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“La corrupción representa el realismo trágico de América Latina”, señala Alberto Salcedo

viernes, mayo 24th, 2019

En el libro Perdimos. ¿Quién gana la Copa América de la Corrupción?, los coautores narran historias de corrupción de sus países de origen.

Por Luis Velandia Pérez

Bogotá, 24 de mayo (EFE).- La idiosincrasia latinoamericana, magistralmente retratada en la literatura del realismo mágico, tiene también su lado oscuro, el “realismo trágico” de la corrupción, opina el cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos, agudo observador de la realidad cotidiana.

“Yo lo ubicaría en el realismo trágico, porque la corrupción está más emparentada con nuestras desgracias que con nuestro folclor”, dice en una entrevista con Efe Salcedo Ramos al comentar el libro Perdimos. ¿Quién gana la Copa América de la Corrupción?, escrito junto a otros 19 autores latinoamericanos.

En el libro, editado por Planeta, Ramos (Barranquilla, 1963) y los demás coautores narran historias de corrupción de sus países de origen.

“El verdadero motor de las democracias latinoamericanas es la corrupción, es lo que permite la gobernabilidad (…) así que como dice un dicho mexicano: ‘quien no transa no avanza'”, afirma.

El cronista y periodista agrega: “En América Latina (esa idea) se aplica al pie de la letra, incluso diría que esa frase podría estar en cualquiera de los escudos de los países”.

El libro, editado por los escritores argentinos Diego Fonseca y Martín Caparrós, pretende hacer un recorrido por uno de los grandes problemas de América Latina a lo largo de 328 páginas y dar una mirada sobre esos “vasos comunicantes en la corrupción” de todos los países.

“En este momento el libro es más necesario. Yo creo que en el caso colombiano se ha visto que el conflicto armado funcionó durante muchos años como una cortina perfecta para tapar el gran problema de la corrupción”, añade Salcedo Ramos.

A pesar de ello, se niega a pensar que la corrupción es inherente al ser humano porque, con ella, como menciona el título del libro, “todos perdemos”, y lo único que está por verse es quién gana con el fenómeno.

Salcedo Ramos, ganador del Premio Ortega y Gasset en 2013, considera que en algunos “pequeños detalles” es donde se reconoce que “no tenemos remedio” como sociedad.

“Cada vez que tú vayas a una papelería colombiana a sacar una fotocopia y veas que la grapadora está sujetada a un clavo a través de una gruesa cadena y que el bolígrafo también está sujetado, no pierdas de vista que esos dos detalles, aparentemente anecdóticos, en realidad son expresiones visibles de nuestra derrota como país, de nuestro fracaso como país”, ejemplifica.

El cronista, autor de varios libros de literatura de no ficción como La eterna parranda, El oro y la oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé y De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho, cree que el papel del periodismo frente al poder debe ser de “veeduría” y “control”.

Por ello afirma que se ha “frivolizado” y “banalizado” el periodismo en los últimos tiempos y que “ha caído muy bajo”.

“Los medios tienen que profundizar y llegar allá donde no llega ninguna red social. Y no tenerle miedo a ser de nicho, yo no creo que haya que seguir pensando en medios que sean para todo el mundo, yo creo que cada medio debe escoger a qué tipo de lector quiere merecerse”, manifiesta.

Para Salcedo Ramos, que es maestro de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), el oficio “lo pone a uno en un escenario en el que necesariamente tiene que ponerse en los zapatos del otro” y, al igual que la literatura, tiene el poder de poner “espejos” frente a las personas para que se puedan ver.

“Los escritores de ficción hacen su trabajo con mucha frecuencia frente al espejo y los de no ficción hacen su trabajo saltando por la ventana y ocupándose de los que están allí afuera, eso me gusta de mi trabajo (…) acordándome de que yo no soy el único ser vivo de esta tierra, de que hay más gente allá afuera”, afirma.

El nuevo periodismo ha encontrado en los libros su refugio para seguir contando historias, como la de la llamada “bonanza marimbera” (1976-1985), sobre el origen del narcotráfico en el país que lo empujó a investigar en la desértica región de La Guajira colombiana, fronteriza con Venezuela, y que contará en su próximo libro.

“Yo creo que ese periodismo ha ido mutando hacia los libros, porque en los medios clásicos ya no está encontrando espacio, entonces hemos vuelto a algo que nos ha caracterizado durante gran parte de nuestra historia, el exilio”, dice.

Y es por eso que, para Salcedo Ramos, “el periodismo narrativo encuentra su espacio en el exilio. Los libros, creo yo, son un feliz exilio”.

Tiembla, el libro de Diego Fonseca que retrata 35 miradas del sismo que sacudió a México hace un año

miércoles, septiembre 19th, 2018

La antología no es únicamente el testimonio de los habitantes de una zona sísmica, sino de quienes han sentido miedo y se han unido a otros para compartirlo y encararlo.

Por María Teresa Hernández

Ciudad de México, 19 septiembre (AP).— Hay una voz que de tanto en tanto estremece las calles de la Ciudad de México y al propagarse nos recuerda que el peor de nuestros miedos se oculta paciente en el seno de la Tierra.

Hace un año, el 19 de septiembre de 2017, la alerta sísmica se activó en las bocinas de la capital mexicana a la 1:14 de la tarde. La voz masculina que anunciaba el terremoto de 7.1 grados se ahogó en los gritos de quienes corrían despavoridos y a los pocos minutos esos gritos se convirtieron en silencio.

Enmudecer no es inusual después de un trauma. Aquel martes en que los mexicanos recordaban otro sismo de 8.1 grados que destruyó la ciudad exactamente 32 años atrás, en 1985, miles pedían al mismo tiempo que el movimiento cesara, pero la estabilidad del suelo no nos devolvió la calma.

