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Violeta, la nueva novela de Isabel Allende sobre una mujer entre dos pandemias

lunes, enero 24th, 2022

La escritora Isabel Allende presentó en conferencia de prensa virtual su nueva novela Violeta. En la plática con medios, habló sobre el actual Gobierno chileno que encabeza Gabriel Boric y sobre la lucha de las mujeres en todo el mundo y en su natal Chile.

Ciudad de México, 24 de enero (SinEmbargo).– Isabel Allende presentó este lunes su nueva novela Violeta (Plaza & Janés), sobre una mujer del mismo nombre que enmarca su vida de 100 años entre la gripe española y la COVID-19, y que vive una serie de eventos históricos como la lucha por los derechos de la mujer, el auge y caída de tiranos.

La autora platicó en conferencia de prensa virtual sobre esta historia —que este martes saldrá a la venta en inglés y en español, en Estados Unidos, América Latina y España—, así como sobre el actual Gobierno chileno que encabeza Gabriel Boric y sobre la lucha feminista, a la cual, dijo, ha dado un puntual seguimiento.

Al hablar sobre Violeta, Allende compartió que la novela la empezó a escribir poco antes de la actual pandemia, en enero del 2020, e indicó que al propagarse la COVID-19 por todo el mundo y traer consigo el encierro, fue que se le ocurrió emplearla para su historia.

“Cuando eso sucedió entonces se me ocurrió la idea de que debería colocar la novela entre estas dos pandemias, la de la influenza y la del COVID. Me resultaba casi poética esa unión y ese círculo, digamos. De manera que la pandemia fue la anécdota, fue lo que sirvió para darle la estructura, la forma a la novela”, platicó la autora.

Violeta narra la vida sobre esta mujer, la cual inicia en 1920 —con la llamada “gripe española”— y que culmina con la pandemia de 2020. Pese a ello, la vida de Violeta, señala la reseña, es mucho más que la historia de dos pandemias separadas por un siglo. 

La portada de Violeta, el libro más reciente de Isabel Allende. Foto: Especial.

“En una larga carta dirigida a una persona a la que ama por encima de todas las demás, Violeta rememora devastadores desengaños amorosos y romances apasionados, momentos de pobreza y también de prosperi­dad, pérdidas terribles e inmensas alegrías. Moldearán su vida algunos de los grandes sucesos de la historia: desde el crack del 29 a la lucha por los derechos de la mu­jer, pasando por el auge y la caída de tiranos de las dictaduras latinoamericanas y, en última instancia, no una, sino dos pandemias”, refiere la sinopsis compartida por la editorial.

“Si violeta hubiera vivido un poco más habría visto cambios radicales en Chile, habría visto cómo pegó el COVID, globalmente, y creo que para ella habría sido interesante también como personaje, pero en algún momento hay que matar el personaje, ya más de 100 años es mucho”, indicó Allende.

Isabel Allende cumple este verano 80 años, de los cuales los últimos 40 los ha dedicado a su obra desde que publicó su primera novela, La casa de los espíritus. En ese sentido, expresó que cuando se sienta frente a la computadora empieza algo “que no sé lo que es ni para dónde va y van apareciendo personajes a medida que los necesito”.

“A veces necesito uno y necesito salir a buscar a alguien que me sirva de modelo para que el personaje no me quede como una caricatura. De manera que el trabajo de empezar un libro es siempre como lanzarse con una vela en un lugar oscuro y poco a poco vas iluminando los rincones, y ahí van saliendo los personajes, la historia se va formando casi sola”, señaló.

Isabel Allende habló sobre el actual Gobierno chileno que encabeza Gabriel Boric y sobre la lucha de las mujeres en todo el mundo. Foto: Plaza &Janés.

RECONOCE GOBIERNO DE BORIC

Isabel Allende también fue cuestionada sobre el nuevo Gobierno de Chile que encabeza Gabriel Boric, en específico sobre el Gabinete que dio a conocer en días pasados, el cual está integrado por Maya Fernández Allende, quien será la nueva Ministra de Defensa. Maya Fernández Allende es nieta de Salvador Allende, el Presidente chileno entre 1970 y 1973 que fue víctima de un golpe de Estado que instauró la dictadura de Augusto Pinochet y que se extendería hasta marzo de 1990.

“Yo lo veo como una cosa curiosa, pero estoy encantada con el Ministerio que ha nombrado Borich, porque es muy diverso, hay 14 mujeres y 10 hombres. O sea, realmente hay una intención sólida de que haya paridad de género y ya eso es extraordinario, y lo otro es que todos sean tan jóvenes es una nueva generación que asciende al poder. Ya es hora que los viejos carcamanes se vayan para su casa a jugar bingo”, expresó la escritora.

Además recordó que en su caso, el exilio de su país fue el que la llevó a ser escritora:

“Yo creo que lo que me hizo (el exilio) ser escritora, es que no pude seguir siendo periodista, era periodista en Chile y era muy feliz, era una profesión que me encantaba, una sensación de que pertenecía”.

“HE SEGUIDO LAS ETAPAS DEL FEMINISMO”

Cuestionada sobre cómo ha cambiado la manera de representar a la mujer en los 40 años en los que ha escrito sus libros, Allende dijo ella ha seguido siempre feminista: “he seguido muy de cerca las etapas del feminismo, y estoy encantada con lo que está pasando ahora, que hay una ola de mujeres jóvenes que están haciendo cosas extraordinarias”.

“En Chile se está planteando no sólo la paridad de género, sino cambiar la educación para que los niños desde chiquitos, desde el pre kinder, ya tengan una educación no machista y con respeto por todos los géneros y por toda la diversidad. Eso es extraordinario, pero es muy nuevo”. 

Isabel Allende dijo que eso se va incorporando en lo que escribe al igual que en su propia vida. “No siento que en estos 40 años me haya quedado pegada en una idea de la Literatura, del feminismo o de la mujer o de la pareja de los años 80”.

Asimismo señaló que “ningún tiempo pasado fue mejor, esa es una especie de ilusión que tenemos, de mirar el pasado”. Dijo que ella al escribir novela histórica, algunas de ellas que van del año 1541, considera que no hay tiempo pasado en el que hubiera más gente incorporada a la educación, a la salud, menos gente muriéndose de hambre y de enfermedades incurables.

“El mundo evoluciona, avanza, pero lentamente y no en una línea recta”.

LA POLÉMICA POR NERUDA

Allende también habló sobre la polémica que ha rodeado al poeta chileno Pablo Neruda, quien en sus memorias confesó haber violado a una mujer y pidió no quedarse solo con lo que hizo si no “ningún títere quedará con cabeza”.

“Tal vez lo más cuerdo sería que la historia se enseñe como se debe enseñar, no sólo como la cuenta el vencedor, que suele ser el hombre blanco, sino como la cuentan los derrotados, las voces acalladas, que son las que hay que atraer a los textos de historia. Pero no se puede siempre eliminar aquellos símbolos que nos recuerdan ese pasado, sino revisar ese pasado”, ha dicho Allende.

Y añadió: “Neruda confiesa que violó a una mujer y las feministas chilenas quieren eliminar a Neruda, y una cosa es el hombre fallado, que somos todos fallados, y otro la obra. Si en el caso de un artista como Neruda nos vamos a quedar con lo que hizo, revisemos su vida privada, pero no eliminemos todo, porque si no ningún títere queda con cabeza. No eliminemos la historia, vamos a revisarla para que se cuente como se debe contar”.

Vuelve George R.R.Martin: Narración de vampiros en “Sueño del Fevre”

sábado, mayo 19th, 2018

En los alrededores del Misisipi, durante los años previos a la Guerra Civil estadounidense, los vampiros se aventajan de los humanos tanto como los hombres blancos de sus esclavos negros.

Ciudad de México, 19 de mayo (SinEmbargo).- Sobre las aguas del río Misisipi surca a gran velocidad El Sueño del Fevre, un barco a vapor de ostentosa elegancia, refugio de algunas criaturas nocturnas que buscan, frenéticas, la voluptuosa belleza de la muerte.

Inscrita en la tradición de novelas como Entrevista con el vampiro, de Anne Rice o Drácula, de Bram Stoker, Sueño del Fevre es una de las narraciones de vampiros más singulares del género que se ha destacado por su deslumbrante recreación histórica de los años previos a la Guerra Civil en Estados Unidos y por aportar una nueva visión sobre la inmortalidad. Es, sobre todo, un relato trepidante que alterna toques precisos de humor y melancolía; es decir, una obra maestra.

En esta segunda novela, publicada en 1982, George R. R. Martin retrata la profunda amistad entre dos personajes tan opuestos como entrañables: Abner Marsh, un capitán de barco en quiebra, y el misterioso caballero Yoshua York.

La sociedad que forman, financiada por York, resulta en la construcción del majestuoso Sueño del Fevre. A cambio de esta oportunidad, York le pide a Marsh absoluta discreción con respecto a su vida privada. Pero el capitán no tiene idea de lo que se avecina a bordo de esta nave condenada ni de los peligros que acechan a su tripulación.

Sueño del fevre, de George R.R.Martin. Foto: Especial

Fragmento de Sueño del Fevre, de George R.R.Martín, con autorización de Plaza & Janés

PRESENTACIÓN

A falta de romanos, de Cruzadas, de Edad Media, de Renacimiento y de Ilustración europea, cuando los escritores estadounidenses buscan un marco histórico, capaz de dar profundidad y contraste casi a cualquier tipo de relato, eligen el Antebellum sudista. Del latín, “antes de la guerra”: los años que van desde la independencia estadounidense hasta el inicio de la guerra de Secesión, en 1861. Es la era de la máquina de vapor, que transforma un continente salvaje al tiempo que crece la distancia económica e ideológica entre dos formas de ver el mundo: el Norte abolicionista, que vive del comercio y las fábricas; el Sur esclavista, que vive de la mano de obra negra y del blanco algodón. El destino del Antebellum y su inevitable desenlace fue como el de una falla sísmica: dos enormes placas tectónicas que chocan bajo la superficie, acumulando grandes cantidades de energía de forma silenciosa, hasta que un día esa fuerza se libera y provoca el terremoto: la guerra civil.

En ese lugar y en ese tiempo, el Sur esclavista de los años previos a la guerra de Secesión, se encuentra el mundo que escoge George R. R. Martin para una obra tan deliciosa como un cuello palpitante. No desvelo nada que estropee la trama: Sueño del Fevre es una novela de vampiros, sí. Aunque quedarse en eso sería tan simple como definir Lo que el viento se llevó como una historia romántica o Las aventuras de Tom Sawyer como una novela juvenil. Martin vertebra su narración alrededor del mismo Misisipi que hizo aún más grande Mark Twain, un río que disuelve los cascos de los buques en pocos años, casi a la misma velocidad a la que devora a las personas. Es el sitio ideal para contar una historia sobre la pugna entre la tecnología y lo animal, entre el logos y el mito, que es la esencia de las buenas novelas de vampiros desde el Drácula de Stoker.

