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El mito nacional de la poesía chilena es poderoso; influyó en nuestra cosmovisión: Alejandro Zambra

sábado, agosto 15th, 2020

En la novela Poeta chileno (Anagrama, 2020), Alejandro Zambra gravita alrededor de la paternidad y el mito de la poesía chilena. Desfilan otros temas como las familias rotas, el desamor, y la reivindicación de lectura y la escritura. En entrevista, Zambra habla del génesis de la obra y sus tópicos.

“El ir y venir de la solemnidad lírica al desparpajo, de Neruda hasta la antipoesía de Nicanor Parra, construyó una tradición beligerante que recibimos como historia ya procesada y sigue influyendo en nuestra visión de mundo”, confiesa el autor cuyas novelas han sido traducidas a 20 idiomas.

Ciudad de México, 15 de agosto (SinEmbargo).- Alejandro Zambra escribió su novela Poeta chileno (Anagrama, 2020), en la que retrató el Santiago de Chile de los años noventa, en un cuarto de dos metros cuadrados, ubicado en la azotea de un edificio de la Ciudad de México.

Ahí, en ese espacio diminuto, recorrió ese territorio inconmensurable que es la memoria, armado apenas por unos cuantos libros de su país natal, patria de autores como Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Vicente Huidobro, entre muchos otros.

Poeta chileno narra la historia de Gonzalo, un aspirante a escritor que publicó un poemario que se empolvó en las mesas de novedades, quien se convierte en padrastro de Vicente. Gonzalo se apellida Rojas, homónimo del conocido poeta de la Generación del 38, y en su nombre arrastra una sombra que lo eclipsa.

Es un poetrastro, como escriben los editores, “que quiere ser poeta y un padrastro que se comporta como si fuera el padre biológico de Vicente, un niño adicto a la comida para gatos que años más tarde se niega a estudiar en la universidad porque su sueño principal es convertirse -también- en poeta”.

Y la novela gravita alrededor de esos temas: la paternidad y el mito de la poesía chilena, esa tradición literaria que también es una forma simbólica de la paternidad.

“Este libro tiene muchos orígenes, pero creo que el principal se vincula con la palabra padrastro. Había pensando en su condición despectiva, pero de pronto recordé esas situaciones extrañas y cruciales en las que debes tomar decisiones concretas sobre las palabras. Decidir si las usas e intentas dignificarlas o inventas otras nuevas. Ahí apareció la poesía. Ahí empezó todo”, confiesa Zambra.

En la novela también desfilan otros temas, como las familias rotas, el desamor, la reivindicación de lectura y la escritura, y “el deseo valiente y obcecado de pertenecer a una comunidad en parte imaginaria”.

Poeta chileno también se puede leer como un coming of age que, acudiendo al manoseado lugar común de las matrioshkas, contiene tres historias enlazadas: Gonzalo, el poeta-padrastro que no es ni lo uno ni lo otro; Pru, una periodista gringa que trata de desentrañar el mito de la lírica chilena, y Vicente, el hijastro, poeta en ciernes, espejo de Gonzalo, quien -a diferencia de su padrastro- sí tiene una voz propia y algo qué decir, a pesar de que tenga atrofiado su sentido de pertenencia. Gonzalo, Pru y Vicente, como en un juego de espejos, comparten un rasgo: transitan hacia la madurez a lo largo de las páginas, no sin antes vivir experiencias dolorosas, formativas.

Alejandro Zambra es autor de los libros de poesía Bahía Inútil (1998) y Mudanza (2003); las novelas Bonsái (2006), La vida privada de los árboles (2007), Formas de volver a casa (2011), Facsímil (2014); del libro de relatos Mis documentos (2013) y Fantasía (2016), y las recopilaciones de crónicas y ensayos No leer (2018) y Tema libre (2019). Sus libros han sido traducidos a veinte idiomas, y sus relatos han sido publicados en The New Yorker, The Paris Review, Granta, Tin House, Harper’s y McSweeney’s. En entrevista, Zambra habla del génesis de la novela, de la poesía chilena y de los temas que entrecruzan la obra.

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—La poesía chilena, para el protagonista de tu novela, «es una historia de hombres geniales y excéntricos, buenos para el vino y expertos en los vaivenes del amor». ¿Cómo la defines tú?

—Gonzalo recibe ese mito nacional, triunfalista y masculino, que hoy suena tan caricaturesco. De pronto me pregunté por qué yo, a los catorce años, consideraba que ser poeta era verosímil. Era un sueño loco, pero a mí no me parecía tan loco. La amplia mayoría de los poetas que leía eran de clase baja o media, con excepción de Vicente Huidobro, un aristócrata que en todo caso se fue contra su propia clase. Es muy raro, en un país tan injusto y desigual como Chile, ese vínculo de la poesía con el mérito, la eventual valoración del talento.

Los lectores de poesía escasean en todo el mundo, no creo que en Chile se lea más poesía que en México, pero seguro que cualquier chileno te diría que tenemos excelente poesía, en parte por los dos premios Nobel, que son, como dice Pato, ese personaje odioso de la novela, los dos mundiales de poesía que ganamos los chilenos. Y por supuesto que en Chile hay excelente poesía, aunque no me animo a ponerla a competir con otras tradiciones, porque es la única literatura que conozco, o la que estoy más cerca de conocer.

Lo que me interesa en la novela es la gravitación de los mitos nacionales, mitos que influyeron y siguen influyendo en nuestras visiones de mundo. El mito de la poesía chilena es poderoso, porque después de Neruda, que fue muy relevante y famoso casi de forma instantánea, vino el antídoto de la antipoesía de Nicanor Parra, y entonces ese ir y venir de la solemnidad lírica al desparpajo, construyó una tradición heterogénea y beligerante. Todo esto sucedió, por cierto, hace muchísimas décadas. Y nosotros lo recibimos como Historia ya procesada.

Para darte un ejemplo: cuando yo tenía 12 años la antipoesía de Nicanor ya estaba en los planes de estudio; es decir, la idea de poesía que un niño debía, en teoría, manejar, ya incluía la antipoesía. Y luego descubrimos a poetas relegados, como Gabriela Mistral, que nos había sido presentada como autora de rondas infantiles, o a poetas reacios al culto a la personalidad (Gonzalo Millán, Elvira Hernández, Carlos Cociña, entre muchísimos otros) y a autores inclasificables y tan radicales como Juan Luis Martínez.

—«Ser padre consiste en dejarse ganar hasta el día en que la derrota es verdadera», escribe el narrador. En la novela también reflexionas sobre la paternidad, tanto real como simbólica. ¿Tu experiencia en la paternidad influyó para la escritura de la novela?

—Me interesa mucho cómo se relacionan las figuras masculinas en la novela, algunas deleznables y ninguna, en sí misma, admirable. Esa puesta en diálogo. El abuelo que dejó hijos regados por el mundo, como un embarazador compulsivo, el pésimo padre separado, el padrastro que de pronto envidia la paternidad biológica, el niño que recibe todas esas imágenes de lo masculino y dialoga, voluntariamente, o a su pesar, con esas presencias ausentes y con su propia vacilante idea de futuro.

Y claro, mi experiencia influyó. Es una novela sobre Chile que escribí en México y una novela sobre padrastría que escribí mientras me volvía padre biológico. Supongo que esas circunstancias desembocan en la novela, aunque no tengo claro de qué manera. Me interesa la padrastía porque pone en escena la legitimidad, un asunto que se ha vuelto central en todos los debates actuales.

Los padrastros y madrastras son los malos: esa es la idea que de ellos prevalece en el imaginario colectivo, el propio lenguaje los marca peyorativamente. Y tal vez ni ellos mismos pueden identificarse con la palabra, naturalizarla, porque también comparten el prejuicio, desconfían de otros padrastros y madrastras.

La persona que acepta, en estas condiciones, ocupar el lugar del padre o de la madre de un hijo ajeno, lo apuesta todo y es mucho más valiente, por cierto, que el poeta solitario que lucha contra la página en blanco. Y luego el fracaso, si sucede, es mil veces más horrible y desolador que la vergüenza de haber publicado un librito malo por ahí.

—En la novela el punto de vista, el rol del protagonista, cambia de un capítulo a otro. En ese sentido, antes de escribir, ¿tienes trazado el destino de tus personajes?

—No tanto. O sea, es más intuitivo. Los planes, al escribir, siempre se difuminan. Y trato de que sea así. Si tengo una idea fija, trato de disolverla. Escribo siempre mucho más, por supuesto, trato de no perder nunca la sensación de borrador. Y luego ya elijo, edito, monto. Es entonces cuando todo comienza a volverse intencional, como en el cine, en la sala de montaje.

