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Cecelia Ahern, la autora de Posdata te amo, escribe Ave Lira

sábado, diciembre 15th, 2018

“Así que él se queda quieto, ella le sonríe. El hechizo se ha consumado”, narra la nueva novela de la autora de Posdata te amo, la preferida de muchas adolescentes que consideran las segundas oportunidades en la vida como algo necesario y gozoso.

Ciudad de México, 15 de diciembre (SinEmbargo).- Laura, una misteriosa mujer que vive alejada de la civilización, tendrá que aprender a sobrevivir en un mundo que desconoce.

La vida se divide en dos partes: quién eras antes de conocerla y a quién buscas. Un equipo de realizadores de documentales descubre a una misteriosa joven que vive sola en las montañas de West Cork. Sorprendentemente bella, tiene un extraordinario talento para el mimetismo, como la famosa ave australiana, Lyrebird: las aves liras. La tripulación, fascinada, la convierte en el tema de su historia y le otorga el apodo.

Cuando se van, llevan a Lyrebird con ellos de vuelta a la ciudad. Pero a medida que deja atrás su vida pacífica para aprender sobre un mundo nuevo, ¿también está dejando atrás una parte de sí misma? Para su nuevo amigo Solomon la respuesta no está clara. Cuando encontramos algo raro y valioso, ¿deberíamos compartirlo o protegerlo?

Un libro fascinante y romántico. Foto: Especial

Fragmento de Ave Lira, de Cecelia Ahern, con autorización de Vergara/Penguim Random House

PRIMERA PARTE

Una de las criaturas más hermosas y extrañas, y quizá de las más inteligentes del mundo, es aquella artista incomparable: el ave lira… Es un pájaro sumamente tímido y casi siempre muy esquivo… que se caracteriza por su impresionante inteligencia. Decir que es un ser de las montañas sólo lo define en parte. Es, sin duda alguna, un ser de las montañas, pero ningún espacio que marque y delimite sus dominios, por amplio que sea, es capaz de reclamarlo como ciudadano… Su gusto es tan exigente y definido, y su juicio tan refinado que no deja de ser selectivo en estas hermosas montañas, y es una pérdida de tiempo buscarlo en cualquier otro lugar, salvo en circunstancias de extrema hermosura y grandiosidad. Ambrose Pratt, El repertorio del ave lira

Aquella mañana

—¿Estás segura de que puedes conducir?

—Sí —contesta Bo.

—¿Estás seguro de que ella puede conducir? —repite Rachel, pero esta vez se lo pregunta a Solomon.

—Sí —contesta Bo de nuevo.

—¿Será posible que dejes de enviar mensajes mientras conduces? Mi esposa tiene muchos meses de embarazo, y quisiera vivir para conocer a mi primogénito —argumenta Rachel.

—No estoy enviando mensajes. Estoy revisando mi correo electrónico.

—Ah, pues qué mejor —Rachel pone los ojos en blanco y mira por la ventana hacia la campiña que pasa a su lado a toda prisa—. Vas muy rápido. Y vienes escuchando las noticias. Y traes un jet lag de terror.

—Ponte el cinturón si tanto te preocupa.

—Mira, ¡qué reconfortante! —murmura Rachel mientras se acomoda en el asiento detrás de Bo y se abrocha el cinturón de seguridad. Preferiría ir atrás del asiento del copiloto para poder vigilar mejor a Bo mientras conduce, pero Solomon echó tan atrás su asiento que Rachel no cabe atrás de él.

—No tengo jet lag —contesta Bo y por fin deja el celular, para tranquilidad de Rachel, quien espera a ver que Bo ponga de nuevo ambas manos sobre el volante, pero, en vez de eso, Bo centra su atención en la radio y pasa de una estación a la siguiente—. Música, música, música. ¿Por qué ya nadie habla? —masculla.

—Porque a veces el mundo necesita cerrar la boca —contesta Rachel—. Bueno, no sé tú, pero él sí tiene jet lag. No sabe ni dónde está. Solomon abre los ojos cansados para intervenir en la conversación.

—Estoy despierto —dice con pereza—. Es sólo que, ya saben… —Siente cómo los párpados se le cierran de nuevo.

—Sí, ya sé, ya sé, es que no quieres ver a Bo conducir. Lo entiendo —responde Rachel.

Después de un vuelo de seis horas desde Boston, el cual aterrizó a las 5:30 a.m., Solomon y Bo desayunaron en el aeropuerto, recogieron su auto y luego a Rachel para conducir trescientos kilómetros hasta el condado de Cork, al suroeste de Irlanda. Solomon durmió casi todo el vuelo, pero no le fue suficiente. Sin embargo, cada vez que abría los ojos, encontraba a Bo bien despierta, mirando cuantos documentales encontró en el servicio de entretenimiento del avión.

Hay gente que bromea con vivir a base de aire. Solomon está convencido de que Bo puede vivir a base de información. La ingiere a una velocidad astronómica; siempre está hambrienta de información y lee, escucha, pregunta y busca tanto que le queda poco espacio para la comida. Apenas si come, pues la información la energiza, pero nunca la llena; su hambre de conocimiento e información nunca se sacia.

Solomon y Bo, quienes vivían en Dublín, viajaron a Boston para recibir un premio por el documental de Bo, Los gemelos Toolin, el cual fue reconocido en la categoría de Contribución Sobresaliente al Cine y la Televisión de los premios anuales que otorga el Boston Irish Reporter. Era el decimosegundo premio que recogían ese año, después de numerosos galardones con los que los habían honrado.

Tres años atrás habían dedicado un año entero a seguir y filmar a un par de gemelos, Joe y Tom Toolin, quienes en ese entonces tenían setenta y siete años. Eran granjeros y vivían en una parte aislada de la campiña de Cork, al oeste de Macroom. Bo descubrió su historia cuando investigaba otro proyecto, y al instante le robaron el corazón, la mente y, por añadidura, la vida. Los hermanos siempre habían vivido y trabajado juntos. Ninguno de los dos había entablado una relación romántica con una mujer, ni con nadie en realidad. Habían vivido en la misma granja desde que nacieron, habían trabajado con su padre y se habían hecho cargo de la granja cuando él falleció. Labocon piso de piedra. Dormían en camas individuales y no tenían mayor entretenimiento que un viejo radio. Rara vez salían de su terreno, recibían una compra semanal de manos de una mujer de la localidad, quien les llevaba unas cuantas cosas y les hacía la limpieza. La relación de los hermanos Toolin y su visión de la vida tocaron su simplicidad, había una comprensión franca y clara de la vida.

—Eso fue increíble. Una auténtica pasada —Jack Starr exclama mientras corre por el pasillo hacia Laura. Todos voltean a verlo, incluso la cámara, y Bo y Solomon se salen de la toma—. Ave Lira, eso fue inimaginable… ¡mágico! ¿Estás segura de que no traes escondida una grabadora? —finge asomarse a su boca—. Ya en serio… —Jack intenta calmarse pues está demasiado emocionado—. Eso fue fenomenal. Nunca había visto ni oído nada así. No creo que nadie en el mundo haya visto jamás algo así. Digo, claro que lo hemos oído, pero no emitido por una boca humana —se ríe—. Todos esos sonidos, el agua, el viento, la gente, las risas… Necesito la lista de todos ellos. Digo, ¡qué cosa! ¡Vas a ser una estrella!

Laura se sonrosa. Solomon siente que le arden las entrañas, y Jack, como si acabara de darse cuenta de la cursilería que acaba de decir frente a Solomon, mira a Bo de reojo.

—Corte —dice Bo al instante.

—Hablemos en tu vestidor —le dice Jack a Laura en voz baja. Pareciera que todo el equipo de producción y el resto de los participantes han tapizado las paredes del pasillo para observar el encuentro. Se dirigen al vestidor Laura, Bo, Jack y su productor, Curtis. Solomon y Rachel los siguen de cerca, pero al llegar al vestidor les cierran la puerta en las narices. A Rachel no le importa y se hace a un lado, pero Solomon intenta empujar la puerta. La puerta se entreabre, y se asoma la cara de Jack por una esquina—. No necesitamos cámaras ni sonido en este instante. Gracias. —Guiña el ojo y cierra la puerta.

Rachel le lanza una mirada de advertencia a Solomon.

—Calma —le dice. Luego se apoya en el muro del pasillo, sin dejar de vigilar a Solomon.

—Un día le voy a clavar este puño en el culo.

Rachel alza una ceja.

—Hay hombres que pagarían por eso. Solomon sonríe.

—Quizás él ya lo hizo.

—No creo. Hay montones de mujeres que se lo harían de a gratis —contesta Rachel—. Todo con tal de ser famosas.

