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El manicomio posmoderno

lunes, septiembre 2nd, 2019

Pintura de Delvaux tomada en el museo de Botero en Bogotá. Foto: Óscar de la Borbolla.

Generalmente se cree que los hechos tienen la última palabra, que poseen una luz que doblega los puntos de vista discordantes y que ante ellos no nos queda nada más que aceptar su irrebatible evidencia. Sin embargo, los hechos cuando son captados por las personas se integran como datos en el modelo de interpretación de cada quien y, entonces, “los hechos” tienen tantos significados como tantos sean los modelos en los que se insertan.

Para cada uno de los contendientes en una discusión, o para individuos de distintas épocas o culturas, los hechos no solo tienen un significado diferente, sino que son vistos como hechos diferentes. El modelo de interpretación o la cosmovisión que cada cual suscribe no provoca tan sólo que se aprecien diferentes facetas del mismo hecho, sino que el mismo hecho es experimentado como un hecho distinto.

Apelar a los hechos para que estos digan la última palabra no es, pues, un recurso para unificar los criterios; eso era antes: cuando la visión occidental, objetiva y analítica, no se había rendido ante la evidencia de ser un punto de vista más entre los otros, y defendía su método como El Método y su verdad como La Verdad. Ahora, en esta posmodernidad de facto, hasta la ciencia Física ofrece tímidamente sus teorías y las presenta sin la pretensión de que sean la verdadera estructura de lo real: son modelos que integran racionalmente los datos y su ventaja, en todo caso, es tan sólo su capacidad de previsión, no que así sea lo real, sino simplemente que así se puede obtener un determinado provecho.

Qué tiempos aquellos en que Ser y Pensar eran la misma cosa; hoy cada quien en su mundo portátil se ve obligado a una convivencia democrática y tolerante con los distintos puntos de vista, pues se asume que ninguno de ellos es el punto de vista absoluto, objetivo, definitivo y verdadero.

Los hechos han perdido su contundencia. Todo es interpretación. Y la salud mental consiste en no tomarse desesperadamente en serio las propias certezas o, como se aconseja, no creerse todo aquello que uno piensa. Porque uno cree y piensa que lo que ve y le consta ES como lo ve y le consta; sin embargo, los hechos son según el contexto en el que aparecen y cada quien, como los fotógrafos, elige el sector y el encuadre que presentan los hechos de una manera u otra.

Desde Kant, el acceso a lo real está vedado y desde Nietzsche lo real es mejor, de plano, cancelarlo. No hay más que representaciones y estas son lo que son por insertarse en un marco o en un modelo. Vivimos no en El mundo, sino en la imagen o en la palabra “mundo” con el significado que la historia le ha infundido al término.

Cuando voy por las calles seguro de que camino por el piso, me basta con ver a alguien que elude pasar debajo de una escalera, o que lleva cargando una imagen religiosa, o que clava un cuchillo en la tierra para impedir que llueva, o que mira con profunda tristeza el aparador de una marca incomprable, o que se rehusa a ingerir medicinas, o que manotea para espantarse a los fantasmas que a su juicio lo persiguen… me siento no parado en el suelo real, sino como uno más de este manicomio sin paredes donde cada normal vive convencido de que su sueño es lo cierto.

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Cuando ya no se quiere más

lunes, junio 24th, 2019

“¡Hagamos de la muerte, si es que acaso nos está reservada, la más grande de las injusticias!”. Foto: Cuartoscuro

Hay una ocasión en que la vida alcanza un punto desde el que se puede mirar con desdén el porvenir, y uno -que tanto esmero puso, que tanto se revolcó para enderezar las cosas- afloja los puños y las riendas se escapan como el agua convertidas en ríos. Aunque, la verdad, nunca existen tales riendas ni ese control que uno supuso, pues el porvenir ha sido siempre ese río impredecible que invariablemente llega como bala perdida desde quién sabe dónde.

Lo que ocurre en ese instante es que el que cambia es uno; uno quien pasa de estar temiendo lo que pueda ocurrir, a otro que levanta los hombros, chasquea la boca y se entrega indiferente a lo que venga. Ese punto de la vida, sin importar la edad, se da cuando uno se arroja a la indolencia o es empujado a ella y le da igual. Es ese instante de Edipo cuando, después de lo ocurrido, abre los ojos a las sombras, toma su báculo para percibir tan sólo lo inmediato y se va diciendo: “Todo está bien”.

Atrás quedaron los forcejeos inútiles y las estratagemas estériles para escapar de un porvenir que más que un “por venir” era un “vendrá” fatal, irrecusable. Y quedó también atrás, en el pasado, la transparente candidez que nos permitió apartarnos de la almohada y salir al mundo esperanzados con un proyecto que se deshojaba a cada paso, que se torcía hasta traicionarse, que no fue nunca y que nunca fue.

