Posts Tagged ‘Fernando Iwasaki’

Neguijón, la historia del terrible gusano barroco que carcomía dentaduras

domingo, noviembre 14th, 2021

Fernando Iwasaki habló con SinEmbargo sobre su novela Neguijón, publicada en 2005 y que es re-editada en México por Seix Barral, una historia de humor negro, y sobre que proyecta un gran dolor físico.

Ciudad de México, 14 de noviembre (SinEmbargo).– El escritor peruano Fernando Iwasaki investigaba los procesos de santidad en el Perú colonial, particularmente la historia de San Martín de Porres, cuando se encontró con el neguijón, un gusano “que carcomía la dentadura y que comenzaba la putrefacción del cuerpo que no paraba después de la muerte, sino que seguía devorando todo lo que quedaba de ti”.

“Las personas que iban a someterse al milagro dental de San Martín salían elogiando que nunca aparecían gusanos, neguijón o alimañas de la boca. Cada que me encontraba con eso me preguntaba qué son estas alimañas. Mirando en los diccionarios de la época —en el Covarrubias, en el Autoridades— me encuentro de lleno con el gusano”, compartió Iwasaki al hablar sobre su novela Neguijón, publicada en 2005 y que es re-editada en México por Seix Barral. 

El autor mencionó cómo le pareció maravilloso que el barroco en Europa y en América viviera absolutamente persuadido de la existencia de este gusano, al cual nadie había visto nunca. “Comprobé que era una criatura cuya existencia no estaba demostrada, pero que nadie dudaba de su existencia”, expresó.

Neguijón —como reseña la editorial— “es una novela histórica de humor negro, un relato precautorio sobre la salud y la suerte, y también acerca de que las ideas corrompen las mentes tanto como la enfermedad física hace con la carne”. 

Pero también es un texto que proyecta mucho dolor en cuanto a las descripciones que hace Fernando Iwasaki sobre los procedimientos que realizaban en el siglo XVII para hacer curaciones y extracciones tanto de la boca como del cuerpo.

En este caso, Iwasaki centra su narrativa en los procesos de extracción de todo tipo de dientes en los que incurre su personaje Gregorio de Utrilla, quien decidido a demostrar la existencia del neguijón no duda pasar por su silla de trabajo a varios conocidos que escapan con él de una cárcel en Sevilla y que por distintos azares se reencuentran en el Virreinato del Perú. Incluso, el sacamuelas intentará expoliar de su dentadura a una beata con tal de verse frente a frente con el gusano.

“Elegí el dolor de muelas porque es común entre hombres y mujeres, y también lo puede entender una persona del siglo XXI. El dolor de muelas no es ignoto, en algún momento de nuestra existencia todos hemos pasado por el sillón del dentista. Este dolor en concreto se prestaba más a la propuesta literaria”, compartió al respecto el autor.

La propuesta de Iwasaki abarca, además, la locura colectiva que se respiraba en una época, en la que existía un apego hacia las creencias místicas y fantásticas como la del propio neguijón, un aspecto que a decir del escritor peruano implantó la semilla de lo que después sería el realismo mágico latinoamericano; o cómo él escribe: “la mariposa hispanoamericana del realismo mágico, alguna vez fue un gusano barroco español”.

La portada de Neguijón. Foto: Cortesía Grupo Planeta.

***

—Neguijón es un texto lleno de dolor, humor negro y referencias al Quijote. Pero antes que todo. Sé que el texto condensa años de investigación, en ese sentido ¿de dónde proviene esta idea del neguijón, un gusano que es el responsable de la putrefacción de los dientes, junto con sus dolores y olores?

—Todo comenzó porque yo investigaba acerca de los procesos de santidad en el Perú colonial. Me interesaba saber por qué durante una coyuntura muy particular, que fue el siglo XVII, miles de habitantes de Lima iban indistintamente a declarar a favor de la santidad de alguien o en contra de los pecados o las blasfemias o los pactos con el demonio de otras personas. Es decir, me parecía una especie de un gran babel místico o supersticioso con una serie de habitantes de Lima entregados a ser notarios de lo maravilloso. 

Entonces, uno de los santos coloniales peruanos fue San Martín de Porres, que era un santo mulato, que trabajaba en un convento como barbero. Nunca fue ordenado sacerdote. Era un hermano lego, ni siquiera era fraile. Porque al ser un mulato, y además hijo ilegítimo, no era posible aceptarlo como sacerdote. Este hermano lego se convirtió en un hombre que hacía curaciones milagrosas. Cuando leí su proceso de beatificación, lo que más me sorprendió fue la cantidad de gente que decía que le sacaban las muelas sin dolor. Aparte de que las muelas podían estar tan podridas que ya salían con un toquecito, sin dolor es imposible. Lo que quiere decir que dolía menos que con otros. Eso ya es una categoría distinta. 

Ahí fue cuando empecé a tropezarme con esta idea del gusano. Las personas que iban a someterse al milagro dental de San Martín salían elogiando que nunca aparecían gusanos, neguijón o alimañas de la boca. Cada que me encontraba con eso me preguntaba qué son estas alimañas. Mirando en los diccionarios de la época en el Covarrubias, en el Autoridades me encuentro de lleno con el gusano. 

