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ADELANTO | El último en morir, de Xavier Velasco: una novela sobre vivir al límite y saltar al vacío

sábado, noviembre 21st, 2020

Esta novela habla sobre el romance, las drogas, la alta velocidad y cómo ser escritor de tiempo completo sin morir en el intento. El narrador necesita vivir al límite, hacer de cada día una película y saltar al vacío sin ayuda de un doble. Los novelistas, piensa, son siempre lo que cuentan. No hay para él asunto más serio que este juego, cuya materia prima son las cicatrices.

Ciudad de México, 21 de noviembre (SinEmbargo).- He aquí una retorcida historia de amor. Nuestro prospecto de héroe ha de ganarse su papel en ella con las reglas que impuso desde niño. No hay para él asunto más serio que este juego, cuya materia prima son las cicatrices. Necesita vivir la vida al límite, hacer de cada día una película y saltar al vacío sin la ayuda de un doble. Los novelistas, piensa, son siempre lo que cuentan.

Esta novela tiene que ver con el romance, la cárcel, las drogas, la alta velocidad y el trabajo de tiempo completo de ser escritor y no morir en el intento: «Somos aventureros y nos toca morder toneladas de polvo». Porque si la aventura secreta del narrador termina cuando escapa de la escena, esta vez contará la historia de la historia. Toneladas de polvo antes de aterrizar en la última línea.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de El último en morir, del escritor mexicano Xavier Velasco autor de Diablo Guardián (Premio Internacional Alfaguara de Novela 2003), El materialismo histérico (relatos, 2004), Luna llena en las rocas (crónicas, 2005), Éste que ves (novela, 2006), Puedo explicarlo todo (novela, 2010) y La edad de la punzada (novela, 2012)—. Cortesía otorgada bajo el permiso de Alfaguara.

***

I. Un día fuimos dos

¿Por dónde ha de empezar uno el relato? Por donde más le duele, si es posible. Esas horas de llanto mal tragado que le echaron de bruces a la edad adulta.

Uno escribe siempre contra la muerte.
Rosa Montero, La loca de la casa

Tengo veinte años y a mi mayor aliada tendida en una cama de hospital. Es el día de mi santo, de modo que nos toca ir a comer porque también es santo de mi padre y jamás perdonamos el ritual. Hace ya varios días que mi mamá no duerme con nosotros, desde que Celia salió de la casa entre dos camilleros, habituados a oír sin escuchar las quejas de un paciente adolorado. Entiendo que es el fin y soy cobarde. Sé que Celia no volverá a la casa, pero finjo ante el mundo que no me he dado cuenta porque ella todavía me llama “niño” y yo he encontrado asilo en su candor. Alguna vez me dijo que no quería morirse en nuestra casa, para ahorrarme la pena y la impresión, y ahora que estoy delante de esta cama no encuentro qué decirle, ni sé si podrá oírme, de lo enferma que está.

Cuando llega el momento de irnos a comer, la tomo de una mano y siento su respuesta. La aprieto ya, me aprieta, y es como si nos diéramos un abrazo secreto porque los dos sabemos que estamos despidiéndonos y entiendo sus palabras sin palabras, ya me voy, muchachito, pórtate bien y acuérdate de mí. Ella, que siempre me lo perdonó todo, me está diciendo con este apretón que otra vez me perdona por no estar a la altura del momento y correr a esconderme de su adiós. Por una vez me dice, nos decimos, sin que nos hagan falta las palabras, cuán importantes somos en la vida del otro, por más que yo sea un nieto sacatón y me esmere en negar el abismo que está a punto de abrirse.

Alguien dentro de mí quiere que esto suceda de una vez, con tal de no tener el tiempo suficiente para asumir entera la aflicción. Me niego a ver el miedo, el desamparo, la nada que se acerca, y entonces me comporto como si el hombre lobo no estuviera asomado a la ventana de mi cuarto de niño. Me digo que ya es hora de mostrar la madurez que jamás he tenido, que estas cosas suceden todo el tiempo y ya Celia me dio lo que podía darme, pero no profundizo para no echar por tierra un autoengaño que en los próximos días me hará sentir tan fuerte como ingrato.

Me gustaría desear que se mejore, pero me he abandonado a un derrotismo que de alguna manera me consuela, o mejor: me anestesia. Voy y vengo con el humor de siempre, traigo la música a todo meter y busco a mis amigos por teléfono con la frecuencia de todos los días. Hay tantas cosas nuevas en mi vida reciente que no me queda tiempo para poner en duda el porvenir glorioso que según yo me espera, porque hace ya dos meses que soy coordinador de un suplemento cultural y de aquí a unas semanas empezaré a estudiar una nueva carrera.

Esto último, por cierto, sólo Celia lo sabe, pues nadie más se cree ese disparate de que espero algún día vivir de hacer novelas. ¿Quién más, si no mi abuela, sería capaz de permitirse el lujo de entusiasmarse con semejante proyecto, cuyos primeros trámites han consistido en botar la carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública? Nada más de nombrarla me acalambro. Después de un par de años de resignarme a medias a un futuro que al fin encuentro inaceptable, preferiría ir a dar a un hospital psiquiátrico antes que formar parte de un partido político. Ahora sólo me falta figurarme cómo le voy a hacer para evitarme el drama familiar. ¿No dije acaso que soy un cobarde? ¿Y qué tal si empezara por las buenas noticias? “¿Qué les parece que a partir de enero voy a ser yo quien pague mi colegiatura?”

Es viernes, muy temprano, y ya suena el teléfono. Mi papá debe de estar en el baño, pero antes saldrá él enjabonado a que yo deje de hacerme el dormido. ¿Quién, que no sea mi madre con las peores noticias, va a llamar a la casa a estas malditas horas? Por supuesto, es la peor de las noticias, y mi padre-tocayo no la disimula. Me quedo tieso, helado, hueco, impávido. No abro los ojos para no tener que ir hasta el teléfono y decirle no sé qué cosa a Alicia, hija de Celia y hermana de Alfredo: mi mamá, que a partir de este día y a lo largo de demasiados meses llorará como niña desamparada. Nadie que yo conozca sabe entregarse como ella al dolor, mientras que yo lo niego y ando por ahí chiflando canciones pegajosas, igual que un carterista principiante. Oigo venir los pasos de Xavier y abrigo la esperanza inoperante de que espere a más tarde para “despertarme”.

—Tu mamita se acaba de morir —me lo suelta de lejos, sin dar un paso dentro de la recámara, y yo sólo sepulto la jeta en la almohada, escupo unos murmullos ininteligibles, me revuelvo debajo de las sábanas porque no me imagino qué debería hacer y por más que me esfuerzo no consigo llorar. ¿Y cómo, si he logrado convencerme de que no es a mí a quien le pasa esto?

Vista así, desde afuera, la muerte de mi abuela parecería un mensaje de los tiempos. Tengo al fin un trabajo y una nueva carrera, nada va a ser igual de aquí al próximo mes. Pienso en eso a intervalos, en el camino de la casa al hospital, mientras mantengo viva una conversación insulsa con Xavier. No sé por qué me esfuerzo en que parezca que éste es un día como cualquier otro y me siento perfectamente bien. O tal vez sí lo sepa: no soporto la compasión de nadie. Prefiero que me odien a que me tengan lástima y estoy haciendo todo lo que puedo por no tenérmela en estos momentos. Nada que sea muy fácil, una vez que la he visto tendida en la camilla y me he negado a descubrirle la cara. Nunca quiso que yo la viera muerta y tampoco yo quiero recordarla así. Tanto que se arreglaba, dudo que me dejara mirarla en esa facha.

Mi mamá sí que llora. No solamente acaba de perder a su madre, también le tocó ver a los médicos salir del cuarto y abandonar su cuerpo sin molestarse al menos en recomponer su última postura. La orfandad de mi madre se inaugura delante del cadáver de la suya, cuya cabeza cuelga de la orilla derecha de la cama. No deja de contarlo, tiene el espanto impreso en la mirada y un dolor que no logro compartir porque estoy ocupado en demostrar que no me pasa nada.

Si pudiera, estaría de regreso en la casa. Solo, de preferencia, con la música puesta. Intuyo que lo saben y por eso deciden que sea yo quien vaya a casa de mi Celita y le traiga un vestido color negro. Uno muy elegante, ilustra Alicia, búscalo en el armario de la recámara.