Diez días después, el escritor y editor argentino Diego Fonseca visitó la Ciudad de México y recuerda haberla encontrado en una pausa, “como si el terremoto hubiera acabado con la voz de su multitud bochinchera y encogido los ánimos hasta convertir al Monstruo en un animalito tímido”. La cena que organizó con amigos en el barrio Roma —uno de los más afectados por el desastre que dejó más de 200 muertos— se transformó en catarsis. Al expresar nuestros pesares la tristeza se matiza. La turbación revive, pero uno se siente menos solo al escuchar que el horror fue compartido. Narrar no repara el daño, mas sí ayuda a sanar.

Locatarios de la Zona Rosa, han colocaron diversos letreros en sus comercios para denunciar que hay predios con alto riesgo de colapso debido al sismo de magnitud 7.1 del pasado 19 de septiembre. Foto: Tercero Díaz / Cuartoscuro

Aquella cena fue el preámbulo de un libro que se publicó en marzo y se relanzó este mes por el aniversario del sismo. El origen de Tiembla estuvo en la necesidad de confrontar el vacío que tras la sacudida dejaron los muertos, las fallas del Gobierno y el arrebato de la naturaleza. Después de aquel viaje a esta ciudad rota pero ansiosa de volver a levantarse, Fonseca pidió a 35 autores mexicanos y extranjeros que escribieran qué ocurrió. El resultado no es sólo una antología de publicaciones breves que abarcan crónica, ensayo, reportaje, poesía y fotografía, sino una mirilla a la que cualquier lector podría asomarse para tratar de comprender la intimidad de una catástrofe.

El libro atrapa aquello que rebasa titulares de periódicos y estadísticas gubernamentales. Al inicio del volumen, después de que Fonseca describe ese silencio lastimoso que halló en México durante su viaje, el escritor Luigi Amara se sirve de un juego tipográfico en el que las letras se desordenan para representar el desconcierto que abruma al tratar de comunicarse luego de un terremoto. Sin embargo, la experiencia no es exclusiva de aquel que sobrevive a un sismo: la dificultad de hablar después de un evento traumático que paraliza es tan común y humana como respirar.

Grupos de rescate y voluntarios continúan con las labores de búsqueda de desaparecidos por el terremoto de México. Foto: José Méndez / EFE

Los textos de Tiembla se mueven entre lo general y lo particular. Daniela Rea es una madre con dos hijas que tiene a la más pequeña en una carriola cuando la violencia del vaivén inicia y debe recorrer una ciudad destruida con ella en brazos para buscar a la mayor en el kínder. Carlos Bravo Regidor es un académico que se pregunta cómo una calamidad es digerida por los medios, la política y la opinión pública hasta articular un relato propio a posteriori. Yaiza Santos es una española que vino a “echar raíces en arenas movedizas” y transmite cómo el sentido de pertenencia no se limita a una nacionalidad o certificado de residencia, sino a las alegrías, angustias y memorias que construyes en el sitio que llamas hogar.

Tiembla también recoge nuestros símbolos. Ante unas autoridades que demoran en dar respuesta a la desgracia, la sociedad transforma en heroína a una golden retriever rescatista aunque en los días posteriores al sismo no logró salvar a nadie. Bajo el mismo escenario, las teorías de conspiración afloran: según las entrevistas que recoge una periodista en otro de los relatos, alguien tendría que estar detrás del sufrimiento, saber soluciones que ignoramos, dificultarnos la recuperación de los cuerpos.

La antología no es únicamente el testimonio de los habitantes de una zona sísmica, sino de quienes han sentido miedo y se han unido a otros para compartirlo y encararlo. Es el registro de la frustración que puede despertar un gobierno y del orgullo nacional de quienes son capaces de rescatarse a sí mismos. Es la voz de quien tuvo la suerte de no haber perdido nada y de quien lo perdió todo.

En uno de los textos centrales, Laura García Arroyo escribe que el terremoto casi destruyó su apartamento y las autoridades le dieron 20 minutos para sacar sus pertenencias antes de demoler el edificio. A leer, uno se sume con tristeza en sus zapatos. ¿Veinte minutos? ¿Cómo elegir lo que conservarás para volver a empezar y lo que perderás para siempre? ¿Cuánta vida cabe en bolsas de plástico negro?

Tampoco hay páginas suficientes para acomodar las cicatrices de una ciudad que carga con el recuerdo de dos terremotos en una misma fecha, pero Tiembla —cuyas ganancias por las ventas serán donadas a víctimas del sismo— no es sólo registro sino recordatorio: en México tiembla y volverá a temblar, pero siempre quedará una voz que pueda romper el silencio después de la tragedia.

LECTURAS | Almadía y “Tiembla”, con la voz de 35 autores latinoamericanos

sábado, marzo 31st, 2018

Con la premisa de que leer también es ayudar, Almadía lanza Tiembla, antología donde 35 autores que vivieron de cerca los terremotos acaecidos en septiembre de 2017 en México, participan con crónicas seleccionadas y editadas por Diego Fonseca. Carlos Manuel Álvarez, Lydia Cacho, Alejandro Zambra, Marcela Turati, Cristina Rivera Garza, Juan Villoro, David Miklos y Verónica Gerber Bicecci, entre otros.

Ciudad de México, 31 de marzo (SinEmbargo).- Estos autores narran el devastador acontecimiento que dejó alrededor de 500 muertos, miles de damnificados y daños a numerosos inmuebles. Tiembla además de un interesante ejercicio literario colectivo, es una muestra de solidaridad, pues lo escritores participantes donaron sus trabajos para conformar este libro cuyo cien por ciento de las ganancias se destinará a la campaña de recaudación Tejamos Oaxaca, llevada a cabo por Fondo Ventura, Editorial Almadía y Proveedora Escolar.