—En ciertos momentos, el narrador le recuerda a los lectores que están dentro de una novela, lo cual rompe la suspensión de la incredulidad [término que refiere la voluntad del lector de aceptar como ciertas las premisas sobre las cuales está montada la ficción]. ¿Por qué, para ti, son indispensables ese tipo de guiños metaliterarios, presentes en varias de tus novelas?

—No sé si son indispensables, pero para mí son naturales. También me pasa en la vida, quiero decir, cuando hablo tiendo a eso, me cuestan mucho las situaciones en las que la comunicación es solo aparente, así que verifico el código a cada rato, me gusta sentir que algo sucede en la conversación, que mientras hablamos pasa algo. Tiene que ver, para mí, con la construcción de la intensidad, o con un deseo de intensidad. Cuando escribí Bonsái me sentía ridículo ante la presunta necesidad de acatar las convenciones, por eso de pronto trucos como partir contando el final o ponerle dos nombres a un personaje me resultaban más genuinos, más gravitantes que las maneras tradicionales.

—El narrador, al inicio de la novela, cuenta la historia con cierto desparpajo, con un tono juvenil, algo humorístico, en consonancia con la edad de los personajes y, al final, a través de ciertas expresiones, se muestra maduro, algo melancólico. ¿Fue intencional que el narrador tuviese su propia curva dramática, su propio tránsito de la adolescencia a la madurez, emulando a los personajes?

—No me había fijado en eso, pero tienes razón. Este narrador en tercera a veces parece muy confiado de su propia omnisciencia. Pero es como esa gente que se balancea mientras habla. Se queda en su sitio, pero mueve el cuerpo todo el rato. Quiere contar la historia, pero también quiere escucharla. Esa idea medio naíf siempre me ha gustado mucho: el narrador que escribe por una necesidad imperiosa de escuchar a sus personajes. A veces es despiadado o sobreprotector y quizás quiere mantenerse al margen, pero hay momentos en que simplemente no quiere disimular lo que piensa, incluso lo que siente, por los personajes.

—Uno de los personajes dice: «Es más fácil escribir novelas que poesía». En el libro abundan poemas escritos por los personajes. ¿Crees que Poeta chileno es una deuda saldada con la poesía?

—Claro, por la novela circulan un montón de poetas que no leen novelas, aunque también hay un par de ellos que sí las leen, y tal vez alguno que también las escribe. Por supuesto hay más diferencia entre esos poetas y narradores que la que hay entre poesía y narrativa y me parece que es cada vez más frecuente la saludable hibridez.

Me gusta ese poema “Garfield”, que aparece en la novela, pero no podría haberlo escrito si no me hubiera puesto en el lugar de Gonzalo. Es un poema de él que escribí yo… Lo digo en broma pero también en serio. Al escribir los poemas de los personajes creo que llegué a entenderlos un poco más. También es raro intentar escribir poemas malos. Escribí muchos más poemas que los que aparecen en la novela.

Y claro que corro el riesgo de que los lectores consideren buenos los poemas que yo considero malos, o peor: que los encuentren todos malos. En cuando a la deuda, no creo que se salde nunca, porque es una deuda de lector. Además yo no he dejado de escribir poesía, lo que pasa es que hace mucho dejé de escribir buena poesía, o quizá nunca escribí buena poesía.

La FIL Guadalajara anuncia su programa general de actividades 2018

sábado, octubre 6th, 2018

A la edición 32 de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara acudirán alrededor de 800 autores y 20 mil profesionales del libro y se contará con la presencia de los premios Nobel Orhan Pamuk, George F. Smoot y Mario Molina.

Ciudad de México, 6 de octubre (SinEmbargo).- La Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) es un punto de convergencia entre la cultura, el pensamiento y la ciencia. Algunas de las plumas más destacadas de la literatura actual, como António Lobo Antunes, Raúl Zurita, Nuno Júdice, Leila Guerriero, Mia Couto, Claudia Piñeiro, Laura Restrepo, Alberto Barrera Tyszka, Charles Simic, Cristina Rivera Garza, Enrique Florescano, Gioconda Belli, Leonardo Padura, Lídia Jorge, Marissa Meyer, Luisa Valenzuela, Shimon Adaf y Viveca Sten, entre otros 800 autores, se darán cita en la edición 32 de la FIL, que con Portugal como Invitado de Honor se reafirma como uno de los mayores festivales literarios del mundo, así como la gran cita para los profesionales del libro en Iberoamérica. Ida Vitale, una de las poetas vivas más importantes en español, recibirá el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, mientras que el Nobel de Literatura turco Orhan Pamuk abrirá el Salón Literario, donde recibirá la Medalla Carlos Fuentes, un regalo de la Feria para sus visitantes distinguidos. El poeta, prosista y crítico literario rumano Mircea Cărtărescu, reciente ganador del Premio Formentor de las Letras, es también uno de los invitados especiales de la FIL.

El Homenaje al Bibliófilo, al que desde este año se añade el nombre de José Luis Martínez, será otorgado a Enrique Florescano, mientras que el Homenaje al Bibliotecario será para Sergio López Ruelas. Benito Taibo suma su nombre a los reconocidos con el Homenaje Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez. La argentina Graciela Montes recibirá el Premio SM de Literatura Infantil y Juvenil y el novelista en lengua mazahua Francisco Antonio León Cuervo recogerá el Premio de Literaturas Indígenas de América. La española Bea Lozano acudirá a recibir el primer premio del IX Catálogo Iberoamérica Ilustra. Manuel Falcón obtendrá el Homenaje de Caricatura La Catrina, mientras que el Homenaje ArpaFIL será para el arquitecto portugués João Luís Carrilho da Graça. La colombiana María Osorio Caminata recibirá el Homenaje al Mérito Editorial. A ellos se sumarán el Premio Sor Juana Inés de la Cruz y el Premio Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco, que se anunciarán en las próximas semanas.

Durante esta edición se efectuarán homenajes por los centenarios de Juan José Arreola (a cargo de Fernando del Paso), José Luis Martínez y Alí Chumacero. También se recordará al periodista Huberto Batis y al escritor Sergio Pitol, lamentablemente fallecidos este 2018. La vigencia del pensamiento político de Carlos Fuentes, a 90 años de su nacimiento, será analizada en una mesa con la participación de Héctor Aguilar Camín, Federico Reyes Heroles, Sergio Ramírez, Silvia Lemus y Juan Cruz. En la mesa “El viaje de la conciencia”, con la participación de Lydia Cacho, Herman Bellinghausen, Pilar del Río y Sealtiel Alatriste, se aludirá a la memoria política del Premio Nobel de Literatura portugués.

Portugal, Invitado de Honor de la FIL, ofrecerá una rica muestra que comprende lo mejor de sus letras, con 40 autores como António Lobo Antunes, Afonso Cruz, Ana Luísa Amaral, António Jorge Gonçalves, Filipa Leal, Gonçalo M. Tavares, José Eduardo Agualusa, João de Melo, José Luís Peixoto, Lídia Jorge, Manuel Alegre, Mia Couto, Nuno Júdice y Valter Hugo Mãe. Portugal traerá, además, tres exposiciones: Ana Harherly y el barroco, en el Museo de las Artes; Almada Negreiros y la pintura mural, en el Instituto Cultural Cabañas, y Variaciones sobre una tradición: de los pañuelos de amor a los bordados con poesía, en el Museo Regional de Guadalajara. El Foro FIL será escenario de nueve espectáculos con Ana Bacalhau, Gil do Carmo, Amor Electro, Camané, Capicua, Dead Combo, Luís Represas, Moonspell y Kátia Guerreiro. Algunos estarán acompañados de músicos mexicanos como Lila Downs, Miguel Inzunza, Hello Seahorse!, Paloma del Río, Ugo Rodríguez y Pascual Reyes.

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El Festival de las Letras Europeas tendrá la participación de once países. Entre los autores destacan la italiana Dacia Maraini, el poeta polaco Eugeniusz Tkaczyszyn-Dycki y el narrador alemán Jonás Lüscher. Eric Nepomuceno, Carola Saavedra, Cristóvão Tezza y Laura Erber son algunos de los participantes de Destinação Brasil, mientras que el Salón de la Poesía contará con la presencia de 18 poetas de Chile, Eslovenia, Israel, España, México, Polonia, Serbia y Portugal, como Charles Simic, Raúl Zurita, Aleš Šteger y Manuel Alegre.

