestial, aunque no puedan verlo.

—Las iglesias evangélicas.

—Y ahí es que empieza todo. Las iglesias ejercen un poder de sugestión tan fuerte sobre sus feligreses que se han convertido en un auténtico peligro para la democracia. Les llevan a tomar decisiones que no les convienen, inclusive decisiones políticas, que solo le sirven al pastor que acaba vendiendo su voluntad como si fuera un capital para que se beneficien los políticos o el cacique de turno. Las iglesias evangélicas están acabando con la democracia.

Será larga la noche es una novela negra, pero usted huye de la figura del detective clásico y coloca como protagonista a una periodista de investigación.

—A diferencia del detective, el periodista investiga porque está buscando la verdad. No está haciendo que triunfe la ley, no representa a la justicia y no tiene un arma para defenderse, pero lo hostigan, lo amenazan y lo matan si es necesario. Los periodistas tienen una mística que les convierte en personajes románticos; son mucho más bellos estética o moralmente que un detective, que es más banal y menos creíble. En la novela, Julieta busca acercarse a la verdad y se aleja de la justicia, porque a ella no le interesa hacer justicia. La verdad y la ley son dos conceptos que pueden estar muy cerca, aunque no tienen por qué coincidir. Más allá de la verdad judicial, lo que a mí me interesaba para la novela era la verdad humana.

—¿Puede la literatura contribuir a la reconciliación en Colombia?

—La literatura no cambia el mundo –si lo hiciera, viviríamos en el paraíso–, pero puede cambiar a las personas. Aunque la lectura siempre es algo minoritario, leer nos cambia, nos hace ser más exigentes con la realidad y nos convierte en mejores ciudadanos.

En Colombia, la literatura es un elemento más para darle nombre a las cosas y que estas queden fijas en el tiempo. La literatura es un arte y, como arte, como todas las artes, se convierte en conocimiento. Si tú, por ejemplo, vas a ver el Guernica de Picasso estás viendo un cuadro, una obra, pero también verás nuestra historia y serás consciente de que aquello no debe volver a repetirse nunca. El arte marca unas líneas y le recuerda a una sociedad que debe evitar rebasar esas líneas.

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¿Buscas literatura latinoamericana de terror? Estos son algunos ejemplos de escalofriantes relatos

sábado, noviembre 2nd, 2019

La escasez de literatura de terror en América Latina, en comparación con otros géneros, es marcada; sin embargo, hay muchos autores comprometidos con esta área de la fantasía.

La siguiente es una pequeña selección de libros colombianos cuyos temas abarcan desde zombis, vampiros, asesinos seriales, historias basadas en hechos reales y terror psicológico.

Por Tania Tapia Jáuregui

Ciudad de México, 2 de noviembre (Vice).- Hablar de géneros siempre ha sido un tema complicado en países latinoamericanos. Al intentar encontrar manifestaciones como la ciencia ficción, el thriller o el terror, la conversación suele desviarse hacia un debate sobre la naturaleza propia de los géneros y, en ocasiones, hacia un sentimiento de desazón que surge al comprobar que no hay muchas piezas que puedan responder a los claros límites que tienen las producciones extranjeras.

Es claro que la solución a estas inquietudes no está en depurar lo que se hace en el país hasta crear un género definido, pero sí es inquietante comprobar que en Colombia, por ejemplo, el género predominante parece ser el “colombiano”. Quiero decir, hay una necesidad por aferrarse a una realidad de violencia y conflicto.

Este es el caso del terror en la literatura colombiana: un género que, para nosotros los mortales, no evoca prácticamente ningún título claro, y en el que en realidad se encuentran sólo algunos ejemplos contados que siguen despertando dudas sobre qué podría ser terror y qué tan elástico puede llegar a ser este género en el país.

“En realidad no creo que tengamos una tradición [de literatura de terror] ni muchos ejemplos claros, apenas algunos autores que se han asomado al género para alegorizar violencias o simbolizar desajustes propios del país”, me contó por correo Miguel Mendoza Luna, uno de los pocos escritores en el país que se ha dedicado a escribir terror y una autoridad en psicología de asesinos en serie. “El terror [ha sido] clave para narrar lo peor de nuestra condición, pero no un verdadero interés estético o literario”.