—Odias este ambiente, ¿verdad?

—Soy una gran entusiasta del talento ajeno. Susan tiene una sobrina de diez años que toca Las cuatro estaciones de Vivaldi en el violín con los ojos cerrados. Es maravilloso. Pero sólo toca en conciertos escolares y reuniones familiares. No hay razón para subirla a un escenario y someterla a esta clase de mierda —dice en voz más baja, mientras la contorsionista de doce años pasa junto a ellos, acompañada de sus padres, con el rostro aún maquillado para la televisión y la maleta del vestuario colgada al hombro.

—Supongo que estarán orgullosos. Quieren mostrárselo al mundo. Compartirlo.

—Ésa es la cosa, que la gente no deja de preguntarles a sus papás por qué no la dejan hacer más cosas con ese talento, como llevarla a un programa de televisión o algo. ¿Por qué? ¿Porque es buena en algo? —Rachel agita la cabeza, incrédula—. ¿Por qué la gente no puede ser simplemente buena en algo? ¿Por qué tiene que ser la mejor en algo? O sea, lo que creo es que… —busca las palabras exactas. Le hierve la sangre—. Puedes compartir tu don, y puedes… diluirlo. ¿Sabes? Ya la hicieron parecer Elena de Troya. Quién sabe qué carajos se les ocurra hacer después. Pero claro, ésa es sólo mi humilde e impopular opinión. Yo ni siquiera veo esta basura de programa —suspira.

Solomon masculla una especie de respuesta y de inmediato intenta sacarse las palabras de Rachel de la cabeza porque no quiere saber qué opina de que Laura participe en el programa. No quiere pensar que quizá Rachel tiene razón y que él es responsable de que Laura esté en esta situación. En vez de eso, fantasea con las múltiples formas en que puede lastimar a Jack Starr. Darle un puñetazo en la cara fue lo que hizo que lo corrieran del programa hace dos años. Fue porque Jack hizo un comentario denigrante sobre Bo, porque lo hizo de forma deliberada para hacer rabiar a Solomon, y él mordió el anzuelo. Pero le dio gusto hacerlo, y aún recuerda con alegría el instante en que hundió el puño en la mejilla de Jack, a pesar de que había querido darle en la nariz. Aun así, la sensación del hueso y la carne, y el llanto doloroso de Jack bastó para permitirle dormir tranquilo esa noche y tener dulces sueños. No descartaría volverlo a hacer, pero esta vez se tomaría su tiempo. Tendría que valer la pena, pues no puede darse el lujo de no estar presente durante el viaje de Laura.

Cecelia Ahern. Foto: PRH

Cecelia Ahern nació en 1981 en Dublín, Irlanda. Saltó a la fama con sólo veintitrés años tras la publicación de su primera novela, Posdata: te amo (Ediciones B, 2008), que fue llevada al cine con Hilary Swank y Gerard Butler en los papeles protagonistas. Cecelia ha creado asimismo varias series para la televisión, entre ellas la comedia de gran éxito Samantha Who?, para la cadena ABC de Estados Unidos.

LECTURAS | ¿Y si el poder estuviera en manos de las mujeres?: “The power”, de Naomi Alderman

sábado, octubre 14th, 2017

“Mi nueva novela, The Power , es publicada por Penguin el 27 de octubre de 2016. Es una obra de ciencia ficción feminista o ficción especulativa o ficción sobre una cosa ficticia más que una cosa real (concepto curioso). En la novela, muy de repente casi todas las mujeres en el mundo desarrollan el poder de electrocutar a la gente a voluntad. Cualquier cosa, desde un pequeño cosquilleo hasta la electro-muerte completa. Y entonces todo es diferente.”

Ciudad de México, 14 de octubre (SinEmbargo).- Un chico en Nigeria filma a una mujer que está siendo atacada en un supermercado. La hija de un criminal del este de Londres ve cómo su madre es asesinada. Una senadora en Nueva Inglaterra se esfuerza por proteger a su hija. Cuatro personajes que sufren las tensiones construidas a través de siglos de desequilibrio y están dispuestos a llegar lejos para establecer un nuevo orden mundial.

Cuatro chicas descubren su capacidad de electrocutar con un simple movimiento de sus manos y causar un dolor agonizante, incluso la muerte. Su nuevo poder cambiará el rumbo del mundo.

Una novela electrificante. Foto: Especial

Fragmento de The Power, de Naomi Alderman, con autorización de rocaeditorial, Penguim Random House

Roxy

La encierran en el armario mientras lo hacen. Lo que no saben es que Roxy ya ha estado encerrada antes ahí. Cuando se porta mal, su madre la mete unos minutos, hasta que se calma. Poco a poco, a base de horas de estar allí dentro, ha conseguido soltar la cerradura rascando los tornillos con una uña o un clip. Habría podido quitarla cuando quisiera, pero no lo hizo porque entonces su madre habría puesto un pestillo por fuera. Le bastaba con saber, allí sentada a oscuras, que si realmente quisiera podría salir. El conocimiento es tan bueno como la libertad.

Por eso creen que la tienen ahí encerrada, sana y salva. Pero ella sale, y así es como acaba viéndolo.

Los hombres llegan a las nueve y media de la noche. Se suponía que Roxy tenía que haber ido a casa de sus primos esa noche; hacía semanas que habían quedado así, pero había incordiado a su madre por no haberle comprado las medias que quería en Primark, así que su madre dijo: “No irás, te quedarás aquí”. Como si a Roxy le importara ir a casa de sus puñeteros primos.

Cuando los tipos dan una patada a la puerta y la ven ahí, enfurruñada en el sofá junto a su madre, uno dice:

—Joder, está la niña.

Son dos hombres, uno más alto con cara de rata, el otro más bajo y con las mandíbulas cuadradas. No los conoce.

El bajo agarra a su madre por la garganta, el alto persigue a Roxy por la cocina. Ya casi ha llegado a la puerta trasera cuando la agarra por el muslo. Ella cae hacia delante y el hombre la toma por la cintura. Roxy no para de patalear y dar gritos, “¡Suéltame, joder!” y cuando le tapa la boca con la mano ella la muerde con tanta fuerza que siente el sabor de la sangre. Él está sudando, pero no la suelta. La arrastra por el salón. El tipo más bajo ha empujado a su madre contra la chimenea. En ese momento Roxy lo nota, siente que empieza a brotar en su interior, pero no sabe qué es. Solo es una sensación en la punta de los dedos, un cosquilleo en los pulgares.

Se pone a gritar. Su madre no para de decir:

—No le hagáis daño a mi Roxy, no le hagáis daño, joder, no sabéis dónde os habéis metido, esto se os volverá en contra como el fuego, vais a desear no haber nacido. Su padre es Bernie Monke, por Dios.

El bajo se echa a reír.

—Resulta que estamos aquí para darle un mensaje a su padre.

El tipo alto mete a Roxy a empujones en el armario de debajo de la escalera, tan rápido que ella no sabe qué está pasando hasta que se impone la oscuridad alrededor y el dulce olor polvoriento de la aspiradora. Su madre grita.

Roxy está sin aliento. Tiene miedo, pero necesita llegar hasta su madre. Gira uno de los tornillos de la cerradura con la uña. Uno, dos, tres giros y está fuera. Salta una chispa entre el metal del tornillo y su mano. Electricidad estática. Se siente extraña; concentrada, como si pudiera ver con los ojos cerrados. Tornillo inferior, uno, dos, tres giros. Su madre dice:

—Por favor, por favor, no. Por favor. ¿Qué es esto? Solo es una niña. Solo es una niña, por Dios. Uno de los hombres se ríe por lo bajo.

—No me ha parecido una niña.

La madre suelta un chillido. Suena como el metal en un motor malo.

Roxy intenta deducir dónde están situados los hombres en la sala. Uno está con su madre. El otro… oye un ruido a su izquierda. Su plan es salir con sigilo, golpear al alto por detrás a la altura de las rodillas, pisarle la cabeza, y así serán dos contra uno. Si llevan armas, no las han enseñado. No es la primera vez que Roxy se pelea. La gente dice cosas sobre ella. Y sobre su madre. Y su padre.

Uno. Dos. Tres. Su madre vuelve a gritar, Roxy saca la cerradura de la puerta y la abre de un golpe con todas sus fuerzas. Tiene suerte, le ha dado al alto por detrás con la puerta.

El hombre da un traspié, pierde el equilibrio, ella lo agarra por el pie derecho y él se desploma sobre la alfombra. Se oye un crujido, le sangra la nariz.

El tipo más bajo presiona una navaja contra la garganta de su madre. La hoja le hace un guiño, plateada y sonriente.