La trama toma el Misisipi a bordo del Sueño del Fevre, un barco lujoso, el más rápido, el más bello. En él, como si fuese una reproducción a escala de la sociedad sudista, conviven los pasajeros de cubierta, apiñados sin derecho a cama a cambio de un dólar por el trayecto, con los ricos que viajan a todo lujo, como si nunca hubiesen salido del mejor hotel de Nueva Orleans. Los pasajeros notables emulan las formas y los gustos de la aristocracia del viejo mundo; hay arañas de cristal, terciopelos y hasta un piano de cola a bordo. Pero, probablemente, si un hipotético noble de París hubiese visitado alguno de esos lujosos vapores, su impresión no habría sido muy distinta de la que hoy provocan los hoteles de Las Vegas a un turista europeo.

Sobre esos dos mundos, el de los ricos terratenientes que emulan a la vieja Europa frente al de los esclavos negros traídos de África, Martin construye una nueva casta, la de los vampiros, que en el fondo reproduce la misma relación vertical. En la novela, los negros son a los blancos sudistas lo que los blancos a los bebedores de sangre. “Su nación está dividida por la cuestión de la esclavitud, una esclavitud que basan en el color de la piel”, dice Julian, uno de los vampiros. “Imagínese que pudiera poner fin a eso, que pudiera hacer que todos los blancos se volvieran al instante negros como el carbón. ¿Lo haría?” Julian se burla y saca a la luz esas contradicciones: “Hasta sus abolicionistas reconocen que los de piel oscura son inferiores. No tolerarían que un esclavo se hiciera pasar por blanco y les repugnaría que un blanco bebiera una pócima para volverse negro”.

Las mismas contradicciones infectan a los vampiros. “Yo me alimento del ganado, no huyo de él”, afirma también Julian en otro pasaje. Habla de sus víctimas eliminando su condición humana, con la misma indiferencia con que el esclavista subasta a una atractiva mulata y la desnuda ante los compradores, como si enseñase los dientes de un caballo para demostrar que el animal vale todo lo que cuesta. Al mismo tiempo, la admisión de que pueda ser necesario huir del “ganado” contrasta con la propia fanfarronería de la frase; desvela otra realidad y un miedo siempre presente: que los esclavos, como los humanos, son muchos más, que son mayoría. Que nada podría frenarlos si llegara el día en que se rebelaran contra los abusos de sus amos.

Pero el gran paralelismo que dibuja Martin sobre la esclavitud y los vampiros cobra especial relevancia en el papel del cómplice necesario, del esclavo con látigo. De hecho, este personaje y sus conflictos morales son los verdaderos protagonistas de Sueño del Fevre. Su suerte, sus deseos y su evolución, como en todos los personajes de las novelas de George R. R. Martin, siempre acaban siendo extraordinariamente coherentes y deliciosamente impredecibles.

–Ignacio Escolar

UNO

San Luis, abril de 1857

Abner Marsh dio unos golpes secos con el pomo del bastón de nogal en el mostrador para atraer la atención del recepcionista.

—Vengo a ver a un tal York —dijo—. Creo que se hace llamar Josh York. ¿Se encuentra aquí?

El recepcionista era un hombre viejo y usaba lentes. Se sobresaltó al oír los golpes, pero en cuanto se volvió y vio a Marsh, sonrió.

—Hey, es el capitán Marsh —dijo con tono afable—. Tenía seis meses de no verlo, capitán; aunque me enteré de su desgracia. Espantoso, espantoso. Llevo aquí desde el 36 y jamás había visto un bloqueo de hielo semejante.

—No piense usted en eso —replicó Abner Marsh, molesto. Ya se había imaginado que tendría que escuchar comentarios como aquel. La Casa de los Hacendados era uno de los lugares favoritos de los hombres del río. El propio Marsh había cenado allí con frecuencia antes de aquel crudo invierno, pero no había vuelto desde el bloqueo de hielo, y no sólo por los precios. Por mucho que le gustara la comida de la Casa de los Hacendados, no quería la compañía de sus parroquianos: timoneles, capitanes, oficiales de cubierta… Hombres del río, viejos amigos y antiguos rivales, todos conocedores de su infortunio. Y lo último que Abner Marsh quería era que se apiadaran de él.

—Dígame de una vez dónde está la habitación de York —le dijo al recepcionista en tono perentorio.

—Pero el señor York no está en su habitación, capitán —respondió, sacudiendo la cabeza con gesto nervioso—. Si quiere verlo, está en el comedor, comiendo.

—¿A estas horas? — Marsh echó un vistazo al ornamentado reloj del hotel, se desabrochó los botones metálicos de la casaca y sacó su reloj de oro del bolsillo—. Son las doce y diez —comentó con incredulidad—. ¿Dice que está comiendo?

—Así es. El señor York tiene unos horarios muy suyos, y no es persona a la que se pueda decir que no.

Abner Marsh emitió un sonido gutural un tanto grosero, se guardó el reloj, dio media vuelta sin añadir palabra y cruzó con largas zancadas el suntuoso vestíbulo. Era un hombre corpulento y de escasa paciencia, y no tenía por costumbre tratar asuntos de negocios a medianoche. Blandía airoso el bastón como si nunca hubiera sufrido un infortunio, como si siguiera siendo el de siempre.

El comedor era casi tan imponente y lujoso como el salón principal de un vapor grande, con arañas de cristal tallado, molduras de bronce bruñido y mesas cubiertas con manteles de lino blanco, en los que reposaban vajillas de la mejor porcelana y copas del cristal más fino. A horas más convencionales, las mesas habrían estado abarrotadas de viajeros y hombres del río, pero en aquel momento la sala estaba desierta, y casi todas las luces, apagadas. Marsh pensó que tal vez no fuera tan mala idea mantener reuniones a medianoche: no tendría que soportar condolencias. Cerca de la puerta de la cocina había dos camareros negros que hablaban en voz baja. Sin prestarles atención, Marsh se dirigió hacia el fondo de la estancia, donde había un hombre bien vestido comiendo a solas.

Sin duda, el hombre lo oyó acercarse, pero no levantó la vista: estaba muy concentrado en llevarse a la boca cucharadas de sopa de tortuga de un plato de porcelana. Por el corte de la levita negra era obvio que no se trataba de un hombre del río. Debía de proceder del este; tal vez incluso fuera extranjero. Marsh se percató de que también era corpulento, aunque no tanto como él: parecía alto, al menos cuando estaba sentado, pero carecía de su opulencia. Al principio pensó que se trataba de un hombre de edad avanzada, porque tenía el pelo blanco, pero al acercarse descubrió que era de un rubio clarísimo y, de repente, el desconocido adquirió un aspecto casi infantil. Iba bien afeitado; no había rastro de bigote ni patillas en el semblante largo y frío, y tenía la piel tan clara como el pelo. Cuando llegó a su lado, Marsh pensó que casi tenía manos de mujer.

Dio unos golpecitos en la mesa con el bastón. El mantel amortiguó el sonido y lo convirtió en una discreta llamada.

—¿Usted es Josh York?

York alzó la vista, y sus miradas se encontraron.

Abner Marsh recordaría hasta el fin de sus días aquel momento, la primera vez que miró a los ojos a Joshua York. Fueran cuales fueran sus ideas hasta entonces, fueran cuales fueran los planes que se había trazado, todo se vio absorbido por la vorá- gine de los ojos de York. El muchacho y el anciano, el dandi y el extranjero, desaparecieron en un instante, y sólo quedó York, el hombre, su poder, sus anhelos, su determinación. Tenía los ojos grises, de una oscuridad desconcertante en un rostro tan claro. Las pupilas eran como cabezas de alfiler que ardían con brillo negro; entraron en Marsh y sopesaron su alma. El gris que las rodeaba parecía tener vida propia: se movía como la bruma que flota sobre el río en las noches oscuras, cuando se desvanecen las orillas, las luces, y en el mundo no existe nada más que el barco, el río y la niebla. En aquellos remolinos neblinosos, Marsh atisbó imágenes que relampagueaban antes de desaparecer. Había una inteligencia fría, pero también una bestia oscura y aterradora, encadenada y rabiosa, que lanzaba zarpazos a la niebla. Risa, soledad, pasión salvaje: todo eso vio Marsh en aquellos ojos. Pero sobre todo vio en ellos fuerza, una fuerza terrible, una energía tan implacable y despiadada como el hielo que había hecho trizas sus sueños. Percibió el hielo que se movía en medio de aquella niebla, lenta, muy lentamente; oyó cómo crujían y se astillaban sus barcos y todas sus esperanzas.

Abner Marsh había hecho bajar los ojos a más de uno o dos hombres y aguantó aquella mirada tanto como pudo, apretando el bastón con tal fuerza que temió que se partiera en dos, pero al final tuvo que desviar la vista. El hombre de la mesa apartó la sopa y le hizo un ademán.

—Lo estaba esperando, capitán Marsh —dijo con una voz melodiosa, cultivada, tranquila—. Por favor, tenga la amabilidad de sentarse conmigo.

—Sí —dijo Marsh, en voz demasiado baja. Arrastró la silla situada frente a York y se acomodó.

Marsh era imponente: medía más de un metro ochenta, y pesaba más de cien kilos. Tenía el rostro colorado cubierto por una espesa barba negra que le llegaba hasta la nariz aplastada y ocultaba sus numerosas verrugas, pero ni siquiera los grandes bigotes le servían de gran cosa, se decía que era el hombre más feo del río, y él lo sabía. Con la gruesa casaca azul de capitán y su doble hilera de botones metálicos tenía una presencia fiera e imponente, pero los ojos de York lo habían despojado de toda bravuconería. Llegó a la conclusión de que se encontraba ante un fanático. No era la primera vez que veía una mirada como aquella: la había encontrado en los ojos de dementes, de predicadores exaltados y, en cierta ocasión, en los de un tal John Brown, en aquella Kansas que ojalá se llevaran los demonios. Marsh no quería tener trato con fanáticos, predicadores, abolicionistas ni partidarios de la sobriedad.

Pero York empezó a hablar, y sus palabras no eran las de un fanático.

—Me llamo Joshua Anton York. Señor York para los negocios; Joshua para mis amigos. Mi deseo es que seamos colaboradores en los negocios y, con el tiempo, amigos —su tono era cordial y moderado.

—Ya veremos —replicó Marsh, inseguro.

Los ojos grises que tenía enfrente parecían distantes y, en cierto modo, burlones. Fuera lo que fuera lo que había visto en ellos, había desaparecido. Se sintió desconcertado.

—Doy por supuesto que recibió mi carta.

—Aquí la traigo —respondió Marsh, al tiempo que sacaba un sobre doblado del bolsillo de la casaca. Cuando la recibió, la oferta le había parecido un golpe de suerte inverosímil, la salvación de todo lo que creía perdido, pero ya no estaba tan seguro—. Quiere entrar en el negocio de los barcos de vapor, ¿no? —dijo al tiempo que se inclinaba hacia delante.

—¿Va a cenar con el señor York, capitán? —preguntó un camarero que se había acercado a la mesa.

—Le ruego que me acompañe —dijo York.

—Me parece que sí —dijo Marsh. York lo había derrotado en cuestión de miradas, pero no había hombre en el río que pudiera ganarle a comer—. Quiero de esa sopa, una docena de ostras y un par de pollos asados con papas y todo lo que haya de guarnición. Que estén bien crujientes, ¿eh? Y algo para bajarlos. ¿Qué bebe usted, York?