Sabiendo cómo se llamaba el gusano, fue mucho más fácil localizarlo en varios libros y además darse cuenta de que Quevedo habla de ellos, que en el Guzmán de Alfarache se habla de ellos y en muchísimas obras de teatro. Comprobé que era una criatura cuya existencia no estaba demostrada, pero que nadie dudaba de su existencia. 

Me pareció maravilloso que el barroco en Europa y en América viviera absolutamente persuadido de la existencia de un gusano que nadie había visto nunca, pero que se entendía que era el gusano que carcomía la dentadura y que comenzaba la putrefacción del cuerpo que no paraba después de la muerte, sino que seguía devorando todo lo que quedaba de ti. Me parecía maravilloso.   

—Uno lee con dolor tu texto. Si bien te absorbe la historia de cómo estos personajes escapan de la cárcel de Sevilla y se reencuentran en el Perú, en el fondo hay mucho dolor. ¿Vivir en el siglo XVII era un acto de dolor, un acto de redención?

—El siglo XVII era el siglo de la imitación de Cristo. Es decir, el siglo en el que los curas, predicadores y toda la Iglesia católica era barroca y había llegado a la conclusión de que los seres humanos nos salvavamos a través del dolor. Entonces cuando no se producía había que buscarlo. Ya de entrada eso es una buena muestra de que el dolor no era algo de lo que el ser humano huía como en nuestra época. El dolor estaba ahí. Además, la humanidad de entonces era doliente porque, por ejemplo, nosotros nos cortamos una uña o se infecta, le echamos un antiséptico y se acabó. Pero en esa época esa infección no se detenía, seguía y podían amputar una falange de un dedo. Luego se sumergía en cera derretida y la infección seguía. El dolor estaba constantemente presente. 

Elegí el dolor de muelas porque es común entre hombres y mujeres, y también lo puede entender una persona del siglo XXI. El dolor de muelas no es ignoto, en algún momento de nuestra existencia todos hemos pasado por el sillón del dentista. Este dolor en concreto se prestaba más a la propuesta literaria. El dolor de parto habría sido imposible. 

En este libro hay unos niveles. Está el nivel libresco, tratar de comparar lo que se cuenta en el Quijote y con otros libros del Siglo de Oro. Está el nivel del lenguaje, porque las palabras de esta novela provienen del vocabulario del Siglo de Oro, pero al estar construidas con una sintaxis contemporánea te permite más o menos entender de qué se está hablando. Luego están las láminas, las imágenes, que transportan a otro nivel de comprensión. Al ver una imagen y leyendo un episodio, imaginas ese instrumento en tu boca, lo que me interesaba. 

Pero estuve apunto de utilizar como personaje no a un sacamuelas, sino a lo que en esa época ya se llamaba un urólogo. Eso hubiera sido para ahuyentar a todos los lectores. Los urólogos del siglo XVI y XVII no sabían lo que era la próstata, entonces cuando los hombres llegaban a esa edad en la que costaba mucho más orinar, cuando orinar se volvía una misión imposible, en el razonamiento plástico del urólogo de la época algo obstruía el conducto. Si algo lo obstruía, había que perforar e introducían una serie de alambres, incluso recalentados, para abrirse camino y que la orina fluyera. Lo que provocaba esa intervención era devastador. Si hubiera elegido esto, el lector, sobre todo masculino, habría huido de este libro. Tampoco se trataba de eso. Llega el momento en que pierde la gracia. 

Lo he explicado en conferencias con las láminas correspondientes de los tratados de cirugía, cómo había que introducir los hierros candentes. Se escuchaban las risas nerviosas del público viendo esas imágenes. Pero controlas esa explicación. En una novela no, está el lector solo con la narración y con las láminas. Siendo el mundo de la dentadura un mundo delicado, porque a ninguno de nosotros nos gusta que nos manipulen los dientes y las muelas, no es para tanto como en el caso de los urólogos. Fue mucho mejor dejarlo ahí. Sin embargo, en esta novela hay un personaje al que le extraen una piedra de riñón. La descripción de esa operación es tal cual como aparece en los manuales de cirugía del siglo XVI y XVII. Es decir, una incisión en la zona perineal de tal manera que se pudiera meter una tenaza y sacar la piedra, con lo cual no solo salía la piedra. Salía de todo. 

—También haces una narración de las encarnaciones… 

—Sin entrar en mucho detalle, le llamaban las callosidades de la verga. Pero se refería a la próstata. En la novela no podía emplear la palabra próstata porque habría pasado a hablar de esta época. El narrador de esta novela está en siglo XVII y no sabe lo que es la próstata. 

—¿En aquel entonces se vivían momentos de locura colectiva o cómo entender este apego por las creencias místicas y fantásticas? 

—En esa época se creía que la finalidad de la vida debía ser escatológica, es decir, todos estábamos en este valle de lágrimas para ir al juicio final y enfrentarnos a la suerte eterna de nuestra alma, donde una gran mayoría se iba a condenar y una minoría se iba a salvar. 