Latinoamérica Viva contará con 25 escritores de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Paraguay, Puerto Rico y Venezuela, entre ellos Alejandro Zambra, María José Ferrada, Fátima Villalta, Rodrigo Hasbún e Isabel Mellado. Algunos de los participantes del Encuentro Internacional de Cuentistas son Alfonso Cruz, Elpidia García, Shimon Adaf, Valeria Correa Fiz y Jordi Lara. El programa Nombrar a Centroamérica acogerá este año al festival Centroamérica Cuenta, con autores de cinco países: Catalina Murillo (Costa Rica), Alejandro Córdova (El Salvador), Rodrigo Fuentes y Vania Vargas (Guatemala), y Marcel Jaentschke y Fátima Villalta (Nicaragua). El encuentro contará con la participación de Sergio Ramírez y Gioconda Belli.

“¡Al ruedo! Ocho talentos mexicanos” nace este 2018 para visibilizar la literatura joven del país y participarán Laura Baeza, de Campeche; Liliana Pedroza, de Chihuahua; Abril Posas, de Jalisco; Gabriel Rodríguez Liceaga, de la Ciudad de México; los veracruzanos Josué Sánchez y Mariel Iribe; Alejandro Vázquez Ortiz, de Nuevo León y Darío Zalapa, de Michoacán. Los lanzamientos editoriales tienen un lugar predominante, y este año habrá 620 presentaciones de libros, como Los perros duros no bailan, de Arturo Pérez-Reverte; La desaparición de Stephanie Mailer, de Joël Dicker; Amor armado, de Jennifer Clement, quien es presidenta del PEN Club Internacional; Al estilo Jalisco, de Juan Pablo Villalobos; No todos los besos son iguales, de Élmer Mendoza; ABC de las microfábulas, de Luisa Valenzuela; Nadie nos mira, de José Luis Peixoto; Renegados, de Marissa Meyer; El ojo de vidrio, de Antonio Ortuño y la reedición de La muerte se va a Granada, de Fernando del Paso.

“Escucha el llamado” es el slogan de esta edición en FIL Niños, donde se descubrirán las historias de los héroes de la literatura y otros personajes que giran en torno a este fantástico mundo, con más de 1,500 horas de actividades en 17 talleres de fomento a la lectura y escritura creativa. Dentro de estos talleres, organizados por rango de edad, los participantes aprenderán de forma divertida temas como el reciclado, la escritura creativa, las artes visuales, el teatro de sombras o la narración teatralizada.

Para FIL Niños es fundamental la interacción entre los autores y profesionales del libro con el público infantil; por esta razón se propician los llamados “talleres espontáneos”, que este año tendrán 37 sesiones a cargo, entre otros, del ilustrador António Jorge Gonçalves, de Portugal, o el escritor mexicano Juan Pablo Villalobos. A estos se suman los talleres relacionados a la creación de personajes, introducción a la poesía y al periodismo, impartidos gracias a la complicidad con Editorial Anagrama, Fondo de Cultura Económica, Unión Internacional de Arquitectos, Letras para Volar, El País, Casa Territorio, editorial Oink, Universo de Letras de la UNAM y Proyecto Revueltas.

Los niños en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara. Foto: FIL

En el Foro de FIL Niños se presentarán más de 80 funciones, de 30 compañías nacionales e internacionales, entre las que destacan Ely Guerra, José Madero, del grupo de rock Pxndx y Rodrigo Medellín, conocido como el “Batman mexicano”. También se presentarán las obras de teatro Dentro de míKikiricaja y Palabra por seña, entre otras. Dentro de las actividades de este foro se llevarán a cabo puestas en escena de clown, conciertos de música, títeres y actividades con narradores. Entre los eventos especiales se encuentran la ceremonia de premiación de El Pequeño Gran Escritor 2018, la sesión interactiva Curiosamente o el espectáculo a cargo de Portugal, titulado El techo del mundo. Además, FIL Niños cobijará al Festival Nortíteres, con compañías de Portugal, Colombia y México.

Entre las actividades del programa FIL Joven, los lectores en formación podrán participar en Mil jóvenes con… Ida Vitale, Big Van Ciencia, Eufrosina Cruz y Gioconda Belli, además de José Feijó, quien les contará “¿Quién diablos fue Darwin?”. El concurso de videorreseñas Somos Booktubers cumple su quinta edición, y estuvo dedicado al género de la poesía. Además, cientos de jóvenes que se dedican a la promoción de la lectura en plataformas digitales se reunirán para el Encuentro Nacional Booktube 2018. El concurso Cartas al Autor estará dedicado al narrador mexicano Antonio Malpica. Alrededor de 150 sesiones de Ecos de la FIL se realizarán en distintos módulos y preparatorias del Sistema de Educación Media Superior de la Universidad de Guadalajara.

Portugal es el país invitado de honor. Foto: FIL

La quinta edición de La FIL ¡también es Ciencia!, programa que se efectúa en colaboración con el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, estará dedicada este año a la relación entre la gastronomía y la ciencia, con la participación de 56 reconocidos autores, científicos y divulgadores de la ciencia, como el premio Nobel de Física, George F. Smoot, con su conferencia magistral “Ondas gravitacionales: el legado de Albert Einstein”; Andrés Nava con “La armonía de los números a través de la historia”, o Concepción Company y Ma. Emilia Beyer con la charla “Lengua, hierbas y estimulantes ancestrales de América para el mundo”.

El programa académico de esta edición de la FIL se destaca por la presencia de intelectuales de alto nivel que participarán en diversos foros, como David Rieff, Gilda Waldman, Enrique Krauze, Catherine Hakim, Jorge Castañeda Gutman, Judit Bökser, Jesús Silva-Herzog Márquez, Laurence Debray, Jeffry Frieden o el premio Nobel de Química Mario Molina. Dentro de estas actividades se abordarán temas como #MeToo#FakeNews. ¿Una nueva forma de censura? Trolls y bots al ataqueLos 68 o el coloquio “La crisis de la democracia”, entre otros.

Para la edición 2018 de la FIL se espera la asistencia de más de 20 mil profesionales del libro, así como más de dos mil editoriales, en los 34 mil metros2 de exhibición, donde se exhibirán más de 400 mil títulos de 47 países representados. El Salón de Derechos de la FIL contará con 140 mesas de 29 países. En la oferta de formación destacan la celebración del Foro Internacional de Editores y Profesionales del Libro, el Foro Internacional de Edición Universitaria y Académica y el Foro Internacional de Diseño Editorial, que serán sin costo para profesionales y expositores acreditados. La séptima edición de FILustra, foro especializado para ilustradores, reunirá a expertos de Argentina, Chile, Colombia, España, México, Portugal, Perú, Taiwán, Uruguay y Venezuela, que desarrollarán el tema central de este encuentro: “La constante evolución del trazo”. El foro contará con una conferencia magistral de la ilustradora chilena Sol Undurraga, titulada “El dibujo como reflejo”.

El Encuentro de Promotores de Lectura cumple 16 años y convocará autores, agentes literarios, editores, diseñadores editoriales, ilustradores, correctores y traductores, entre otros, para que compartan los detalles de su quehacer y cómo cada uno, desde su posición, percibe al lector. En esta edición el tema que se abordará es “La promoción de la lectura y el circuito del libro”, y contará con la participación del editor español Jorge Herralde, quien impartirá la conferencia magistral “Cómo se construye un catálogo”. El Coloquio Internacional de Bibliotecarios, por su parte, contará con conferencias a cargo de Eloy Rodrigues,  Loida Garcia-Febo y Tomás de Híjar Ornelas.

Juan José Arreola, en su centenario, será homenajeado por Fernando del Paso. Foto: FIL

Una novedad en el área de exhibición será Libros al Gusto, espacio para las letras y el arte culinario, que contará con una librería especializada en temas gastronómicos y una sala donde habrá charlas y conferencias con la participación de, entre otros, Carmen López Portillo, Nico Mejía, Claudio Poblete, Luis del Sordo, Mónica Lavín, Alondra Maldonado, Enrique Florescano, Yuri de Gortari y Margarita de Orellana. Uno de los éxitos en el área de exhibición de 2017 fue el Salón del Cómic + Novela Gráfica, que este año vuelve con 340 metrosde oferta de libros de historietas y novela gráfica, con 30 stands de México, Colombia, Argentina, Chile y Francia. El stand colectivo #LeemosCómics concentrará el trabajo de 23 editores independientes. Este año se impartirán, también, cuatro talleres, y más de 90 autores que estarán trabajando en nuestra Fábrica de Cómics. Además, se dará continuidad al Área del Libro Electrónico y al stand de inclusión, donde se ofrecerán formatos de lectura accesibles

LECTURAS | Almadía y “Tiembla”, con la voz de 35 autores latinoamericanos

sábado, marzo 31st, 2018

Con la premisa de que leer también es ayudar, Almadía lanza Tiembla, antología donde 35 autores que vivieron de cerca los terremotos acaecidos en septiembre de 2017 en México, participan con crónicas seleccionadas y editadas por Diego Fonseca. Carlos Manuel Álvarez, Lydia Cacho, Alejandro Zambra, Marcela Turati, Cristina Rivera Garza, Juan Villoro, David Miklos y Verónica Gerber Bicecci, entre otros.