La mujer abre los ojos de par en par.

—Corre, Roxy —dice en un susurro, pero Roxy lo percibe como si estuviera dentro de su cabeza: “Corre. Corre”. Roxy no sale corriendo de las peleas del colegio. Si haces eso, nunca pararán de decir: “Tu madre es una zorra y tu padre un delincuente. Ten cuidado, Roxy te robará el libro”. Tienes que patearlos hasta que suplican. No sales corriendo.

Algo está pasando. La sangre le palpita en las orejas. Siente un cosquilleo que se expande por la espalda, los hombros, la clavícula. Le dice: puedes hacerlo. Le dice: eres fuerte.

Salta por encima del hombre tumbado, que gruñe y se manosea la cara. Roxy va a agarrar a su madre de la mano y salir de ahí. Solo necesitan estar en la calle. Eso no puede pasar ahí fuera, a plena luz del día. Encontrarán a su padre, él lo solucionará. Son solo unos pasos, pueden hacerlo.

El tipo bajo le da un fuerte golpe a su madre en el estómago. Ella se dobla de dolor y cae sobre las rodillas. El hombre agita la navaja hacia Roxy.

El tipo alto gime.

—Tony, recuerda, la niña no. El tipo bajo le da una patada al otro en la cara. Una, dos. Tres.

—No digas mi puto nombre.

El tipo alto se queda callado. Su cara borbotea sangre. Roxy sabe que ahora está en apuros. Su madre grita: “¡Corre! ¡Corre!”. Roxy siente como si tuviera alfileres y agujas clavadas en los brazos. Como pinchazos de agujas de luz que van desde la columna hasta la clavícula, desde la garganta hasta los codos, muñecas y las yemas de los dedos. Brilla por dentro.

El hombre estira una mano hacia ella, en la otra sujeta la navaja. Roxy se dispone a darle una patada o un puñetazo, pero el instinto le dice otra cosa. Le agarra la muñeca. Retuerce algo en lo más profundo de su pecho, como si siempre hubiera sabido cómo hacerlo. Él intenta zafarse, pero es demasiado tarde.

Ella sostuvo el relámpago en la mano. Le ordenó descargar.

Se ve un chisporroteo y un sonido parecido al crujir del papel. Percibe un olor entre tormenta y pelo quemado. El sabor que nota debajo de la lengua es de naranjas amargas. Ahora el hombre bajo está en el suelo, sollozando como si tarareara sin palabras. No para de apretar y abrir la mano. Tiene una larga marca roja que le sube por el brazo desde la muñeca. La ve incluso debajo del vello rubio: es de color escarlata, el dibujo de un helecho, con sus hojas y zarcillos, yemas y ramas.

Su madre está boquiabierta, la mira fijamente, aún le caen las lágrimas.

Roxy tira del brazo de su madre, que está anonadada y lenta, y con la boca aún dice: “Corre, corre”. Roxy no sabe qué ha hecho, pero sí que cuando luchas contra alguien más fuerte y está derrotado, te vas. Pero su madre no se mueve lo bastante rápido. Antes de que Roxy pueda levantarla, el tipo bajo empieza a decir: “Ah, no, tú no te vas”.

Está alerta, se está poniendo en pie, avanza a duras penas entre ellas y la puerta. Tiene una mano muerta a un lado, pero la otra sujeta la navaja. Roxy recuerda qué ha sentido al hacer lo que fuera que ha hecho. Coloca a su madre tras ella.

—¿Qué tienes ahí, niña? —dice el hombre. Tony. Le recordará el nombre a su padre—. ¿Una batería?

—Apártate —dice Roxy—. ¿Quieres volver a probarlo?

Tony retrocede unos cuantos pasos. Le mira los brazos. Observa para ver si tiene algo en la espalda.

—Lo has tirado, ¿verdad, niña?

Roxy recuerda lo que sintió. El giro, la explosión hacia fuera.

Avanza un paso hacia Tony. Él se mantiene firme. Ella da otro paso. Él se mira la mano inerte. Aún le tiemblan los dedos. Niega con la cabeza.

—No tienes nada. Avanza hacia ella con la navaja. Ella estira el brazo y le toca el dorso de la mano buena. Hace el mismo giro. No pasa nada.

Él rompe a reír. Se coloca la navaja en los dientes. Le agarra las dos muñecas con una mano.

Roxy lo vuelve a intentar. Nada. El hombre la obliga a arrodillarse. Entonces siente un golpe en la nuca y pierde el conocimiento.

Cuando despierta, el mundo está en perpendicular. Ve la chimenea, como siempre. La moldura de madera alrededor de la chimenea. La tiene contra el ojo, le duele la cabeza y tiene la boca aplastada contra la alfombra. Nota el sabor de la sangre en los dientes. Algo gotea. Cierra los ojos. Los vuelve a abrir y sabe que han pasado más de unos minutos. Fuera, la calle está en silencio. La casa está fría. Y torcida. Se siente fuera de su cuerpo. Tiene las piernas apoyadas en una silla, la cabeza cuelga hacia abajo, presionada contra la alfombra y la chimenea. Intenta incorporarse, pero es demasiado esfuerzo, así que se retuerce y deja caer las piernas al suelo. Le duele, pero por lo menos está toda en el mismo nivel.

Los recuerdos regresan en destellos rápidos. El dolor, luego el origen del dolor, luego lo que hizo. Luego su madre. Se incorpora despacio, y al hacerlo se nota las manos pegajosas. Y algo que gotea. La alfombra está empapada, hay una mancha roja formando un ancho círculo alrededor de la chimenea. Ahí está su madre, con la cabeza apoyada en el reposabrazos del sofá. Tiene un papel sobre el pecho, con un dibujo a rotulador de una prímula. Roxy tiene catorce años. Es una de las más jóvenes y una de las primeras.

Tunde

Tunde está haciendo largos en la piscina, chapoteando más de lo necesario para que Enuma se fije en él sin que parezca que quiere que se fije en él. Ella está hojeando la revista Today’s Woman; vuelve a fijar la vista en la revista cada vez que él levanta la cabeza para mirarla, finge estar decidida a leer sobre Toke Makinwa y la retransmisión de su boda sorpresa de invierno en su canal de YouTube. Sabe que Enuma lo está mirando. Y cree que ella sabe que él lo sabe. Es emocionante.

Tunde tiene veintiún años, acaba de salir de ese período de la vida en el que todo parece tener el tamaño equivocado, es demasiado largo o demasiado corto, apunta en la dirección equivocada, es rígido. Enuma tiene cuatro años menos pero es más mujer que él hombre, recatada pero no ignorante. Tampoco demasiado tímida, no en los andares o en la sonrisa fugaz que se le dibuja en la cara cuando entiende una broma un instante antes que los demás. Está de visita en Lagos desde Ibadan; es la prima de un amigo de un chico que Tunde conoce de su clase de fotoperiodismo de la universidad. Durante el verano ha habido unas cuantas como ella rondando por ahí. Tunde la vio el día de su llegada. Su sonrisa discreta y las bromas que al principio él no captaba que eran bromas. Y la curva de las caderas y la manera de rellenar las camisetas, sí. Ha sido todo un tema conseguir estar a solas con Enuma. Si algo es Tunde es obstinado.

Al principio de su visita Enuma dijo que nunca había disfrutado de la playa: demasiada arena y demasiado viento. Las piscinas son mejores. Tunde esperó uno, dos, tres días, luego propuso una excursión: podrían ir todos a la playa de Akodo, comer de picnic, pasar el día. Enuma dijo que prefería no ir. Tunde fingió no darse cuenta. La víspera del viaje, empezó a quejarse de tener el estómago revuelto. Es peligroso nadar quejándose del estómago: el agua fría puede afectar al sistema digestivo. Deberías quedarte en casa, Tunde. Pero me perderé la excursión a la playa. No deberías nadar en el mar. Enuma se queda, llamará a un médico si lo necesitas.

Una de las chicas dijo:

—Pero estaréis solos, en esta casa.

Tunde deseó que enmudeciera en ese preciso instante.

—Mis primos vendrán más tarde —contestó.

Nadie preguntó qué primos. Había sido uno de esos veranos ociosos de calor y gente entrando y saliendo de la gran casa de la esquina del Ikoyi Club.

Enuma consintió. Tunde se percató de que no protestaba. No le dio un golpe en la espalda a su amiga y le pidió que se quedara también en casa y no fuera a la playa. No dijo nada cuando él se levantó media hora después de que partiera el último coche, se estiró y dijo que se encontraba mucho mejor. Lo observó mientras saltaba del trampolín corto a la piscina y vio el destello de su sonrisa rápida.