En efecto, lo que se podría considerar una escasez de literatura de terror es producto de una realidad turbulenta en el país que impregna lo cotidiano de una forma del terror muy particular. En Colombia, el protagonismo de la violencia y de sus horrores se ha vuelto la forma de entender el terror, y esto se ha reflejado en la literatura, en la que no falta inventar monstruos fantásticos para sentir auténtico miedo.

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“Creo que lo interesante para preguntarse es qué puede ser terrorífico en Colombia, y no tanto si se ajusta a las convenciones de un género prefabricado”, me escribió María Mercedes Andrade, escritora y doctora en literatura comparada, cuando le pregunté cuál era su opinión sobre el tema. “Hay que entender que los modos de producir el terror varían con las sociedades y dependen de las situaciones históricas y sobre todo, de a qué se le teme”.

La siguiente es una pequeña selección que pretende dar una muestra amplia de las formas en que se ha concebido y pensado el terror en la literatura colombiana, y en los distintos monstruos y miedos que bailan por el imaginario colectivo. Para elaborar esta lista consulté a literatos, profesores y estudiantes, conocedores del cómic y del terror en general en Colombia, para llegar a seis títulos que sintetizaran lo que se entiende por terror y para conocer a qué le tenemos miedo.

Así que si esta noche no tiene rumba, está enfermo, o simplemente quiere dedicarse a leer, aquí tiene algunas opciones para que no desentone con la festividad.

13 RELATOS INFERNALES- VARIOS AUTORES

Este libro, escrito a seis manos, recoge cuatro cuentos escritos por cada uno de los autores, y uno final, hecho entre los tres. La idea para hacerlo nació precisamente del vacío que los autores sentían frente al género de terror en la literatura colombiana. Vanegas y Arciniegas ya habían incursionado en el mundo del terror, con libros como Mal paga el Diablo , del primero, y Rojo Sombra de la segunda. Por el contrario, Cruz Niño venía de una formación antropológica de investigación, que de cierto modo fue lo que alimentó su interés por la ficción de terror, en parte gracias a su libro.

Los monstruos en Colombia sí existen, en el que estudia los perfiles de los asesinos seriales más temidos del país. 13 relatos infernales recoge distintos estilos de terror, desde el psicológico en la mitad de Chapinero, pasando por el vampirismo en Boyacá, hasta la perversidad de un repartidor de volantes de una pollería. En medio de estos relatos hay un humor y una ironía que se vuelven el punto de encuentro entre monstruos clásicos, lo perverso y lo gore, así como de un paisaje urbano y criollo.

SATANÁS- MARIO MENDOZA

La famosa novela de Mendoza, que fue llevada al cine por Andres Baiz, se inspira en el conocido evento del 4 de diciembre de 1986, que tuvo lugar en el restaurante Pozzetto en Bogotá, donde Campo Elías Delgado, un exmilitar que peleó en la guerra de Vietnam, asesinó a varias personas después de haber matado a sangre fría a su mamá y a otras personas más.

En el libro, Mendoza elabora la historia a partir de narraciones paralelas de cuatro personajes, cuyas vidas resultan cruzándose y conectándose con los eventos que tendrían lugar en el restaurante. Satanás es una muestra de un terror más propio de contexto colombiano y que, de cierto modo, es familiar: ese miedo que hay de las masacres y de los asesinatos. Los pecados, la redención, la muerte.

MUÉRDEME SUAVEMENTE- FERNANDO GÓMEZ

El tema de los zombis se ha vuelto obligado al hablar del género de terror. En Muérdeme Suavemente se ilustra el ya tan conocido “Apocalipsis Zombi”, pero en la mitad de Bogotá, donde tres jóvenes universitarios huyen y tratan de protegerse contra la plaga, hasta que uno es mordido y convertido en muerto viviente. Lo interesante de la historia es que, a pesar de ser un zombi, su protagonista sigue teniendo recuerdos y nociones de su yo anterior, lo que le permite reflexionar sobre la condición que lo acompaña desde una perspectiva que no muchos zombis se pueden dar el lujo de tener.

Gómez hace unos apartes en los que narra cómo la plaga zombi afecta a otras figuras del país: un jugador de fútbol, un militar, un científico de la Nacional y hasta a la misma guerrilla. Se puede decir que Muérdeme suavemente es un experimento narrativo amplio: el libro también cuenta con una serie de viñetas, cómics y fotografías que acompañan y complementan la historia.

