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Carmen Salinas se encuentra estable y en proceso de dejar la respiración artificial

martes, noviembre 30th, 2021

Además, se dio a conocer que Carmen Salinas será sometida a varias pruebas auditivas para comprobar si la actriz está escuchando o no.

Ciudad de México, 30 de noviembre (SinEmbargo).-Carmen Salinas comenzó a dejar la respiración artificial luego de casi un mes de haber sido hospitalizada, informó Carmen Plascencia, nieta de la actriz.

“Mi abuelita está estable, eso es positivo, no ha empeorado su situación y una pequeña buena noticia (con reserva todo porque seguimos en una situación muy delicada y  con bastante riesgo), una pequeña mejoría es que ya empieza a dejar el respirador, esa es muy buena señal, eso quiere decir que ya está respirando por sí misma, compartió Plascencia a varios medios de comunicación en las inmediaciones del Star Médica Roma, hospital donde se encuentra internada Salinas.

Además, se dio a conocer que Carmen Salinas será sometida a varias pruebas auditivas para comprobar si la actriz está escuchando o no.

“Durante esta semana empezarán con unas pruebas que se llaman potenciales auditivos, porque no sabemos si está escuchando, nos van a decir cómo están los neurotransmisores que llevan las conexiones del oído al cerebro”, explicó la nieta de Salinas.

LA HEMORRAGIA ESTÁ DISMINUYENDO

El pasado 25 de noviembre Carmen Plascencia y Gustavo Briones, nieta y sobrino de la actriz, revelaron que Carmen Salinas ha presentado una leve mejoría pues de acuerdo con el parte médico la hemorragia se está reabsorbiendo.

Carmen Salinas durante una mesa de trabajo en la Cámara de Diputados en junio de 2017. Foto: Cuartoscuro

“En la tomografía se ve una ligera disminución de la sangre, ya empieza a desinflamar, no bastante, pero ya se bajó”, explicó Gustavo Briones.

Carmen Salinas fue hospitalizada de emergencia la noche del miércoles 10 de noviembre tras sufrir una alza en su presión que le provocó la hemorragia cerebral que la llevó a perder el conocimiento y terminar en estado de coma.

LECTURAS | Los casos del comisario Croce, de Ricardo Piglia

sábado, enero 5th, 2019

“Compuse este libro usando el Tobii, un hardware que permite escribir con la mirada. En realidad parece una máquina telépata. El interesado lector podrá comprobar si mi estilo ha sufrido modificaciones.” Y es que Los casos del comisario Croce fueron surgiendo a medida que la enfermedad que le iba paralizando el cuerpo avanzaba implacable.

Ciudad de México, 5 de enero (SinEmbargo).- El comisario Croce, investigador singular, era uno de los protagonistas de una de las grandes novelas de Ricardo Piglia, Blanco nocturno. El autor rescata al personaje en estos «casos», una sucesión de deliciosos relatos policiacos que son un homenaje a un género que Piglia amó como lector, divulgó como editor y practicó como escritor. El meditabundo y astuto Croce se enfrenta aquí al caso de un joven marinero yugoslavo acusado de matar a una prostituta en un cafetín portuario, al misterio de una supuesta película en la que aparecería Eva Perón en una escena pornográfica, a un ladrón de joyas relacionado con el peronismo, a un crimen resuelto con la ayuda de los versos de un cirujano del ejército de Rosas… En estos textos juguetones y virtuosos asoman guiños y referencias a Agatha Christie, Conan Doyle, Chesterton, Poe y también Borges, que amó el género policiaco tanto como Piglia.

Del comisario Croce dice su autor: “Me gusta el hombre, por su pasado y por el modo imaginativo con que afronta los problemas que se le presentan. Anda metido siempre en misterios y asuntos ajenos. Estos comisarios del género son siempre un poco ingenuos y fantasmales, porque, como decía con razón Borges, en la vida los delitos se resuelven –o se ocultan– usando la tortura y la delación, mientras que la literatura policial aspira –sin éxito– a un mundo donde la justicia se acerque a la verdad.” Y en la misma nota final explica: “Compuse este libro usando el Tobii, un hardware que permite escribir con la mirada. En realidad parece una máquina telépata. El interesado lector podrá comprobar si mi estilo ha sufrido modificaciones.” Y es que Los casos del comisario Croce fueron surgiendo a medida que la enfermedad que le iba paralizando el cuerpo avanzaba implacable. Y al leer este volumen exquisito y deslumbrante, el lector no podrá sino maravillarse ante la arrolladora vitalidad de unos textos que son, por encima de todo, una hermosísima celebración de la literatura, el poder de las palabras y la fabulación.

El autor dejó preparado para su publicación póstuma este libro, que es una muy notable incorporación al corpus literario de uno de los más grandes escritores en lengua española de los últimos tiempos.