Él da un giro bajo el agua, limpio, los pies apenas rompen la superficie. Se pregunta si ella le ha visto hacerlo, pero Enuma no está. Mira alrededor, ve sus piernas esbeltas, los pies desnudos saliendo de la cocina. Lleva una lata de Coca-Cola.

—Eh —dice, imitando un tono señorial—. Eh, criada, tráeme esa Coca-Cola.

Ella se vuelve y sonríe con los ojos bien abiertos y límpidos. Mira a un lado, luego al otro  y se señala el pecho como diciendo: “¿Es a mí?”.

Dios, cómo la desea. No sabe exactamente qué hacer. Solo ha estado con otras dos chicas antes que ella y ninguna acabó siendo su «novia». En la universidad siempre bromean diciendo que está casado con sus estudios porque siempre está sin pareja. No le hace gracia, pero está esperando a alguien que realmente le guste. Ella tiene algo y él lo quiere.

Planta las palmas sobre las baldosas mojadas y se eleva del agua para sentarse en la piedra con un movimiento grácil que sabe que destaca los músculos de sus hombros, el pecho y la clavícula. Tiene una buena sensación. Esto va a funcionar.

Ella está sentada en una tumbona. Cuando Tunde se le acerca, clava las uñas bajo la lengüeta de la lata, como si estuviera a punto de abrirla.

—Oh, no —dice, aún sonriente—. Ya sabes que estas cosas no son para gente como tú.

—Agarra la Coca-Cola contra el estómago. Debe de notarse fría contra la piel. Dice con recato—: Solo quiero probar.

—Se muerde el labio inferior. Debe de hacerlo a propósito. Seguro. Está excitado. Va a pasar.

Se planta sobre ella.

—Dámela. Enuma sujeta la lata con una mano y se la pasa por el cuello para refrescarse. Niega con la cabeza. Y él se abalanza sobre ella.

Luchan en broma. Él procura no forzarla de verdad. Está convencido de que ella disfruta tanto como él. Levanta un brazo por encima de la cabeza, sujetando la lata, para apartarla de sí. Empuja un poco más el brazo, y ella lanza un gritito y se retuerce hacia atrás. Él intenta agarrar la lata y ella se ríe, en voz baja y con suavidad. Le gusta su risa.

—Vaya, intentando privar a tu amo y señor de esa bebida —dice—. Eres una criada muy perversa.

Ella se ríe de nuevo, se retuerce más. Los pechos se elevan contra el escote de pico de su bañador.

—Nunca será tuya —dice—. ¡La defenderé con mi propia vida!

Y él piensa: “Lista y guapa, que el Señor se apiade de mi alma”. Ella se ríe, y él también. Deja caer el peso del cuerpo hacia ella, la nota cálida debajo.

—¿Crees que puedes evitarlo? —Arremete de nuevo, Enuma se retuerce para escapar. La agarra por la cintura.

Ella le toma la mano.

Se nota el aroma a flor de azahar. Sopla una ráfaga de viento que arroja unos puñados de flores a la piscina.

Él nota en la mano como si le hubiera picado algún insecto. Baja la mirada para ahuyentarlo y lo único que ve es la palma cálida de Enuma.

La sensación se intensifica, de forma constante y veloz. Al principio son pinchazos en la mano y el antebrazo, luego un montón de cosquilleos con un zumbido, después dolor. Tiene la respiración demasiado acelerada para poder emitir un sonido. No puede mover el brazo izquierdo. Oye el corazón fuerte en los oídos. Nota el pecho tenso.

Ella aún suelta risitas suaves. Se inclina hacia delante y lo atrae hacia sí. Lo mira a los ojos, tiene en los iris reflejos marrones y dorados y el labio inferior húmedo. Tunde tiene miedo. Está excitado. Sabe que no podría pararla, fuera lo que fuese lo que quisiera hacer ahora. La idea es aterradora. Es electrizante. Está duro y dolorido, no sabe cuándo ha ocurrido. No siente nada en absoluto en el brazo izquierdo.

Ella se inclina, con aliento a chicle, y le da un beso tierno en los labios. Luego se aparta, sale corriendo a la piscina y se lanza al agua en un movimiento suave y estudiado.

Tunde espera a recuperar la sensibilidad en el brazo. Ella hace piscinas en silencio, sin llamarlo ni salpicarle. Él sigue excitado. Se siente avergonzado. Quiere hablarle, pero tiene miedo. A lo mejor todo han sido imaginaciones suyas. Quizá le diría de todo si le preguntara qué ha pasado.

Va andando al puesto de la esquina de la calle a comprar una naranjada helada para no tener que decirle nada. Cuando los demás vuelven de la playa, se apunta encantado a los planes de visitar a un primo lejano al día siguiente. Quiere estar distraído y no estar solo. No sabe qué ha ocurrido, ni puede comentarlo con nadie. Si se imagina contándoselo a su amigo Charles, se le hace un nudo en la garganta. Si le contara lo que ha pasado pensaría que está loco, o que es un flojo, o que miente. Piensa en la manera en que ella se rió de él.

Se sorprende buscando en el rostro de Enuma señales de lo ocurrido. ¿Qué ha sido? ¿Quería hacerlo? Tenía pensado hacerle daño o asustarle, ¿o fue solo un accidente, un acto involuntario? ¿Sabía siquiera que lo había hecho? ¿No fue ella sino un lujurioso fallo de su propio cuerpo? Todo aquello lo está carcomiendo. Ella no da señal alguna de que haya pasado nada. El último día del viaje va de la mano de otro chico.

La vergüenza se abre paso en su cuerpo como si fuera herrumbre. Recuerda compulsivamente aquella tarde. En la cama, de noche: sus labios, sus pechos contra el tejido suave, el perfil de sus pezones, la absoluta vulnerabilidad de Tunde, la sensación de que podía dominarlo si quisiera. La idea la excita, y se toca. Se dice que la excita el recuerdo de su cuerpo, el olor parecido a las flores de hibisco, pero no lo sabe con certeza. Todo está enmarañado en su cabeza: la lujuria y el poder, el deseo y el miedo.

Tal vez sea porque ha reproducido las imágenes de lo ocurrido aquella tarde tantas veces en su cabeza, porque ansía tener una prueba científica, una fotografía, un vídeo, una grabación de sonido, tal vez por eso piensa en tomar el teléfono ese día en el supermercado. O quizás algunas de las cosas que han intentado enseñarle en la universidad —sobre el periodismo ciudadano, sobre “el olfato por la noticia”— han hecho mella.

Unos meses después de aquel día con Enuma, está en la tienda Goodies con su amigo Isaac. Están en el pasillo de la fruta, inspirando el dulce aroma denso a guayaba madura, atraídos por él desde el otro lado de la tienda como las moscas diminutas que se posan en la superficie de la fruta demasiado madura y abierta. Tunde e Isaac hablan de chicas, de cómo son. Tunde intenta mantener la vergüenza enterrada en lo más profundo de su cuerpo para que su amigo no adivine su secreto. Entonces, una chica que compra sola empieza a discutir con un hombre. Él tendrá unos treinta años, ella tal vez quince o dieciséis.

El hombre ha intentado ligar con ella; al principio Tunde pensó que se conocían. No se da cuenta del error hasta que ella dice: “déjame en paz”. El hombre sonríe con soltura y da un paso hacia ella.

—Una chica guapa como tú merece un piropo.

Ella se inclina hacia delante, baja la mirada y respira hondo. Clava los dedos en el borde de un cajón de madera lleno de mangos. Ahí está esa sensación: le pica la piel. Tunde saca el teléfono del bolsillo y lo pone a grabar. Lo que está a punto de pasar es lo mismo que le ocurrió a él. Quiere apropiarse de ello, poder llevárselo a casa y verlo una y otra vez. Lleva pensando en eso desde aquel día con Enuma, con la esperanza de que ocurriera algo así.

El hombre dice:

—Eh, no me des la espalda. Sonríeme.

Ella traga saliva sin dejar de mirar al suelo.

Los olores del supermercado ganan intensidad; Tunde detecta en una sola inhalación las fragancias individuales de las manzanas, los pimientos y naranjas dulces.

Isaac susurra: —Creo que le va a dar con un mango.

¿Se pueden dirigir los rayos de tormenta? ¿O son ellos los que te dicen: “aquí estamos”?

Tunde está grabando cuando ella se da la vuelta. La pantalla del teléfono se funde un momento cuando ataca. Él, en cambio, lo ve todo con mucha claridad. Ahí está ella, moviendo la mano hacia el brazo del hombre mientras él sonríe y piensa que la chica finge ser una furia para divertirle. Si uno detiene el vídeo un instante en ese punto, se ve el arranque de la carga. Hay un rastro de figura de Lichtenberg que se arremolina y se ramifica como un río por la piel del hombre desde la muñeca al codo cuando los capilares revientan.