—Borgoña.

—Bien. Tráigame una botella de lo mismo.

—Tiene usted un apetito formidable, capitán —una sonrisa bailaba al borde de los labios de York.

—Esta ciudad es “folmirdable” —dijo Marsh, pronunciando con cuidado cada sílaba—. Y el río también es “folmirdable”, señor York. Hay que acumular fuerzas. Esto no es Nueva York, ni tampoco es Londres.

—Soy muy consciente de eso —replicó York.

—Si se va a dedicar a los barcos de vapor, más le vale. Son lo más “folmirdable” de todo.

—Veo que prefiere ir al grano. Muy bien. Usted es propietario de una empresa de paquebotes. Quiero comprarle una participación del cincuenta por ciento. Puesto que ha venido, asumo que está interesado en mi oferta.

—Estoy más que interesado —asintió Marsh—, y también más que perplejo. Usted parece un hombre inteligente. Supongo que me investigaría antes de escribirme esta carta —dio unos golpecitos al sobre—. Ya sabrá que el invierno pasado me dejó al borde de la ruina —York no dijo nada, pero su expresión hizo que Marsh siguiera hablando—: Yo soy toda la Compañía de Paquebotes Río Fevre. Elegí ese nombre porque nací Fevre arriba, cerca de Galena, no porque haya trabajado nunca en ese río. Tenía seis barcos que cubrían sobre todo el comercio en el alto Misisipi, de San Luis a San Paulo, y también hacían viajes por el Fevre, el Illinois y el Misuri. Me iba bastante bien; casi todos los años compraba un barco nuevo, o incluso dos, y estaba pensando en cubrir también la ruta de Ohio, o llegar a Nueva Orleans. Pero en julio, a mi Mary Clarke le reventó una caldera, y se quemó cerca de Dubuque. Ardió hasta la línea de flotación; hubo cien muertos. Y el invierno… El invierno fue espantoso. Tenía cuatro barcos aquí, en San Luis, pasando la estación: el Nicholas Perrot, el Dunleith, el Dulce Fevre y mi Elizabeth A., nuevecita; sólo llevaba cuatro meses en el río y era una hermosura, con ciento diez varas de eslora y doce calderas grandes, un vapor rápido como el que más. No sabe lo orgulloso que estaba yo de mi Liz. Me costó doscientos mil dólares, y los valía hasta el último centavo —le sirvieron la sopa; probó una cucharada y frunció el ceño—. Quema. En fin, la cosa es que San Luis es buen lugar para pasar el invierno. Aquí no hiela demasiado, ni demasiado tiempo. Pero este invierno cambió todo, vaya si cambió: hubo un bloqueo de hielo. El jodido río se congeló, y de qué modo — Marsh extendió el brazo con la enorme mano rojiza palma arriba, y fue cerrando los dedos hasta formar un puño—. Ponga un huevo aquí y se hará una idea. El hielo es capaz de aplastar un vapor con más facilidad de la que yo aplasto un huevo. Y cuando el hielo se rompe es todavía peor: pedazos enormes flotan río abajo y destrozan muelles, atracaderos, barcos, lo que sea. Cuando el invierno acabó yo había perdido mis barcos, los cuatro. El hielo me los quitó.

—¿No tenía seguro? —inquirió York.

Marsh se concentró en la sopa, que sorbía ruidosamente. Entre cucharada y cucharada sacudió la cabeza.

—No soy un jugador, señor York, así que no creo en los seguros: son como el juego, sólo que se apuesta contra uno mismo. Todo el dinero que ganaba lo ponía en mis barcos —York asintió.

—Tengo entendido que aún es dueño de un vapor. —Cierto —respondió Marsh. Se terminó la sopa y pidió a señas el plato siguiente—. La Eli Reynolds, una nave a vapor de rueda de popa, de ciento cincuenta toneladas. La estaba utilizando en el Illinois porque no tiene mucho calado. Pasó el invierno en Peoría, así que se libró de lo peor de la helada. Es lo único que me queda. Lo malo, señor York, es que la Eli Reynolds no vale gran cosa. Sólo me costó veinticinco mil dó- lares cuando estaba nueva, y eso fue allá por el 50.

—Siete años —señaló York—. No es tanto.

—Siete años son muchísimos para un vapor —replicó Marsh, negando con la cabeza—. La mayoría dura cuatro o cinco cuando mucho; el río se los come. La Eli Reynolds tiene mejor factura que casi todos, pero da igual: no le queda mucho tiempo — Marsh arremetió contra las ostras; tomaba una valva, engullía el contenido entero y se lo pasaba con un generoso trago de vino—. Así que ya ve por qué estoy perplejo, señor York —continuó tras dar buena cuenta de media docena de ostras—. Quiere comprar la mitad de la participación de mi empresa, que sólo cuenta con un barco pequeño y viejo. En su carta me daba una cifra… demasiado alta. Tal vez la Paquebotes Río Fevre valiera eso cuando contaba con seis barcos, pero ahora no, desde luego —engulló otra ostra—. Con la Reynolds no recuperará su inversión ni en diez años; no tiene suficiente capacidad de carga ni de pasajeros.

Marsh se frotó los labios con la servilleta y miró al extranjero que tenía enfrente. La comida le había devuelto los ánimos, y se volvía a sentir él mismo, al mando de la situación. Los ojos de York eran sin duda penetrantes, pero nada más; no había en ellos nada que temer.

—A usted le hace falta mi dinero, capitán —dijo York—. ¿Por qué me dice todo esto? ¿No teme que opte por buscar otro socio?

Yo no funciono así —replicó Marsh—. Llevo treinta años en el río, York. Cuando era apenas un niño bajaba en balsa a Nueva Orleans; trabajé en chalanas y gabarras antes de entrar en los vapores. He sido timonel, oficial, calderero y hasta jalacabos. He sido todo lo que se puede ser en este negocio, pero hay una cosa que nunca he sido ni seré: un tramposo.

—Es usted un hombre honrado —señaló York con el énfasis justo para que Marsh no supiera si se estaba burlando de él—. Me alegro de que haya considerado oportuno hacerme partícipe de la situación de su empresa, capitán, pero le aseguro que ya la conocía, y mi oferta sigue en pie.

—¿Por qué? —replicó Marsh, brusco—. Hay que ser idiota para tirar así el dinero, y usted no parece idiota.

La comida llegó antes de que York tuviera ocasión de responder. Los pollos de Marsh estaban muy crujientes, justo como le gustaban. Cortó un muslo y lo atacó con avidez. A York le sirvieron una gruesa tajada de asado muy poco hecho, en un charco de sangre y jugos. Marsh observó cómo lo acometía con destreza: el cuchillo atravesaba la carne como si fuera mantequilla; no se detenía a apretar ni serrar, como hacía él. Manejaba los cubiertos como un caballero. Fuerza y elegancia, eso era lo que había en las manos largas y blancas de York, y Marsh admiraba eso. ¿Cómo se le habría pasado por la cabeza la idea de que eran femeninas? Blancas sí, pero también fuertes y duras, como las teclas del piano de cola de la sala principal del Eclipse.

—Bueno, dígame —exigió—. Todavía no ha respondido a mi pregunta.

—Usted ha sido sincero conmigo, capitán Marsh —dijo Joshua York tras un momento de reflexión—. No responderé a su sinceridad con mentiras, como tenía pensado, pero tampoco haré recaer en sus hombros la carga de la verdad. Hay cosas que no le puedo decir; son cosas que tampoco le hace falta saber. Le plantearé mis condiciones y, cuando las conozca, dígame si es posible que lleguemos a un acuerdo. Si me dice que no, nos despediremos como amigos.

—Adelante —dijo Marsh, acometiendo la pechuga del segundo pollo—. Aquí sigo.

—Tengo motivos por los que quiero ser dueño de un vapor —York depositó el cuchillo y el tenedor en el plato y entrelazó los dedos—. Quiero viajar por este río con toda comodidad y, sobre todo, intimidad, y no como pasajero, sino como capitán. Tengo un sueño, un objetivo. Busco amigos y aliados, y tengo enemigos, muchos enemigos. Los detalles no son de su incumbencia. Si me presiona para que le dé respuestas, sólo obtendrá embustes, de modo que no insista —sus ojos se endurecieron un instante, pero se dulcificaron con una sonrisa—. Lo único que le concierne es que quiero poseer y gobernar un vapor. Como ya sabe, no soy para nada un hombre del río. No sé nada de barcos ni del Misisipi, aparte de lo que he leído en unos pocos libros y lo que he aprendido en las semanas que llevo en San Luis. Es evidente que necesito un socio, alguien que conozca bien el río y a su gente, que sea capaz de encargarse del funcionamiento cotidiano de mi barco, de manera que yo quede con libertad para ir en pos de mis objetivos. Ese socio deberá tener también otras cualidades. Discreción, sobre todo, ya que mi comportamiento será peculiar en ocasiones, y no tengo el menor deseo de que sea sujeto de chismes en los atracaderos. Deberá ser digno de toda confianza, ya que le daré el mando y lo tendrá todo en sus manos. Deberá ser valiente: no quiero que sea débil, ni supersticioso, ni religioso en extremo. ¿Es usted muy religioso, capitán?

—No —respondió Marsh—. Nunca me han gustado los místicos, y es mutuo.

—Es pragmático —sonrió York—. Bien, busco a un hombre pragmático, que se concentre en su parte del negocio y no me haga demasiadas preguntas. Valoro muchísimo mi privacidad, y si lo que hago a veces parece extraño, arbitrario o peligroso, no quiero que se me cuestione por ello. ¿Comprende mis requisitos?

—Y si acepto, ¿qué? — Marsh se tironeó de la barba, pensativo.

—Seremos socios —respondió York—. Que sus abogados y los oficinistas se ocupen de la empresa; nosotros viajaremos juntos por el río. Yo seré el capitán, y usted, lo que quiera: timonel, primer oficial, capitán suplente… Lo que más le guste. Dejaré en sus manos todo lo relativo al control del barco. Daré pocas órdenes, pero cuando las dé, quiero que se obedezcan sin titubeos. Tengo amigos que viajarán con nosotros como pasajeros sin pagar boleto; puede que en alguna ocasión considere oportuno que ocupen algún cargo en el barco. Tampoco quiero que cuestione esas decisiones. Es posible que a lo largo del camino me encuentre con otros amigos y los suba a bordo; los recibirá usted en las mismas condiciones. Si cree que puede cumplir estos requisitos, capitán Marsh, los dos nos enriqueceremos, y recorreremos su río rodeados de lujos y comodidades.

—Puede, señor York —Abner Marsh se echó a reír—. Pero el río no es mío, y si cree que en la pobre Eli Reynolds va a viajar rodeado de lujos, se va a decepcionar mucho cuando la vea por dentro. Es una carraca traqueteante; los camarotes no son nada del otro mundo, y casi siempre va abarrotada de forasteros que compran pasajes de cubierta para ir de unos lugares improbables a otros imposibles. Hace dos años que no pongo un pie en ella; la dejé en manos del capitán Yoerger, pero la última vez que subí olía a rayos. Si quiere lujos, vaya pensando en comprar el Eclipse o el John Simonds.