Al fin solo, enciendo el autoestéreo y echo dentro el cassette que sin mucho pensarlo supe que me hacía falta. Eberhard Schoener, Video Magic. Si estuviera escribiendo uno de mis artículos para el suplemento diría que es un idilio romántico-electrónico, salpicado de dulces tonalidades tétrico-vampíricas que elevan el espíritu aun en casos de grave frigidez, pero yo sé que es música de funeral. Llego al departamento de mi abuela, le doy vuelta a la llave y la puerta no se deja empujar. Algo la está trabando desde el piso. Empujo con más fuerza y logro abrirme paso por la rendija que he podido agrandar unas cuantas pulgadas. Miro entonces al suelo, todavía sin prender la luz del hall, y descubro una alfombra de periódicos bloqueando el movimiento de la puerta.

“Ya no los va a leer”, me repito, atontado, y esa pura certeza me encoge las entrañas. A veces lo que duele no es lo que sucedió, sino lo que ya no va a suceder, y de eso está repleto este departamento. El único lugar en el planeta donde yo, cuando niño, era invencible. Mi reino desde siempre. El comedor, la sala, las jaulas de los pájaros (hace ya años sin pájaros), la cómoda en cuyo primer cajón guardaba la baraja española, el parkasé, la tabla que de un lado era La Oca y del otro Serpientes y Escaleras. Llego hasta la recámara dando pasos de autómata y me siento en el lado derecho de la cama, junto al buró, que es donde ella dormía. Prendo la lámpara, miro hacia el tocador y salta mi retrato, escoltado por dos muñecas de porcelana. Nada más despertar, se topaba de frente conmigo cada día.

¿Adónde se va el orden de las cosas, una vez que se ha ido quien las ordenaba? ¿Qué sentido ya tiene que una figura esté aquí y dos más allá, quién sabría explicarme por qué estos frascos estaban afuera y esos otros guardados en el cajón, a quién le importa ahora que ella fuera la dueña de todas estas cosas que acaban de perder su lugar en el mundo? ¿Me habría imaginado mi Celita, mi Mana, mi Mamita, llorando como un huérfano junto a su buró? ¿Alguien sabe la cantidad de duendes que se me están muriendo aquí y ahora, los cientos de secretos que compartí con ella en este cuarto, las historias, las risas, el privilegio de mirar al mundo desde una inmensa cima donde ningún peligro podría haberme alcanzado? “No te tardes”, me han dicho allá en el hospital, pero me quedan varias lágrimas más y no pienso guardármelas, no ahora. Las muñecas, las fotos, la lámpara, el cajón, todos estos objetos que mi Celia ya nunca volverá a tocar, ¿quién va a llorar por ellos si me voy?

Me digo que me espera un día espantoso, pero regreso al coche y siento que la máscara recobra su dureza. Para mejor probármelo, seré yo quien avise a parientes y amigos, de modo que estaré colgado del teléfono en las horas que vienen. En lugar de informarles que Celia se murió, hablaré de complicaciones médicas y concluiré que “ya no se pudo hacer nada”, sin siquiera un amago de nudo en la garganta, llegada la noche procuraré escaparme al carro cuanto pueda, encender el estéreo y oír la voz de Sting cuando aún no era famoso y trabajaba al lado de Andy Summers, acólitos los dos de Eberhard Schoener. “Rézale a mi mamá”, suplica Alicia, que nunca escucha música cuando está así de triste, pero a mí eso se me da tan poco que mañana, en la misa de cuerpo presente, no habrá quien me convenza de comulgar.

—¿Ni por ella? —me orillará Xavier, con la vista en la caja.
—¿Ser hipócrita? Claro que ni por ella —me entercaré, jugando al tipo duro.

Necesito estar solo. Me canso de poner esta cara de business-as-usual y tener que lidiar con tanta gente amable, comprensiva y católica que haría mejor largándose a la mierda. Por lo pronto, aprovecho para informar a Alicia y a Xavier, que están por un momento solos en un rincón, que Celia y yo teníamos un secreto. Mucha astucia, la mía. Tendría que darme un poco de vergüenza venir a aprovecharme de estas horas tan negras para soltar la sopa de la nueva carrera. “Una buena noticia y una mala”, les ofrecí y empecé por la buena. A partir del mes que entra, yo pago mis estudios. La otra noticia es que me cambio de carrera. No quiero ser político, decidí estudiar Letras. Puesto en otras palabras, desde enero me voy a mandar solo. “Mamita lo sabía”, les recalco, y lo aceptan con tanta mansedumbre que de vuelta me siento un abusivo. Necesito salir, digo que voy al baño y me esfumo hasta el coche. Me hace falta mi música de funeral. Volver a hablar con ella, sin rezos ni sollozos. Regresar a esas madrugadas largas, tenderme al lado izquierdo de la cama y escuchar otra de esas historias que Celia me contaba cada viernes, como si desde entonces supiera cuál sería mi vocación y abriera el cofre lleno de mi herencia.

—Celita… —le confieso, sin más testigo que la voz cantante— lo logramos. Voy a ser novelista.

II. Metamorfosis ambulante

De por qué no hace falta más que tinta y papel para construir la máquina del tiempo.

Todos tenemos algún lado macabro, por no decir algunos o quizá demasiados. Un traidor intrigante nos habita y nos empuja a ratos hacia el precipicio. En mi caso una corte de intrigantes, entre los cuales no es cosa infrecuente que mis hadas resulten minoría. No sé si eso me alcance para explicar cómo y cuánto me gusta, desde niño, coleccionar problemas, o si quepa atribuir una astucia especial a las mentadas hadas, que sin así decirlo encuentran productiva esta lujuria por el entuerto, el punto es que trabajo fabricando verdades mentirosas y tengo en el armario docenas de camisas de once varas.

Cito esta zona turbia tan temprano porque una cosa es que seas profesional de la mentira y otra muy diferente que no acabes contando la verdad. Y si he de hacerlo así, no está de más empezar por decir que escribo estas palabras a escondidas del mundo, como si fuera algún crimen moral cuya pura mención tendría que fulminarme de vergüenza, y para colmo lo hago sin necesidad, por el puro placer de abrirle un frente más al novelista. Me explico: este proyecto subrepticio nace a espaldas de mis seres queridos y hasta del Dúo Dinámico (Bárbara y Willie, mis agentes literarios) que espera en Barcelona a que al fin se me antoje terminar de escribir la próxima novela.

Yo diría que no es cuestión de antojo, pero tampoco estoy en posición de negar que hace tiempo se me antojaba mucho escribir estas líneas, y si hasta hoy me había contenido era porque me consta que no hay en este mundo amante más celosa que la novela en curso. Adriana, mi mujer, se ha enseñado a tratarlas como hijastras simpáticas y esquizofrénicas. Sé, pues, que si le contara de este libro haría cuanto pudiera (es decir, cualquier cosa) por celebrar mi giro intempestivo, pero entonces ya no estaría jugando, y en realidad mi única razón para escribir un libro es perderme en un juego solitario del que no sé cuándo podré salir, o me dará la gana tan siquiera.

Por lo demás, éste será su libro, tal como lo confirma la dedicatoria, y por eso disfruto como una travesura viéndola ir y venir sin formarse una idea de lo que realmente hago aquí sentado. Fue así que empezó todo, en la escuela primaria donde ya desde entonces era yo ducho en procurarme líos. El secreto, la fuga, la invención, los constantes simulacros, todo eso y más hacía parte de un juego tan absorbente que terminé jugándolo mañana, tarde y noche dentro de mi cabeza. Concebir las historias, dejarte hipnotizar por tramas inasibles, gozarlas y sufrirlas como una fechoría, engarzar las mentiras que la solaparán, mirar con cierta lástima callada a todos esos niños a cuyos juegos nunca fuiste invitado y de pronto parecen ya no sólo aburridos sino estorbosos, ¿existió alguna vez un juego mejor que éste? ¿Ves cómo hasta la fecha no paras de jugarlo?