LOS NIÑOS- CAROLINA SANÍN

La historia comienza con Laura Romero, una mujer joven que se sostiene con lo que le da un negocio familiar y que tiene un gusto especial por los supermercados. La vida de Laura cambia cuando, frente de su puerta, encuentra a Elvis Fider, un niño de seis años que no le ofrece explicaciones claras sobre su pasado y que parece habitar en una realidad paralela y metafísica. Los niños, segunda novela de Sanín, parte de dos personajes que viven una aguda soledad en compañía. Desde ellos construye un relato en el que no se puede evitar sentir un terror que no se termina de entender y que tal vez por eso inquieta más.

El terror que produce Los niños se puede sentir en algunos de sus diálogos y situaciones cotidianas, aparentemente triviales, en las que se perciben pulsiones macabras y violentas, presentadas con una sutileza perturbadora. Ante todo, el terror de esta novela es el terror del no lugar y del no tiempo: una historia que se construye en el instante, entre lugares imaginarios y momentos muy bogotanos, que construye un miedo psicológico que se pasea entre un aquí y un nunca.

VAMPYR- CAROLINA ANDÚJAR

Vampyr es la primera novela de esta autora caleña con ascendencia húngara que estudió homeopatía clásica en Estados Unidos y terminó su tesis en el Quindío. La historia, que empezó a escribir un 31 de octubre, se desarrolla en la Europa del siglo XIX. Su protagonista es una joven que conoce a los vampyr en un internado en Suiza. Los vampiros de Andújar están en medio de una Europa aún sumida en el oscurantismo y conservan lo terrorífico de unos personajes más old school, como Drácula o Erzsébet Báthory. Desde esta primera novela, la autora se ha ganado una base de fans cautivados por estas tragedias de amor neo góticas.

LOS ONCE- VARIOS AUTORES

Esta novela gráfica parte de un evento histórico drástico: la toma y retoma del Palacio de Justicia. La historia es narrada por una abuela ratona a su nieta, mientras esperan que llegue el padre de esta última, quien se encuentra con otros 10 ratones intentando sortear las 27 horas de infierno que vivió Colombia. El título y sus protagonistas son una referencia a los 11 desaparecidos de los hechos que tuvieron lugar entre el 6 y 7 de noviembre de 1985: los familiares dieron el aval a los autores y redactaron su prólogo y epílogo.

Los Once es una recuperación y una reflexión en torno a ese terror muy propio de la historia colombiana a través de una forma narrativa innovadora que poco a poco ha ido tomando fuerza en el país. Los Once, que muchas veces deja los diálogos y la narración a un lado para dar protagonismo a las ilustraciones, es una muestra de cómo en el país el terror también ha quedado condensado en eventos y fechas específicos, lo que puede llegar a hacer de la historia colombiana el verdadero monstruo, el más temido y el más duro de conquistar.

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LECTURAS | Un thriller escrito como un diario: “Mírame”, de Antonio Ungar

sábado, abril 7th, 2018

“Al otro lado de los patios, en el quinto piso del  número 21 de la Rue C, hay ahora una familia. Llegaron el lunes. Son oscuros. Hindúes o árabes o gitanos. Han traído a una hija.” Esta es la primera anotación del protagonista de esta novela, un personaje solitario, obsesivo, que se automedica, vive apegado al recuerdo de su hermana muerta y habita en un barrio en el que cada vez hay más inmigrantes. Un personaje que lo escribe todo de forma minuciosa en su diario.

Ciudad de México, 7 de abril (SinEmbargo).- A través de sus páginas, el lector será testigo de cómo observa a sus nuevos vecinos, de los que sospecha que trafican con drogas. Descubrirá también cómo se va obsesionando con la hija, a la que acaba espiando con cámaras ocultas que le permiten verla desnuda en el baño, mirando por el balcón, tendida en la cama, siendo agredida por uno de sus hermanos. A partir de ese momento el personaje pasará de la observación a la acción, mientras se deja enredar en la tela de araña de la chica a la que contempla, creyendo saberlo todo sobre ella, aunque acaso las cosas no sean como él piensa y acaso alguien lo esté observando a él.