—No tenía en mente la Eli Reynolds, capitán Marsh —Joshua York bebió un trago de vino y sonrió.

—Ella es la única que tengo, mi único bote.

—Vamos —York dejó la copa en la mesa—. Permítame que pague la cuenta. Podemos subir a mi habitación para seguir tratando el asunto.

Marsh hizo ademán de protestar, porque la Casa de los Hacendados disponía de una excelente carta de postres que no quería pasar por alto, pero York insistió.

La habitación de York era en realidad una gran suite con mobiliario exquisito, la mejor del hotel, que por lo general se reservaba para los hacendados ricos de Nueva Orleans.

—Siéntese —exhortó York con tono autoritario al tiempo que señalaba un sillón amplio y cómodo. Marsh obedeció. Su anfitrión se dirigió hacia otra estancia, regresó portando un cofrecillo con abrazaderas de hierro, lo depositó en una mesa y abrió la cerradura—. Acérquese —dijo, aunque Marsh ya se había levantado y estaba de pie tras él. York levantó la tapa.

—Oro —dijo Marsh en voz baja. Alargó la mano, tomó un puñado de monedas y las dejó caer entre los dedos mientras se deleitaba con el tacto del metal liso y amarillo, con su brillo y su tintineo. Se llevó una moneda a la boca y la mordió—. Y del bueno —añadió mientras escupía. Volvió a dejar la moneda en el cofre.

—Aquí hay diez mil dólares en monedas de oro de veinte —dijo York—. Tengo otros dos cofres como este, así como cartas de crédito de bancos de Londres, Filadelfia y Roma por cantidades muy superiores. Si acepta mi oferta, tendrá un segundo barco, mucho más grande que su Eli Reynolds. O, mejor dicho, tendremos un segundo barco —sonrió.

En un principio, Abner Marsh tenía intención de rechazar la oferta de York. El dinero le hacía mucha falta, pero era desconfiado y no le gustaban los misterios, y York le pedía que aceptara demasiadas cosas sin explicaciones. La oferta era tentadora en extremo; sin duda, el peligro acechaba, y aceptar el trato no le reportaría nada bueno. Pero el sabor del oro de York había debilitado su resolución.

—¿Un barco nuevo, dijo? —musitó.

—Así es. Aparte de la suma que le abonaría por la participación del cincuenta por ciento en su empresa de paquebotes.

—¿Cuánto…? —empezó Marsh. Tenía los labios resecos; se los humedeció con gesto nervioso—. ¿Cuánto estaría dispuesto a invertir en ese barco nuevo, señor York?

—¿Cuánto haría falta? —preguntó el otro hombre con voz tranquila.

Marsh tomó un puñado de monedas de oro y las dejó caer entre los dedos, en una lenta cascada.“Cómo brillan”, pensó. —No debería llevar tanto dinero encima. Más de un bribón intentaría matarlo sólo por una sola de estas monedas. —Sé cuidarme, capitán. Al observar el brillo de sus ojos, Marsh sintió un escalofrío. De pronto sintió lástima por el ladrón que tratara de llevarse el oro de Joshua York.

—¿Me acompaña a dar un paseo por el atracadero?

—Aún no me ha respondido, capitán.

—Le responderé, pero antes venga. Quiero que vea una cosa.

—De acuerdo —asintió York.

Cerró el cofre, y el tenue fulgor dorado se extinguió en la estancia, que de pronto pareció angosta y más oscura.

El aire de la noche era fresco y húmedo. Las botas de los dos hombres despertaban ecos mientras recorrían las calles oscuras y desiertas. York caminaba con elegancia flexible; Marsh, con ponderosa autoridad. York vestía una levita de timonel de corte amplio y un sombrero de copa que proyectaba una sombra alargada a la luz de la luna. Marsh dirigía miradas amenazadoras a los callejones oscuros que separaban los tétricos almacenes de ladrillo, tratando de ofrecer un aspecto suficientemente fuerte y huraño para desanimar a los rateros.

En el atracadero había al menos cuarenta vapores amarrados a postes y pontones, y ni siquiera a aquellas horas de la noche reinaba la tranquilidad; las enormes pilas de cargamento arrojaban sombras negras a la luz de la luna. Se veían grumetes y estibadores sentados en los cajones y en las balas de heno, que se pasaban botellas o fumaban en pipas de maíz. En los camarotes de más de una docena de barcos aún ardían las luces. El paquebote Wyandotte, de Misuri, estaba iluminado y empezaba a levantar vapor. Divisaron a un hombre que los observaba con curiosidad desde lo alto de la cubierta estilo Tejas de un enorme paquebote de ruedas de borda. Abner Marsh abría la marcha, y York lo seguía. Pasaron junto a una línea de vapores oscuros, silenciosos, con altas chimeneas que se recortaban contra el cielo estrellado como una hilera de árboles ennegrecidos coronados de extrañas flores.

Por fin se detuvo ante un vapor de ruedas de borda enorme y muy ornamentado, con el cargamento amontonado en la cubierta principal y la pasarela levantada para impedir la entrada a los intrusos, que se mecía junto al maltratado pontón. Su esplendor saltaba a la vista incluso a la escasa luz de la luna. No había en todo el atracadero un vapor tan grande ni tan majestuoso.

—Lo escucho —dijo Joshua York en voz baja teñida de respeto.

Más adelante, Marsh pensaría que fue justo aquel tono lo que lo acabó de decidir.

—Esta es la Eclipse —respondió—. Mire, lo dice ahí, en el tambor de la rueda —señaló con el bastón—. ¿Lo ve?

—Perfectamente. Tengo una excelente visión nocturna. ¿Me está diciendo que este barco es excepcional?

—Vaya si lo es, carajo. Es la Eclipse. No hay hombre ni niño en todo el río que no la conozca. Ya es vieja; la construyeron en el 52, hace cinco años, pero sigue siendo grandiosa. Se dice que costó trescientos setenta y cinco mil dólares, y los vale hasta el último centavo. No ha habido barco más grande, más elegante ni más “folmirdable” que ella. La he estudiado y he viajado a bordo como pasajero, así que sé lo que le digo —volvió a señalar—. Tiene ciento treinta y cinco varas de eslora y quince de manga; el salón principal mide ciento veinte varas de largo; seguro que no ha visto nada igual. Hay una estatua dorada de Henry Clay en un extremo y otra de Andy Jackson en el otro, así, frente a frente. Hay más cristal, plata y vidrio tintado de lo que podrían llegar a imaginar en la Casa de los Hacendados, y también cuadros al óleo, la comida es increíble, y los espejos, ¡qué espejos! Pero eso se queda en nada en comparación con la velocidad que alcanza. Bajo la cubierta principal tiene quince calderas. Con cada paletada avanza cuatro varas; se lo juro, no hay barco en este río ni en ningún otro que la pueda dejar atrás cuando el capitán Sturgeon pone toda la presión. Puede ir a dieciocho millas por hora a contracorriente sin esfuerzo. En el 53 marcó el nuevo récord entre Nueva Orleans y Louisville.

Me lo sé de memoria: cuatro días, nueve horas y treinta minutos; le sacó cincuenta minutos de ventaja al A. L. Shotwell, con todo y que este es rápido —se volvió para mirar a los ojos a York—. Tenía la esperanza de que, algún día, mi Liz se enfrentara a la Eclipse, e igualara su tiempo o hasta la derrotara, pero en el fondo sé que no lo habría conseguido. Me ilusionaba, pero no tenía el dinero que hace falta para construir un barco capaz de derrotar a la Eclipse. Me da ese dinero y ya tiene socio, señor York. ¿No me pedía una respuesta? Pues aquí la tiene: si quiere la mitad de la Paquebotes Río Fevre y un socio que dirija los asuntos sin hacerle preguntas y sin meterse en sus cosas, deme dinero para construir un vapor como ese.

Joshua York contempló el enorme vapor, sereno e imponente en la oscuridad, silencioso sobre las aguas, preparado para cualquier desafío. Se volvió hacia Abner Marsh con una sonrisa en los labios y un brillo tenue en los ojos oscuros.

—Trato hecho —y le extendió la mano.

Mientras estrechaba la mano blanca y fina de York con su enorme manaza, y apretaba, Marsh fue incapaz de contener una sonrisa llena de dientes torcidos.

—Eso, trato hecho —dijo con voz retumbante, al tiempo que ponía en el apretón de manos todas sus fuerzas, como hacía siempre en los negocios para someter a prueba la voluntad y el valor del hombre con el que trataba. Solía apretar hasta que el dolor asomaba en los ojos del otro. Pero los ojos de York siguieron despejados, y su mano apretaba la de Marsh con una fuerza sorprendente, cada vez más, hasta que los músculos se le tensaron como muelles de hierro bajo la piel blanca. Por fin, Marsh tuvo que tragar saliva para contener un grito de dolor. York le soltó la mano. —Vamos —dijo al tiempo que le daba una palmada en el hombro con tanta fuerza que lo hizo tambalearse—. Tenemos que hacer planes.

LECTURAS | “La mujer que brotó de la tierra”, de Maries Ayala

sábado, abril 15th, 2017

En La mujer que brotó de la tierra el umbral entre la magia y la realidad se diluye, todo es posible: viajes en el tiempo, la transmigración de cuerpos, las visiones de otras vidas, la brujería, las pócimas, los pasadizos, los cuarzos con poderes de vaticinio.

Ciudad de México, 15 de abril (SinEmbargo).- El tiempo y el espacio se confunden constantemente en esta novela: ¿son visiones o realidades las que vive Ana?

2007: Ana Torres entra a una tienda de antigüedades de Nueva York. Mientras curiosea con un astrolabio, se abre un portal entre el tiempo y el espacio: despierta en El Cairo, Egipto, dentro del cuerpo de otra Ana: Ana Mizrachi, año 1950.

Maries Ayala, con su particular estilo de narrativa fantástica, consigue, una vez más, que muchas historias confluyan en este maravilloso universo femenino: la de Lydia, la de Lea Mizrachi y la de Yamila. La delgada línea entre sueño y realidad estará siempre presente en esta novela que relata la vida de una familia, la tragedia de una niña musulmana y la capacidad de percepción de la propia protagonista.

Extracto de La mujer que brotó de la tierra”, de Maries Ayala, publicado por Cortesía de Plaza & Janés. Con la supervisión de Planeta

Maries Ayala, una narradora nacida en Ciudad Juárez. Foto: Especial

EL ASTROLABIO

Era el último día de mi estancia en Nueva York. Un airecillo fresco me daba en la cara y ráfagas de ocre y rojo pintaban el otoño sobre las hojas de los árboles. Subida en el segundo piso del camión descapotable que paseaba turistas por la ciudad, observaba a la gente caminar de prisa por las calles, cuando el sonido de un timbre me sobresaltó. Llegábamos a la Zona Cero y el monumental hueco entre los edificios parecía caer del cielo como una tromba.

Hacía siete años, en el aeropuerto de la Ciudad de México, a punto de tomar el vuelo que me llevaría a Egipto, miraba atónita las explosiones en las pantallas de televisión, los pedazos de metal que se desprendían de las torres, la gente cayendo. De golpe, el momento del atentado volvía como si estuviera sucediendo en ese instante y se encadenaba sin remedio a mis experiencias en aquel lejano país.