El comisario Croce, de legendaria intuición para resolver misterios. Foto: Anagrama

Fragmento de Los casos del comisario Croce, de Ricardo Piglia, con autorización de Anagrama

PRELIMINAR

El filósofo produce ideas, el poeta poemas, el cura sermones, el profesor compendios, etcétera. El delincuente produce delitos. Fijémonos un poco más de cerca en la conexión que existe entre esta última rama de producción y el conjunto de la sociedad y ello nos ayudará a sobreponernos a muchos prejuicios. El delincuente no produce solamente delitos: produce, además, el derecho penal y, con ello, al mismo tiempo, al profesor encargado de sustentar cursos sobre esta materia y, además, el inevitable compendio en que este mismo profesor lanza al mercado sus lecciones como una «mercancía». Lo cual contribuye a incrementar la riqueza nacional, aparte de la fruición privada que, según nos hace ver un testigo competente, el señor profesor Roscher, el manuscrito del compendio produce a su propio autor.

El delincuente produce, asimismo, toda la policía y la administración de justicia penal: comisarios, jueces, abogados, jurados, etcétera., y, a su vez, todas estas diferentes ramas de industria, que representan otras tantas categorías de la división social del trabajo, desarrollan diferentes capacidades del espíritu humano, crean nuevas necesidades y nuevos modos de satisfacerlas. Solamente la tortura ha dado pie a los más ingeniosos inventos mecánicos y ocupa, en la producción de sus instrumentos, a gran número de honrados artesanos.

El delincuente produce una impresión, unas veces moral, otras veces trágica, según los casos, prestando con ello un “servicio” al movimiento de los sentimientos morales y estéticos del público. No solo produce manuales de derecho penal, códigos penales y, por tanto, legisladores que se ocupan de los delitos y las penas; produce también arte, literatura, novelas e incluso tragedias, como lo demuestran no solo La culpa, de Müllner o Los bandidos, de Schiller, sino incluso el Edipo (de Sófocles) y el Ricardo III (de Shakespeare). El delincuente rompe la monotonía y el aplomo cotidiano de la vida burguesa. La preserva así del estancamiento y provoca esa tensión y ese desasosiego sin los que hasta el acicate de la competencia se embotaría. Impulsa con ello las fuerzas productivas. El crimen descarga al mercado de trabajo de una parte de la superpoblación sobrante, reduciendo así la competencia entre los trabajadores y poniendo coto hasta cierto punto a la baja del salario, y, al mismo tiempo, la lucha contra la delincuencia absorbe a otra parte de la misma población. Por todas estas razones, el delincuente actúa como una esas “compensaciones” naturales que contribuyen a restablecer el equilibrio adecuado y abren toda una perspectiva de ramas “útiles” de trabajo.

Podríamos poner de relieve hasta en sus últimos detalles el modo como el delincuente influye en el desarrollo de la productividad. Los cerrajeros jamás habrían podido alcanzar su actual perfección si no hubiese ladrones. Y la fabricación de billetes de banco no habría llegado nunca a su actual refinamiento a no ser por los falsificadores de moneda. El microscopio no habría encontrado acceso a los negocios comerciales corrientes si no le hubiera abierto el camino el fraude comercial. Y la química práctica debiera estarles tan agradecida a las adulteraciones de mercancías y al intento de descubrirlas como al honrado celo por aumentar la productividad.

El delito, con los nuevos recursos que cada día se descubren para atentar contra la propiedad, obliga a descubrir a cada paso nuevos medios de defensa y se revela, así, tan productivo como la ingeniería, en lo tocante a la invención de máquinas. Y, abandonando ahora el campo del delito privado, ¿acaso sin los delitos nacionales habría llegado a crearse nunca el mercado mundial? Más aún, ¿existirían siquiera naciones? ¿Y no es el árbol del pecado, al mismo tiempo y desde Adán, el árbol del conocimiento? Ya Mandeville, en su The Fable of the Bees (1705), había demostrado la productividad de todos los posibles oficios, etcétera., poniendo de manifiesto en general la tendencia de toda esta argumentación: “Lo que en este mundo llamamos el mal, tanto el moral como el natural, es el gran principio que nos convierte en criaturas sociales, la base firme, la vida y el puntal de todas las industrias y ocupaciones, sin excepción; aquí reside el verdadero origen de todas las artes y ciencias y, a partir del momento en que el mal cesara, la sociedad decaería necesariamente, si es que no perece.”

1. LA MÚSICA

Estaba amaneciendo cuando el comisario Croce sintió un rasguido en el aire, como una música. Después, a lo lejos, vio un resplandor, tal vez era el fuego de un linyera o una luz mala en el campo. “Comparo lo que no entiendo”, pensó. La realidad estaba llena de señales y de rastros que a veces era mejor no haber visto. Desde hacía meses vivía de prestado en la casa medio abandonada de un puestero en la estancia de los Moya, esperando que se resolviera el expediente de su cesantía y le pagaran la jubilación.