Además Francisco Toledo cedió para la portada, los derechos de la obra “Horrible temblor”, Grabado de Posada intervenido por él.

Dicha campaña tiene como fin, ayudar a restablecer los vínculos sociales y culturales de varias comunidades oaxaqueñas afectadas por los sismos, mediante actividades artísticas y donación de materiales y mobiliario a espacios como escuelas, bibliotecas y casas de cultura.

A esta iniciativa se ha sumado la Asociación de Libreros Mexicanos(ALMAC), que comercializará el libro con menos margen del habitual, a fin de que haya mayores beneficios para la campaña de recaudación. Entre las librerías que apoyarán la causa se encuentran Librerías Gandhi, Librería Porrúa, Educal y Librerías Gonvill.

Diego Fonseca, el coordinador de Tiembla, publica en diversos medios internacionales, apunta sobre el libro que “en esos instantes en que la Tierra se sacude, toda percepción de solidez y seguridad desaparece y de golpe se revela la conciencia plena de nuestra realidad”.

Además de su valor literario, el compilador apunta la utilidad de este volumen: “es un documento necesario para que el paso del tiempo no desaparezca este episodio revelador y que no olvidemos que podemos ser una sociedad mejor, más ciudadana, solidaria y participativa”.

Tiembla, un ejercicio coordinado por Diego Fonseca. Foto: Especial

Prólogo de Diego Fonseca, publicado con autorización de Almadía

Ruido: silencio

Estaba escrito que debería ser leal a la pesadilla que había elegido. Conrad, El corazón de las tinieblas

Todo desastre tiene un sonido que lo marca. Pregunten. Antes, es el ruido de la cotidianidad –autos que van, risas de parque infantil, gorjeos–; durante, desatan su propia banda sonora –un rugido, un viento que argumenta, algo que se quiebra–; pero un tiempo después de sucedido, y justo antes de que vuelva alguna vaga idea de normalidad con sus ruidos, domina el silencio.

Los testigos de Fukushima dicen que una mudez definitiva se instaló en el aire justo antes del tsunami que se tragó a la planta nuclear en 2011. El mismo silencio cubrió la costa largo rato después del desastre. Chernobyl quedó condenada a un silencio mortuorio que dura hasta hoy. Hiroshima se apagó sin sirenas de alerta. He sentido un extraño hueco, como si los ruidos quedasen envasados fuera, en el Ground Zero Memorial de Nueva York. El mismo estado de suspensión parece dominar los cubos grises del Museo del Holocausto en Berlín, donde sólo se rompe el silencio si uno se anima a caminar sobre las máscaras de metal apiladas en un pasillo lúgubre.

El estado de shock que provocan las crisis puede incluir el grito histérico y el llanto inagotable, pero también un inevitable, desolador, increíble silencio, y algo de él ha de proyectarse cuando los contemplamos. Volví a Ciudad de México diez días después del Gran Temblor de la Chingada. Y apenas pisé las calles noté una ciudad en pausa. Como si el terremoto hubiera acabado con la voz de su multitud bochinchera y encogido los ánimos hasta convertir al Monstruo en un animalito tímido, metido para adentro. Tembloroso.

Cité a algunos amigos a cenar en la Roma, a unas pocas calles de Álvaro Obregón 286. Era un plan con todas las intenciones: suponía que, poniéndonos cerca, enfrentando una parte de la ciudad que había colapsado, algo podría ser conjurado. El miedo, la angustia o quién sabe, el silencio que atoraba en la garganta llanto y palabras.

La conversación en el restaurante comenzó con morosidad, como si todos estuviéramos envueltos por el aura negra de los sepelios. Aquí el sepelio era comunal, innombrado, uno donde se mezclaban las vidas de las gentes –que algunos vieron irse– y la muerte de un sentimiento colectivo de comodidad, donde todo lo conocido había desaparecido.

A medida que avanzó la charla, algo del conjuro de la tristeza se disipó. Mis amigos son mal hablados y putear es un buen modo de perderle el respeto a la muerte, así que unos y otros fueron de a poco dándole palos al miedo, contaron su cagazo, cómo se llenaron de mierda, del horror de que la puta vida se les fuera en un hálito, del susto de la chingada, pinche terremoto del carajo.

Pero no abatieron la postración hasta que empezaron a hablar de los sonidos del terremoto. Yo creo recordar que dije aquello del silencio que precedió a Fukushima, pero estoy seguro de que alguien contó que aquí la Tierra no avisó callando a los pájaros y a los perros. Apenas se desató el Gran Temblor de la Chingada, contaron, hubo una banda sonora única: la ciudad rugía.

Diego Fonseca, periodista argentino, coordinador del libro. Foto: efe

Los edificios se quejaban y no había casa que no pareciera a punto de partirse en seco, me dijo Wil. Edurne me contó que las personas lloraban en pánico con los ojos abiertos, pero como si fueran ciegas pues parecían no poder ver nada más que la desesperación colgando en el aire. Camilo insultó, colombianísimamente, al hijueputa planeta durante cinco minutos, inmóvil en medio de una calle. Apenas terminó el bruto sacudón, los gritos de los primeros rescatistas voluntarios llenaron el ambiente: Juan Manuel, que había ido hasta un lugar como reportero, vio la desesperación en las caras de los vivos y una calma horrenda en la de los muertos. Jacob nunca había visto tanta solidaridad mezclarse tan pronto con el horror inmediato.

Las alarmas se dispararon. El desespero era agobio acá e histeria allá. Luego se alzaron los puños –otra vez un silencio, de otro tipo– y las voces de las familias y medio país comenzaron a hacerse notar en las televisiones y las redes. El gobierno habló, pero tenía una voz apocada, y más que mando y autoridad, parecía actuar un susurro culposo, ahogado por la vocinglería de los enojos.