Ciudad de México, 31 de marzo (SinEmbargo).- Estos autores narran el devastador acontecimiento que dejó alrededor de 500 muertos, miles de damnificados y daños a numerosos inmuebles. Tiembla además de un interesante ejercicio literario colectivo, es una muestra de solidaridad, pues lo escritores participantes donaron sus trabajos para conformar este libro cuyo cien por ciento de las ganancias se destinará a la campaña de recaudación Tejamos Oaxaca, llevada a cabo por Fondo Ventura, Editorial Almadía y Proveedora Escolar.

Además Francisco Toledo cedió para la portada, los derechos de la obra “Horrible temblor”, Grabado de Posada intervenido por él.

Dicha campaña tiene como fin, ayudar a restablecer los vínculos sociales y culturales de varias comunidades oaxaqueñas afectadas por los sismos, mediante actividades artísticas y donación de materiales y mobiliario a espacios como escuelas, bibliotecas y casas de cultura.

A esta iniciativa se ha sumado la Asociación de Libreros Mexicanos(ALMAC), que comercializará el libro con menos margen del habitual, a fin de que haya mayores beneficios para la campaña de recaudación. Entre las librerías que apoyarán la causa se encuentran Librerías Gandhi, Librería Porrúa, Educal y Librerías Gonvill.

Diego Fonseca, el coordinador de Tiembla, publica en diversos medios internacionales, apunta sobre el libro que “en esos instantes en que la Tierra se sacude, toda percepción de solidez y seguridad desaparece y de golpe se revela la conciencia plena de nuestra realidad”.

Además de su valor literario, el compilador apunta la utilidad de este volumen: “es un documento necesario para que el paso del tiempo no desaparezca este episodio revelador y que no olvidemos que podemos ser una sociedad mejor, más ciudadana, solidaria y participativa”.

Tiembla, un ejercicio coordinado por Diego Fonseca. Foto: Especial

Prólogo de Diego Fonseca, publicado con autorización de Almadía

Ruido: silencio

Estaba escrito que debería ser leal a la pesadilla que había elegido. Conrad, El corazón de las tinieblas

Todo desastre tiene un sonido que lo marca. Pregunten. Antes, es el ruido de la cotidianidad –autos que van, risas de parque infantil, gorjeos–; durante, desatan su propia banda sonora –un rugido, un viento que argumenta, algo que se quiebra–; pero un tiempo después de sucedido, y justo antes de que vuelva alguna vaga idea de normalidad con sus ruidos, domina el silencio.

Los testigos de Fukushima dicen que una mudez definitiva se instaló en el aire justo antes del tsunami que se tragó a la planta nuclear en 2011. El mismo silencio cubrió la costa largo rato después del desastre. Chernobyl quedó condenada a un silencio mortuorio que dura hasta hoy. Hiroshima se apagó sin sirenas de alerta. He sentido un extraño hueco, como si los ruidos quedasen envasados fuera, en el Ground Zero Memorial de Nueva York. El mismo estado de suspensión parece dominar los cubos grises del Museo del Holocausto en Berlín, donde sólo se rompe el silencio si uno se anima a caminar sobre las máscaras de metal apiladas en un pasillo lúgubre.

El estado de shock que provocan las crisis puede incluir el grito histérico y el llanto inagotable, pero también un inevitable, desolador, increíble silencio, y algo de él ha de proyectarse cuando los contemplamos. Volví a Ciudad de México diez días después del Gran Temblor de la Chingada. Y apenas pisé las calles noté una ciudad en pausa. Como si el terremoto hubiera acabado con la voz de su multitud bochinchera y encogido los ánimos hasta convertir al Monstruo en un animalito tímido, metido para adentro. Tembloroso.

Cité a algunos amigos a cenar en la Roma, a unas pocas calles de Álvaro Obregón 286. Era un plan con todas las intenciones: suponía que, poniéndonos cerca, enfrentando una parte de la ciudad que había colapsado, algo podría ser conjurado. El miedo, la angustia o quién sabe, el silencio que atoraba en la garganta llanto y palabras.

La conversación en el restaurante comenzó con morosidad, como si todos estuviéramos envueltos por el aura negra de los sepelios. Aquí el sepelio era comunal, innombrado, uno donde se mezclaban las vidas de las gentes –que algunos vieron irse– y la muerte de un sentimiento colectivo de comodidad, donde todo lo conocido había desaparecido.

A medida que avanzó la charla, algo del conjuro de la tristeza se disipó. Mis amigos son mal hablados y putear es un buen modo de perderle el respeto a la muerte, así que unos y otros fueron de a poco dándole palos al miedo, contaron su cagazo, cómo se llenaron de mierda, del horror de que la puta vida se les fuera en un hálito, del susto de la chingada, pinche terremoto del carajo.

Pero no abatieron la postración hasta que empezaron a hablar de los sonidos del terremoto. Yo creo recordar que dije aquello del silencio que precedió a Fukushima, pero estoy seguro de que alguien contó que aquí la Tierra no avisó callando a los pájaros y a los perros. Apenas se desató el Gran Temblor de la Chingada, contaron, hubo una banda sonora única: la ciudad rugía.

Diego Fonseca, periodista argentino, coordinador del libro. Foto: efe

Los edificios se quejaban y no había casa que no pareciera a punto de partirse en seco, me dijo Wil. Edurne me contó que las personas lloraban en pánico con los ojos abiertos, pero como si fueran ciegas pues parecían no poder ver nada más que la desesperación colgando en el aire. Camilo insultó, colombianísimamente, al hijueputa planeta durante cinco minutos, inmóvil en medio de una calle. Apenas terminó el bruto sacudón, los gritos de los primeros rescatistas voluntarios llenaron el ambiente: Juan Manuel, que había ido hasta un lugar como reportero, vio la desesperación en las caras de los vivos y una calma horrenda en la de los muertos. Jacob nunca había visto tanta solidaridad mezclarse tan pronto con el horror inmediato.

Las alarmas se dispararon. El desespero era agobio acá e histeria allá. Luego se alzaron los puños –otra vez un silencio, de otro tipo– y las voces de las familias y medio país comenzaron a hacerse notar en las televisiones y las redes. El gobierno habló, pero tenía una voz apocada, y más que mando y autoridad, parecía actuar un susurro culposo, ahogado por la vocinglería de los enojos.

Ruido y silencio son intercambiables. Quienes rescataban pedían silencio para escuchar ruidos. Cualquier sonido significaba vida; el silencio era el mensaje de los muertos a los vivos. Para los que sobrevivieron, en cambio, el silencio final, el de la conversación íntima, llegaría recién cuando ya no quedaron réplicas, vivos por hallar, cuerpos que recoger. Allí el silencio fue el mensaje de los vivos a sus muertos.

* * *

Los terremotos son catástrofes naturales pero también son fenómenos políticos. Todos hablamos del Gran Temblor de la Chingada de Ciudad de México, pero pocos lo hacen –y yo casi no– del Gran Temblor de la Chingada de Oaxaca el 7 de septiembre. O de cómo fue otro Gran Temblor de la Chingada en Morelos. Y cómo, también, se sintió chingadamente de la chingada el sismo en Chiapas. El municipio de Juchitán de Zaragoza quedó reducido a una masa de hierros retorcidos, tambores de lata aplastados, madera despedazada y escombros y más escombros apilados en un foso. ¿Quién disputará a los setenta mil juchitecos que la chingada no estaba allí para llevárselos a todos a inicios de septiembre?

De Axochiapan, donde se registró el epicentro del sismo del 19 que golpeó a cdmx, no sabemos más que la información básica y, esto es, que allí se registró el epicentro del sismo del 19 que etcétera. O ni eso, porque mientras el Servicio Sismológico de México dijo al inicio que Axochiapan fue el epicentro del sismo del 19 que etcétera, su par de Estados Unidos lo corrió unos metros: el epicentro del sismo del 19 que etcétera, dijo, estuvo en San Felipe de Ayutla. Da igual: en Axochiapan viven treinta mil almas y hay apenas tres mil en San Felipe de Ayutla. Para el mundo no existen. De modo que a la prensa le ha resultado más sencillo correr el cursor y colocar el epicentro del sismo del 19 que etcétera directamente en Puebla, a secas.