Salvarse era imposible porque según la mentalidad barroca, lo más sencillo era pecar. No solamente por los apetitos, deseos y debilidades, sino que leyendo a Santo Tomás se descubre que podías pecar cuando trozos de la hostia consagrada se te quedaban en las oquedades de la dentadura. Cosa que era muy fácil por cómo eran los dientes en la época y porque las hostias del siglo XVI o XVII no eran como las contemporáneas con una simple lámina. En esa época eran galletitas. Eso hacía más difícil que te la pudieras pasar. Sin embargo, no podías masticarla como ahora. Se te quedaba de las maneras más diversas. 

San Agustín decía que solo podías tener acto sexual conyugal ocho veces al año; ocho veces con tu legítima o tu legítimo. Además, no podías experimentar amor exagerado porque pecabas de adulterio. Pecar era muy fácil porque, con ocho veces al año, a la tercera te vienes arriba y eres adultero de todas maneras. 

Era imposible no pecar. La conciencia de la condenación era tan grande que la creencia en el purgatorio como lugar intermedio estuvo a la orden del día. El mundo colonial latinoamericano se entregó a ese espíritu contrarreformista de la buena muerte. La buena muerte estaba orientada no a salvarte a la primera yendo al paraíso, sino al inevitable lugar intermedio que era el purgatorio. Todos tenían la conciencia de que al purgatorio se iban a ir porque era imposible no pecar. El barroco te preparaba para la eternidad, no para la vida diaria en este mundo en concreto.    

—Una de las historias que insertas en tu texto, es la de cómo el Marqués de Montesclaros promovió al Quijote en América. Además son constantes las referencias a la obra de Cervantes. ¿Qué tanto permeó en el Virreinato de Perú y de la Nueva España el Quijote?

—No sé si permeó, pero lo que fue evidente es que fue un libro importante. En esa época los que leían y los que escribían no eran muchos. Bastaba con que el Marqués de Montesclaros en la Nueva España o en el Perú tuviera un grupo de poetas a su alrededor para favorecerlos. Era muy sencillo que cualquiera de ellos escribiera. También era muy sencillo que cualquiera de ellos leyera a Cervantes, las vidas de santos, que estaban a la orden del día. 

Lo que es verdad es que la primera edición del Quijote se vendió muchísimo por el mundo colonial hispanoamericano. Llegaron muchos ejemplares a México, a Cuba, a Guatemala y por supuesto al virreinato peruano. En el caso del virreinato peruano hubo una especie de representación en los Andes en un pueblo que se llamaba Paria, donde se escenificó una carrera y dentro de esa carrera uno de los jinetes era Don Quijote.  Coincidió con la llegada del Marqués de Montesclaros, quien era un hombre con pretensiones literarias. Se sabe que le escribían sus poemas otros poetas que tenía a sueldo en la Nueva España, el Perú y otros en la Península. 

Imagino que el mundo de los poetas y escritores tuvo que haber sido muy parecido en todas las épocas, es decir, todos eran como el miedo a los animales de ser. Esta novela deliciosa mexicana donde te presentan el mundo de los escritores peleándose, haciéndose zancadillas, creando grupos de unos contra otros. Siempre ha sido la literatura eso. Góngora y Quevedo estaban así. Lope de Vega con otros autores dramáticos de la época estaban igual. Cervantes cuando escribió el Parnaso hizo un inventario de los que a él le parecían los poetas más sobresalientes y estaba toda la mediocridad literaria de la España de la época. No estaban los nombres más importantes. A lo mejor Cervantes tenía su propio canon o tenía a sus propios amigos. Todo es posible. Me parece divertido imaginarse que el mundo de las letras de esa época tenía las mismas trifulcas del mundo de esta época. Por eso intento que el Marqués de Montesclaros parezca una especie de mecenas interesado en favorecer a unos, recompensar a otros, tal como ocurre en nuestra época.   

—Sugieres y te cito, “la mariposa hispanoamericana del realismo mágico, alguna vez fue un gusano barroco español”. Es decir, ¿consideras que el barroco español, con todo este misticismo, historias fantásticas, como la del neguijón y demás, resultaron en las bases, en configurarse como el antepasado, de la narrativa del realismo mágico latinoamericano?

–Absolutamente. Me parece que el primer latido del realismo mágico en español es el descenso a la cueva de Montesinos del Quijote. Por eso es que incluyo el descenso, pero en las cuevas de Aracena en Huelva. Me imagino que García Márquez, Carpentier, Rulfo, Manuel Escorsa, José de la Cuadra, y cualquiera de los narradores latinoamericanos que han escrito en esta línea, habrían resultado compatibles con este episodio concreto de El Quijote. 

Lo que ocurre con ese episodio concreto es que dialoga con lo que nos encontramos en La Silva de varia lección, por ejemplo, de Pedro Mejía. O dialoga con cualquier tratado de medicina de aquella época, donde si te metías alguna semilla de cualquier fruto en la oreja germinaba y te crecía el arbusto. O si el semen del hombre caía en la tierra, nacería un animalito porque el semen del hombre tiene ese poder. Toda esa mentalidad naturalista e ingenua es el fermento del realismo mágico.  