Ruido y silencio son intercambiables. Quienes rescataban pedían silencio para escuchar ruidos. Cualquier sonido significaba vida; el silencio era el mensaje de los muertos a los vivos. Para los que sobrevivieron, en cambio, el silencio final, el de la conversación íntima, llegaría recién cuando ya no quedaron réplicas, vivos por hallar, cuerpos que recoger. Allí el silencio fue el mensaje de los vivos a sus muertos.

* * *

Los terremotos son catástrofes naturales pero también son fenómenos políticos. Todos hablamos del Gran Temblor de la Chingada de Ciudad de México, pero pocos lo hacen –y yo casi no– del Gran Temblor de la Chingada de Oaxaca el 7 de septiembre. O de cómo fue otro Gran Temblor de la Chingada en Morelos. Y cómo, también, se sintió chingadamente de la chingada el sismo en Chiapas. El municipio de Juchitán de Zaragoza quedó reducido a una masa de hierros retorcidos, tambores de lata aplastados, madera despedazada y escombros y más escombros apilados en un foso. ¿Quién disputará a los setenta mil juchitecos que la chingada no estaba allí para llevárselos a todos a inicios de septiembre?

De Axochiapan, donde se registró el epicentro del sismo del 19 que golpeó a cdmx, no sabemos más que la información básica y, esto es, que allí se registró el epicentro del sismo del 19 que etcétera. O ni eso, porque mientras el Servicio Sismológico de México dijo al inicio que Axochiapan fue el epicentro del sismo del 19 que etcétera, su par de Estados Unidos lo corrió unos metros: el epicentro del sismo del 19 que etcétera, dijo, estuvo en San Felipe de Ayutla. Da igual: en Axochiapan viven treinta mil almas y hay apenas tres mil en San Felipe de Ayutla. Para el mundo no existen. De modo que a la prensa le ha resultado más sencillo correr el cursor y colocar el epicentro del sismo del 19 que etcétera directamente en Puebla, a secas.

Las cosas suceden a tanta velocidad hoy que ni el desastre da privilegios. Doce días después de que el 7 de septiembre el sur de México temblase como flan, la grieta que corta una porción de Ciudad de México hundió a los demás temblores en un olvido lento. Hubo que hacer esfuerzo –debo hacer esfuerzo– para recordar que a inicios de septiembre había gente aplastada, patrimonios perdidos y futuros jodidos para cientos de miles de mexicanos en el sur del país. Bastó que se jodiera el Monstruo para que el Gran Temblor de la Chingada cambiase de domicilio y quedase apropiado por la capital.

Soy un producto político: sé dónde está el poder. Y esos pequeños lugares son productos políticos: saben dónde está el poder. Un pueblo chico es un pueblo que quedó fuera del mentado tren de la historia. Un estado más o menos pobre al sur no es la capital macrocefálica de una nación. Ciudad de México es una metrópolis global, conocida en las calles de Moscú y en las chabolas de Johannesburgo. Oaxaca y Chiapas suenan a destino exótico para el oído de los turistas indigenistas y biempensantes del Primer Mundo. San Felipe de Ayutla podría ser una iglesia para un lector confundido. La pobre Axochiapan no suena a mucho más que a medicamento para la tos.

Por eso el Gran Temblor de la Chingada será recordado siempre el 19 y no el 7: porque Oaxaca y Chiapas y Morelos y Puebla se parten a menudo, por la Tierra o por los hombres, pero es demasiada poca cosa comparada con El Monstruo. El trazo genérico, grosso modo, que se hace el ciudadano promedio, tiene esa brutalidad tosca. Oaxaca es más o menos pobre, Morelos es más o menos pobre, mientras que cdmx es rica. En Puebla hay gente que va a misa, cdmx es territorio de mirreyes que hacen pilates. Chiapas es casi Guatemala, cdmx es México.

La Tierra puede reclamar a cualquiera –tan perfecto su crimen–, pero cuando retumba bajo los pies de los pobres puede matar con mayor seguridad o condenarte a una existencia todavía más pobre si sobrevives. Como Chiapas es esa condición que nadie quiere tener –miserable–, su Gran Temblor de la Chingada es menos Gran Temblor de la Chingada que la urbe que reclama la fama y la gloria mientras exista humanidad. Oaxaca queda demasiado lejos de Antara Polanco, toma demasiadas horas llegar. Morelos es el México de siempre, de algún modo: el que está con los pies en la tierra. San Felipe de Ayutla es un cartel en una carretera que no vas a ver si pasas con el auto a ciento treinta por hora. Ciudad de México es el Olimpo donde una casta superestructural de poderosos vive en un Olimpo autorregulado, a doscientos metros por encima del suelo, desde donde mira a sus ciudadanos con desprecio cínico.

¿Quién puede ocuparse de Oaxaca, Chiapas y Axochiapan y sus Temblorcitos de la Chingadita cuando todos los focos del mundo pueden llegar más fácil a la famosa Tenochitlan y declarar el suyo como el único, el verdadero, el famoso Gran Temblor de la Chingada?

Yo lo hice. El Gran Temblor de la Chingada de Ciudad de México me llegó de inmediato. De Oaxaca y Chiapas supe de casualidad. No supe qué carajos era San Felipe de Ayutla hasta que San Google me respondió.