Tunde lo sigue con la cámara cuando se desploma en el suelo, entre convulsiones y asfixiado. Gira la cámara para mantener a la chica en la imagen cuando sale corriendo del supermercado. Se oye un ruido de fondo de gente pidiendo ayuda, dicen que una chica ha envenenado a un hombre. Le ha pegado y le ha envenenado. Le ha clavado una aguja llena de veneno. O no, hay una serpiente entre la fruta, una víbora o una monarub escondida entre las pilas de fruta. Alguien grita:

—Aje ni girl yen, sha. ¡Esa chica era una bruja! Así es como una bruja mata a un hombre.

La cámara de Tunde vuelve a la silueta en el suelo. Los talones del hombre dan golpes contra las baldosas de linóleo. Tiene una espuma rosa en los labios y los ojos en blanco. Da cabezazos de lado a lado. Tunde pensó que si podía captarlo en la pantalla clara del teléfono, no tendría miedo. Pero al ver al hombre tosiendo moco rojo y llorando, siente el pánico recorriéndole la espalda como un cable ardiendo. Entonces sabe qué sintió en la piscina: que Enuma podría haberlo matado si hubiera querido. Mantiene la cámara enfocada en el hombre hasta que llega la ambulancia.

Ese es el vídeo que, cuando lo cuelga en internet, empieza la historia del Día de las Chicas.

ambién es la cocreadora y escritora del videojuego Zombies, Run! Foto: Especial

Naomi Alderman ha sido amadrinada por Margaret Atwood dentro del Programa Rolex Mentor and Protégé Arts Initiative. Su primera novela, Disobedience, ha sido traducida a diez idiomas y ganó el Premio Orange en 2006. En el año 2007, Alderman fue destacada por el Sunday Times como la mejor escritora joven del año y una de las 25 escritoras del futuro de la librería Waterstones y escogida en 2013 como una de las mejores novelistas jóvenes por Granta. The Times ha destacado “su capacidad para el pensamiento original y la brillantez de su escritura”. Actualmente, presenta Science Stories en la BBC Radio 4 y es profesora de escritura creativa en la Universidad de Bath. Es columnista en The Guardian, donde escribe sobre tecnología y juegos. También es la cocreadora y escritora del videojuego Zombies, Run! Vive en Londres.

 

LECTURAS | El estafador, de John Grisham

sábado, enero 14th, 2017

Un abogado condenado a 10 años de cárcel dice saber quién asesinó al juez Fawcett y por qué, y exige su libertad a cambio de su información. “John Grisham es excepcionalmente bueno en lo que hace. Hoy en día nadie lo supera… Sus libros son inteligentes, imaginativos y divertidos, poblados de gente compleja e interesante, escritos por un hombre que se guía no sólo por el deseo de entretener, sino también por su profunda indignación frente a la avaricia y la corrupción humanas”, ha escrito The Washington Post.

Ciudad de México, 14 de enero (SinEmbargo).- Puesto que los jueces federales se enfrentan a menudo a criminales violentos y a organizaciones corruptas sin ningún escrúpulo, es sorprendente que hasta ahora sólo cuatro de ellos hayan sido asesinados. El juez Raymond Fawcett es el número cinco. Pero, ¿qué tiene que ver Malcolm Bannister con el asesinato del juez?

Sobre el papel, Bannister no es más que un exabogado acusado de una estafa que reside en el Centro Penitenciario Federal de Frostburg, Maryland. Su situación no pinta nada bien, pero guarda un as bajo la manga: sabe quién es el asesino del juez Fawcett y también sabe el porqué de su fatal destino.
El cadáver del juez fue hallado en su cabaña a la orilla de un lago. La entrada no había sido forzada. Lo único que encontraron fueron dos cuerpos sin vida: el del juez y el de su joven secretaria. Y otra cosa: una caja fuerte grande, elmodelo más moderno y más seguro, abierto y vacío. Y ¿qué había en la caja fuerte? Al FBI le encantaría saberlo, y a Malcolm Bannister, contarlo. Pero todo tiene su precio, sobre todo una información tan valiosa como ésta, y el estafador no tiene un pelo de tonto.

Una historia que seguro será película. Foto: Especial

Una historia que seguro será película. Foto: Especial

Por cortesía de Plaza & Janés, compartimos el primer capítulo de la novela.

Soy abogado, y estoy en la cárcel. Es largo de contar. Tengo cuarenta y tres años y he cumplido cinco de los diez a los que me condenó un juez federal mojigato y pusilánime de Washington. He agotado todos los recursos que podía presentar. Ya no tengo ni un solo procedimiento, mecanismo, artículo recóndito, tecnicismo, laguna jurídica o avemaría en mi arsenal. No me queda nada. Con mis conocimientos legales podría hacer como otros presos, inundar los tribunales con mociones y escritos sin valor u otras instancias basura, pero no serviría de nada. Soy una causa perdida. La verdad es que no tengo ninguna esperanza de salir antes de cumplir la condena, salvo alguna que otra triste semana al final recortada por buena conducta (y la mía ha sido ejemplar). No debería llamarme abogado, porque técnicamente no lo soy. Poco después del veredicto intervino el Tribunal Supremo de Virginia y me prohibió seguir ejerciendo. Está muy claro, negro sobre blanco: condena por delito grave igual a inhabilitación. Me retiraron la licencia y en el registro de abogados de Virginia quedaron consignados, como era de recibo, mis problemas disciplinarios. Aquel mes fuimos tres los expulsados, más o menos lo habitual. Aun así, en mi pequeño mundo soy lo que se llama «abogado de cárcel», y como tal dedico varias horas diarias a ayudar a los reclusos con sus problemas legales. Estudio los recursos, presento instancias, redacto testamentos simples y de vez en cuando me ocupo de alguna escritura de tierras. También reviso contratos para los que cumplen penas por delitos económicos.

Si he demandado al gobierno ha sido siempre por motivos legítimos, nunca sin fundamentos. También hay muchos divorcios. A los dieciocho meses y seis días de entrar en la cárcel recibí un sobre abultado. Para los presos el correo es como agua de mayo, pero de este habría podido prescindir. Era de un bufete de Fairfax, Virginia, en representación de mi mujer que, sorprendentemente, me pedía el divorcio. De apoyarme de forma incondicional y estar preparada para una larga espera, Dionne pasó en cuestión de semanas a convertirse en víctima y querer huir a toda costa.

Los documentos los leí en estado de shock, sin poder tenerme en pie, con la vista nublada, hasta que tuve miedo de llorar y me refugié en la intimidad de mi celda. En prisión se llora mucho, pero siempre en solitario. Cuando me fui de casa, Bo tenía seis años. Era hijo único, aun que pensábamos tener alguno más. El cálculo es fácil. Debo de haberlo hecho un millón de veces: cuando salga de la cárcel, Bo tendrá dieciséis años y estará en plena adolescencia. Me habré perdido diez de los años más valiosos que pueden compartir un padre y un hijo. Hasta los doce, más o menos, los niños adoran a sus padres. Están convencidos de que no hacen nada mal. Le enseñé a jugar al béisbol y al fútbol. Me seguía a todas partes como un perro faldero. Íbamos juntos a pescar y de acampada. Algunos sábados por la mañana venía al despacho para desayunar conmigo, de hombre a hombre. Era todo mi mundo, y fue desolador, para mí y para él, tener que explicarle que me ausentaría durante mucho tiempo.