Y mientras la tensión –erótica y violenta– aumenta, el narrador empieza a sentirse perseguido, modela en yeso unas enigmáticas esculturas de ángeles y se prepara para hacer algo que lo cambiará todo… Antonio Ungar ha escrito una novela absorbente, inquietante y perturbadora. Una reflexión acerca de la inmigración y la xenofobia. El portentoso retrato de un personaje arrastrado por una obsesión enfermiza que, en un imparable crescendo, desemboca en terrenos propios del thriller más sombrío.

Mírame, contada a través de un diario. Foto: Especial

Fragmento de Mírame, de Antonio Ungar, con la autorización de Editorial Anagrama

Al otro lado de los patios, en el quinto piso del número 21 de la Rue C, hay ahora una familia.

Llegaron el lunes.

Son oscuros.

Hindúes o árabes o gitanos.

Han traído a una hija.

*

La hija tiene diecisiete años y las piernas muy largas.

Los otros tres parecen ser un padre y dos hermanos y todos se visten igual: bluyines casi blancos, tenis, chaquetas de falso cuero negro demasiado ceñidas. El que puede ser el hermano mayor es alto, flaco, tiene la cara angulosa y los ojos hundidos. Es menos oscuro que los demás y la mira como si la deseara pero a veces mira también el suelo. Parece un preso.

Un diario en el que anotes cada cosa que te pase.

Un diario, eso te ayudará.

No dejes nada afuera, dijiste.

No escondas, nadie más que tú lo leerá.

Eva, mi adorada Eva, hermanita dulce, destinataria única de estas palabras, muerta demasiado pronto. Lo dijiste el primer día del primer año de la secundaria, tú luminosa y triste, yo a tus pies.

Un diario, eso te ayudará.

*

El baño está sucio. No lo limpio desde anoche y ya puedo imaginar los gérmenes preparándose para salir de sus huevos. Entre las ocho y las ocho y cuarenta y cinco minutos lo limpiaré, lo perfumaré, lo haré brillar. Te harían sentirte orgullosa, mi brillo y mi olor, Eva mía, si estuvieras viva.

*

Escribí cada minuto de lo sucedido ayer entre las once y las doce de la mañana. La preparación de las verduras hervidas y de las horneadas, el lavado de los platos, de la olla, de la bandeja, del vaso, la medición de la sal en el salero y de la pimienta en el pimentero y del arroz y de los cereales en sus frascos transparentes. Las palpitaciones del corazón al ver cómo el trabajo del día se acumulaba. Después solamente trabajé, hasta las tres y trece de la madrugada, hasta masticar las verduras mirando el papel de colgadura con formas geométricas (rombos en colores pastel, diamantes grises, círculos amarillos) repitiéndose al infinito como tu sagrado nombre en este diario, Eva de mis dolores.

*

Son las tres de la mañana y ya debería estar durmiendo pero sigo mirándolos a través de la franja de luz que dejan las cortinas casi cerradas. A las doce de la noche, mientras los demás dormían, la hija, la morena, salió al balcón y les echó agua a unas materas que parecen no tener más que maleza seca. Se vio más joven así: con una camiseta sin mangas como las que usan los basquetbolistas pero blanca y de algodón, tal vez de uno de sus hermanos. Me alejé de la cortina antes de verle los pezones, que existían.

*

Hoy el teléfono sonó a las nueve y trece de la mañana. Una empresa holandesa quiere que traduzca un folleto de comidas congeladas. De la versión en inglés al francés y al alemán y al castellano. Pagan tres mil euros y son treinta páginas con ilustraciones. Me buscan porque cobro una tercera parte de lo que cobran los demás y soy preciso y tengo experiencia. Acepto.

*

La joven oscura guardó monedas y un billete azul bajo el cojín del sofá ¿escondiéndolos del que parece ser su padre?, ¿de los que parecen ser sus hermanos?, ¿de unos ladrones a los que teme como si estuviera todavía en Calcuta o en El Cairo?