ENTREVISTA | “El mestizaje es el mejor antídoto contra los radicalismos”, dice Fernando Iwasaki

sábado, abril 27th, 2019

Fernando Iwasaki, nacido en Lima en 1961 pero radicado en Sevilla (España) desde hace casi tres décadas, afirma que “el poder se hizo mestizo en América” al contrario que en España, donde a diferencia de Europa, “nunca se ha dado este proceso”, y recuerda en ese sentido que “todos los países latinoamericanos han tenido en algún momento presidentes hijos de inmigrantes”.

Por Jesús Centeno

Pekín, 27 de abril (EFE).- El escritor y ensayista peruano Fernando Iwasaki defiende en una entrevista con Efe los “resultados extraordinarios” que dejaron los procesos de mestizaje en América, que ahora llegan “inevitablemente” a Europa para ser “el mejor antídoto contra los radicalismos que asoman”.

“El inmigrante no sólo aporta un ADN nuevo sino también una historia cultural, familiar, a veces de intolerancias, de defensas de los derechos, que inmunizan y se deben preservar”, comenta el escritor, que visitó Pekín recientemente para presidir una mesa redonda titulada “El Inca Garcilaso en un solo mundo entre China y Roma” en el Instituto Cervantes de la capital china.

Iwasaki, nacido en Lima en 1961 pero radicado en Sevilla (España) desde hace casi tres décadas, afirma que “el poder se hizo mestizo en América” al contrario que en España, donde a diferencia de Europa, “nunca se ha dado este proceso”, y recuerda en ese sentido que “todos los países latinoamericanos han tenido en algún momento presidentes hijos de inmigrantes”.

Fernando Iwasaki. Foto: EFE.

“Esto llegará también a Europa, probablemente tarde, pero llegará, el momento en que un descendiente de turcos sea canciller de Alemania, un descendiente de inmigrantes magrebíes sea presidente del Gobierno en Francia o un hijo de ecuatorianos lo sea en España. Hay fuerzas resistentes a esto pero ocurrirá”, asevera el escritor.

Iwasaki, descendiente de japoneses y peruanos y que se considera a sí mismo un “autor fronterizo”, un hispanohablante entre Perú y España, señala que “el colono español siempre tuvo menos remilgos a la hora de relacionarse con las poblaciones locales”, lo que hizo que el mencionado mestizaje diera unos resultados “extraordinarios”.

“Lo propio y lo ajeno son como legañas que no nos dejan mirar con claridad la posibilidad de reclamar toda la cultura”, dice sobre la problemática de que “el tercermundista y el latino deban siempre escribir sobre su país, y si se arranca por bulerías es algo exótico. Pero a mí exótico me parecería el sevillano, el onubense o el malagueño que no supieran distinguir los estilos del flamenco”.

De esta manera, “así como a un latino siempre le preguntan por qué no escribe novelas ambientadas en su país, a Javier Marías nadie le pregunta por qué escribe libros ambientados en Oxford, o a Vila-Matas en París”, dice Iwasaki, autor de numerosos libros de cuentos o novelas como Neguijón, publicada por Alfaguara.

Es por eso que defiende que el romanticismo y la vanguardia “también son cosa de América Latina” o que hoy día sea tan natural que “pueblos tan disciplinados como los orientales” tengan “grandes intérpretes de la música tradicionalmente occidental, porque la música no tiene fronteras”, y pone como ejemplo el ballet, “creado en Italia pero llevado por los rusos a su máxima expresión”.

Es también el mestizaje lo que ha permitido, en opinión de Iwasaki, que autores chinos hayan bebido del realismo mágico, que, aunque popularizado por las novelas latinoamericanas del siglo XX, “estaba ya presente” en su propia cultura.

“En China siempre ha habido una literatura donde lo fantástico dialogaba con lo real”, un territorio híbrido “bien explotado” por escritores como el premiado con el Nobel de Literatura Mo Yan.

Al mismo tiempo, “China ha fascinado y hechizado a la cultura occidental desde el Medioevo. La obsesión por este país siempre ha sido inmensa”, resalta, y recuerda que “China va entrando cada vez más por medio de la inmigración”, lo cual inevitablemente “está alterando el estatuto del comercio generando grandes problemas”.

Serio y firme en sus convicciones, cree que “el día en que cada familia china tenga como en Europa todo el bienestar contaminante que tenemos aquí… el desastre ambiental va a ser brutal”, pronostica el escritor, ganador del Premio Don Quijote de Periodismo en 2015, entre otros.

Iwasaki, autor que se considera “más novelista que historiador y más escritor que novelista” es también un reconocido articulista -logró el Premio Málaga de Ensayo con “Las palabras primas” y colabora como columnista en varios rotativos españoles- que prevé que el mundo atraviesa un grave momento de “reajuste”.