Después de entrar en la cárcel no quise que me visitara. Por muchas ganas que tuviera de abrazarlo, no podía soportar la idea de que un niño tan pequeño viera a su padre entre rejas. Desde la cárcel, sin perspectivas de salir a corto plazo, es casi imposible defenderse en un divorcio. En dieciocho meses el gobierno federal se había comido todos nuestros ahorros, ya escasos de por sí. Solo nos quedaba nuestro hijo, y nuestro compromiso mutuo. El niño fue una roca; el compromiso, en cambio, se resquebrajó. Dionne me hizo promesas muy bonitas de que perseveraría, de que nunca aflojaría, pero al final se impuso la realidad. En el pueblo se sentía sola, aislada. «La gente murmura al verme», me escribió en una de sus primeras cartas. «Estoy tan sola…», se lamentaba en otra. Los envíos no tardaron mucho en disminuir tanto en longitud como en frecuencia. Al igual que las visitas. Dionne creció en Filadelfia y nunca se acostumbró a vivir en el campo. Cuando un tío suyo le ofreció trabajo, de pronto tuvo mucha prisa por volver a su ciudad de origen. Hace dos años se casó de nuevo, así que a sus once años Bo tiene un nuevo entrenador. Las últimas veinte cartas a mi hijo han quedado sin respuesta. Estoy seguro de que ni siquiera se las han dado. Muchas veces me pregunto si volveré a verle. Creo que sí, que haré el esfuerzo, pero tengo mis dudas. ¿Qué le dices a un hijo a quien quieres más que a nada en el mundo, pero que no te reconocerá? Ya no conviviremos como un padre y un hijo normales. ¿Sería justo para Bo que su padre reapareciese después de tantos años, insistiendo en formar parte de su vida? Si algo me sobra es tiempo para pensar en esas cosas. Soy el recluso número 44861-127 del Centro Penitenciario Federal cercano a Frostburg, Maryland. Estos «centros» son instalaciones de baja seguridad adonde nos envían cuando consideran que no somos violentos, siempre que nuestra condena sea igual o inferior a diez años. Por motivos que nadie me ha aclarado, pasé los primeros veintidós meses de cárcel en un antro de seguridad media, cerca de Louisville, Kentucky. Es lo que en la inagotable sopa de siglas de la jerga burocrática se llama una ICF (Institución Correccional Federal), y se parecía muy poco al centro de Frostburg. Las ICF son para presos violentos con más de diez años de condena. La vida allí es mucho más dura, aunque yo sobreviví sin ninguna agresión física. En eso me ayudó muchísimo haber sido marine.

En el mundo de las cárceles, los centros penitenciarios son hoteles de lujo. No hay muros, vallas, alambradas ni torres de vigilancia, y los vigilantes armados constituyen una minoría. El de Frostburg es relativamente nuevo, con mejores instalaciones que la mayoría de los institutos de enseñanza. ¿Cómo no si en Estados Unidos nos gastamos cuarenta mil dólares al año por cada preso, y ocho mil en educar a un alumno de primaria? Aquí hay orientadores, gerentes, trabajadores sociales, enfermeros, secretarios, todo tipo de ayudantes y decenas de burócratas que tendrían dificultades para explicar a qué dedican sus ocho horas diarias. Por algo es el gobierno federal. El aparcamiento de empleados contiguo a la entrada principal está lleno de coches y camionetas de gama alta.

Aquí en Frostburg hay seiscientos reclusos, que salvo unas pocas excepciones se caracterizan por su buena conducta. Los que tienen un pasado violento ya han escarmentado, y saben valorar el civilizado entorno en el que viven. Los que se han pasado toda la vida en la cárcel han encontrado finalmente el mejor lugar posible. Muchos de estos veteranos no se quieren ir; están completamente asimilados, y no sabrían vivir en libertad. Cama caliente, tres comidas al día, asistencia sanitaria… ¿Te lo pueden ofrecer las calles? No estoy insinuando que sea un lugar agradable, porque no lo es. Hay muchos hombres como yo que ni en sueños habían imaginado caer tan bajo; profesionales o empresarios, con su patrimonio, sus familias bien avenidas y su carnet de club de campo. En mi grupo de amigos blancos está Carl, un optometrista que retocaba demasiado sus facturas a la seguridad social, y Kermit, que especulaba con terrenos y los daba en garantía a varios bancos a la vez; también Wesley, un antiguo senador de Pennsylvania que aceptó un soborno, y Mark, un asesor hipotecario que abarataba costes. Carl, Kermit, Wesley y Mark: todos blancos, con un promedio de edad de cincuenta y un años. Todos culpables, según su propia confesión. Y yo, Malcolm Bannister, negro, de cuarenta y tres años, condenado por un delito que no cometí. Da la casualidad de que hoy por hoy soy el único negro de Frostburg que cumple condena por delitos económicos. Todo un honor.

Entre mis amistades negras el perfil no está tan claro. La mayoría son chavales de Washington y Baltimore empapelados por algún delito de drogas, que cuando accedan a la libertad condicional volverán a la calle y tendrán un 20 por ciento de posibilidades de evitar una nueva condena. Sin educación, ni cualificación, pero con antecedentes, ¿cómo van a prosperar? La verdad es que en los centros penitenciarios federales no hay pandillas ni violencia. Como te pelees con alguien, o le amenaces, te sa can ipso facto para mandarte a un lugar mucho peor. Sí hay discusiones, muchas, principalmente por la tele, pero aún no he sido testigo de un solo puñetazo. Algunos presos han estado en cárceles estatales, y lo que cuentan es espeluznante. Nadie quiere cambiar esto por ningún otro sitio. Por eso nos portamos tan bien, mientras vamos contando los días que nos faltan.

Para quien cumple pena por delitos económicos, el castigo es verse humillado y perder su condición social y su nivel de vida. Para los negros, el centro es menos peligroso que donde vivían antes y que donde vivirán después. En su caso el castigo es otra muesca en su expediente penal, otro paso hacia la categoría de delincuente profesional. Por eso me siento más blanco que negro. Aquí en Frostburg hay otros dos antiguos abogados. Ron Napoli se dedicó durante muchos años al derecho penal en Filadelfia, y era todo un personaje hasta que le destruyó la cocaína. Especializado en asuntos de drogas, representó a muchos de los grandes narcotraficantes de la costa atlántica central, de New Jersey a las dos Carolinas. Prefería cobrar en efectivo y coca, y al final lo perdió todo. El Servicio de Impuestos le acusó de evasión fiscal, y va por la mitad de una condena de nueve años. No está pasando por un buen momento: se le ve deprimido, y no hay manera de que haga ejercicio ni procure cuidarse. Cada vez está más torpe, lento, cascarrabias y enfermo. Antes nos cautivaba con anécdotas sobre su clientela y las aventuras de esta en el narcotráfico, pero últimamente lo único que hace es quedarse en el patio quejándose y comiendo bolsas y bolsas de Fritos con cara de perplejidad. El dinero que le envían se lo gasta casi todo en comida basura.

El tercer ex abogado es un tiburón de Washington que se llama Amos Kapp e hizo carrera durante mucho tiempo manejando información privilegiada y moviéndose en los entresijos de la ley, siempre al borde de todos los grandes escándalos políticos. Kapp fue juzgado y condenado al mismo tiempo que yo, y fue el mismo juez el que nos sentenció a diez años. Los acusados eran ocho: siete de Washington y yo. Kapp siempre ha sido culpable de algo. Obviamente al jurado se lo pareció. Ya entonces, sin embargo, él sabía —y sigue sabiendo— que yo no tuve nada que ver con la conspiración. Sin embargo, fue demasiado cobarde y corrupto para hablar. En Frostburg está rigurosamente prohibida la violencia, pero si me dejaran cinco minutos a solas con Amos Kapp seguro que aparecería con el cuello roto. Él lo sabe, y sospecho que hace tiempo que se lo dijo al director, porque le tienen en el ala oeste, lo más lejos posible de mi módulo.

Yo soy el único de los tres abogados dispuesto a ayudar al resto de los presos en problemas de índole jurídica. Disfruto. Es un reto que me mantiene ocupado. También es una manera de que no se oxiden mis conocimientos, aunque dudo que me espere un gran futuro dentro de la abogacía. La verdad es que es un mundo en el que nunca gané mucho dinero. Era abogado de pueblo, negro, por añadidura, con pocos clientes que pagasen bien. Braddock Street estaba repleta de colegas que se disputaban a la misma clientela, en un ambiente de competición feroz. No sé qué haré cuando se acabe esto, pero no veo claro que regrese a mi antigua profesión. Seré un hombre de cuarenta y ocho años, soltero y espero que con buena salud. Cinco años es una eternidad. Cada día salgo solo a dar un largo paseo por un camino de tierra que bordea el centro; es un recorrido de jogging que sigue el perímetro, o la «línea», como lo llaman: cruzarla se considera una fuga. Pese a la cárcel, el paisaje es bonito y las vistas, espectaculares. Mientras camino y contemplo el fondo de colinas, me resisto al impulso de saltar al otro lado de la línea. No hay vallas que me lo impidan, ni vigilantes que griten mi nombre. Podría desaparecer en estos bosques tan frondosos, y no dar señales de vida nunca más. Ojalá hubiera un muro, uno de ladrillo de tres metros de altura, con rollos de alambrada, que me impidiese mirar las montañas y soñar con la libertad. ¡Que es una cárcel, señores! No podemos irnos, ¿verdad? Pues levantad un muro y dejad de tentarnos. La tentación siempre está ahí y, aunque yo me resista, no miento si digo que se hace más fuerte cada día.