* * *

Dos días antes de aquella cena con amigos, había llegado a la ciudad y por las calles del centro, de Santa Fe, en la Condesa y Polanco, por el sur, ya cerca de Tlalpan, y en mi vieja Cuauhtémoc, la ciudad vivía envasada en una burbuja inusual. Tal vez fuera yo, pero no estaban los claxonazos con que los coches debaten las reglas de tráfico, los policías de tránsito no desordenaban más el desorden natural de la ciudad hablando a través de sus silbatos. De los restaurantes habían desaparecido los guitarristas vocacionales. No vi uno solo de esos insoportables organilleros vestidos con uniforme de guardia de zoológico. Se habían esfumado los cantores románticos. Ni una vez escuché el gaaaaaaaaaas ni a la chica que compraba colchones tambores refrigeradores estufas lavadoras microondas o algo de fierro viejo que venda.

¿Cómo se calla a una ciudad tejida para hacer ruido? En esos días supe, como otros antes, que la idea de la muerte –la que sucedió, vivida; la vigilia por la que puede suceder– se basta para dejarnos sin ánima. Dejamos de vivir en el ruido de afuera y nos metemos en el silencio del diálogo interior.

Durante esos días me dediqué a contemplar la mudez melancólica de la gente. Es un asunto de impresiones y no de ciencias, pero juraría que todos caminaban varios segundos más lento. Había cabezas gachas, tal vez algunas altivas, pero la mayoría no tenía los ojos abiertos: miraban más allá o más acá de algo, en un punto indeterminado pero fijo que más se parecía a una idea colgada del aire que a contemplar la aparición de un santo o el hallazgo de un milagro. No tengo encuesta que garantice la precisión de mi mirada, pero tengo la certeza de que los habitantes de Ciudad de México entraron en un diálogo personal con su propio destino.

Un terremoto es fortuito, el momento en que la naturaleza nos muestra cuán azarosos e inevitables son sus actos y cuán precaria es nuestra capacidad de evitarlos. Aquí mata más la mano del hombre –el narco, una guerra– que el planeta, pero al hombre podremos combatirlo con leyes o soldados mientras que la Tierra será siempre incontenible, la perfecta criminal, incapaz de ser modelada por una moral.

México vive montado sobre un territorio algo cimarrón. Por las costillas y el costado del país corre una falla, debajo de la capital se estira un tajo-herida-rotura y un lago rellenado que parece hielo blando. Hay un desierto criminal al norte y un collar de volcanes al occidente que la mañana menos pensada puede vomitar los intestinos del planeta sobre ciudades pobladas por millones. Y sin embargo, parece haber algo innato en la necesidad del hombre por desafiar los imposibles.

Ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente, escribió La Rochefoucauld. Pero sugiero que los habitantes de este desquicio de ciudad –¿de país?– se enfrentaron, treinta y dos años después, con la certidumbre de que ellos tienen decidido vivir encima de la muerte. Cualquier día a cualquier hora, la Tierra se encabrita porque es hora y medio México queda encerrado en el globo de silencio que precede y sucede a un temblor.

Y sin embargo, nadie se mueve mucho. ¿Han visto masivas mudanzas, por millones? No es privativo de México. Las personas vuelven a los lugares de donde la naturaleza se empeña en recordarles que no son tan bienvenidas. El Vesubio sigue rodeado de italianos protestones. Si alguna vez sucede The Big One en California, treinta millones de personas y una gruesa lonja de Estados Unidos acabarán bajo el Pacífico porque se coyuntaron varias fallas y una enorme presión subterránea. ¿Qué puede hacer quien vive en una isla proclive a ser barrida por tsunamis? ¿Mudarse cien metros más adentro para morir más tarde?

Hay una suerte de encabronada resignación o tozudez irremediable en quien acepta el sino de vivir en un mano a mano con la naturaleza cuando su única oportunidad de ganar es producto del azar. La Tierra temblará otra vez y si no has tenido buenos ingenieros para construir lo que te sostiene los pies, serás abono del limo subterráneo por no moverte. Y la gente no se mueve –no nos movemos. Se jode el piso y clavan la mirada en el piso, entristecen el ceño y vuelven, otra vez, a entregarse a un silencio existencial donde las preguntas de quién soy y para qué vine se sostendrán hasta que irrumpa la única, la mayor: y qué pasa si otra vez pasa –tiembla–, mañana, esta tarde, ahora.

* * *

En Et la vie continue, Kiarostami conduce a un viejo cansino hasta su villa en un auto destartalado. El hombre lleva con elegancia un traje gastado de pantalón y chaleco, quizás el único que posea. Cuando llegan, Kiarostami pide al viejo algo de agua para su hijo. La villa no es más que una aglomeración de restos de un antiguo caserío habitable en alguna parte de Irán. Un terremoto arrasó con las casas de adobe arenoso. Lo que quedó de ellas son unas medias paredes de las que sobresalen unos ladrillos como dientes torcidos y unos techos tan desgarrados que parecen jalados por las garras de un dios furioso.

El viejo vive ahí, no en la mejor casa –un desecho como todos, pero con terraza– sino en una de dos plantas tan despintada que, como las demás, sugiere que el pueblo nada más emergió del polvo yermo y que el terremoto en realidad no destruyó nada sino que reclamó lo que ya pertenecía a la tierra.

Hay terreno fértil unos metros más allá y tal vez otros palmos igual de arenosos, si es por gusto, unas millas más arriba, pero al viejo le dejaron esa casa, y en esa casa se quedará. No se moverá de la ruina en la que vive ni del suelo que la agita. Es de ese lugar. Por todo, a pesar de todo y contra todo, allí pertenece. A ese suelo, al silencio que lo rodea y los ruidos que lo rompen.

Pensé en él cuando veía a los habitantes de la Roma y la Condesa barrer sus aceras u ordenar las sillas de las salas para empezar otra mañana varios días después del Gran Temblor de la Chingada. ¿Por qué quien vive en el Monstruo decide quedarse en el Monstruo? ¿Por qué quienes viven en esos pisos de cristalería frágil vuelven a montarse en ellos, a encajarse entre esos muros, para que –hoy, mañana, en treinta y dos años– se les quiebren los techos y los cielos encima?