El resplandor se había apagado de golpe, pero la claridad persistía al fondo de la hondonada. Las vacas se habían arrimado al alambrado y mugían asustadas por esa luz tan blanca. El cielo estaba limpio, y en el aire vio un pájaro –”una calandria”, pensó– que volaba en un punto fijo, aleteando sin avanzar.

Bajó por el cauce del arroyo seco y cortó camino entre las casuarinas. El Cuzco lo seguía, olfateando la huella con un quejido, el pelo hirsuto, la mirada vidriosa.

–Vamos –le dijo Croce–. Tranquilo, Cuzco.

De pronto el perro salió corriendo y empezó a ladrar y a hurgar en la tierra. En el pasto, en medio de un círculo de ceniza, había una piedra gris. Croce se agachó y la estudió; se levantó, la miró de lejos, volvió a inclinarse y pasó la mano abierta por el aire, sin tocarla. Era como un huevo de avestruz y estaba tibia. Cuando la alzó, el pájaro que volaba inmóvil pareció quedar suelto y se alejó con un graznido hacia los álamos. El material era rugoso, muy pesado; el objeto venía de los confines del universo. Un aerolito, decidió Croce.

En el almacén de los Madariaga todos festejaron la llegada de Croce con la piedra (“el cascote) que había caído del cielo. La apoyaron sobre una mesa y vieron que era un imán: sintieron un tirón en las rastras, las tijeras de esquilar del viejo Soto no se abrían, las monedas se deslizaban por la tabla y hasta los cascarudos y un mamboretá fueron atraídos por la piedra y quedaron pegados en el borde.

–Se puede hacer plata con esa cosa –dijo Iñíguez.

–En un circo –arriesgó Soto.

–En la ruleta, en Mar del Plata… –siguió Ibáñez–. La movés y la bolita va al número que quieras.

–Tiene un silbido –dijo Soto, escuchando con una mano en la oreja.

–Es la ley de gravedad –dijo Croce–, lo que pesa, se viene abajo… –Los parroquianos lo escuchaban, intrigados–. Vaya uno a saber en qué época empezó a caer y a qué velocidad. Parecía una llamarada en el campo…

–La enciende la fricción en la atmósfera –tanteó Ibáñez.

–Hay que dar cuenta –dijo Madariaga.

–Claro. Prestame el teléfono –dijo Croce.

Tenía que ver. Llamó a Rosa, la bibliotecaria del pueblo, y ella le dijo que iba a averiguar. Croce pidió una ginebra, la primera del día era siempre la mejor. Por ahí la piedra le cambiaba la suerte.

Al rato lo llamó Rosa. Había hablado con Teruggi, del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, sí, era un aerolito, tenían que analizarlo, y además le dijo que los objetos extraterrestres son de quien los encuentra y no del dueño del lugar donde caen. A Croce le gustó esa distinción y también la palabra extraterrestre.

–Dice que te van a recompensar y qué querés.

–Cómo qué quiero…

–A cambio. Plata no, algo…

–No sé. –Se quedó pensando–. Un telescopio.

Rosa se largó a reír.

–¿Y para qué un telescopio?

–Para verte a vos de lejos…

–Mirá qué bien… Cualquier cosa podés pedir –siguió ella–. En el universo no hay propiedad. Pensalo –dijo, y cortó.

Un trueque, eso también le gustó. A veces, en tiempo de sequía, no había un peso en el pueblo y al maestro le pagaban con gallinas, a Croce no le cobraban la comida en el restaurante del hotel, a Rosa le pagaban el sueldo con medicina para el dolor de los huesos. Siempre había querido tener un telescopio. En la noche, en el campo, se puede ver muy bien el firmamento. La luz de las estrellas no viene del espacio, viene del tiempo. Soles remotos, muertos hace miles y miles de años. Pensar eso lo aliviaba cuando no podía dormir y en la cabeza le zumbaban los presagios y los malos pensamientos. Con el telescopio, por ahí las noches se le hacían cortas y algo podía aprender sobre el universo.

Lo sacó de la meditación una llamada del doctor Mejía, un abogado de La Plata que le estaba tramitando la jubilación y el retiro. Querían consultarlo sobre el asunto del marinero yugoslavo que había matado a una copera en un piringundín de Quequén. Croce había leído algo sobre el asunto.

–Messian, el defensor de oficio, anda desorientado y quiere que visites al detenido.

–¿Para?

–Nadie lo entiende, habla en croata…

–¿Y yo qué puedo hacer?

–Andá a verlo, pobre pibe. Está preso en Azul.

A mediodía subió al coche y salió para el sur. Lo consultaban como si estuviera en actividad y le decían comisario y él era un excomisario, estaba retirado, en disponibilidad, pero lo llamaban igual al teléfono del almacén de los Madariaga, como si fuera su despacho. “Sí, claro, cómo no”, pensaba, “un despacho de bebidas..” Lo divirtió el símil. “Mi despacho”, pensó. Podía poner una bandera y un retrato del general San Martín y detener a todo el mundo, menos a los borrachos y a los que vendían whisky de contrabando. Había dejado el aerolito al cuidado de Rosa en la biblioteca.