Frostburg queda a pocos kilómetros al oeste de Cumberland, Maryland, en una estrecha franja dominada y empequeñecida al norte por Pennsylvania y al oeste por Virginia Occidental. En el mapa se ve con claridad que esta parte desterrada del estado nació de un error de reconocimiento, y que no debería formar parte de Maryland. Lo que no está tan claro es a qué estado debería pertenecer. En la biblioteca, mi lugar de trabajo, hay un gran mapa de Estados Unidos colgado en la pared, justo sobre mi pequeño escritorio. Me lo quedo mirando demasiado tiempo mientras sueño despierto y me pregunto cómo he acabado siendo un preso federal en lo más remoto del oeste de Maryland. A cien kilómetros al sur está Winchester, Virginia, una localidad de veinticinco mil habitantes donde nací, pasé mi infancia, estudié y trabajé hasta la «caída». Me han dicho que sigue más o menos igual que cuando me fui. El bufete Copeland & Reed continúa funcionando en el mismo local donde había estado mi oficina. Da directamente a Braddock Street, en la parte vieja, justo al lado de un restaurante. Antes se anunciaba como Copeland, Reed & Bannister, con letras negras pintadas sobre el cristal, y era el único despacho de abogados de raza exclusivamente negra en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Me han dicho que a los señores Copeland y Reed les va bien; no es que prosperen, ni que se hagan ricos, pero tienen suficiente trabajo para pagar el sueldo de sus dos secretarias y el alquiler. Cuando yo era socio del bufete no llegábamos a mucho más. Subsistíamos sin pena ni gloria. En la época de la Caída yo me estaba cuestionando seriamente mi futuro en una población tan pequeña. Me han dicho que ni Copeland ni Reed quieren hablar de mí o de mis problemas. A ellos también estuvieron a punto de juzgarles, y su reputación quedó manchada. El fiscal que me acusó iba a perdigonada pura contra cualquier persona que pudiera tener algo que ver con su magna conspiración, y estuvo a punto de cargarse a todo el bufete.

Mi delito fue equivocarme de cliente. Ninguno de mis dos antiguos socios ha cometido un delito en toda su vida. Lamento lo ocurrido de muchísimas maneras, pero hay algo que aún me quita el sueño y es el desprestigio que han tenido que sufrir. Ambos están cerca de los setenta, y en su juventud, como abogados, no solo tuvieron que luchar por mantener a flote un bufete de pueblo sino que participaron en algunas de las últimas batallas raciales. A veces el juez hacía como si no existiesen durante la vista, y dictaminaba en contra de ellos sin ningún fundamento jurídico. Muchos compañeros de profesión les dispensaban un trato grosero y antiprofesional. El colegio de abogados del condado no les invitó a inscribirse. Algunos secretarios judiciales extraviaban sus demandas, y los jurados blancos no les otorgaban ninguna credibilidad. Lo peor de todo, sin embargo, era la falta de clientes interesados por sus servicios. Me refiero a clientes negros. En los años setenta los blancos no contrataban bufetes de negros, al menos en el sur. Eso no ha cambiado mucho. Pero a lo que iba: cuando Copeland & Reed daba sus primeros pasos estuvo a punto de irse a pique porque los negros pensaban que los abogados blancos eran mejores. La situación se revirtió a base de trabajo y profesionalismo, pero fue un proceso lento.

Winchester no fue mi primera elección para desempeñar mi oficio. Cursé mis estudios de Derecho en la Universidad George Mason, en la parte de Virginia del Norte donde se extiende el área urbana de la ciudad de Washington. Durante el verano del segundo curso tuve la suerte de conseguir una pasan tía en un bufete enorme en Pennsylvania Avennue, cerca del Capitolio. Era uno de esos despachos con miles de abogados, sucursales en el mundo entero, antiguos senadores en el membrete, clientela selecta y un ritmo frenético que me encantaba. El mejor momento fue cuando serví de recadero en el juicio a un ex congresista (nuestro cliente) acusado de conspirar con su hermano, delincuente convicto, para cobrar sobornos a cambio de servicios para el gobierno. Fue un auténtico circo, y me entusiasmó estar tan cerca de la pista central. Once años después entré en la misma sala de los juzgados E. Barrett Prettyman, en el centro de Washington, siendo yo el procesado. Aquel verano éramos diecisiete pasantes. Los otros dieciséis, todos de las diez mejores facultades del país, recibieron ofertas de trabajo. Yo, al haberlo apostado todo al mismo número, dediqué mi tercer año de Derecho a ir por Washington llamando a puertas, sin que se me abriera ninguna.

Seguro que las calles de Washington se las patean a cualquier hora miles de abogados desempleados. Es fácil hundirse en la desesperación. A partir de un momento amplié mi búsqueda al extrarradio, donde hay bufetes mucho más pequeños, y aún menos trabajo, si cabe. Al final volví a casa, derrotado. No se habían cumplido mis sueños de gloria en la cumbre. Los señores Copeland y Reed no andaban sobrados, y difícilmente podrían haberse permitido un nuevo socio, pero les di lástima y me despejaron una habitación del piso de arriba que servía de almacén. Ahí trabajé con todo mi empeño, aunque a menudo las horas se me hacían largas con tan pocos clientes. Por lo demás nos llevábamos muy bien, tanto que después de cinco años tuvieron la generosidad de incorporar mi nombre al del bufete. Lo cual no comportó un gran aumento en mis ingresos.

Me dolió ver arrastrados sus nombres por el barro durante mi proceso. Era tan absurdo… Cuando el agente del FBI que estaba al frente del equipo me tenía contra las cuerdas, me dijo que si no me declaraba culpable y colaboraba con la fiscalía se presentarían cargos contra los señores Copeland y Reed. Yo, pensando (sin poder estar seguro) que era un farol, le dije que se fuera a la mierda. Por suerte era un farol. Les he escrito cartas de disculpa, largas cartas lacrimógenas a las que nunca han respondido. También les he pedido que vengan a verme para hablar cara a cara, pero tampoco han respondido a mi petición.

Aquí, a cien kilómetros de mi lugar de nacimiento, tengo un solo visitante habitual. Mi padre, Henry, fue uno de los primeros policías negros al servicio de la mancomunidad de Virginia. Durante los treinta años que pasó patrullando por Winchester y sus alrededores nunca dejó de disfrutar. Le gustaba el trabajo en sí, la sensación de autoridad y de reconocimiento, el poder de hacer cumplir la ley y la ayuda compasiva a los necesitados. Le encantaba el uniforme, el coche patrulla… todo menos la pistola que llevaba en la cintura; arma que se vio obligado a desenfundar algunas veces, pero que jamás disparó. Aunque daba por sentado que los blancos darían rienda suelta a su rencor, y que los negros buscarían manga ancha, él estaba decidido a mostrar la más absoluta equidad. Era un policía duro, que no veía medias tintas en la ley: cualquier acto que no fuera legal tenía que ser ilegal, sin margen de maniobra ni tiempo para tecnicismos.

Desde el momento de la acusación mi padre me creyó culpable de algo. Nada de presunciones de inocencia. Ni caso a mis protestas, a mis diatribas. Como hombre orgulloso de su trayectoria, su cerebro había sufrido el lavado de una vida entera en persecución de quienes infringían la ley; y si los federales, que tantos recursos tenían y tanto sabían, me consideraban digno de cien páginas de acusaciones, la razón la tenían ellos, no yo. No dudo de que se compadeciese, ni de que rezase por verme salir del embrollo en que me había metido, pero le costaba mucho transmitírmelo. Para él era una humillación, y no me lo escondió. ¿Cómo era posible que su hijo abogado se hubiera juntado con semejante pandilla de sinvergüenzas?

Yo me he hecho mil veces la misma pregunta, pero no existe una buena respuesta. Henry Bannister acabó la secundaria de milagro, y a los diecinueve años, después de algún que otro pequeño escarceo con la delincuencia, ingresó en la Marina, que en poco tiempo hizo de él un hombre: un soldado que anhelaba disciplina y se enorgullecía sobremanera de su uniforme. Estuvo tres veces en Vietnam, donde recibió disparos y quemaduras y estuvo un tiempo prisionero. Sus medallas están en la pared de su estudio, en la casita donde pasé mi infancia y donde ahora vive solo. A mi madre la mató un conductor borracho dos años antes de que me juzgaran.