Ya sé que es de mal gusto entre los idealistas, y acaso un desprestigio para quienes suponen que un autor ha de ser desdichado para escribir bien, pero cabe aclarar que vivo muy contento. Escribo en el jardín, todos los días —un trabajo que nunca me ha sabido a trabajo—, me rodea una jauría de gigantes de los Pirineos y en momentos me escapo a intercambiar cariños terapéuticos con una tapatía tan espectacular como entrañable, ¿qué más puedo pedir? Exactamente: la fruición de meterme en un problema, ocultarlo y armarme con una doble vida, que en este caso vendría a ser triple. Una mujer, dos obras en proceso: la idea me entusiasma lo bastante para hacerme pensar que puedo con las tres. Bien lo decía Morrissey: Trouble loves me.

Hace un par de años ya que me compré el cuaderno naranja marca Leuchtturm que ahora estoy estrenando. Antier llegó el paquete con la tinta Iroshizuku rojo bermellón que desde hoy participa en este juego. James Bond solía iniciar sus aventuras con una visita al taller del científico Q, quien procedía a surtirlo de armas ultra secretas a la medida de la nueva misión. ¿Y no empiezan así los juegos entre niños, “yo era James Bond y tú eras Moneypenny”? Pues bien, hoy he elegido ser el otro: ese que se escapaba volando del pupitre, el colegio, la niñez y la época en dirección a un mundo de mentiras que parecía más verdadero que el suyo, mientras yo pretendía, con escasa verosimilitud, que era un niño estudioso y dedicado. El que jamás dejó de jugar y hablar solo y todavía hoy lidia con la acechante sensación de ser en todas partes extranjero. ¿Pero de qué me extraño, si hasta mi propio oficio me delata como un ensimismado?

No fui quien lo eligió, sino al revés. Mientras creí que aún estaba a tiempo, me resistí a este raro destino laboral cuya materia prima es la incertidumbre. No es verdad que uno deba vivir triste, aunque sí, todo el tiempo, atribulado. Vale decir que lo he probado todo, y de pronto obtenido ingresos más o menos aceptables, pero tengo este vicio testarudo cuya práctica me hace abandonarme al gozo de ser otro sin que nadie termine de enterarse qué es lo que en realidad ocurre en mi cabeza. Paso al fin tantas horas encerrado en mi propia máquina del tiempo que vivo permanentemente turulato. En cualquier situación, cuando menos lo pienso me transformo en el vago taciturno que va por la banqueta peleando con fulanos que no existen, por el momento al menos. No sé si es para lo único que sirvo, pero ya la experiencia demostró que no me da la gana servir para otra cosa.

He perdido la cuenta de las veces que dije —a amigos, periodistas, editores, familia— que nunca escribiría un libro como éste. Luego de dos novelas autobiográficas —una de infancia, otra de adolescencia— creía tener claro que mi vida perdía interés literario a partir de ese punto, si bien ya hemos quedado en que los buscadores de líos acostumbramos llevar más de una vida, así sea por meras cuestiones prácticas.

Y esa otra, la segunda, seguramente la que más me desvela, es la que me he propuesto contar en estas páginas. La que le cuadra al demonio en jefe a quien sirvo día y noche, por cuyo mal ejemplo me reservo el derecho a contradecirme. Lo dice la canción de Raul Seixas: Prefiero ser esa metamorfosis ambulante, a tener aquella vieja opinión formada sobre todo.

Escribo sin nostalgia, y si vuelvo al pasado es por esta cosquilla de explicarme lo que de cualquier modo sé que es inexplicable. No entiendo por qué escribo, ni para qué, ni sé decir en qué preciso instante se hizo tarde para cambiar de idea y llevar una de esas vidas saludables para las que siempre hay un manual de instrucciones. No se es una metamorfosis ambulante siguiendo los dictados de la razón, como prestando oídos al runrún chocarrero del instinto.

Hoy, el segundo día del nuevo juego, miro a Adriana pasar a unos metros de mí, le hago una broma boba y pretendo que todo sigue igual, aunque seguramente ya pudo darse cuenta de que ahora estoy usando tinta roja. En unas pocas horas, cuando haya retomado la novela y este cuaderno vuelva a su escondite, verá que escribo con tinta morada. No suelen escapársele esas cosas. Pienso en el dramaturgo perturbado que encarnaba Jack Nicholson en El resplandor y me divierte imaginar a Adriana temiendo en un suspiro por mi salud mental. Dudo que lo haga, al fin, porque ya me conoce y está habituada a montajes como éstos. De pronto me hago el muerto, o me pongo una máscara y salto de la nada para darle un sustazo, o le escondo sus cosas sin motivo, o me invento una falsa desazón tan sólo por el gusto de envolverla y arrebatarle una de las sonrisas sin las cuales sería ese escritor adusto y amargado que me he negado a ser desde que empezó el juego, o más exactamente desde que descubrí que no había marcha atrás porque el oficio ya me había elegido y el juego acabaría con la muerte. Mientras eso sucede, tengo algo que contar.

III. Idilium tremens

De cuando el “compañero paracaidista” todavía estudiaba para ser presidente de la República, pese a las estruendosas evidencias en sentido contrario.

Desde la alta montaña del idilio, el menor paso en falso topa de frente con un acantilado. Como si la hechicera de la sonrisa angélica despertara chimuela, gruñona y halitosa. Pero de eso se trata justamente este oficio. Claro que hay papanatas que al paso de los años no encuentran nada chueco ni inservible en las líneas de amor que una vez pergeñaron, sólo que esos jamás llegan a novelistas. No releemos lo que ya escribimos con el ánimo de aplaudirnos solos, sino al modo del ingeniero aeronáutico cuyo quehacer consiste en rastrear uno a uno sus probables errores. Cuestión de vida o muerte, pues al igual que ocurre con los aviones, un solo desperfecto puede ser suficiente para que una novela se nos venga abajo. Para colmo, lo que hoy es un acierto bien puede parecer más tarde lo contrario. Mañana, en dos semanas, el año próximo, eso nunca se sabe y menos todavía si se halla uno al principio, ya sea de la novela o, ay, de su carrera.

Lo cierto es que al principio no hay novela, ni quizá novelista. Existe, en todo caso, la desproporcionada presunción de que esas pocas páginas son el inicio de una larga historia, igual que a los románticos perdidos les toma diez minutos vislumbrar los hijitos que tendrán con el enésimo amor de su vida. A la imaginación le gustan los atajos, tanto como le estorba la realidad. La usamos cuando niños, sin el menor escrúpulo, y es un poco más tarde que le da por pasarnos la factura, no bien caemos prendados de nuestra fantasía y ésta nos hace ver como unos tristes cándidos.

Digo “nos hace ver” porque en mi caso, al menos, tenía la costumbre de andar por ahí ventilando mis idilios presuntos. “¿Ves a aquella guapota de la blusa verde?”, le preguntaba a algún amigo cercano. “Pues vela respetando, porque va a ser mi esposa”, disparaba enseguida, con aplomo de viejo meteorólogo. Y algo no muy distinto hacía con las primeras páginas de las novelas que luego terminaba por abandonar. Torpe y cobarde para la seducción, esperaba que la futura madre de mi prole cayera enamorada del autor de esas líneas en principio “perfectas”, y al paso de los días enclenques, paticojas, blandengues, crecientemente dignas de ir a dar a la hoguera junto con mi amor propio.

Hasta donde recuerdo, nunca obtuve de aquellas consultas imprudentes una reacción que me satisficiera. Elogio, duda, queja, risa o indiferencia terminaban sabiéndome a lo mismo. Quiero decir que me sentía un pelmazo, y muy probablemente se notaba. ¿Qué esperaba que viera mi prospecto de novia detrás de aquellos párrafos que quizás escondían más de lo que mostraban? ¿Los primeros ladrillos de la casa donde seguramente nos reproduciríamos? He perdido la cuenta por igual de las páginas truncas y las futuras madres de mis hijos que dejé en el camino del delirio, sólo sé que unas y otras se peleaban dentro de mi cabeza por ganar el total de mi atención. Cosa muy complicada para quien rara vez lograba concentrarse cinco minutos en el mismo tema. Ni lo intentaba, aparte, y eso bien lo sabían los profesores, que todavía en la universidad debían lidiar con mi entraña de niño malcriado, pues no sólo vivía distraído de pizarrón y clases, sino además hacía cuanto podía por robar la atención de mis compañeros, y más exactamente la de mis compañeras.