Frunce el ceño y junta las manos para opinar que “cuando la gente habla del capitalismo salvaje habla de Estados Unidos, pero no: es el chino. No hay sindicatos, no hay ley de huelga, no hay una jornada laboral que piense en los trabajadores… Hay en este momento una suerte de absoluta hegemonía de la productividad por encima de la condición trabajadora”, advierte.

“Expresémonos correctamente: esa mezcla extraña entre el partido único marxista y el libre mercado lo que ha generado es esta situación que se vive en China”, destaca el escritor, asombrado por “el lujo brutal” que ha avistado de primera mano tras pasear por las calles más comerciales de Pekín.

Andrés Neuman: “La belleza es eso que le pasa a los paisajes y a las personas cuando corre el tiempo”

sábado, octubre 20th, 2018

El escritor se refiere a una forma de artesanía japonesa que se llama kintsugi, que está enmarcada en una filosofía ancestral llamada wabi-sabi. “La belleza es eso que le pasa a los paisajes y a las personas cuando les pasa el tiempo. La erosión produce la belleza”, dice Neuman, a propósito de su novela Fractura (Alfaguara).

Ciudad de México, 20 de octubre (SinEmbargo).- Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) muestra su libro Fractura (Alfaguara) con cierto orgullo, en un país donde los terremotos los obligan a pensar cuánto quedó destruido, cuánto se salvó, cuándo vendrá el próximo sismo.

El argentino habla de Francia, de Japón, de Argentina –su país natal-y de España –su país de radicación-, para narrar el amor, la supervivencia y la traducción, que considera el ejercicio literario más gozoso del que se tenga cuenta. Escribir y traducir el mismo libro, es como el tiempo y la fractura que atraviesa la novela y la vida.

De eso habla. También de haber sobrevivido a las dos bombas, al accidente nuclear de Fukushima, en una novela por demás poética y herida.

–Hablar de Fractura es un poco hablar de México…

­–Sí, alegóricamente sí

–No había visto esa línea que ahora sí veo, que atraviesa la portada

–Es un homenaje a una forma de artesanía japonesa que se llama kintsugi, que está enmarcada en una filosofía ancestral llamada wabi-sabi y que tiene que ver con algo que hablábamos tú y yo antes de que encendieras el botón. Es apreciar el paso del tiempo sobre las cosas y sobre los tiempos. La belleza es eso que le pasa a los paisajes y a las personas cuando les pasa el tiempo. La erosión produce la belleza.

–Hay una cuestión que tiene que ver con el feng shui que no puedes guardar nada fracturado

–Dentro de esta filosofía, ver belleza en el tiempo pasar. El kintsugi es la reparación de objetos rotos mediante la inserción de polvo de oro en las grietas. En lugar de lamentarse porque se rompió, se celebra su supervivencia y esos objetos aumentan el valor en el mercado. Valen más que antes que romperse. Qué lógica tan alejada de nuestro día a día. Esto tiene un valor estético inmenso aplicado a las comunidades y a las personas. Si todos pensáramos así, no existiría ni el photoshop ni la obsolescencia programada. Esta filosofía podía de algún modo ejercer de contestación política ante ciertas lógicas que imperan y que oprimen nuestro día a día. En Fractura intento llevar esta filosofía a las relaciones rotas, a los paisajes dañados, se abre el suelo con un sismo, se inunda un paisaje, los cuerpos con cicatrices y también en términos más materiales y más metafóricos de los países donde sucede la novela.

–El terremoto hizo correr a Japón de su eje…

–El planeta entero se desvió 10 centímetros. Fue el mayor terremoto en la isla de Japón. La idea es que un terremoto pueda ser un dejá vu. Cuando se dio el terremoto en Japón y el accidente nuclear de Fukushima, fue un 11 de marzo, una fecha tremenda en España. Cuando fueron los atentados de Atocha. Cuando estaba viendo el accidente nuclear, me di cuenta de que era un argentino con memoria española viendo desde Francia un accidente japonés. ¿Dónde estoy viendo esto? En esos momentos visualice esos cuatro espacios atravesadas por la vida de una persona, como si fuera un hilo que enhebra esos espacios.

–¿Quién es el señor Watanabe?

–Es un ciudadano colectivo. No es nadie y son todos. Por un lado la primera idea la tomé de un personaje real, que me parece un ser humano inverosímil, un sobreviviente de las dos bombas atómicas. Estuvo el 6 de agosto en Hiroshima, se fue a Nagasaki, a tratar de ponerse a salvo, y vive la bomba de Nagasaki. Vivió casi 100 años. Era lo más parecido a un inmortal. Me fascinó que ese hombre murió un poco antes del accidente nuclear de Fukushima. El personaje de la novela toma como punto de partida eso, pero tiene una vida especial, que vive en España, en Argentina, en Francia, todo eso es invención mía. Se llama Watanabe por el querido poeta peruano José Watanabe, del que hay una cita al principio del libro: Me mostró sus cicatrices. Un fino entramado en los antebrazos y la espalda. Parecía transportar un árbol. Luego él vio las mías. Nos sentimos livianos, un poco feos y muy bellos. Dos supervivientes. A nosotros, los latinoamericanos, nos remite a la poesía contemporánea del continente. El poeta tenía en su sensibilidad, dos lugares lejanos: Japón y Perú.