Ahí estaba de nuevo, acompañada por el Representante de las Antigüedades, o por los ayudantes, como en un espejismo, distorsionados todos entre dunas de arena y el calor abrasador. Ahí también estaba Alí, el mayordomo de la casa donde me había hospedado. Solemne, se retiraba sin darme la espalda. O mi imagen leyendo el diario de Lydia que había encontrado en la biblioteca, en el que hablaba de su padre, Emmanuel Mizrachi, último Pachá judío en esas tierras, o de Lea, su madre. Al volver, me había jurado olvidarla.

Una avalancha de retratos inconexos se sucedía con enorme rapidez: portafolios llevados por hombres vestidos de negro, la mirada recelosa de los jardineros, un halcón parado en la rama del árbol más alto, la maceta de bronce en el comedor grabada de historias bélicas, un avión que pasaba volando bajo, el horror de la boca que se abría, macabra, a través del velo de las cortinas…

Aunque no había pensado bajarme del autobús, tomé la bolsa de juguetes que había comprado para mi hijo y descendí la escalerilla como una autómata. Había trabajadores manejando grúas, nubes de polvo que no dejaban ver a escasos metros de frente, el eco de los gritos que se lanzaban unos a otros. En una calle cercana distinguí lo que parecía ser un café. Al acercarme, las voces se convirtieron en un lejano chirriar de tranvías, en gritos de voceadores, en tacones de mujeres que llevan abrigos y sombreros. Pero la impresión se disipó al encontrarme frente a una vitrina empolvada que mostraba figuras de Lalique y porcelanas Capo di Monte. No se trataba de un café. Me sorprendió ese tipo de negocio tan cerca de la construcción. ¿Qué tipo de clientes caerían por ahí?

Dudé en entrar, pero aún faltaban veinte minutos para que volviera el autobús. Cuando empujé la puerta, un viejo de mirada engrandecida por las gafas me revisó de arriba abajo. Más que un anticuario, parecía un enorme búho en cautiverio al que le hubieran dado la encomienda de vigilar el sitio, así que avancé despacio, cuidando de no tocar ninguno de sus tesoros: estatuas de mármol, relojes, gobelinos, huevos de Fabergé, enormes candelabros que extendían sus tentáculos como si quisieran alcanzarme.

Al fondo del pasillo, entre un par de esclavos negros de tamaño natural que cargaban sendas antorchas, vi de improviso algo muy extraño. Al acercarme, la voz del viejo retumbó en el recinto: Astrolabe, thirteen century. Era un objeto increíble, lleno de lunas por todos lados, símbolos incomprensibles, números, dibujos, curvaturas, y el bronce que resaltaba sus formas y bajorrelieves. Algo había leído sobre los astrolabios. Se habían utilizado para medir la posición de las estrellas y, aún hoy en día, podíamos sorprendernos de su precisión. Por medio de agujas o discos que se movían manualmente apuntaban a la estrella elegida, determinando la hora local a partir de la latitud, o la latitud a partir de la hora local. Como dato curioso, los marineros musulmanes que surcaban el mediterráneo —de quienes provenía el aparato originalmente— lo habían utilizado para calcular el momento del rezo y la dirección de la Meca. Creí reconocer algunos signos. Sab’a, ¡eso era!, había identificado el siete. ¿Cuánto costaría? ¡Debía ser carísimo!

Al verme tan interesada, el anticuario se levantó de su silla arrastrando una pierna como un vetusto animal de zoológico que apenas pudiera moverse. Lo mejor era salir de la tienda de inmediato. Tenía sólo diez minutos para llegar a la esquina. Esta vez evitaría la Zona Cero. El pasado debería quedarse en su sitio. Pero el viejo avanzaba, visiblemente molesto, por su maltrecha extremidad, por mi presencia, no sabría distinguirlo. Cada vez más cercano el movimiento de sus pasos dispares, el esfuerzo titánico que hacía para cargar su dolosa humanidad.

Sin pensarlo, giré la aguja del astrolabio y un ruido de estática que creció como un remolino apagó el mundo.

UNA RECÁMARA DESCONOCIDA

Al abrir los ojos, veo un cuarto oscuro de techos muy altos. A mi lado, alguien que duerme cubierto de pies a cabeza. No sé dónde estoy y me siento ligera, mucho menos pesada que otras noches en que, sin poder dormir, doy vueltas entre las sábanas tan consciente de mis huesos y de mi carne. Hace calor y siento el impulso de levantarme. Si esto es un sueño, es uno muy extraño, en el que me doy cuenta de lo que hago y la certeza parece prolongarse. Sabía de sueños en los que si se decidía volar, se volaba, o en caso de peligro, se desaparecía al perseguidor o al asesino. Sueños lúcidos, así se llamaban, pero yo no tenía ninguna experiencia en tales destrezas, y era poco probable que, de la noche a la mañana, eso hubiera cambiado.

Como sea, decido levantarme sin hacer ruido para no despertar al durmiente que tengo cerca. Me vuelve a sorprender mi ligereza. Cinco kilos, por lo menos, eso parecía que me habían quitado de encima. Hago el intento de mirarme, pero sólo veo un largo camisón de franela, con dibujos esparcidos aquí y allá. Al abrir la ventana, con una luna llena, me recuerdo girando la aguja del astrolabio, con la bolsa de la juguetería a mi lado y el anticuario acercándose desde su rincón. ¿Dónde había quedado todo eso? ¿Qué hacía en esa habitación? ¿Quién era el bulto que yacía en la cama?

Escucho el canto de un pájaro. En poco tiempo empezará a salir el sol… ¿Pero qué estaba pensando? Los sueños eran surrealistas, poco lineales, y este cuarto oscuro de techos altos tenía más tintes de realidad, mientras la imagen del astrolabio y de la casa de antigüedades, de sueño. Aunque pensar así era el más grande de los absurdos. Estaba en Nueva York. Era mi último día en la ciudad. Me había subido a un autobús descapotable que paseaba turistas y había descendido en una de las paradas. Caminaba hacia un lugar que pensé era una coffee shop…

Pero sigo parada en el mismo balcón, con la misma gran luna encima de mi cabeza. Aguzo el oído. Uno, dos, tres pájaros. Diferentes trinos. Las tonalidades en el cielo también cambian, del gris oxford al gris perla, del gris perla al blanco ostión. Amanece, sí, en el sueño, o en el no sueño, y mientras suceda lo que tenga que suceder, doy media vuelta. En una esquina, veo un baúl de viaje. Encima, una bolsa de mano. El baúl tiene el aspecto de esas maletas de antaño, con cintos que lo atraviesan y herrajes que hacen las veces de candados. La bolsa es un saco tipo bandolera. Lo primero que encuentro al abrirla es un pasaporte azul. Norteamericano. En la primera hoja, una foto mía de hace muchos años que no había visto nunca. A la derecha, un nombre y una fecha: Ana Mizrachi, 1950.

No entiendo nada, absolutamente nada, y lo único que se me ocurre es correr al baño a mirarme al espejo.

A TRAVÉS DEL AGUJERO DE GUSANO

La imagen en el espejo es exacta a la del pasaporte. Tengo el pelo largo, como hace mucho no lo llevaba, y la expresión de alguien muy joven. Me cubro el rostro con las manos, y al descubrirlo, el reflejo no cambia. Hago una mueca y obtengo lo mismo por respuesta. Quiero gritar, pero temo despertar al desconocido que duerme cerca.

En una pequeña mesa descubro las horquillas que me he retirado antes de ir a la cama. ¿Cómo puedo acordarme de ellas? ¿Cómo sé que son mías o habían estado en mi cabeza? Asustada, las arrojo al suelo, segura de que son una alucinación y, al caer, desaparecerán. Pero las horquillas se esparcen, con un sonido metálico, preciso.

Miro a mi alrededor. Todo sigue exactamente igual. La bandeja y la jarra de cerámica adornadas de flores azules, el encaje en las cortinas, la plata labrada en el espejo. ¿Y si fueran reales? ¿Y si no estuviera soñando y éste fuera en realidad un baño de 1950? Pero ¿dónde? ¿Y quién era esta extraña yo que ostentaba otro apellido y otra nacionalidad?

Miro los artículos sobre el tocador; un espejo de mano, una polvera abierta con una gran mota dentro, un cepillo de carey. Hacía días, antes de subir al barco que me había traído hasta aquí, mi madre me peinaba con un cepillo muy similar.

—En la bolsa de tus cosas de baño metí las pastillas para el mareo. Si sientes náuseas durante el viaje te tomas una y te acuestas… No, mejor vas y comes algo. Esos mareos con el estómago vacío son espantosos.

¿Mi madre? ¿A qué madre estaba recordando? La mía, la verdadera, había muerto cuando aún era muy chica. Muy diferente a esa mujer de bata color encendido y un enorme rulo sobre la cabeza que, con acento italiano, me aconsejaba.

—Mamma mia! Ma que bella ragazza sara andata in viaggio! —re­pro­duzco su voz, cuando escucho un sonoro bostezo proveniente de la recámara.

—Ana, ¿dónde estás? Ven, ven a que te vea…

Un escalofrío me recorre de pies a cabeza. Por primera vez interactuaría con un personaje de mi sueño, plenamente consciente de que lo hacía, aunque todavía tuviera la esperanza de que iba a despertar.

Sentada en la cama, Lydia, la hija del Pachá Mizrachi, abre los brazos en señal de bienvenida. La reconozco por las fotos que había visto en su diario, por su pelo, entre castaño y rojizo, que entonces recogía en dos trenzas que le caían por la espalda, por sus mejillas arreboladas y cubiertas de pecas.

Al abrazarla me estremezco. Con su mejilla pegada a la mía siento la temperatura de su cuerpo, el olor de su cabello. ¡Esto no era un sueño! Pero ¿cómo diablos había accedido a ese lugar y qué agujero de gusano me había transportado al tiempo de Lydia y del Pachá?

UN SILENCIO COMO UN NUBARRÓN

“Por allá están las recámaras que se han quedado vacías. La de mi hermano que ya no vive con nosotros y otra que mis padres habían planeado si tenían más hijos. Este cuarto de enmedio es el del reloj. Antes daba las horas con una campanada infernal, pero está tan viejo que ya apenas se escucha”, dice Lydia, ajena al hecho de que ya conozco esa casa: el vitral junto a la escalera, con sus fondos de botella ambarinos; el pasamanos de madera, con la pátina de miles de manos que tenía entonces.

Se escucha un ruido de cubiertos y platones acomodándose sobre la mesa, y ella, que es mediana de estatura, delgada y se mueve de una forma casi elástica, anuncia nuestra llegada al comedor. Sentado en la cabecera, el Pachá desayuna de forma ceremoniosa. Verlo en persona me impresiona profundamente. Lo imaginaba más viejo. En la única foto que conocía se veía muy diferente. Debió haber sido un mal día cuando se la tomaron, pues ahora estaba radiante y, aunque no era guapo, me encontraba frente a un hombre elegante y de modales suaves.

Deja de masticar el último bocado y se levanta para saludarme.