–Ojo, atrae todos los metales… –le había dicho.

–Ya veo –dijo Rosa–. Me tironea la rodilla. Subila ahí, en el costado.

Tenía una rótula de aluminio, pero caminaba sin renguear, bella y liviana, y con el bastón le mostró el hueco en la estantería donde ubicar la piedra.
La miraron un rato.

–Brilla.

–Titila. Parece que estuviera viva –dijo Rosa.

A veces dormía con ella. Dormir es un decir, se pasaban la noche conversando, discurriendo, tomando mate. De vez en cuando se metían en la cama. A Rosa no le gustaba que los vieran juntos. Nadie quiere que lo vean con un policía. “Pero yo soy un expolicía, estoy retirado.” Ella se reía, se iluminaba. “Por eso no, Croce…, es que sos muy feo.”

En la cárcel lo estaba esperando el abogado de oficio, flaquito y activo, fumaba nervioso. Y mientras entraban le hizo un resumen del caso.
La noche del 8 de mayo de 1967, después de desembarcar en Quequén, Sandor Pesic, junto con otros tres marineros del barco Belgrado, que venía a cargar trigo en los silos del puerto, se fue a tomar unas copas al bar Elsa, un cabaret en la zona mala del puerto. Estuvieron un rato ahí bebiendo cerveza con las chicas. Sus compañeros se retiraron, pero Pesic se quedó porque le gustaba estar bajo techo, en la luz, sentado a una mesa, “como si fuera de ahí”, dijo el abogado, y concluyó, amargado, “me saqué la lotería con este individuo”. “Debe pensar que individuo es una palabra jurídica”, pensó Croce mientras pasaban los retenes y las rejas y cruzaban los pasillos. “Un masculino,  podría haber dicho», pensó Croce, “cómo no, un varón, un mocito desgraciado sería mejor.”

Pesic, solo y algo bebido, sin hablar castellano, presenció esa noche una pelea de las alternadoras Nina Godoy y Rafaela Villavicencio con un cliente. Como la pelea subía de tono, Pesic quiso intervenir para calmarlos, pero recibió un golpe en la cabeza que lo dejó inconsciente. Cuando despertó, Nina estaba muerta en el piso y la otra mujer gritaba y lloraba pidiendo ayuda. El hombre, el cliente, ya no estaba. La policía detuvo a Pesic cuando volvió al barco. Había huido, asustado, en medio del tumulto. Lo encarcelaron, el Belgrado partió y él quedó solo, en este país perdido.

En el juicio lo declararon culpable del asesinato de Godoy y lo condenaron a veinte años de prisión. De las muchas personas que testimoniaron, Pesic era el único sin antecedentes penales. Rafaela, única testigo de lo que había pasado esa noche, declaró cinco veces y en todas contó una historia distinta. Al escuchar la sentencia, el marino se agarró la cabeza y empezó a llorar mientras murmuraba en su idioma.

El abogado de oficio preparaba la apelación y no sabía para dónde agarrar.

–Usted, Croce, quién  por ahí encuentra algo…

–Mejor voy solo –dijo el comisario.

El yugoslavo era un chico rubio, de cara flaca y ojos celestes, tendría dieciocho años, calculó Croce, diecinueve cuando más, y estaba sentado en el catre, con la espalda apoyada en la pared. En el hueco de la ventana había puesto una foto donde se lo veía sonriendo y tocando el acordeón a piano al lado de una muchacha con el pelo suelto que lo besaba en la mejilla. Le había puesto una vela y unas flores a la fotografía, como si fuera un altar.

–Qué decís, che, soy el comisario Croce –dijo Croce para abreviar.

El yugoslavo habló un rato en croata y Croce lo escuchó con atención, como si lo comprendiera. Después sacó papel y lápiz y con señas le pidió que le dibujara la escena. Pesic hizo un cuadrado y luego otro al lado y otro cuadrado abajo y otro al costado, como quien hace una pajarera o cuatro mesas de billar vistas de arriba.

En el primer cuadrado hizo unas rayas y había que imaginar –por el birrete– que era un marinero sentado a una mesa con dos mujeres –a las que les había dibujado las melenitas– y varias botellas.

“Nina y Rafaela”, pensó Croce.

En el segundo estaba el marinero tirado en el piso, con puntos negros en lugar de ojos y zzzz escrito al lado, en el idioma universal de las historietas.

“Estaba borracho y se había dormido o lo habían dormido de un golpe”

En el otro dibujo, junto al muñequito acostado, había una puerta cerrada y un globito que decía toc, toc.

“Dormido había soñado o había oído que alguien golpeaba la puerta”, dedujo Croce.

En el último dibujo aparecía una de las mujeres tirada en el piso y Pesic sostenido de los brazos por dos muñequitos forzudos.

–Y cuando estabas dormido o desmayado, golpearon la puerta –dijo Croce.