Las cosas suceden a tanta velocidad hoy que ni el desastre da privilegios. Doce días después de que el 7 de septiembre el sur de México temblase como flan, la grieta que corta una porción de Ciudad de México hundió a los demás temblores en un olvido lento. Hubo que hacer esfuerzo –debo hacer esfuerzo– para recordar que a inicios de septiembre había gente aplastada, patrimonios perdidos y futuros jodidos para cientos de miles de mexicanos en el sur del país. Bastó que se jodiera el Monstruo para que el Gran Temblor de la Chingada cambiase de domicilio y quedase apropiado por la capital.

Soy un producto político: sé dónde está el poder. Y esos pequeños lugares son productos políticos: saben dónde está el poder. Un pueblo chico es un pueblo que quedó fuera del mentado tren de la historia. Un estado más o menos pobre al sur no es la capital macrocefálica de una nación. Ciudad de México es una metrópolis global, conocida en las calles de Moscú y en las chabolas de Johannesburgo. Oaxaca y Chiapas suenan a destino exótico para el oído de los turistas indigenistas y biempensantes del Primer Mundo. San Felipe de Ayutla podría ser una iglesia para un lector confundido. La pobre Axochiapan no suena a mucho más que a medicamento para la tos.

Por eso el Gran Temblor de la Chingada será recordado siempre el 19 y no el 7: porque Oaxaca y Chiapas y Morelos y Puebla se parten a menudo, por la Tierra o por los hombres, pero es demasiada poca cosa comparada con El Monstruo. El trazo genérico, grosso modo, que se hace el ciudadano promedio, tiene esa brutalidad tosca. Oaxaca es más o menos pobre, Morelos es más o menos pobre, mientras que cdmx es rica. En Puebla hay gente que va a misa, cdmx es territorio de mirreyes que hacen pilates. Chiapas es casi Guatemala, cdmx es México.

La Tierra puede reclamar a cualquiera –tan perfecto su crimen–, pero cuando retumba bajo los pies de los pobres puede matar con mayor seguridad o condenarte a una existencia todavía más pobre si sobrevives. Como Chiapas es esa condición que nadie quiere tener –miserable–, su Gran Temblor de la Chingada es menos Gran Temblor de la Chingada que la urbe que reclama la fama y la gloria mientras exista humanidad. Oaxaca queda demasiado lejos de Antara Polanco, toma demasiadas horas llegar. Morelos es el México de siempre, de algún modo: el que está con los pies en la tierra. San Felipe de Ayutla es un cartel en una carretera que no vas a ver si pasas con el auto a ciento treinta por hora. Ciudad de México es el Olimpo donde una casta superestructural de poderosos vive en un Olimpo autorregulado, a doscientos metros por encima del suelo, desde donde mira a sus ciudadanos con desprecio cínico.

¿Quién puede ocuparse de Oaxaca, Chiapas y Axochiapan y sus Temblorcitos de la Chingadita cuando todos los focos del mundo pueden llegar más fácil a la famosa Tenochitlan y declarar el suyo como el único, el verdadero, el famoso Gran Temblor de la Chingada?

Yo lo hice. El Gran Temblor de la Chingada de Ciudad de México me llegó de inmediato. De Oaxaca y Chiapas supe de casualidad. No supe qué carajos era San Felipe de Ayutla hasta que San Google me respondió.

* * *

Dos días antes de aquella cena con amigos, había llegado a la ciudad y por las calles del centro, de Santa Fe, en la Condesa y Polanco, por el sur, ya cerca de Tlalpan, y en mi vieja Cuauhtémoc, la ciudad vivía envasada en una burbuja inusual. Tal vez fuera yo, pero no estaban los claxonazos con que los coches debaten las reglas de tráfico, los policías de tránsito no desordenaban más el desorden natural de la ciudad hablando a través de sus silbatos. De los restaurantes habían desaparecido los guitarristas vocacionales. No vi uno solo de esos insoportables organilleros vestidos con uniforme de guardia de zoológico. Se habían esfumado los cantores románticos. Ni una vez escuché el gaaaaaaaaaas ni a la chica que compraba colchones tambores refrigeradores estufas lavadoras microondas o algo de fierro viejo que venda.

¿Cómo se calla a una ciudad tejida para hacer ruido? En esos días supe, como otros antes, que la idea de la muerte –la que sucedió, vivida; la vigilia por la que puede suceder– se basta para dejarnos sin ánima. Dejamos de vivir en el ruido de afuera y nos metemos en el silencio del diálogo interior.

Durante esos días me dediqué a contemplar la mudez melancólica de la gente. Es un asunto de impresiones y no de ciencias, pero juraría que todos caminaban varios segundos más lento. Había cabezas gachas, tal vez algunas altivas, pero la mayoría no tenía los ojos abiertos: miraban más allá o más acá de algo, en un punto indeterminado pero fijo que más se parecía a una idea colgada del aire que a contemplar la aparición de un santo o el hallazgo de un milagro. No tengo encuesta que garantice la precisión de mi mirada, pero tengo la certeza de que los habitantes de Ciudad de México entraron en un diálogo personal con su propio destino.

Un terremoto es fortuito, el momento en que la naturaleza nos muestra cuán azarosos e inevitables son sus actos y cuán precaria es nuestra capacidad de evitarlos. Aquí mata más la mano del hombre –el narco, una guerra– que el planeta, pero al hombre podremos combatirlo con leyes o soldados mientras que la Tierra será siempre incontenible, la perfecta criminal, incapaz de ser modelada por una moral.

México vive montado sobre un territorio algo cimarrón. Por las costillas y el costado del país corre una falla, debajo de la capital se estira un tajo-herida-rotura y un lago rellenado que parece hielo blando. Hay un desierto criminal al norte y un collar de volcanes al occidente que la mañana menos pensada puede vomitar los intestinos del planeta sobre ciudades pobladas por millones. Y sin embargo, parece haber algo innato en la necesidad del hombre por desafiar los imposibles.

Ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente, escribió La Rochefoucauld. Pero sugiero que los habitantes de este desquicio de ciudad –¿de país?– se enfrentaron, treinta y dos años después, con la certidumbre de que ellos tienen decidido vivir encima de la muerte. Cualquier día a cualquier hora, la Tierra se encabrita porque es hora y medio México queda encerrado en el globo de silencio que precede y sucede a un temblor.

Y sin embargo, nadie se mueve mucho. ¿Han visto masivas mudanzas, por millones? No es privativo de México. Las personas vuelven a los lugares de donde la naturaleza se empeña en recordarles que no son tan bienvenidas. El Vesubio sigue rodeado de italianos protestones. Si alguna vez sucede The Big One en California, treinta millones de personas y una gruesa lonja de Estados Unidos acabarán bajo el Pacífico porque se coyuntaron varias fallas y una enorme presión subterránea. ¿Qué puede hacer quien vive en una isla proclive a ser barrida por tsunamis? ¿Mudarse cien metros más adentro para morir más tarde?

Hay una suerte de encabronada resignación o tozudez irremediable en quien acepta el sino de vivir en un mano a mano con la naturaleza cuando su única oportunidad de ganar es producto del azar. La Tierra temblará otra vez y si no has tenido buenos ingenieros para construir lo que te sostiene los pies, serás abono del limo subterráneo por no moverte. Y la gente no se mueve –no nos movemos. Se jode el piso y clavan la mirada en el piso, entristecen el ceño y vuelven, otra vez, a entregarse a un silencio existencial donde las preguntas de quién soy y para qué vine se sostendrán hasta que irrumpa la única, la mayor: y qué pasa si otra vez pasa –tiembla–, mañana, esta tarde, ahora.

* * *

En Et la vie continue, Kiarostami conduce a un viejo cansino hasta su villa en un auto destartalado. El hombre lleva con elegancia un traje gastado de pantalón y chaleco, quizás el único que posea. Cuando llegan, Kiarostami pide al viejo algo de agua para su hijo. La villa no es más que una aglomeración de restos de un antiguo caserío habitable en alguna parte de Irán. Un terremoto arrasó con las casas de adobe arenoso. Lo que quedó de ellas son unas medias paredes de las que sobresalen unos ladrillos como dientes torcidos y unos techos tan desgarrados que parecen jalados por las garras de un dios furioso.

El viejo vive ahí, no en la mejor casa –un desecho como todos, pero con terraza– sino en una de dos plantas tan despintada que, como las demás, sugiere que el pueblo nada más emergió del polvo yermo y que el terremoto en realidad no destruyó nada sino que reclamó lo que ya pertenecía a la tierra.