No estoy seguro de que, como al viejo del traje gastado de Kiarostami, la tierra les pertenezca ni que ellos sean hijos de esos polvos. Tampoco que quienes eligen volver a vivir en ese tajo-herida-rotura que cruza la Ciudad de México o la espalda volcánica del Pacífico –como si una Gran Serpiente habitase bajo el vientre de este país buscando alguna retorcida revancha– estén allí por algún pulso irracional, un pretendido y tonto juego de mártires contra las costuras invencibles del planeta.

Supongo que algunos no podrán marcharse, pero también sospecho que muchos se quedan por elección. Algunos temen más la hipoteca que un sismo. Pero otros parecieran elegir mirar feo el azar natural y los hados. En ellos, donde antes había un deseo ahora habrá enojo. Donde antes hubo elección tal vez ahora deba primar la determinación. No es heroísmo; quizá sí terquedad. ¿Quién, si puede, si no está atado por esos determinismos de pueblo milenario –o por los determinismos de los pueblos nuevos, como una deuda–, elige quedarse para que su casa sea su tumba futura?

Todos ellos se someterán a la experiencia del silencio posible cada vez que la Tierra, que aquí es el lomo de un cimarrón muy bronco, corcovee. Se partirán los suelos, desesperarán –y volverán a remover el polvo, enderezar los cuadros y levantar las sillas de los pisos a esperar el próximo paroxismo del subsuelo. Amor fati.

Este libro pretende conjurar de algún modo ese silencio, y los futuros: pensar el desastre, sus consecuencias. Ensayar sobre qué permanece constante aun cuando el piso se estremezca interminablemente como un bowl de gelatina. Cada autor debía trabajar sobre una idea: silencio, miedo, trauma, solidaridad, Fridas, conspiraciones, autoridad, futuros… Y cada idea debía tener un enfoque, en lo posible, distinto. Que cada aproximación permitiese mirar el sismo como un mapa único. La segunda idea fue amplitud. Ciudad de México es una urbe que pertenece al mundo, ya no a los mexicanos. Por ende, extranjeros y locales debían contar el Monstruo por su conexión con él. Todos quienes escriben aquí viven, vivimos o viviremos en este maravillosamente desastroso –y viceversa– suflé de ciudad. La mayoría optó por textos nuevos, y en casi todos esos casos la decisión parece haber operado de modo balsámico: mataron fantasmas, resolvieron un pedacito del dolor, abanicar el miedo otro poco más.

Los demonios siempre prosperan en el silencio, y una manera de acabar con ellos es la conversación, el murmullo en el ruido. Este libro es un somero –muy somero– aporte a la necesidad imperiosa de ver qué podemos –humanamente– hacer ante la determinación incontrolable de la naturaleza. Y eso nunca es poco: la Tierra podrá temblar, pero está en los humanos –sociedades, gobiernos, individuos– resolver qué hacemos antes y después de sus tremores. Amor fati.

* * *

En esa cena con Wil, Camilo, Edurne, Juan Manuel y Jacob, diez días después del desastre del Gran Temblor de la Chingada, el vino y el mezcal abrieron las bocas de a poco. Subimos algo las voces pero el clima general en la calle, donde hasta los autos rodaban con sordina, era el apocamiento, no funerario sino existencial. Hablar salva. En medio de esa charla sólo una vez, sobre la medianoche, se rompió la letanía de las voces. Un niño pasó, vendía dulces y cigarros con su madre: ella o él echaron una broma pero fue el chiquillo –cuatro, cinco, siete años– quien cortó el aire parco que respirábamos con una carcajada. Breve, alta, cristalina: viva. Podría resultar banal y tópico adjudicar a la inocencia o a la inconciencia la llave para acabar con el miedo silencioso al destino, pero es posible que sean esas dos condiciones las que siguen arrastrando a millones a poner sus pies –y sus vidas– sobre la espalda frágil de un país.

 

Tiembla, el libro en el que 35 autores hacen un “relato colectivo” de los sismos en México

domingo, marzo 25th, 2018

El libro incluye textos de Marcela Turati, Juan Villoro, Martín Solares y Cristina Rivera Garza y tiene el objetivo de dar una primera aproximación al significado social, político y económico que tienen los sismos, señala el recopilador de la obra, Diego Fonseca.

Por Isabel Reviejo

México, 25 de marzo (EFE).- Las historias ocultas debajo de los escombros, el morbo de los medios de comunicación, la inevitable comparación con el terremoto de 1985: el libro Tiembla recopila la mirada y las reflexiones de 35 autores sobre los sismos que azotaron México el pasado septiembre, para “reconstruir un relato colectivo”.

“Si la Historia con mayúscula es un proceso de relatos en pugna permanente, creo que la sociedad mexicana tiene el derecho de construir su discurso propio”, afirma en una entrevista con Efe el periodista Diego Fonseca, quien recopiló los textos de los 35 autores.

Lo dice la escritora Brenda Lozano en su crónica “Camuflaje”: “El terremoto es una acción breve compuesta por múltiples historias largas”.

Y Fonseca, en este sentido, coincide: un temblor no es un relato único, sino la complejidad de las historias fragmentadas.

Lo que busca Tiembla, en el que participan figuras como Juan Villoro, Martín Solares, Marcela Turati y Cristina Rivera Garza, es “empezar a poner un cierto orden, una primera mirada o aproximación al significado social y político, económico, que tienen los sismos”, apunta.