Pesic lo miró sin entender, Croce le mostró el segundo dibujo y Pesic volvió a hablar largamente haciendo gestos con la mano, quizá con la ilusión de que lo comprendiera. Imposible.

Entonces Croce puso las manos juntas en la cara y cerró los ojos.

–¿Estabas dormido? –preguntó.

Pesic negó con la cabeza, expectante.

–¿Cómo no? Primero entra uno y después el otro –dijo Croce mostrando primero un dedo y después dos–. ¿O fue uno solo que golpeó dos veces?

Pesic dijo que no con un gesto. Croce recordó de pronto que en los Balcanes, para decir sí, hacían el gesto de sacudir la cara de un lado al otro, y movían la cabeza de arriba abajo para decir no.

–Ahá –dijo Croce–. Sí.

El chico sonrió por primera vez. Después mostró un dedo y después dos dedos.

Uno había golpeado dos veces. Raro.

–¿Te despertó o lo oíste en sueños? –preguntó Croce.

Pesic hizo unos gestos incomprensibles pero después cerró los ojos y Croce infirió que había escuchado los golpes mientras dormía.

–Si habían golpeado  a la puerta dos veces, era una señal. Entonces el crimen había sido planificado y no era el resultado de una pelea casual. Y usaron a Pesic de chivo expiatorio. Primero lo desmayaron… –Croce había hablado en voz alta como le sucedía a veces mientras pensaba para adentro y Pesic lo miró asustado.

–No entendés ni jota –le dijo Croce.

El chico se tapó la cara y empezó a llorar. Croce le apoyó la mano en la cabeza.

En la pared del fondo de la celda había una leyenda grabada en la piedra. Meo sangre. Soy José Míguez. Yuta puta. Había cruces para marcar el tiempo y el dibujo primitivo y brutal de una mujer desnuda con las piernas abiertas. “La muerte siempre llama dos veces”, pensó de golpe Croce.

Pesic era el condenado esencial, metido en una historia siniestra, en un puerto miserable, en un país desconocido. “Debe pensar”, pensó Croce, “soy el náufrago de todos los náufragos, voy a morir solo en esta celda inmunda.” Pero ¿sería inocente? En el momento del hecho estaba dormido, no podía recordar nada, pero su salvación estaba en ese sueño.

–¿Te acordás qué soñaste? –preguntó Croce, y dibujó torpemente un títere dormido (zzzzz) y luego hizo un globo que le salía de la frente con nubes, un árbol, una casita con una chimenea de la que salía humo. El globo estaba dibujado con una línea de puntos que parecía temblar en el aire.

Pesic tomó el papel y dibujó una escalera circular y un mono subido a un árbol que en el cuadro siguiente ya había bajado y caminaba arrastrando los brazos hasta una puerta cerrada al fondo. Miró a Croce y después dibujó la puerta por el lado de adentro con el toc toc al costado. Se quedó quieto un instante y luego señaló a la chica de la foto y cerró los ojos. “Soñó con ella”, dedujo Croce. Pero ¿la escalera y el mono? Esperó a ver, pero Pesic ya se había retirado a su cueva interior y miraba el vacío, hosco y callado. Entonces Croce juntó los dibujos y se despidió con una mueca compasiva.

–Se los llevo al defensor –dijo.

Afuera esperaba el abogado. Cruzaron por los mismos pasillos por los que habían entrado.

–Está embromado el hombre –dijo Croce–. Tuvo un sueño o vio algo mientras estaba dormido. Un mono, una escalera. –Le mostró los dibujos–. En el sueño escuchó golpear dos veces. En realidad era el asesino que venía de la calle. Golpeó la puerta dos veces para avisar… ¿a quién? –dijo Croce, y se voló un poco como siempre que estaba ante un caso difícil–. Los golpes habían sonado antes y no después. Los escuchó en sueños y marcan la entrada del asesino. En un crimen hay siempre una pausa, todo se detiene y vuelve a empezar. Es lo que pasó: alguien entró y mató a la chica. ¿Me entiende?

–Más o menos –dijo el abogado mirando los dibujos–, pero yo ¿cómo lo pruebo?

“Suerte que ya no soy más policía”, pensó Croce mientras se alejaba. No podía dejar de pensar en el chico encerrado en la celda. “No tiene a nadie con quien hablar”, pensó mientras salía del presidio y subía al auto y lo ponía en marcha. La ruta estaba medio vacía. “¿Qué puedo hacer por el chico?”, pensaba mientras conducía y caía la tarde; la luz de los ranchos ardía, a lo lejos, en el campo abierto, y en el horizonte se oía ladrar los perros, uno y más lejos otro y después otro. “Los que no salen nunca de la cárcel son los cristianos como este”, pensaba Croce mientras entraba en el pueblo. Cruzó la calle principal y saludó a los que lo saludaron desde las mesas en la vereda del Hotel Plaza.

Por fin detuvo el auto frente a la biblioteca y tocó bocina. Rosa salió y se apoyó en la ventanilla.