*

Se volvió a poner la blusa sin mangas y a través de la franja de mi cortina no pude evitar ver la redondez de sus hombros y más abajo, ahora en la realidad, sus pezones jóvenes. Me lavé con agua fría el cuerpo entero, fregándome hasta que la piel me ardió, libre de toda suciedad. Me tomé dos miligramos de Clonazepam para evitar pensar antes de estar dormido (para evitar tener sueños en los que ella pudiera mirarme con sus ojos negros muy abiertos).

*

Se llama Irina.

Diecisiete años, sí.

Me lo dijo la rumana de la tienda.

Irina, esa criatura oscura, como si fuera rusa.

No puede ser.

Está claro que son criminales, sus hermanos, y parecen estar tramando algo ¿Un robo? ¿Una estafa? ¿Un asesinato?

Con los binoculares lo pude ver todo anoche.

Mientras los hombres hablaban (con las jetas muy cerca una de la otra, agachados sobre la penumbra de la mesa cuadrada, como la jauría de perros hambrientos que son), ella pasaba un trapo por el mesón de la cocina. Parecía oírlos pero también parecía no querer estar, estar en otra parte.

*

Estuvo barriendo las colillas que habían dejado los hombres.

Miró el suelo, mientras barría, pero seguía sin estar ahí.

Sus pensamientos siempre parecen estar en otro lado, fuera de la ciudad, fuera de los campos verdes de la vieja república, en las selvas o en los desiertos de los que han venido.

Cerré la cortina.

*

Esta mañana me tomé una pastilla de Ritalin.

Me la recomendó un farmaceuta del número 2 de la Place du DM. Es paquistaní pero se cree ciudadano. Se aburre, no tiene clientes, y así es mejor porque siempre dedica el tiempo que sea necesario para escoger la pastilla que mejor se ajusta a mi cuerpo.

*

En el supermercado grande, al que me niego a entrar, hay cada vez más oscuros, vendiendo y comprando. El barrio se está vaciando de personas y hace tiempo que se ensucia con esa avalancha que ya no se irá ni descansará hasta ensuciarnos a todos.

*

Irina, la niña morena, se tiñó de un rubio casi blanco los últimos centímetros del cabello negrísimo.

Se viste casi siempre con sudaderas grises o rosadas o doradas y calza zapatos deportivos de suela muy alta que le deben costar demasiado dinero o poquísimo. Tiene tatuado un escorpión en el cuello, bajo la oreja derecha, y cuando sale a la calle se pone viseras como de músico negro o de deportista negro, una distinta cada vez, y cadenas doradas alrededor del cuello. Dentro de la casa, en cambio, no es la misma. Siempre está jorobada, flaca, silenciosa, siempre es menos que los hombres. Come carne muy asada, papas fritas, hamburguesas, comida árabe o china que trae de la calle en cajas blancas. Se pasa la tarde contemplando los vidrios sucios de las ventanas, como si pudieran reflejarla, como si al otro lado no estuviera la fachada gris desde donde la miro. Está sola y rodeada de lobos.

*

Anoche su padre la tocó.

Tiene que ser su padre, el gordo.

Irina, jorobada, fuerte, con los pensamientos en otra parte, estaba lavando la losa que habían ensuciado esos que parecen ser sus hermanos y anoche también los amigos o los primos de esos hermanos. Estaba vaciando los ceniceros y los vasos que debían oler a mal aliento y a alcohol de oriente, a caries. Lo vi todo de muy cerca, a través de los binoculares. No pude dormir, después, y hoy tuve que darme una lección, trabajando sin desayunar ni almorzar hasta las cinco y treinta de la tarde.

Así fue. Pasó despacio por detrás, el viejo gordo, su padre, y metió esa garra de gitano o de árabe o de turco en la blusa sin mangas e intentó apretar uno de sus pezones. Ella lo quitó de un codazo pero vi (también desde mi penumbra, en la tensión de su cuello) que le tiene miedo. Después la bocota se acercó a esa oreja pequeñísima y le dijo algo con una sonrisa de dientes pequeños mientras ella tensaba mucho las mandíbulas, y después ese perro le metió la misma mano sucia de toda suciedad entre el pantalón de la sudadera, por delante, sujetándole la cintura con la otra.

*

Por la mañana estuvo mucho tiempo en la ducha.