—Bienvenida a esta casa. Cuéntame, ¿cómo dejaste a tus padres?

Antes de contestar, la historia de mis falsos progenitores me llega en torrente, como si algún apuntador silencioso activara un botón en mi cerebro que contuviera esa información. Mi padre, el de esta Ana tan joven que vive en los cincuenta, Theo Mizrachi, había escapado de la guerra en Europa, de la persecución contra su gente, solamente con la ropa que llevaba puesta, en un barco de vapor hacia Estados Unidos…

Los datos me llegaban como balas y había que atraparlos en el aire. Tercera clase. Hacinado en la parte inferior, de forma insalubre y casi enfermo. Al llegar, fue llevado al Centro de Inmigración de Ellis Island en Nueva York y sometido a inspecciones legales y médicas. Pero al no haber pasado el six seconds medical exam, que consistía en ser observado por doctores, mientras en el Grand Hall debía subir por una enorme escalera sin demostrar sofocos y cansancio, fue marcado con tiza y revisado exhaustivamente.

Casi lo veía contándome la historia.

Lo siguiente fue su hospitalización temporal, ahí mismo, en instalaciones de la isla, misma que lo deprimió hasta las lágrimas. Ahí también fue donde vio por primera vez a mi madre, una jovencita proveniente de Sicilia (detenida asimismo por haber reprobado la prueba) que, afectada por la noticia de su detención, lo abrazaba con vehemencia, mientras gritaba: Peccato, peccato, questa isola di lacrime maledetta!

El día que lo dieron de alta nunca imaginó lo que le deparaba el destino. Apenas traspasó la puerta de salida y escuchó al oficial decirle con una sonrisa que enseñaba todos los dientes: Welcome to America, vio a la siciliana agitando los brazos en el aire en clara señal de que era a él a quien esperaba. Desde ese instante supo que no lo dejaría jamás. La muchacha volvió a abrazarlo, esta vez con una duración que hacía sonreír a los inmigrantes que circulaban por ahí, y tomando su mano, caminó hasta donde los llevaran sus pasos.

Esos eran mis padres. Theo, el hermano que el Pachá había perdido hacía muchos años y recuperado al azar, cuando en una fiesta de la embajada estadounidense en Egipto alguien mencionó el nombre de los dueños de El Vesubio, la mejor pizzería en Nueva York: Theo y Benedetta Mizrachi. En pleno barrio judío habían empezado con un pequeño estanquillo vendiendo spaghetti al pomodoro y pizzas al forno y, en poco tiempo, se habían hecho de una clientela considerable. Benedetta escogió el sitio como seleccionó a su marido, con la misma soltura y decisión con las que se elige un producto en el supermercado.

Sorprendida de la rapidez con que me llegaba todo esto, casi olía el aroma a arúgula fresca con que se aderezaban los platos de El Vesubio. Además de conocer los detalles, supe lo que el Pachá y mi padre Theo habían hablado cuando volvieron a encontrarse. Fue en una visita oficial que el señor Emmanuel Mizrachi había hecho a Estados Unidos, como abogado del rey, cuando yo aún era una bebé. Y a pesar de que el visitante sólo me vio entonces en una fotografía retocada en la que posaba sobre una piel de borrego como Dios me trajo al mundo, parecía reconocerme ahora. Mientras oigo en el trasfondo las anécdotas de infancia de los hermanos poniéndose al corriente, observo su rostro. Ambos habían tomado caminos totalmente opuestos y sus vidas no podían ser más diferentes. El de Egipto, rodeado de glamour y de gente importante. El de Nueva York, batallando como cualquier hijo de vecino.

Como si fueran mis verdaderos padres, me apenaba un poco hablar de esa madre italiana tan extrovertida de la que ahora tenía que dar cuentas. Si supieran, pensaba, que cuando la inspeccionaron en Ellis Island y también la hospitalizaron, la tiza dibujó la equis tan temida con la que marcaban a los sospechosos de locura. En esa tierra de oportunidades la actitud exuberante de Benedetta era algo nunca visto. Pero loca no estaba. Eso lo constataron cuando la doctora que la revisó dijo científicamente: The girl from Sicily exaggerates to the extreme and has a tremendous imagination, but she is not insane.

—Muy bien, les mandan muchos saludos —respondo al fin.

—Mira, él es Tiberio, el mayordomo, y más allá está Salma, esa que ves en el vestíbulo, plumero en mano. Falta Youssef, el cocinero, que en cualquier momento aparecerá por esa puerta con alguno de sus platillos.

Al ver al mayordomo a sus espaldas, recto como un gendarme, no puedo dejar de pensar en Alí, el mayordomo que yo había conocido. No podían ser más diferentes. Tiberio, muy alto, con una mirada franca que transparentaba su interior. Alí, bajo y regordete, siempre escondiendo secretos.

—Respecto a Lea, tu tía, se disculpa por no recibirte. A veces padece migrañas y tiene que recluirse hasta que se le pasen.

Tras la sola mención del nombre de la madre el semblante de Lydia se transforma y un silencio incómodo se asienta como un nubarr …

Maries Ayala es también poeta. Foto: Internet

¿Quién es Maries Ayala? Nació en Ciudad Juárez, Chihuahua. Ha vivido en distintos países europeos, así como en Estados Unidos y Egipto –país en el que pasó cinco años–, actualmente reside en México. Estudió ciencias de la comunicación e inició su actividad literaria escribiendo poesía. Sus colaboraciones han aparecido en diversos periódicos y antologías, incluyendo el Anuario de Poesía del INBA. Ha publicado los libros: Extravíos, poemario; Ferragosto, novela y El secreto de la casa del Cairo.

LECTURAS | El estafador, de John Grisham

sábado, enero 14th, 2017

Un abogado condenado a 10 años de cárcel dice saber quién asesinó al juez Fawcett y por qué, y exige su libertad a cambio de su información. “John Grisham es excepcionalmente bueno en lo que hace. Hoy en día nadie lo supera… Sus libros son inteligentes, imaginativos y divertidos, poblados de gente compleja e interesante, escritos por un hombre que se guía no sólo por el deseo de entretener, sino también por su profunda indignación frente a la avaricia y la corrupción humanas”, ha escrito The Washington Post.

Ciudad de México, 14 de enero (SinEmbargo).- Puesto que los jueces federales se enfrentan a menudo a criminales violentos y a organizaciones corruptas sin ningún escrúpulo, es sorprendente que hasta ahora sólo cuatro de ellos hayan sido asesinados. El juez Raymond Fawcett es el número cinco. Pero, ¿qué tiene que ver Malcolm Bannister con el asesinato del juez?

Sobre el papel, Bannister no es más que un exabogado acusado de una estafa que reside en el Centro Penitenciario Federal de Frostburg, Maryland. Su situación no pinta nada bien, pero guarda un as bajo la manga: sabe quién es el asesino del juez Fawcett y también sabe el porqué de su fatal destino.
El cadáver del juez fue hallado en su cabaña a la orilla de un lago. La entrada no había sido forzada. Lo único que encontraron fueron dos cuerpos sin vida: el del juez y el de su joven secretaria. Y otra cosa: una caja fuerte grande, elmodelo más moderno y más seguro, abierto y vacío. Y ¿qué había en la caja fuerte? Al FBI le encantaría saberlo, y a Malcolm Bannister, contarlo. Pero todo tiene su precio, sobre todo una información tan valiosa como ésta, y el estafador no tiene un pelo de tonto.

Una historia que seguro será película. Foto: Especial

Una historia que seguro será película. Foto: Especial

Por cortesía de Plaza & Janés, compartimos el primer capítulo de la novela.

Soy abogado, y estoy en la cárcel. Es largo de contar. Tengo cuarenta y tres años y he cumplido cinco de los diez a los que me condenó un juez federal mojigato y pusilánime de Washington. He agotado todos los recursos que podía presentar. Ya no tengo ni un solo procedimiento, mecanismo, artículo recóndito, tecnicismo, laguna jurídica o avemaría en mi arsenal. No me queda nada. Con mis conocimientos legales podría hacer como otros presos, inundar los tribunales con mociones y escritos sin valor u otras instancias basura, pero no serviría de nada. Soy una causa perdida. La verdad es que no tengo ninguna esperanza de salir antes de cumplir la condena, salvo alguna que otra triste semana al final recortada por buena conducta (y la mía ha sido ejemplar). No debería llamarme abogado, porque técnicamente no lo soy. Poco después del veredicto intervino el Tribunal Supremo de Virginia y me prohibió seguir ejerciendo. Está muy claro, negro sobre blanco: condena por delito grave igual a inhabilitación. Me retiraron la licencia y en el registro de abogados de Virginia quedaron consignados, como era de recibo, mis problemas disciplinarios. Aquel mes fuimos tres los expulsados, más o menos lo habitual. Aun así, en mi pequeño mundo soy lo que se llama «abogado de cárcel», y como tal dedico varias horas diarias a ayudar a los reclusos con sus problemas legales. Estudio los recursos, presento instancias, redacto testamentos simples y de vez en cuando me ocupo de alguna escritura de tierras. También reviso contratos para los que cumplen penas por delitos económicos.

Si he demandado al gobierno ha sido siempre por motivos legítimos, nunca sin fundamentos. También hay muchos divorcios. A los dieciocho meses y seis días de entrar en la cárcel recibí un sobre abultado. Para los presos el correo es como agua de mayo, pero de este habría podido prescindir. Era de un bufete de Fairfax, Virginia, en representación de mi mujer que, sorprendentemente, me pedía el divorcio. De apoyarme de forma incondicional y estar preparada para una larga espera, Dionne pasó en cuestión de semanas a convertirse en víctima y querer huir a toda costa.

Los documentos los leí en estado de shock, sin poder tenerme en pie, con la vista nublada, hasta que tuve miedo de llorar y me refugié en la intimidad de mi celda. En prisión se llora mucho, pero siempre en solitario. Cuando me fui de casa, Bo tenía seis años. Era hijo único, aun que pensábamos tener alguno más. El cálculo es fácil. Debo de haberlo hecho un millón de veces: cuando salga de la cárcel, Bo tendrá dieciséis años y estará en plena adolescencia. Me habré perdido diez de los años más valiosos que pueden compartir un padre y un hijo. Hasta los doce, más o menos, los niños adoran a sus padres. Están convencidos de que no hacen nada mal. Le enseñé a jugar al béisbol y al fútbol. Me seguía a todas partes como un perro faldero. Íbamos juntos a pescar y de acampada. Algunos sábados por la mañana venía al despacho para desayunar conmigo, de hombre a hombre. Era todo mi mundo, y fue desolador, para mí y para él, tener que explicarle que me ausentaría durante mucho tiempo.