Hay terreno fértil unos metros más allá y tal vez otros palmos igual de arenosos, si es por gusto, unas millas más arriba, pero al viejo le dejaron esa casa, y en esa casa se quedará. No se moverá de la ruina en la que vive ni del suelo que la agita. Es de ese lugar. Por todo, a pesar de todo y contra todo, allí pertenece. A ese suelo, al silencio que lo rodea y los ruidos que lo rompen.

Pensé en él cuando veía a los habitantes de la Roma y la Condesa barrer sus aceras u ordenar las sillas de las salas para empezar otra mañana varios días después del Gran Temblor de la Chingada. ¿Por qué quien vive en el Monstruo decide quedarse en el Monstruo? ¿Por qué quienes viven en esos pisos de cristalería frágil vuelven a montarse en ellos, a encajarse entre esos muros, para que –hoy, mañana, en treinta y dos años– se les quiebren los techos y los cielos encima?

No estoy seguro de que, como al viejo del traje gastado de Kiarostami, la tierra les pertenezca ni que ellos sean hijos de esos polvos. Tampoco que quienes eligen volver a vivir en ese tajo-herida-rotura que cruza la Ciudad de México o la espalda volcánica del Pacífico –como si una Gran Serpiente habitase bajo el vientre de este país buscando alguna retorcida revancha– estén allí por algún pulso irracional, un pretendido y tonto juego de mártires contra las costuras invencibles del planeta.

Supongo que algunos no podrán marcharse, pero también sospecho que muchos se quedan por elección. Algunos temen más la hipoteca que un sismo. Pero otros parecieran elegir mirar feo el azar natural y los hados. En ellos, donde antes había un deseo ahora habrá enojo. Donde antes hubo elección tal vez ahora deba primar la determinación. No es heroísmo; quizá sí terquedad. ¿Quién, si puede, si no está atado por esos determinismos de pueblo milenario –o por los determinismos de los pueblos nuevos, como una deuda–, elige quedarse para que su casa sea su tumba futura?

Todos ellos se someterán a la experiencia del silencio posible cada vez que la Tierra, que aquí es el lomo de un cimarrón muy bronco, corcovee. Se partirán los suelos, desesperarán –y volverán a remover el polvo, enderezar los cuadros y levantar las sillas de los pisos a esperar el próximo paroxismo del subsuelo. Amor fati.

Este libro pretende conjurar de algún modo ese silencio, y los futuros: pensar el desastre, sus consecuencias. Ensayar sobre qué permanece constante aun cuando el piso se estremezca interminablemente como un bowl de gelatina. Cada autor debía trabajar sobre una idea: silencio, miedo, trauma, solidaridad, Fridas, conspiraciones, autoridad, futuros… Y cada idea debía tener un enfoque, en lo posible, distinto. Que cada aproximación permitiese mirar el sismo como un mapa único. La segunda idea fue amplitud. Ciudad de México es una urbe que pertenece al mundo, ya no a los mexicanos. Por ende, extranjeros y locales debían contar el Monstruo por su conexión con él. Todos quienes escriben aquí viven, vivimos o viviremos en este maravillosamente desastroso –y viceversa– suflé de ciudad. La mayoría optó por textos nuevos, y en casi todos esos casos la decisión parece haber operado de modo balsámico: mataron fantasmas, resolvieron un pedacito del dolor, abanicar el miedo otro poco más.

Los demonios siempre prosperan en el silencio, y una manera de acabar con ellos es la conversación, el murmullo en el ruido. Este libro es un somero –muy somero– aporte a la necesidad imperiosa de ver qué podemos –humanamente– hacer ante la determinación incontrolable de la naturaleza. Y eso nunca es poco: la Tierra podrá temblar, pero está en los humanos –sociedades, gobiernos, individuos– resolver qué hacemos antes y después de sus tremores. Amor fati.

* * *

En esa cena con Wil, Camilo, Edurne, Juan Manuel y Jacob, diez días después del desastre del Gran Temblor de la Chingada, el vino y el mezcal abrieron las bocas de a poco. Subimos algo las voces pero el clima general en la calle, donde hasta los autos rodaban con sordina, era el apocamiento, no funerario sino existencial. Hablar salva. En medio de esa charla sólo una vez, sobre la medianoche, se rompió la letanía de las voces. Un niño pasó, vendía dulces y cigarros con su madre: ella o él echaron una broma pero fue el chiquillo –cuatro, cinco, siete años– quien cortó el aire parco que respirábamos con una carcajada. Breve, alta, cristalina: viva. Podría resultar banal y tópico adjudicar a la inocencia o a la inconciencia la llave para acabar con el miedo silencioso al destino, pero es posible que sean esas dos condiciones las que siguen arrastrando a millones a poner sus pies –y sus vidas– sobre la espalda frágil de un país.

 

ENTREVISTA | Alejandro Zambra: perdido en China

sábado, septiembre 3rd, 2016

Vestido de negro pese a los rigores del verano chino, el escritor Alejandro Zambra (Santiago, 1975), una de las voces jóvenes más conocidas de la literatura chilena actual, pasea estos días por Pekín y Shanghái con mirada atenta pero perpleja.

Ciudad de México, 3 de septiembre (SinEmbargo).-  Alejandro Zambra anda algo extraviado, según reconoce en una entrevista para Efe, ante una realidad oriental que lamenta no poder entender debido al idioma, al poco tiempo disponible y a las obligaciones de su agenda por este país, que incluyen tertulias con autores chinos y firmas de los tres libros que ya se han publicado de él en mandarín.

“Es todo muy difícil de entender y a la vez da muchas ganas de descifrarlo”, confiesa el narrador, quien finalmente escoge de las imágenes que han pasado por sus ojos estos días una que asegura quedara en su memoria: los grupos de jubilados chinos bailando en grupos o en pareja por la calle.

“Bailan en la penumbra, quisiera saber por qué y a la vez parecieran no necesitar la luz”, dibuja Zambra, poético ante una de las imágenes más cotidianas de las calles chinas y a la vez más chocantes a los ojos de un extranjero.

Zambra se queda mirando a los bailarines, intenta sin éxito hacerles fotos por culpa de la oscuridad y el movimiento y descubre otro detalle que lo sorprende: “Esas sonrisas que no son los habituales… no sonríe mucho la gente en general acá y ahí sonríen, parece como algo inaccesible y a la vez tan público”.

Lo que menos entiende y a la vez parece fascinarle más es el idioma: “Hay lenguas que uno no conoce pero entiende lo que está pasando, pero acá no entiendes lo que ocurre y eso genera una ansiedad”.

LOS VIAJES PROMOCIONALES DE UN ESCRITOR

Los viajes promocionales son parte inevitable de la vida de autores como Zambra, al que el éxito le sonrió -o lo maldijo- ya en su primera novela, Bonsái (2006), colocándole una etiqueta tópica de “autor revelación” que al chileno, como muchas otras, no le gusta demasiado.

“Me gustan (los viajes) y me interrumpen a la vez. Estoy en ese momento en que no puedo parar de escribir y aunque lo hago menos aquí, sí me gusta esa sensación de que estás escribiendo de cosas que parecen muy familiares pero en un espacio tan ajeno y lejano, casi en las antípodas de Chile”, reflexiona.

Shanghai 99 Readers es la editorial que ha llevado las obras de Zambra a ese mandarín que tan enigmático le parece: por ahora sólo las de narrativa (Formas de volver a casa, la colección de cuentos Mis documentos y un volumen que une La vida privada de los árboles y la mencionada Bonsái).

Pero para Zambra, que comenzó a escribir apegado a un género siempre tan querido en Chile como es la poesía, no hay tanta diferencia entre prosa y verso.

“Incluso cuando escribo poesía, es supernarrativa. Siempre hay una historia, pero la manera en que la he contado es más explícita o más detallada”, intenta explicar el autor.

Uno de los temas universales para Zambra, a un nivel de abstracción mayor que el de los clásicos (el amor, la muerte) es la relación entre individuo y soledad, que en su caso se plasma, por ejemplo, en Formas de volver a casa, donde trató de reflexionar sobre su niñez, que coincidió con la dictadura de Augusto Pinochet.

“Allí me siento muy en sintonía con el poema de Jaime Gil de Biedma ‘Intento formular mi experiencia de la guerra’, sobre esa infancia que durante la mirada adulta se vuelve dolorosa”, subraya Zambra, al que los lectores chinos también preguntaron con interés sobre aquel momento complicado de la historia reciente de Chile.