825 segundos en lugar de los 698 de media. Vi el vapor saliendo por el vano pequeñísimo que está a la derecha de las ventanas de la sala. Olí desde mi lado del patio esa mezcla húmeda de jabón y champú y lo que debe ser crema para mujer joven. No es posible que lo haya olido realmente, estando tan lejos, con el aire sucio de la ciudad en medio, pero lo olí y también pude sentir la humedad fina del aire.

Después los vapores amargos de repollo y de carne de cordero y de manteca ahumada saliendo de las cocinas de los otros inmigrantes lo arruinaron todo y me pasé el resto de la mañana, de mis únicas vacaciones mensuales, quitando esa peste oriental de las paredes con esponjilla y lejía. Lo conseguí pero estoy exhausto (olí cada centímetro, muy despacio, al acabar).

Envié las traducciones del catálogo dos días antes de la fecha prometida y a quienes las pidieron les gustaron y pagaron a tiempo y todo está en orden, así es que esta noche me permitiré tener sueños. Mi voluntad no está todavía tan desarrollada como para saber qué habrá en esos sueños, así es que seguramente habrá solamente uno en el que el cerdo estará metiendo su garra blanca, sin pelo, llena de anillos, entre los muslos de la niña morena.

*

La describí, aquí mismo, con palabras, ayer, nada más despertarme. Su cuerpo, todo. Letra por letra. Al hacerlo ella se convirtió en otra cosa (en su cuerpo) y yo me convertí en algo mucho peor de lo que soy, y todo entre los dos se ensució. Mientras picaba unos pepinos cultivados en las fértiles tierras de la vieja república, impecables, me corté los dedos índice y corazón de la mano izquierda. Un tajo largo, ancho, perpendicular. Me quedé muchos minutos mirando esa sangre tan líquida saliendo de la carne abierta y cayendo sobre la tabla, mezclándose con el agua y el jugo de los pepinos, dibujando curvas en movimiento como si fuera un reptil vivo.

Después lavé la herida, hasta el fondo, desinfectándola, y dejé los dedos vendados y muy apretados. Boté toda la comida en una bolsa y bajé la bolsa al vertedero del andén.

*

Es su padre. El gordo sí es su padre, no lo he imaginado. Y los otros dos sus hermanos. Me lo dijo la rumana desdentada de la tienda de comida sin que yo se lo preguntara. Me dijo también que son paraguayos (de un país llamado Paraguay, en Sudamérica) y que nadie sabe a qué se dedican y que escupen en la calle y que había tenido que quitarle al más joven una lata de atún y otra de tomates picantes que quería robarse.

Me dijo también que son todos iguales, los sudamericanos. No tiene derecho a decirlo ella, que es rumana y habla como habla, aunque tenga razón. Pero yo no nací ayer y no le creo. No son sudamericanos. No se llamaría Irina, si fueran sudamericanos. No tendrían cara de gitanos ni de árabes ni de presos orientales, sino de indígenas sudamericanos o de españoles.

Después de las aclaraciones no pedidas pensé que no debería comprarle más comida a la rumana. Pero no hay más tiendas, en diez cuadras a la redonda. Solamente esos otros mercados, oscuros, infestados de orientales, olorosos a curry y a canela, llenos de plástico chino y de ropa barata y de latas vencidas y vegetales podridos.

Estuve a punto de gritárselo en la cara y lo hice, pero en mi cabeza: que se callara de una vez por todas, que su antro no olía mucho mejor, que la luz de los pocos ciudadanos que todavía entrábamos no era suficiente para limpiar la sucia oscuridad de los orientales. Pero ella huele a ajos y tuve que respirar por la boca cuando abrió la suya, con tres dientes de caballo, cuando se acercó mucho a mi cara y me guiñó el ojo diciéndome: “Irina es una joven muy simpática, pero eso ya lo habrás notado.”

No merezco esta calle, ni este barrio, ni esta ciudad enferma y con las piernas siempre abiertas.

*

Volví a soñar con la mano áspera de ese criminal analfabeto abriéndose paso, como un reptil musculoso, ombligo abajo, muy rápido, hasta las sombras que hay en las bragas de Irina, como si quisiera apretar a un pajarito que está ahí escondido. Me desperté con mucha sed y de camino al baño tuve que detenerme y me quedé hasta la madrugada mirando las ventanas completamente oscuras de su apartamento.

*

Suena otra vez el teléfono.