–También vives cerca de Fernando Iwasaki

–Por supuesto. Hay un apellido Iwasaki en la novela y por supuesto cuando la terminé se la mandé a Fernando. Su abuelo era de Hiroshima, así que me dio una mano para revisarla en nombres, ciertas costumbres…Para construir el personaje de Watanabe también leí memorias y experiencias de supervivientes de distintas catástrofes de distintos países. Porque Watanabe se alimenta de varios supervivientes. En realidad la supervivencia tiene algo de esencia humana. Me gusta pensar que Watanabe es una especie de superviviente errante que hace hablar a los distintos países en donde habita.

El tiempo pasa a través de su cuerpo en la novela, dice de su personaje. Foto: Casa de América

–Hay muchos que hablan de Watanabe

–Sí, es narrado por otros y por otras. El tiempo pasa a través de su cuerpo en la novela. Las mujeres con las que tiene relaciones en los cuatro países donde viven son las que lo narran a él. Hay también un periodista argentino que trata de entrevistarlo, pero él se niega a ser entrevistado. Él es una especie de enigma, de centro silencioso de la novela.

–¿Cuánto te llevó hacer esta novela?

–Casi siete años.

–Hay mucha poesía en el libro

–Es cierto. Hay mucha poesía traducida. Primero creo que la traducción es el ejercicio literario más gozoso que existe. En segundo lugar, desde El viajero del siglo vengo explorando el amor en correspondencia con la traducción. Cuando uno ama a alguien trata de poner sus palabras en las propias, de interpretarlo maniáticamente y de malinterpretarlo, fatalmente. Hay que enamorarse mucho de un texto para traducirlo. Dentro de esa especie de binomio, aquí hay un solo personaje que es traductor, la argentina precisamente, pero lo que sí hay son cuatro historias de amor entre personas de diferentes idiomas, que se ven obligadas a traducirse. Un error amoroso o un error gramatical nos retratan mucho más que el encuentro. Lo entienden mejor cuando él se equivoca y en el amor es un poco así. El tema del idioma remite a la gran obsesión de los que somos transterrados y que tiene que ver con la extranjería.

–¿Esta es tu novela más poética?

–En El viajero del siglo hay mucha poesía también. De algún modo la poesía siempre está presente, la poesía se traslada aquí a la prosa y al ritmo de escritura. Siempre he tratado de que las orillas de la narrativa y de la poesía se fundan, se acerquen.

–¿Narras el tiempo que vivimos?

–Sí, la vida de Watanabe abarca los fines del siglo XX y los principios del siglo XXI. Esa especie de proyección histórica se manifiesta mucho menos mediante la exposición directa de las reflexiones políticas que de las peripecias familiares y amorosas de los personajes que de algún modo dialogan con su tiempo.

–También hablas de la catástrofe en relación a ti

–Sí, claro, totalmente. La relación entre historia con mayúsculas y con minúsculas es vívida, está presente.

Lee un fragmento de la novela. Foto: Especial

Fragmento del libro Fractura, de Andrés Neuman, con autorización de Alfaguara

Placas de la memoria

La tarde parece serena, pero el tiempo está en guardia. El señor Watanabe rebusca en sus bolsillos como si los objetos ausentes fueran sensibles a la insistencia. Por un descuido que empieza a resultar frecuente en él, ha olvidado en su casa la tarjeta del metro junto a sus anteojos: visualiza ambas cosas encima de la mesa, burlonamente nítidas. Watanabe se dirige con fastidio hacia una de las máquinas. Mientras realiza su operación, observa a un grupo de jóvenes turistas perplejos ante la maraña de estaciones. Los turistas hacen cuentas. Las cifras emergen de sus bocas, ascienden y se disipan. Carraspeando, vuelve a atender a su pantalla. Los jóvenes lo miran con vaga hostilidad. El señor Watanabe los escucha deliberar en su idioma, un idioma melódico y enfático que conoce muy bien. Sopesa la posibilidad de ofrecerles ayuda, tal como ha hecho con tantos visitantes abrumados por el metro de Tokio. Pero ya son casi las tres menos cuarto, le duele la cintura, tiene ganas de volver a casa. Y, para ser franco, tampoco simpatiza con esos jóvenes. Se pregunta si habrá perdido por completo el hábito de los gritos y la gesticulación, que tan liberadores llegaron a parecerle en otra época de su vida. Prestando oído a la sintaxis extranjera, abona su trayecto antes de retirarse. Nota el aroma del viernes: un cóctel de cansancio y expectativa. Al tiempo que desciende en la escalera mecánica, contempla esos andenes que se irán colmando. Se alegra de no haber tomado un taxi. A esta hora todavía queda espacio en los vagones. Sabe que pronto los últimos pasajeros empujarán la espalda de los anteriores, y que los serviciales empleados llegarán para empujarlos a ellos. Y así hasta que las puertas interrumpan el flujo, como quien poda el mar. Empujarnos unos a otros, piensa Watanabe, es una forma particularmente sincera de comunicarnos. Justo en ese instante, los peldaños de la escalera mecánica empiezan a vibrar. La vibración se eleva a temblor, y el temblor va derivando en evidentes sacudidas. Al señor Watanabe lo asalta la impresión de que nada de cuanto lo rodea está pasándole a él. Su vista pierde foco. Entonces siente que el suelo deja de ser suelo.