–Ya sé lo que quiero a cambio de la piedra que cayó del cielo.

–Ah, bien…

–Una “verdulera”, una Hohner me gustaría. –Rosa se empezó a reír–. Sí –dijo Croce–. Ahora, en lugar de resolver los casos, les pongo música.

En las noches de verano, cuando las altas ventanas de la cárcel estaban abiertas, se escuchaba el acordeón a piano de Pesic que tocaba las lejanas melodías de su país. Cuando llegaba el invierno, el sonido dulce de la música solo se oía en los pasillos de la prisión y los presos agradecían poder vivir con el ritmo de esas extrañas canciones en el aire.

El 8 de septiembre de 1972, casi cinco años después de la visita de Croce, fueron detenidos en España dos argentinos de avería, Carlos Farnos y Juan Hankel, que confesaron su responsabilidad en el asesinato de la copera de Quequén. El caso se reabrió. Efectivamente, Farnos estaba en el lugar y Hankel golpeó dos veces la puerta para entrar. El gobernador Oscar Bidegain redujo la pena de Pesic y el yugoslavo dejó la cárcel de Azul por buena conducta en septiembre de 1973. Tenía veintiséis años. Había pasado años y años preso por un crimen que no había cometido. Al salir declaró que solo deseaba llegar cuanto antes a su pueblo natal, Trebinje, en Yugoslavia. Los diarios señalaron que el único objeto personal que se llevó consigo fue “su acordeón a piano”. Y que en su español tentativo y austral dijo que agradecía al “hermano argentino” que se lo había “obsequiado”.

“Obsequiado, ¿dónde habrá aprendido ese verbo, el pobre Cristo?”, pensó Croce. Salió al patio con el mate en la mano. Era noche cerrada y las estrellas titilaban en el cielo. “Lástima no tener un telescopio”, pensó mientras veía brillar las Tres Marías en la insondable oscuridad.

Ricardo Piglia (1940/2017), profesor emérito en la Universidad de Princeton, está unánimemente considerado un clásico de la literatura actual en español. Ha publicado en Anagrama sus cinco novelas, Respiración artificial, La ciudad ausente, Plata quemada (llevada al cine por Marcelo Piñeyro), Blanco nocturno y El camino de Ida; los cuentos de Nombre falso, La invasión y Prisión perpetua; y los textos de Formas breves, Crítica y ficción, Elúltimo lector y Antología personal, que pueden ser leídos como los primeros ensayos y tentativas de una autobiografía futura, que cristaliza en Los diariosde Emilio Renzi, esperadísima obra dividida en tres volúmenes, de los que se publicó en 2015 el primero, Años de formación, y ahora aparece el segundo.

Adiós a Ricardo Piglia y a gran parte de la literatura latinoamericana

sábado, enero 7th, 2017

El escritor argentino Ricardo Piglia estuvo durante mucho tiempo dedicándose a las muertes: la de Manuel Puig, la de Bolaño, sobre todo la de Juan José Saer, ese autor que después de Borges era tan importante… Ahora que ha muerto él nos queda a nosotros ocuparnos de su partida y no permitir que se pierda en el olvido. Los libros de Ricardo, las letras de Piglia y las de sus hermanos…

Ciudad de México, 7 de enero (SinEmbargo).- Ricardo Piglia tenía una manera de hablar tan amena. Era como si el vecino de la vuelta viniera a hablar contigo de literatura, de escritores inmensos, de referirse a ese eterno mirar por encima de los autores famosos para destacar tu observación, tu parecer.

Lo decía incluso cuando como periodista te acercabas y él te decía, serio, concentrado: “siempre pienso que sólo me lee un grupo de amigos”. Pensaba para ello en una sociedad secreta de lectores, de personas adscriptas a los libros que fueran haciendo clubes sin nombres.

Pienso en las últimas tres novelas de Piglia: Blanco nocturno, El camino de Ida y Los diarios de Emilio Renzi, tres formidables historias tan distintas entre sí y tan demandantes, como si los lectores de ahora pudieran distinguirse de Plata quemada y Respiración artificial, esas novelas que lo condenaron en un principio a ser exitoso sólo en Argentina.

Planeta tenía la opción de publicarlo fuera de su país, pero no fue sino hasta muchos años después en que Jorge Herralde, el editor de Anagrama, pudo saldar la deuda y darle a Latinoamérica y a España un autor tan universal, tan vasto.

Me pregunto si en estas circunstancias, Herralde sabrá de la muerte de Piglia. El legendario editor pasa sus días en una residencia de recuperación y fisioterapia como consecuencia de una caída que sufrió a mediados de noviembre pasado y ya ha dejado la dirección de Anagrama en nombre de Silvia Sesé, su mano derecha.

Las muertes, como la de él, que pereció luchando por su enfermedad, cuando la prepaga Medicus no quería hacerse cargo de la medicación que necesitaba para su ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica) y fue un pedido del artista y sociólogo Roberto Jacoby el que levantó la protesta tanto de argentinos, como de mexicanos, como de españoles.