Después de entrar en la cárcel no quise que me visitara. Por muchas ganas que tuviera de abrazarlo, no podía soportar la idea de que un niño tan pequeño viera a su padre entre rejas. Desde la cárcel, sin perspectivas de salir a corto plazo, es casi imposible defenderse en un divorcio. En dieciocho meses el gobierno federal se había comido todos nuestros ahorros, ya escasos de por sí. Solo nos quedaba nuestro hijo, y nuestro compromiso mutuo. El niño fue una roca; el compromiso, en cambio, se resquebrajó. Dionne me hizo promesas muy bonitas de que perseveraría, de que nunca aflojaría, pero al final se impuso la realidad. En el pueblo se sentía sola, aislada. «La gente murmura al verme», me escribió en una de sus primeras cartas. «Estoy tan sola…», se lamentaba en otra. Los envíos no tardaron mucho en disminuir tanto en longitud como en frecuencia. Al igual que las visitas. Dionne creció en Filadelfia y nunca se acostumbró a vivir en el campo. Cuando un tío suyo le ofreció trabajo, de pronto tuvo mucha prisa por volver a su ciudad de origen. Hace dos años se casó de nuevo, así que a sus once años Bo tiene un nuevo entrenador. Las últimas veinte cartas a mi hijo han quedado sin respuesta. Estoy seguro de que ni siquiera se las han dado. Muchas veces me pregunto si volveré a verle. Creo que sí, que haré el esfuerzo, pero tengo mis dudas. ¿Qué le dices a un hijo a quien quieres más que a nada en el mundo, pero que no te reconocerá? Ya no conviviremos como un padre y un hijo normales. ¿Sería justo para Bo que su padre reapareciese después de tantos años, insistiendo en formar parte de su vida? Si algo me sobra es tiempo para pensar en esas cosas. Soy el recluso número 44861-127 del Centro Penitenciario Federal cercano a Frostburg, Maryland. Estos «centros» son instalaciones de baja seguridad adonde nos envían cuando consideran que no somos violentos, siempre que nuestra condena sea igual o inferior a diez años. Por motivos que nadie me ha aclarado, pasé los primeros veintidós meses de cárcel en un antro de seguridad media, cerca de Louisville, Kentucky. Es lo que en la inagotable sopa de siglas de la jerga burocrática se llama una ICF (Institución Correccional Federal), y se parecía muy poco al centro de Frostburg. Las ICF son para presos violentos con más de diez años de condena. La vida allí es mucho más dura, aunque yo sobreviví sin ninguna agresión física. En eso me ayudó muchísimo haber sido marine.

En el mundo de las cárceles, los centros penitenciarios son hoteles de lujo. No hay muros, vallas, alambradas ni torres de vigilancia, y los vigilantes armados constituyen una minoría. El de Frostburg es relativamente nuevo, con mejores instalaciones que la mayoría de los institutos de enseñanza. ¿Cómo no si en Estados Unidos nos gastamos cuarenta mil dólares al año por cada preso, y ocho mil en educar a un alumno de primaria? Aquí hay orientadores, gerentes, trabajadores sociales, enfermeros, secretarios, todo tipo de ayudantes y decenas de burócratas que tendrían dificultades para explicar a qué dedican sus ocho horas diarias. Por algo es el gobierno federal. El aparcamiento de empleados contiguo a la entrada principal está lleno de coches y camionetas de gama alta.

Aquí en Frostburg hay seiscientos reclusos, que salvo unas pocas excepciones se caracterizan por su buena conducta. Los que tienen un pasado violento ya han escarmentado, y saben valorar el civilizado entorno en el que viven. Los que se han pasado toda la vida en la cárcel han encontrado finalmente el mejor lugar posible. Muchos de estos veteranos no se quieren ir; están completamente asimilados, y no sabrían vivir en libertad. Cama caliente, tres comidas al día, asistencia sanitaria… ¿Te lo pueden ofrecer las calles? No estoy insinuando que sea un lugar agradable, porque no lo es. Hay muchos hombres como yo que ni en sueños habían imaginado caer tan bajo; profesionales o empresarios, con su patrimonio, sus familias bien avenidas y su carnet de club de campo. En mi grupo de amigos blancos está Carl, un optometrista que retocaba demasiado sus facturas a la seguridad social, y Kermit, que especulaba con terrenos y los daba en garantía a varios bancos a la vez; también Wesley, un antiguo senador de Pennsylvania que aceptó un soborno, y Mark, un asesor hipotecario que abarataba costes. Carl, Kermit, Wesley y Mark: todos blancos, con un promedio de edad de cincuenta y un años. Todos culpables, según su propia confesión. Y yo, Malcolm Bannister, negro, de cuarenta y tres años, condenado por un delito que no cometí. Da la casualidad de que hoy por hoy soy el único negro de Frostburg que cumple condena por delitos económicos. Todo un honor.

Entre mis amistades negras el perfil no está tan claro. La mayoría son chavales de Washington y Baltimore empapelados por algún delito de drogas, que cuando accedan a la libertad condicional volverán a la calle y tendrán un 20 por ciento de posibilidades de evitar una nueva condena. Sin educación, ni cualificación, pero con antecedentes, ¿cómo van a prosperar? La verdad es que en los centros penitenciarios federales no hay pandillas ni violencia. Como te pelees con alguien, o le amenaces, te sa can ipso facto para mandarte a un lugar mucho peor. Sí hay discusiones, muchas, principalmente por la tele, pero aún no he sido testigo de un solo puñetazo. Algunos presos han estado en cárceles estatales, y lo que cuentan es espeluznante. Nadie quiere cambiar esto por ningún otro sitio. Por eso nos portamos tan bien, mientras vamos contando los días que nos faltan.

Para quien cumple pena por delitos económicos, el castigo es verse humillado y perder su condición social y su nivel de vida. Para los negros, el centro es menos peligroso que donde vivían antes y que donde vivirán después. En su caso el castigo es otra muesca en su expediente penal, otro paso hacia la categoría de delincuente profesional. Por eso me siento más blanco que negro. Aquí en Frostburg hay otros dos antiguos abogados. Ron Napoli se dedicó durante muchos años al derecho penal en Filadelfia, y era todo un personaje hasta que le destruyó la cocaína. Especializado en asuntos de drogas, representó a muchos de los grandes narcotraficantes de la costa atlántica central, de New Jersey a las dos Carolinas. Prefería cobrar en efectivo y coca, y al final lo perdió todo. El Servicio de Impuestos le acusó de evasión fiscal, y va por la mitad de una condena de nueve años. No está pasando por un buen momento: se le ve deprimido, y no hay manera de que haga ejercicio ni procure cuidarse. Cada vez está más torpe, lento, cascarrabias y enfermo. Antes nos cautivaba con anécdotas sobre su clientela y las aventuras de esta en el narcotráfico, pero últimamente lo único que hace es quedarse en el patio quejándose y comiendo bolsas y bolsas de Fritos con cara de perplejidad. El dinero que le envían se lo gasta casi todo en comida basura.

El tercer ex abogado es un tiburón de Washington que se llama Amos Kapp e hizo carrera durante mucho tiempo manejando información privilegiada y moviéndose en los entresijos de la ley, siempre al borde de todos los grandes escándalos políticos. Kapp fue juzgado y condenado al mismo tiempo que yo, y fue el mismo juez el que nos sentenció a diez años. Los acusados eran ocho: siete de Washington y yo. Kapp siempre ha sido culpable de algo. Obviamente al jurado se lo pareció. Ya entonces, sin embargo, él sabía —y sigue sabiendo— que yo no tuve nada que ver con la conspiración. Sin embargo, fue demasiado cobarde y corrupto para hablar. En Frostburg está rigurosamente prohibida la violencia, pero si me dejaran cinco minutos a solas con Amos Kapp seguro que aparecería con el cuello roto. Él lo sabe, y sospecho que hace tiempo que se lo dijo al director, porque le tienen en el ala oeste, lo más lejos posible de mi módulo.

Yo soy el único de los tres abogados dispuesto a ayudar al resto de los presos en problemas de índole jurídica. Disfruto. Es un reto que me mantiene ocupado. También es una manera de que no se oxiden mis conocimientos, aunque dudo que me espere un gran futuro dentro de la abogacía. La verdad es que es un mundo en el que nunca gané mucho dinero. Era abogado de pueblo, negro, por añadidura, con pocos clientes que pagasen bien. Braddock Street estaba repleta de colegas que se disputaban a la misma clientela, en un ambiente de competición feroz. No sé qué haré cuando se acabe esto, pero no veo claro que regrese a mi antigua profesión. Seré un hombre de cuarenta y ocho años, soltero y espero que con buena salud. Cinco años es una eternidad. Cada día salgo solo a dar un largo paseo por un camino de tierra que bordea el centro; es un recorrido de jogging que sigue el perímetro, o la «línea», como lo llaman: cruzarla se considera una fuga. Pese a la cárcel, el paisaje es bonito y las vistas, espectaculares. Mientras camino y contemplo el fondo de colinas, me resisto al impulso de saltar al otro lado de la línea. No hay vallas que me lo impidan, ni vigilantes que griten mi nombre. Podría desaparecer en estos bosques tan frondosos, y no dar señales de vida nunca más. Ojalá hubiera un muro, uno de ladrillo de tres metros de altura, con rollos de alambrada, que me impidiese mirar las montañas y soñar con la libertad. ¡Que es una cárcel, señores! No podemos irnos, ¿verdad? Pues levantad un muro y dejad de tentarnos. La tentación siempre está ahí y, aunque yo me resista, no miento si digo que se hace más fuerte cada día.

Frostburg queda a pocos kilómetros al oeste de Cumberland, Maryland, en una estrecha franja dominada y empequeñecida al norte por Pennsylvania y al oeste por Virginia Occidental. En el mapa se ve con claridad que esta parte desterrada del estado nació de un error de reconocimiento, y que no debería formar parte de Maryland. Lo que no está tan claro es a qué estado debería pertenecer. En la biblioteca, mi lugar de trabajo, hay un gran mapa de Estados Unidos colgado en la pared, justo sobre mi pequeño escritorio. Me lo quedo mirando demasiado tiempo mientras sueño despierto y me pregunto cómo he acabado siendo un preso federal en lo más remoto del oeste de Maryland. A cien kilómetros al sur está Winchester, Virginia, una localidad de veinticinco mil habitantes donde nací, pasé mi infancia, estudié y trabajé hasta la «caída». Me han dicho que sigue más o menos igual que cuando me fui. El bufete Copeland & Reed continúa funcionando en el mismo local donde había estado mi oficina. Da directamente a Braddock Street, en la parte vieja, justo al lado de un restaurante. Antes se anunciaba como Copeland, Reed & Bannister, con letras negras pintadas sobre el cristal, y era el único despacho de abogados de raza exclusivamente negra en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Me han dicho que a los señores Copeland y Reed les va bien; no es que prosperen, ni que se hagan ricos, pero tienen suficiente trabajo para pagar el sueldo de sus dos secretarias y el alquiler. Cuando yo era socio del bufete no llegábamos a mucho más. Subsistíamos sin pena ni gloria. En la época de la Caída yo me estaba cuestionando seriamente mi futuro en una población tan pequeña. Me han dicho que ni Copeland ni Reed quieren hablar de mí o de mis problemas. A ellos también estuvieron a punto de juzgarles, y su reputación quedó manchada. El fiscal que me acusó iba a perdigonada pura contra cualquier persona que pudiera tener algo que ver con su magna conspiración, y estuvo a punto de cargarse a todo el bufete.