Esta vez una empresa nacional quiere traducir toda la publicidad y los folletos para una marca mundial de estilográficas de lujo. Plumas de oro y maderas raras y piedras brillantes, que venderán a cientos o miles de euros cada una. No me gusta el lujo, no pienso arrodillarme ante el lujo. Digo que no y me siento muy bien.

Hace seis años y diecisiete días que no uso el internet.

El internet es el basurero del mundo y no me gusta escarbar en la basura.

Quienes quieran mis traducciones, que llamen, una sola vez.

Y si no tienen pereza, que manden también una carta.

*

Me gustan los objetos, el peso real de la materia, los contornos definidos que separan todo lo que existe del vacío. Los pimentones que me ha vendido la rumana tienen tamaños distintos, hay tres rojos, tres amarillos y tres verdes. Uno tiene un hueco minúsculo por el que debe haber entrado un insecto o un gusano que me espera. Tendré que salir para devolvérselos.

*

Han estado toda la tarde sentados a la mesa, el viejo y los dos vástagos de la Rue C, los hermanos de Irina (en mis ojos, en los binoculares del cajón oscuro, que huelen a cuero mal curtido). Han estado fumando cigarrillos baratos, tomando un líquido blanco que debe ser un anisado pobre o un aguardiente mucho peor.

El viejo ha hablado poco, los ha escuchado, con gesto aburrido, y solo se ha movido para agarrar la muñeca de uno de los vástagos, que pretendía hacerse con algo parecido a una factura (los lentes de los binoculares acercan pero no pueden vencer la penumbra llena del polvo suspendido en esa pocilga).

Mientras los hombres hablan, Irina limpia el mesón de esa cocina abierta, a sus espaldas, sin mostrarles la cara pero sintiendo los ojos de perros recorriéndole el cuerpo, aburridos, distraídos, como si fuera inevitable.

Se va a dormir antes de que el viejo se ponga de pie.

La imagino cerrando la puerta con seguro, dentro de una habitación que debe ser minúscula.

La imagino también quitándose la blusa sin mangas, mirándose el ombligo y los hombros en un espejo sucio.

*

Me he lavado los dientes hasta sacarme sangre y después he hecho buches con jabón y después con alcohol. He estado a punto de darme por vencido, de pensar en ella, en todo lo que es, en todo lo demás: a punto de definir otra vez su cuerpo entero.

He podido evitarlo.

Sin darme golpes.

Han sido suficientes los movimientos del brazo y de la mano y del cepillo de dientes al final del brazo y de la mano, dentro de mi boca. Y el sabor y el dolor en esta boca.

Y ha servido también el diario, claro, describiéndolo todo.

*

Sueño con ella. En el sueño sus tetas, que nunca veré, son grandes, obscenas, demasiado blancas. Me dan asco pero ella me hace tocarlas con la mano abierta, me fuerza, mirándome a los ojos con los suyos siempre serios, y cuando por fin toco y regreso a su cara, me doy cuenta de que tiene las cuencas de los ojos vacías.

Me despierto sin hambre y me pongo a la tarea de traducir las instrucciones de uso de veinte productos comercializados por una distribuidora nórdica de partes mecánicas que me mandó una carta ayer. La noticia de mis precios bajísimos se sigue esparciendo como la hiedra.

Subo el volumen de las distorsiones en el radio mal sintonizado de la sala. Miro las imágenes de alta definición de bujías perfectas y pernos y tubos brillantes. Consiguen desplazar por unas horas el olor acre de las pesadillas.

Antonio Ungar, Colombia, 1974. Foto: Especial

Antonio Ungar (Bogotá, 1974). Escribe cuentos, crónicas y novelas. Sus relatos han sido publicados en más de veinticinco antologías en diez lenguas y están reunidos en el volumen Trece circos y otros cuentos comunes. Sus crónicas aparecen regularmente en revistas en Alemania, Holanda y Estados Unidos  y en Colombia fueron premiadas en 2005 con el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Es autor de los libros Zanahorias voladoras (2003), Las orejas del lobo(2005) y Tres ataúdes blancos, que ganó el Premio Herralde de Novela en 2010, fue finalista del Premio Rómulo Gallegos en 2011, ha sido traducido a siete idiomas y está en proceso de ser adaptado al cine