Jamás fue la Universidad Iberoamericana el sitio ideal para estudiar una carrera como Ciencias Políticas, pero en mi personal escala de valores la excelencia académica iba siempre detrás del magnetismo propio del sexo opuesto, y en tal renglón la Ibero nunca tuvo rival. Por si eso fuera poco, la fortuna me había hecho objeto del honor de formar parte de una generación rebosante de mujeres hermosas. Fue por ellas, también, que devoré y glosé con absoluta entrega las primeras lecturas. De El príncipe a El estado y la revolución, dediqué a mis trabajos escolares un esmero que habría rivalizado con aquellos embriones de novela que venía intentando, según yo formalmente, desde que empecé a usar rasuradora.

Durante el primer mes de la carrera estuve —cosa nunca antes vista— entre los cuatro o cinco alumnos destacados del salón. Tal como me propuse algunos meses antes de inscribirme, conservaba la sincera intención de hacerme presidente de la República. Me imaginaba hablando ante las multitudes, y unas horas más tarde trabajando en otra de mis novelas, pero no había llegado al tercer mes cuando esa fantasía comenzaba a hacer agua. Me seguía llamando la atención la idea coquetona de adueñarme de un podio, no así la perspectiva de tener que enfrentarme a un escritorio y alquilarme como administrador. Sólo cuanto cupiera en una gran película merecía una pizca de mi atención, y de eso se encargaba también mi amigo Morris.

Nadie mejor que aquel compinche de la prepa había tenido una vida —es decir, una infancia— digna de ser filmada. Era, además, un vagazo irredento. Hijo de un millonario mundialmente famoso, aspiraba asimismo a ser magnate y emular las hazañas de Rico McPato. Para su desconsuelo, sin embargo, el padre había muerto un par de años atrás y la mamá le soltaba el dinero a cuentagotas. Se le veía a diario lejos de sus salones de clase y con frecuencia de visita en los míos, por aquello de las compañeritas.

Fue él quien tuvo la idea de hacer algún dinero plantando una ruleta en la cafetería de la universidad. “La casa siempre gana”, decía, con certeza de wise guy de Las Vegas. Por mi parte, en honor a los jesuitas que administraban la institución, me permití bautizar el garito como Casino de Jesús. Y así empecé también a faltar a las clases, amén de irme ganando la fama disoluta que muy dudosamente ayudaría a proyectarme entre mis compañeros como ese mandatario que todavía ocupaba un lugar en mis sueños.

A lo largo de tres gloriosas semanas, los ingresos del Casino de Jesús fueron más que bastantes para llevar vida de sibaritas. Ello, más la experiencia que habíamos ganado pagando una bicoca en los supermercados a cambio de incontables botellas de champaña (yo les cambiaba el precio, Morris iba por ellas diez minutos después), nos permitía alimentar el guión de la road movie que día a día protagonizábamos. “Vida de novelista”, me decía yo en secreto, como quien lanza un guiño a la fortuna y da la espalda a sus hechos y dichos. Porque a decir verdad nada rivalizaba con la adrenalina que te invadía el cuerpo cuando venías huyendo de una patrulla y haciendo buches de Dom Pérignon, entre emoción, horror y risotadas. Ninguno de los dos habría confesado que la universidad, y de paso el mañana, le importaba una cáscara de pepino, ante tantos semáforos en rojo que era urgente brincarse sin el mínimo asomo de contemplación.

—¿Qué diría tu mamá, si supiera la ficha de hijo que tiene? —me burlé un día del prospecto de magnate—. Déjame adivinar: “¿Cuándo te ha faltado algo?”.
—Exacto, eso diría —concedió, muy sonriente—. Pero se me hace feo pedirle así nomás veinte mil dólares.

Demasiado odio es mi mirada sobre cómo han cambiado el mundo y las relaciones: Sara Sefchovich

sábado, noviembre 21st, 2020

Treinta años después de haber publicado el exitoso libro Demasiado amor, Sara Sefchovich vuelve con una continuación de esa historia, cuya protagonista, Beatriz, conocerá el vértigo de la violencia en sus formas más descarnadas y se entregará de lleno a ese mundo vacío y egoísta.

“Espero que los jóvenes encuentren en este libro un retrato de lo que es su mundo, y a lo mejor piensen que vale la pena cambiarlo”, comparte para Puntos y Comas la socióloga, catédratica, investigadora, traductora y escritora mexicana.

Ciudad de México, 21 de noviembre (SinEmbargo).- Treinta años después de haber publicado el exitoso libro Demasiado amor, la socióloga, historiadora, catédratica, investigadora, traductora y escritora mexicana Sara Sefchovich vuelve con una continuación de esta historia, cuya protagonista, Beatriz, descubre nuevos lugares y nuevas formas de relacionarse en Demasiado odio.

“Aunque la primer novela salió hace 30 años, entre ambas historias el tiempo que ha pasado es un cuarto de siglo. En aquella novela la protagonista vivía una historia de amor romántica, recorría el país que era México en ese momento, y terminaba teniendo una forma de vida complicada, con un negocio vinculado a relaciones afectivas y amistosas con hombres”, explica en entrevista la autora para los lectores que no ubican el libro de 1990.

“En esta continuación, el negocio de Beatriz fracasa y ella quiere volver a recorrer el país. Decide entonces recorrer el México de hoy y, por la historia de amor que va a vivir, termina también conociendo siete países con su amor, y describiendo cómo ve estas otras ciudades a las que va”, detalla la autora de catorce libros y múltiples artículos en periódicos y revistas.

La sinopsis de este nuevo libro reza: “En sus andanzas por cuatro continentes, Beatriz conocerá el vértigo de la violencia en algunas de sus formas más descarnadas, y se entregará de lleno a un mundo que recompensa los actos más vacíos y egoístas y castiga la inocencia y la solidaridad”. Sobre estos temas, le pregunto a Sara por qué le ha interesado retratar el rostro más oscuro del ser humano…

“No es que a mí me haya interesado; le interesó a mi protagonista, ella me fue guiando. Yo voy detrás de Beatriz y es ella la que decide adónde ir, qué es lo que quiere escribir y qué es lo que quiere ver de cada zona que visita. En algunos lugares ella pasea y observa las formas en las que viven las personas o las cosas que le llaman la atención: los mercados, las tiendas, las calles. En otros lugares, se encuentra con violencia, con situaciones difíciles, con personas que sufren. Pero no tiene nada que ver conmigo, yo solamente voy detrás, viendo lo que a ella le sucede”, asegura Sefchovich.

Le pregunto también si sus personajes intentan buscar el sentido en medio de las circunstancias más oscuras. La escritora mexicana confiesa: “En realidad mis personajes no intentan recuperar nada, ellos simplemente van aceptando lo que se les presenta. Beatriz hace una que otra comparación o tiene algún recuerdo de momentos pasados, pero ni ella ni su acompañante piensan que hay que recuperar algún pasado, sino que hay que vivir el presente. Sobre todo así actúa el personaje más joven, que no tiene ningún conocimiento de lo que podría ser México o el mundo en otros momentos; ese es el mundo que conoce y para él es completamente natural moverse en ese mundo y Beatriz va con él. Ellos no están pensando en que hay que regresar o caminar hacia algo, viven cada día como lo pueden vivir en cada lugar y en cada situación con lo que hay. Algunas veces con mucho gusto, alegría y diversión; otras veces con tristeza, culpa, dolor o arrepentimiento, pero no se platean mucho más allá del momento”.

Sara Sefchovich, durante su participación en Mujeres de la Letra 2017, en el Palacio de Bellas Artes. Foto: Tercero Díaz, Cuartoscuro/ Archivo

Sobre este libro, el guionista y escritor mexicano Guillermo Arriaga dijo que Demasiado amor lleva al lector “al lado luminoso de nuestro país”, pero Demasiado odio muestra su lado más oscuro y “cuenta la transformación radical del mundo desde el dolor y el pasmo, con una necesidad profunda por creer en el ser humano y en el amor, segundos antes de despeñarnos hacia el odio”.