Los jóvenes turistas examinan el plano del metro, su tubería multicolor. Los desconcierta la superposición de trenes, el crucigrama de líneas públicas y privadas. Intentan calcular cuántos yenes por cabeza necesitarán para un abono. En la máquina contigua, un viejito carraspea. El turista más joven sugiere que podría ayudarlos, en vez de mirar tanto a las chicas. Otro añade que, si sigue mirando, al menos podría pagarles el viaje. Una compañera le replica que hoy lo nota más imbécil que de costumbre. Lo cual, especifica alzando un dedo, es mucho decir. Los turistas introducen una cascada de monedas, mientras el viejito japonés desaparece. Una de las chicas manifiesta su predilección por las monedas con un orificio en el centro. El más joven del grupo lo compara con la perforación que él mismo se ha practicado en cierta zona de su anatomía. La mano de su amiga impacta contra su nuca: los cabellos se abren en asterisco. Los gritos y carcajadas provocan sobresaltos a su alrededor. Ahora los turistas se percatan del susurro colectivo, de la extraña precisión que impera en la muchedumbre. Procuran moderarse sin demasiado éxito. Corretean hacia las escaleras. Los asombra que nadie choque con nadie, la unanimidad con que los pasajeros respetan cada norma. En su país, piensa el menos joven del grupo, algo así se lograría sólo bajo amenaza. ¿Qué amenaza a los japoneses? Al advertir las primeras vibraciones, las atribuyen a la flexibilidad de la arquitectura. Nada que ver, sin duda, con las estaciones de su tierra. Los temblores se hacen más evidentes. Entre el pánico y el pasmo, los turistas ignoran si el silencio de los demás es por sangre fría o porque están midiendo la duración. Una de las chicas recuerda entonces lo ocurrido hace un año en su ciudad, cuando llegó a contar hasta cien. Y al atender al pulso de los cimientos va sufriendo un progresivo déjà vu, como si cada sacudida tuviese lugar un poco más adentro de su cabeza, bombeándole memoria.

Alternándose a distintas alturas, los zapatos improvisan pentagramas. Los pies son el metrónomo del viernes. Mientras las escaleras los trasladan, los pasajeros contemplan esos andenes que se irán colmando. Algunos reparan tenuemente en el señor Watanabe. Uno de ellos se fija en su vestimenta, inusual para su edad o en cierto modo fuera de contexto. La inercia del descenso se impone, el zumbido es un mantra. De golpe ese zumbido cambia de frecuencia. Las miradas se despegan de sus puntos de fuga, las escaleras reaccionan igual que una pesada serpentina. Más abajo, la temporalidad se bifurca: los trenes no arrancan y los pasajeros corren. Incluso los empleados parecen ansiosos. Saben que hasta veinte segundos es temblor, y que a partir de veinte es algo serio. Tratando de calmarse a sí mismo, el revisor más veterano pide calma. Una profesora de lengua tiene la sensación de estar asistiendo a una aterradora redundancia. Un terremoto es como un tren pasando junto a tus pies, y su tren acababa de llegar. Detrás de ella a un hombre, el mismo que poco antes se detuvo en la indumentaria de Watanabe, lo embarga una incrédula fragilidad. No encuentra dónde asirse. Y reniega de sus convicciones. Justo por encima de su cabeza, al otro lado de la bóveda del metro, un joven ciclista se inclina y cae sobre el asfalto sin dejar de pedalear.

Los nervios de las cañerías recorren el techo. Las goteras ensayan su futura aparición, formando capas de tiempo sobre la arquitectura. En la balanza de las escaleras el peso se reparte: unos pasajeros suben, otros bajan. Las fuerzas están en orden. Las energías cooperan. Cuando los peldaños comienzan a vibrar, y la vibración se eleva a temblor, y el temblor va derivando en evidentes sacudidas, cada contorno se descompone en un manojo de líneas. Todo cuerpo está en hiato. Por los andenes ronda la siembra de la duda. Lo subterráneo se expresa en lo subterráneo. Como dados cambiando de cifra, las paredes calibran la tirada. Punto negro entre innumerables puntos, el señor Watanabe levanta uno de sus zapatos.

Las cosas en el suelo juegan a su manera. Ganan una baldosa, esperan turno, se enrocan. Las corrientes generan remolinos, desórdenes microscópicos. Un papelito arrastra su malograda papiroflexia. Fue redondo ese helado que se derrite en el andén. Un encendedor ofrece fuego a las pelusas que pasan. Junto a las máquinas, unos auriculares añoran sus oídos. Acaban de caer de los bolsillos del señor Watanabe, mientras se dirigía con fastidio a comprar su billete. Cuando el suelo deja de ser suelo, los auriculares empiezan a culebrear entre los pasos: una estampida en estéreo. El encendedor rebota, invoca su llama. La bola de helado alarga su huella. El papelito afloja su presión, desenvolviendo un texto que nadie lee.