En ese instante sobran las palabras, porque las palabras son siempre rebeldes: generalizan, universalizan, mientan abstracciones y, por ello, portan demasiada fuerza todavía y no alcanzan para nombrar ese momento de la vida que se dice mejor levantando los hombros o chasqueando la boca.

Y uno no se ciega, porque no está en la tragedia de Sófocles, pero cierra los ojos -que para el caso es lo mismo- y se va por los caminos del sueño o por los parajes deshabitados de la abulia, cooperando con la inercia, ya hacia ninguna parte.

Y ante esta descripción siento que se bifurcan en mí, como una “Y”, dos reacciones que se expresan muy sintetizadas en un par de frases: la del anarquista Herbert Reed: “¡Hagamos de la muerte, si es que acaso nos está reservada, la más grande de las injusticias!”, y la última línea de El Rey se muere de Eugèn Ionesco: “La vida era una agitación bien inútil”.

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Han muerto la vanidad y la grandeza

lunes, junio 10th, 2019

“El filósofo de hoy debería vencer la vanidad con su primera reflexión”. Foto: Especial

Decía Nietzsche que lo último que conquista el filósofo es la vanidad, ese deseo de ser reconocido por la valía de los propios méritos y ufanarse por ello. Y creo que esa sentencia sigue siendo acertada pese al derrumbe de muchos de los factores que antes cimentaban ese orgullo de uno mismo. Hoy, por ejemplo, la originalidad ha pasado a la historia: al ciudadano posmoderno no le importa que su obra sea original, más bien luce con orgullo su Frankenstein ecléctico o su pastiche retacado de deudas en el que se ensamblan sin pudor las aportaciones de otros; tampoco nadie se avergüenza del trabajo en equipo, pues, so pretexto de la complejidad de los asuntos, las creaciones de toda índole resultan trabajos colectivos de la industria de la invención donde el individuo se disuelve, y más aún ¿quien busca la perfección en nuestros días?, ¿quién se toma la molestia de pulir sin cesar, de corregir una y mil veces y de extender su tarea hasta construir un mundo completo con su obra?

Hacer algo por uno mismo -solito como decimos los mexicanos- y que ese algo no sólo sea valioso, sino distinto, original y, además, perfecto -que serían los pilares básicos de la vanidad- son atributos que hoy parecen no tener relevancia y, sin embargo, ahí sigue, como siempre, el pavoneo de los vanidosos. Nos sigue importando ser reconocidos como en el Siglo XIX, que fue el siglo donde vivió y pensó Nietzsche.

Habría que preguntarnos para acabar de una vez por todas con la vanidad: ¿de qué méritos propios, exclusivamente propios, nos envanecemos? Y ¿el reconocimiento de quién buscamos para colmarnos de orgullo por nuestras obras?, ¿quién o quienes son los que están del otro lado de nuestros magros esfuerzos? Y, finalmente, ¿por qué hacemos las cosas si no “al ahi se va”, sí “a lo mejor que queden”, pero no perfectas, no para sentirnos del todo orgullosos?

Creo que en ninguna actividad, a estas alturas de la historia, y de hecho en toda la historia, salvo en los primeros pasos, podemos emprender en ningún derrotero un proyecto que no esté ya manoseado, visitado, sembrado, adelantado de alguna manera: la originalidad absoluta queda excluida por el simple hecho de que somos seres sociales.

Creo, además, que el otro, ese alguien cuyo reconocimiento buscamos, no merece que nos tomemos demasiadas molestias, pues el “reconocimiento social” tan deseado, debería revisarse a partir de la idea de que la sociedad no es mayor que la suma de sus partes, y que la sociedad está compuesta por individuos, por personas de carne y hueso con tantas o más deficiencias que uno y que, en consecuencia, su reconocimiento vale exactamente muy poco. Porque nos hemos imaginado que la sociedad y el llamado Juicio Histórico son un tribunal supremo que sabe, que conoce y reconoce, cuando, la verdad, no son más que personas deficientes como las de hoy y las de ayer. En pocas palabras, todos son como mis vecinos.

Y finalmente, para lograr la perfección habría que poder escapar del tiempo, de ese ponzoñoso factor que con su sólo paso corroe y destartala cuanto está en el flujo de su cauce.

¿De qué podríamos envanecernos si nuestras hazañas más altas son frutos comenzados por otros y en las cuales nuestro yo se diluye en el trabajo grupal y sólo logramos, si nos va bien, lo mejor posible? El filósofo de hoy debería vencer la vanidad con su primera reflexión. Hoy ha expirado la grandeza. La grandeza de un Hegel capaz de decir: “He descubierto las leyes desde las cuales Dios piensa, desde su eternidad inmutable, el devenir de las cosas”.

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