Por otro lado, el autor Julián Herbert comentó que esta es una novela divertida e inteligente “que usa espectacularmente el pliegue de la farsa para hacer crítica social y cultural sin caer en el didactismo. Sus páginas son muy ágiles, llenas de humor negro y peripecias”. Me llama la atención este último punto, en el que coincido con Herbert, acerca del uso del humor para retratar y criticar la realidad. Sara comenta: “Los recursos literarios que uso en la novela son muy diversos, pero ciertamente uno de ellos es el humor. Otros elementos que uso son reiteraciones, sorpresas que de repente se llevan los protagonistas. Independientemente de los recursos, lo importante para mí es tratar de que llegue el mensaje que quiero transmitir: ¿Cómo se vive en el mundo de hoy? ¿Es la única manera en que se puede vivir?”.

“Son las sorpresas que nos da cotidianamente la vida a la vuelta de la esquina o en la puerta de tu casa; son las cosas que pueden pasarle a las personas comunes y corrientes, como somos la mayoría, que vivimos lo mejor que podemos las circunstancias. Los recursos, el lenguaje y la rapidez de mi narrativa tienen que ver con esos cambios, con esas realidades”, apunta.

Hacia el cierre de nuestra charla virtual, Sara enfatiza su interés en que el público más joven se acerque a su novela: “Espero que a los lectores les interese esta mirada sobre los cambios del mundo, sobre cómo ha cambiado el amor, cómo pueden ser ahora las historias de amor. Sobre todo que la gente joven, la que no ha leído aquella novela del 90 o no conoció ese México, se interese por conocer su entorno desde la perspectiva de mi nuevo libro”.

“Es para mi una esperanza que los jóvenes encuentren en este libro un retrato de lo que es su mundo, y a lo mejor piensen que vale la pena cambiarlo, o no, pero que se interesen en su realidad. No les puedo contar el final de la novela, pero es muy sorprendente y plantea decisiones que los seres humanos podemos tomar cuando el mundo no nos gusta. Vamos a ver si los lectores así lo consideran también”, concluye.

Sara Sefchovich Wasongarz nació el 2 de abril de 1949 en Ciudad de México. Se licenció en Sociología en 1977 en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y en 2005 obtuvo un doctorado en Historia de México en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma universidad, donde también ha impartido clases. Es investigadora de la UNAM desde 1973 y del Conacyt desde 1985.

Publica una columna en el periódico El Universal desde hace más de veinte años y también ha colaborado para los periódicos La Jornada y Reforma. Participó en el noticiero Monitor de 1996 a 1998 en Radio Red, y de 2002 a 2006 en Radio Monitor. En 1992, Sefchovich fue cofundadora del Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE).

Es autora de las antologías: Mujeres en espejo. Antología de narradoras latinoamericanas del siglo XX Vol I (1983) y Mujeres en espejo. Antología de narradoras latinoamericanas del siglo XX Vol II (1985). Su primera novela, Demasiado amor, publicada en 1990, la hizo merecedora del Premio “Agustín Yáñez” y fue llevada al cine en 2002 bajo la dirección de Ernesto Rimoch y protagonizada por Karina Gidi y Ari Telch.

Para que te adentres un poco más en su más reciente título, a continuación te compartimos un fragmento de Demasiado odio. Cortesía otorgada bajo el permiso de Océano.

***

1

Querida Beatriz,

México no es para ti, México ya no es para nadie. Por favor piénsalo bien, por favor ¡no se te ocurra venir!

No cabe en mi cabeza que te quieras salir de ese país hermoso en el que naciste y en el que tienes hecha tu vida, para instalarte en éste en el que todo está muy revuelto. Te lo digo yo que lo recorrí de punta a punta, que fui feliz por sus caminos y senderos y playas y mares y ríos y montañas y ciudades y pueblos, te lo digo porque hoy ya no se puede ir a ninguna parte, nunca sabes lo que te puede suceder ni quién se te va a atravesar.

Y menos cabe en mi cabeza que te quieras quedar con mi negocio. Te lo digo yo que fui feliz con los muchos clientes que tuve, con sus historias de dicha de frustración de miedo de aventura de secreto, y te lo digo porque hoy ya no son ésos los que llegan, y nunca sabes quién se te va a atravesar ni lo que te puede suceder.

Si no cerré, es porque no puedo dejar de trabajar, no tengo a dónde ir ni cómo ganar dinero para comer. Lo que había guardado durante toda mi vida, se perdió cuando el gobierno acusó de lavado de dinero al banco en que lo tenía depositado y lo intervino como dijeron en la televisión, pero a los ahorradores no nos devolvieron ni un centavo de lo nuestro.

Lo que me salvó fue un cliente que decidió protegerme. Yo lo conocía, pues cuando era muchacho y sin un centavo, lo inicié en las artes amatorias aunque no me pagara, sólo porque me inspiraba ternura. Él se quedó con buen recuerdo de mí y cuando se hizo rico, regresó. En adelante yo voy a mantener este lugar y voy a mantenerte a ti dijo. Y así fue. Puso dos tipos con pistola en la puerta y se convirtió en mi único visitante.​

Hasta que un día no volvió más.

Fue entonces, cuando estaba yo tratando de reorganizar mi vida y de retomar mi trabajo, que apareciste tú. No puedo olvidar la cara de sorpresa que pusiste al verme y ver el departamento, seguro que imaginabas todo de otra manera, seguro creíste que las cosas seguían siendo como las leíste en mi cuaderno, sobre el hombre amado el país amado los clientes mi vida y hasta sobre mi apariencia. Y es con esa idea que pensaste que podrías repetir mi historia. Pero como te digo, eso es ya imposible.

Así que por favor, no vengas para acá, no vengas a México.

2

Sobrina adorada,

Vengo entrando del aeropuerto. Acabo de encontrar el sobre que dejaste encima de la mesa y casi me desmayo. ¡Tanto dinero sólo para mí! ¡Y un boleto de avión para irme a la playa!

He llorado mucho, demasiadas emociones se me juntaron. Gracias a ti podré dejar atrás esta vida, gracias a ti podré cerrar para siempre la puerta detrás de mí. Mientras escribo estas palabras, tú vas por las nubes cruzando el mar, y quién sabe en qué estás pensando.

Hace muchos años le escribí una frase como ésta a tu madre, cuando se fue para Italia a cumplir nuestro sueño de poner allá un hotel, y yo me quedé en México para conseguir el dinero con el cual llevarlo a cabo.

Pero sucedió que nunca la seguí. Ella se casó y vivió allá hasta su muerte y yo me quedé acá porque me enamoré de un hombre con el que viví una pasión tal, que de sólo recordarla aún me estremezco, y con el que conocí y aprendí a amar cada rincón de mi patria.

Entonces no imaginábamos lo que serían nuestras vidas, mucho menos que nunca nos volveríamos a ver. Y peor todavía, que hasta perderíamos todo contacto.

Catorce años han pasado desde la última vez que tuve comunicación con mi hermana. Tú eras una niña y ahora eres una mujer que casi me provocó un infarto cuando te me paraste enfrente, tan parecida a ella. Fue como si el tiempo no hubiera transcurrido o la muerta hubiera regresado de su sepulcro.

Te escribo para darte las gracias por haberme venido a visitar, las gracias por los días maravillosos que pasamos juntas, las gracias por contarme sobre ella, sobre su vida buena y su muerte tranquila, con todo y que tenía esa terrible enfermedad, las gracias por ser como eres, y las gracias por hacerme ver lo importante que es escribir, porque algún día, en alguna parte, alguien lo leerá y tal vez eso servirá para un encuentro un reencuentro un cambio, como me sucedió a mí contigo.

Me parece increíble que te hubieras acordado de tu tía, con todo y que nadie te habló nunca de mí. Me emociona pensar que allí siguen las hadas buenas que siempre me han acompañado. ¿Te imaginas si no hubieras encontrado el cuaderno que alguna vez le mandé a tu madre diciéndole que era para ti? ¡Fue un milagro que ella no lo destruyera con todo y lo muy enojada que estaba conmigo!

Tal vez lo que sucedió es que quería conservar algún recuerdo de mí, aunque fuera escondido en el último rincón de la casa, como dices que estaba cuando te topaste con él.

También es un milagro que hayas sido tú quien lo encontró y no alguno de tus hermanos, porque a saber lo que habría pasado de caer en sus manos. Por lo que me platicaste, no son muy dados a guardar nada, así que menos lo habrían hecho con unas viejas hojas de papel escritas a mano por alguien cuya existencia ignoraban.