“Desde la mirada adulta te preguntas mucho si sabías o no sabías y aparecen los dos extremos, la inocencia y la culpa, pero ninguno de los dos sirve para explicar. Decir ‘no sabía porque era un niño’ no te tranquiliza, impostar una culpa artificialmente tampoco”, afirma.

¿Inspirará China a Zambra? Él asegura que un viaje cambia siempre al autor, aunque no necesariamente vaya a escribir sobre ancianos bailarines en sus próximas obras: “Los viajes son una manera de estar en casa, las conclusiones que sacas siempre son provechosas por comparación”.

Lo explica con un ejemplo que se remonta a la época en que vivió en España, con 24 años, allá por 2002, donde el idioma, aunque fuera el mismo, también le distanciaba a veces, aunque no fue lo único que le chocó.

“Me llamó mucho la atención que la gente en Madrid se saludara en los ascensores, y luego de vuelta en Chile me empezó a parecer raro que la gente no lo hiciera”, recuerda.

La imagen regresa a la mente del santiaguino en Pekín y Shanghái, donde la gente tampoco tiene costumbre de hablar con los desconocidos en los ascensores.

INFORME ESPECIAL: El discreto encanto de leer o la inutilidad de las “lecturas obligatorias”

sábado, marzo 26th, 2016
El término “lectura obligatoria” no existe, sino como un medio de coacción que el profesor de la materia más tediosa de la secundaria tiene para hacerse notar en un alumnado con intereses más orientados hacia lo biológico o lo físico-matemático. Foto: Shutterstock

El término “lectura obligatoria” no existe, sino como un medio de coacción que el profesor de la materia más tediosa de la secundaria tiene para hacerse notar en un alumnado con intereses más orientados hacia lo biológico o lo físico-matemático. Foto: Shutterstock

Cómo hablar de los libros que no se han leído, de Pierre Bayard, es del punto de partida para analizar términos como “lectura obligatoria” (“Así nos enseñaron a leer, a palos”, confiesa el poeta y narrador chileno Alejandro Zambra) los y los programas de lectura fomentados verticalmente por el Estado, las librerías y las editoriales, que no hacen más que confirmar este doble discurso donde se potencia una suerte de “erótica de la lectura”, pero sin otorgar los canales necesarios para satisfacerla.

Por Felipe Ríos Baeza

Ciudad de México, 26 de marzo (SinEmbargo).- Hace casi diez años, el ensayista francés Pierre Bayard publicó un texto hilarante, llamado Cómo hablar de los libros que no se han leído (Minuit, 2007; Anagrama, 2008). Según profetizaba Guy Debord a finales de los ’60 y al estar ya insertos en la “sociedad del espectáculo”, la polémica en los círculos de críticos y lectores no se dejó esperar. Las reacciones fueron tan desmesuradas que confirmaron uno de los fenómenos más comentados pero menos profundizados de la literatura contemporánea: varias personas se acercaron al texto de Bayard por esnobismo, pensando que se trataba de un manual para desenvolverse en sociedad.

Al comprender que sólo presentaba una mirada reflexiva e irónica sobre nuestra condición innata de no-lectores, ellos mismos desistieron de leer a Bayard. Paradoja: muchos comentaron y escribieron sobre Cómo hablar de los libros que no se han leído, pero pocos llegaron efectivamente a leerlo. “Conozco pocos aspectos de la vida privada, con excepción de aquellos que se refieren al dinero y a la sexualidad en que sea tan difícil obtener informaciones irrecusables como el de los libros”, opinaba el propio crítico francés. “Ese sistema coactivo de obligaciones y de prohibiciones tiene como consecuencia haber suscitado una hipocresía generalizada sobre los libros efectivamente leídos”.

Digámoslo desde el principio: el término “lectura obligatoria” no existe, sino como un medio de coacción que el profesor de la materia más tediosa de la secundaria tiene para hacerse notar en un alumnado con intereses más orientados hacia lo biológico o lo físico-matemático. Para muestra, baste con revisar las preguntas de cualquier examen de un libro que un muchacho leyó “obligatoriamente”: “¿Qué oficio desempeñaba el marido de la madre del personaje que llega a Comala a buscar a su padre?”; “¿De qué color eran las mariposas que seguían a Mauricio Babilonia?”; “¿Cómo se llamaba el maestro que castigaba a Tom Sawyer?”.

Después de tanto constructivismo de segunda mano, el profesor ha perdido su función, volviéndose un policía quisquilloso que busca extraer información minuciosa acerca de un crimen que, supone, ese pobre muchacho ha cometido: no leer el libro. O bien, sí lo leyó, pero sin entenderlo. O bien, sí lo leyó y lo entendió, pero no es capaz de retenerlo más que para el examen, al ser muy poco significante para su vida cotidiana.

En “Lecturas obligatorias”, un artículo muy sensible al tema, Alejandro Zambra describe la situación en los siguientes términos: “Así nos enseñaron a leer: a palos. Todavía pienso que los profesores no querían entusiasmarnos sino disuadirnos, alejarnos para siempre de los libros. Como en el poema de Nicanor Parra, los profesores nos volvían locos con sus preguntas que no iban al caso; mientras más secundario fuera el personaje era mayor la posibilidad de que nos preguntaran por él, así que memorizábamos los nombres con resignación”. Cuenta Zambra que su formación como escritor se fue dando poco a poco, al hallarle, tiempo después, el verdadero sentido a esos textos; un sentido alejado de detalles forenses y más cercano a una suerte de recreación mítica de las propias circunstancias en las vicisitudes de Juan Preciado, la familia Buendía o Tom Sawyer.

En este imperio de la tecnología y los mass media que anunciaba Baudrillard, hemos olvidado lo que era aburrirnos. Una imposición, como la “lectura obligatoria” o esa intención ambigua, llena de recelo, que es el “hábito de la lectura”, termina por alterar a un sujeto que el resto del día la pasa sin libros y vive anestesiado por un iPod y las opiniones de las fotos de “amigos” que nunca ha visto, que nunca ha abrazado y que por tanto puede apartarlos de su vida con un solo clic.

Escindido en un mundo que le presentan como “real” pero apático  y otro “virtual” y mucho más estimulante, el individuo no sabe de qué lado poner los libros; en parte, porque nadie le ha dicho que esos libros le hablan de sí mismo y de quienes lo rodean. Gilles Lipovetsky afirmaba, en los ’80, que viviríamos en la sociedad del deseo: un deseo efímero, inmediato, sin restricciones éticas; una dinámica ya global de “téngalo hoy y páguelo mañana”. En parte, en eso se basan los programas de lectura fomentados verticalmente por el Estado, las librerías y las editoriales, que no hacen más que confirmar este doble discurso donde se potencia una suerte de “erótica de la lectura”, pero sin otorgar los canales necesarios para satisfacerla.

Con lo último comentado, me viene a la memoria un episodio muy vívido de la novela Bonsái (2007), del citado Alejandro Zambra. Bonsái es una novela muy breve, muy bella, en la que sus personajes, Julio y Emilia, son dos estudiantes que se dedican a reprobar las materias de la universidad y a encontrarle otro sentido a las lecturas que les dejan sus profesores. Como propuesta máxima de incorporar la literatura a la vida cotidiana, Julio y Emilia sienten, en primer lugar, que esos textos fueron escritos para ellos, para sus circunstancias directamente. Aquí un fragmento de la novela:

Las rarezas de Julio y Emilia no eran sólo sexuales (que las había), ni emocionales (que abundaban), sino también, por así decirlo, literarias. Una noche especialmente feliz, Julio leyó, a manera de broma, un poema de Rubén Darío que Emilia dramatizó y banalizó hasta que quedó convertido en un verdadero poema sexual, un poema de sexo explícito, con gritos, con orgasmos incluidos. Devino entonces en una costumbre esto de leer en voz alta –en voz baja– cada noche, antes de hacer el amor [follar]. Leyeron El libro de Monelle, de Marcel Schowb, y El pabellón de oro, de Yukio Mishima, que les resultaron razonables fuentes de inspiración erótica. Sin embargo, muy pronto las lecturas se diversificaron notoriamente: leyeron El hombre que duerme y Las cosas, de Perec, varios cuentos de Onetti y de Raymond Carver, poemas de Ted Hughes, de Tomas Tranströmer, de Armando Uribe y de Kurt Folch. Hasta fragmentos de Nietzsche y de Émile Cioran leyeron.