Henry viaja a Frostburg una vez al mes para una visita de una hora. Está jubilado y tiene poco que hacer. Si quisiera podría visitarme cada semana, pero no lo hace. Cuántas vueltas dan las condenas largas, y qué crueles son… Una de ellas es la sensación de que el mundo, y tus seres queridos, a los que tanto necesitas, lentamente se van olvidando de ti. El correo, que en los primeros meses llegaba en grandes fajos, se fue adelgazando hasta quedar en una o dos cartas por semana. Los amigos y parientes que tanto anhelaban visitarte no aparecen en mucho tiempo. Mi hermano mayor, Marcus, viene dos veces al año para ponerme al día de sus contratiempos. Así se entretiene durante una hora. Tiene tres hijos adolescentes, en diversas fases de delincuencia juvenil, y una mujer que no está bien de la cabeza.

Según como se vea, supongo que no tengo problemas… Aunque la vida de Marcus sea tan caótica, me gustan sus visitas. Siempre ha imitado a Richard Pryor, y tiene gracia en todo lo que dice. Nos pasamos la hora entera riendo, mientras despotrica de sus hijos. Mi hermana pequeña, Ruby, vive en la costa Oeste y la veo una vez al año. Muy cumplidora, me escribe sin falta cada semana y guardo sus cartas como oro en paño. Tengo un primo lejano que estuvo siete años en la cárcel por robo a mano armada (fui su abogado) y que viene a verme cada seis meses porque yo también lo hacía cuando él estaba preso. Después de tres años aquí, puedo pasar semanas sin ninguna visita, salvo la de mi padre. La Dirección de Prisiones procura situar a los reclusos en un radio de unos ochocientos kilómetros respecto a su anterior residencia. Yo tengo suerte de que Winchester quede tan cerca, pero es como si estuviera a dos mil kilómetros. Entre mis amigos de la infancia hay más de uno que nunca se ha acercado, o de quien no he tenido noticias en dos años. La mayoría de los abogados con quienes tuve amistad están demasiado ocupados. Mi mejor amigo de la facultad de Derecho me escribe cada dos meses, pero nunca encuentra tiempo para venir. Vive en Washington, a doscientos cincuenta kilómetros al este, y asegura trabajar siete días por semana en un bufete grande. Mi colega más íntimo de los marines vive en Pittsburgh, a dos horas en coche, pero en Frostburg ha estado exactamente en una ocasión. Pues nada, habrá que agradecerle a mi padre el esfuerzo.

La escena es la de siempre: Henry está sentado en la pequeña sala de visitas con una bolsa de papel marrón sobre la mesa (cookies o brownies de mi tía Racine, su hermana). Nos damos la mano, pero no un abrazo; Henry Bannister no ha abrazado nunca a otra persona de su mismo sexo. Me mira de arriba abajo para cerciorarse de que no haya engordado, y como de costumbre pregunta por mi rutina diaria. Él no ha ganado ni un kilo en cuarenta años, y aún le cabe su uniforme de marine. Está convencido de que comiendo menos se vive más, y teme morir joven. Tanto su padre como su abuelo estiraron la pata poco antes de cumplir los sesenta. Él camina ocho kilómetros al día, y considera que yo debería hacer lo mismo. Ya me he resignado a que siempre me diga cómo tengo que vivir, dentro o fuera de la cárcel. Da unos golpecitos en la bolsa marrón. —Esto te lo manda Racine —dice. —Dale las gracias, por favor —contesto. Si tan preocupado está por mi figura, ¿por qué me trae una bolsa de dulces ricos en grasa cada vez que viene a verme? Me comeré dos o tres, y el resto los regalaré. —¿Has hablado últimamente con Marcus? —pregunta. —No, desde hace un mes. ¿Por qué? —La cosa está que arde. Delmon ha dejado embarazada a una chica. Él tiene quince años y ella catorce. Frunce el ceño y sacude la cabeza. A los diez años Delmon ya era reincidente, y la familia siempre ha supuesto que va a consagrar su vida a la delincuencia. —Tu primer bisnieto —digo intentando ser gracioso. —¡No veas, qué orgullo! Una blanca de catorce preñada por un imbécil de quince que por casualidades de la vida se apellida Bannister…

¿Quién es John Grisham? (Jonesboro, Arkansas, 1955) se dedicó a la abogacía antes de convertirse en un escritor de éxito mundial. Desde que publicó su primera novela en 1988, ha escrito casi una por año. Todas, sin excepción, han sido bestsellers y muchas se han convertido en excelentes guiones cinematográficos. Aparte de las novelas, es también autor de los relatos reunidos bajo el título Siete vidas, de un libro de no ficción, El proyecto Williamson: una historia real, así como de una serie de novelas juveniles sobre el joven abogado y detective Theodore Boone. John Grisham es directivo del Innocence Project en Nueva York y Mississippi, una organización dedicada a la reforma penal y a la exoneración, a través de pruebas de ADN, de individuos inocentes condenados por asesinato. Vive con su esposa y sus dos hijos entre Virginia y Mississippi.

Santiago Gamboa explora la venganza y el regreso al origen en su reciente libro

sábado, diciembre 24th, 2016

La venganza y el regreso al lugar de origen son los temas que explora el escritor colombiano Santiago Gamboa en Volver al oscuro valle, su más reciente libro en el que narra las historias de dos poetas que fueron víctimas de abuso sexual en su juventud.

Ciudad de México, 24 de diciembre (SinEmbargo).- “Es la historia de una venganza. Es un grupo de personas que regresan a Colombia para cumplir una venganza, que en el fondo está escondida dentro de más ideas, está escondida para algunos de ellos con la idea de un posible regreso”, dijo Gamboa en una entrevista con Efe.

En Volver al oscuro valle, editado por Penguin Random House, el escritor narra la historia de Manuela Beltrán, una joven colombiana que en su infancia fue violada y luego, tras vivir una adolescencia turbia, estudia literatura y escribe poemas sobre su vida en un paralelo con el afamado poeta francés del siglo XIX Arthur Rimbaud.

“Esa historia de la joven poeta colombiana se va como mirando en el espejo de la vida de Rimbaud y más o menos las cosas que les ocurren, con diferencia de tiempo y de lugar, equivalen. Para ambos es muy importante y muy definitiva en su vida una violación, ambos de alguna manera se sienten engañados”, explicó el escritor.

A la historia se suman varios personajes que toman decisiones que los llevan a coincidir con la protagonista en una Madrid que se ha visto afectada por la toma de la embajada irlandesa por rebeldes del grupo yihadista Boko Haram.

Coinciden además con los deseos que tiene Manuela de regresar a su país de origen, una utópica Colombia en paz que contrasta con la situación que vive Madrid, para luego volver al sitio al que el poeta Rimbaud quería ir antes de morir: Harar, en Etiopía.

“Cada persona tiene un lugar al cual regresar. Ellos volviendo a Colombia, tres de ellos son colombianos, se hacen esas preguntas pero terminan después yéndose con la idea de que en el fondo el regreso es una imagen poética y por eso se van a regresar más bien a donde quería volver Rimbaud”, manifestó Gamboa.

En ese sentido, recalcó que la Colombia sobre la que escribe en el libro no existe y que por ello su novela no es realista, porque el país no está “pacificado”.

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DAR CREDIBILIDAD A LOS PERSONAJES

El autor señaló que los escritores deben usar muchas veces su propia vida para “darle credibilidad” a los personajes y sobre ello destacó su experiencia de regresar a Colombia hace año y medio luego de residir durante más de tres décadas en el exterior.

Gamboa ha vivido en Madrid, París, Roma y Nueva Delhi y viajado por más de 70 países en los últimos 30 años y se instaló con su familia en Cali, en el suroeste del país, a comienzos del año pasado.

“Yo viví este año y medio la experiencia del regreso a Colombia pero fue un regreso a medias porque no volví al mismo al lugar del que me fui, no volví a Bogotá, volví a Cali. Es decir, volví a una ciudad distinta, lo que crea una cierta paradoja, es regresar a un lugar donde no había estado y esa idea me parece poética”, afirmó.

Volver al oscuro valle, la nueva novela de Santiago Gamboa. Foto: Especial

Volver al oscuro valle, la nueva novela de Santiago Gamboa. Foto: Especial

Resaltó además que a los personajes de su libro les pasó lo mismo que a él, y es que no podían regresar a los lugares de los que se fueron porque ya no existen.
“El lugar al que podría regresar ya no existe y lo mismo que le pasa a los personajes que en mi novela. Llegan a una Colombia pacificada que en el libro la llaman la república de la bondad, donde todos los paradigmas han cambiado, donde todo el mundo quiere ser bueno y todo el mundo quiere perdonar a alguien”, concluyó.

Gamboa es autor de libros como Páginas de vuelta, Perder es cuestión de método y Necrópolis, entre otras obras y ganó en 2014 en Francia el premio Coup de Coeur de Revue Transfuge con su novela Plegarias nocturnas.