Quiero que sepas, aunque no me alcancen las palabras para expresarlo, lo grande que es mi cariño por ti y lo grandes que son mis deseos de lo mejor para ti, adorada sobrina y ahijada, que llevas mi nombre, el que te pusieron por el amor que me tuvo mi hermana y por el que las dos le tuvimos a nuestra madre.

Estas líneas son las últimas que te escribo. Muy pronto mi viaje habrá de comenzar. Te prometo que seguiré escribiendo todo y que algún día te haré llegar el nuevo cuaderno. Tal vez lo querrás leer y quizá hasta servirá para que nos volvamos a ver, si las hadas buenas me siguen acompañando.

Te mando mil besos.

3

Necesito contarte algo para que entiendas por qué no quiero que vengas a México: me preparaba para irme, empacando algo de ropa y algunos recuerdos, cuando se presentó en la puerta uno de los empistolados que siempre acompañaban a mi excliente, ése del que te platiqué que me tuvo en exclusiva para él y que luego desapareció sin dejar rastro. Y así sin más, se me vino encima y me empezó a golpear. Entrégueme usted los billetes que le mandó mi jefe gritaba furioso, los que le trajo mi compañero que cuidaba conmigo su puerta, los necesito ahorita mismo.

¿De qué dinero hablaba? No tenía yo la menor idea. ¿Y por qué me lo pedía de manera tan violenta? Tampoco tenía yo la menor idea. Pero no dije ni una palabra, porque sabía que cualquier cosa que dijera en lugar de calmarlo lo alteraría más.

Me esculcó toda, volteó de cabeza los pocos muebles que quedaban, rajó con una navaja el colchón y el sillón, abrió cajones y puertas del armario y la cocina, hasta que se percató de que no había lo que buscaba. Yo estaba segura de que me mataría, pero lo que hizo fue sentarse en 18 la cama, cabizbajo y desolado. Y se soltó hablando: necesito de verdad ese dinero, necesito independizarme, ser mi propio jefe, dejar de obedecer a otros. Voy a formar un grupo que hará muchas cosas pequeñas, de esas que nadie tiene tiempo ni ganas de perseguir y que me harán rico en muy poco tiempo.

Pero la emoción con que explicó eso se convirtió de repente en enojo. Se puso de pie y se me acercó tanto, que creí que empezaría otra vez a golpearme. Pero no fue así, sólo siguió hablando: mire señora, si no me lo entrega tendré que matarla. Y no quiero hacerlo porque usted no me desagrada, nunca fue grosera conmigo. Así que mejor flojita y cooperando. Y otra cosa: debe largarse ahorita mismo de acá, porque yo me voy a quedar a vivir en este lugar.

Debo de haber puesto cara de sorpresa porque dijo: ni modo que toda su vida se va a quedar en el mismo sitio. Seguramente está absolutamente harta de eso. Otra vez no dije ni una palabra, porque después de todo, ese departamento no era mío y además ya estaba por irme, pero también porque sabía que cualquier cosa que dijera en lugar de calmarlo lo alteraría más.

El momento fue difícil, pero el sujeto por fin se fue. No te imaginas el estado de nervios en que quedé. Afortunadamente Dios es grande y el tipo no se dio cuenta de que el dinero que tú me habías dejado, estaba encima de la televisión, envuelto en la vieja mascada que me había regalado mi primer novio, una que no me quitaba nunca, aunque él se burlaba y decía que parecía yo retrato, diario con lo mismo.

Pero entonces tuve clara conciencia de que mi decisión era la correcta. Porque si antes lo dudaba, ahora estoy segura de que no podría seguir en este negocio, y si antes lo dudaba, ahora estoy segura de que no podría soportar más esta vida mía que había sido el paraíso, pero ahora ya era nada más y todo el tiempo el infierno, el puro infierno.

Tejer la oscuridad es una distopía que ya empezó. Debemos buscar otra forma de vivir: Emiliano Monge

sábado, noviembre 14th, 2020

“Los sistemas políticos, económicos y religiosos están mostrando un agotamiento. El neoliberalismo, la distopía que nos tocó vivir, está también tocando su fin. El punto de no retorno del cambio climático se acerca. Nos agotamos una forma de estar en el mundo, tenemos que buscar otra. Lo que yo buscaba con mi novela es la cercanía, pero no quiero ser pesimista: este libro empieza en una distopía y avanza hacia la utopía”, opina Monge en entrevista acerca de su última novela.

Tejer la oscuridad relata la diáspora que emprende un grupo de jóvenes en un mundo desolado, donde la humanidad se ha duplicado y se vive una guerra global. Buscan un nuevo lugar donde rendir culto a sus dioses, enhebrar un nuevo lenguaje y habitar la oscuridad. La trama reinventa nuestra idea de individuo y colectividad, de la memoria y el lenguaje; deja que resuene en sus páginas el eco de libros antiguos y de diversas formas de escritura olvidadas.

Por América Gutiérrez Espinosa

Ciudad de México, 14 de noviembre (SinEmbargo).- Después de leer Tejer la oscuridad ya camino con la fijación de conocer la posición absoluta o relativa del punto en la superficie donde me muevo, sobre todo, ahora que nos movemos menos. Me consuela saber que el punto de encuentro es la librería, que aunque nos separen dos metros, coincidimos en las mismas coordenadas.

Conozco a Emiliano de antes, porque trabajamos junta un extinto grupo editorial llamado Random House Mondadori. Nos sentamos a poco más de metro y medio uno del otro, nos emociona estar rodeados de libros, los ojos nos brillan por encima de nuestros cubrebocas. Ya estamos a una distancia segura que nos permite sostener una conversación tal como la pandemia manda.

—Qué bien se siente estar en la librería, estar contigo y hablar sobre tu nueva novela.

—Siento lo mismo. Muchas gracias por la invitación a Librerías El Sótano. Después de tantos meses, feliz de estar en una librería, de ver cómo ha cambiado, cómo cada vez está más desbordada de libros de fondo, que es lo que hace que las librerías sean librerías en serio y no vendedores de novedades. Entonces, muy contento, de verdad, muy contento.

—Eres autor de dos libros de cuentos: Arrastrar esa sombra y La superficie más honda; las novelas Morirse de memoria, El cielo árido, Las tierras arrasadas, No contar todo. La más reciente Tejer la oscuridad. Desde el epígrafe el lector siente que se enfrentará a una novela diferente… comencemos por el título, ¿cómo lo decidiste?

—Fíjate que me pasó una cosa muy curiosa hace unos días. Me escribió un lector que me hizo darme cuenta de algo que no había notado. Me preguntaba por qué todos mis títulos eran tres palabras, salvo La superficie más honda. Yo nunca había caído en cuenta. Incluso cuando lo leí dije “no puede ser”, empecé a repasar con la mente cada título y sí… todos son tres palabras. Qué obsesivo soy. Es casi un trastorno obsesivo compulsivo ponerle tres palabras a todos los títulos. Esto me sorprendió, en primera por no haberme dado cuenta yo, y después el asunto de cómo refleja la obsesión que tengo con lo conciso. Un poco como lo que me dices del epígrafe, ¿no?

Yo me acuerdo cuando leí Zama de Antoni di Benedetto, el epígrafe me sacudió, más que un epígrafe es una dedicatoria. Así como el primer libro que te hizo leer de corrido, de principio a fin sin parar, hay un primer libro que te hizo ver que existe otro tipo de literatura. El libro dice: “A todos los que han sido víctimas de la espera”. Y en ese sentido, me gusta que el título más que contarte la historia, te permita entrar en una temperatura, en unas tonalidades, en una cosa como el pantone que habrá dentro de la novela. El título en este caso responde más puntualmente a dos cosas: a la historia, a un grupo de niños que crecen, que después se reproducen, que se vuelven un grupo, una comunidad que va buscando la oscuridad. Va huyendo de la luz, digamos, después de un cataclismo mundial.

—De acuerdo con el diccionario de Oxford, tejer es “pasar un hilo repetidamente con distintas combinaciones hechas con el mismo para formar un tejido”. Tú tienes una advertencia: no es solamente el epígrafe.