Mi delito fue equivocarme de cliente. Ninguno de mis dos antiguos socios ha cometido un delito en toda su vida. Lamento lo ocurrido de muchísimas maneras, pero hay algo que aún me quita el sueño y es el desprestigio que han tenido que sufrir. Ambos están cerca de los setenta, y en su juventud, como abogados, no solo tuvieron que luchar por mantener a flote un bufete de pueblo sino que participaron en algunas de las últimas batallas raciales. A veces el juez hacía como si no existiesen durante la vista, y dictaminaba en contra de ellos sin ningún fundamento jurídico. Muchos compañeros de profesión les dispensaban un trato grosero y antiprofesional. El colegio de abogados del condado no les invitó a inscribirse. Algunos secretarios judiciales extraviaban sus demandas, y los jurados blancos no les otorgaban ninguna credibilidad. Lo peor de todo, sin embargo, era la falta de clientes interesados por sus servicios. Me refiero a clientes negros. En los años setenta los blancos no contrataban bufetes de negros, al menos en el sur. Eso no ha cambiado mucho. Pero a lo que iba: cuando Copeland & Reed daba sus primeros pasos estuvo a punto de irse a pique porque los negros pensaban que los abogados blancos eran mejores. La situación se revirtió a base de trabajo y profesionalismo, pero fue un proceso lento.

Winchester no fue mi primera elección para desempeñar mi oficio. Cursé mis estudios de Derecho en la Universidad George Mason, en la parte de Virginia del Norte donde se extiende el área urbana de la ciudad de Washington. Durante el verano del segundo curso tuve la suerte de conseguir una pasan tía en un bufete enorme en Pennsylvania Avennue, cerca del Capitolio. Era uno de esos despachos con miles de abogados, sucursales en el mundo entero, antiguos senadores en el membrete, clientela selecta y un ritmo frenético que me encantaba. El mejor momento fue cuando serví de recadero en el juicio a un ex congresista (nuestro cliente) acusado de conspirar con su hermano, delincuente convicto, para cobrar sobornos a cambio de servicios para el gobierno. Fue un auténtico circo, y me entusiasmó estar tan cerca de la pista central. Once años después entré en la misma sala de los juzgados E. Barrett Prettyman, en el centro de Washington, siendo yo el procesado. Aquel verano éramos diecisiete pasantes. Los otros dieciséis, todos de las diez mejores facultades del país, recibieron ofertas de trabajo. Yo, al haberlo apostado todo al mismo número, dediqué mi tercer año de Derecho a ir por Washington llamando a puertas, sin que se me abriera ninguna.

Seguro que las calles de Washington se las patean a cualquier hora miles de abogados desempleados. Es fácil hundirse en la desesperación. A partir de un momento amplié mi búsqueda al extrarradio, donde hay bufetes mucho más pequeños, y aún menos trabajo, si cabe. Al final volví a casa, derrotado. No se habían cumplido mis sueños de gloria en la cumbre. Los señores Copeland y Reed no andaban sobrados, y difícilmente podrían haberse permitido un nuevo socio, pero les di lástima y me despejaron una habitación del piso de arriba que servía de almacén. Ahí trabajé con todo mi empeño, aunque a menudo las horas se me hacían largas con tan pocos clientes. Por lo demás nos llevábamos muy bien, tanto que después de cinco años tuvieron la generosidad de incorporar mi nombre al del bufete. Lo cual no comportó un gran aumento en mis ingresos.

Me dolió ver arrastrados sus nombres por el barro durante mi proceso. Era tan absurdo… Cuando el agente del FBI que estaba al frente del equipo me tenía contra las cuerdas, me dijo que si no me declaraba culpable y colaboraba con la fiscalía se presentarían cargos contra los señores Copeland y Reed. Yo, pensando (sin poder estar seguro) que era un farol, le dije que se fuera a la mierda. Por suerte era un farol. Les he escrito cartas de disculpa, largas cartas lacrimógenas a las que nunca han respondido. También les he pedido que vengan a verme para hablar cara a cara, pero tampoco han respondido a mi petición.

Aquí, a cien kilómetros de mi lugar de nacimiento, tengo un solo visitante habitual. Mi padre, Henry, fue uno de los primeros policías negros al servicio de la mancomunidad de Virginia. Durante los treinta años que pasó patrullando por Winchester y sus alrededores nunca dejó de disfrutar. Le gustaba el trabajo en sí, la sensación de autoridad y de reconocimiento, el poder de hacer cumplir la ley y la ayuda compasiva a los necesitados. Le encantaba el uniforme, el coche patrulla… todo menos la pistola que llevaba en la cintura; arma que se vio obligado a desenfundar algunas veces, pero que jamás disparó. Aunque daba por sentado que los blancos darían rienda suelta a su rencor, y que los negros buscarían manga ancha, él estaba decidido a mostrar la más absoluta equidad. Era un policía duro, que no veía medias tintas en la ley: cualquier acto que no fuera legal tenía que ser ilegal, sin margen de maniobra ni tiempo para tecnicismos.

Desde el momento de la acusación mi padre me creyó culpable de algo. Nada de presunciones de inocencia. Ni caso a mis protestas, a mis diatribas. Como hombre orgulloso de su trayectoria, su cerebro había sufrido el lavado de una vida entera en persecución de quienes infringían la ley; y si los federales, que tantos recursos tenían y tanto sabían, me consideraban digno de cien páginas de acusaciones, la razón la tenían ellos, no yo. No dudo de que se compadeciese, ni de que rezase por verme salir del embrollo en que me había metido, pero le costaba mucho transmitírmelo. Para él era una humillación, y no me lo escondió. ¿Cómo era posible que su hijo abogado se hubiera juntado con semejante pandilla de sinvergüenzas?

Yo me he hecho mil veces la misma pregunta, pero no existe una buena respuesta. Henry Bannister acabó la secundaria de milagro, y a los diecinueve años, después de algún que otro pequeño escarceo con la delincuencia, ingresó en la Marina, que en poco tiempo hizo de él un hombre: un soldado que anhelaba disciplina y se enorgullecía sobremanera de su uniforme. Estuvo tres veces en Vietnam, donde recibió disparos y quemaduras y estuvo un tiempo prisionero. Sus medallas están en la pared de su estudio, en la casita donde pasé mi infancia y donde ahora vive solo. A mi madre la mató un conductor borracho dos años antes de que me juzgaran.

Henry viaja a Frostburg una vez al mes para una visita de una hora. Está jubilado y tiene poco que hacer. Si quisiera podría visitarme cada semana, pero no lo hace. Cuántas vueltas dan las condenas largas, y qué crueles son… Una de ellas es la sensación de que el mundo, y tus seres queridos, a los que tanto necesitas, lentamente se van olvidando de ti. El correo, que en los primeros meses llegaba en grandes fajos, se fue adelgazando hasta quedar en una o dos cartas por semana. Los amigos y parientes que tanto anhelaban visitarte no aparecen en mucho tiempo. Mi hermano mayor, Marcus, viene dos veces al año para ponerme al día de sus contratiempos. Así se entretiene durante una hora. Tiene tres hijos adolescentes, en diversas fases de delincuencia juvenil, y una mujer que no está bien de la cabeza.

Según como se vea, supongo que no tengo problemas… Aunque la vida de Marcus sea tan caótica, me gustan sus visitas. Siempre ha imitado a Richard Pryor, y tiene gracia en todo lo que dice. Nos pasamos la hora entera riendo, mientras despotrica de sus hijos. Mi hermana pequeña, Ruby, vive en la costa Oeste y la veo una vez al año. Muy cumplidora, me escribe sin falta cada semana y guardo sus cartas como oro en paño. Tengo un primo lejano que estuvo siete años en la cárcel por robo a mano armada (fui su abogado) y que viene a verme cada seis meses porque yo también lo hacía cuando él estaba preso. Después de tres años aquí, puedo pasar semanas sin ninguna visita, salvo la de mi padre. La Dirección de Prisiones procura situar a los reclusos en un radio de unos ochocientos kilómetros respecto a su anterior residencia. Yo tengo suerte de que Winchester quede tan cerca, pero es como si estuviera a dos mil kilómetros. Entre mis amigos de la infancia hay más de uno que nunca se ha acercado, o de quien no he tenido noticias en dos años. La mayoría de los abogados con quienes tuve amistad están demasiado ocupados. Mi mejor amigo de la facultad de Derecho me escribe cada dos meses, pero nunca encuentra tiempo para venir. Vive en Washington, a doscientos cincuenta kilómetros al este, y asegura trabajar siete días por semana en un bufete grande. Mi colega más íntimo de los marines vive en Pittsburgh, a dos horas en coche, pero en Frostburg ha estado exactamente en una ocasión. Pues nada, habrá que agradecerle a mi padre el esfuerzo.

La escena es la de siempre: Henry está sentado en la pequeña sala de visitas con una bolsa de papel marrón sobre la mesa (cookies o brownies de mi tía Racine, su hermana). Nos damos la mano, pero no un abrazo; Henry Bannister no ha abrazado nunca a otra persona de su mismo sexo. Me mira de arriba abajo para cerciorarse de que no haya engordado, y como de costumbre pregunta por mi rutina diaria. Él no ha ganado ni un kilo en cuarenta años, y aún le cabe su uniforme de marine. Está convencido de que comiendo menos se vive más, y teme morir joven. Tanto su padre como su abuelo estiraron la pata poco antes de cumplir los sesenta. Él camina ocho kilómetros al día, y considera que yo debería hacer lo mismo. Ya me he resignado a que siempre me diga cómo tengo que vivir, dentro o fuera de la cárcel. Da unos golpecitos en la bolsa marrón. —Esto te lo manda Racine —dice. —Dale las gracias, por favor —contesto. Si tan preocupado está por mi figura, ¿por qué me trae una bolsa de dulces ricos en grasa cada vez que viene a verme? Me comeré dos o tres, y el resto los regalaré. —¿Has hablado últimamente con Marcus? —pregunta. —No, desde hace un mes. ¿Por qué? —La cosa está que arde. Delmon ha dejado embarazada a una chica. Él tiene quince años y ella catorce. Frunce el ceño y sacude la cabeza. A los diez años Delmon ya era reincidente, y la familia siempre ha supuesto que va a consagrar su vida a la delincuencia. —Tu primer bisnieto —digo intentando ser gracioso. —¡No veas, qué orgullo! Una blanca de catorce preñada por un imbécil de quince que por casualidades de la vida se apellida Bannister…

¿Quién es John Grisham? (Jonesboro, Arkansas, 1955) se dedicó a la abogacía antes de convertirse en un escritor de éxito mundial. Desde que publicó su primera novela en 1988, ha escrito casi una por año. Todas, sin excepción, han sido bestsellers y muchas se han convertido en excelentes guiones cinematográficos. Aparte de las novelas, es también autor de los relatos reunidos bajo el título Siete vidas, de un libro de no ficción, El proyecto Williamson: una historia real, así como de una serie de novelas juveniles sobre el joven abogado y detective Theodore Boone. John Grisham es directivo del Innocence Project en Nueva York y Mississippi, una organización dedicada a la reforma penal y a la exoneración, a través de pruebas de ADN, de individuos inocentes condenados por asesinato. Vive con su esposa y sus dos hijos entre Virginia y Mississippi.