Como la muerte de Roberto Bolaño (1953-2003), con el que mantuvo largas charlas por Internet destinadas a hablar de lo latinoamericanos que somos, ¿verdad?.

“Para nuestra desgracia, creo que seguimos siendo latinoamericanos. Es probable, y esto lo digo con tristeza, que el asumirse como latinoamericano obedezca a las mismas leyes que en la época de las guerras de independencia. Por un lado es una opción claramente política y por el otro, una opción claramente económica”, dijo Bolaño.

“Estoy de acuerdo en que definirse como latinoamericano (y lo hacemos pocas veces, ¿no es verdad?; más bien estamos ahí) supone antes que nada una decisión política, una aspiración de unidad que se ha tramado con la historia y todos vivimos y también luchamos en esa tradición”, dijo Piglia.

Y lo añoraba mucho: “ya que era un gran interlocutor. Nos intercambiábamos nuestros respectivos escritos y sin duda me interesa mucho la literatura que él hacía, fundamentalmente porque en su lógica novelística, el relato se construye como una investigación”.

Otras muertes, como la del ex presidente Néstor Kirchner y la del novelista y poeta Rodolfo Fogwill. “No quisiera unificarlos, claro, aunque tenían algo en común y es que mucha gente los odiaba”, bromeó.

“La muerte de Kirchner produjo efectos inesperados y una reacción colectiva que demuestran que la política muchas veces tiene que ver con los sentimientos y la de Fogwill produjo la tristeza que causa el hecho de que un escritor muera en su plenitud creativa”, expresó.

Desde hoy hay un gran lector de Gombrowicz menos. Probablemente, el que más hizo porque se lo leyera en Argentina, dijo la gente del Congreso Gombrowicz. Y cuando murió ya tenía terminado un libro sobre el uruguayo Juan Carlos Onetti.

La muerte del gran Juan José Saer, esa sí que fue una muerte propia, tan para desmentirla entre otras cosas por medio de un libro Por un relato futuro, el testimonio de una larga época de amistad y la firme voluntad de Ricardo que después de Jorge Luis Borges, el importante era Saer.

Y la muerte de Manuel Puig y la de Rodolfo Walsh: la literatura argentina de fines del siglo XX debería leerse en las claves dadas por tres autores diametralmente opuestos entre sí.

De Puig decía que era el novelista político: “El que se hizo cargo de la cultura popular representada por la televisión y el radioteatro, para incorporarla a la literatura y el que demostró la relación entre la política y los sentimientos mejor que ninguno”.

“Hay que buscar el poder de la ficción en la realidad y escuchar más a los perdedores puesto que son ellos quienes en general expresan una verdad que esconde la cultura del éxito reinante”, decía de Puig y acaso de sí mismo.

RICARDO PIGLIA, ADIÓS AL HOMBRE BONAERENSE

Ricardo Piglia había nacido en Buenos Aires en 1941. Se dio a conocer en 1967, cuando su primer libro de relatos La invasión ganó el premio Casa de las Américas. Desde entonces, su obra literaria no paró nunca y sobre todo para referirse a sus favoritos y a sus hermanos: Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Macedonio Fernández, Manuel Puig…

Cuenta Piglia que contaba Borges que decía Macedonio Fernández en clave de humor: “los gauchos fueron inventados para entretener a los caballos en las estancias”; esa burla desparpajada opuesta a la solemnidad pomposa de un folclore conservador que quiere pero no puede convertirse en corsé cultural para todo un país, es la carne que da sustancia a la obra de Piglia y que al mismo tiempo lo hace tan atractivo para las nuevas generaciones de lectores, que lo veneran. Era un escritor bonaerense, con todos los comentarios habidos y por haber al respecto.

Y era un escritor enfermo. Como ese comentario que hizo el también periodista y escritor Carlos Ulanovsky al enterarse de que había ganado el Formentor de las Letras: “Qué no daría Piglia por un poco de salud antes que un premio”.

“La literatura persiste en nuestra época porque uno de sus horizontes es justamente contar cómo sobreviven los hombres en esta intemperie que no tiene fin. Malos tiempos para la lírica, dijo el poeta en un poema donde exaltaba el coraje y la ironía de los que perseveran sin transigir. El reconocimiento de los colegas es el mejor halago al que podemos aspirar”, afirmó entonces el argentino, quien a pesar de su delicado estado de salud no había dejado de trabajar.

Licenciado en Historia por la Universidad Nacional de La Plata, Ricardo Piglia se desempeñó como profesor de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad de Princeton, Estados Unidos, donde enseñó e investigó de 2001 a 2011 y fue nombrado profesor emérito “Walter S. Carpenter Professor of Language, Literature, and Civilization of Spain”.

El escritor argentino falleció ayer a los 75 años, víctima de un paro cardíaco.