—Expliqué la parte de la oscuridad y ahora toca la de tejer. El libro tiene, además del epígrafe, una advertencia. El quipu es un sistema de escritura inca que durante muchísimo tiempo, hasta hace muy poco de hecho, se pensó que era sólo un sistema para llevar cuentas, y se pensaba por lo tanto que los incas (porque nunca se había encontrado) no tenían un sistema de escritura. Lo cual era muy confuso porque, ¿cómo una civilización que había construido una visión del mundo como lo hicieron los incas, no hubiera tenido una escritura? Se descubrió que los quipus son un sistema de cuentas y de escritura.

Nos costó mucho entender que era un sistema de escritura porque estamos acostumbrados a leer con un sentido, que es la vista. Resulta que para poder leer los quipus y comprender que eso es una escritura, se necesitan muchos más sentidos. Siendo una escritura multisensorial, se necesita el olfato, el tacto; ver cómo está hecho el hilo, oler de qué fibra es, tocar para saber si el nudo está hecho hacia la izquierda o hacia la derecha. Se necesitan todos los sentidos para poder relacionarse con ellos. Y eso tiene que ver con la búsqueda de todos los personajes en la novela de un nuevo sistema de escritura, un nuevo lenguaje, una nueva manera de nombrar el mundo.

—Hablemos del cambio de género literario. Vienes de un libro, No contar todo, en el que hablas de la relación de tres generaciones: tu abuelo, tu padre y tú. Escrito con la mayor sinceridad posible o con la sinceridad que pudiste soportar. Ahora tenemos una novela un tanto inclasificable, además algo premonitoria…

—No es casual que venga después de No contar todo, que quizá es uno de mis libros que más concesiones tiene hacia el lector, aunque también exige, por supuesto. Después de haber escrito un libro donde la historia estaba dada, y que por lo tanto yo trabajaba como esclavo de la historia, me tocaba escribir un libro en el que yo fuera esclavo de la forma. Y eso obviamente después el lector lo va a encontrar así como lo estamos diciendo. Pero yo creo que responde más a mi necesidad de hacer algo completamente distinto.

Por eso puedo pasar de unos primeros libros tan psicológicos, tan intimistas, a unos sobre la violencia política, social, y económica de México, después a una cosa autobiográfica y después a esto. Trato de hacer cortes porque necesito que la escritura sea un reto, sea un desgaste, una frustración y una lucha. En enero hice las últimas correcciones, pues el libro iba a salir por ahí de mayo… Y ya sabemos lo que se nos vino encima. No sabes cómo lo he pensado y lo difícil que ha sido para mí responderme. Son distintos pero al final, si lo piensas, también tiene un tema en común que es la familia. La idea de cómo la familia deforma al mundo, uno desde la intimidad y el otro quizá desde fuera, desde la descomposición de la familia.

—Varias frases oprimen el corazón: “Esos fueron los años más difíciles del mundo. Los que pasamos escondidos al interior de las montañas”. Ahora, nosotros también estamos saliendo un poco de noche, cuando no hay nadie. Mencionaste que en este relato vas de la distopía hacia la utopía, pero creo que es pertinente referirse a la entropía, que se ocupa de las grietas que marcan los desórdenes en los sistemas y que son insoportables. Es un libro muy fuerte para el confinamiento, para los que apenas estamos asomándonos a la luz.

—No sé cómo se habría leído el libro sin la pandemia. Un poco entre broma y verdad, Andrea Montejo, que es mi agente, me decía hace unos meses: “Cabrón, ¿te das cuenta?, iba a ser tu libro más hermético y va a acabar siendo casi de autoayuda”. Que sí es un poco gracias a la pandemia. Este libro en particular tiene una exigencia distinta a la de los otros libros precisamente porque hay que leerlo con la totalidad de los sentidos. Pero además los sentidos entendidos como siete, ni siquiera como cinco. Nuestra relación con el tiempo es un sentido y se nos olvida, por ejemplo. Y el lenguaje es otro sentido. Después de que asistimos a la primera parte de la novela, que es la más ardua, exige más atención y vemos el mundo destruirse, hay una segunda parte en la que todos salen de las cuevas y empieza la re-habitación del mundo y se asume que somos nómadas no sedentarios y hay toda esta marcha…

No es solamente un ir y venir por ese mundo destruido, sino también ir descubriendo el renacer de ese mundo y cómo el problema de ese renacer seguimos siendo los seres humanos aunque seamos los responsables de salvarnos como especie. Y ahí sí, se meten las grietas. Que además es curioso porque son las grietas de nuestras contradicciones, que al mismo tiempo son las cosas que damos por hecho siempre. Cuando pensamos en cambiar el mundo, quizá lo que debe cambiar es el concepto de familia. No pensamos que lo que tenemos que cambiar quizá es la idea de amor, de amistad. Estas ideas que damos tan por sentadas es donde deberíamos empezar a rascar, a quitarles luz y comenzar a buscar la oscuridad que hay detrás de ellas.

—Nos ubicas en un futuro no muy lejano ¿es 2029? Estamos una especie de cuenta regresiva hacía la destrucción del mundo como lo conocemos. Gobiernos colapsando, el sentido de comunidad se va perdiendo…

—Y no solo los gobiernos, los sistemas políticos en general, los sistemas religiosos; todos están mostrando un agotamiento. Obviamente los sistemas económicos: el neoliberalismo, que es la distopía que nos tocó vivir, está también tocando su fin. Hay muchos síntomas para pensarlo. Pero sobre todo, lo que yo buscaba con la temporalidad (y qué bueno que lo mencionas porque eso ha pasado muy desapercibido en las entrevistas y en las conversaciones que he tenido sobre el libro) es la cosa de la cercanía. Es una distopía, pero que empieza ya.

De algún modo tenemos que llamar la atención sobre, por ejemplo, que el punto de no retorno del cambio climático está ahí entre el 2028-2030. El punto en que ya no se va a poder hacer nada si seguimos como vamos. Ve el mundo que les dejamos a las siguientes generaciones. ¿Por qué van a querer estar en ese mundo que destrozamos, que no es más que un lugar peligroso, cuando pueden estar en ese otro mundo? ¿Qué les vamos a decir? ¿De verdad tenemos cara para decirles que se salgan cuando lo que les dejamos es mucho peor? Tenemos que tomar consciencia. Nos agotamos una forma de estar en el mundo, tenemos que buscar otra. Este libro empieza en una distopía y avanza hacia la utopía; no quiero ser pesimista. 

—Este sentido de irreversibilidad, de destrucción, de anarquía, está muy presente en el libro, pero también de renacimiento, de la memoria, los recuerdos, el libro y la escritura. Siendo que habla de libros antiguos, la búsqueda de la forma literaria tiene como soporte esencial el impreso (si lo lees en digital, no ves la distribución del texto en la página). Es pues, un libro sensorial, como tú dices, que se lee de muchas formas…

—Qué bueno que dices lo del formato porque nos costó muchísimo trabajo. No estoy en contra del libro digital, pero creo que hay libros que deben permanecer en papel, además de que todos deben estar en los dos formatos. Creo que hay libros que sólo pueden estar en papel y este es uno de ellos; la composición de la página fue muy compleja, está pensada para que no se mueva de ahí. El libro en papel es una tecnología acabada. Es como la cuchara, “hazme una cuchara mejor que la cuchara”, no se puede. Hazme un libro mejor que un libro en papel. No se puede. El libro digital es una solución y ayuda cuando estás en un lugar donde no puedes conseguir libros o cuando sufres dislexia, pero es una tecnología inacabada. Todas esas cosas son prácticas para el lector pero no para el libro.

—Tu escritura es compleja, de múltiples capas, pero nunca caótica ni ininteligible. Este no es un libro fácil, pero se puede leer, entender muy bien y tiene una historia que está contada con una estructura singular. Entonces, ¿esto es una defensa, un manifiesto? ¿Qué es este libro después de No contar todo?