Cuando llegó a la capital tras el terremoto del 19 de septiembre -que vino antecedido por el del día 7 de ese mismo mes, que golpeó el sur del país-, al periodista argentino le sorprendió el silencio que reinaba en esa ciudad en la que vivió seis años y que recordaba como “bullanguera”.

“Creí que había una oportunidad de empezar a construir la narración del postsilencio”, argumenta.

Para algunos de los autores que sufrieron en propia carne los efectos devastadores de los sismos -que dejaron en conjunto 471 fallecidos en el país-, no fue fácil empezar a escribir, pero cuando comenzaron “se dieron cuenta de que necesitaban hacerlo”, porque no habían tenido tiempo anteriormente de pensar y ordenar sus ideas.

Fue un momento de “catarsis”, relata Fonseca, quien agrega que “el ejercicio de introspección es siempre un ejercicio de derrumbamiento personal”.

El libro, cuyos fondos recaudados irán destinados a la iniciativa Tejamos Oaxaca para la reconstrucción en este estado sureño, también ha desencadenado un “ejercicio colectivo de apapachamiento (cariño)”.

El periodista destaca que algunas personas que han leído el libro se han reconocido en los textos de los autores y se han lanzado a escribir su propia historia: “Es fascinante y a la vez doloroso ver cómo una palabra puede movilizar, ahí es cuando el libro cumple su cometido de reconstruir el relato colectivo”.

“Yo creo mucho en las palabras de (el filósofo Ludwig) Wittgenstein que dicen que el lenguaje crea la realidad; me da la impresión de que un diálogo abierto a partir de un libro es un modo de reconstruir la realidad, de apropiarte del relato de lo que ha sucedido”, abunda Fonseca.

Asimismo, Tiembla es una oportunidad para reflexionar sobre cómo los medios utilizaron el morbo para atraer audiencia -como en el caso de la niña Frida Sofía, de la que se decía que estaba atrapada en un colegio colapsado y resultó ser una invención- y cómo dieron prioridad a la información después de producirse el temblor.

El sismo del 19 de septiembre “arrinconó” los relatos de las áreas afectadas por el terremoto del día 7, y a su vez, y dentro de la misma Ciudad de México hubo zonas que quedaron fuera del foco mediático, en beneficio de los barrios de clase media-alta afectados.

Fonseca asegura que la capital, al ser un centro de poder, tuvo la capacidad de “aspirar la realidad y centrarla”.

“Nos debemos una autocrítica respecto a cómo respondemos ante situaciones de emergencia, o cómo en general, en términos más amplios, contribuimos a la configuración de ciertas formas de construcción del poder”, afirma el periodista.

“El Chapo” buscó a extranjeros para su biografía, y al menos tres narradores dijeron no

martes, enero 19th, 2016

Con Gerardo Reyes, director de la Unidad Investigadora de Univision Network, son tres los narradores extranjeros que revelan cómo fueron contactados por gente cercana a “El Chapo”. Ahora se sabe que sólo un actor, Sean Penn, aceptó las condiciones impuestas por el capo: que se contara sólo lo que él quería.

Los tres periodistas, en imágenes de sus cuentas de Twitter. Le dijeron no a “El Chapo”

Los tres periodistas, en imágenes de sus cuentas de Twitter. Le dijeron no a “El Chapo”

Ciudad de México, 19 de enero (SinEmbargo).– Gerardo Reyes, un reconocido y premiado periodista de Univisión, también fue invitado a entrevistar a Joaquín Archivaldo Guzmán Loera. También le impusieron condiciones, entre ellas que “El Chapo” revisaría su material. Y también, como lo hicieron otros periodistas, dijo que no.

Al menos dos periodistas y un narrador más, todos ellos extranjeros, dijeron no a las personas cercanas a Guzmán Loera. Uno es un periodista de The New Yorker; otro, un editor y escritor argentino. En cambio, el actor Sean Penn, que defiende un supuesto rol de periodista, dijo sí y accedió a que le revisaran el texto que publicó en Rolling Stone.

“Al aceptar nuestra petición de entrevista, Guzmán hizo una petición: todo lo que iba a difundirse debía ser aprobado por él”, cuenta Reyes, director de la Unidad Investigadora de Univision Network, en un texto publicado hoy en The Washington Post.

“En una sala de juntas de la Redacción de Univision en Miami, me reuní con el vicepresidente de la red de noticias, Daniel Coronell, un veterano periodista de investigación que agudizó sus instintos de reportero en los días más oscuros del reinado de Pablo Escobar en Colombia. Discutimos la oferta de Guzmán. Univision había estado siguiendo la historia de Guzmán durante mucho tiempo, y ahora por fin tenía la oportunidad de escucharla en voz del propio fugitivo”, agrega.

Gerardo Reyes dijo que estuvo a punto de aceptar. Era tentador, confiesa. “A principios de ese año, dos productores, un camarógrafo y yo habíamos ido al corazón del reino de ‘El Chapo’, en la aislada y carente de Ley Sierra Madre, donde la exuberante selva es interrumpida solamente por caminos serpenteantes de tierra y pueblos encaramados”.

“En Miami, hablamos de la oferta de Guzmán y rápidamente llegamos a la conclusión de que no podíamos someter nuestro trabajo a esas revisiones [de ‘El Chapo’] por los mismos entrevistados. Enviamos ese mensaje a Guzmán y, en esencia, se rechazó la entrevista con el más buscado y tal vez más poderoso fugitivo del mundo”.

El periodista cuenta en el Washington Post que en el momento “en que me enteré de la entrevista de Penn, me sentí como si hubiera perdido una larga y agotadora carrera de obstáculos. Pero aún así, nunca me arrepentí de rechazar las condiciones de Guzmán, porque sabía que el capo omitiría tanto, especialmente su papel en la violenta guerra contra las drogas de México”.