Ricardo Piglia, uno de los mejores exponentes de la narrativa argentina, fallece a los 75 años

viernes, enero 6th, 2017

“Adiós Renzi. Adiós Piglia. Nos queda todo lo escrito, la lucidez y la pasión del escritor y el lector omnívoro. Te vamos a extrañar. #Piglia”, expresó en su cuenta de la red social Twitter, el Ministro de Cultura argentino, Pablo Avelluto.

Buenos Aires, 6 de enero (EFE).- El escritor argentino, Ricardo Piglia, fallecido a los 75 años estaba considerado como uno de los mejores exponentes de una nueva época narrativa argentina.

Nacido el 24 de noviembre de 1941 en la localidad bonaerense de Adrogué, catorce años después, en 1955, abandonó su lugar natal para instalarse junto a su familia en Mar del Plata, a unos 400 kilómetros de Buenos Aires, donde descubrió el mundo literario.

El propio escritor explicó que la mudanza se debió a “una historia política, una cosa de rencores y odios barriales” que obligaron a la familia a buscar un nuevo hogar. Años más tarde, se instaló en Buenos Aires.

En 1967, publicó su primer libro de relatos, La invasión, que mereció una mención especial en el Séptimo Concurso de Casa de las Américas, con un jurado integrado por los autores Mario Benedetti, Enrique Lihn, Jesús Díaz y Dalmiro Sáenz.

Ocho años después, en 1975, el escritor lanzó su segundo texto de relatos, Nombre falso, el cual fue traducido al francés y al portugués.

A estos textos le siguieron la resonante Respiración artificial (1980), el ensayo Crítica y ficción (1986) y Prisión perpetua (1988).

Pese a los tiempos respetados entre una publicación y otra, Piglia nunca descansó en su valorado oficio.

En 1992 publicó la novela “Ciudad ausente”, cuyo texto sirvió de base para el texto de una ópera realizada tres años más tarde con música de Gerardo Gandini.

La obra de Piglia también llegó al cine gracias a la película “Plata quemada”, basada en su libro homónimo. La producción se estrenó en 2000, con la dirección de Marcelo Piñeyro y las actuaciones de Pablo Echarri, Leonardo Sbaraglia y Eduardo Noriega. El filme obtuvo en España el Premio Goya 2000 al mejor largometraje extranjero de habla hispana.

El libro Plata quemada también fue merecedor en 1997 del Premio Planeta, dotado de 40 mil dólares, a raíz de la decisión unánime del jurado integrado los escritores Augusto Roa Bastos, Mario Benedetti, Tomás Eloy Martínez y María Esther de Miguel.

Sin embargo, Piglia y la editorial fueron condenados años más tarde por la Justicia argentina por la manipulación del concurso literario.

Tras un extenso recorrido por los tribunales, la Corte Suprema de Justicia del país suramericano rechazó en 2005 la apelación de Piglia y la editorial, por lo que quedó en firme un fallo que los obligó a pagar una indemnización de 10 mil pesos (unos 2 mil 630 dólares) por manipulación del concurso. La reclamación la hizo el autor Gustavo Nielsen, uno de los participantes.

El escritor demandante afirma que Planeta buscó que Plata quemada resultara ganadora del concurso para darle publicidad a Piglia, quien ya estaba vinculado con la editorial. Planeta indicó sin embargo que el galardón fue otorgado “con justicia” y consideró “arbitrario” el fallo.

Admirador de “El oficio de vivir”, los diarios de Cesare Pavese, Piglia también recibió otros galardones como el Premio Iberoamericano de las Letras José Donoso, que otorga la universidad chilena de Talca.

El autor obtuvo en octubre de 2005 el reconocimiento, dotado de 20 mil dólares, una medalla y un diploma.

El escritor se unió así a otros colegas que ya habían recibido el galardón, como el mexicano José Emilio Pacheco, la chilena Isabel Allende y el peruano Antonio Cisneros, entre otros.

El autor también dedicó su carrera a la publicación de críticas y ensayos sobre Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Macedonio Fernández, Domingo Faustino Sarmiento, entre otros escritores argentinos. Además, ejerció como docente de la Universidad de Buenos Aires, en la Universidad de Princeton y en la Universidad de California.

En septiembre de 2010 presentó en Barcelona su última novela Blanco nocturno, ambientada en la llanura argentina, aborda una trama llena de traiciones y pasiones. Por esta obra fue galardonado con el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, en su XVII edición, en agosto de 2011. Además, por esta misma obra obtuvo el Premio Internacional de Novela Dashiell Hammett 2011 (Semana Negra de Gijón) y el Premio Casa de las Américas de Narrativa José María Arguedas (2012).

Entre los últimos galardones, logró el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas (2013) y Premio Formentor de las Letras, en septiembre de 2015.

Poco antes, en 2015 publicó Los diarios de Emilio Renzi. Piglia estaba trabajando en una serie de relatos protagonizados por el comisario Croce, personaje de su novela “Blanco nocturno”.

El escritor argentino sufría esclerosis lateral múltiple (ELA), enfermedad que le fue diagnosticada en septiembre de 2013.