—Para empezar, yo creo en la literatura que le exige al lector. No creo que exista la literatura difícil, pero sí la literatura exigente. Con “exigente” no me refiero ni siquiera a un asunto de inteligencia, porque la literatura por suerte salva eso. Me refiero a un asunto de tiempo. Yo creo que la literatura no es algo que escriba el escritor ni que lea el lector. Es algo que sucede en la conjunción de la escritura y la lectura. Por supuesto que hay autores que exigen más que otros. Finnegans Wake exige el noventa por ciento del lector. Hay que estar dispuesto como lector, pero si lo estás, te la vas a pasar muy bien y te vas a divertir mucho. Efectivamente es un libro que exige; sobre todo la primera parte, después la segunda parte es muy distinta, y la tercera quizá vuelve a exigir un poco, pero no tanto como la primera. De tu pregunta, no creo que sea un manifiesto.

—En esta estructura coral, ¿el lenguaje y la memoria son personajes?

—Ellos buscan ese pasado, otros dioses, otra idea de comunidad, de individuo, de oralidad y otra idea del lenguaje. Empieza el camino hacia una nueva civilización, con dos herramientas fundamentales: el lenguaje y la memoria. El libro dialoga con el Popol Vuh, con el Chilam Balam y con la Visión de los vencidos, que es lo que ellos llaman los libros antiguos o los “libros negros”. El libro que estamos leyendo nosotros es el libro que están escribiendo ellos. Van prohibiendo palabras entre ellos, y entonces desaparecen del libro porque van también prohibiendo sentimientos para erradicarlos y poder generar unos nuevos. Entonces el idioma primero se llena de huecos, se va deshilachando, digamos; y después tienen que encontrar la manera de re-hilarlo, de tejerlo a partir del silencio y con la idea del quipu.

—¿Qué proyectos tienes en marcha?

—Entre terminar un libro y empezar otro, nunca había pasado tanto tiempo. Pero me refiero a empezar la escritura, en la cabeza sí lo tengo. Me ha costado porque lo que estoy planeando tiene que ver con la locura y cómo se pueden heredar ciertos miedos. Tiene que ver con la historia de mi madre y tiene que ver con ser mujer a finales del siglo XX en México. También tiene que ver con mi abuelo que era psiquiatra y fue director de La Castañeda; trabajaba con locos y fue uno de los peritos médicos para el juicio a Goyo Cárdenas. Después mi mamá dedicó toda su vida a trabajar con niños con diferentes capacidades. Entonces todavía lo tengo muy vago, pero tiene que ver con la idea del caos y la consciencia. No me he sentado a escribir, y yo creo que tiene que ver con la pandemia, con que es difícil concentrarse, y también con que este último libro me dejó agotado. No me gusta apresurar las cosas. Sé que mientras está en la cabeza ya empezó la escritura, pero todavía no empieza el vaciado de esa escritura.

—Para despedirnos, durante estos meses de aislamiento social por emergencia sanitaria, nos dimos cuenta de la importancia de los libros cuando nos cerraron las librerías. ¿Cómo lo viviste tú?

—Nos agarró en jaque a todos esta situación. Estuvimos muy encerrados y con muchas cosas a las que no podíamos acercarnos, entre ellas las librerías e hicieron mucha falta los libros en las casas. Que no nos vuelva a pasar. Hay que aprovechar estas semanas que vienen para hacernos de bibliotecas, para comprar los libros que podamos porque el invierno va a ser otra vez muy encerrados y tendremos que aferrarnos a lo que nos pueda acompañar en la soledad, y lo mejor que nos puede acompañar en la soledad son los libros. Ya nos dimos cuenta todos de que Netflix se agotó, se agota en dos o tres semanas. Y ahora que puedo ver, no hay nada. Y las bibliotecas no se agotan, las librerías no se agotan. Entonces hay que tratar de aprovechar eso.


América Gutiérrez es Coordinadora de contenidos de Librerías El Sótano. Ha trabajado para Discovery Channel LANat GeoA&E, IMER y Penguin Random House. Siempre se pregunta: ¿en qué se parece un cuervo a su escritorio? Actualmente estudia las leyes que rigen las excepciones.

“El beso revive las cosas”, dice José Carlos Mireles acerca de su nuevo libro Narraciones del Viento

miércoles, septiembre 18th, 2019

A través de varias historias que se van entrelazando, el viento le explica a Erika, con la voz de su bisnieto, el origen del beso, la risa, la naturaleza y los humanos.

José Carlos Mireles Charles cuenta que su interés por la narrativa lo ha acompañado desde siempre, a pesar de haber estudiado contaduría y auditoría en San Luis Potosí, pero no pudo dedicarle el tiempo a la creación literaria como a él le hubiera gustado, hasta su jubilación.

Por Mauro Marines

Ciudad de México, 18 de septiembre (Vanguardia).- José Carlos Mireles Charles hizo su carrera en la UAdeC como docente y encargado de cultura en la Unidad Norte y aunque tuvo en ese tiempo la oportunidad de publicar un par de textos no fue sino hasta su jubilación en 2009 que pudo entrarle de lleno a esos proyectos literarios.

En entrevista con Vanguardia, el autor del libro Narraciones del Viento: El Beso (Caligrama, 2018) explicó que “ese libro se publicó en diciembre pero nada más estaba circulando en librerías de España y en la plataforma de internet pero después pedí libros y los traje de España para presentarlos en Coahuila con ayuda de la Secretaría de Cultura”.

Al respecto comentó que si bien comenzó siendo un libro para niños eventualmente su contenido, de acuerdo con algunos de sus lectores, es igual de rico y entretenido para cualquier edad.

Comenzó siendo un libro para niños, pero eventualmente su contenido fue igual de rico y entretenido para cualquier edad. Foto: Especial

La historia se desarrolla entre los cuentos que el viento le narra a Erika, con la voz de su bisnieto, para explicarle el origen del beso “y él le contará varias historias hasta llegar al nacimiento del beso y empieza a hablar de los tiempos en que las personas solo conocían el llanto para expresarse”.

“(Le habla) de la Montaña de la Nube Eterna; Del Transcurso acelerado del tiempo; del Congenalnte señor del hielo oscuro y su antípoda que hacía crecer instantánea vegetación y manejaba los vientos; de hombres metamorfoseados en simios de ojos líquidos y pajarracos agresivos. El viento también relata el surgimiento de las sonrisas primigenias y las primeras risas. Finalmente narra el nacimiento del beso”, comentó.

Explicó que las narraciones se van enlazando, conforme el Viento le cuenta a Erika los orígenes y las historias de muchas cosas de la naturaleza y la vida humana.

Sobre el origen mismo de este libro contó que hace mucho tiempo escribió un cuento “acerca del beso como algo que revive las cosas y reavivador también. En ese tiempo también empecé a hacer otro cuento en donde había un tiempo que hacía crecer instantáneamente la hierba y una serie de cosas, también manejaba los vientos”.

Su interés por la narrativa lo ha acompañado desde siempre, a pesar de haber estudiado contaduría y auditoría en San Luis Potosí. Foto: Especial

“Sin saber bien cómo se juntaron esos dos cuentos y a lo largo de como cuarenta años se le fueron añadiendo cosas y detalles”, agregó, “el escritor se arma así, y el cuento fue creciendo y se convirtió en ‘Narraciones del Viento’”.

Nos contó que su interés por la narrativa lo ha acompañado desde siempre, a pesar de haber estudiado contaduría y auditoría en San Luis Potosí —aunque posteriormente se graduó como maestro de Filosofía e Historia de las Ideas en Zacatecas— pero no pudo dedicarle el tiempo que le hubiera gustado a la creación literaria hasta su jubilación.

“Compuse canciones y después comencé a leer cosas, iba al cine y cuando me vine a estudiar la prepa en San Luis, estudié la carrera de contador público y auditor, me regresé a Monclova donde estuve trabajando en Altos Hornos y aparte seguí escribiendo, fui jefe de cultura en la Unidad Norte de la UAdeC”, contó.

“Siempre andaba haciendo demasiadas cosas y en lo poco que me quedaba escribía”, agregó, “y el tiempo que me quedaba como quiera saqué unos libros en los 80 y los 90 y apenas ahora estoy empezando a escribir como quiero”.

Mireles Charles presentó en Coahuila (como parte de una pequeña gira por Monclova, Torreón y Saltillo) el libro “Narraciones del Viento – El Beso” en la Librería En El Camino de Estudio 280, el pasado miércoles 11 de septiembre, a las 18:00 horas, donde contó con ejemplares para su venta.

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