En la casa fueron hallados rastros de pólvora en columnas, paredes, techo y puertas. Foto: Francisco Cañedo, SinEmbargo

En el último refugio de “El Chapo” hay rastros de pólvora en columnas, paredes, techo y puertas. Foto: Francisco Cañedo, SinEmbargo

MALDITO SEAN PENN

Diego Fonseca, editor y escritor argentino, cuenta en su artículo –publicado en El País– “Maldito seas, Sean Penn” que cirujano “supuestamente cercano a Joaquín Guzmán me contactó para que escribiera su vida. Todo resultó en nada y ahora Rolling Stone publica una entrevista que le hizo el actor”.

“Desde hace al menos tres años, Joaquín Guzmán Loera buscó que el mundo conociera su historia por propia boca. El año pasado dio una entrevista a Rolling Stone -que se acaba de publicar- y hace pocos días cayó prisionero por la imprudencia de producir una película, su último intento para propagandizarse. Antes, ‘El Chapo’ quiso que alguien escriba la historia de su vida”.

“El libro debía escribirse en condiciones de espanto y absurdo. El inicio de la producción no tenía fecha fija porque dependía de cuándo Guzmán Loera quisiera o pudiera hablar. Cada uno de mis viajes sería a un aeropuerto a determinar, donde sería recogido por un grupo de hombres. No podía llevar teléfono celular ni computadora, el pasaporte quedaría con ellos y viajaría encapuchado a un destino incierto. En ese paraje remoto de México donde mi única compañía serían tipos armados con todo tipo de armas pero ninguna piedad, debería conversar con Guzmán Loera del tema que él quisiera, por el tiempo que fuera necesario y sujeto a su humor de mercurio. Menudo plan: desaparecería de la Tierra sin aviso y volvería a aparecer cuando ‘El Chapo’ lo deseara”, contó en el texto publicado el pasado 11 de enero.

Fonseca concluye: “En libro o película, El Chapo, un pequeño Darth Vader mexicano, confiaba en nuestra avidez y nuestra piedad para hacer, de su historia, la Historia. Como debía ser, vía Sean Penn y Rolling Stone, ‘El Chapo’ se la regaló a Hollywood”. Dijo no.

DVDs de la serie de televisión "La Reina del Sur" protagonizada por Kate del Castillo. Foto: Francisco Cañedo, SinEmbargo

Los DVDs de la serie de televisión “La Reina del Sur”, protagonizada por Kate del Castillo. Foto: Francisco Cañedo, SinEmbargo

…Y EN THE NEW YORKER

“El Chapo” Guzmán, parece, se movió en varias pistas para obtener su libro biográfico. Contactó a un periodista nada menos que de The New Yorker para que se lo escribiera. Quería libro de memorias, de acuerdo con Patrick Radden Keefe.

En 2014, un abogado de la familia Guzmán pidió Keefe, quien en dos ocasiones había escrito un artículo sobre Guzmán, colaborar con el capo en su libro. Keefe dijo que no, por temor a repercusiones legales.

“Yo había escrito dos artículos largos sobre Guzmán y había pasado días entrevistando a ex empleados del Cartel [de Sinaloa] que habían trabajado para él y oficiales de policía que lo habían cazado. Pero esta era la oportunidad de escuchar la historia de Guzmán en sus propias palabras”, narra Keefe en The New Yorker. “Terminé diciendo que no. Mi disposición probablemente hubiera sido ilegal: al ayudar de alguna manera con un libro de memorias, podría haber entrado en conflicto con el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, que había decretado sanciones contra Guzmán y su organización en virtud de la llamada Ley Kingpin. Pero también me preocupaba que todo el escenario se sentía como el Acto I de un thriller en el que el desgraciado redactor de la revista, cegado por su deseo de una primicia, no necesariamente sobreviviría al Acto II. Tratando de ser lo más discreto posible, dije al abogado que ‘incluso bajo las mejores circunstancias, la relación entre el escritor fantasma y el sujeto puede de vez en cuando… desgarradora”.

Patrick Radden Keefe agrega en un texto publicado en The New Yorker: “El libro de memorias promedio es un ejercicio de vanidad, y mi verdadera preocupación era que nuestros respectivos imperativos, entrando en una sociedad tal, serían imposibles de conciliar. Durante los años que estuvo libre, y generalmente invisible tanto para la policía como para el público, el ser humano real llamado Joaquín Guzmán había sido completamente subsumido por el inalcanzable, proscrito, romántico, invencible ‘El Chapo’. Parecía que había pocas posibilidades de que el capo de la droga, o sus ayudantes, quisieran que escribiera con cualquier grado de precisión sobre el hombre en sí mismo, cuando el mito era tan potente y tan ampliamente aceptado”.

Y luego, una perla sobre el mito capturado vivo:

“El mito de ‘El Chapo’ está claramente vivo y bien, incluso cuando su propia conducta parecería socavarlo. Después de la detención del viernes, hablé con Carl Pike, un recientemente retirado agente de la DEA que pasó años persiguiendo a ‘El Chapo’. ‘Siempre ha jugado el ángulo de tipo rudo’, dijo Pike. ‘Pero cuando llegó la hora, dejó que cinco de sus propios chicos murieran tratando de protegerlo, y a continuación se entregó sin luchar’. Guzmán había dicho a la gente, a lo largo de los años, que nunca permitiría ser tomado con vida. ‘Fue todo pura mierda’, dijo Pike. Cuando hablé con un ex empleado de Guzmán, un traficante convicto que traficaba drogas a través de la frontera con Texas, estaba menos sorprendido por la rendición de ‘El Chapo’. ‘Déjame decirte algo, hombre. Nadie quiere morir’, dijo”.