Pasaron muchos años para que pudiera comprar un libro nuevo, envuelto en celofán, en parte por esta manía y en parte porque, con mis sueldos esporádicos, no podía permitirme esos lujos. Foto: Shutterstock

Pasaron muchos años para que pudiera comprar un libro nuevo, envuelto en celofán, en parte por esta manía y en parte porque, con mis sueldos esporádicos, no podía permitirme esos lujos. Foto: Shutterstock

UN LISTADO DE AUTORES

Ahora lo pienso y la selección no está nada mal para el propósito. Un listado de autores puede construir la intimidad de una pareja, la puede potenciar, pero también, como ocurre en Bonsái, puede trastocarla sin remedio. Julio y Emilia comienzan a distanciarse cuando, en la Antología de la literatura fantástica preparada por Silvina Ocampo, Bioy Casares y Borges, encuentran el relato “Tantalia”, de Macedonio Fernández. En “Tantalia”, una pareja decide comprar una pequeña planta como símbolo de su amor. “Tardíamente se dan cuenta”, dice Zambra, “de que si la plantita se muere, con ella también morirá el amor que los une”. Es la literatura, entonces, la que alumbra y advierte a Emilia y a Julio de que el amor es un jardín japonés, donde los amantes deben ser sus celosos jardineros. Por supuesto, Zambra se complace en describir cómo ese jardín de Julio y Emilia se descuida y la maleza y los insectos y las sequías y las lluvias y la distancia y el egoísmo acaban por desmantelarlo.

“Si no hay comunión entre los hombres y usted, intente estar cerca de las cosas: ellas no lo abandonarán”, le recomendaba Rainer Maria Rilke a su amigo, el joven poeta Franz Xaver Kappus. Los libros pueden entrar en la vida subjetiva para darle brillo o bien para opacarla: es el riesgo que cualquier lector avezado tiene. No obstante, lo provechoso es que aunque sea una actividad eminentemente solitaria, la lectura puede unirnos con otros de los que no teníamos noticia. Esto nos pone a pensar, como quería entenderlo Hans-Robert Jauss, de que al abrir Bonsái o las Cartas de un joven poeta debemos asumir que no somos los primeros lectores de esos textos, sino eslabones de una cadena compleja de la que nadie ha hablado, pero que sostiene todo el mundo literario. Al modo extravagante que Julio y Emilia tenían de usar la literatura, puede sumarse otro: el de averiguar esos procesos previos de recepción textual.

Sin duda, el verdadero sentido de la lectura es el goce de la conversación silenciosa con uno mismo. Pero en esa conversación es posible establecer vasos comunicantes con otros individuos cuyas preferencias librescas no figuran en las listas de superventas ni en las últimas novedades editoriales. De hecho, son pocas las veces que al entrar en una librería me detengo en el mesón de novedades. (Nota al margen: detesto los libros envueltos en celofán. Pasaron muchos años para que pudiera comprar un libro nuevo, envuelto en celofán, en parte por esta manía y en parte porque, con mis sueldos esporádicos, no podía permitirme esos lujos. Así que recurrí, como muchos de mis compañeros, a la bendita fotocopia que ennegrece los dedos o al placer de bucear en las estanterías de libros usados).

De estudiante descubrí la poesía de César Vallejo, la narrativa de Onetti y el teatro de Samuel Beckett porque otro lo había leído y, además, había dejado su testimonio sobre esos papeles amarillentos. Como una muestra del más exultante ejercicio hermenéutico, el libro usado no sólo es una celebración para el bolsillo, sino para la comprobación de que no estamos solos en el discreto universo de leer. En “Un lector borrado”, otro artículo que ayuda a matizar lo dicho, Zambra cuenta que encontró en Santiago de Chile, en unos saldos de las librerías de viejo de la calle Manuel Montt, un ajado ejemplar de la novela Toda la luz del mediodía, del escritor Mauricio Wacquez. Al empezar a leerla, se dio cuenta que alguien había hecho virulentas anotaciones al margen. Entre subrayados y opiniones, Zambra dejó acompañar su lectura por ese lector anónimo, y, como en Rayuela, la novela de Wacquez fue “muchos libros pero, sobre todo, dos libros”: el de la historia de un triángulo amoroso y el de la lectura que un sujeto armado de un lápiz fue haciendo de la historia del triángulo amoroso.

“Es extraño leer así”, señala Zambra, “tropezándose con opiniones injustas, que igual quedan en la memoria […]. Me he pasado la tarde imaginando a ese ruidoso lector, decidiendo sus rasgos, sus intereses. No sé por qué pienso que era hombre. Quizás por su letra algo tosca, que mezcla imprentas y cursivas sin mayor criterio. A pesar de lo mala que le parecía la novela, la leyó de punta a cabo: acaso le agradaba la posibilidad de seguir pasando infracciones o tal vez, lo más probable, leía obligado por un examen”.

Como pedía Nicanor Parra, es deber de nosotros como lectores bajar, otra vez, a los poetas del Olimpo. Foto: Shutterstock

Como pedía Nicanor Parra, es deber de nosotros como lectores bajar, otra vez, a los poetas del Olimpo. Foto: Shutterstock

El lector anónimo anterior a Zambra, quien también se volverá anónimo para el siguiente lector de Toda la luz del mediodía, deja testimonio de su combate, de las horas muertas que pasó leyendo sin mucho gusto la novela de Wacquez; en esas anotaciones arbitrarias y que a Zambra le parecen injustas, se ubica precisamente una hermenéutica de la lectura que a Gadamer no le hubiera desagradado. Y es que el libro usado nos libera de creer, con una innoble estrechez de criterio, que estamos delante de un objeto que es nuestro y que, por tanto, sólo será pretexto para fundamentar nuestras precarias opiniones en el microcosmos social en el que nos desenvolvemos.

Si los superventas están del lado de las esferas de poder económico, los libros usados, pues, no han hecho más que fecundar el ámbito de la vida cotidiana. El destino del libro es el estante humilde, lustroso; es el resguardo de libreros ancianos que aún se calientan las piernas con estufas de kerosene y sus tiendas huelen a naranjas y a humedad y a tabaco negro, y que esperan a que alguien venga a “rescatar” (porque los libros no se “compran”, se rescatan del olvido) un ajado ejemplar de Ferdyduke o de El hombre sin atributos, de La vida instrucciones de uso o de Tadeys, novelas que, afortunadamente, han pasado de moda.

Invirtiendo horas en esos lugares, de pronto el joven lector sabe que ha encontrado un pequeño tesoro que brilla entre los demás volúmenes. Sacrifica el dinero del almuerzo y en un banco de una plaza abre el libro para dialogar consigo mismo y con el pasado de los anteriores lectores. Es un gesto discretísimo, pero reivindicador; un gesto que da carpetazos a las encuestas desalentadoras y a eso que se ha reconocido con el rimbombante y macabro término de “analfabetismo funcional”. Es, además, un gesto artístico: dentro del libro hay otros posibles libros, armados con anotaciones de lápiz, manchas de café, puntas de hojas dobladas o cortadas, mil objetos, como flores secas, etiquetas de ropa, plumas de gaviota, que fungen como separadores.

En una oportunidad, Juan Carlos Canales (uno de los brillantes profesores que tiene la BUAP) y yo coincidimos delante de una franela de libros usados. Ambos dirigimos la mirada a los saldos de esos libros de colores de la antigua editorial Bruguera. Él, alto, espigado y de formación freudiana, se hizo con La arboleda perdida, de Rafael Alberti. Yo, de formación más derridiana, tomé y ya no solté más El lamento de Portnoy, de Philip Roth. Antes de entrar a clases comparamos los botines: en el interior del volumen de Alberti él encontró una carta de amor, escrita con tinta negra en la que una muchacha despachaba con despecho al novio de turno; yo, en cambio, hallé, envuelta en una servilleta, un ala de mariposa nocturna. Nos reímos: eran libros que habían sido vividos, humanizados. En suma, eran libros verdaderos.

Así parecen estar las cosas: sepultado debajo de tanta publicidad y ferias del libro, escombrado entre lecturas obligatorias y del hábito de leer, el lector asoma una mano y pide que lo rescaten. Quien se asume como “lector” aparece en su comunidad como un factor diferencial, no teniendo más remedio que hallar a otros lectores para, como indica Pierre Bayard, situarse en una frontera entre los libros que ha leído y los que no ha leído, pudiendo establecer un comentario crítico de ambos corpus. Bayard dejó dicho en una entrevista, que “los libros son como los seres humanos: no estamos obligados a enamorarnos de todas las personas que conocemos”, aleccionando así que cada individuo genera un sistema flexible de lecturas a las que accede por placer y, muchas veces, por asuntos extraliterarios.

Como pedía Nicanor Parra, es deber de nosotros como lectores bajar, otra vez, a los poetas del Olimpo.