La luz plana del metro se vuelca sobre las cosas, cada tubo desprende su porción de anestesia. Todo el recinto flota en un líquido eléctrico. Las sombras fluyen entre pitidos que las guían como boyas. De pronto la vista de Watanabe pierde foco. La realidad se convierte en una intermitencia, un párpado que vibra, un ojo astillado en múltiples ojos. Y luego queda el ruido. Sólo el ruido. Una música rota que quizá los auriculares perciban. Cada cuchara impactando a la vez en su taza. Un cascanueces del tamaño del país. La protesta bajo tierra. Y, muy al fondo, un sonido ancestral de cuerdas zarandeándose, igual que un barco en plena tempestad.

Un terremoto fractura el presente, quiebra la perspectiva, remueve las placas de la memoria.

ENTREVISTA | Serán los extranjeros los que salven al español del “q tal wapa”: Fernando Iwasaki

sábado, marzo 4th, 2017

El escritor peruano Fernando Iwasaki dijo que serán los extranjeros, fuera del mundo hispanohablante, los que podrán salvar el idioma español de la degradación que suponen expresiones como “q tal wapa” (qué tal, linda).

Por Javier Otazu, efe

Ciudad de México, 4 de marzo (SinEmbargo).- Invitado por el Instituto Cervantes al Salón Internacional del Libro de Casablanca, Fernando Iwasaki, afincado en Sevilla desde hace casi 30 años, disertó sobre los temas que más le preocupan en los últimos tiempos: el abandono de la lectura y la poca presencia del español en el ámbito del conocimiento.

“¿Dónde está el masterchef de las bibliotecas o de los conservatorios?”, se preguntó, mientras reflexionaba cómo la civilización actual entroniza a futbolistas o cocineros, mientras que denigra al chico estudioso que “se esconde a leer” en una biblioteca y al que, para nombrarlo, la lengua española tiene solo adjetivos despectivos.

“Es un hecho -comentó el escritor, de origen japonés e italiano- que en las fábulas postapocalípticas posmodernas (la novela La carretera, de Corman McCarthy o las películas Blade Runner o Matrix) “no aparecen los libros, se diría que el enemigo es la lectura”.

“Pero no es necesario ir tan lejos: hoy en día -explicó, a modo de ejemplo- han desaparecido las tres librerías que vendían en español en Manhattan (Nueva York), donde viven millones de hispanohablantes, personas presumiblemente más interesadas en un partido de fútbol televisado.

Esta reflexión lo llevó a considerar el peso específico del castellano en el panorama cultural mundial, para lamentar su escasa presencia en la creación de la ciencia y el conocimiento pese a ser una lengua tan poderosa “para el deleite y el placer artístico”.

LA AUTOCOMPLACENCIA DE LOS HISPANOHABLANTES

Iwasaki dijo que no basta con la autocomplacencia de proclamar que somos 400 ó 500 millones de hispanohablantes si no hacemos del español una herramienta de conocimiento, una lengua internacional y no solo para el ocio.

“A la lengua española -continuó- le falta ser considerada una lengua de relaciones internacionales, como lo son el francés o el alemán en la Unión Europea (sin mencionar el inglés) y ello es debido, en parte, a la dificultad de los hispanohablantes en verse colectivamente, en lugar de mantener disputas vanas sobre si conviene decir “latinoamericanos”, “hispanoamericanos” o “iberoamericanos”.

“Lamentó, por ejemplo, que él siga siendo considerado “un escritor peruano” y no sencillamente “un escritor en español”, como sucede con culturas como la francesa o la inglesa que integran con mucha más facilidad a escritores ajenos a sus culturas, ya procedan de Pakistán, de Rusia o de Marruecos.

Iwasaki añadió que al mundo hispano “le falta un chino o un vietnamita que escriba en español, extranjeros que escojan el español como lengua de creación. Ellos van a cuidar el español mejor que nosotros, van a usar las diéresis y las tildes porque estarán enamorados de nuestra lengua y no la maltratarán escribiendo wapa”.

“Por otra parte, también negó el tópico de que nuestra época sea la primera que vive la globalización (“solamente la vivimos más rápido”) y recordó que figuras como San Pablo en la época romana o el Inca Garcilaso en la renacentista eran auténticos productos de la cultura global, formados en tradiciones muy diversas y varias lenguas.

“El carácter universal de la literatura española llegó -según su tesis- con los escritores del llamado “boom latinoamericano” (García Márquez, Vargas Llosa, Onetti, etc.), pero antes que ellos otros escritores de todo el continente americano habían sembrado una influencia universal, y citó a Borges, César Vallejo u Octavio Paz.

Iwasaki regresará el próximo año a Marruecos si prospera el plan de la Embajada peruana de hacerlo venir para encontrarse con escritores marroquíes en lengua española, todavía desconocidos. Sería una experiencia muy “wapa”.